La huida

Autor: Rogelio CG

Capítulo I

En un vagón de tren

En el vagón semivacío la mayoría de pasajeros están concentrados en las pantallas de sus móviles. El frenazo del convoy, al llegar a una estación, me despierta. Veo al revisor, un hombre uniformado de mediana edad, que va pidiendo billetes y a medida que se acerca a mí, no sé por qué, mi corazón se acelera y una ansiedad creciente me invade. El tren se pone en marcha de nuevo.

–Buenos días, ¿podría enseñarme el billete?

Busco en mis bolsillos y encuentro una tarjeta de transporte; se la doy al revisor intentando disimular mi azoramiento. Él, con mirada inquisitiva , comprueba que soy la usuaria de la tarjeta. Finalmente me la devuelve con un “gracias” y sigue su camino.

Doy un suspiro de alivio. Antes de guardar la tarjeta contemplo la foto, no me reconozco en ella, es la imagen de una chica morena con el pelo corto, mirada profunda y sonrisa amplia. Pero, ¿quién es?, ¿esa soy yo? El suelo que piso se tambalea en ese instante, un montón de interrogantes sin respuesta se agolpan en mi cabeza: ¿cuál es mi parada de destino? ¿De dónde vengo? ¿Y quién soy, si no soy la chica de la foto? Con los nervios desbocados intento recordar, necesito las respuestas, pero mi cerebro es incapaz de hacerlo. Solo tengo un llavero con tres llaves y la tarjeta de transporte. Leo los datos personales y la dirección que aparecen en la misma. No me dicen nada.

La megafonía interna del convoy informa del final del trayecto.

Bajo del tren al igual que el resto de pasajeros y me adentro en el interior de una estación amplia donde están parados varios trenes, tiene un techo curvo muy alto y está llena de andamios que dificultan el fluir de los viajeros de un lado a otro.

Capítulo II

Incógnita resuelta

Una vez en la calle he conseguido serenarme un poco. Voy averiguar quién soy y qué me ha sucedido, empezaré por buscar la dirección que aparece en la tarjeta de transporte. El cielo azul intenso de la ciudad me da la bienvenida. En las calles hay un tráfico denso de vehículos y personas. Gente que va de un lado para otro absorta en sus propios problemas. Abordo a una señora bien vestida para preguntarle por dónde cae la dirección que busco.

Una vez en el portal saco el llavero y pruebo con la primera llave. No entra. Saco la segunda, esta vez he podido introducirla, pero cuando intento girarla es imposible. ¿Y si todas mis esperanzas fueran vanas y el llavero no es de esta dirección? ¿Qué más podría hacer para averiguar quién soy? Estaría perdida en una ciudad desconocida, sin un euro y sin nadie a quien recurrir. Estoy impacientándome, repito la operación con la última llave. Pero a la tercera va la vencida y puedo abrir la puerta. Entro en un portal con suelo y zócalo de mármol, techos con molduras y al fondo un ascensor de un modelo antiguo, probablemente el original de la finca. Como un relámpago me atraviesa la idea de que este ascensor me resulta familiar.

Subo al tercer piso, hay una sola puerta y, con la primera llave, la abro. Me encuentro en el interior de un apartamento luminoso con decoración minimalista, lamentablemente no lo reconozco. Suena un teléfono. Lo veo en una mesita auxiliar. Lo descuelgo y me lo acerco a la oreja.

–Sí, dígame –me atrevo a decir, pensando que alguna información podré obtener.

–¡Ah! Alicia, ¡Uf!, ¡cuántas ganas de hablar contigo!

A la voz que me habla desde el otro lado de la línea la he oído otras veces. De repente recuerdo una cara y un nombre: Marta. Una compañera de trabajo.

–¿Qué te ha pasado Alicia? ¿por qué no has venido ni llamado a la oficina en estos días?

Estoy desconcertada, no sé qué contestarle, pero una cosa está clara, debo ser la tal Alicia, esa que aparece en la foto, y éste debe ser el lugar en el que vivo.

– Hola Marta, he perdido el móvil y no he estado en casa. Lo siento pero en este momento no puedo darte detalles. En cuanto pueda te lo explicaré.

Capítulo III

Una voz conocida

Tras colgar, un flash y me trasladé a otro lugar, era una oficina, un espacio diáfano con varias mesas, una de ellas era la mía. Al fondo, en la “pecera”, estaba el jefe, siempre omnipresente vigilándonos a todas.

Capítulo IV

En el trabajo

Marta se acercó a mi mesa y me dijo que el jefe quería verme en su despacho. Un escalofrío sacudió mi espalda y mis manos se humedecieron mientras que un tamborileo creciente golpeaba mis sienes. Después de dar un toque abrí la puerta.

–Adelante Alicia, siéntate, por favor

Al otro lado de la mesa una boca perfecta me sonrió amable, al tiempo que unos ojos de lobo hambriento se relamieron sin disimulo alguno después de recorrer mi cuerpo con mirada lasciva.

—Estoy repasando tus ventas del último mes y han bajado a niveles inaceptables. Con ello quiero decirte que debes ponerte las pilas. Tienes una semana para alcanzar los objetivos marcados –sentenció severo.

A continuación se acercó a mí, me rodeó pasando su mano por mi hombro y acabó sentándose en el frente de la mesa, su pierna rozaba mi pierna.

