I

Pero quiso el cielo acariciar el suelo con su gota a gota”

Todos tenemos una historia que contar en la vida. Paradójicamente, la mía comienza con la muerte.

El cielo se había cerrado sobre la ciudad, anticipando el inicio de un invierno inclemente. Las farolas de las calles titilaban sobre los pocos valientes transeúntes que rápidamente corrían a guarecerse a sus hogares quienes tuvieran, bajo los puentes en loas estaciones del tren, o bajo exiguas cajas de cartón que a duras penas aguantarían las dos primeras ráfagas de agua, para los que no.

Mercedes subía la colina del Cementerio del Carmen, cargando en brazos a un niño de pocos días de vida, a cuya madre había ayudado a dar a luz y posteriormente había visto fallecer en los estertores del parto. El camposanto lucía desoladoi a tan temprana hora y no había nadie alrededor. El precario entierro incluía una pequeña lápida en la que se leía:

“Lorena Rivera. Lux Aeterna. 1921 – 1940”

La vida le había deparado muy pocas sonrisas a Lorena durante su breve paso por la misma. Nacida de padre sindicalista afiliado a las líneas del Partido Comunista, Lorena quedó huérfana de padre y madre cuando una noche en la que a ella la habían resguardado en la casa de la hermana de la madre, un coche paró frente a la precaria vivienda de la familia Rivera, entrando tres hombres en ella y degollando a ambos, dejando los cuerpos tirados en la calle para escarmentar a quienes quisieran seguir los pasos de esa familia, ya que era vox pópuli que aquel era un barrio de insurgencia anti falangista.

A los tres años, y tras unos breves meses en casa de su tía, Lorena fue internada en un orfanato bajo el nombre de Esther Contreras, para evitar asociaciones innecesarias con la familia.El orfanato estaba hacinado y a duras penas llegaban las donaciones para comer una comida caliente al día. Sin embargo, Lorena, o Esther, logró desarrollarse muy bien en ese ambiente, aprendiendo a leer y a escribir gracias a su ahínco y perseverancia y se encargaba de impartir clases entre las demás internas.

Como todo en la vida, ese período de felicidad llegó a su fin antes de lo debido.En su caso fue cuando se cruzó en su camino un pelotón de reconocimiento que bajaba el País Vasco tras haber cruzado la frontera de Andorra. Entre ellos, un joven soldado inmediatamente posó sus ojos sobre la joven Lorena, que había ido al mercado en búsqueda de víveres para el albergue.Tras unos primeros días de escuetos cortejos, Lorena cayó irreversiblemente en los brazos soldado, quien le prometió desertar a las filas y escaparse con ella a unas tierras que, según él, su familia tenía en las colinas de Vallvidriera.

Tras un primer encuentro en el que Lorena acabó ensangrentada y desilusionada de lo que pensó sería un acto de amor puro, a la mañana siguiente el soldado ya no estaba por ninguna parte y ella estaba sola en una pensión que el joven militar acababa de abandonar horas antes, adeudando los días transcurridos en la misma.

Trató de regresar al orfanato, pero ya no le permitieron hacerlo y a sus 18 años de vida se vio teniendo que mendigar en la calle por un plato de comida para ella, y para el niño que crecía en su interior. Corría marzo de 1939 y el frío mordía cada ápice del cuerpo de la joven.Pero hay heridas que agrietan más que el hambre y la necesidad; y la desolación suele llevarse de encuentro a ambas.

Con unos calambres que avizoraban el pronto alumbramiento, la divina providencia tuvo misericordia de Lorena por unos segundos y un ángel, rubio y con un haz de pan bajo el hombro, cruzó la esquina en la que se había instalado hacía unas semanas.

Ese ángel tenía nombre y apellido, como suelen tenerlo los espectros celestiales que se cruzan en nuestro camino y, en el caso de Lorena, era su amiga Mercedes,. Del orfanato, quien bajaba por Vía Layetana, camino del albergue, a grandes pasos y luciendo azorada.

Al principio no se percató en su amiga, por los harapos que prendían de ella y cómo había cambiado en tan pocos meses.Sin embargo, dio la media vuelta como si se hubiera percatado de algo, la miró fijamente, y Mercedes pudo reconocer esa luz en la mirada de Lorena que mil años en el infierno no podrían apagar.

Volvió en sus pasos y le preguntó: “Lorena, ¿eres tú? ¿Dónde has estado todo este tiempo?”

Lorena, como si tan sólo hubiese estado esperando esa señal del cielo, tuvo tiempo únicamente de balbucear: “”ayuda, por favor”, antes de caer desplomada en plena esquina.

Mercedes pidió ayuda a gritos, pero no había nadie alrededor, así que se paró, esperó unos minutos hasta que vio aproximarse un taxi y le pidió ir, pisando fuerte, al Hospital de Nuestra Señora de la Merced, que estaba a pocas manzanas de distancia.

Llegaron e inmediatamente la trasladaron en una camilla, con un hilillo de sangre sombreando el trayecto que se filtraba de entre las piernas de Lorena.

El parto fue un ir y venir entre la vida y la muerte para madre e hijo, pero finalmente Dios tomó partida y o bien decidió evitarle mayores sufrimientos a la primera o brindarle una opción en este mundo al segundo.Antes de fallecer, Lorena le hizo prometer que cuidaría del niño y que le daría su propio apellido como el paterno.

Así, tras idas y vueltas, nací yo: Joaquín Molina Rivera.

II

Cuando era más joven, viajé en sucios trenes que iban hacia el norte

Nacer es un momento que se repite a lo largo de nuestras vidas de acuerdo a cuántas caídas tengamos y qué tan dispuestos estemos a remediarlas.

Sostenía la taza de té sobre la palma de la mano izquierda mientras con la derecha la hacía girar en el sentido de las manecillas del reloj, con una mirada absorta, extraviada y vidriosa que, de refilón, se pertrechaba sobre las imágenes del único televisor del recinto y, a la par, esgrimía una sonrisa que no le hacía honor a los surcos de su cara ni9 a lo plateado de su cabello.

Joaquín visitaba religiosamente a Mercedes Molina en el Hospital Psiquiátrico de San Gervasio cada sábado por la mañana, llevándole flores, fruta fresca y unos panes dulces que a duras penas podía costear, comprándolos en las faldas del pueblo de Santa Helena. Desde ahí, ascendía a través de un intrínseco sistema de poleas instalado en la Feria Mundial el año anterior, al manicomio.

Ella llevaba recluida ahí desde poco después del entierro de Lorena, por circunstancias que aún al día de hoy, treinta y dos años y medio después, Joaquín desconocía.Sin embargo, Mercedes le escribía cada semana al niño al albergue en el que éste se encontraba y el niño, a través de esas misivas, pudo armar, a su manera, el aún despedazado puzzle que constituía la imagen de su madre.

Mercedes le relataba anécdotas de cuando ambas estudiaban juntas, de alguna que otra travesura y de cómo ésta contenía toda la alegría y la fe del mundo en una simple sonrisa, puesta al servicio y devoción por ayudar al más necesitado.

Las cartas, como todo lo que al fin y al cabo vale la pena, se fueron espaciando más cada vez y cuando llegaban, tenían apenas coherencia.(Un gotero de ilación entre el cual Joaquín debía sortear frases sin sentido alguno, totalmente ajenas a esa o a cualquier realidad.

Cuando Joaquín cumplió los quince años, decidió, tras indagar la proveniencia de las cartas, ya que el matasellos siempre venía rasgado y sin dirección de remite por alguna extraña razón, visitar a Mercedes.

Sin embargo, quince años de encierro en un hospital psiquiátrico tienen muy pocas opciones de resultar en un encuentro con una mente medianamente lúcida.La primera tarde que se encontraron, Joaquín se quedó boquiabierto al ver la cantidad y la variedad de personajes que pululaban por los sucios pasillos, atestados de ruidos que oscilaban entre un gorgoteo incesante, un chirrido de sillas de ruedas casi obsoletas, lo que a todas luces parecía ser la emulación de un rugido felino proveniente de una nonagenaria en bastón y, en un camastro en el que yacía amarrado de manos, ci9ntura y tobillos una señora no menor que la anterior, un tenue pero persistente llanto cargado de emotividad cuyo mayor rasgo característico era que la dueña no derramaba lágrima alguna sino que mas bien esbozaba una incongruente sonrisa de insatisfacción a la par que emitía unos sonidos del bajo vientre que podían haber hecho desmayar a varios de los que pasaban por esas baldosas.

Joaquín se adentró por esos pasillos, contemplando qué tan rápido uno cruzaba el umbral de la lucidez a la locura, cuando se encontró con una persona ataviada de blanco, que fungía las veces de enfermera, psicóloga y administradora de terapias de electroshock a varios residentes (entre ellos, se enteraría más tarde Joaquín, se encontraba Mercedes), quien le indicó cómo llegar al ala donde podía encontrar a la Señora Molina, como allí se referían a ella.

Unos minutos más tarde, Joaquín empujó la puerta de una habitación como todas las demás, de marco grueso y toda pintada de blanco a excepción de un pequeño ventanal desde el cual se podía ver el interior del cuarto.Se encontró contemplando la espalda de una mujer que oteaba, a través de una ventana cubierta de barrotes oxidados y por la cual penetraba un tenue halo de luz, un horizonte lleno de promesas incumplidas, sueños inconclusos y realidades ya demasiado lejanas para su comprensión.

En su mesilla de noche reposaba, sobre un improvisado florero a base de un tipo de botella antigua, una solitaria rosa blanca.

Le hablaba como se le habla a un niño: con ternura y mirándole a los ojos mientras sus dos manos encerraban las frágiles y esqueléticas manos de Mercedes.Solían pasar horas enteras antes que ella emitiera alguna palabra y, cuando lo hacía, era, generalmente, algún desvarío o algún recuerdo ignoto que Joaquín no lograba dilucidar si se podía conectar con un hecho verídico o no pero a cuya mención asentía sonriente para no contrariarla.

La enfermedad de Mercedes iba encerrándole las cortinas de la cordura con paciencia durante los últimos años.Aunque aún tenía atisbos de lucidez, eran, por lo general, frases infranqueables las que emanaba, junto a posturas inverosímiles que solía adoptar durante horas de horas y de las que nadie la podía sacar so peligro de recibir una retahíla de insultos e intentos de agresión de parte de la susodicha.Así, tanto enfermeras que la atendían, como voluntarios y Joaquín, optaban por tratar de acomodar esas posturas lo mejor posible para beneficio de ambas partes.

El sol del mediodía teñía los postigos de la habitación de un ocre claro mientras Mercedes saboreaba la última rosquilla del plato, del cual pulcramente recogió las migajas y las metió cuidadosamente a su bolsillo del camisón.Joaquín sabía, a través de las enfermeras, que Mercedes solía pasar las tardes en el escueto jardín del recinto, alimentando a las palomas a base de aquellas migajas y de restos recogidos de los platos de otros residentes.

Resuelto el asunto de las migas, Mercedes volvió a sentarse frente al alféizar de la desvencijada reja del ventanal y, suspirando, alzó una mano como queriendo guardar para sí los últimos resquicios del sol de un otoño que languidecía y daba paso a otro crudo e insípido invierno.

Repentinamente, con la otra mano aferró la muñeca izquierda de su visitante y, volteando la cara, fijó sus grisáceos ojos, como mármol envejecido, sobre Joaquín, sosteniéndole duramente la mano clavándole las uñas sobre la piel y, en un susurro, le dijo: “Joaquín, no dejes que te encuentre”.Tras ello, se desvaneció en su ensimismamiento habitual, abrigada por un estado lacónico, sentándose pesadamente en la silla de mimbre que ocupaba el lado opuesto de la cama y donde rasgaban los últimos rayos de sol del día.

Era la primera vez que Mercedes se refería a Joaquín por su nombre ya que por lo general los desvaríos de ésta lo asociaban como uno de sus antiguos pretendientes o algún pariente lejano que dejó años atrás en su pueblo natal.Sin embargo, eso era lo único que Joaquín podía sacar en claro de esas seis palabras: si nombre y que, por consiguiente, ella aún lo reconocía o que, al menos, como un rayo fulgurante, su recuerdo se había avivado y lo había podido rescatar dentro del abismo del olvido que era su mente.

De ahí en adelante se mantuvo en un estado de mutismo glacial e indiferencia ante las interrogantes de Joaquín, quien cesó pronto de ellas al darse cuenta que esa puerta se había cerrado a cal y canto tan rápido como se había abierto.

Arrastraba los pasos de regreso por el pasillo de las ánimas en camisón, sin percatarse que unos jaloneaban de él, otros le gritaban y otros le hacían, y no por la boca, efectos sonoros pomposos a su honra, seguido de una tromba de carcajadas, incluyendo a la anciana postrada en la camilla que vio al inicio, como una manada de hienas, cuando levantó la cabeza y se dio cuenta que había algo que le faltaba.

Él había llegado con la bolsa de víveres en una mano y el paraguas en la otra, haciendo caso omiso del sol resplandeciente de la mañana habituado como estaba a que, en días de una paleta de grises al despertar, había de llover.Rehízo sus pasos sobre los adoquines que rezumaban a lejía y lavanda pero, antes de llegar al ventanuco que daba al cuarto de mercedes, una enfermera, ésta vestida como pingüino – quien Joaquín después descubriría se llamaba Sor Judith – le detuvo el paso, asiéndole del brazo izquierdo cuando ya se disponía a tomar el picaporte, y le dijo:

“Déjela descansar, señor Molina. Siempre que viene usted es como una ventisca de aire fresco para ella. Pero, como tal, a la postre también le deja rezagos y cansancio a Mercedes”.

Joaquín asintió y se disponía a dar media vuelta cuando, casi imperceptiblemente, vio, a través de la ventana a la altura de sus hombros, cómo Mercedes guardaba, en un abrir y cerrar de ojos, un objeto brillante bajo su almohada.Un objeto cuya imagen se le quedó impregnada, sin saber de dónde ni por qué lo reconocía.

III

Hoy dice el periódico, que ha muerto una mujer que conocí

Joaquín se despertó gritando, balbuceando incoherencias, empapado en sudor y aferrándose a las únicas sábanas que jamás había poseído. Sobresaltado, se irguió sobre el sofá que fungía de cama, recorrió los tres pasos que le llevaban a tientas hacia el sucio interruptor postrado sobre una desvencijada pared, y prendió la única bombilla que alumbraba y, a la par, desteñía su cruda realidad. Volteó y asió la cafetera con los residuos del mejunje que se había preparado la tarde anterior al regresar del Hospital Psiquiátrico. Encendió una de las dos hornillas que constituían toda su sofisticada cocina, y vertió el líquido sobre la cafetera que le habían regalado como obsequio de agradec9imiento por los tres años que trabajó como redactor de las necrológicas del periódico local de Saint Jordi, hacía ya varios años. Una vez que hubo calentado, se sirvió una humeante taza tras buscar, sin suerte, los pocos terrones de azúcar que solía guardar en la despensa al costado de la cocina. Se sentó sobre el catre y, tras desperezarse y ver por el ventanal los faroles de la calle que anunciaban que era aún muy temprano para salir a la calle pero ya muy tarde para ir en búsqueda de Morfeo nuevamente. Decidió desempolvar su más preciado bien; una edición antigua de El Conde de Montecristo que le había pertenecido, o así le habían hecho creer durante toda su vida, al sirviente de Alejandro Dumas hijo quien, se dice, lo encontró en un desván al poco tiempo de la misteriosa muerte de su amo a manos, murmuraban las lenguas viperinas parisinas, de su excéntrica amante, aficionada a los juegos de vudú y las artes ocultas. Ese ejemplar, si la versión se ceñía a la realidad, había recorrido gran parte del sur de Francia hasta arribar a Lourdes, donde el sirviente de Alejandro Dumas acabó empeñando todas sus pertenencias en pos de unas últimas gotas de opio, cuyo elixir aprendió a preparar merced a su propio amo. Desde entonces, el libro viajó y cruzó los Pirineos para adentrarse por tierras ibéricas hasta dar, de una extraña manera, en la pequeña biblioteca de un orfanato en la parte más olvidada de Barcelona, el Albergue San Miguel Arcángel en una repisa de un cuarto común en el que tanto Esther Contreras como Mercedes Lobato y tantas otras adolescentes compartían sueños, anhelos y miserias.

Eso y unas cuantas monedas que pudieron reunir sus compañeras y algunas maestras misericordiosas, fue todo cuanto Lorena pudo llevar consigo al salir de madrugada por el patio lateral del orfanato, a pocos días de haber cumplido dieciocho años, con Joaquín ya dentro suyo.

El libro en sí tenía más valor sentimental para Joaquín que cualquier otra cosa o persona con la que se hubiese relacionado hasta el momento, incluyendo los escasos y poco satisfactorios encuentros furtivos en la oscura sala de un cine antiguo. A sus treinta y breves eneros, Joaquín ya se había desengañado lo suficiente con el mundo como para creer a pies juntillas aquella historia pero, durante gran parte de su adolescencia, disfrutaba urdiendo y desenmarañando los posibles escenarios del devenir de los personajes de la novela desde que ésta le llegase en un cumpleaños junto a una carta de Mercedes.

Joaquín había mantenido siempre un vínculo muy fuerte con aquella historia de amor a las lealtades más básicas, de esperanza en el presente y, también, de continuos infortunios que conllevaban, así esperaba él también se reflejase en su caso, a una grandiosa luz al final de un túnel demasiado estrecho y largo.

Pasó hoja tras hoja, adentrándose, como siempre, en la trama del romance entre el conde y Mercedes, imaginándose a él mismo recorriendo las entrañas de los más increíbles parajes, saboreando los más exquisitos manjares y deleitándose con las carnes más prietas y dispuestas a hacerle olvidar esa asfixiante soledad que le invadía hacía muchos años. De pronto, sintió que algo se caía de una de las páginas del libro e iba a dar al suelo. Al principio pensó que se trataba de una nota que él mismo había dejado ahí durante las tantas noches de insomnio en las que acometía al libro como su más fiel compañero y esbozaba algún intento de historia similar que nunca pasaba de los dos primeros párrafos antes de dar en la caja de cartón que hacía las veces de cesto de basura.

Sin embargo, no recordaba haber dejado nota alguna en el ejemplar últimamente, así que le pareció extraña la aparición del mismo. Apoyó los codos sobre las rodillas y agarró el papel con la mano izquierda mientras con la derecha lo desdoblaba. Releyó varias veces el pedazo de papel liviano antes de dejarlo caer nuevamente sobre las polvorientas tablillas del suelo. Sin reparar en el abrigo que colgaba del clavo de la pared, donde lo había dejado la tarde anterior, salió raudo del cuarto, sin preocuparse siquiera en sacar su paraguas o en cerrar con llave mientras, con el vaivén de la puerta abriéndose velozmente, el papel voló por los aires, girando sobre sí mismo hasta caer de nuevo, leyéndole, esta vez al cielo: “Mercedes Molina. 1921 – 1972”.

La bruma reptaba sobre los sucios edificios de la Barceloneta, presagiando un día cuanto menos grisáceo que calaba en los huesos como el mordiente frío que despellejaba las calzadas de todo rastro humano. Las primeras gotas agarraron a Joaquín apeándose a la línea tres del tranvía, aunque ya empapado en un sudor helado que le recorría el cuerpo, mezcla de miedo y fatiga.

El viejo armatoste recorrió el camino entre traqueteos y la golpiza de las cada vez más acuciantes gotas de lluvia aporreando los ventanales. A los pocos minutos, bajó en la parada más cercana a Santa Helena, desde donde se podían ver los primeros intentos del día en hacerse notar entre la muchedumbre de nubes. Comenzó a caminar decidido a encontrar el teleférico, cerrado por la hora, y subió de dos en dos los peldaños que llevaban a San Gervasio. Era la primera vez que se encontraba ahí a esas horas y a pesar del trajín del camino y de lo poco que había dormido, se encontraba más despierto que nunca así que, tras ascender el último escalón y respirar un par de bocanadas de aire fresco, enfiló hacia el portón del manicomio.

No había nadie alrededor, ni los guardianes de la entrada que ya le conocían y le hacían pasar sin reparo semanalmente, ni los ocasionales residentes que salían a fumar o a pasear en el jardín, gritándole obscenidades a los árboles, peleándose con seres imaginarios o riéndose a carcajadas con gestos de una devastación conmovedora simultáneamente. Esta vez, aparte del crujir de la hojarasca al son de la voluntad del viento y del crepitar de las gotas de lluvia azotando el asfalto, no había mayor movimiento.

Oteó a la distancia por si había alguien cerca. Rodeó la fachada del edificio y se metió por el lateral del mismo, que colindaba con una antigua fábrica de productos de harina de pescado que sucumbió al gran incendio de 1937 y que, aún ahora, treintaicinco años después, dejaba testigos vivos de su presencia entre los escombros de edificios que se negaban a relegarse al olvido y que constituían la colección de los edificios malditos.,

Trató de encontrar algún resquicio, un solo espacio franqueable del muro para saltar al otro lado, pero no lo encontró. Así, siguió rodeando el recinto y llegó a la parte posterior, la misma que le brindaba una vista panorámica de Barcelona en sus mejores días aunque ahora, a esas horas, sólo anunciaba una ciudad triste, desprovista de todo optimismo y con demasiado pasado arrastrándola como para poder verse claramente al espejo del presente.

Logró ver una sección del muro que sobresalía y cuya parte superior estaba a menor altura que el resto, merced seguramente de los bombardeos de la guerra y del nulo interés en reconstruir lo derrumbado, al menos para erguirse nuevamente de entre las cenizas.

Posó el pie izquierdo sobre el primer resquicio que encontró en la pared y se impulsó con todas las fuerzas que su magra dieta y decadente estado físico le permitían, logrando alcanzar con la mano opuesta el cénit del muro, a la par que se desgarraba los empapados pantalones de tela y se rasguñaba el antebrazo derecho al asirse de una piedra para no caer de espaldas al punto de partida.

Le temblaban las extremidades, amén del frío y del miedo que le ya impregnaba su piel, vísceras y alma por igual. Una vez que se aferró con ambas manos al tope de la pared, logró saltar, con gran dificultad y no menor dolor en partes del cuerpo que ni siquiera había sentido anteriormente, hacia el otro lado, aterrizando como todo novato en affaires detectivescos; es decir, de espaldas y sonoramente, entre las ramas desperdigadas por el suelo y las hojas secas. Se irguió, poniéndose a buen recaudo tras un árbol y esperó que su corazón o bien terminase por salírsele del pecho o bien se calmase.

Para su grata sorpresa y mayor alivio, sucedió lo segundo y se puso ya, sin la interrupción del incesante tamborileo de su pulso, a escuchar por si alguien hubiese oído su estruendosa caída y se acercase hacia donde se encontraba.

Tras un par de minutos que se le hicieron eternos, decidió salir de su escondite mal disimulado y enfiló tal como había venido, sólo que ahora por la otra cara del muro, hacia la entrada del recinto, sorteando huecos en el jardín y ramas caídas para evitar anunciar aún más su presencia.

Las farolas tintineantes de afuera alumbraban escasamente el camino y en más de una ocasión a punto estuvo de caerse de bruces, entre los escombros de los árboles vencidos por el viento y los restos de un jardín muy venido a menos.

Si bien la lluvia había cesado hacía unos minutos, Joaquín seguía empapado, emanando vapor al exhalar que se mezclaba con la bruma matutina que hacía aún más indistinguible el camino a seguir. Tanteando la fachada logró dar finalmente con la esquina izquierda del edificio, desde la cual surgían dos columnas sobre las que se erguían, orgullosas, sendas estatuas de los fundadores del Hospital San Gervasio allá por tiempos inmemoriales y cuyos nombres el tiempo y la ignominiosa memoria habían decidido arrastrar al olvido.

Se aferró a la carcomida parte media de una de ellas, aprovechando para tomar aire, cuando escuchó un alarido que le acabó por poner de punta los pocos pelos que el frío no se había encargado ya de poner de esa forma. El grito provenía de la ventana que estaba a escasos metros sobre su cabeza, así que Joaquín se paró, caminó hacia la pared y, de puntillas, trató de vislumbrar algo a través de la penumbra que aún atravesaba el interior del local.

De la nada, como despidiendo la tormenta que había sacudido a la ciudad toda la noche previa y gran parte de esa madrugada, un relámpago cruzó el cielo, permitiéndole a Joaquín observar lo que había adentro del cuarto, desde cuya ventana había escuchado el pavoroso grito. Lo poco que pudo ver fue demasiado.

Una mujer de edad avanzada pero indistinguible a esa distancia y bajo aquellas circunstancias estaba atada de manos, cintura y piernas a una estructura metálica que parecía una mesa quirúrgica con un aparato que le obligaba a abrir la boca. Los ojos, desorbitados por completo, subrayaban una expresión de terror más allá de la Joaquín hubiese conocido.

Surcos de sangre le recorrían la piel desnuda echada sobre el frío metal, confluyendo en el suelo a pocos centímetros de la mesa sobre la cual descansaban bisturíes, tijeras, aparatos de electroshock, entre otros. La mujer convulsionaba irreversiblemente hasta que, gracias al segundo resplandor proveniente de un cuelo reticente a despedir a la tormenta, Joaquín pudo confirmar lo que esperaba fuese parte de una ilusión óptica o producto de la escasez de sueño: la mujer yacía ahora inerte sobre la fría cama metálica; los párpados se le habían cerrado y las manos, desprovistas ya de las amarras, colgaban hacia ambos lados del camastro.

De cada una de ellas goteaban sendos hilos de sangre, generando dos nuevos charcos, paralelos entre sí yendo hacia el gran charco que aún impregnaba la parte inferior de la cama, con los instrumentos que había visto momentos antes.

Se mantuvo inmóvil durante lo que le pareció una eternidad, sin percatarse que la hoja de la puerta del cuarto oscilaba aún y que había alguien al otro lado de la misma. Un hombre, de espaldas, de pelo corto canoso y una notoria cicatriz en la parte superior del cuello en forma de flecha hacia abajo.

Como una corriente eléctrica, Joaquín volvió en sí y se escabulló entre los escasos matorrales que rodeaban la circunferencia del pabellón principal, cuya puerta aún no daba señas de haber sido abierta por nadie a tan temprana hora.

Es ahora o nunca, se dijo y, tras trastabillar con la maleza cercana, se irguió y caminó veloz hacia el pórtico, introduciéndose rápidamente al interior del recinto, no sabiendo si a salvo de las inclemencias del tiempo o, contrariamente, adentrándose en una circunstancia de la que no querría ser parte por ningún motivo.

Sin embargo, esos titubeos no duraron más que los segundos en los que volvió a ver la nota caída del Conde de Montecristo en su cabeza, así que atajó raudo el pasillo principal subiendo los escalones a punto de tropezarse y romperse el cráneo en cada uno de ellos, presa del pánico de ser descubierto y de lo que podría encontrar, en caso no lo fuera, tras la puerta del cuarto de Mercedes.

Cuando llegó al rellano del segundo nivel, donde las magras bombillas se encendían y apagaban como en un juego de luces gótico, Joaquín se paró en una esquina, pegándose lo más posible contra la pared, donde el ir y venir de la luz no lo alcanzaba.Aún agarrando con la mano izquierda el pasamanos de la escalera que acababa de subir, trató de adecuar sus ojos a esa variación luminosa y de agudizar el oído tratando de adivinar algún movimiento. Salvo un leve ronroneo de los cuartos adyacentes, que Joaquín atribuía al rol de los indiscriminados somníferos con los que la ciencia moderna aplacaba la complejidad de las dificultades mentales cuando no del alma, no había señal alguna de movimiento.

Se decidió a dar los primeros pasos por el pasillo que no le proveía resguardo alguno en caso alguien subiese las escaleras o saliera de una de las muchas puertas en hilera que terminaban en la salida de emergencia a medio centenar de metros de distancia y, sigiloso cuanto pudo, adaptando los ademanes de sus detectives favoritos que había descubierto a raíz de su incursión en la literatura negra a muy temprana edad, arrastraba los pies mirando a ambos lados, pegándose lo más posible a la pared de la derecha y agazapándose para que su cabeza no fuese vista en caso alguien estuviese viendo por el lado posterior, desde el ventanal de alguna de las puertas.

Titubeante durante los primeros metros, se paró al costado del habitáculo de recepción donde tantas veces había sido saludado por las enfermeras. Miró a ambos lados y continuó, vacilante, hacia el cuarto 31, donde el día anterior, como cada sábado desde tiempos remotos, se reunía con la Mercedes que él conocía; aquella opaca versión de quien había sido su ángel guardián y su único nexo con un irreconciliable pasado.

Avanzaba conteniendo la respiración. Sus ropas aún empapadas y su frente perlada por las gotas de sudor que le recorrían el rostro, Joaquín calculó que debían ser poco más de las cuatro de la madrugada.Las ventanas del hospital que daban a la calle estaban teñidas desde fuera por una fina capa de vaho que enturbiaba aún más la realidad exterior, como si la interior no fuese lo suficientemente morbosa para sus residentes.

A escasos pasos de la habitación que ocupaba Mercedes, Joaquín dio media vuelta para cerciorarse que no había nadie siguiéndole los pasos, cuando oyó el crujir de una puerta abriéndose como en cámara lenta a pocos centímetros de donde se encontraba.

Volvió en sí, enfilando nuevamente en dirección hacia el cuarto 31 y se topó, dando un brinco hacia atrás, con el mismo rostro enjuto vestido de negro y blanco y portando con ambas manos una bandeja metálica con dos frascos vacíos, una jeringa que acababa de ser usada y de la cual aún goteaba un último suspiro de un líquido violáceo y viscoso.Su cara reflejaba la misma inquietud que la de Joaquín, sólo que por motivos opuestos. El ulterior por verse sorprendido y la primera por la sorpresa de encontrarse con este visitante a tan inesperada hora.

Posó, o mejor dicho, dejó caer la bandeja sobre un carrito a la entrada del cuarto del que acababa de salir, estiró ambos brazos y jaló a Joaquín impetuosamente al interior de la habitación. Dentro, Joaquín observó un ambiente muy similar al que se encontraba cada semana en el número 31. Había una pequeña mesita despintada sobre la que se encontraba un jarrón de plástico que contenía flores marchitas. Al costado de ésta se encontraba un camastro de metal con un finísimo colchón que anunciaba todo tipo de cosas menos un sueño reparador. Sobre sus laterales se alzaban sendos brazos metálicos cromados en los que reposaban correas de amarre, cada cual firmemente atada al lado posterior, con la correspondiente muñeca de lo que a todas luces parecía un maniquí.

Yacía inerte sobre la fría estructura, con las rodillas dobladas, el tórax raso sobre la superficie y un rictus conmovedor en el rostro. Sin embargo, pronto se dio cuenta Joaquín que se trataba de una mujer joven, no mayor de veinticinco años de edad, pero cuyos ojos reflejaban un abismo entre los años vividos y la tristeza en su mirada.