–Ya sabes que las cosas podrían ser de otro modo, mucho más favorables para ti, si fueras un poco más simpática, un poco más complaciente, por ejemplo aceptando cenar conmigo.

Me levanté bruscamente de la silla intentando controlar mi cólera.

–En pocos días conseguiré remontar mis ventas y, si no quieres nada más, voy a continuar con mi trabajo –le contesté con voz neutra.

El semblante del sujeto se crispó por la frustración que le produjo mi respuesta. Estaba rabioso porque una vez más había rechazado sus insinuaciones.

–Espero que realmente espabiles con tus ventas pues el Consejo está barajando la posibilidad de prescindir de alguno de los comerciales, tú eres la primera candidata –bramó despechado.

Cerré la puerta haciendo un gran esfuerzo para no dar un portazo. Una bola de fuego abrasó mis entrañas pugnando por salir de mi boca. Quería quemar la “pecera” con el monstruo dentro. Unas inmensas ganas de llorar me llevaron al baño. Allí, una explosión de furia, indignación y tristeza me sacudió por dentro; los diques quedaron rotos y las lágrimas anegaron mi rostro.

Capítulo V

Recorriendo el piso

He recordado el último día en el trabajo como si de una película se tratara, pero desgraciadamente tomo conciencia de que en ella yo soy la protagonista, estoy conmocionada y se dispara mi ansiedad.

Decido recorrer las otras estancias de mi casa. Me veo en el sofá leyendo placenteramente un libro. En la cocina huelo a guiso que se está haciendo a fuego lento mientras corto en rodajas una zanahoria en la madera que ahora veo en el fregadero. Llego al dormitorio y un fogonazo en mi mente me estremece al visualizar otro recuerdo, es la continuación de la película anterior…

Capítulo VI

Alguien hay en casa

Salí de la oficina en cuanto pude, tenía unas ganas irresistibles de alejarme de allí, de huir. Quería llegar a casa. A pesar de que era pronto, esperaba que Alberto ya hubiera vuelto del trabajo. Necesitaba compartir con él mi rabia y mi impotencia. Enjugar mis lágrimas y dejarme envolver por el abrazo amoroso del hombre al que quería.

Entré en casa y oí un gemido acompasado que venía de lo más profundo del apartamento. En mi cabeza una alarma se disparó, a la sorpresa inicial le sucedió un temor denso y la convicción de que no iba a gustarme lo que encontrara. Decidí, no obstante, averiguar qué estaba sucediendo. Caminé despacio, intentando no hacer ruido, ¿quién habría podido entrar en mi ausencia? La puerta del dormitorio estaba entreabierta, oí unos gemidos femeninos mezclados con un jadeo conocido, y cuando finalmente asomé la cabeza vi a Alberto montando a una mujer que disfrutaba, ajena a todo, sus embestidas. Me tuve que tapar la boca para apagar un grito, los ojos como platos y el alma rota por la traición sufrida. Mi cuerpo tomó el mando y salí corriendo hacia la calle; me sentí como una olla express a punto de estallar.

Capítulo VII

Escapada desesperada

Con el entendimiento nublado por la desesperación y la angustia deambulé por las calles totalmente perdida. El deseo de alejarme de mi casa fue creciendo y creciendo. Decidí huir, dejar todo atrás, a mi marido y a mi trabajo. ¡Que se fueran todos a la mierda!. Comencé a correr, dejando atrás calles, avenidas y plazas, en una fuga sin freno que me condujera a otra vida. Al girar una esquina vi de reojo como se abalanzaban sobre mí y me arrollaban. Caí al suelo golpeándome en la cabeza. El patinete y su conductor cayeron también, pero salieron mejor parados que yo. Se formó un corro de gente alrededor mío. Me sentí mareada, pero pude levantarme. Aparentemente solo había sido un susto. Las personas que acudieron a socorrerme al ver que me encontraba bien se fueron dispersando. El chico del patinete me dio sus datos, se disculpó de nuevo y se marchó.

Comencé a andar, a pesar del pequeño dolor en la cabeza y en la pierna izquierda. Me sentía bien, como si fuera más ligera que antes, más tranquila, libre, como en paz.

Al otro lado de la calle vi una estación de tren. No me sonaba de nada, tampoco la calle en la que me encontraba. No le di importancia, solo pensé que, no sabía por qué, necesitaba coger el primer tren que saliese de allí, daba igual cual fuera su destino. Entré en el vestíbulo, me maravilló el trencadis de sus paredes y techos, las antiguas taquillas de madera y las dos grandes columnas que lo sostenían todo. Luego accedí a la zona de andenes y me dirigí al panel de Salidas. En la vía 1 se informaba de la inminente salida del tren que estaba allí parado. Superé el torno usando mi tarjeta de transporte y me subí al tren. Había muchos asientos vacíos. Recosté la cabeza en el tapizado y, al tiempo que el tren comenzaba a andar, un sueño profundo se adueñó de mí.

Más tarde el frenazo del convoy al llegar a una estación me despertó y vi al revisor, un hombre uniformado de mediana edad, pidiendo billetes…

Cuento incluido en la colección AZUL, VERDE y NEGRO, inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual.
Azul, Verde y negro

Etiquetas: relato corto

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