El pecho de la mujer oscilaba en un leve vaivén, confirmándole a Joaquín que se trataba de un ser humano y que, al menos en ese momento, estaba viva.,

Ese breve instante en el que Joaquín pudo observar a la muchacha fue bruscamente interrumpido por la voz de la enfermera vestida de monja, o viceversa, gritándole.

“¡Le estoy preguntando qué hace usted aquí a estas horas, señor Molina!”

Alelado aún, Joaquín retrocedió un par de pasos hasta que sus talones rozaron la puerta por la que acababa de ingresar. Sus ojos aún fijos en la mujer sobre la cama, cerró rápidamente los párpados una y otra vez y se ubicó en el espacio y el tiempo correspondientes. Se zafó de las manos que le agarraban el antebrazo izquierdo y trató de esgrimir una respuesta que al menos mitigase mínimamente las suspicacias o le eximiera de ser echado ipso facto del recinto.

Sin embargo, en aquel momento no acudió a él ningún alegato medianamente verosímil con lo que se encontró en la imperiosa necesidad de acudir a la mentira piadosa que no era, en opinión de Joaquín, sino una defensa propia con unas gotas de veracidad.

“Vengo a ver a Mercedes. He recibido noticias de un familiar suyo y necesito urgentemente comunicarme con ella”

Con una mirada que le hacía entender que esa artimaña no había surtido efecto, la enfermera volvió a sostenerle los brazos, esta vez con un gesto que no denotaba hostilidad alguna, indicándole con la mirada hacia unas sillas ubicadas al lado opuesto del camastro junto a la ventana que daba al muro posterior por el cual, momentos antes, había trepado él para ingresar al hospital.

Joaquín accedió dócilmente, intrigado por esta súbita reacción ya que creía que iba a ser irreversiblemente expulsado del lugar, y tomó asiento en la primera silla, dándole la espalda a la mujer que continuaba inmóvil sobre la cama y, ubicándose frente a él, la enfermera.

Señor Molina, no sé qué embrollo se trae usted entre manos, qué está sucediendo ni cómo se ha dado esta coincidencia. Pero ayer, a pocas horas que usted se fue, entré, como de costumbre, a la habitación de Mercedes para darle las pastillas y quedarme un rato con ella ya que, tal como le comenté, es tras sus visitas cuando más se sobresalta ella. La vi reposando en la cama y me senté a su lado sin despertarla. Sin embargo, algo estaba fuera de lugar. Lo podía sentir, percibir, no me pregunte por qué, pero algo andaba mal.

Me levanté y rodeé la cama para poder verla mejor, ya que estaba echada de costado en dirección a la ventana. Estaba recostada sobre su lado derecho, con los brazos colgando por el lateral de la cama y los ojos abiertos hacia un vacío.Inicialmente pensé que estaría inmersa en uno de los tantos episodios de alucinaciones que continuamente le acechaban sobre todo tras sus visitas. Sin embargo, tras observarla detenidamente por unos minutos y no detectar ningún movimiento perceptible en ella, me acerqué, agarrándola de los brazos.

Fue ahí cuando caí en cuenta de lo que había sucedido; estaba fría, irregular y rotundamente fría. Le agarré la muñeca izquierda y ahí constaté lo que ya había casicomprobado sin necesidad de ello: Mercedes estaba muerta.

Me paré y antes de soltarle la muñeca me di cuenta que le faltaba la pulsera de plástico que tiene cada uno de nuestros residentes para facilitar su identificación, la misma que yo le había ajustado la mañana previa a su visita y que, aparte del nombre del residente lleva, en la parte inversa, el nombre y los datos la persona inmediata de contacto en casos de emergencia, que para ella era usted. Antes de dar parte a mis superiores fui rápido al tercer piso donde tenemos los archivos y perfiles de cada uno de los pacientes que han pasado por nuestras instalaciones y me di con la sorpresa que el cajón en el que se encontraban la historias clínicas de los pacientes del segundo piso con el diagnóstico que sufría Mercedes, es decir: esquizofrenia, se encontraba abierto y con claras señales de haber sido violentado.

Busqué una y otra vez el dossier perteneciente a Mercedes e incluso abrí con mis llaves los otros estantes, pero no tuve suerte. Así, no me quedó más que bajar, volver al cuarto de Mercedes y ubicarla en una posición más cómoda tras lo cual avisé a las enfermeras de turno de lo sucedido.

Le informé a mi director que ya había tomado nota de su dirección y que iría personalmente a darle la noticia esa misma tarde. Algo me decía que esperase, que tarde o temprano pero definitivamente antes de su próxima visita sabatina, volvería a verle por aquí. Lo que no me esperaba es que fuese tan pronto ni a estas horas, señor Molina. Con lo cual, continua en el aire la respuesta a mi interrogante de ¿qué hace usted aquí? Y no me diga que andaba por el vecindario y quiso saludarnos con esa pinta de, disculpe usted, andrajoso con la que se presenta ahora mismo.

Joaquín, tras recibir la confirmación de lo que ya sospechaba, asimiló los detalles de lo sucedido como quien encaja una golpiza de la que de antemano sabe que no podrá librarse y le contó a la enfermera lo que le había llevado hasta el Hospital San Gervasio a esas horas, obviando algunos detalles que no estaba seguro de querer compartir aún sin saber bien en quién podría confiar y en quién no.Esa verdad a medias, sin embargo, también estaba pintada por un comienzo difuso y trazaba una línea hacia un final igualmente borroso.

Tras la narración de los hechos por parte de Joaquín, la enfermera continuó esta vez con un semblante que mostraba genuina preocupación por lo acontecido así como desazón por no saber cómo ayudarlo. Así, cubriendo con ambas manos el puño que Joaquín había hecho con las suyas apoyadas ahora en su frente, ella se levantó invitándole a hacer lo mismo.

Debe usted un día contarme bien esta historia, señor Molina, si es que acaso llega a averiguarla completamente. Porque desde un inicio, hace ya más de treinta años, Mercedes sólo me hablaba de usted y de una buena amiga suya; Esther Contreras quien, si la intuición no me falla –y rara vez lo hace- tiene mucho que ver con usted y con ella. Por lo pronto, no sé en qué más puedo servirle. Mi nombre es Judith Flores, Sor Judith como me conocen aquí y he sido, desde que llegó, el único nexo, aunque usted no lo supiera, entre Mercedes y usted.

Está amaneciendo y muy pronto abriremos el primer turno de enfermería. Los pasillos se empezarán a colmar de pacientes, griteríos y todo lo que usted ya ha visto durante sus visitas, con lo cual le sugiero que haga de prisas viento y se vaya de aquí lo antes posible.

Joaquín le agradeció con un gesto, se dio la vuelta y comenzó su regreso por los pasos perdidos del hospital. Sintió que alguien corría tras él al enfilar la escalera hacia el primer piso y en el intervalo de los dos primeros escalones se dio media vuelta para ver a Sor Judith dirigiéndose a él.

Me olvidaba, le dijo, no sé si esto significará algo para usted, pero anoche, tras vaciar el cuarto de Mercedes de los pocos enseres que poseía y de la ropa que, por política del hospital, va a pasar a otros pacientes, encontré esto bajo su almohada, cosa que me pareció muy extraño.

Dicho esto, extrajo de un bolsillo frontal un objeto envuelto en papel periódico y se lo entregó a Joaquín.

No me he atrevido a abrirlo porque asumí, como le dije, que tarde o temprano volvería usted y sería el indicado para hacerlo. Le atajó.

Joaquín le agradeció nuevamente, esta vez con un apretón de manos y haciéndole prometer que si había alguna novedad le contactase al único teléfono de su edificio, el mismo que usaban todos los vecinos y que fungía de locutorio sentimental, negocios turbios, tertulias nocturnas y retahílas de insultos, generalmente provocados por el vecino del primero B y por la posición que ocupase el Barca en la liga en cualquier momento dado.

Tras prometérselo, ella esgrimió lo que a Joaquín le pareció una breve letanía mirándole fijamente a los ojos, los cerró con firmeza en son de despedida y subió por donde había bajado. Joaquín llegó al rellano donde ya pululaban algunos pacientes en batas, cargando bacinicas goteantes, otros con cánulas de suero, y se escabulló rápido hasta la entrada principal, franqueada a esas horas por los que asumía eran los integrantes del turno de mañana de enfermería.Éstos recogían bolsas repletas de medicamentos, jeringas, vendajes varios, tubos de ensayo y demás e iban desfilando por las entrañas del edificio.

Aprovechó que las puertas al jardín se encontraban abiertas de par en par mientras personal de limpieza baldeaba con amoniaco y detergente la entrada principal y recorrió los pasos que le habían conducido a esa misma puerta poco más de una hora atrás. Rodeó la pared lateral del tanatorio ya que si bien calculaba que el portón de ingreso estaría abierto, prefería tratar de pasar lo más desapercibido posible.

Pasó por los matorrales en los que minutos antes se había tropezado y, presa de la curiosidad, se asomó por la ventana en la que había visto a la joven mujer convulsionar para después yacer inmóvil desangrándose por la comisura de la boca y por las muñecas. Se aupó a la misma piedra que le había servido de soporte previamente y pegó su cara al cristal, enfocando con ambas manos para no permitir que la luz del exterior reflejase su propio rostro. Lo único que pudo ver, sin embargo, era que habían corrido una especie de cortina translúcida, desgastada seguramente de tanta lejía al lavarla, por la cual podía observar el mismo ambiente de antes. Casi el mismo. La cama sobre la cual había visto a la mujer ya no estaba en el centro de la habitación, sino en la esquina derecha de acuerdo a su propia ubicación y se encontraba prístina, bien tendida y con un ramo de flores artificiales reposando dentro de un jarrón de plástico.

No había resto alguno de que alguien hubiese ocupado esa habitación en las últimas horas no mucho menos de los macabros acontecimientos que, de acuerdo a lo que vio o creyó ver Joaquín, se dieron lugar ahí.

Transido de cansancio, Joaquín dio un salto rápido hacia atrás, cayendo al costado de la piedra sobresaliente y se dirigió raudo a la parte trasera del edificio, por donde había ingresado. Lo rodeó sin encontrarse con nadie en el trayecto y pronto encontró la parte del muro por la que descendió cuando aún era de madrugada. Trepó y cayó de pie, sin saber bien cómo, sobre el asfalto al otro lado.

Comenzó el trayecto de regreso encontrando en los matices del alba un paisaje mucho más desolador, si acaso cabe, amén del antiguo edificio de harina de pescado y de o ya de por sí grisáceo del día. Su ánimo había decaído ostensiblemente debido a la confirmación de la muerte de Mercedes, el sinsabor que le producía el no saber en qué intricado juego de roles se había metido y de la absoluta certeza de no querer ser parte del mismo.

Ascendió lentamente por la Vía Layetana, que serpenteaba a estas horas con algunas almas ataviadas para emprender una jornada dominical de liturgias y absoluciones del más allá y otros tantos que merodeaban de manera zigzagueante, con obvios rezagos de haber pasado la noche anterior y, por qué no, primeras horas del día, en compañía de efluvios espirituales, Dioses afines y no tan entusiastas ni proclives a perdones divinos.

Sintiendo cada vez más cómo el agotamiento físico y, sobre todo, mental, invadía cada poro de su ser, arrastraba sus pasos calle arriba con los ojos fijos en el suelo. Sus zapatos, los únicos que poseía, pisando indiscriminadamente charcos que la lluvia había creado y que reflejaban los nubarrones que aún amenazaban desde el cielo y las manos en los bolsillos del gabán que siempre le había quedado grande y que era todo cuanto le había dejado un romance fugaz hacía varios años con una cabaretera de su barrio.

Trataba de dilucidar lo que le había sucedido en las últimas horas pero su mente, sus recuerdos, sus sombras y su actualidad no convergían en lo absoluto.

Joaquín dobló la esquina de Vía Layetana con la calle Escuders para dirigirse hacia la Barceloneta y recorrer, de regreso, el camino hacia su quinta. No había dado ni dos pasos desde que tomó Escuders cuando cayó en cuenta que, con las manos aún en los bolsillos, su mano izquierda aferraba una superficie rugosa, áspera y con varias puntas.

Sacó del bolsillo la mano, abriendo la palma hacia el cielo y vio que tenía lo que Sor Judith le había entregado en el rellano de las escaleras del hospital. Era un objeto envuelto en papel periódico.

Lentamente agarró uno de los vértices del papel y lo abrió, ceremoniosamente, más por intriga que por cautela. Al hacerlo, se encontró con el mismo objeto que le había visto esconder a Mercedes la tarde anterior bajo su almohada, al volver por su paraguas. Aquel que le había estado rondando las esquinas de la memoria sin dar con el paradero concreto del recuerdo.

Se trataba de un dije plateado, con bordes orleados y en el centro, una cruz finamente elaborada a relieve y una inscripción inferior que rezaba: L.A.

Joaquín alzó su mano para ver con mayor claridad el objeto en sí y con el dedo índice y el pulgar lo giró. Con ese movimiento se topó con una cara que le sostenía la mirada; un retrato en sepia de una mujer muy joven, acaso mayor de edad, que le sonreía a la cámara, ataviada con una vestimenta típica de la España rural de la Guerra Civil, con un vestido largo a todas luces uno que había sido o bien prestado o pasado de generación en generación en su familia, pero que no mermaba en absoluto la belleza de la portadora.

Tenía el pelo ensortijado que le caía por ambos hombros como dos cascadas finitas, una sonrisa impostada que revelaba evidente incomodidad, un dolor callado a gritos, pero unos ojos que hablaban, paradójicamente, de una vida llena de ilusiones, de fe y de amor.

No pudo reconocer la figura que se le presentaba en ese momento, por lo que decidió guardar el objeto nuevamente en el bolsillo hasta poder sacarlo y observarlo en un momento y lugar de mayor lucidez. A punto de echar el papel, se percató que había algo extraño en él. Lo agarró con ambas manos, estirándolo en toda su capacidad y se dio de bruces con las necrológicas de “Las luces de Catalunya”, fechado ese mismo día. La página venía con un hueco en el medio de la hoja en el que, Joaquín no tenía el menor atisbo de duda, hubiese encajado a la perfección el retazo de papel que yacía en el suelo de su habitación.

Sonrió para sus adentros, como aceptando nuevamente el golpe que le acababa de asestar el destino, sin saber, también una vez más, el por qué.

Decidió que muy a pesar del cansancio que le invadía en aquel momento, tomaría la ruta más larga bordeando Escuders hasta llegar a la Avenida Antonio Calvo, por donde comenzaban a surgir las calles de mayor renombre de la ciudad, con torreones estilo gótico, pórticos con estatuas de arcángeles franqueándolas y jardines versallescos repletos de una variedad de flora cuyo cuidado, pensaba Joaquín, seguramente costaría más de lo que él podría ganar en toda una vida, sino en dos.

Eran caserones antiguos, con balcones amplios que sugerían unos ambientes repletos de riquezas inenarrables, reminiscencias de la más rancia oligarquía barcelonesa de la post guerra que había logrado adjudicarse, merced de los favores de toda índole y generosas contribuciones al partido del Generalísimo, dichas mansiones. A Joaquín siempre le habían parecido casas sacadas de un cuento de hadas hasta que, años pasados en su internado y en capacidad de discernir más la realidad de su fantasía, comprobó que más bien se trataba de historias dolorosamente reales, con personajes maquiavélicos que hilaban desapasionadamente crímenes a plena luz del sol, torturas en húmedos sótanos y traiciones con un apretón de manos, todo esto mientras recorrían cuerpos de alquiler en las más suntuosas habitaciones de exclusivos hoteles.

Caminó absorto entre esas cavilaciones de su infancia, cuando notó que comenzaba a llover nuevamente. Sintió una a una las gotas sobre su cabeza, escurriéndosele por la cara, mientras buscaba amparo del aguacero que se avecinaba en alguno de los pórticos cercanos. A una veintena de metros logró divisar una estructura sobresaliente que daba entrada a una enorme casa de dos pisos con sendos torreones apostados en ambos flancos.

Apresuró el paso, recorriendo la distancia que le separaba de aquella puerta y, una vez ahí, se guareció lo más posible del asalto del cielo. Parecía que este round, tal como el primero, iba a convertirse en una aplastante victoria para la torrencial lluvia y, o bien optaba por permanecer en aquel refugio un tiempo considerable o bien tendría que salir y enfrentarse a las cuchilladas que caían desde el más allá y que no tenían visos de cesar.

Levantó la vista hacia un cielo gris, que presagiaba un día inclemente con sus vecinos del sur, cuando, bajando la mirada, la vio.

Entre una cortina que dejaba pasar la luz, Joaquín se encontró con unos ojos que lo contemplaban desde lo alto del ventanal de un segundo piso. Acompañando a ese par de ojos azul topacio que desprendían todo cuanto a Joaquín le había sido vedado en vida, todo aquello que sólo había podido rozar a través de inagotables horas acompañado de sus novelas favoritas, se encontraba un rostro que, pensó, debía ser la definición decimonónica de la belleza.

Aquella mirada, sin embargo, vestía un halo de melancolía, de añoranza, de algo que, muy a pesar del universo que la rodeaba, le era ajeno al entendimiento del alma.

Joaquín la observó cerrar lentamente los párpados y mantenerse así, como pidiéndole o exigiéndole un por qué a un Dios evidentemente escondido tras los nubarrones que arreciaban la ciudad y, cuando finalmente los volvió a abrir, sus pupilas dieron con las de Joaquín.

Durante ese breve pero intenso instante, Joaquín sintió que el destino le sonreía por primera vez, aunque no sabía si era una sonrisa socarrona o de esperanza. Unos segundos después, la mujer, que no debía pasar los treinta años según calculó Joaquín, giró abruptamente la cabeza, como si hubiese sido sorprendida por algo, o alguien, e inmediatamente cerró las cortinas de la ventana que en ese momento a él le parecieron más infranqueables que un muro de concreto.

De vuelta a una realidad ceñida de sombras y humedad y que permeaban el ánimo, la ropa y el alma, decidió re emprender su trayecto a casa.

Dio un par de pasos en dirección a la calle Soldado Cabada por donde bajaría hacia la estación más cercana del tranvía y, con las manos en los bolsillos del gabán, giró sobre sí para volver a tentar una visión de aquel espejismo en forma de mujer.

Se encontró con la ventana tapiada por la cortina y, volviendo a dirigirse hacia su camino, se percató que la fachada del caserón donde había encontrado a aquella mujer tenía unas estructuras de metal de dos partes que hacían la vez de entrada al recinto. Éstas daban la bienvenida a un acceso con un camino de grava rodeado por ambos lados de flores de todo color.

Por encima de todo ello, Joaquín se fijó que en el mismo pórtico se encontraba, con cinco letras a cada lado, el nombre de la finca.Un letrero hecho de un metal que desafiaba los avatares del clima y del tiempo y que rezaba: “Villa Sofía”.

IV

Una Hispano Olivetti con caries, un tren con retraso…

Frágil. Así le devolvía la imagen, en un eco inexorable, el espejo que colgaba sobre su mesa de noche. Ese había sido el reflejo que recibía, sin temor a equivocarse, desde que tenía uso de razón.

Sofía volteó, caminó los pasos que la separaban desde la mesa hasta la ventana y, al llegar a ésta, observó que el cielo le había concedido una tregua a los mortales. Momentánea o duradera; aún estaba por definirse.

Volvió para sentarse sobre la silla que ocupaba frente a la mesa de trabajo que reinaba el segundo ambiente del amplio dormitorio. Una mesa que le había pertenecido a su padre y a quien en su momento le fue dada por su propio padre, y así sucesivamente hasta tiempos inmemoriales. Tenía unos acabados hechos a mano labrados en mármol en todo el contorno de la superficie, mostrando unos ángeles que parecían pugnar entre sí por mantenerse en una realidad menos apoteósica o, al menos así le gustaba pensar a Sofía, una realidad menos agobiante que la reinante fuera de esas cuatro patas de mármol macizo.

Se ubicó frente a su antigua Olivetti, la misma que le habían regalado por su decimoquinto cumpleaños, tratando de apaciguar las claras ínfulas de rebeldía que iban supurando por la piel y las venas de aquella adolescente, y comenzó a acariciar sus teclas con las yemas de los dedos.

La sangre se habla en silencio y miente con la verdad a plena luz

La diáfana realidad con la que empezó a hilvanar lo que seguía a esas catorce palabras que se le habían atascado desde hacía varias semanas contrastaba con la oscuridad de un cielo aún impertinente ante los ojos y el corazón de la ciudad. La misma ciudad que, poco a poco, iba saliendo de su letargo.

Posó suavemente, como una pianista antes de un recital, los dedos sobre varias teclas de la máquina y cerró los ojos, ubicándose en el ahora más ineludible físicamente pero en un presente donde su imaginación y, por qué no, ella misma, pudiesen ser libres, y retomó el hilo de la historia.

Hasta los trece años, Sofía había sido una niña gentil, dócil, juguetona y poco dada a las travesuras. Esto, acompañado de una fragilidad física que le había sido repetida tantas veces hasta que finalmente la acabó por interiorizar sin remilgos, la llevaron a convertirse en una adolescente titubeante ante sí misma y mucho más ante la sociedad en general.

Creció con todos los lujos que el dinero podía costear y cuando se encontraba con algo que no podía conseguir, lograba su cometido mediante artimañas que oscilaban entre el pueril berrinche ya de adulta y una vez que descubrió la facilidad de manipulación al sexo opuesto y los beneficios que esto acarreaba, la seducción.

Vivía en gran medida recluida física y emocionalmente en aquel caserón, con las excepciones de las idas y vueltas al colegio de monjas, los paseos esporádicos con su madre por las Ramblas algunos domingos y los viajes lujosos con los que su padre trataba de suplir su constante ausencia tanto de los ojos como, por encima de todo, del corazón de Sofía.

Por ello, a partir de los trece años, dio un giro radical comenzando a adoptar características de los personajes descritos dentro de las páginas de sus autores favoritos. Entre ellos, empezó a asumir camaleónicas poses del Holmes de Conan Doyle, del pícaro Huckleberry Finn y, últimamente, se refugiaba con asiduidad en las páginas de un incipiente Vásquez Montalbán y su detective Pepe Carvalho, ubicado en las mismas calles por las que ella caminaba.

Entre ellos encontraba un escape hacia la intriga, el desamor por lo establecido mediante paradigmas sociales convencionales y, a la par y conforme fue madurando, adquirió el gusto por las bajas pasiones de alcoba, el auto conocimiento y la conmiseración por lo que hasta el momento había constituido su vida.

Comenzó a trajinar por un mundo de fantasía en el que no era ella capturada por la sociedad:

“…sino que muy por el contrario, era ésta la que era presa de los arrebatos de una joven de noble familia que descubría, por pura coincidencia, un cadáver en uno de sus paseos por el río Sena en el corazón del país victoriano. A raíz de tan macabro descubrimiento, la protagonista, Mademoiselle Foucauld, comienza a entretejer una serie de pruebas que inexorablemente la conducen a otros dos cuerpos que corrieron suerte similar. Uno a pocas manzanas del Arco del Triunfo, en la transitada Rue du Villon en el cénit de la madrugada y el segundo en las escalinatas posteriores de la Catedral de Notre Dame, también en horas en las que no era prudente que una señorita caminase sola por esos lares.

Guiada por su infalible instinto detectivesco y una extraña intuición de no sólo dónde sino cuándo ocurrirían estos crímenes, a raíz del tercer asesinato comienza a vislumbrar una serie de patrones que la llevan a pronosticar el cuarto, a muy pocos días y como los precedentes, en una ubicación de relevancia histórica y con un cadáver víctima del mismo modus operandi de los anteriores; es decir, puñaladas en la espalda y…”

Sofía dilucidaba cómo continuar la historia de su femme fatale cuando escuchó unos pasos acercándose a su habitación y pararse frente al dormitorio. Cerró inmediatamente el cuaderno con el que venía hilvanando su historia, lo guardó en el segundo cajón de la mesa bordeada por ángeles en pos de escape y se alzó antes de oír los tres golpes, suaves pero firmes, sobre la puerta de su alcoba.

Esos tres golpes habían matizado desde muy temprana edad la relación con su padre, Don Ignacio Cavero. De niña, corría entusiasmada a su encuentro cada vez que oía el sonido de los zapatos finos de cuero con un pequeño taco alzado aproximándose por el pasillo, para saltar sobre el cuello almidonado de la camisa de seda de turno que vistiera su padre.

Éste solía traer siempre un chocolate o un juguete dentro del maletín de cuero, por lo que Sofía sabía que, inexorablemente, con el abrazo de su padre tendría acceso irrestricto al regalo que le tocaba en ese momento.

Sin embargo, con el pasar de los años, Sofía fue adquiriendo una actitud más adusta, de mayor recelo hacia el patriarca de la familia, al observar que no compartían casi nada, que sus gustos, hábitos e incluso gestos no convergían en absoluto sino que, muy por el contrario, solían ser diametral e irreconciliablemente opuestos y les llevaban, no en pocas ocasiones, a disputas en las que tenía que actuar como apaciguadora la madre de Sofía, Doña Alicia Urquieta de Cavero.

Sofía corrió a la puerta y la abrió para encontrarse cara a cara con Don Ignacio quien, maletín en mano como siempre le recordaría ella, saludó a su hija con los ojos presas de unas sombras que enmarcaban más allá del contorno de su mirada y penetraban hasta el alma misma. Tras un protocolario beso en la mejilla, Don Ignacio le indicó que la cena estaba servida y que la esperarían abajo.

Sofía declinó la invitación aduciendo que se encontraba inapetente y que sólo deseaba reposar, a lo que don Ignacio le respondió entre gruñidos y murmuros inaudibles, alejándose a paso firme hacia el dormitorio principal donde seguramente le estaría esperando una Alicia sumisa que fingiría no advertir el olor a perfume de mujer que emanaba la ropa de su esposo.

Los Urquieta habían amasado por la década de los veinte y principios de los treinta una considerable fortuna a raíz de expropiaciones de tierras en el norte de España. Logrando mantener una hegemonía en la producción de embutidos, carnes y derivados en todo el este del país, los productos Urquieta traspasaban fronteras y sus propietarios realizaban negocios cuanto menos turbios en gran parte del viejo continente y empresas de aún más dudosa legalidad en Marruecos y otros países con regímenes totalitarios.,

Para inicios de la Guerra Civil, el patriarca de los Urquieta decidió que Alicia, de entonces diecisiete años de edad, estaba lista para pasar por el altar ya que para ello la habían preparado durante varios años y que su fin, que no era otro que el de darle continuidad al legado Urquieta ya que nunca había podido tener un hijo varón, al menos no dentro del matrimonio, era el de casarse, tener hijos y así perpetuar el patrimonio familiar.

Para ello se convino que contraería nupcias con un joven capitán del bando franquista cuyo renombre ya había cruzado fronteras tanto por sus sanguinarios métodos contra las infiltraciones del bando enemigo como por su rápido ascenso dentro de las filas falangistas. Claro que para ello coadyudaban el hecho de ser pariente lejano del mismísimo General y, no menos, el de ser heredero de una inmensa fortuna fruto de la incursión de su abuelo en la banca catalana.

Así, don Ignacio Cavero de entonces veintiséis años, una prominente carrera militar y un más acomodado futuro en el empresariado barcelonés, pasaría por la vicaría con Alicia Urquieta, nueve años menor que él, el ocho de diciembre de 1936, a pocos meses de haber estallado la batalla entre independentistas y republicanos, en la catedral inventada por Gaudí y con invitados de las más altas esferas del gobierno franquista incluyendo al propio Jefe del Gabinete del Generalísimo y un representante de las Fuerzas Aliadas Italianas enviado por Mussolinni.

Además de engrosar así la chequera personal y familiar, ambas partes convinieron en que la unión permitiría la prosperidad de los negocios bancarios y la expansión del negocio de embutidos a confines aún no explorados.

Lo único en lo que nadie reparó en ningún momento fue en preguntarle tanto a Alicia como a Ignacio qué opinaban respecto a esa alianza que invariablemente cambiaría las cartas que hasta el momento les había deparado la vida.

Ignacio vio esta alianza tal como la vio y le explicó sin tapujos su padre, como una unión de conveniencia, como una estrategia mercantil más que cualquier otra cosa y sobre la cual, como lo había hecho su propio padre y el padre de éste en su momento, tendrían todo el control y la potestad de sacar los pies del plato y de ejercer como el eje dominante de la relación sin derecho a reclamo alguno. Eso sí, siempre y cuando no hubiesen por ahí hijos bastardos reclamando parte de la fortuna familiar.

Alicia, por otro lado, vivía un suplicio diario desde que su padre le avisó que se casaría con aquel hombre a quien no conocía en absoluto pero sobre quien había oído, como la mayoría del país, acerca de sus “logros” militares e ideologías inflexibles.

Desde hacía más de un año, Alicia vivía un tórrido romance juvenil con un alférez del bando anti franquista y tenían planeado escaparse juntos hacia Lourdes en cuanto amainasen los embates falangistas en la cordillera de los Pirineos. Sin embargo, a escasos días de las nupcias, el padre de Alicia interceptó una carta dirigida a su hija por parte del alférez y montó en cólera, golpeando incansablemente a su hija hasta dejarla semi inconsciente y sangrante en su cuarto, sin saberlo, acabando con la vida del único nieto que hubiese tenido y dejando a Alicia imposibilitada para quedarse embarazada nuevamente.

Así, con el apoyo de una mucama, fue llevada al baño, donde se le aplicaron las compresas calientes para que aminase la fiebre alta y le ayudaran a detener la hemorragia producida por la golpiza y que gota a gota se llevaba al único hijo que jamás llevaría en su vientre.

No se volvió a saber del joven alférez y así la boda se llevó a cabo conforme lo planeado por ambas partes, con la única excepción que el vestido de novia fue modificado a último minuto para añadirle mangas largas que cubrieran hasta las muñecas de manera ceñida y un velo que le cubriese hasta la garganta; ambas medidas para disimular los moratones producto de los golpes del padre de la novia.

Todos los asistentes presenciaron una ceremonia repleta de lujos y formalismos típicos de la oligarquía catalana en la que no se escatimó en cava ni en el mejor jamón serrano, amén de los negocios de la familia Urquieta. Se pudo ver así la unión entre dos familias de por sí poderosas independientemente más que entre dos personas ya que los familiares gozaron, bailaron y se estrecharon en fuertes abrazos que denotaban lazos comerciales sino entretejidos, por establecerse entre ambos bando, mientras que los personajes principales – los novios – y sobre todo Alicia, eran austeros ante los efluvios de congratulaciones y las poses frente a los invitados.

De esa manera, tras una nada memorable boda, pasaron la luna de miel en un París aún indulgente ante las amenazas de su vecino del este, mientras Ignacio ametrallaba con una retahíla de insultos reclamándole a Alicia su frigidez en la cama y echándole en cara la relación con su antiguo novio comunista como él solía tildarle cuando se enteró, como todos, de su existencia.

A los pocos días volvieron a Barcelona, corría principios de noviembre y les escoltó un aguacero torrencial hasta su nueva casa, regalo de don Federico Cavero, padre de Ignacio.

Una mansión que se alzaba estoica ante las inclemencias del tiempo en el corazón neurálgico de la ciudad gótica, impositiva y majestuosa como obligando a Barcelona entera a rendirle pleitesía desde el cénit de sus dos torreones que resguardaban celosamente el patio frontal y el caserón.

Ahí se encontraba ahora Sofía, dilucidando cómo continuar los periplos de Mademoiselle Foucauld con el nuevo cuerpo encontrado que denotaba las “ …puñaladas en la espalda y…” seguía estancada.No sabía si continuar con macabras descripciones de la desfigurada imagen que tenía frente a ella, recurrir a las acciones a tomar a raíz de este nuevo hallazgo o plasmar, mediante vocablos interjectivos, como un niño, la reacción de la testigo principal.

“En la literatura, como en la vida misma, la aprensión y la expectativa obligan a llenar las concavidades que generan y van ahondando, sin mayor dilación o prolegómenos.De la misma manera, Mademoiselle Foucauld se vio inmersa en una maraña de acontecimientos que distaban no sólo de ser fortuitos sino que ya carecían de cualquier opción que les tildase como ajenos a ella.Con este cuarto cadáver, la señorita Foucauld comenzó a sopesar las diferentes…” ¿aristas? ¿posibilidades? ¿alternativas? Sofía se dio por vencida y decidió, momentáneamente al menos, dejar de lado la máquina de escribir, cuyo sonido no sólo mecanografiaba una historia basada en su propio ideal de sí misma sino que acompasaba y acompañaba cada minuto, cada hora, cada momento memorable de su existencia.

Impregnaba en cada uno de sus personajes sus alter egos, las heroínas en las que ella aspiraba convertirse, las aventuras que añoraba vivir y, cómo no, los amantes cuyas manos deseaba se posasen sobre su tersa piel.

Volvió al alféizar de la ventana que daba a un pequeño balcón y se quedó pensativa, sentada en posición fetal, mirando cómo escurrían por los postigos las gotas que cada vez con menor fuerza golpeaban el cristal. Sólo medio escuchó el repicar de las campanas de la iglesia de Saint Jordi dando la medianoche ya que se había quedado dormida en aquella posición aparentemente tan incómoda.

Su subconsciente, alineado a la perfección en ese momento con sus deseos más intrínsecos, decidió de igual manera obviar cuando don Ignacio volvió a tocar la puerta del dormitorio al terminar la cena y le sugirió, más bien increpándole, a su hija, que al menos se dignase a abrirle la puerta a su madre para que le diera las buenas noches.

Sin noción de aquellas esquivas incomodidades, a Sofía le despertó abruptamente el sonido de un trueno varias horas después. Desperezándose, su cuerpo le recordó, con ninguna sutileza, que los años no pasan en vano y que el confort de un buen colchón fue ideado por algo. Vio que si bien había comenzado a clarear en el horizonte, el sol se encontraba preso y ausente, subyugado ante los rezagos de la tormenta que no había tocado sus últimas notas aún. Estiró la pierna izquierda y posó el pie sobre la mullida alfombra que habían traído de Rabat diez años antes en las últimas vacaciones en familia que Sofía recordaba y que representaron los estragos y fútiles intentos de su padre para recuperar el amor de una esposa ya ausente por completo y harta de las infidelidades y manipulaciones en general de su marido, y de una hija que hacía muchos años había desistido de pertenecer, mas que por el apellido, a ese clan familiar.

A partir de los veinte años, Sofía comenzó a incursionar en una serie de romances impetuosos, más por experimentar lo que tanto le habían demonizado en el colegio y por contrariar a sus padres, que por otra cosa. Tuvo amoríos con hijos de amigos de su padre con quienes, aprovechando las reuniones sociales en las que ejercía de anfitrión don Ignacio en Villa Sofía, se escabullía a uno de los numerosos cuartos de invitados para explorarse mutuamente con afán investigativo y por lo general, exento de toda ligadura más allá de lo físico.

Sin embargo, no tardó por desencantarse de estos encuentros furtivos por encontrar a sus fugaces pretendientes demasiado parecidos a sus progenitores y a todo aquello que aborrecía de su propio padre: la frialdad, el parecer y , efectivamente, ser calculadores en todo ámbito y la falta de ambición en la vida que fuera más allá de confines estrictamente económicos.

A los veintitrés comenzó a asistir a una serie de cursos de dibujo y escultura en el Palau des Artes por iniciativa de doña Alicia, quien opinaba que tener a su hija aún soltera a esa edad era un sacrilegio ante los ojos de la sociedad, por lo que asumió que un buen remedio para ello sería que se empezase a mostrar ante la esfera de las familias más adineradas de la Ciudad Condal cuyos vástagos, al no conocer la necesidad de trabajar para nada, acudían a aquellos cursos dictados en el epicentro cultural de Barcelona.

Así conoció a su profesor de dibujo, un bohemio pintor, trece años mayor que ella, que fue su primer amante apasionado, la primera persona capaz de hacerle despertar y descubrir en ella misma estremecimientos, gemidos y sensaciones insospechados hasta aquel momento al recorrer su cuerpo con el solo tacto de la yema de sus dedos como si de sus pinceles se tratase sobre un exuberante lienzo a carne viva.

Fue una relación marcada por la fulgurante aparición del amor y del desamor en la vida de Sofía, aquel primer, gran e imborrable primer amor, y el posterior desengaño a raíz de una serie de desavenencias entre ambos, subrayadas ante un narcicismo exacerbado de parte del profesor y, a la par, su afán de enarbolar la bandera de la libertad sexual, llevando a varias de sus alumnas – Sofía después se enteró – a la misma buhardilla que compartía varias noches con ella.

Debido a aquel primer tropiezo, decidió encofrarse en sus libros, en su soledad, en un mundo en el cual se sentía completamente incompleta pero, paradójicamente, del cual no sabía ni creía querer saber, cómo escapar.

Empezó a rehuir cualquier contacto con la sociedad, pretextando cada vez argumentos más inverosímiles hasta que, por fin, cansados de la tozudez de su hija, tanto doña Alicia como don Ignacio con mayor renuencia, desistieron de aquellos fútiles intentos.

Aquella madrugada, Sofía recordaría haber soñado con su profesor de dibujo y el tacto de su piel por última vez.

Caminó hacia el baño, abrió la llave izquierda del grifo hasta que comenzó a salir vapor por el lavabo y la entibió con agua fría abriendo la derecha. Se lavó la cara y se miró en el espejo. Tenía aún puesto el batín de noche que usaba antes de ponerse el pijama cada noche, de color carmesí y bastante sinuoso ante su pronunciada anatomía, develando un tímido escote que empezaba a cortar fulminantemente la imaginación en el nacimiento de la oquedad de sus senos.

Sofía sabía, desde temprana edad, que era capaz de levantar miradas, tanto de deseo por parte de los hombres, como de consecuente envidia de no pocas mujeres. Se imaginó a sí misma desnuda ante el espejo de cuerpo entero que tenía en el baño, sin atreverse a despojarse de la bata, por miedo a no poder lidiar con el contraste entre su imaginación y lo que el espejo le devolvería y por el frío que aún impregnaba la incipiente mañana.

Volteó la cabeza hacia la habitación y vio cómo las cortinas se movían, presa del viento de la calle, como queriendo descolgarse del madero del cual pendían. Rehízo los pasos hacia lo que había sido su refugio nocturno y se paró a ver cómo arreciaba nuevamente la tormenta sobre unas calles acostumbradas al bautismo del cielo.

Fue allí cuando lo vio.

Lo vio correr por entre las sombras, refugiándose del arremeter inclemente del temporal, buscando una guarida que le propiciase descanso, arropado por una gabardina ya empapada, a todas luces desgastada y varias tallas más grande que el cuerpo que debía resguardar.

Abrió de par en par las cortinas, confinando su mirada hacia aquel individuo que se aproximaba al Caserón Rinaldi, el viejo palacete que reinaba imponente delante de Villa Sofía, desafiante al tiempo y a las crecientes fortunas de la ciudad, fruto de un magnate italiano que había querido tener una casa a la otra orilla del Mediterráneo aparentemente. Vio cómo este personaje lograba guarecerse bajo el enorme pórtico saliente de la entrada principal y cómo, casi intuitivamente, levantó la mirada hacia su ventana. Aquel momento, aquellos breves pero incomparables segundos, marcados por una espontánea sonrisa de Sofía ante la aparición de aquel hombre a varios metros de distancia, fueron abruptamente segados cuando volvió a oír, esta vez con mayor vehemencia, el constante aporrear de su puerta.

V

Sus lágrimas, los clavos de mi cruz…

El sol frío, impersonal y completamente desatento ante el estado de ‘ánimo que parecía impregnar cada ápice de Barcelona hacía que reprimir, ya no el recuerdo – que era complicado -, sino su denotada e impúdica manifestación, circunscrita a meras palabras, fuese realmente imposible.

Bordeaba el mediodía en unas calles aún esqueléticas ante el escaso ajetreo, seguramente debido a la tormenta de la madrugada y la más que probable aparición de otra muy a pesar del sol bizantino. Joaquín continuaba deambulando por callejuelas empedradas, angostas y de arquitecturas indescriptibles, sorteando como por arte de magia, entre otros escollos, los autos cuyos conductores iban absortos del trabajo a sus casas para la comida con la familia, la cita clandestina con amantes de alquiler o la reunión de negocios impostergable.

Le dolían los pies que recién ahora sentía que amortiguaban ya no su exigua masa corporal, sino todo el peso de lo acaecido desde hacía unas diez horas atrás.

Tanto la muerte. Esa muerte inverecunda, absurda en cuanto a todo lo que le rodeaba, todo ese halo de misterio que le atañía directamente a él sin tener un por qué a la mano como, posteriormente, aquel encuentro fugaz. Aquel choque de miradas, aquella repentina pero imborrable sensación fue su sombra durante el paso a paso que dio descendiendo las cada vez menos ostentosas calles hasta llegar a Santa Helena, desde donde decidió continuar el trayecto a pie hacia un horizonte que sólo la inercia le haría descubrir.

Llegó a un cafetín que recordaba bien de sus años en el periódico cuando a duras penas – tal como ahora, qué poco habían cambiado las cosas en algunos aspectos y cuánto, radicalmente, en otros – podía costearse un cortado con una magdalena o un san pepito.

Lo mejor del tugurio, sin duda alguna, era la vista privilegiada que tenía empotrado desde el muelle de la Barceloneta. La tormenta había arrastrado consigo una marea alta que deambulaba oscilante en un continuo ir y venir con el irregular oleaje que sacudía los tablones de madera del suelo.

Decidió, a expensas de saciar un poco los nervios camuflados ahora en hambre, pedirse unas tostadas y un café con leche y se dedicó, mientras esperaba que llegase el pedido, a otear el panorama todavía brumoso y desolador, tanto fuera como dentro del café, donde aparentemente era el único cliente que había ido y acaso iría, aquel día.

Dio la vuelta a su taburete sobre la barra y llamó nuevamente al camarero. Le vio traer el pedido y aprovechó para pedirle un papel y un bolígrafo para tratar de recapitular lo acontecido desde la noche anterior.

El camarero se dedicó a poner sobre la barra el café y las tostadas y se dio la vuelta para limpiar la manivela de un dispensador de Mahou ya brillante de por sí, aparentemente obviando lo que Joaquín le había solicitado.

Estaba éste por reiterarle el pedido del bolígrafo y papel cuando sintió que alguien le tocaba el codo derecho y vio, de refilón, cómo una mano extremadamente pulcra, a la que se le unía una muñeca fina con un reloj a todas luces sumamente lujoso le estiraba un bolígrafo espectacular, un ejemplar de colección. Un Mont-Blanc Meisterstûck Classique. Una estilográfica chapada en oro blanco macizo que descansaba sobre un bloc de notas forrado en cuero. Había algo más en esa imagen, en ese pequeño cuaderno que se le entregó junto al lujoso bolígrafo, pero Joaquín no tuvo tiempo de concretar exactamente qué era lo que se le estaba escapando frente a sus ojos.

Después de unos minutos en los que no consiguió exprimir de su cerebro más que dos escuetos renglones con los nombres de Mercedes, Sor Judith y Villa Sofía, optó por claudicar momentáneamente y retornar así a su opíparo desayuno y retornar a su pensión. Así, giró sobre la derecha para devolverle al extraño lo que éste le había prestado, extrayendo antes la hoja en la que había anotado esos nombres y poco más.

Se quedó estático cuando no encontró a nadie a su lado. No había rastro alguno de que alguien hubiese estado sentado a su derecha, ni para esto, a su izquierda o siquiera cercano a él.

No había nadie en el cafetín salvo el camarero que continuaba lustrando las manecillas de los dispensadores de cerveza, y él. Sin embargo, en el lugar en el que recibió el bolígrafo y el bloc, el taburete que por lógica debió haber sido ocupado por aquel individuo que le hizo llegar ambas cosas, giraba sobre sí mismo, como evidencia que algo, o alguien, acababa de ocupar su superficie.

Levantó levemente la mirada y se chocó con una taza aún humeante de un cortado a medio tomar y un plato con migajas de un croissant a la plancha con restos de mantequilla y mermelada sobre dos potes aparte y, sobre una bandeja de pago al costado del plato del croissant, un prístino billete de doscientas pesetas con la imagen del Generalísimo boca arriba.

El reloj, el bolígrafo, el bloc forrado en cuero y ahora el billete que tanto escaseaba en el bolsillo no sólo de los barceloneses en aquella época, sino de todos los españoles, tratando de pagar un módico consumo que no sería mayor de un duro; todo esto continuaba con la prosa de incoherencia entre la realidad de Joaquín desde el día anterior con lo que le había sido establecido como normal hasta aquel momento.

Volvió sobre sí para preguntarle al camarero acerca de todo esto cuando escuchó claramente que alguien le llamaba diciéndole, con un marcado acento andaluz: Oiga, oiga usté…¿está usté bien? mientras sentía cómo se movía su hombro izquierdo.

Abrió los ojos y se chocó con que su visión, parcial ya que era sólo su ojo derecho el que ejercía funciones, estaba paralela a la barra, al punto de ver el extremo derecho de ésta, con su oreja izquierda pegada a la fría madera barnizada.

Se enderezó sobre el taburete y pudo ver al mesero, el mismo que le había tomado la orden inicial y a quien, tras servírsela, vio pulir con esmero los grifos de cerveza, retrocedía con una expresión que oscilaba entre el resquemor y la indignación.

Coño, qué susto me ha pegao usté…primer día en el curre y mira que ponérseme usté a morir aquí…menuda manera de empezar con el pie izquierdo, me caguen to…

Joaquín se desperezó, volviendo lentamente en sí hasta su ahora más palpable, oliendo la mezcla de la bruma marina penetrando por los tablones de madera del local y la fritanga que se imponía desde la pequeña cocina ubicada tras el mostrador.

Asintió, entre disculpándose y sacudiéndose la extraña sensación que le invadía cada poro de su ser y excusándose, sacó rápidamente dos duros del bolsillo izquierdo del gabán y salió raudo del local.

Era la primera vez que se había quedado dormido en una situación tan bizarra, pero asumió que se debía a la fatiga acumulada durante las horas previas.

Caminó a paso rápido hasta llegar al Barrio del Rabal, cruzando antes las instalaciones del ya moribundo periódico de Saint Jordi, donde creyó reconocer a José María; el mismo guardia que más de media década atrás le había dado una afectuosa bienvenida, augurándole todos los éxitos posibles como redactor del diario y, tres años más tarde, fue el mismo en cerrarle aparatosamente las puertas, con cafetera en mano, al mismo joven que nunca salió de los obituarios en las necrológicas del diario.

Dio la vuelta al edificio de tres pisos con una fastuosa vista al área industrial que colindaba con la zona rosa de Barcelona, donde pululaban tanto damas virtuosas a todas horas del día dispuestas a complacer los más bajos – o acaso altos – instintos humanos, como marineros embriagados en su día de asueto, en imperativo acecho hacia las primeras. Rodeó la fachada lateral y se adentró por los callejones que constituían aquella Barcelona que los altos edificios habían querido tapiar hacia el olvido pero cuyo recuerdo quedaba latente entre las vidas, las idas y venidas y las sombras de cada uno de sus residentes.

Entre esas callejuelas empedradas, encharcadas y desprovistas en su mayoría de la luz del sol, se encontraba la Quinta Rexacs, donde Joaquín regentaba un tercer piso, un tipo de ático cuya única ventaja era que su ventana, desde la que se veía la punta de la Sagrada Familia, cortaba diagonalmente el perímetro de la veintena de metros cuadrados que constituían su hoy, su ayer y, temía, su siempre.

Llegó tambaleando, presa de un cansancio insondable; a duras penas alcanzó el rellano del tercer piso sosteniéndose del casi desvencijado manillar; llegó a su puerta, sacó la llave del bolsillo izquierdo del gabán y entró en el único habitáculo, en el que reinaba el sofá cama que había comprado años atrás en el mercado de pulgas local que se instalaba cada domingo a espaldas de la quinta. Además, había una mesa que sostenía su mayor reliquia: una Underwood que había ganado redactándole varios poemas de amor a un vecino que no tenía cómo pagarle y que, al ver que las misivas cargadas de efluvios románticos habían surtido el efecto deseado sobre la fémina receptora, decidió entregarle la máquina de escribir que llevaba años coleccionando polvo en su propia casa.

Eso, la cocina a dos hornillas, medio centenar de libros, casi todos de segunda y los que no, hurtados de la biblioteca del ayuntamiento y una endeble silla de mimbre, era todo lo que poblaba el espacio entre esas cuatro paredes.

Dejó, tras cerrar la puerta, la llave sobre la mesa y se derrumbó sobre el sofá cama, aún deshecho tras la abrupta salida de la madrugada previa.

No atinó ni a apagar la esquelética bombilla que se movía pendularmente a causa de la rendija abierta de la ventana, pues cayó rendido, sin quitarse la ropa aún bastante mojada, ni los zapatos que arrastraban consigo las evidencias de todo lo transcurrido desde esa madrugada, junto al lodo que teñía de marrón las pisadas sobre el suelo de madera.

Se levantó tiritando, muerto de frío un con una sensación de vacío en el estómago que le impulsó a salir disparado de la cama y abrir la puerta del cuarto para correr los seis metros que separaban su puerta de la del baño que compartían los residentes de su piso. Entró sin preocuparse si había alguien más y apenas llegó a arrodillarse frente al excusado, para vomitar el café y lo poco que había comido del croissant, aunque más sintió que expulsaba el miedo, la ira, el rencor, las dudas…en definitiva: su ayer.

Se lavó la cara en el lavabo con agua fría y vio su rostro en el espejo. Un espectro le retornaba aquella misma lánguida mirada, le sostenía ante un presente que distaba enormemente de aquel que vio como reflejo en ese mismo lugar tan solo veinticuatro horas antes.

Volvió a su habitación seguido por el eco de sus pasos que retumbaban anunciando la soledad absoluta, la indigencia del cuerpo ante el inmisericorde paso del tiempo.

Ese mismo tiempo le anunciaba que era tarde, entrada la noche seguramente, debido a la carencia de sonido. Y es que la ausencia de algo, como muchas veces ocurre, actúa como presagio ineludible de la presencia de un todo sumamente próximo.

Ingresó a su habitación, cerró la puerta y se percató que la luz continuaba encendida y que al salir tambaleante hacia el baño minutos atrás no había accionado el interruptor, por lo que dedujo que fue al llegar esa misma tarde cuando encendió la bombilla y cayó exánime en su catre.

Se sentó al borde de la silla de mimbre, que crujía ante el peso de Joaquín, más por costumbre que por otra cosa, y empezó a cavilar detenidamente con los ojos cerrados sobre todo lo que había vivido. Todos los rostros, aquellos tan llenos de vida a una distancia inalcanzable física y socialmente, así como aquellos desprovistos de toda luz, de toda fe, como los que vio apoyado sobre unas piedras en el Hospital de San Gervasio.

Abrió los ojos lentamente, parpadeó una vez, una segunda, y se trató de acomodar en el ya casi exangüe sillón.

Algo le incomodaba, algo le hincaba en el muslo derecho. Se paró, encontró el bolsillo lateral del mismo lado y hundió la mano en él.

Encontró inmediatamente el tacto de un papel rugado, doblado sobre sí mismo varias veces al punto de contar con múltiples vértices. Lo sacó y al hacerlo cayeron inertes al suelo dos objetos que le hicieron retroceder inmediatamente, tropezándose y volcando el sillón de mimbre de espaldas.

En el suelo yacía un bolígrafo Mont Blanc de colección. De oro blanco, con un borde del mismo material, que dejaba relucir, al trasluz de la única bombilla, lo lujoso del objeto.

Por si fuera poco, a escasos centímetros se encontraba, plegado en dos tal y como recordaba haberla introducido, la hoja extraída del bloc de notas de cuero que aquel mismo día creyó haber metido en su bolsillo.

En la mano sí tenía aún el único objeto que no había sufrido alteraciones entre un ir y venir de la realidad a la ficción, entre la vigilia y lo onírico, entre lo palpable y lo fantasioso: el arrugado ‘papel periódico que, sin duda alguna, contenía el dije que le fue entregado por Sor Judith como pertenencia de Mercedes el día anterior.

Se puso en pie y, aún tambaleante, avanzó dubitativo hacia el bolígrafo y la nota plegada. Se agachó y extendió sus temblorosos dedos para agarrar, como si de una mina antipersonal se tratase, el bolígrafo con una mano mientras con la otra asía la nota.

Repuso la silla en sus cuatro estandartes y dejó caer sobre ella todo el peso de su menguada existencia cerrando brevemente los ojos como queriendo despertar en una realidad alterna, cualquiera fuese.

Sin embargo, los abrió para enfrentarse nuevamente a las inexorables huellas del presente.

El papel se encontraba a escasos centímetros de sus manos, así que se decidió a comenzar por aquél. El galimatías de todo lo acontecido abría un abismo de incredulidad a sus pies, por lo que el firme agarre del papel suave, el tacto innegable de una superficie de calidad que sólo alguien inmerso en el mundo de las letras podía distinguir, le devolvió en parte el aire y la intriga haciendo ceder, al menos milimétricamente, al miedo.

Agarró la punta superior derecha donde sobresalía una pequeña lengüeta, halando de la misma hasta que pudo abrir el papel en sus dimensiones originales. Volvió a recordar cómo horas atrás escribía, o según él lo hacía, lo acontecido durante el día anterior. Vio las tres líneas en las que intentaba, en vano, recopilar los sucesos previos.

Paseó la mirada por el papel y encontró en la parte inferior una línea horizontal que cortaba el papel en dos, a escasos centímetro y medio del final del mismo, generando así un pie de página en el que Joaquín pudo leer una dirección y un nombre.

La dirección la recordaba bien de sus épocas en el periódico local, ya que era una zona muy frecuentada por turistas y locales ávidos de aventuras nocturnas y de placeres con fecha de vencimiento.

La calle Príncipe de Casal se ubicaba en medio de las Tres Cruces, colindante con el Puerto Viejo, a pocos metros del rompeolas del muelle.

Si no se equivocaba, la calle en mención sólo tenía tres edificaciones en su corta longitud además de unas pocas casas venidas a menos. Había una fábrica de telares que hacía mucho había sucumbido ante las disposiciones impositivas del régimen, una casa que había sido donada por una familia para constituirse en un albergue para niños hacía varias décadas y otra casa, ésta más reciente, que con el transcurrir de los años derivó en un museo en el que se podían encontrar las piezas más bizarras de la historia del Puerto Viejo: desde anclas de barco rescatadas de las profundidades marinas hasta doblones de oro – imitaciones por supuesto – pertenecientes al tráfico ilícito del metal entre navíos españoles y su contraparte subsahariana.

Paseó sus ojos por el resto de la hoja sin poder encontrar algo nuevo que le diese pista alguna y se topó de reojo con el bolígrafo cromado en oro en la otra esquina de la mesa.

Lo contempló temerosamente, como debatiéndose entre continuar con los avatares del día o dejarlo para otro momento, igualmente ineludible.

Optó por la segunda alternativa, aquella que postergaría momentáneamente –o al menos así creía él – el acecho de las sombras que sentía acosándole.

Se paró y se encaminó hacia la puerta, tomando consigo tan solo el manojo de llaves que había tirado la tarde anterior y una ligera bufanda, retando así a la intemperie. Bajó las escaleras una a una, pasando la mano izquierda por las paredes con tapices roídos y manchas de humedad, llegando al rellano para abrir la puerta que giraba levemente por la fuerza del viento.

Al dar el primer paso sobre una cacera colmada de huellas de barro, recibió una bofetada de aire helado que le devolvió, sin pasaje de regreso, a la realidad. Giró hacia la izquierda para encaminarse por el Boulevard de los Caídos, que no era sino un escueto homenaje a los que perdieron la vida en Guernica; una carga que el régimen no quería cargar ni sabía cómo hacerlo, por lo que decidió esconder su culpabilidad entre los rincones de los barrios más sórdidos de la ciudad, con placas conmemorativas en cobre inicialmente, con estatuas a medio hacer y con dádivas a los deudos.

Los recuerdos duelen menos cuanto más expuestos se hacen, y el recuerdo de esta ciudad iba extinguiéndose entre las calles sin asfalto y la decadencia moral de su corazón; amurallado todo alrededor de una decreciente oligarquía que decidía, día tras día, hacerse de la vista gorda y no ver más allá de lo que querían ver, que siempre contrastaba con la realidad de la ciudad condal.

Continuó su travesía nocturna, segunda en igual cantidad de días, deambulando por las diferentes esquinas que le ofrecía el recorrido. En una de ellas logró avistar, cruzando la Avenida del Campo Nuevo, un quiosco de periódicos que abría sus puertas metálicas ante la llegada de una furgoneta cargada de los diarios matutinos. Apuró el paso al pasarse a la acera opuesta y llegando al quiosco, rebuscó entre sus bolsillos. Encontró una calderilla que había sido el vuelto de los tranvías tomados aquella semana y le pidió al dueño que le diese un ejemplar del Extra, a todas luces el diario más mortuorio de los barceloneses.

Lo dobló en dos y se encaminó de nuevo hacia el Boulevard de los caídos donde, encontrando un lugar en el cual refugiarse medianamente de los ataques del viento, ubicó una banca y se dispuso a encontrar lo que esperaba aún, fuese un sueño.

Abrió la primera página, dedicada a los eventos delincuenciales más macabros que habían asestado a la ciudadanía en las últimas horas – y que no eran pocos – y continuó pasando las hojas hasta llegar casi al final del diario donde, sabía ya de antemano, encontraría lo que estaba buscando.

Aunque sabía que la lista era alfabética, tuvo el aplomo para no dirigirse directamente a la M, sino que comenzó por la A. Así, encontró a varias personas, que para su sorpresa, habían perecido el día, o los días previos.

La lista en sí era amplia y la cantidad de hombres y mujeres jóvenes que la componía era mayoritaria dentro de ella. Seguramente presas de los acontecimientos relatados en las primeras hojas de este diario y de los periódicos afines, aseveró para sí mismo Joaquín.

Comenzó a bajar rápidamente la vista por la lista y así se encontró con: Aragón, 41; Argûelles, 33; Arizmendiz, 55; Bruxecs, 28; Casals, 61; Cristoff – seguramente un inmigrante o hijo de inmigrantes soviéticos – , 37, pero no pudo continuar uno a uno y bajó directamente a los apellidos con la letra M y, a su derecha, la edad de la persona al dejar de tenerla.

Así, ubicó a Martínez, 69; Molic-D’Oca – apellido aristocrático, cosa muy extraña en ese periódico en particular a menos que se tratase de una familia venida a menos -, 78; y, finalmente ahí estaba, como un peregrino que finalmente ha encontrado su Meca en particular, con su edad, pétrea a su diestra. Una estadística más, un nombre disuelto entre un charco de letras que se disolverán como sal en el agua con la primera pisada del olvido: Molina, 51.

En la siguiente página, Joaquín encontró las esquelas de algunos de los nombres de la página anterior – muchos no podían darse el lujo de costearse una a expensas de dejar sin un centavo a sus descendientes. Lo que más le llamó la atención fue encontrar una dedicada a Mercedes Molina. Esquela breve, pequeña pero, sin embargo, ahí estaba.

Él sabía que el hospital no habría corrido con esos gastos de impresión ya que en primer lugar, la muerte, por muy hospital que sea, nunca es buen mercadeo para aquella industria. ¿Sor Judith? Podría ser, pero dado el halo de misterio que envolvía la muerte de Mercedes y el encontrón posterior con Joaquín, dudaba que fuese ella la que le hubiera dedicado ese homenaje póstumo a Mercedes.

La brevedad del mensaje, de apenas tres líneas, decía lo siguiente:

Mercedes Molina. 1921 – 1972

D.E.P.

Sus familiares y amigos la extrañarán por siempre

Eso dilapidaba por completo la opción que hubiese sido Sor Judith quien ordenase la publicación de la esquela, ya que el mensaje carecía de todo contacto con la realidad. ¿Qué familiares? ¿Qué amigos? Una línea más abajo, el mensaje finalizaba anunciando que:

El entierro tendrá lugar hoy, 19, a las once horas, en el Cementerio del Carmen.

VI

Las huellas de mis lágrimas de mármol…

El cielo se vestía para la ocasión. Con un riguroso luto y al compás del sonido del agua cayendo sobre el cemento, Joaquín caminaba con la mirada fija en el suelo, los ojos nublados por las gotas de lluvia que le recorrían la frente, y las manos juntas a la espalda. Encorvado, iba ascendiendo la colina del pueblo de Xampagnet, atrás dejaba el tumulto de la ciudad perdida y se iba adentrando por los alrededores desde donde se veían casas humildes de personas que venían de los valles colindantes a los Pirineos escapando de un frio escarnecedor y de una situación económica cada vez más apremiante.

Atrás quedaban las esquinas repletas de nada, de un vacío existencial que, sin embargo, iba a su acecho, reptando por la espalda en forma del constante tacto del sudor frío que tarde y noche sentía recorriéndole la piel de norte a sur.

Fue apurando el paso conforme las calles se volvían más estrechas y el viento arreciaba. Se subió el cuello del gabán gris y dio los últimos pasos hasta llegar al descampado que daba lugar a la entrada del Cementerio del Carmen. Joaquín había recorrido varias veces el camposanto en su época de redactor de las necrológicas del diario, pero hacía unos años habían realizado varias modificaciones para aumentar la capacidad de los residentes post mórtem, con lo que el mapa mental que tenía concebido estaba desactualizado.

Sus pasos, sin embargo, le condujeron de manera casi automática por el sendero que ascendía hacia la segunda etapa del cementerio; la parte antigua.

Se vio de pronto encaramado sobre una piedra, observando cómo la lluvia chocaba contra las ramas de los cipreses, rebotaban las gotas y caían sobre el sediento suelo, ávido de ellas.

Miró a su izquierda y se fijó en que había un grupo de personas en un semi círculo a una treintena de metros, todas de negro, ataviadas de un luto estricto. Podía diferenciar a las mujeres por los velos que les cubrían las caras y los sombreros ladeados, sacados de alguna película italiana de la mafia napolitana.

Le pareció sumamente extraño encontrar a esos personajes en ese lugar, primero porque estaban muy, demasiado, bien vestidos para estar en un entierro en este cementerio más bien dedicado para el común de los evidentemente mortales barceloneses. Después, sus ademanes y su ropa denotaban que eran personas de una posición privilegiada. Los caballeros tenían pañuelos – de seda, más que seguro – en la solapa de los sacos o abrigos y otros, y esto era lo más bizarro de todo, portaban flores con hojas marchitas, con pétalos visiblemente muertos.

Barbas negras enmarcaban caras desconocidas y rodeaban labios que entonaban lamentos al cielo y a un Dios al que seguramente unos, hoy, agradecían por no ser ellos quienes estaban tres metros bajo tierra y al que otros blasfemaban por no haber podido ocupar el lugar de quien en ese momento era visto desde arriba.

Se acercó para ver con mayor detenimiento al grupo de personas, creyendo poder pasar desapercibido, como un integrante tardío a una multitud. Todavía faltaban tres cuartos de hora para que dieran las once y Joaquín prefirió no averiguar, aún no al menos, dónde sería el sepelio de Mercedes, por lo que se mantuvo en aquel lugar compartiendo, a la distancia, un dolor inextricable con aquellos que ahora lloraban pérdidas.

Una vez que las personas se fueron y viendo que aún quedaban varios minutos para dirigirse a dondequiera que fuese la despedida de Mercedes, se acercó al lugar en el que se habían congregado las personas, curioso por ver de quién se habían desprendido hace poco, qué edad tenía el difunto y qué huella había dejado en el mundo.

Aprovechó que aún no habían llegado los sepultureros con las palas dispuestas a reponer la tierra removida y se aproximó a la lápida.

Lo primero que le llamó la atención fue el tamaño de la misma. Era una lápida pequeña, con un hoyo que también era de menor tamaño al que había supuesto Joaquín que se encontraría.

No vio a nadie cerca, así que terminó por acercarse a escasos centímetros por detrás de la lápida de mármol. La rodeó para tratar de distinguir de quién se trataba, pero se tropezó con una piedra y casi cayó de cuerpo entero al hueco cavado para el féretro de no ser porque se agarró a una raíz saliendo de lo cavado.

Al trastabillar, miró hacia abajo, hacia el ataúd. Lo que vio le quitó todo el sueño y el cansancio que podía tener acumulado de los últimos días.

El féretro se encontraba abierto a la mitad superior, con la tapa de madera fina barnizada dirigida hacia una de las paredes del hoyo. Dentro, yacía un individuo de edad media, no mayor a treinta y cinco años, con el pelo corto, engominado y peinado hacia atrás.Los ojos estaban rodeados de surcos que revelaban la ausencia de paz en la vida así como en la muerte del joven ocupante del traje de madera, mientras que las manos, entrelazadas, daban a conocer el inicio – o acaso el fin – de unos brazos escuálidos, abiertos bajo una camisa negra cuyos puños relucían por debajo de un saco color marfil.

Las hombreras sobresalían por la carencia de masa del individuo y relucían como dos conos paralelos, uno frente al otro. El cuello de la camisa, tieso como el ahora propietario, lucía desgastado por donde se supone que debieran ir colocados los botones y, en vez de los huecos para que ingresen estos, encontró dos tallos de flores a cada lado, dos tallos con espinas, seguramente de rosa, en forma de aspa.

La mayor sorpresa fue cuando subió la mirada por el cuello de la camisa y se encontró con un mentón, unos labios, unos pómulos ya de por sí prominentes seguramente en su día a día pero ahora exacerbadamente notorios, una nariz y unos ojos pardos llenos de una melancolía inenarrable, que Joaquín conocía bien; demasiado bien.

Era él.

Pero, ¿cómo? Sí, efectivamente, era él. Era su rostro, era su imagen, era Joaquín. Un Joaquín sin vida (¿acaso él podía decir que lo suyo era vivir?), un Joaquín rendido ante la oscuridad que le había ganado, tras batallas consecutivamente perdidas, la guerra.

Sintió un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo y le vinieron unas arcadas que le hicieron volver a hincarse sobre la tierra, hecha ahora un profundo lodo resbaladizo. Sentía cómo todo le daba vueltas. Unas gotas le recorrían la nuca, algo que caía del cielo. Pero no era la nuca lo que le recorrían, ni era agua.

Abrió los ojos para encontrarse esta vez cara a cara consigo mismo, sólo que ahora veía a su doble a unos tres metros de altura, hincada la rodilla derecha sobre la tierra, observándole fijamente con un rostro adusto. Joven aún, pero teñido por los dolores que la vida suele depararle aleatoriamente a algunos incautos individuos. Quería hablar, pero tenía la boca pegada, los labios pegados, uno sobre el otro. Ningún sonido, siquiera gutural, podía emitir.

Los párpados abiertos de par en par, pero incapaces de moverse, de mostrar signo alguno de vida. Las manos, estáticas, en pose de rezo sobre el abdomen y las piernas, que aún sentía, con un constante hormigueo que le recorría del talón hasta la pelvis.

Estaba en un ataúd.

Rodeado por tierra húmeda que sentía ceñirse vertiginosamente sobre él, vio cómo el Joaquín por encima suyo se ponía en pie y daba unos pasos hacia su izquierda. Lo perdió de vista e intentó gritarle, pedirle que vuelva en su auxilio, pero sólo consiguió el mismo resultado que instantes atrás.

Volvió a tenerse en su campo visual a los pocos segundos, cargando algo en la mano izquierda y empuñando otra cosa en la derecha. Dejó caer la primera sobre el hoyo, viendo cómo descendía un objeto pequeño atado a una cadena brillante sobre él hasta caer encima de su pecho. Movía los ojos para ver qué yacía ahí pero era incapaz de ver más allá de unos tallos que sobresalían del cuello de su camisa. Los cuellos contaban con espinas que se iban haciendo cada vez más grandes. Sentía la punta inferior de ellas hincándole la piel. Primero levemente para después hacerlo con mayor intensidad y mayor dolor, pero atada a la misma incapacidad de gritar, de gemir, de lamentarse o de moverse siquiera.

Retornó la mirada hacia arriba y se volvió a ver a sí mismo agarrando, ahora con ambas manos, una pala cargada de tierra. La vio girar lentamente, mientras su yo elevado esgrimía una sonrisa y vertió el contenido sobre el cuerpo que ahora sentía como propio, cuando hacía minutos era al que observaba desde la ubicación superior.

Le siguió una segunda carga de tierra, y así una tercera y una cuarta, cada una cubriéndole más y más. Primero sintió cómo sus manos se ennegrecían ante la imposición de la tierra, después el pecho, para finalmente sentir cómo el cuello, con las puntas de las espinas clavándosele más profundamente, iba enterrándose y desapareciendo de su visión.

Los labios cerrados, el mentón tieso. Los esqueléticos pómulos. Todo. Absolutamente todo iba adquiriendo una tonalidad ocre tierra, tierra fresca. Los ojos, aún incapaces de cerrarlos, se iban llenando de minúsculas partículas de piedras, césped y lodo. Su visión se opacaba cada vez más y justo antes de perderla por completo y de sumirse en una sombra impalpable, arenosa e inamovible, pudo observarse por última vez. Ésta vez el reflejo le sonreía desde lo alto, tirándole una lampada más de tierra y dándose la vuelta.

Se despertó con las manos en la garganta, sintiendo que no podía respirar. Que algo, o alguien, le asfixiaba y que no era capaz de luchar contra ello. Las gotas de sudor le recorrían la frente. Entreabrió los ojos, los volvió a cerrar y a abrir, parpadeando repetidamente y no fue hasta que pudo repetir varias veces la visión de su techo opaco pero cerrado, que se percató que todo había sido un sueño. Que ya no veía hacia un cielo abierto de nubes y a una imagen maquiavélica de sí mismo sino que había vuelto – ¿o acaso había llegado a salir en algún momento? – a su habitación y que ahora se encontraba entre las cuatro paredes de ladrillo y de olor a humedad y que eran gotas de sudor las que perlaban su frente, mas no montones de tierra.

Se levantó de la cama de golpe, queriendo sacudirse del sinsabor que le había dejado aquel sueño. Unos tímidos rayos de sol aparecían por entre los resquicios del cristal que daba cara al despertar de Barcelona.

El ejemplar de El Conde de Montecristo continuaba en el suelo, abierto su lomo seguramente por la página que dio inicio a todo hacía tan poco tiempo, aquella que contenía el fatídico anuncio de la muerte de Mercedes Molina de manera anticipada.

Decidió ponerse en marcha. Se vistió rápidamente y salió a la calle en busca de algo con qué aplacar la ansiedad. Encontró el bar de la esquina de Congrûells abierto y pidió un cortado y unos tacos de queso sentado en la barra. Apuró el primero de un solo sorbo para apaciguar el frío que sentía, más de manera visceral, y lo segundo, tras tantear y cavilar sobre la más que dudosa procedencia del queso, igual lo engulló, presa del hambre. Escuchó en la radio que tenía puesta el mozo algunas noticias de la última jornada de La Liga en la que el Bilbao había dado el golpe en el Camp Nou y hundido aún más al Barca, y se paró del taburete frente a la barra, dejando pagado lo consumido y saliendo a la calle nuevamente.

Le devolvió el saludo un aire gélido que le hizo desear haber pedido más que un cortado, pero igual se encaminó hacia la parada del tranvía del sur, el mismo que atravesaba toda la ciudad, abriéndose paso entre la neblina, recorriendo el barrio de Saint Jordi, Puxols, Las Ramblas, la parte periférica del Puerto Viejo, hasta llegar a las faldas de Xampagnet, un conjunto de barrios recientemente poblados que abrían paso a las colinas del interior catalán, desde donde se veía la costa a lo lejos.

Se apeó al vagón y le pagó al cobrador, quien debió de leer en sus pupilas toda la desazón, el cansancio y el rompecabezas mental que llevaba Joaquín consigo, pues le dirigió una mirada entre la lástima y la duda de si dejarle pagar o darle el viaje libre de cobro.

Se sentó en la última fila, apoyando la cabeza en el cristal empañado, haciendo volutas de vapor que serpenteaban desde su boca y daban a rebotar contra el cristal, dándole un eco aún más espectral, si acaso cupiera, a todo el ambiente de esa mañana.

Pasó rápido el Boulevard de los Caídos, oyendo el traqueteo y sintiéndolo bajo sus pies, mientras iban pasando a su lado, como una continua postal, las calles del Raval, de Santa Helena donde todo comenzó día y medio atrás, la Capilla de Honor de la Sagrada Familia, la cúpula de la Catedral, con el contorno de la cruz apenas visible entre la neblina y la fina cortina de agua que, como escarcha, iba envolviendo todo entre el cielo y el mar. Todo esto iba pasando frente a sus ojos, como en un trance.

Finalmente llegó a la estación de Príncipe de Vergara, una caseta cerrada aún a estas horas de la mañana, con el rocío en la grava del suelo que sustituía lo que aparentemente en un momento fue césped. Se apeó, esperó que volviese a arrancar el tranvía y cruzó la calle, camino a la ladera de Xampagnet, desde donde comenzaría a ascender hasta el Cementerio del Carmen.

Iba pasando por calles empedradas, calles que guiaban a los pocos transeúntes a través de angostos pasajes con balcones que, en varias ocasiones chocaban casi uno frente al otro. La monotonía arquitectónica palidecía ante el color de la misma, un sepia descascarado, que le daba un ambiente lúgubre a la zona.

Llegó a la puerta de hierro que daba la bienvenida eterna a los nuevos inquilinos del cementerio, cuando comenzaba a clarear. El lodo seguía impregnado en la suela de sus zapatos, dejando un rastro evidente de varias decenas de metros que, cuando Joaquín volteó para ver su camino, le confirmó que era el único intrépido que se había avenido a llegar a esos confines a tan temprana hora.

Se acercó a la verja que, con un simple empujón, se abrió con un sonoro chirrido que le erizó los pelos del cuerpo. El camino se abría serpenteante entre rocas, abedules, cipreses y pinos. El paisaje, lejos de motivar, era desesperanzador, mezcla de la bruma asfixiante que cortaba rostros y dibujaba fantasmas por entre los troncos y el continuo devenir de cruces, lápidas y tierra amontonada que amortiguaba el llanto entre el cielo y el infierno.

La mañana decidió abrirse camino y anunciar su llegada con escuetos rayos de sol que iban guiando a Joaquín por un recorrido desconocido que, sin embargo, se asemejaba bastante al camino realizado entre sueños aquella misma madrugada.

Joaquín sí sabía que los sepelios se dividían, como lamentablemente la mayor parte de cosas en la vida y en la muerte, entre los que tenían y los que no; los que podían costearse un entierro privado, en un área particular o formando parte de un mausoleo familiar, y los que compartían la tierra, el espacio y los llantos en los mismos metros cuadrados.

Se dirigió por la izquierda en la bifurcación de la explanada hacia donde se dirigían aquellos con familiares en zonas comunes y comenzó el ascenso por el camposanto, observando cómo a cada cierta distancia se podían distinguir parches de fango marrón, acaso por la lluvia, en vez de tierra. Supuso que eso se debía a la cantidad de visitantes que iban a ver a sus parientes o amigos que yacían inertes bajo la tierra húmeda.

Desde la sombra de un árbol que le confería cierta capacidad de pasar desapercibido, lograba ver por los cuatro costados y supuso que no habría mejor lugar que aquél para esperar el cortejo fúnebre de Mercedes.

Lo primero que vio, una hora después aproximadamente, fue a un grupo nutrido de personas acercándose en dirección a su escondite. Pararon a medio centenar de metros de donde él se encontraba y vio cómo se posicionaban alrededor de lo que ahora, gracias a la claridad del cielo, podía ver se trataba de una lápida recién puesta que encabezaba el hoyo profundo en la tierra. El hueco era muy pequeño por lo que Joaquín indujo bien podía tratarse del Aragón, 4, que vio en el periódico aquella mañana.

El grupo lo conformaba una mujer joven y muy delgada – acaso la madre – un señor con una quijada apretada en una mueca perenne de rabia y dolor, dos señoras mayores apoyadas en sendos bastones y dos pequeñas, vestidas igual y aparentemente gemelas, que Joaquín calculó no debían pasar los siete años y que andaban agarradas cada una a la mano de uno de los supuestos padres.

Además, lideraba el grupo parapetado detrás de la lápida con un rictus en el rostro y una biblia en la mano, un viejo cura que comenzó a decir algunas palabras, inaudibles para Joaquín desde su escondite.

Se quedó mirando fijamente los ademanes del señor que sostenía con su mano a su hija, o acaso fuese al revés y fuera la fragilidad de la mano de la pequeña la que daba apoyo a la figura imponente del padre que cargaba, con tanta rabia, su grito hacia el cielo.

Se mantuvo en su posición unos minutos más hasta que vio por el rabillo del ojo que ascendía otro grupo de personas, acompañadas por cuatro individuos uniformados de un negro riguroso portando un ataúd, éste de dimensiones normales como para tratarse de una persona adulta.

Se escabulló detrás de unas matas a pocos metros del camino ascendente y esperó que pasara este cortejo, dándole en todo momento la espalda, agazapado entre la densidad de los arbustos y la aún palpable neblina.

Se reincorporó y retomó el trayecto que había iniciado hora y media atrás aproximadamente. Esta vez el lodo sí era testigo fehaciente del paso de otras personas que, sin saber cómo, guiaban su camino.

Había avanzado tan solo un centenar de metros cuando pudo distinguir, encima de un pequeño montículo de tierra evidentemente recién extraída, a un cura, esta vez uno mucho más joven que el primero que vio y que, sin biblia en mano, congregaba a seis personas alrededor suyo y del ataúd que previamente había visto cargar.

Se aproximó por detrás al grupo y se quedó escoltado por dos piedras grandes, garabateadas y con diversas inscripciones, recordatorios de fechas importantes, de personas que habían decidido dejar para la posteridad su presencia en esos lugares ya marcados por un halo de eternidad impostergable. Desde ahí podía ver, a unos cuarenta y cinco grados a su derecha, al cura o monaguillo y a los cuatro individuos que había visto cargar el ataúd por el camino ascendente y que más que seguramente pertenecían a la funeraria o a los servicios que proveía el mismo cementerio. Al fijarse en los otros dos rostros, Joaquín dio un paso hacia atrás cuando se topó observando a Sor Judith. Era la misma monja que un día atrás le había confirmado la muerte de Mercedes. La misma que le entregó, sin saberlo, el dije que hoy Joaquín mantenía en el bolsillo derecho de su abrigo. Se palpó aquel costado para constatar que, efectivamente, seguía ahí. Lo sintió, forrado en el papel que le había sido entregado, supuso Joaquín, aunque no recordaba haberlo vuelto a poner dentro de aquel premonitorio pedazo de diario.

Alzó la vista nuevamente hacia Sor Judith. Ésta se encontraba acompañada por alguien a quien Joaquín creía haber visto anteriormente. Ese rostro, esos ojos penetrantes, Joaquín los sentía fuertemente familiares. En algún lugar de la memoria latía el recuerdo de aquellas facciones. En el periódico no era, ya que ya que afloraba en la parte más reciente. En el bar de la noche anterior tampoco, porque se encontraba solo con el mesero y acaso el sujeto que creyó le dio el bolígrafo y el papel, pero él no podía haber sido. Fuese real o no, lo único que vio de él fue la mano diligente con finos dedos que le pasaron ambos útiles de escribir.

¿De dónde, entonces, reconocía aquellos ojos grises inexpresivos, aquella figura alta, media jorobada y con un bigote de tres días que subrayaba una protuberante nariz? Cavilaba en ello mientras oyó que el joven cura comenzaba alabando unas virtudes de Mercedes que seguramente recitaba por redundancia y no convicción ya que más que seguramente nunca llegó a conocerla en absoluto. Mientras exaltaba su bondad y solidaridad y lo lamentable de su partida, iba rociando de un frasco que sacó del bolsillo interior del hábito con unas gotas de agua bendita el suelo y el ataúd, pidiéndole al cielo que San Pedro la recibiese con gozo y llena de vida.

Qué diametralmente opuestas son las palabras de quienes nunca conocieron al difunto de quienes lloran su pérdida, pensó Joaquín mientras veía cómo alzaban el féretro y lo depositaban, lentamente, en un rústico sistema de poleas que manejado luego por uno de los cuatro individuos esta vez en mangas de camisa para la faena, iba haciendo descender el habitáculo barnizado tres metros bajo tierra.

Vio a Sor Judith acercándose a la lápida y depositar una rosa blanca sobre el mármol que, dentro de poco, se teñiría del color del olvido como todos los demás que lo rodeaban. La monja dio media vuelta y se dirigió al hombre que la acompañaba desde el inicio y a quien Joaquín no había visto hacer siquiera una mueca en todo el tiempo que lo estuvo observando.

Vio cómo ambos retrocedieron un par de pasos mientras los trabajadores se iban despojando, ahora todos, de sus sacos, y con las mangas remangadas, agarraban cada uno una pala y comenzaban a dar por cerrado este insípido homenaje. ¿Qué pasó con sus familiares y amigos la extrañarán por siempre? ¿Acaso fue Sor Judith quien dictase esa frase? No. No podía ser. No tenía sentido. Ella conocía de la carencia de arraigo, de la ausencia de familiares, de amistades, de conocidos más allá del horizonte entre Joaquín y ella misma del que sufría Mercedes.

Estuvo por dar la media vuelta y recoger sus pasos por el sendero cuando notó que tras retroceder unos metros, Sor Judith encaminó su figura hacia el camino que la había llevado a aquel lugar, pero el hombre enjuto o la seguía. Mas bien se quedó petrificado cuando, al ver al sujeto, éste giró levemente la cabeza hasta fijar sus ojos nublados con los de Joaquín. No podía ser. No había manera que se hubiera percatado de su presencia. Se encontraba bien escondido.

Sin embargo el individuo seguía ahí. Estático. Mirándole fijamente a él, no cabía la menor duda. Hasta que lo vio.

Cuando el hombre estaba por darse la vuelta y seguir a Sor Judith sendero abajo, le dedicó a Joaquín un guiño de ojos que le atravesó a éste el alma. Fue allí cuando Joaquín se dio cuenta de dónde había visto a aquel hombre. Era el mismo que vio cuando, encaramado sobre una piedra sobresaliente en la fachada lateral del Hospital de San Gervasio, observó a la mujer primero maniatada sobre una camilla desangrándose para segundos después verla exánime y libre de ataduras. Era él a quien había visto cerrar la puerta de aquel cuarto de hospital. No le había visto el rostro en aquel momento, pero era él. Era aquella misma silueta. Aquel cabello canoso en la coronilla y definitivamente la misma cicatriz en la nunca en forma de flecha que apuntaba hacia abajo, imborrable, en la retina de su memoria.

Joaquín permaneció estático, sin atinar a mover un solo músculo del cuerpo, mientras veía cómo el hombre se acercaba a Sor Judith, alcanzándola en el descenso empedrado e iniciando una conversación con ella.

Reaccionó a los pocos segundos, creyéndose incapaz de sostenerse en pie. Tambaleó hacia la lápida de Mercedes a duras penas ascendiendo los pocos metros que le separaban de la misma.

Mercedes Molina. Q.E.P.D. 1921 – 1972 Rezaba la escueta inscripción en el mármol. Mantuvo el equilibrio apoyando su mano derecha en la fría lápida, sintiendo a un todavía tímido sol dudando entre salir o no a sus espaldas. Dio un par de bocanadas de aire y se disponía a erguirse para enrumbar a la salida cuando sintió una sombra cortando la escasa luz atrás suyo.

Volteó y sólo atinó a ver unos mocasines marrones embarrados, ya que al levantar la mirada sintió un golpe seco, metálico y contundente en la sien que lo tumbó sin opción a contestación alguna.

Se sintió flotar en el aire. Vio a lo lejos a una Mercedes mucho más joven de lo que jamás la conoció, saludándole a la distancia con una enigmática sonrisa que le dibujaba el rostro, pero con los huecos de los ojos completamente vacíos.

Sintiendo un sabor entre ferroso y dulzón en la boca y un continuo riachuelo recorriéndole la comisura de los labios desde la nariz, fue entreabriendo los ojos lenta y dolorosamente, con un incesante zumbido en los oídos.

Posó las manos sobre tierra blanda que, levemente, se hundió por el peso. Se paró y, aun dando tumbos, trató de sacudirse la ropa de los restos de césped, tierra y barro lo mejor que pudo. Pasó la palma de la mano derecha por su rostro y sintió un corte de unos tres centímetros de largo a la altura del pómulo izquierdo. El golpe que le habían asestado, aparte de un dolor in crescendo en la cabeza, le nublaba la vista, haciéndole ver borroso también por el lado izquierdo, como si una catarata de agua se interpusiera entre él y la realidad.

Sin embargo se percató inmediatamente que algo no cuadraba, muy aparte del golpe. Que algo, no caía aún en cuenta qué, no coincidía. Previo al golpe recordaba estar al costado de la lápida de mármol de Mercedes con tierra fresca removida a los tres costados y ahora se encontraba en un terreno plano donde, según pudo observar al girar sobre sí mismo, había dos lápidas, una a una decena de metros delante de él y otra atrás suyo, con la inscripción mirando hacia el otro lado.

No había estado ahí. Al menos no recordaba haberlo estado.

¿Cómo, entonces, dio a parar a ese lugar?

Sacudió la cabeza cerciorándose que no continuaba o bien soñando o bien que seguía siendo presa de los rezagos del golpe que le jugaba una mala pasada a sus sentidos. Descartadas ambas opciones, dio la media vuelta y, con lo poco que podía ver con claridad, caminó los pasos que le separaban de la lápida a su espalda.

Rodeó la misma, viendo inmediatamente que no se trataba definitivamente de la zona donde había estado en un principio, donde vio a Sor Judith y a aquel extraño personaje lamentándose frente a la lápida de Mercedes.

La inscripción en ésta estaba borrosa. Seguramente fruto del paso del tiempo y por haber sorteado las inclemencias de tantos inviernos que rodeaban de musgo las letras y los veranos que se dedicaban a cuartearlas y desfigurarlas.

Pese a todo, Joaquín empuñó su abrigo y con el filo del mismo y la mano cerrada se dedicó a tratar de sacar la mala hierba, el lodo y demás resquicios de la lápida con el fin de ver de quién se trataba.

Lorena Rivera

Lux Aeterna

1921 – 1940

Lo primero en lo que pensó fue que tanto esta persona como Mercedes habían nacido el mismo año. Fuera de esa coincidencia que estaba seguro sería muy común a lo largo de un breve recorrido por el camposanto, Joaquín pensó que probablemente se trataría de una víctima de la Guerra Civil. Que esta tal Lorena habría fallecido por alguna enfermedad o herida acontecida al final del conflicto y que arrastrase su dolor, lánguida e irreversiblemente durante un tiempo hasta rendirse o encontrar la piedad de su particular dios.

Las diez letras que continuaban tras su nombre no le decían nada. Lux Aeterna. Sí, una bonita manera de describir la vida de alguien en dos palabras. Un breve pero contundente epitafio. Humilde pero directo; escueto, pero no por ello carente de significado.

Bajó la vista un poco más y pudo observar algo que sí le llamó la atención. Encabezando lo que suponía debiera ser el inicio del féretro metros más abajo, había una rosa blanca con un tallo verde, pulcro, sin espina alguna. Una rosa abierta, ya madura, en la plenitud de su corta vida, superpuesta a la perfección y cortando en dos la lápida entre el nombre y el apellido de la difunta.

Cogió la rosa, cuyos pétalos aún contenían el rocío de la mañana deslizándose entre ellos y la contempló con atención. La sostuvo en una mano y la hizo girar ante la tenue luz que se filtraba a través de la densidad de la neblina.

La asociación le vino como un relámpago. Era la misma rosa – bueno, lo más probable es que no fuera aquella misma rosa exactamente – que había visto durante su primer encuentro con Mercedes en su mesa de noche y de ahí en adelante cada sábado cuando la visitaba, sobre su mesa de noche en un vaso que fungía como florero. Siempre asumió que esa rosa era o bien parte de la decoración de cada habitación en San Gervasio o una manera de Sor Judith para, de algún modo, otorgarle cierta vida al lugar en el que la mente, el cuerpo y el alma de Mercedes estaban confinados a la inexorable y agónica muerte.

Dejó caer la flor, que rebotó suavemente contra el lodo, brotando en el trayecto un par de pétalos que, movidos por el viento que arreciaba, dieron a parar unos metros de donde cayó el tallo.

Apoyándose en la húmeda lápida, se enderezó, sintiendo al instante una punzada de dolor que le recorrió todo el cuerpo. La sangre continuaba brotando, aunque ya no a borbotones, de su nariz. Tosió y sintiendo que sólo medio pulmón le seguía siendo leal, aspiró un poco de aire. Volteó la cabeza hacia donde se encontraba la otra lápida que había visto al recobrar el sentido desde el suelo y se encaminó a ella. Ya desde lejos podía notar que era una figura de piedra, no de mármol, ya que no relucía a la distancia y se veía mucho más rústica.

De igual forma, se notaba que había sido recientemente superpuesta ya que se veía un pequeño cerco de tierra levantada a lo largo del diámetro rectangular de la misma.

Conforme se aproximaba, sentía, aparte de una incipiente jaqueca y dolor abdominal, que se iba acercando a algo enigmático, a una pieza más dentro de este galimatías, de este puzle que con cada pieza, paradójicamente, se iba tornando más caleidoscópico.

Sus intuiciones se confirmaron al pararse a un par de metros de distancia, con la inscripción dándole la espalda. Vio que la lápida había sido puesta recientemente y de manera tal que se notaba claramente que esa o bien no era su ubicación original o que había sido puesta ahí adrede, no casuísticamente.

Dudó, pero al final se decidió y, renqueante, caminó los diez pasos que le separaban de la parte frontal de la lápida, aún sintiendo el sabor de la sangre recorriéndole los labios desde las aletas de la nariz.

Si le quedaba algo de fuerza, lo que vio fue más que suficiente para extinguirla por completo.

Cayó de rodillas en una alfombra de exiguo césped fangoso y se agarró con ambas manos la frente, sujetando con firmeza su cabello entre los resquicios de los dedos.

Joaquín Molina

1940-1972

Nació sin dónde. Vivió sin cómo. Murió sin un porqué.

Dicen que la vida, o la ausencia de ella, suele encontrar su punto de quiebre durante los momentos más críticos de la misma. Para Joaquín, ese fue, definitivamente, uno de ellos. Se le vino inmediatamente a la cabeza el recuerdo del orfelinato en el que creció, el Hogar del Niño, a las afueras de Tarragona. Recorrió en breves segundos los pasillos atestados de literas, los baños con olor a lejía barata y las duchas de agua helada en las que se veían obligados a entrar a las cinco de la mañana cada día con excepción de Navidad y Año Nuevo, cuando les daban media hora de gracia adicional. Pasó velozmente por las aulas en las que infructuosamente trataban de asestarle a golpes semánticos las verdades del catolicismo y los dogmas franquistas así como las heroicas batallas de sus correligionarios.

También vio los fantasmas de un ayer inexplicado e inexplicable, las almas en pena de los rincones sin luz, cuyas profundas oscuridades escondían verdades teñidas o acaso mentiras piadosas. Entonces reaccionó. Jadeante y con la mirada aún turbia presa del golpe tanto físico como, por encima de todo, emocional del que había sido víctima. Sacudió fuertemente la cabeza como si al hacerlo se desprendiese también su realidad más cercana y se paró firme. Antes de dar el primer paso hacia lo que sólo podía intuir era el camino de salida, volvió la mirada hacia su lápida y encontró en el costado izquierdo de la misma algo que se le había escapado anteriormente.

Un pétalo.

Un único pétalo de rosa blanca yacía inmóvil entre la grama.

La gran diferencia entre este pétalo era que tenía una mancha muy distintiva. Una gota roja. Una gota fresca roja.

Era evidente que se trataba de sangre, ya no tanto por una pericia de investigación forense sino por el continuum de lógica de los sucesos que habían sucedido hasta aquel momento.

Joaquín no pudo evitar esgrimir una sonrisa seca, sumisa ante todo lo acaecido.

Una vida nula, sin alteraciones, sin mayor aventura o desaventura que la ocasional relación sentimental fallida estrepitosamente. Una vida llena de vacíos y, específicamente, de un enorme vacío existencial que, sentía, le devanaba cada órgano y reptaba sutil pero eficazmente hasta lo que habitaba en donde generalmente moran los corazones de aquellos a quienes él veía vivir una vida plena, y le invadía cada ápice, cada rincón, cada vericueto de su ser.

Todo ello. Todo ese nada tan completo. Esas ganas de todo menos de sí mismo. En aquel momento se veía reflejado en el pétalo ensangrentado en la lápida y en su lacónica pero igualmente sangrante inscripción.

Alisó lo mejor que pudo su abrigo, dejando caer parches de césped con barro y pequeños cúmulos de tierra húmeda que se desprendían como parte de su piel. El pantalón, que se siempre le había quedado grande y que ajustaba con la ayuda de un alfiler en ambas bastas, estaba roto a la altura de la rodilla izquierda, con la tela caída unos diez centímetros. La parte de atrás, por las pantorrillas, tenía marcas de haber sido arrastrado, con manchas casi iguales en ambas piernas que oscilaban en matices verduscos y marrones claroscuros.

Eso coincidía con el dolor que sentía en las axilas, pues seguramente había sido arrastrado por ahí. Rastreó el lugar para identificar huellas de aquella acción, pero sólo pudo ver las dos líneas paralelas de cuatro neumáticos grandes que daban a parar a unos veinte metros de la lápida de Lorena Rivera, de la cual estaba más próximo al recobrar el sentido.

Decidió dar por concluido su recorrido por el cementerio, antes que alguien tomase la decisión por él y le alquilase el espacio debajo de su propia lápida sin fecha de expiración, lo que suponía bien podía suceder en cualquier momento si se quedaba más tiempo del estrictamente necesario antes de ubicar la salida del lugar.

Tanteó caminos, senderos y, tras perderse un par de veces y acabar en mausoleos familiares y en zonas restringidas por ampliación del camposanto, finalmente dio con el camino de salida, aquella colina que ascendió inicialmente y la que le llevó hacia su primer encuentro con la familia acongojada y, después, con Sor Judith y su – hasta el momento – enigmático acompañante.

Salió del recinto cuando escuchaba las campanas de la Capilla Ardiente del Xampagnet, que repicaban anunciando a los cuatro vientos las siete de la tarde.

Oscurecía rápidamente y, de la misma manera, el viento comenzaba a mover en un continuo vaivén las hojas de los árboles circundantes. Se aferró a las mangas del abrigo que aún estaba embarrado y se subió el cuello hasta las orejas que, ya por el frío, casi no podía sentir. Descendió raudo los peldaños que desembocaban en la estación del tranvía y se dispuso a esperar.

Pasaron diez, quince, veinticinco minutos y lo único que vio llegar fue a dos personas que, como él, esperaban a que apareciera el transporte. Las vio partir, decepcionados, farfullando entre dientes algo acerca de la noticia de una tormenta que se avecinaba sobre la ciudad condal. Decidió esperar unos minutos más y partió como ellos, rumbo al Puerto Viejo, desde donde esperaría encontrar un refugio en el cual calentarse unos momentos.

Acompañado por el gorgoteo de las primeras gotas de lluvia que presagiaban otra noche para el olvido, Joaquín recorrió el muelle del Puerto Viejo que daba a parar al Boulevard de Puxols, desde donde también ascendía un pequeño teleférico hacia el Hospitalet, una zona muy cercana y con fácil acceso a San Gervasio. El teleférico, como el de Santa Helena aquel día, estaba inoperativo por el anuncio de tormenta. Continuó el trayecto, deteniéndose en las escalinatas de la Iglesia de Santa Rosa que en esos momentos se encontraba en plena liturgia.

Observó jadeante y emanando vapor a causa del contraste entre su sudor y el frío exterior, a varios feligreses abriéndose paso hacia la salida de la iglesia. Bien ataviados y luciendo rostros de haber hecho las paces con su Dios personal a través de un jugoso diezmo que los exculparía, al menos hasta la semana siguiente, de los pecados que hubiesen cometido, vio salir a señoras de mediana edad acompañadas por señores mucho mayores que ellas luciendo lujosos abrigos de pieles; a niños y niñas vestidos como para adornar tartas o para estampitas de primera comunión y a dos o tres escurridizos individuos que hacían su propia peregrinación llevándose sigilosamente todo lo posible de los bolsos de las mujeres y los bolsillos de los patriarcas.

Se apoyó contra la pared lateral del edificio para recuperar el aliento mientras la muchedumbre, ahíta de fe, terminaba de salir y sintió cómo alguien le tocaba el hombro izquierdo.

Volteó a ver la última imagen con la que esperaba encontrarse en ese momento, en aquel lugar y, por encima de todo, en aquellas circunstancias y fachas en las que estaba.

Estoy segura que el cielo nos dará una tregua algún día y podremos vernos sin que tú estés tiritando de frío le dijo, con una sonrisa, Sofía.Portaba un vestido negro de manga larga que le llegaba hasta por debajo de las rodillas y que, por mucho que el diseñador lo hubiese intentado – seguramente a petición de su padre – no podía esconder una figura salida del cielo o, en este caso en particular, de su sucursal terrenal más próxima.

Joaquín pasó de temblar de frío a sentir un calor inusitado recorriéndole cada músculo, cada articulación, cada poro de su piel hasta desembocar en su cara, que sintió le ardía como nunca antes.

Se olvidó del dolor, de las magulladuras, de todo lo que le había sucedido en las últimas horas y, esbozando su mayor, aunque infructífero, intento de no poner cara de tonto de remate, dijo:

Ho, hola…ehh…sí…parece que siempre empiezo en desventaja contigo, ¿no?

Poco sabía Joaquín que en aquellos mismos instantes en los que sentía que por fin el destino había mostrado cierta conmiseración con él, a pocos kilómetros de distancia flotaba, en el Muelle del Puerto Viejo, el cuerpo sin vida de Sor Judith.

VII

Ella le pidió, que la llevara al fin del mundo…

Sorteaba las miradas de lascivia, celos y deseo que, sabía, suscitaba aún entre los que iban a misa esa misma noche. Sofía Cavero acaparaba la atención de la mayoría de los caballeros que soñaban con ese cuerpo y de las mujeres que, corroídas en envidia y turbadas de miedo por perder a sus maridos, amantes o ambos a causa de aquella joven, ostentaban ridículas excentricidades a la hora de asistir a misa a sabiendas que se encontrarían con ella.

Se escabullía entre la multitud, se sentaba al costado de una de las columnas laterales principales, a tres filas de la puerta de entrada y a breves pasos del confesionario, único momento, cabe mencionar, en el que dejaba su asiento.

No iba a misa por devoción tanto como por satisfacer a sus padres y tener, al menos así, una excusa para salir a la calle sola. Sola sin que su padre, aún en la oficina o en compañía de alguna de las secretarias de turno y resabida amante, o su madre, a estas horas seguramente empolvándose la nariz en uno de los torreones del caserón y mirando absorta al vacío, interfirieran con ella.

Estos momentos, los jueves en la tarde en particular, eran los que Sofía ansiaba con vehemencia cada despertar. A pesar que su padre era amigo del párroco y que por ello le preguntaba siempre a Sofía de qué había tratado la liturgia para después constatarlo con éste, Sofía podía disfrutar del tranquilo paseo hasta el teleférico, el viaje en él mirando oscilar las luces de toda una Barcelona que se sumía en un mar de sangre que brotaba desde el cielo con el sol poniéndose detrás del Mediterráneo y, sobre todo, en días como éste, el trayecto, colina abajo, por el empedrado sendero de escalinatas que conducían hasta la iglesia.,

Como cada jueves a la hora de entonar el credo, Sofía se alisaba el cabello, se limpiaba de motas de polvo que se posasen en las rodillas a la hora de hincarse ante Dios y, sigilosamente, salía por la puerta lateral que daba a un pequeño patio interior con verjas de metal que patentaban la paradoja entre un supuesto dogma universal y una institución tan segregaría, celosa hasta de sus propios miembros.

Traspasó la puerta de pan de oro que, aún al día de hoy, mostraba las señales de los rezagos de la Guerra Civil, con huecos de balas de fusil y de metralletas de largo alcance a sendos flancos principales de la estructura rectangular. Siempre que pasaba por ahí se quedaba mirándolas, más con perplejidad que curiosidad, incapaz de concebir qué llevaba a las personas en general a matarse entre sí en nombres de los distintos o, en este caso, y no sabía si peor aún, los mismos colores, que se izaban en una tela larga sobre un asta.

Lo que sí era cierto es que, por lo general, cada vez que salía por aquella puerta, le entraba una vertiginosa tormenta de ideas para las aventuras de Mademoiselle Foucauld, ideas de crímenes ad portas de una guerra, de espionaje, de secretos de estado y de, cómo no, amoríos en pos de recabar esa información tan confidencial.

Aquella vez no atinó a pensar mucho en su femme fatale literaria ya que salió rauda de misa, queriendo aprovechar el camino hasta su casa, si fuera posible, acompañada por los prolegómenos de la tormenta, una brisa generosa que aliviaba en parte lo que pronto acaería más que seguramente.

Caminaba mirando las primeras luces del cielo que se iban cerrando sobre un contorno de densas nubes cuando lo vio.

Estaba apoyado sobre la verja exterior. Embarrados los zapatos, las bastas en ambas piernas subidas mostraban heridas recientes con pequeños surcos de sangre seca y el remanente del pantalón igualmente enlodado. Pero era él. Era el abrigo viejo que le quedaba a todas luces unas dos tallas grandes. Era el mismo pelo negro, lacio y que terminaba en uve en la nuca. El mismo rostro sin afeitar, algo o bastante demacrado en realidad y con unos ojos que contenían toda la tristeza del mundo.

Estoy segura que el cielo nos dará una tregua algún día y podremos vernos sin que tú estés tiritando de frío le había dicho como saludo inicial, aunque después le pareció ridículamente frío, adherido, casi, al clima.

La sonrisa que le salió hacia él, sin embargo, sí fue genuina como no recordaba una desde hacía muchísimo tiempo, recibiendo como eco otra, más desdibujada pero igualmente real, que denotaba nobleza, miedo y vergüenza, en ese mismo orden. Oyó que Joaquín le balbuceaba una casi inaudible respuesta pero ella atinaba sólo a lo que le hablaban sus ojos, una mirada que, si bien triste, traslucía el cansancio que llevaba el cuerpo pero, a la par, un brillo como no creía haber visto jamás.

Se miraron un segundo, como dos desconocidos que eran y ahora sí, afloró en ambos, un gesto más conciliador. Bajaron las miradas y Sofía vio como Joaquín trataba, evidentemente sin éxito, de ocultar su mal estado. Su ropa, rostro desencajado y las heridas en las manos – palmas y nudillos por igual – todo él, le delataba por completo. Todo estaba impregnado de barro y de sangre seca.

¿Qué te pasó, estás bien? Fue todo cuanto pudo decirle en ese momento

A pesar del escueto que recibió como única respuesta acompañada de una menos creíble sonrisa, lo vio tambalearse y aferrarse de una de las lanzas que componían la metálica verja y no dudó en dar un paso adelante y asirle del brazo para evitar que cayera de bruces, desmayado.

Vio cómo sus facciones cambiaron. Se sonrojó enormemente y los músculos, magros, se tensaron inmediatamente como cuerdas de violín. Sin embargo, en ningún momento intentó zafarse de ella o hacerle a un lado. Así, Sofía decidió dar un primer paso hacia la calle, hacia la esquina que daba a la entrada principal del templo que ahora se encontraba vacío y cuya puerta ya estaba clausurada.

Joaquín se dejó guiar por Sofía, ya no agarrados del brazo, pero caminando juntos en dirección al muelle de Puerto Nuevo. Él , renqueante y a toda vista exhausto, y ella con una mirada de constante preocupación por él.

Encontraron una banca de madera a pocos metros del rompeolas de Las Ramblas y aprovecharon en sentarse. Caían las primeras gotas y el cielo iba barnizándose con el reflejo turbio de los charcos que se iban cristalizando.

Vieron pasar unas pocas bandadas de pájaros arrastradas por la llegada del vendaval hacia lugares más propicios, más secos o, al menos, de mayor resguardo. El silencio permeaba. Tan sólo el eco de las olas iniciando su corta vida para despedazarse a pocos metros en minúsculos fragmentos que corrían hacia la arena para después batirse en retirada, rompían la monotonía de la quietud. Nada ni nadie se acercaba a ellos dos. Sofía pensó que si no iniciaba la conversación, o bien Joaquín caería en un estado cuasi comatoso o ella lo haría.

Mi nombre es Sofía Cavero – inició – llevo viniendo a este preciso lugar desde que tengo uso de razón. Primero venía con mi padre cuando era muy pequeña a ver las olas nacer para después morir al chocar contra mis pies y, sobre todo, para ver a los barcos llegar cargados de ilusiones, de encuentros por darse, de personas que se volvían a ver, o así me encantaba imaginar, tras meses o años de separación o, al revés, se separaban en busca de aventuras, recuerdos regados en otras costas u olvidos que dejar atrás en estas. Conforme fui creciendo, comencé a venir a escondidas, cada vez que podía, escapándome de mi internado durante un par de horas para simplemente ver cómo el mar yace en un continuo renacer, cómo las personas caminan por el muelle, absortas con el murmullo del agua y cómo todo cambia tanto y a la par tan poco del asfalto a la última ola que el horizonte me permitía y aún me permite ver.

Se quedó callada, petrificada, pensando de dónde le había salido ese breve pero íntimo soliloquio y que seguramente había abrumado, cuando no terminado de noquear a un ya frágil Joaquín. Sin embargo, cuando volteó, vio cómo la observaban unos ojos que le confirmaban que habían interiorizado todo cuanto había salido de sus labios. Había recobrado ligeramente el color en el rostro y tenía en general un mejor semblante.

Viendo que a pesar de todo todavía él no se animaba a hablar, continuó:

Además, desde que tenía quince años más o menos empecé a escribir. Historias tontas, tibias. Románticas, al principio, como toda adolescente, historias de amores imposibles, de besos arrinconados y apasionados a los que le seguían lágrimas derramadas; casi todo ello con un mismo eje geográfico referencial, que era este muelle en particular. Crecí y nunca dejé de escribir. Mis historias sí cambiaron. Para bien o para mal, han cambiado, y mucho. Pero lo que no cambia, y a estas alturas dudo que cambiará o que siquiera me gustaría que cambie, es esto. Esta banca, este lugar, estas noches, este rompeolas, este…

No pudo continuar hablando ya que sintió unos labios posarse sobre los suyos. Con un beso suave, dulce y melancólico que duró unos breves segundos pero que a Sofía le despertó sentidos que tenía adormecidos durante años, tenía a Joaquín frente a ella, tenía su aliento, su piel, su tacto, su temblor y, al despegarse, su sonrisa tibia, avergonzada, como de un niño que acabase de cometer la mayor travesura del mundo sin saber si sentirse arrepentido u orgulloso de ello.

La mirada penetrante y el tacto cálido de su piel contra la suya dieron a Sofía la sensación de encontrarse frente a alguien a quien conocía hacía muchísimo tiempo.

Joaquín se retiró, retrocediendo en el asiento de madera que compartían y bajó la mirada. Ella, por otro lado, continuaba sorprendida, aunque no podía evitar mostrar una sincera sonrisa que le afloraba desde el alma. Se aproximó a él y le tomó de la mano.

Temblaba y estaba gélida. Pero no la retiró.

Yo también escribo desde pequeño – dijo él de repente, con la mirada ya puesta sobre un horizonte lejano que dibujaba las gotas que caían en el mar, dejando círculos concéntricos sobre la superficie, desfigurando así al cielo. Escribo más que nada para salir. Para salir de algo de lo que seguramente no podrías entender.

Pruébame – le atajó Sofía, tajante – todos tenemos de qué salir en esta vida, la única diferencia es qué tan lejos nos ponemos o nos creemos poner de esa puerta

Joaquín sonrió, no esperaba aquel golpe semántico de parte de ella, y se animó a continuar:

Eso puede ser cierto para quienes tienen, o creen tener, la puerta de salida frente a ellos. Pero cuando ya te la has pasado de largo y queda atrás tuyo, todo se torna más complicado, Sofía, y eso es algo que no espero que alguien como tú entienda.

Ella estaba fascinada con este individuo que le despertaba, en aquel momento y por igual, ternura y una curiosidad incipiente. Sin embargo, no podía evitar notar una cierta dosis de auto conmiseración en sus palabras y a la par una leve pero evidente agresión, quizá disfrazada en recelo, hacia ella o, mas bien, hacia lo que ella podía representar ante sus ojos.

No te confundas – le espetó. El querer salir, sea de lo que fuere, no está patentado ni por ni para un grupo exclusivo de personas así como tampoco hay elección en cuanto a la lejanía o proximidad de la salida. Lo que sí, y esto va para todo el mundo en general, que esté frente a uno, como dices creer en tu caso particular, ya en un detrás infranqueable, sí depende únicamente de la perspectiva que uno mismo quiera darle. Girar en el mismo eje sí está a nuestro alcance y así; sí, así, se ven las cosas de manera muy distinta.

Ella misma se quedó sorprendida de lo rápido que le salió aquel pequeño discurso semi moralista. No sabía de dónde le había venido esa retahíla de frases cargadas de indignación hacia lo que siempre se había supuesto de ella a primera vista, pero se sentía así, como agitada, satisfecha de haberse defendido, así no supiera bien de qué ni mucho menos de quién. Antes que pudiera averiguarlo, sintió la voz de él, ahora casi como en un susurro, que le decía:

Discúlpame si te ofendí. Supongo que tienes razón y que todos tenemos derecho a que no se nos prejuzgue. Incluso en mi caso, me caería muy bien que no lo hicieras – y dijo esto mientras sonreía dejando atrás la lástima por primera vez en muchos días – . Mi nombre es Joaquín Molina. Llevo un par de días…a ver, ¿cómo adjetivarlos? Imposibles. En casi todo sentido: imposibles. Días que, sin necesidad de prejuicios, ahora sí, se reflejan en mi aspecto actual. Sin embargo, nada de ello cambia, ni cambiaría nada de ello dicho sea de paso, que este sea, sin lugar a dudas, el mejor momento que tengo en el baúl de la memoria. Y no ya de mis últimos días, porque digamos que ahí el listón no es muy elevado precisamente, sino en general de hace muchísimos años.

Ahora fue ella quien no pudo evitar sonrojarse. Se puso en pie, agarrándole de la mano al hacerlo. Es tarde y me están esperando en casa en pocos minutos. Mi padre ya habrá llegado y él me suele esperar para cenar. Esa es una de las salidas que llevo buscando hace años y aún no sé si me haya equivocado de perspectiva durante todo este tiempo.

Vamos, te acompaño – fue la respuesta de Joaquín, dejándose llevar por ella.

Era evidente para Sofía que a él le costaba mantener el paso y que continuaba rengueando. A pesar de todo, decidió no acribillarle con más preguntas y más bien se dejó acompañar en silencio durante el trayecto, colina arriba, hasta Escuders. Bordeando la esquina de Antonio Calvo se paró en seco, volteando hacia Joaquín mientras le sujetaba ambas manos con firmeza, cerrando a la vez los párpados como quien quiere perpetuar un momento en la retícula de la memoria.

Prométeme que nos volveremos a ver. Que encontraremos, de una u otra forma, las salidas que tan esquivas nos han sido durante demasiado tiempo. Pero, sobre todo, que habrá esa próxima vez

Joaquín levantó la mirada, dejó que ella le cubriese los puños, helados, con las palmas de sus manos, y acercó su rostro al de Sofía. Ella le sintió aproximarse. Sintió nuevamente su cálido aliento recorriéndole el pómulo y el roce de sus labios contra los suyos.

Sonrió abiertamente, se arregló el pelo, que a estas alturas llevaba empapado por la lluvia, y le dijo:

Tomaré eso como un sí, Joaquín. Gracias por acompañarme. Gracias por estar hoy fuera de la iglesia. Iré el domingo a misa de once y después al Mercado del Borne a hacer las compras, sola. Si te parece, nos vemos en el mismo lugar que hoy. Pero ahora sí me voy, que estoy tarde y quiero evitar problemas en casa

Ahí estaré -. Afirmó Joaquín, retrocediendo un poco para cederle el paso a Sofía – , y esta vez limpio, y si es posible, sin tantas heridas – terminó por decirle, devolviéndole la sonrisa.

Ella comenzó el trayecto de la veintena de metros hacia su casa, cuyos torreones cortaban en dos la tela de lluvia que caía, inmisericordemente, sobre las calles desnudas.

Volteó para observar que Joaquín continuaba en la esquina, como una estatua.

La silueta del monte Tibidabo se dibujaba a la distancia, retorciéndose entre el manto de lágrimas que no cesaba de caer desde el cielo. Al verlo, por encima del cénit de uno de los torreones de Villa Sofía, Joaquín no percibió la cortina que se cerraba por debajo, donde segundos antes había estado parado, atento a todo cuanto aconteció, Don Ignacio Cavero.

VIII

Sus lágrimas, los clavos de mi cruz…

El viernes llegó sin avisarle. Despertó pasadas las dos de la tarde, más por el hambre que le invadía que por haber satisfecho su necesidad imperiosa de descanso que le pedía el cuerpo, la cabeza y todo su ser. Si por él fuera, se hubiera quedado en cama por más de un mes.

Se levantó adolorido con una jaqueca descomunal y las heridas en piernas y manos supurantes. Sus sábanas estaban embarradas y llenas de manchas de sangre como pruebas de Rochard. Al dar los primeros pasos hacia la puerta para acercarse al baño, vio rodar sobre la mesa, apoyándose en ella, el bolígrafo Mont-Blanc de lujo. Lo agarró y lo puso en el bolsillo interior de su chaqueta, dejando el pantalón, el abrigo y la camisa del día anterior junto a los zapatos, regados a un lado del camastro.

Se bañó, sintiendo el agua helada mordiéndole la piel; cada gota una puñalada que se le clavaba con más furia. Terminó de vestirse y salió a la calle, donde un viento fresco soplaba sin mayor apuro y, a diferencia de los días, previos, no llovía ni había indicios de ello en el ambiente.

Joaquín decidió tomar la ruta más corta hacia la bodega de su vecindario. Don Luis, como siempre, le saludó afectuosamente y tras despacharle el café y el queso que pidió, le preguntó si se encontraba bien ya que lo notaba demacrado, cansado y falto de aire.

Joaquín sonrió, consciente que generaba la misma impresión en mujeres que en hombres, con lo cual corroboraba lo que él mismo pensaba sobre su reflejo: que necesitaba o bien hibernar una temporada entera o que todo esto, lo que sea que le estuviera sucediendo, llegase pronto a su fin.

Joaquín le respondió con evasivas, evitando ahondar en detalle y agradeciéndole por la preocupación, se escabulló, raudo, de vuelta a la Quinta Rexacs.

Al llegar vio que en la bolsa había mortadela y una conserva de sardinas que, como siempre, Don Luis le había logrado poner en la bolsa de la compra sin que él se diera cuenta. En una oportunidad Joaquín acudió a devolverle al tenderlo lo que asumió fue un error de éste, pero al verle llegar con los productos en mano, Don Luis le dijo que de eso nada, que a su edad y con cómo iban las cosas en el país, lo mínimo que podía hacer era darle la mano a su cliente que, si bien algo magro en carnes (esas fueron sus palabras textualmente), era un joven en la plenitud de su vida y tenía el derecho, es más, el deber cívico de enderezar el rumbo de las cosas y eso, a todas luces, no lo haría jamás a base de café de quinta y unos míseros gramos de queso al día.

Así, Joaquín acudía esporádicamente al local de Don Luis, generalmente cuanto más acuciante era la escasez de recursos y sabía que éste le agregaría algo más a su pedido de siempre, haciéndose ambos de la vista gorda.

Se preparó la comida que devoró sin pausa y se dispuso frente a la mutilada Underwood que le esperaba, como siempre, dispuesta a desvelar los misterios de la ciudad fantasma.

Se metió de lleno en la historia, Joaquín deambulaba a través de las calles oscuras con figuras espectrales que se aparecían a los transeúntes en forma de villanos de medio pelo, proxenetas engominados y delincuentes de cuello blanco.

Se enfrascó tanto en la historia que debía entregar que se le fue el tiempo por completo. La editorial Barrecs y Hnos le compraba quincenalmente una cantidad de folios que rayaba en lo absurdo ya que apenas le daba tiempo a Joaquín a cumplir con el plazo establecido y a la par dormir unas cuatro horas diarias.

Él les entregaba historias oscuras, de novela gótica, realizadas por capítulos y ellos, en contraparte y obligándole a usar un pseudónimo, le daban unos emolumentos que le permitían a Joaquín pagar el alquiler de su cuarto, tener al menos un plato caliente que llevarse a la boca diariamente, y poco o nada más.

Así sobrevivía Joaquín, entre cafés aguados y bocatas de queso, escabulléndose de vez en cuando en una sala de cine en la última sesión una vez que hubiese empezado la función, con el único fin de sentirse, al menos transitoriamente, menos solo.

Se desperezó y vio cómo el leve sol que se había puesto a su espalda ya se despedía de los edificios del Rabal. Miró por el ventanuco y calculó que debían ser pasadas las seis y tenía plazo hasta las siete de la tarde para entregar este capítulo en las oficinas de la editorial, so pena de quedarse sin un duro durante el próximo mes.

Reunió la decena de folios y salió casi sin percatarse que había logrado hilvanar una bastante convincente historia de misterio para una sociedad que, si bien vivía en una realidad sumida en la más profunda miseria moral, seguía ávida de consumir ficciones que tuvieran un paralelo demasiado verosímil con su día a día.

Antes de cerrar la puerta, se acordó de llevar consigo la chaqueta que tenía puesta a media tarde, por si el clima decidía jugarle, para variar, una mala pasada.

La oficina principal de la editorial estaba a pocos minutos caminando desde su casa, y como tampoco corría demasiada prisa, decidió hacer así el trayecto en vez de utilizar el tranvía. Las calles continuaban con espejos de agua que reflejaban un pálido cielo azul que se negreaba con el pasar de los segundos.

Llegó a Barrecs y Hnos. cuando ya estaban preparándose para cerrar, con la secretaria, una señora de unos cuarenta años, ya entrada en carnes y que parecía se pintaba los labios con una brocha industrial, recogiendo sus cosas.

Joaquín mostró su más dulce sonrisa a través del cristal, haciéndole señas con el manojo de folios. Ésta, como siempre, le miró como asumía Joaquín debía verle la vasta mayoría de personas, de arriba abajo, preguntándose de qué mundo podía haber salido este individuo tan opuesto a una realidad como aquella: una editorial bien posicionada en el mercado y un mercenario de la misma, un negro literario que hacía que la editorial existiese y que era incontrastable con lo que la gente, aún por aquellas épocas, concebía debiera ser la imagen de un escritor.

La secretaria se avino a abrirle la puerta, recibiéndole con una sonrisa gastada, lacónica, que esgrimía para los que trabajaban para la editorial y que difería enormemente de la que usaba para aquellos que laboraban en y por ella.

Preposiciones aparte, Joaquín, con su más dócil sonrisa sacada del repertorio, logró que se le condujese hasta la silla de la sala de espera donde, tras quince minutos en los que vio a la secretaria realizar un par de llamadas mientras miraba en su dirección y le realizaba sendas radiografías de cuerpo y cédula de identidad, gesticuló afirmativamente al aparato mientras sus labios soltaban frases cargadas de monosílabos.

El reloj de la recepción daba las siete y trece minutos cuando Joaquín salía de Barrecs y Hnos. con un sobre que tenía su nombre escrito a mano y adentro su mayor condena moral que, paradójicamente, le proveía de sustento.

Hubo una época, años atrás, en la que Joaquín se decidió a escribir bajo su propio nombre, renunciando a la editorial que, tras amenazarle con demandarlo hasta dejarlo en calzoncillos vendiendo naranjas en la calle, optó por una salida que fue celebrada y más redituable para ellos. Le dieron carta libre a Joaquín para que escribiese su novela, encargándose, en paralelo, de difundir el rumor que el joven aspirante a novelista militaba en secreto en el engranaje anti franquista del PCE. Así, con este golpe, se aseguraron de hundirle la carrera a Joaquín y que ni una casa editorial le recibiese manuscrito alguno.

Como coup de gras final, a las pocas semanas se acercaron a la dirección que figuraba en los registros de la empresa y le ofrecieron retomar la relación que tenían antes. Eso sí, ahora, él comprendería – así le dijeron, socarronamente – , no podían pagarle lo mismo de antes a alguien sumido en el mecanismo subversivo contra el desarrollo de la patria, con lo que reducían su salario hasta que esa tormenta de murmuraciones que estaban seguros era pura patraña y que ellos mismos harían lo imposible por averiguar quién o quiénes habían osado mancillar el honor de tan buen escritor, acabase.

Inicialmente, Joaquín montó en cólera y les envió por donde habían venido. Con esta respuesta, que ya tenían presupuesta, Barrecs y Hnos simplemente esperó que Joaquín Molina fuese a tocarles la puerta, cabizbajo y aceptando la propuesta que ellos le hicieron.

Siempre recordaba aquel momento en el que acabó vendiendo lo poco que le quedaba de sí mismo, de su malinterpretado y acaso existente orgullo y, caminando de regreso por las calles del Puerto Viejo, no fue aquella noche la excepción.

Con la mirada fija en el suelo, fue pasando por las calles con olor a mar que se recogía a estas horas de la tarde esperando la marea alta que le devolviese la vida. Llegó hasta el cruce del malecón con Conde de Godot y alzó la cabeza. A pocos metros de distancia se alzaban las ruinas de la contigua fábrica de telares que colindaba con el inicio del muelle; una estructura de madera antigua, golpeada por el tiempo tanto cronológico como climático y que se adentraba hacia el mar una treintena de pasos con tablones que crujían y aguantaban, estoica la madera, el embiste de las olas y el paso de los pescadores por su madera desde tiempos inmemoriales.

Joaquín, más por inercia que por voluntad, arrastró sus pies por el angosto pasaje que, mal iluminado, desprendía vapores a través de las alcantarillas y los tubos de calefacción de la única casa de la manzana: el Museo Hogar Gaudí.

Conforme se aventuraba por el oscuro callejón empezó a sentir así como el impregnante olor del mar, el sonido que hacían las olas reventando contra los pilares del muelle o en la orilla, golpeando las pequeñas piedras que componían la superficie costera a lo largo del malecón.

Llegó a la puerta de la casa museo en la que pudo ver unas luces que parpadeaban a través de un pequeño tragaluz que sobresalía desde el segundo piso de la pequeña vivienda. A aquellas horas, el museo ya había cerrado sus puertas a los pocos intrépidos que se atrevían a internarse por esa zona, con lo que Joaquín asumió que se trataría de la familia que había hecho de ese lugar su residencia, o, mejor dicho, de esa residencia, un museo.

Sin apenas detenerse, prosiguió camino al muelle, pasando antes por la fábrica de telares que yacía, fantasmagórica, inmersa en una soledad infranqueable.

Las paredes desprendían un olor entre limpiador industrial y harina de pescado o acaso fuese su imaginación, y un pequeño cartel colgaba, pendularmente movido por la leve brisa marina que arreciaba a aquella hora, indicando que se trataba de Telares Ferrol, establecida en 1859.

Vio las chimeneas ennegrecidas por completo, contrastadas por un par de aves marinas blancas, quizá gaviotas, pensó Joaquín sin poderlas ver con claridad, posadas una en cada uno de los ductos de salida de aire. La fábrica, o su fachada al menos, tenía un aspecto desolador, tétrico, con pintura corroída por la humedad y el paso de los años y la marca de innumerables afiches, superpuestos uno encima del otro, entre los que Joaquín pudo reconocer una hoz y un martillo, una IU con la iconoclasta paloma blanca y una más de CC.OO. Todas ellas arrancadas a la fuerza y con pequeños parches que atestiguaban su presencia non grata en otros tiempos.

El viento arrastraba consigo esquirlas de arena de la orilla, así como ínfimas gotas de agua que calaban como virutas de madera en el rostro. Llegó hasta donde convergía el final de Príncipe de Casal con el malecón, que era justo el inicio del antiguo muelle.

No encontró a nadie alrededor, por lo que dio por concluido el periplo nocturno alrededor de aquellas oscuras calles.

Algo le llamó la atención al girar la cabeza, algo que brilló en la periferia de su retina. Volvió a girar sobre sí y se terminó de adentrar por la calle, hasta llegar al inicio del muelle, donde destacaban dos tablones rotos entre los cuales se podía obtener una mejor visión de la orilla y el inicio – o el fin – del Mediterráneo.

Entrecerró los ojos, tratando de ajustar la vista y vislumbrar qué era lo que yacía allí, metro y medio abajo. Se arrodilló para tener una mejor perspectiva y lo vio.

Era un cuerpo.

Sin lugar a dudas, era un cuerpo lo que flotaba, boca abajo, yendo y viniendo con el vaivén acompasado de las leves olas que a aquella hora invadían la costa de la ciudad. Se concentró en una de las extremidades superiores del cuerpo, que mostraba unos anillos brillantes ante la superficie del agua y refulgían en un escueto resplandor que se disparaba hacia el cielo.

Aquello era lo que inicialmente había observado. Aquel primer brillo que causó que deshiciera sus pasos y se encaminase de vuelta hacia el muelle.

Retrocedió rápidamente y, saltando el metro y escasos centímetros que separaban los tablones del muelle de las piedras de la orilla, se agachó y comenzó a caminar, ahora con menos luz ya que sólo contaba con la que se filtraba a través de las rendijas entre cada tablón.

Antes de llegar a la primera decena de pasos, comenzó a sentir cómo el agua se filtraba entre sus desgastados zapatos, enfriándole los pies y haciendo que cada pisada pesara aún más.

Llegó al cuerpo flotante que se seguía meciendo rítmicamente a poca distancia de una de las vigas que hacían de soporte para el muelle y tuvo que dar inmediatamente unos pasos hacia atrás, tambaleándose y cayendo de espaldas sobre el agua.

Era ella.

Un pequeño halo de luz que penetró entre los resquicios de dos tablones y la luz de la luna no le dejó espacio a duda alguna.

Era ella.

Sor Judith flotaba casi incandescentemente en aquellas aguas frías a esta altura del año. Su hábito negro se esparcía como una capa o un manto enorme, arrugado y roído, mientras que la nuca estaba aún cubierta por el pañuelo blanco que siempre la había visto usar alrededor de la cabeza.

Sus manos, dedos y tobillos – que era todo cuanto de ella se podía observar en aquella posición – estaban hinchados y amoratados, denotando a todas luces que llevaba muerta varias horas.

Esos anillos, sin embargo, eran lo más llamativo de todo. Estaba seguro, sin atisbo de dudas, que jamás se los había visto anteriormente y que era cuanto menos, raro, que se le diera por usarlos junto con el mismo atuendo de trabajo o de servicio que había usado el día anterior en el entierro de Mercedes.

Además, no se los había visto puestos tampoco en el cementerio y aunque se había mantenido a una distancia prudente de ella y de su enigmático acompañante, estaba convencido que no los llevaba puestos ya que hubiesen destacado a sobremanera, especialmente en ella y sobre esa sobria vestimenta.

Se animó a pararse, dar los pasos que ya había recorrido hacia el cadáver y, con una mano cubriéndose la cara, usó la otra para jalonear del hombro izquierdo del cuerpo y darle la vuelta.

Entreabrió los dedos de la mano que le cubría la cara para descubrir una mirada petrificada sobre unas pupilas inexpresivas. La cara estaba igualmente hinchada, roja y con pequeños rasguños a ambos lados del rostro. Tenía una bufanda roja, que tampoco le había visto usar anteriormente, bien atada al cuello, flotando sus extremos como dos tentáculos sobre la superficie marina.

Lentamente, como si tuviera miedo de despertar a alguien sumido en un sueño eterno, se acercó al cuerpo de Sor Judith. Vio que en ambas manos había evidentes señales de forcejeo, con el tejido de tela roto y la piel con hendiduras blanquecinas de diferente tamaño, que eran heridas curadas por la sal del mar.

Agarró la muñeca izquierda de la monja y la levantó lo más posible, considerando que el rigor mortis ya había surtido efecto hace bastante y que el lugar en el que se encontraba no se caracterizaba precisamente por la solidez de la superficie. Se encontró de cerca con los dos anillos; uno, curiosamente, en el pulgar, mientras el otro, bañado en o totalmente de oro, en el anular. Los dos eran objetos de gran valor ya que el primero estaba también bañado, sólo que éste en plata fina y tenía una pequeña inscripción que Joaquín no podía leer bien.

Era obvio que sería completamente imposible sacarle los anillos de los dedos tan hinchados a causa de la humedad y de la presión que ejercía el mar sobre el cuerpo así que, para poder averiguar el mensaje de la inscripción, levantó el brazo del cadáver aún más y se dispuso a leerlo, contorsionándose lo más que pudo alrededor del mismo:

Todo santo tiene un pasado. Todo pecador, un futuro

Le parecía un mensaje bastante directo, sin mayores artimañas interpretativas necesarias para esclarecer su contenido ni arqueología semántica requerida. Sin embargo, en su aplicación rayaba la incongruencia. Sor Judith era, definitivamente, una mujer de y para el hábito, de devoción por un sendero con el cual, si bien él discrepaba enormemente, había encontrado sin lugar a dudas un camino de vida, de plenitud personal.

Antes de dar media vuelta y recuperar los pasos perdidos, Joaquín se volvió a fijar en la bufanda que recorría el cuello de la otrora monja. Se acercó a la tela y tiró de uno de los extremos que acababa en un nudo muy peculiar, como el de un regalo de cumpleaños, un lazo, en el medio de la garganta.

Haló un par de veces hasta que lentamente se desanudó la tela roja y flotó a espaldas de Sor Judith, ahora como una fina almohada aterciopelada en la que podía hallar, finalmente, el tan ansiado reposo.

Lo que vio a continuación le hizo soltar un grito del que no pudo escapar hasta cubrirse, con ambas manos, la boca.

Un corte profundo, muy profundo, cercenaba en dos la laringe de la mujer. Era una herida reciente y tan profunda que la cabeza, de no ser por la sal del mar y el haber tenido la bufanda alrededor, se hubiese separado irremediablemente del resto del cuerpo.

Casi de inmediato oyó el ruido de piedras cayendo., Pequeñas piedras chocando entre sí en una cascada que culminó con el ruido de las mismas sucumbiendo al agua. Volteó y vio unos zapatos, unos mocasines marrones con barro en la parte del talón que se apresuraban hacia arriba, hacia el malecón.

No lo dudó un instante y corriendo como pudo, con medio cuerpo aún hundido en el agua turbia, fue tras aquellos pasos.

Llegó hasta el final del muelle, por donde la luz de la luna ya permitía ver, no a resquicios entablonados, sino a plena vista, la longitud tanto del muelle del que había salido como del malecón, que se extendía hasta el Rabal por un lado y la Barceloneta por el otro.

Los pasos se alejaban por la izquierda, camino de regreso a Príncipe de Casal, por donde el malecón desembocaba en la parte antigua de la ciudad.

Vio una figura, indistinguible a causa de la escasa luz de los aún más escasos faroles que, a su sorpresa, no corría, sino caminaba a trancos largos, a través del empedrado del paseo costero.

Le persiguió dejando atrás huellas con la marca de agua, barro y piedras sacadas de su incursión por debajo del muelle mientras sentía cómo se acercaba, apretándole el paso y viendo, cada decena de metros aproximadamente, entre cada farola, un breve resplandor que le hizo distinguir un abrigo largo y después una chalina que ondeaba hacia atrás al caminar a contraviento. Finalmente, cuando pasó una tercera farola, ya a poco más de tres metros del sujeto, pudo ver una cicatriz en forma de flecha con la punta de la misma impenetrable a causa de la cobertura de la chalina en la base de la nuca.

Paró en seco. Se agarró ambas rodillas con las manos, temiendo caerse, jadeante por el esfuerzo realizado – tendría que ponerse en forma definitivamente, pensó, si acaso salía bien parado de esta nueva aventura.

La cicatriz era la del individuo ataviado como doctor en San Gervasio, la misma del acompañante de Sor Judith en el cementerio del Carmen. Y esos zapatos eran los mismos que vio antes de caer inconsciente por el golpe metálico que recibió frente a la tumba de Mercedes. Los mocasines, la cicatriz…¿quién coño eres? Pensó Joaquín.

No se dio tiempo a razonar demasiado la respuesta ya que vio a través del destello del último poste de luz del malecón, cómo aquel sujeto giraba a la derecha para meterse por uno de los callejones que, como Príncipe de Casal, daban a parar a la parte más oscura y olvidada de la Ciudad Condal.

A menudo, así como las malas compañías, los malos instintos son los mejores.

Se aventuró por el angosto pasaje por el que segundos antes había visto ingresar a aquel hombre. Al llegar al inicio, o final, de éste, decidió otear primero el horizonte, antes de aventurarse apresuradamente. Además, la única salida viable era la del final, o inicio, según cómo se viese, del callejón, por donde resplandecía la tenue luz de una bombilla oscilante en medio de un cable entre dos edificios de, según podía distinguir, no más de tres pisos de altura. Dio los primeros pasos, iniciando la calle Héroes de Moncloa por el número 74, que daba justo a la esquina del malecón en cuyo vértice también había otro letrero, muy borroso, que decía Vía Layetana, lo que años después de los bombardeos se reconstruyó y reinauguró como el Malecón de Barcelona.

Como siempre, pensó Joaquín, el simple hecho de renombrar una calle le daba una lápida de olvido a lo que antes había acontecido, a cuantos atropellos se habían cometido ahí.

Conforme avanzaba, iban bajando los números de las casas y pequeños edificios que, en mejores épocas, habían sido seguramente empresas de procesos de harina de pescado, refinerías y otras.

Trató de prestar atención al mínimo sonido, alerta y tratando de no hacer más ruido que el estrictamente necesario con cada pisada que daba. La noche se cernía sobre el callejón, dejando entrever flashes de luz tintineantes con el paso de las pequeñas nubes que, al desfilar, filtraban la luz de la luna. Se topó con una casa a su derecha donde se podía ver un pequeño pero aún pulcro cartel que leía: Sociedad Catalana de Bibliotecarios. Era una estructura opaca, de color hueso marfil, con la superficie rugada de la pared y un primer falso techo a dos aguas entre la puerta de acceso principal y, lo que suponía Joaquín, sería la entrada posterior del recinto que seguramente daba a la otra calle.

Idóneo lugar para una profesión agonizante…un cementerio para una industria moribunda – pensó Joaquín.

Se paró en seco al ver una sombra moverse en un pequeño resquicio de luz a pocos metros de donde él estaba. Fue un movimiento rápido, casi imperceptible, que podía haber sido causado también por algún animal callejero.

No había ningún otro indicio que alguien estuviese cerca, así que se mantuvo estático unos segundos más y continuó caminando, todavía atento al ruido de sus propias pisadas.

Esta vez el sonido fue inconfundible. Rápido pero claro. Era el ruido metálico de una puerta abriéndose y cerrándose con un arrastre prolongado.

Todo, a unos seis metros a la derecha.

No lo dudó y siguió el rumor del chirrido perdiéndose en la penumbra hasta llegar a la única puerta de metal oxidado que encontró a lo largo del pasaje. Esta no tenía señal alguna así como tampoco el amplio muro – más extenso de lo común entre las edificaciones de aquella angosta calle – que lo amurallaba del exterior. Tan solo había una pequeña hendidura en la cual, años atrás, seguramente se habría encontrado una perilla para abrir la puerta.

Sí encontró, sin embargo, a la altura de su mentón, una empuñadura de bronce con una figura que a pesar de los años, la brisa marina y el olvido, aún mantenía incólume la mayor parte de su figura.

San Miguel Arcángel yacía pisoteando la eterna serpiente, espada en mano y alas desplegadas a ambos extremos de la espalda, que era la parte que estaba adherida al bronce del manillar para asir la empuñadura y hacer notar la intención de ingreso al recinto.

Pensó en agarrarla y tocar con firmeza, pero eso sólo haría que la persona, si acaso se encontraba ahí, se percatase de su presencia y pudiera, así, esconderse o escaparse sin mayor inconveniente.

Metió el dedo índice y el medio por el horadado de la manilla a la altura de su abdomen, auscultando si hubiese algún cable o mecanismo de apertura desde el interior. Al hacerlo, se aproximó a la puerta, y sin notarlo, ésta se fue abriendo poco a poco, cediendo al leve peso que Joaquín le otorgaba a sus intentos de maniobrar la obsoleta cerradura.

Cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde.

La puerta se abrió de par en par con un fuerte chirrido de los goznes repletos de óxido y un estruendo aún mayor a causa del cuerpo de Joaquín al perder el equilibrio y caer de bruces sobre la entrada de la casa.

Pensó que cuanto menos se fracturaría la nariz, pero el golpe fue leve, acolchado y más que doloroso, ruidoso y polvoriento, ya que fue a parar a una antigua, pero muy mullida, alfombra de entrada.

El dolor, aunque leve, fue inmediatamente opacado por el penetrante olor que le invadió de inmediato. Aquello significaba dos cosas. Uno: que su tabique estaba intacto y que no había sufrido daños mayores y, dos; que nadie había habitado aquella amplia casa –ahora podía ver la magnitud de la misma desde dentro – por lo menos hacía varias décadas.

Se levantó y se sacudió el polvo que le había cubierto desde los zapatos hasta la cabeza, dándose cuenta al mirar abajo que la roída alfombra que le había amortiguado la caída tenía unas dimensiones extraordinariamente grandes.

La siguió con la vista hasta perderla en la oscuridad de un habitáculo al fondo, del cual sólo podía distinguir algunos destellos de luz al final del mismo.

En el camino sólo había vacío. Una oscuridad contundente desde el recibidor, donde había caído, hasta llegar a la entrada de aquella misteriosa habitación a una treintena de pasos de donde se encontraba parado.

Dio el primer paso titubeante, casi como esperando que le asestaran el golpe de gracia desde cualquier punto cardinal, ya que se encontraba expuesto por los cuatro costados y definitivamente se había encargado de hacer más que notoria su presencia.

Después vino, casi por inercia, el segundo, y así sucesivamente comenzó a deambular a lo largo de aquel oscuro pasadizo, repleto de un aire denso, casi capaz de cortarse con cada exhalación.

Nada se movía, nada se notaba, nada se vislumbraba más allá de un estridente silencio y un impenetrable aura de misterio.

Por la mitad del pasadizo encontró dos ventanas empotradas a sendos flancos del vestíbulo por el que caminaba. A su diestra, la ventaba daba a lo que no imaginó encontrar ahí, más que nada por lo compacto del espacio entre cada edificación. Un pequeño jardín interior, descubierto en parte por un techo a bases de tejas interpuestas de tal manera que permitían filtrar las luces del día y de la noche, yacía baldío, inexpresivo y, así como la casa en sí, inhóspito.

Lleno de enredaderas, que identificó sobre todo por la ausencia de luz y los espacios vacíos entre rama y rama que daban a entender que detrás había una pared que separaba esa casa con la vecina, el pequeño espacio de no más de metro y medio de ancho entre la ventana y la pared contigua daba a entender que aquella edificación no era una oficina ni, mucho menos y contrariamente a la mayoría de construcciones aledañas, una fábrica.

En contraparte, a la izquierda del pasadizo, Joaquín se topó con una ventana tapiada. Esto era de esperarse en una casa abandonada a su suerte años ha. Pero lo curioso era que la ventana estaba tapiada de afuera hacia adentro, cuando lo más común hubiese sido lo contrario. Como si alguien no hubiese querido que se observase el interior del recinto.

Joaquín continuó su paso dubitativo hasta llegar al marco de la pared que señalizaba el final de un espacio – el vestíbulo alfombrado por el que había transitado hasta aquel momento, y el inicio de uno nuevo, aún una incógnita para él.

Lo primero en lo que se fijó fue que el suelo ya era duro. La alfombra terminaba con lo que había comenzado: el vestíbulo principal.

El suelo carecía de uniformidad, empedrado con mucho polvo y según pudo tantear, lo que parecían surcos tras unas capas de tierra fina superpuesta. Se agachó para fijarse con detenimiento y pudo confirmar la presencia de estos pequeños canales, de escasos centímetros de diámetro, que surgían desde casi el inicio de este segundo ambiente. La entrada abierta a esta nueva habitación daba a entender que eran lugares compartidos, donde quienes vivieron ahí habían realizado actividades en conjunto.

Siguió tocando el marco de madera corroída y húmeda y se encontró con un clavo en forma de u mirando hacia abajo, como para poner una cortina de separación

Avanzó lentamente, fijándose en cada paso que daba por miedo a tropezarse y caer de nuevo, esta vez, seguro, en un suelo mucho menos conmiserativo con su fisionomía.

En el fondo se podían ver unos parantes, unas estructuras metálicas grandes que brillaban aún a la tenue luz del lugar. Una tercera ventana se abría, curiosamente, sobre el techo, sobre la parte derecha del mismo, como un pequeño e improvisado tragaluz.

La luna aparecía fija por encima del espacio en el que antes debió haber cristales y ahora se encontraba al desnudo, dejando espacio a la lluvia, al sol, a la hojarasca y demás convidados del clima antojadizo catalán.

Esa breve luz le permitió ver que los trazos en forma de surcos que pudo palpar inicialmente al ingresar a aquel segundo ambiente se repetían en otra línea, paralela a la primera y separada como por un metro y medio, quizá algo menos, igualmente profunda y horadando la tierra hasta el final del cuarto.

Avanzó expectante, vigilando cualquier sonido o movimiento repentino. No pasó nada. Así llegó hasta el final de la habitación, donde se encontró con lo que había causado las sendas paralelas en el suelo desigual.

Las estructuras metálicas que pudo observar inicialmente eran literas, en su mayoría enteras, algunas deshechas, de dos pisos. Literas antiguas, con los parantes oxidados y lo que hacía de sostén tanto en el primer como en el segundo nivel de donde vendrían a ubicarse los colchones, no eran sino cables cruzados, muchos en púas descollantes que dolían a simple vista.

Estas estructuras de fierro eran indudablemente de varias décadas atrás.

Había, además, un ropero grande empujado lateralmente contra la pared, bloqueando el paso de o hacia las literas, del cual se veían aún colgando unas cuatro perchas también metálicas, aferradas a un tubo que hacía las veces de colgador.

Completaba el tenebroso mobiliario una mesa de noche de mediano tamaño, ésta también volteada sobre sus cuatro patas, con sus tres cajones abiertos boca abajo y uno de los tres asidores roto por la mitad.

Era de madera maciza, de buena calidad ya que el transcurrir de los años y los avatares que el tiempo trae consigo no habían sido capaces de restarle méritos a lo resplandeciente de su superficie.

Pasó las manos por una de las patas metálicas de las literas y pudo notar irregularidades, concavidades en el metal, como inscripciones.

Entonces cayó.

Inmediatamente cayó en cuenta de dónde se encontraba.
las literas, el espacio amplio interconectado, el jardín lateral – elemento disociador con las construcciones cercanas – la empuñadura de la puerta.

Joaquín se hallaba en el Albergue San Miguel. Bueno, a lo que en sus épocas había sido el Albergue San Miguel, ahora destronado por el inescrutable paso del tiempo que, cruel como es, había convertido en escombros lo que antes era un faro de Barcelona, una luz de esperanza para tantas niñas en orfandad , de la ciudad condal como de los pueblos cercanos, sobre todo durante la Guerra Civil.

Aquel edificio de dos pisos había sido un ícono de esperanza dentro de las tinieblas en las que se vio sumida la sociedad catalana durante todo el conflicto interno, y varios años después. Albergaba a niñas abandonadas de todas las edades, brindándoles, además de educación, comida y un techo, un sentido de pertenencia, de familia, de seguridad y de optimismo. Era para la gran mayoría más que un albergue; era un hogar. Joaquín había leído varias notas periodísticas sobre los sucesos acontecidos en aquel lugar, como el intento de clausurarlo por parte de una sección de la diócesis de Barcelona que, a mediados de los años treinta, adujo que era una obra no autorizada por la iglesia catalana y que, por lo tanto, iba en contra del régimen.

Sin embargo, la rápida intervención de la Defensoría Social – antes que esta fuese borrada del mapa por el falangismo, impidió que eso sucediese.

Hasta que, según recordaba Joaquín, al finalizar la guerra que dividió a España por y entre sí misma, una incursión del comando catalán encontró, sorpresivamente y con muchísimos más cuestionamientos que certezas, elementos subversivos de afiliación comunista dentro de los voluntarios del albergue. De esa manera se logró clausurar de manera definitiva el hospicio, dejándolo al abandono total y a las niñas que ahí vivían en la obligación de ser trasladadas a otros lugares.

Lo curioso del embrollo, según pudo rememorar Joaquín, es que tras la incursión, se quemaron los registros de la institución en un misterioso incendio que devoró los datos de todas las niñas que habían sido llevadas al albergue desde que comenzó a funcionar.

Salió de los recuerdos periodísticos del ayer para volver a encontrarse dentro de las fauces de las sombras del albergue San Miguel. Retrocedió lentamente, sin poder dejar de mirar las camas empotradas una tras otra contra la pared del fondo, algunas puestas boca abajo, otras de manera lateral, evidenciando así que en su momento fueron arrinconadas a trompicones, en búsqueda de algo o, quién sabe: alguien.

Al ir retrocediendo y palpando con la mano izquierda la pared, se topó de nuevo con una ventana pequeña, tapiada desde fuera. Dejaba entrever un espacio abierto entre dos tablones rotos, por cuyo resquicio se filtraba la claridad de la noche. Un rayo de luz ahuyentaba el polvo que levantaba las pisadas de Joaquín y se iba a posar sobre la pared contraria. Siguió con la vista aquella línea translúcida, acompañándola con el cuerpo casi sin notarlo.

Llegó hasta el concreto de la pared paralela, donde se fijó en que habían varias inscripciones a dos alturas diferentes. Unas estaban alrededor de donde comenzaban sus rodillas y otras por donde culminaban sus hombros. Eran ralladuras, inscripciones realizadas por las niñas que ahí, definitivamente, dormían. Las primeras, en el primer nivel de las literas, y las de más arriba, fueron hechas sin lugar a dudas por aquellas que dormían en el segundo.

Joaquín se arrodilló para llegar a ver unas iniciales que se dejaban entrever a media luz entre el polvo y lo desvencijado de la pared tras el paso de los años y el olvido. Sólo pudo ver una E y una M, la primera, unos centímetros más arriba que la segunda.

La falta de luz no le permitía ver más allá de esas dos letras, por lo que, guiado por una curiosidad impositiva, volvió hacia el tapiado ventanal a pocos pasos de distancia y viendo que se encontraba a escasa distancia de su cabeza, instintivamente agarró una piedra de las que había en el suelo y comenzó a aporrear los tablones de madera que, antiguos como estaban, no tardaron en ceder ante la más mínima presión, dejando así espacio para que la luz de un cielo nocturno y bastante más claro del que anticipó observar, penetrase el recinto.

Volvió tras de sí, siguiendo el halo de luz que ahora se abría paso, hasta la pared con las iniciales, y con la mano derecha recorrió lo que le seguía a cada letra encontrada. Un velo de polvo se descorrió rápido, dejando ver a Joaquín dos nombres que le helaron la sangre:

Esther Contreras

Mercedes Molina

-Lux Aeterna-

El primero corrió veloz por la retina de su memoria, sin lograr encontrar asidero bajo el cual ampararse. Pero el segundo le dolió como un golpe en el bajo vientre, como si alguien le hubiese quitado la respiración de la nada y Joaquín bracease para recuperarla. El golpe de gracia fue el Lux Aeterna.

Aquella decena de letras envolvía, aparentemente, todo en cuanto se había visto envuelto los últimos días, aquel juego macabro, incesante y definitivamente, impuesto, en el que se inmiscuyó directamente sin saber cómo, por qué ni por quién.

Tanteó sus bolsillos. Pero no. Ahí no tenía el dije que le diera Sor Judith madrugadas atrás en las escaleras del Hospital San Gervasio. Eso estaba en su otro abrigo, el largo que había dejado encima de su cama. Sin embargo no le cabía la menor duda que encontraría las siglas L.A. escritas en él así como que en la lápida de la tal Lorena Rivera estaban, a cincel, las mismas dos palabras sin abreviación alguna.

¿Qué relación había, entonces, entre Lorena Rivera, Mercedes Molina y Esther Contreras? Y, ¿por qué él? Por encima de toda otra interrogante yacía aquella: ¿por qué él?

No tuvo tiempo de continuar cuestionándose al respecto ya que el haz de luz que iluminaba los nombres, se vio interrumpido en un abrir y cerrar de ojos. Algo había pasado rápidamente frente al pequeño ventanal abierto a sus espaldas.

Volteó inmediatamente y pudo distinguir unas pisadas alejándose por el otro lado de la casa, en lo que parecía ser un callejón que corría paralelo a la pared.

O bien se trataba de una persona diferente a la que persiguió hasta dar en Príncipe de Casal, o bien el callejón en mención se hallaba alzado, como era costumbre anteriormente, sobre grandes piedras uniformes. De otra manera no hubiese habido forma que aquel individuo fuese quien opacase la luz de la ventana ya que era, en la distancia al menos, unos tres centímetros más alto que él, si eso.

Apuró el paso de regreso a la puerta principal, como si ya conociese de memoria el albergue, hasta dar con el manubrio del Arcángel San Miguel, saludándole de nuevo acaso ahora de despedida, con la puerta abierta hacia el escalón que daba a la calle.

Volteó a la derecha y corrió los pocos metros que usurpaban el resto de la casa hasta colindar con la vecina. Como suponía Joaquín, se trataba de una pequeña calle, angosta, sin salida aparente al otro extremo, que separaba en dos el lugar ocupado por el orfanato con una casa de menores proporciones contigua. Estos callejones solían servir como fuente de acceso de una calle a otra en manzanas extensas para que en vez de retroceder o avanzar hacia un extremo u otro, uno pudiera tener cómo pasar más rápidamente entre ellas.

Lo tuvo encima sin tiempo para apartarse. Tan pronto no podía ver el final del callejón como vio venir al sujeto, teniéndole cara a cara contra él. A quien antes perseguía, viéndole tan solo el retazo de la cicatriz en la nuca, ahora tenía al frente, atropellándole como un tren descarriado. Atinó a ver unos penetrantes ojos verdes y una nariz respingada subrayada por la comisura de unos labios que, curiosamente, dibujaban lo que aparentaba ser una sonrisa aún ante tan extrañas circunstancias.

Lo siguiente que vio fue cómo su horizonte cambiaba a noventa grados, pasando en el trayecto por la fachada derecha del albergue, el techo a dos aguas del mismo, y el cielo después.

Al perder el equilibrio a causa del golpe en el hombro izquierdo y tambalearse hacia atrás, sólo pudo atinar a mover los brazos como si cayera por un precipicio, tratando fútilmente de agarrarse a algo para evitar la caída.

Rasgó en el camino una tela fina, aterciopelada, de la manga izquierda del hombre, aferrándose lo más posible a ella. Conforme caía y perdía el pulso ante la velocidad del escapista, logró, tras resbalar sus dedos por la superficie de la manga del abrigo, dar con la yema de los dedos contra una tela mucho más flexible y endeble. Tanto así que sólo aguantó una centésima de segundo el peso de Joaquín antes de romperse y quedarse adherida a sus dedos, mientras el dueño de aquel ligero brazalete se fundía con la noche al amparo de las sombras.

Joaquín lo había perdido. De eso no le cabía duda. Le dolía tanto la parte frontal del hombro izquierdo como la posterior, por el golpe del hombre al irse contra él así como por la consecuente caída al suelo pedregoso. Había sufrido más golpes, caídas y pérdidas de conocimiento los últimos días que en el cúmulo de toda su existencia.

Al ponerse en pie y escuchar varios ruidos dolorosos tanto sonora como físicamente, se llevó la mano izquierda a la cabeza para palparse la sien, en caso hubiese sufrido algún corte.

Haciéndolo, rozó algo sobre su mejilla. Una tela suave, plástica, se movía, rota frente a él, aún adherida a los dos dedos que la habían agarrado segundos antes de la muñeca del individuo al que tanto él como sus huesos empezaban a odiar con ahínco y justa razón.

La examinó a la luz de una luna que ya había dado la bienvenida a la noche varias horas atrás y logró confirmar lo que sospechaba encontraría escrito en ella. Parecía que el destino, o su vecino más mordaz, la ironía divina, le seguían echando cartas en un juego de naipes de nunca acabar.

Mercedes Molina – Hospital de Salud Mental San Gervasio – rezaba la parte principal, mientras que al anverso Joaquín no tuvo ni que ver para saber que encontraría escrito su nombre junto a su dirección.

IX

Dicen que hay besos de esos que dan y resucitan a un muerto

Aquella noche apenas pudo pegar ojo. Pero, a diferencia de las anteriores, no era a causa de lo sucedido durante aquellos días, sino por lo que debía ocurrir al día siguiente.

El alba dominical se cernía sobre los tejados de la gran urbe, aclarando desde muy temprana hora con la intención de desnudar el cielo de todo cuanto le había cubierto durante varias semanas. La hojarasca, los charcos y el fango parecían batirse en retirada, o quizá fuera sólo ante sus ojos.

Se levantó de la cama al oír el repicar de las campanas de la basílica de Santa Rosa que anunciaban las ocho de la mañana. Fue al baño, se duchó con un agua gélida que agradeció enormemente y volvió a su cuarto para buscar, entre sus muy escasos enseres, algo medianamente decente con lo que vestirse aquel día. Por lo general le prestaba muy poca consideración a su atuendo, a cómo salía a la calle, pero aquella era una circunstancia muy especial.

Conforme pasaban los minutos fue entrando en un estado en el que ni los puntos más álgidos de los últimos días le habían logrado sumir. Una mezcla de temor, alegría, desesperación, vergüenza y nervios se apoderaba de él a la par y aquella yuxtaposición emocional, aquel torbellino que le invadía cada resquicio, cada poro de su ser, le hizo salir de su quinta dos horas antes de la cita con Sofía.

Las calles lucían aún con los vestigios de las tormentas que habían atropellado a la ciudad últimamente, aunque los charcos se habían reducido, los techos ya no goteaban y hasta el asfalto parecía más limpio aquella mañana.

Desestimó la idea de parar en un café y tomar un breve desayuno, ya que a duras penas había logrado reunir el suficiente dinero para invitar a Sofía a comer algo que no fuese un mendrugo de pan y una lonja de queso aquella tarde.

Así, caminó alrededor de la iglesia, conociendo calles que durante tantos años había sentido tan ajenas a su realidad. Pasó el rompeolas de Las Ramblas, y se sentó en la misma banca en la que se sentó con Sofía aquel día. Recorrió el Puerto Nuevo hasta dar otra vez con la puerta lateral de la iglesia, entre cuyas verjas negras y oxidadas se había apoyado, casi exánime, hasta toparse cara a cara con ella.

La gente iba saliendo por las dos puertas tal como aquella vez. Ancianos acompañados de asistentas, madres cuyos hijos formaban parte del coro o del catequismo y, sobre todo, familias enteras que hacían su aparición pública con sus mejores vestimentas, alardeando una unión que, más que seguro, era en gran medida una fachada para mantener su respetabilidad ante una sociedad que, paradójicamente, conforme se aproximaba a lo postrer del siglo veinte, más retrógrada se volvía.

A diferencia del primer encuentro, fue él quien la vio primero. No pudo, no quiso, no supo, o más bien una combinación de las tres, reprimir una sonrisa de felicidad al verla aproximarse.

Se saludaron con un rubor mutuo y un recatado beso en la mejilla que denotaba temor hacia el cómo, miedo al dónde y nervios ante qué era lo que sentían en aquel preciso momento.

Comenzaron a caminar manteniendo una prudente distancia entre los dos hasta doblar la primera esquina, bajo cuyo amparo y viendo que se habían dispersado los grupos de feligreses, decidieron acercarse un poco más y empezar a conversar.

Durante el largo paseo hasta el mercado del Borne, ella le contó de su vida, sus anhelos más profundos, sus mayores miedos, y sus más grandes y secretas alegrías. Se confesó ante él, desnudándose tal cual era, sin miedo ni tapujos, sin reservas ni cohibiciones, completamente al descubierto. Así de expuesta, como nunca lo había hecho con nadie, lloró y rió de maneras que no conocía antes. Su llanto no era aquel con pesar, con dolor, con el que solía tratar de mitigar su impotencia ante una acuciante y asfixiante realidad. No. Era un llanto de alivio, de desasosiego, de liberación consigo misma. La risa, por otra parte, fluía genuina y generosamente, desbordando todos sus sentidos y calando en un Joaquín que había acabado por caer rendido ante los encantos de Sofía.

Antes de tomar rumbo al mercado nuevamente, cruzaron miradas y se rozaron con disimulo ante los ojos de los demás al doblar las esquinas y dar paso a otros transeúntes.

Él la seguía, fascinado, mientras ella iba comprando en algunos puestos de pan, carne, frutas, verduras y especies y en todos ellos se dirigía al dependiente por su nombre de pila, siempre sonriente y dándole recuerdos para tal o cual familiar.

Al terminar las compras, ella cargaba dos bolsas de verduras y Joaquín, a su lado, iba con lo que le parecía ser toda la temporada de frutas del Valle del Rabal, unas cuatro toneladas de pan y, si no llevaba consigo cuatro vacas desmembradas, cargaba mínimo con tres y media.

Cuando ella le preguntó si se encontraba bien ya que le veía palidecer con cada paso que daba, él hizo acopio del poco aire que le quedaba encima para decirle, esgrimiendo una sonrisa: perfectamente, es sólo la brisa matutina del Mediterráneo que me atonta más de lo común y me da este color verduzco.

Llegaron hasta un pequeño cafetín parapetado a espaldas del Museo del Vichy, desde donde tenían una magnifica vista hacia la costa catalana, en aquel momento imperturbable y soleada.

Joaquín sintió que el alma, los intestinos y todos los órganos entre ambos le volvían a su lugar de origen al dejar las bolsas en el suelo. Se cuestionaba si preguntarle a Sofía si venía acompañada de algún hercúleo individuo al Mercado – o una hueste de ellos – por lo general, pero optó por obviar esa pregunta más que nada para evitar recibir una respuesta que también le hiciera añicos el poco amor propio que aún le quedaba.

Ella le sonrió como adivinándole el pensamiento, y le dijo: Generalmente voy al mercado con Julio, nuestro mayordomo, quien va colocando las bolsas en el coche conforme compro. Así que gracias por tu ayuda hoy. Pude hacer que mi padre me deje venir sola so pretexto que me encontraría con compañeros del Liceo y que ellos me ayudarían a cargar. Así que gracias por haber cargado lo que unos seis deberían haber llevado consigo hoy.

Ahora sí recuperada la vergüenza, se enzarzaron ambos en una conversación profunda, en la que Sofía insistía, punzante, en que Joaquín le contara más acerca de él. Paralelamente, Joaquín se iba dando cuenta que, al contrario de lo que pensaba inicialmente, tenía mucho más que contarle sobre su vida.

Pidieron algo para picar y una botella de vino de la casa para acompañar la charla y la comida.

Casi sin darse cuenta, Joaquín se encontró relatándole a Sofía acerca de Mercedes, de sus cartas hacia él cuando vivía en el albergue, de su primera visita a San Gervasio y así sucesivamente hasta dos días antes, cuando se encontró a Sor Judith bajo el muelle, boca abajo, y posteriormente, cómo dio con el albergue San Miguel, persiguiendo al sujeto que continuamente reaparecía en cada uno de estos escenarios relatados y encontrándose de nuevo con Mercedes, esta vez como un nombre escrito en la pared, con Esther contreras y con Lux Aeterna.

Lo contó apasionadamente, como despedazando una parte de su vida y exponiéndola a la luz por primera vez sin miedo al rechazo, a ser ignorado o burlado, sin miedo a nada.

Se sentía agotado. Libre, pero agotado.

Cuando levantó la mirada se topó con los ojos de Sofía, que le penetraban el alma, derribando cualquier barrera que él hubiese intentado interponer entre ambos.

Se besaron como sólo se besan dos desconocidos que acaban de darse cuenta que han compartido una vida en unos minutos.

Sin pensarlo dos veces, se levantaron de la mesa que ocupaban cerca de la salida, Joaquín dejó unas monedas sobre la misma y alzó las bolsas, esta vez sin mayor inconveniente.

Caminaron hacia el mismo lugar, uno sabiendo la dirección y la otra siguiéndole, con el mismo destino en mente.

Lo siguiente vino en un abrir y cerrar de ojos, con tanta naturalidad que las palabras se volvieron obsoletas al punto de volverse en caricias, en suspiros, en deseo.

Acertaron a entrar a la Quinta Rexacs y al cuarto de Joaquín dejando todas las bolsas en la entrada. Se tropezaron con la única mesa y la silla del diminuto habitáculo, sin importarles nada más que empezar a descubrirse el uno al otro mientras se iban despojando de la ropa, el pudor – que ya había quedado atrás desde antes de la ida al mercado –, y las ataduras del pasado.

Joaquín recorrió toda la geografía de Sofía y decidió inmediatamente que no tendría más religión que el cuerpo de aquella mujer. Besó cada rincón, cada recoveco, cada ángulo, cada doblez de su piel con la avidez de quien no se cree merecedor del momento y se quiere aferrar a él como náufrago a un bote salvavidas.

Ella le correspondía con un concierto de gemidos guturales, de ansia, de sudor, de provocación, de pasión y de anhelo reprimido durante décadas mientras hacían el amor, creando formas geométricas desafiantes de la lógica, fundiéndose ambos en un solo cuerpo hasta llegar a una explosión de placer.

Él, temblando aún y con miedo de perder ese momento con alguna desatinada frase, seguía rindiéndole pleitesía besándole el cuello, el nacimiento de unos senos perfectos, el bajo vientre y las piernas que daban fe de la existencia de un Dios que se había apiadado de él durante aquellos imborrables momentos, hasta tenerla cara a cara nuevamente, recostada a su diestra, sonriéndole mansa pero vehementemente.

Sofía no había experimentado jamás un momento tan intenso, tan cargado, tan desbordante de energía y tan emotivo, todo ello envuelto en unos labios que la recorrían de pies a cabeza, de unos ojos que, ahora que los tenía mirándola fijamente, le prometían todo aquello que siempre había deseado tener y le había sido vedado.

Le agarró la cara con ambas manos y se alzó para besarle, ahora ella de pie y él arrodillado en su sofá cama, y le dijo: A las tres iba Julio a recogerme a las afueras del Mercado, tengo que irme

Se puso su vestido negro encima rápidamente y Joaquín, maldiciendo a quienquiera hubiese inventado la tela o la noción de ropa, se hizo con la propia y se vistió para acompañarla.

Está bien, me acompañas. Pero sólo hasta el museo del Vichy. Más no, porque no nos pueden ver juntos al recogerme. Se supone que yo iría con compañeros del Liceo, pero ya idearé algo – le espetó con una sonrisa que no le dio mayor opción de réplica a Joaquín que un lacónico vale.

Agarraron las bolsas del mercado que habían sobrevivido a la tempestuosa subida por las escaleras de la quinta y corrieron camino a Las Ramblas, desde donde agarrarían un tranvía que les llevaría rápido al museo.

Joaquín bajó primero, con las cuatro bolsas en una mano y la otra extendida para agarrar la de Sofía al descender del vehículo que, apostaría, ella veía fascinada como un pedazo de chatarra andante.

El Mercado del Borne se dejaba ver a medio centenar de metros de la entrada del museo, aún centelleante de personas cargando cajas de frutas, verduras, pescado o carnes, y otras vociferando los precios y las gangas del día de los mismos productos.En la entrada se encontraban apostados varios taxistas esperando que algún cliente se aviniera a no cargar nada en mano y requiriese de sus servicios.

Sofía se subió al arcén y le quitó a Joaquín las bolsas. Aparte de quedarse atónito por cómo ella las cargaba sin mayores aspavientos – lo cual reafirmó su propósito de hacer algo al respecto de su degradante estado físico -, sólo pudo ver cómo Sofía se acercaba para besarle rápidamente en la mejilla y le decía, casi en un susurro, que el jueves siguiente estaría de nuevo en la iglesia, esperándole afuera.

Gracias – le dijo – gracias por mostrarme cómo sonreír nuevamente cuando creí haberme olvidado de hacerlo

La vio partir rauda, con paso ligero, aún llena de gracia pese a estar cargando tantas bolsas.También vio cómo llegaba a la esquina del mercado y saludaba con una genuflexión a alguien al otro lado de la calle.

Vio cómo ese individuo se subía a un auto negro cromado para dar vuelta en u y posicionar el vehículo de tal manera que ella pudiese entrar en él sin tener que cruzar.

Julio – pensó Joaquín.

Efectivamente, el mayordomo de la familia Cavero Urquieta se bajó del coche, rodeó por la parte del chasis el mismo y le abrió la puerta a Sofía, con una leve pero notoria reverencia.

Cerró la puerta cuando ella hubo ingresado y cogió las bolsas que estaban en el asfalto. Se dirigió a la maletera del lujoso coche y la abrió. Al levantarse, el sol dio de lleno contra el auto y durante una décima de segundo Joaquín vio cómo la luz se posaba en la mano izquierda de aquel hombre, cuya particularidad, aparte de poseer un reloj evidentemente caro, yacía unos centímetros por debajo del artefacto en sí.

Unas líneas rojas, dos para ser exactas, se dejaban ver entre el final de la correa de cuero del reloj y el inicio del puño de la camisa.

Eran surcos recientes, frescos, de rasguños, de forcejeo, aún no cicatrizados.

La puerta de la maletera bajó y el mayordomo volteó a su derecha y luego a su izquierda para verificar que todo andaba en orden.

Fue durante ese intermedio entre el giro en ambas direcciones que Joaquín reconoció, en el vértice de la nuca, el inicio de una cicatriz que empezaba a serle dolorosamente familiar.

X

Más que al aire que respiro, y más que a la madre mía…

Aún sentía el pulso de Joaquín palpitándole sobre el pecho. Sus manos, temblorosas, recorriéndole el cuerpo centímetro a centímetro y desnudándola como si temiese romperla o fuese la primera vez que tuviera a una mujer despojándose de sí misma.Recordaba el sabor exacto de sus labios, el escrutinio de sus ojos a la par de los suyos y la firmeza de su mirada, como quien quiere detener el tiempo a cualquier precio.

Aún podía oler el sudor recorriéndole la espalda, su aliento rozándole suavemente el cuello, sus manos firmemente agarradas de las suyas para demostrarle lealtad, devoción.

El cuarto, la oscuridad, la ausencia de todo o la plenitud de nada. Como fuese, daba lo mismo. Lo duro del colchón, que ahora que recordaba, no había visto en ningún momento, el olor a humedad y decaimiento; todo aquello pasaba a un segundo plano ante el tacto apasionado de Joaquín, ante sus ganas de ella y las evidentes ganas suyas de él.

Sofía recorría la Vía Layetana en el Rolls Royce de su padre que, más que circular por el asfalto, levitaba a ras del mismo, generándole una suave caricia al suelo, anhelante de su roce.

Julio, como de costumbre, iba al volante en un estado de mutismo absoluto que sólo había visto quebrarse en una ocasión con su padre cuanto éste, volviendo de una fiesta de navidad en casa de una de sus tías y en un estado de ebriedad evidente, le dio un billete de quinientas pesetas que casi mata a toda la familia ya que Julio no había visto tanto dinero junto y no supo cómo reaccionar ante el gesto del patrón.

Nunca se había animado a preguntarle a Julio si acaso tendría familia, una esposa, una hija como ella, o un hijo, que lo esperasen al terminar la jornada. Es más, ni siquiera era consciente que el día de Julio tuviese fin en algún momento ya que había visto a su padre salir de casa en varias ocasionesaltas horas de la noche, siempre escoltado de su fiel escudero.Lo que más había visto de él era el frontispicio de una cicatriz en forma, si acaso seguía el patrón más abajo, de una flecha medio en diagonal que caracterizaba la nuca de quien iba al volante.

Aún con el roce de la piel de Joaquín entre sus dedos, llegaron al número 134 de la calle Antonio Calvo. El auto, como de costumbre, fue estacionado para que Sofía tuviera fácil acceso a la casa y Julio, con una de las muchachas de la cocina, cargasen con las viandas del mercado.

Descendió lentamente, sin querer perder los rezagos de lo acontecido apenas horas antes, como si el simple hecho de pisar el jardín de entrada de la mansión pudiese borrar de un plumazo y sin remilgo alguno, cualquier amago de felicidad.

Pasó por el arco de la puerta principal, dividido en dos hojas de cedro barnizado y reforzado internamente con planchas de metal.Al lado izquierdo distinguió a Ximena, la joven muchacha que habían contratado sus padres hacía menos de un año para que se dedicase única y exclusivamente a apoyar y asistir a la hija de los Cavero. A pesar del año que ya llevaban juntas viéndose prácticamente noche y día, Ximena no despegaba la mirada del suelo cuando se encontraba frente a Sofía estando cerca de los demás trabajadores de la casa. Sin embargo, estando a solas el escenario cambiaba completamente.Ambas se confiaban sus secretos, al punto que Ximena le decía a la hija de sus patrones acerca de sus incursiones con un joven músico del barrio del Rabal cuando estaba de libre, a quien había conocido de casualidad un domingo hacía unos meses caminando por Paseo Colón.Le relataba los versos que el cantante, originario de Úbeda, componía para ella y Sofía le daba consejos de alcoba que hacían sonrojar a su joven confidente.

Ay señorita Sofía, ¿cómo cree usted que le voy a proponer yo tal cosa a él? solía decirle Ximena, roja como un tomate pero con una sonrisa maliciosa que, sabía Sofía, daría todo por usar esos y otros artilugios expuestos por su experta maestra en esos campos tan ajenos a sus conocimientos y tan incompatibles con su pudor y crianza.

Sofía aún no le había contado a nadie acerca de Joaquín. ¿A quién podría decirle?, pensaba en la soledad de su cama. La única persona en quien confiaba era en Ximena y, en contadas ocasiones – casi paralelas a las que hacía ella acto de presencia-, en su madre.

Al verla, mirada al piso, entrando por el portón, Sofía decidió que aquella misma noche le contaría acerca de lo sucedido esos días, obviando detalles que le pudieran causar a Ximena cuanto menos un paro cardiorrespiratorio. Aprovecharía después de la cena, cuando Ximena solía tocar la puerta de su habitación, so pretexto de alistar todo para Sofía para el día siguiente, y le contaba la catarata de sucesos vertiginosos de los que ella y su músico sureño habían sido protagonistas.

Su padre aún no estaba en casa. Eso no era raro un domingo a media tarde. Aduciendo urgentes reuniones de trabajo o inamovibles citas con altas esferas del Partido en clubes sociales u hoteles de lujo, don Ignacio Cavero pasaba la mayor parte de los fines de semana en cualquier lugar excepto en presencia de su esposa e hija.

Eso le facilitaba mucho las cosas a Sofía, porque así aprovecharía en solicitarle a Ximena que subiese a su cuarto más temprano y le contaría sobre Joaquín para, finalmente, poder exhalar ese torrente emocional que llevaba reprimido, comprimiéndole el pecho desde hacía varios días.

Alicia, sin embargo, sí estaba en casa. Con una copa de lo que parecía cualquier cosa menos agua en una mano y un cigarrillo en la otra, la belleza de su madre no pasaba desapercibida a pesar del inexorable transcurrir y escrutinio del tiempo. Estaba escuchando uno de los discos de vinilo que tanto le gustaban cuando se encontraba sola en la casa – ahora era, si no se equivocaba Sofía, una versión de Frank Sinatra de una canción brasileña. Esa soledad equivalente a la ausencia del esposo, moviendo la cabeza al compás de la música y dedicándole un breve amago de sonrisa al ver pasar a su hija, perceptible sólo para quien lleva toda una vida recogiendo esas migajas de reconocimiento y afecto para reunirlas en un todo que filtraba por doquier.

Subió al segundo piso hasta llegar a su cuarto y se sentó frente a la cómoda dispuesta con todos sus enseres, con todo aquello por lo que muchas mujeres de su edad y, en realidad, de cualquier cronología, darían una vida: sortijas, perfumes franceses, cremas italianas para la piel, collares de perlas traídos de viajes paradisíacos, entre otros. Viéndose al espejo, podría jurar que si bien el vestido era el mismo, el brazalete de plata no había cambiado y los zapatos de cuero seguían apretándole igual y haciéndole doler de la misma manera las pantorrillas que aquella mañana, su reflejo en él era otro.Era una mujer diferente.Una mujer feliz, con mayor seguridad en sí misma, con un rostro inconfundible de armonía que dejaba volar al viento los vestigios de las dudas, de la ausencia de su esencia.

Estaba poniéndose un vestido largo para estar por casa cuando escuchó que alguien tocaba a la puerta.Al principió temió que se tratase de su padre, pero inmediatamente descartó esa idea ya que era casi un roce gentil a la madera lo que sonaba desde afuera, un permiso, no el aporrear habitual con los nudillos o el puño con el que solía presentarse su padre.

Caminó con sus alpargatas hasta la puerta y la abrió, encontrándose con una sonrisa de complicidad que conocía de memoria y que había aprendido a atesorar como pocas cosas.

Ximena se encontraba al otro lado de la puerta, gritándole con la mirada que le diese permiso para entrar y comenzar así una noche más de confidencias, de amistad, de secretos develados finalmente tras guardar un excesivo encarcelamiento.

Sofía se hizo a un lado y como de costumbre tomó asiento en el vértice derecho de su cama mientras esperaba que fuese Ximena quien comenzara a contarle lo que había vivido en las últimas horas.

Señorita Sofía, que hoy usted y yo tenemos mucho de qué hablar – fue lo primero que soltó.

Aquel preludio no era tan común en ella, por lo que Sofía intuyó que había algo fuera de lo normal o que su cara la delataba ante quien, en poco menos de once meses, había aprendido a leerla como nadie más en toda una vida.

Sofía se ruborizó sin percatarse y accedió a hablar también ella de unos temas que, dijo, tenía días que quería confesarle.

Pero primero cuéntame de ti y de tu trovador – le espetó.

Uy señorita Sofía. Vale. Pero lo que le voy a contar queda entre nosotras. Mire que ni al Padre Luis le he contado al confesarme hoy temprano, y eso que mehan confirmado que lo de ocultar algo tan…tan…tan pecaminoso pero…sí…placentero, te lleva al infierno sin opción de retorno.

Sofía no pudo sino soltar una sonora carcajada ante la ocurrencia de Ximena y, levantándose y agarrándole con ambas manos la cara, la miró fijamente a los ojos y le dijo:

Como siempre, lo que me cuentas aquí comienza y aquí mismo termina, así como espero lo mismo de ti tras lo que te voy a contar hoy.

Será tras lo que me vaya a completar hoy, porque lo que vi vale más que mil palabras – le respondió con una sonrisa de oreja a oreja Ximena.

Pero bueno, voy terminando yo primero – atajó aún antes de darle tiempo a reponerse a Sofía, que la miraba, habiendo encajado ese golpe maestro que no se esperaba venir.

Ehh, vale… – fue todo cuanto atinó a balbucear, sonrojándose todavía más.

Pues nada, después de misa fui a ver a…ya sabe usted…como cada domingo al Paseo de Aguas, donde aprovechamos que hacía sol para compartir una orchata. Después llegamos caminando hasta su pensión, donde sacó su guitarra y me comenzó a cantar unas canciones que dice él las escribió pensando en mí.

¿Y qué decían esas canciones? – le interrumpió, ya repuesta, Sofía.

Señorita Sofía, es que yo, lo que es música, no entiendo mucho la verdad. Y algunas letras me parecían muy raras. Una empezaba algo así como “se peinaba a lo garson, la norteña que quiso enseñarme a besar…”, y en otra según él me decía que no quería que yo volviera del mercado con ganas de llorar. Así que la verdad es que no entendí nada, pero tampoco es que le prestase demasiada atención a las letras, más me venían a la cabeza los consejos que usted me dio…aquellos, ¿recuerda?…pues esos. Y me empecé a reír solita hasta que él pensó que me estaba burlando de sus canciones.Tuve que decirle que no y contarle que me acordaba de algo que usted me había contado, obviamente no la verdad, sino que inventé otra cosilla

Pero bueno, al final, tanta risa, tantas notas, tantas canciones…¿y? – le exprimió, inquieta, Sofía, anhelante de conocer el desenlace de la historia de su amiga.

Ella bajó la cabeza lentamente y la levantó con mayor pausa aún, otorgándole a Sofía una sonrisa de plenitud que sólo había visto, sin necesidad de un espejo, en sí misma al estar piel con piel con Joaquín.

Sofía se levantó de un brinco y abrazó a Ximena hasta casi dejarla sin aire, con un júbilo que ahora ella más que nunca, podía compartir.

Bueno, bueno, déjeme un poco de oxígeno para contarle lo que sucedió después de, al menos – le dijo, apartándola cariñosamente Ximena.

Sofía se sentó nuevamente, palmas en la rodilla, posición recatada con las piernas juntas y la espalda recta, como la habían adoctrinado durante tanto tiempo las profesoras que iban a su casa e incluso en el Liceo.

Nos habíamos quedado en, sí, ya, con eso. Pues bueno, más tarde me acompañaba para agarrar el tranvía que me trajese de vuelta a la casa cuando decidimos caminar un poco por el Barrio del Rabal, donde veíamos a mucha gente que, como nosotros, aprovechaba el día soleado para dar una caminata hacia el muelle o hacia el malecón, que era adonde nos dirigíamos nosotros.

Llegamos así a una calle angosta, que daba la pinta de todo menos de ser un lugar propicio para caminar a esas u otras horas, cuando, ¿a que no adivina a quién vimos salir por esa misma calle, acompañada de un hombre que con una mano le agarraba la suya y con otra llevaba bolsas del mercado que, por cierto, son muy parecidas a las que Don Julio bajó del coche hace unos minutos?

Esto último lo disfrutó Ximena. Diciéndolo con grandes aspavientos al referirse a todo lo visto, denotando el afecto, la complicidad y la confianza que había entre ambas.

Sofía estaba muda. Boquiabierta, con los ojos como platos y sudando frío, pero muda. No reaccionó hasta que Ximena le alcanzó un vaso de agua de azar de su mesa de noche.

Oiga, que lo que le he dicho no es para dejarla más lela de lo que ya viene estando los últimos días, porque asumo yo que aquí hay mucha más tela para cortar. Pero, si le digo la verdad, cuando la vi caminando de la mano con aquel hombre me sentí feliz sobre todo al ver cómo él la miraba.Como sólo se mira a quien a uno mismo le ha hecho descubrir lo que es la felicidad. – finalizó Ximena, esperando encontrar reacción alguna en su interlocutora.

Poco a poco, Sofía fue volviendo en sí para, ahora ella, inclinar la cabeza con un gesto afirmativo aunque avergonzado y con mucho miedo por haber sido tan imprudente de dejarse ver a plena luz del día de esa manera.

Como adivinándole el pensamiento, Ximena la cortó tajantemente.

Señorita Sofía, yo la vi porque, bueno, quien me ha hecho a mí descubrir la felicidad da la casualidad que vive en un barrio cercano, pero dudo mucho que alguna de sus amigas, compañeras del Liceo, o de sus familiares caminen por ahí un domingo o para serle sincera, cualquier día del año.Incluso cuando hay estas obras sociales de las que a veces me ha comentado, sabe bien que mandan a los mayordomos o a las mucamas como yo a realizar estas actividades en barrios como esos.Así que estese tranquila, que aparte no hay delito alguno en encontrar la sonrisa donde una menos la espera.

Ximena, ¿desde cuándo te has vuelto una filósofa y das tan buenos consejos? – le sonrió Sofía- la alumna ha superado, con creces, a la que alguna vez creyó ser la maestra…y cuánto me alegra eso.

Sofía comenzó entonces a relatarle cuanto había vivido con Joaquín desde aquel fortuito día en el que ella veía caer la lluvia desde la ventana que daba al balcón del cuarto en el que ambas estaban en aquel momento.Cómo cruzó miradas con él, un desconocido en ese momento y cómo, contrariamente a todo cuanto hubiese aconsejado a otra persona o a ella misma, le sonrió a la distancia, comenzando quizá así un vínculo que se había logrado incrustar en lo más profundo de su ser.

Le contó también de cómo le había visto de casualidad a la salida de la iglesia el jueves en la tarde y de lo que hablaron, de lo que no – que resultó ser de igual importancia finalmente -, de cómo él le hizo sentir cuando le desnudaba el alma a punta de miradas, de cómo ella se perdía en aquellos ojos grises que, insistía, cargaban con toda la tristeza del mundo.

Terminó, medio ruborizada, por contarle también, a insistencia de una Ximena ávida de detalles, de lo que había sucedido ese mismo día.De lo que comenzó como una salida normal entre dos personas que se iban conociendo poco a poco y cómo todo cambió en un abrir y cerrar de ojos y aquellos dos cuerpos se mezclaron y se consolidaron en uno solo amén de labios, de risas, de gemidos, de roces, de disculpas innecesarias y de necesarias culpas expuestas a un viento que arrasó con todo, dejándoles en la desnudez más absoluta, en la sinceridad más profunda.

Lo describió de tal manera que, cuando terminó, se sorprendió a sí misma con lágrimas surcándole los pómulos. Lágrimas por segunda vez en casi la misma cantidad de días. Lágrimas de dicha, de plenitud.

Ximena se quedó callada, enmudecida ante el relato que acababa de escuchar, ante, sobre todo, los matices de lo que ella constataba no era una simple historia de roces al paso, de fugaces sonrisas o de besos con vencimiento. Era la primera vez que veía en Sofía ese brillo en los ojos que delataban cuando uno, afortunadamente o no, conoce el verdadero amor.

Estuvieron observándose durante unos segundos en silencio, contemplando ambas cómo el destino les había deparado unas cartas muy distintas a las que creían tenían que jugarse por defecto en este juego de azar llamado vida. Los árabes tienen una expresión, Maktub, que quiere decir que el futuro está escrito. Sofía llevaba más de treinta años maniatada ante eso, lo que ella consideraba sería un perenne e ineludible dogma.

Cavilaban ambas silenciosamente cuando, lanzando un grito de sorpresa al unísono, se vieron sorprendidas por unos golpes en la puerta. Alguien aporreaba la madera desde el otro lado sin cesar. Golpes secos, contundentes, e inconfundibles. Se pararon de inmediato, agarradas de la mano, ambas temblando al saber qué se les vendría ahora.

Sofía se adelantó, alisándose el cabello y respirando profundamente antes de asir la manija de bronce y abrirle la puerta a una cara muy familiar.

Don Ignacio Cavero, apoyada su mano derecha sobre el quicio de la puerta, jadeaba ligeramente sudoroso, exhalando un olor muy conocido para su hija. Una mezcla de vermut y coñac, las bebidas favoritas del patriarca de la casa.

Ximena pasó rauda por debajo del brazo del padre de Sofía, esgrimiendo que debía ir a su cuarto porque ya era muy tarde y Sofía, con una mezcla de odio y repugnancia, vio cómo su padre volteaba el desencajado rostro cuando Ximena salió, relamiéndose ante el contorsionar de las caderas de la joven camino a las escaleras.

Don Ignacio no esperó que le invitasen a pasar al cuarto y empujando a su hija, haciéndola a un lado con un ademán de fastidio, se adentró hasta llegar a la ventana que encontró tal como la cortina: cerrada. Se volvió hacia el otro extremo de la habitación, queriendo encontrar algo que, conforme no lo encontraba, más le irritaba. Se puso apenas a medio palmo del rostro de su hija, quien pudo confirmar los efluvios de alcohol que destilaba su padre al tenerlo tan cerca, aparte de observar las pupilas dilatadas enrojecidas con surcos sanguinolentos que iban del iris hacia el exterior. El atardecer vestía de ocre la ciudad y los reflejos de un sol que buscaba no desfallecer ante la inminencia de la noche se filtraban por la transparente cortina, creando una sombra gigantesca a espaldas de Don Ignacio, dándole un aura aún más espectral de la que ya poseía ante los ojos de su hija.

Sonrió como quien le sonríe una rabieta a un niño, de manera dócil, condescendiente. Alzó la mano y le pasó la yema de los dedos por la cara. Un tacto rugoso por el transcurrir de los años y con olor a tabaco y a colonia de mujer, otra mezcla que conocía demasiado bien Sofía.

Ella respiraba con dificultad, sus palpitaciones iban aumentando y sentía su pecho henchirse conforme pasaban los segundos; cada vez le costaba más encontrar el aire.

Le sonrió de vuelta, preguntándole, de la manera más tranquila de la que fue capaz, cómo le había ido.

Don Ignacio no respondió sino que se limitó a mantener aquella sonrisa evidentemente impostada y la misma mano que estaba en la mejilla de su hija pasó hasta la parte posterior de la cabeza, hasta el nacimiento de la columna.

Apretó el pulgar, que aún estaba en la garganta de Sofía, a la par de los otros dedos en la nuca, generando por ambos lados una presión que le fue quitando el aire a su hija.

Sofía, estoica, se mantuvo inerte con los ojos fijos en el torbellino que veía en los de su padre, con el miedo carcomiéndole por dentro pero decidida a no dar su brazo a torcer y no desviarle la mirada para hacerle saber que estaba hirviendo de miedo en su interior.

Continuó apretando la mano sobre el cuello de su hija y conforme lo hacía, a Don Ignacio se le hacían más visibles las líneas de la comisura de los ojos, las arrugas de su frente y la palidez de sus pómulos resaltantes. Sofía trató de retroceder pero no encontró dónde pisar al estar arrinconada entre su padre y el tocador, que estaba empotrado contra la pared, ahora vestida de un color topacio oscuro con el sol ya rendido en el horizonte contrario y la ausencia de luz en el cuarto.

Le corrían líneas de sudor sobre las largas patillas que le iban perlando el lateral de la cara, el que tenía más a la vista Sofía.

Sofi, ¿cómo te fue hoy con tus amigas del Liceo tras la misa? – le preguntó Don Ignacio.

Sofía, que no escuchaba salir de la boca de su padre aquel Sofi desde que era una adolescente y cometía alguna travesura que era reprendida por él, no pudo evitar sentir un escalofrío recorriéndole la espalda, paralizándola por completo, sin saber cómo responder.

Pasados unos segundos su padre volvió a arremeter, esta vez con un tono más pausado, enfatizando cada sílaba, cada palabra, de manera rítmica, lenta, pero no por ello menos hostil.

Sofía no sabía qué decir, sin embargo sí estaba segura qué no diría, pasase lo que pasase.

B…b…bien – empezó a tartamudear, empequeñecida nuevamente como cuando era una niña ante la sombra del padre.

Qué bien hija, cuánto me alegra – contestó Don Ignacio – ¿quiénes fueron?

Ehh, tan solo unos cuantos amigos de mis cursos, padre. Éramos pocos. La mayoría habrá aprovechado el día para irse a la playa o al campo seguramente

Sofía pudo ver cómo le cambiaba el semblante a Don Ignacio. Cómo iba enrojeciéndose cada vez más y una vena se iba formando como si estuviese a punto de reventarle en la mitad de la frente, a apenas unos milímetros de unos ojos saltones y llenos de ira.

No tuvo la oportunidad de observar más.

De un bofetón que no vio venir, su padre la tumbó al suelo, llevándose en la caída también la silla y algunos enseres del tocador.

Vamos a ver si nos empezamos a entender tú y yo de una puta vez – le susurró a Sofía, agarrando la silla caída y poniéndola de nuevo sobre sus cuatro patas, haciéndole después un ademán a su hija para que se parase y se sentara en la silla. Él caminaba, manos juntas atrás de la cintura, alrededor de la silla.

Sofía, aún con la mano izquierda sobre la mejilla abofeteada, roja y caliente por el golpe, se hizo en pie agarrándose con la otra mano del respaldar de la silla para, finalmente, sentarse en ésta.

Bien, me vas a decir la verdad Sofía. Me vas a contar con quién has estado dónde habéis estado – le volvió a decir su padre, sonriéndole de manera maquiavélica.

Y me vas a decir la verdad, la misma que yo sé desde el jueves pasado pero que quiero, exijo, seas tú quien me la cuente, ¿nos vamos entendiendo? – finalizó Don Ignacio.

Después de titubear unos instantes sobre qué decir ya que sabía que el mutismo sólo agravaría su situación, Sofía volvió a decirle a su padre:

Estuve con un grupo de amigos y amigas del Liceo, padre. Puede averiguarlo por usted mismo.

Dijo esto pensando, en primer lugar, que su padre no llegaría al extremo de ir donde sus compañeros y preguntarles y, dos, que si lo hacía, ellos seguramente corroborarían haber estado con ella aquel día a sabiendas de cómo era su relación con él.

Lo que no consideró fue todo lo que sucedió a continuación.

Su padre, con un sereno gesto y hasta risueño, se acercó a la silla y se puso de cuclillas hasta estar a la altura, cara a cara, de su hija. Parecía como si la adrenalina de aquellos últimos minutos le hubiese quitado de golpe la borrachera.

Esta vez el ruido fue mayor. Este nuevo bofetón volvió a tumbar a Sofía al suelo. Antes de caer sobre la alfombra, su cabeza dio a parar sobre una de las patas traseras de la cama, de sólida madera de pino.

Rebotó contra ésta y, al caer ahora sí al acolchado suelo, un pequeño reguero de sangre le empezó a brotar por la parte superior de la cabeza que ahora comenzaba a teñir de rojo la alfombra.

Trató de ponerse en pie, pero no podía siquiera sostenerse ni mantener el equilibrio para sentarse y apoyarse contra el somier de la cama.

Veía borroso y sentía punzadas agudas sobre el oído izquierdo. Sin embargo, aún era capaz de escuchar la voz de su padre que, aumentando de decibeles, le decía algo así como:

A mí…engañar…puta…sé que saliste de misa…un cualquiera…Padre Miguel me contó…te vio saliendo el jueves….hoy…yo vi…en la esquina tú y él…tantos años invertidos en ti….así pagas….furcia…él comunista de mierda seguro….Julio ya se encargará de él…esta noche…”

Esto último lo oyó sin interrupciones, sin que el dolor que sentía le hiciese perder el sentido de cada palabra pronunciada por su padre.

Reaccionó.

Abrió los ojos lo más que pudo, tratando de enfocar la borrosa visión a causa del golpe, con un hilo de sangre aún brotándole de la cabeza y otro por la comisura de los labios. El riachuelo de sangre pasaba por sus sienes, por la frente, y le poblaba la visión al punto de hacer aún más caleidoscópica su ya distorsionada visión.

El sabor amargo a hierro le invadía la boca, la lengua, la garganta que aún sentía atenazada por las manos de su padre.

Lo siguiente pasó rápido, demasiado rápido.

Mucho ruido, mucho movimiento alrededor de ella, muchos gritos que no provenían de su boca pero que tenían, aún con el ensordecedor silbido en el tímpano izquierdo que no podía sacar desde que recibió el primer bofetón, un matiz familiar. Todo se nubló.

Abrió los ojos nuevamente unos instantes, unos minutos o unas horas después.

Había perdido toda noción de la realidad desde aquel golpe que pensó, definitivamente, acabaría con ella. No sabía dónde, con quién, ni mucho menos, cómo estaba. Sintió de pronto que ya no estaba en el suelo, desplomada como había recordado estar la última vez. Estaba sentada en la comodidad de su cama, con dos de sus almohadas en la espalda y dos más como cómodas cabeceras.

Sintió unos dedos suaves que acariciaban su frente y bajaban hasta sus mejillas. Le quitaban el pelo del flequillo y le acomodaban el resto en una pequeña coleta tirada hacia su izquierda, como cuando era niña.

Alicia Urquieta se encontraba al lado de su hija.

Sentada en la misma silla en la que ella estuvo sentada y en la que fue abofeteada en su último recuerdo consciente, le sonreía como se le sonríe a una criatura inocente ante su primer golpe en la vida.

Le susurraba algunas cosas ininteligibles a Sofía, una mezcla de canción de cuna que ella recordaba bien – unas rimas de una cantante argentina que aún en su estado se adentraban en el alma – con Duerme duerme, negrita, que tu mamá….

Alicia canturreaba, más para sí misma que para su hija, tratando de reconstruir un pasado que, si acaso, alguna vez tuvo el amago de ser.

El viento le daba contra la otra mejilla. Las cortinas parecían estar descorridas y una ventana abierta de par en par, dando acceso a un aire nocturno reconfortante, limpio y renovador. Sofía, sin embargo, recordó que lo sucedido entre ella y su padre ocurrió en pleno atardecer. Giró sobre sí misma y vio una sombra alzada de espaldas cortando la luz del cuarto en dos. No podía distinguir de quién se trataba, pero tuvo la inmediata reacción de querer ponerse en pie y gritar, pensando que se trataría de Don Ignacio, dispuesto a asestarle el último golpe de gracia.

Pero no. No era él.

Poco a poco, la figura se acercó a Sofía, dejando entrever primero una frente que, si bien ya contaba con líneas de historias para relatar a la posteridad, distaba mucho de ser aquella frente enjuta y constantemente fruncida de su padre.

La mirada más triste del mundo, manchada ahora con un nuevo brillo que no había visto antes; aquella misma que la había hecho sentir plena hacía tan poco tiempo, terminó de desvelarle el misterio del personaje que se acercaba hacia ella y le sostenía la otra mano libre mientras le decía dulcemente: las malas compañías, a veces, podemos ser las mejores.

XI

Hay mujeres que empiezan la guerra firmando la paz

Alicia vio llegar a su hija a la casa. Sonreía como pocas veces recordaba haberla visto sonreír.Llevaba encima, hacía unos cuantos días, un aire nuevo, más genuino y más lejano de ellos, de aquella casa, de aquella oscuridad inmutable que yacía en cada rincón de la mansión que compartían los tres sin tener nada en común.

La vio reluciente, rejuvenecida, con un brillo que delataba lo que sólo una persona que una vez lo tuvo y lo perdió por completo sabe sin lugar a dudas.

Se sintió agradecida hacia quienquiera que fuera que haya logrado eso en su hija.Era un tipo de vendetta personal también, ya que pensó que su esposo había logrado lo que una vez consiguió con ella: apagarle la llama de la vida y hacer que su realidad, su yo más profundo se circunscribiera a una diáfana existencia entre aquellos dos torreones, en una vida tan ajena de todo cuanto ella concebía como vida propiamente dicho.

Sonrió para sus adentros y apuró el último sorbo de su tercer Martini. Esa aceituna verde al fondo, en el hoyo del cristal, siempre le hacía recordar a ella misma. Tambaleante en un líquido viscoso, en una realidad aparentemente tan rica, densa y agradable pero que se consumía velozmente dejándola sola al fondo de un abismo sin saber cómo salir del mismo.

A los pocos minutos vio subir a Ximena.

Aquella chica se había ganado su inmediato cariño desde que vio cómo congeniaba con Sofía. Vio cómo ambas se habían vuelto casi inseparables, pudo sentir el vínculo que ella alguna vez, muchos años atrás, tuvo con una compañera de estudios que le ayudaba a pasarse cartas con su alférez. Eso fue antes, parecía incluso una vida antes, de conocer a los Cavero.

Supo que Ximena subiría, como siempre, donde su hija y comenzarían una retahíla de secretos y confidencias que sólo ellas sabían compartir y comprender.

Al cabo de un rato, y tras haberse servido el cuarto Martini sobre la misma aceituna verde – le gustaba ver la estoicidad de la aceituna ante los ataques incesantes del destino líquido – escuchó un ruido metálico que arañaba la cerradura.Una llave tratando de dar con el hueco para abrir la puerta.Ya lo conocía de memoria. Sabía, sin necesidad de pararse, que su esposo se encontraría al otro lado de la puerta de nogal, llavero en mano y maldiciendo por no poder abrir esa puerta de los cojones como solía referirse a la misma cuando venía borracho, o sea unas tres veces por semana.

Se preguntó si traería consigo el olor a mujer que le caracterizaba tras sus “comidas de negocios”, aquel indisimulable aroma a perfume barato en habitación de hotel.

Al principio sí sentía cierta indignación por ello, pero hacía muchos años que había comenzado a darse por desentendida, a no ver lo que no quería ver, a no dejarse afectar por lo que, para ella, no tenía mayor relevancia.Nunca había amado a ese hombre.Es más, el poco respeto que le pudo haber tenido alguna vez era más fruto del miedo que por una genuina estima hacia él.Pero ya ni eso traía consigo.

Por ello ni se inmutó cuando éste abrió a tropezones la puerta, casi yéndose de cara contra el suelo y subió tambaleante las escaleras hasta llegar al rellano del segundo piso.

Asumió que se iría o bien a duchar rápido para disfrazar el olor a engaño que llevaba impregnado en el alma más que en la piel, o que se tumbaría tal cual en el lecho que ambos seguían compartiendo.

Bajó el volumen del disco que ya iba llegando a su fin y se contempló a sí misma frente al espejo de cuerpo entero que había en el salón.Se empeñaba en maquillarse cada día al levantarse y en mantenerse lo más aseada posible.Era un tema más personal que por costumbre o por arraigo social.La habían criado así y era algo de lo que no podía desenraizarse.

Seguía considerándose una mujer guapa.Con sus cincuenta años encima, seguía viéndose como alguien capaz de dar mucho de sí y de girar, incluso, varias cabezas al caminar por la calle.Se sentía, sin embargo, enjaulada, entrampada en un laberinto sin salida hacía más de treinta y muchos años.

Se estaba observándose detenidamente al espejo cuando oyó un golpe fuerte en el segundo piso, como si algo se hubiera caído, justo encima de donde ella se encontraba.

Ahí estaba el cuarto de Sofía.

Se alejó del espejo y caminó lentamente hacia las escaleras, como dudando si entrometerse o no, insegura de si algo habría pasado o era fruto de su imaginación aún imbuida en el viscoso azar de los martinis.

Se decidió por subir las escaleras, apoyada en la pared con su mano derecha, pasando por unos retratos familiares con sonrisas impostadas y paisajes que, lejos de unirles, engendraban aún mayor aislamiento entre los tres miembros de aquella familia.

Llegó al penúltimo peldaño, casi convencida que se había tratado de un truco auditivo de su imaginación y dispuesta a dar media vuelta y regresar al cómodo sillón que la aguardaba, si acaso, aún caliente, cuando escuchó ahora dos sonoros golpes que eran, sí o sí, producto de algo o alguien cayendo pesadamente.

Se precipitó por los dos últimos escalones y llegó a la puerta del cuarto de su hija.

En el camino casi se chocó con Ximena, que había subido también antes, al oír el primer golpe en el cuarto de su amiga.

Podía haberse cruzado con el mismísimo diablo que ni cuenta se hubiera dado. Iba como tren descarrilado hacia la puerta del cuarto de su hija como cuando era una adolescente díscola que de una u otra manera veía como ella misma quiso ser cuando tenía su edad y aún al día de hoy la seguía contemplando con la misma fascinación e instinto de protección.

Abrió la hoja de la puerta, que se encontraba unos centímetros abierta, y se asomó por la rendija creada.

Vio a Don Ignacio hincado en una rodilla, sosteniendo con una mano el mentón de su hija quien, con los ojos cerrados y repletos de lágrimas, le pedía que no la golpease más.

Vio sus mejillas rojas, con sendas marcas de haber sido fuertemente golpeadas recientemente y no aguantó más.

Le asaltó el recuerdo que todos los vasos de martinis no habían podido siquiera difuminar de su mente. Ella era quien yacía en el suelo y no era a su esposo a quien se enfrentaba, ni era ella a sus cincuenta y poco abriles. No. Era su padre quien, cinturón en mano, golpeaba incansable e inmisericordemente a una Alicia de diecisiete años.Era su padre quien montaba en cólera al enterarse de la relación entre ella y el alférez Julián Abárzuza.Eran esos correazos, esos puñetazos y esas patadas las que veía, sentía y por las que se retorcía ahora, treinta y cuatro años después.

Sin dudarlo un segundo, salió disparada del marco de la puerta del cuarto de Sofía. Corrió hacia su propia habitación. Entró sin titubeos directa hacia el segundo cajón del escritorio de madera que Don Ignacio había hecho traer desde Marrakech unos años atrás, y encontró lo que andaba buscando.

Tensó el percutor, revisó que hubiesen al menos unas cuantas balas en el tambor del revólver, y volvió sobre sus pasos, saliendo de su cuarto hacia la habitación de su hija, con la Smith & Weston en la mano izquierda, decidida, firme y con una imborrable sonrisa en los labios que contrastaba con las lágrimas de rabia e impotencia que le acariciaban el rostro, tiñéndoselo de ríos negros al correrle el maquillaje.

Nadie la vio entrar.

Ni Sofía ni Don Ignacio.

Ambos aún en idéntica posición, en desventaja la primera, postrada en el suelo y con un pequeño charco de sangre a su vera mientras el segundo continuaba hincado en la misma rodilla, desabotonándose el segundo botón de la camisa y con la otra mano enjugándose el sudor de la frente.

Sofía respiraba jadeante en el suelo con un leve llanto imperceptible que le levantaba el pecho en un vaivén acompasado.

Se dio la vuelta justo para ver a su madre asomándose por la puerta del cuarto con algo en la mano.

Al verla mirando hacia la puerta, Don Ignacio giró lentamente la cabeza para encontrarse con el cañón de su propio revólver apuntándole firmemente.

No tuvo tiempo para nada más que para sonreír.

El primer disparo le cayó en la parte baja de la espalda, a la altura de los riñones.Se desplomó al costado de donde yacía su hija que ahora lo miraba, incrédula, con ambas manos cubriéndose la boca en un grito ahogado.

Estiró el brazo izquierdo hacia Sofía, hacia su mujer, o hacia el cielo, pidiéndole a cualquiera de los tres, un poco de clemencia.

Alicia dio tres pasos hasta llegar donde yacía su pronto difunto esposo y mirándole fijamente a los ojos, volvió a tensar el percutor y disparó.

XII

Y sin embargo…

Joaquín se quedó contemplando el lujoso automóvil al pasar por el Mercado del Borne.

No sabía qué era lo que estaba sucediéndole, cómo todo cuanto había logrado sentir ese día se había ido al suelo como un castillo de naipes, sin mayor resistencia ante la impositiva realidad.

El individuo a quien había visto en San Gervasio, en el Cementerio del Carmen, en Príncipe de Casal…era el mismo que llevaba ahora a Sofía rumbo a su casa. Era él.El mayordomo de Sofía.El tal Julio del que le había hablado minutos atrás.

Volvió a sentir ese familiar mareo, ese querer desvanecerse que tan parte de su día a día había sido últimamente.Se tuvo que apoyar en una farola de la calle para no perder el equilibrio.Bajó la cabeza y no pudo contenerse más. Comenzó a vomitar toda la rabia, la incertidumbre, el rencor y el miedo hasta que cayó desplomado sobre el asfalto.

Sintió que un par de manos le levantaban por debajo de los brazos, poniéndole de espaldas contra la farola en la que había intentado apoyarse previamente.

Miró hacia arriba y vio a varias personas a su alrededor, curiosos por lo que le habría sucedido.Se levantó con gran dificultad, apoyándose en los brazos del hombre que le había asistido antes, y rompió el semicírculo que le rodeaba, caminando aún tambaleante hacia su pensión.

Llegó a la quinta Rexacs con la intención de cambiarse de muda y salir de nuevo, rápido, hacia la casa de Sofía. No tenía un plan en mente, no sabía qué le diría una vez estuviera frente a frente con ella, cómo encararía a aquel individuo de ojos verdes y cicatriz en la nuca ni qué desencadenaría aquel confronte.Pero sentía que todo cuanto había acontecido los últimos días estaba por llegar a su fin. Que el desenlace final se había comenzado a desentramar y que aquella madeja de hilo tan densa e impenetrable inicialmente era ahora una hilacha a punto de quebrarse.

Después de lavarse la cara volvió a su habitación donde aún sentía el aroma de Sofía, aquel que había impregnado para siempre cada rincón del pequeño cuartucho.Quizá fuera sólo su imaginación ya que la realidad, como para todas las personas y en todo momento, no era sino la concepción que él tenía de ella y su realidad estaba aún con vestido y perfumada.

Se apuró en ponerse una camiseta y sobre ella un jersey antiguo que encontró en la primera gaveta de su mesa de noche y salió disparado, bajando las escaleras de tres en tres apoyándose en la barandilla y olvidándose del dolor de los últimos días y de los golpes recibidos, de las pocas horas dormidas y de su apacible, si acaso así pudiera llamarse, existencia previa.

Abrió el portal que daba de la quinta a la calle. El sol ya se ocultaba tras el horizonte, devolviéndole el aura de frío y tinieblas a la ciudad que tan bien le sentaba, como si todo lo vivido aquel día hubiese sido un engaño, un espejismo, una estratagema del destino para burlarse de él, para hacerle creer en lo imposible y en que su destino, o noción del mismo, podría cambiarse.

Llegó hasta Saint Jordi, donde en la puerta del diario pudo ver a José María en el interior, leyendo el periódico como de costumbre.

Éste levantó la cabeza y, al ver a Joaquín parado en la acera mirando en su dirección, le saludó desde detrás del mostrador de la recepción que pareciera nunca hubiera abandonado.

Le hizo señas como para que se acercase, con ambas manos invitándole a ingresar.Joaquín hizo gestos indicando que no tenía tiempo.Entonces el guardián salió de su puesto y se aproximó a la puerta.La abrió y saludó a Joaquín:

Hombre, mi buen Joaquín. ¿Qué ha sido de su ingrata vida que ya no se deja ver por estos lares?

Joaquín le devolvió el saludo y le indicó que vendría a saludarle pronto así como a sus antiguos compañeros, aunque estaba seguro que, si acaso quedaba uno ahí, no se acordarían del joven escritor de notas oscuras en la redacción.

Se estaba dando la vuelta para dirigirse hacia la calle nuevamente cuando sintió que José María le agarraba del hombro derecho.

Oiga, que me olvidaba decirle. Hace unos días vino un señor preguntando por usted. Más exactamente preguntando si su dirección seguía siendo la de la Quinta Rexacs.

Joaquín giró y miró al guardián periodístico, dándole pie a que prosiguiera.

Sí, hará unos cinco o siete días si mal no recuerdo. Un señor con sombrero, traje limpio y bastante caro a todas luces. Vestía todo de negro, como si fuera conductor de coche fúnebre – continuó – el hombre sacó lo que parecía una tira, una pulsera de plástico creo, cortada y la puso en horizontal frente a sus ojos para releer la dirección.Pude verlo a contraluz y, sí, al revés, se veía que ponía algo así como Quinta Rexacs.En la parte que daba a mí sí pude leer un nombre así como el del Hospital San Gervasio

Parpadeó varias veces Joaquín, haciendo encajar las últimas piezas que quedaban del rompecabezas.

El hombre este, apuesto a que tenía ojos verdes y a que el nombre que vio usted en lo que efectivamente era una pulsera de plástico del Hospital Sal Gervasio, era el de Mercedes Molina, ¿a que sí? – le inquirió Joaquín.

Pues mire por donde, ha atinado a ambas.El señor tenía unos ojos muy llamativos y el nombre en la pulsera era efectivamente el de esa mujer que menciona usted. No habré hecho mal en indicarle cómo llegar a su pensión, ¿no, don Joaquín? – le respondió José María.

Joaquín sonrió dándose media vuelta y, antes de encaminarse nuevamente hacia la para del tranvía, le dijo al guardián que no, que no había hecho nada mal y que sí conocía a aquel hombre, aunque dudase que tanto como éste le conocía a él.

El frío comenzaba a curtir la piel acostumbrada, rápida y de manera engañosa, al sol del día.La gente que antes colmaba las calles y los bares de la ciudad en pos de un poco de luz, de alivio ante el frío que se venía cerniendo sobre Barcelona las últimas semanas, caminaba de regreso a sus hogares para refugiarse y volver a la cotidianidad del inhóspito clima.

Volteó la primera esquina y a los pocos pasos, lo sintió.

Era una intuición más que una certeza, pero una intuición que, con el devenir de los hechos en los días pasados, era más que probable fuese real.

Esperó unos segundos y continuó el camino. Cruzó a la vereda del frente por un paso de cebra.No había más de media docena de vehículos en la calle en aquel momento, por lo que pudo observar por el rabillo del ojo lo que estaba sospechando.

Alguien le venía siguiendo.

Apuró ligeramente el paso hasta llegar a un quiosco que encontró a media calle. El dueño estaba por cerrar y Joaquín se puso en el lado opuesto de donde venía para ver a las personas que se aproximaban en su dirección.

Pasó una mujer con un vestido largo, floreado. Tras ella un hombre mayor, con boina y bufanda, caminando lentamente y la mirada perdida en los tobillos de la mujer que iba delante suyo. Después vinieron unos zapatos de cuero, muy embetunados, unos pantalones negros con la raya lateral marcada, una camisa blanca metida tras la hebilla del cinturón resplandeciente como si le hubieran sacado brillo a la par que a los zapatos, y finalmente un saco también de color negro.

La camisa abierta dejaba al descubierto el cuello recién afeitado, el mentón prominente que denotaba una quijada fuerte, con personalidad y expresión pétrea.Los pómulos igualmente marcados hacían de paréntesis a unos labios finos, pegados entre sí en un rictus infranqueable y, arriba, una nariz que denotaba el ajetreo de haber perseguido a su objetivo más de lo inicialmente previsto aparentemente.

Los ojos verdes brillaban, centelleantes, queriendo hipnotizar a la presa antes de asestarle el golpe de gracia.

Cansado de huir, Joaquín revivió todo cuanto le había sucedido a causa de este personaje y se dispuso a plantarle cara así fuese lo último que hiciera.

Julio se le vino encima como un animal descontrolado, seguramente harto también de tantas idas y vueltas con este advenedizo contrincante que, no se explicaba cómo, había podido sortear la fatídica suerte que él le tenía deparada tantas veces.Se abalanzó sobre Joaquín tumbando, al hacerlo, la mesa pequeña donde estaban los periódicos a medio recoger del tendero.

Tras algunos improperios por parte del dueño del quiosco, Joaquín y Julio seguían envueltos en un nudo de dos cuerpos en medio del asfalto. Este último libró su mano izquierda y sacó de entre el cinturón, a la altura de las caderas, una navaja de unos cinco centímetros de largo de un estuche opaco.

La empuñó e hizo el amague de dirigirla hacia el cuello de Joaquín, quien cerró los ojos esperando que en el final de su vida pudiese al menos encontrarse con la imagen de Sofía una última vez, un tipo de redención por parte del destino ante él.

Lo que vio, sin embargo, fue cómo el cuerpo de Julio se le desplomaba lentamente encima y comenzó a sentir un hilo de líquido viscoso y caliente goteándole la frente.

Empujó al mayordomo hacia un lado, hasta que cayó al suelo y pudo ver una sombra ante la luz de la farola de la calle que, en ese momento agradeció más que si se hubiese tratado de la mismísima Sofía.

José María estaba aún en pie, jadeante, con ambas manos sobre las rodillas y con su bastón, o lo que quedaba de él que era la empuñadura y una tercera parte de la madera, astillada a medio cuerpo y sus dos terceras partes restantes astilladas a pocos centímetros de donde ahora estaba Julio, inerte.

Me habían dicho que esta madera era muy dura y resistente, pero o tengo una fuerza como para luchador profesional o este pelele con el que usted se las trae hace días tiene una cabeza extremadamente dura.Anda, levántese y apure el paso amigo Joaquín, que yo aquí ya me las veo con su rival de turno – le sonrió José María.

Le agradeció a su inesperado rescatista y se puso de pie, adolorido, como venía siendo costumbre, físicamente aunque un poco más en el ego, viendo que sus dos últimos salvadores habían sido una señorita que sabía cargar el peso de un camal en cuatro bolsas de mercado y, ahora, un sexagenario que se había quedado sin bastón por cubrirle las espaldas.

¿Cómo sabía? – le dijo, aún tratando de dilucidar si había algún músculo que no le estuviera pidiendo auxilio en aquel instante.

Llámelo intuición, don Joaquín. Viéndole lo pálido que se puso al enterarse que ese individuo le andaba buscando, pues sumé dos más dos.No es que usted tenga aspecto caribeño tampoco, pero pasó de blanco lechoso a transparente en cuestión de una décima de segundo…así que decidí seguirle y comprobar que sus viejos hábitos de hacerse con enemigos por dondequiera que vaya no habían cambiado.Uno de mis peores defectos es justamente que rara vez me equivoco.

Joaquín volvió a agradecerle y se fue directo a la parada del tranvía, que le dejó a las puertas del teleférico de la Barceloneta, desde donde ascendería al Xampagnet y caminaría después hasta llegar a Antonio Calvo, pasando antes por Escuders.

El trayecto le tomó unos cincuenta minutos en los que aprovechó para recuperar la respiración y el mellado orgullo. Cuando llegó a Villa Sofía, la tarde ya se había puesto completamente sobre el cénit de la ciudad y unos aros de luz mortecina despedían el día a la par que daban la bienvenida a una nueva noche.

Tocó la puerta, aún sumamente adolorido.Tocó una segunda vez hasta que oyó que alguien se aproximaba a la puerta principal y se dispuso a hacerle frente al padre de Sofía quien, estaba convencido, estaría inmiscuido en todo lo que le había sucedido.

Una chica joven, de rasgos simpáticos, pelo negro largo ensortijado y unos ojos que destilaban dulzura le miraba desde el otro lado de las columnas de bronce, a pocos pasos de la verja que dividía el acceso a la mansión de la calle.

Como si le hubiese reconocido, sonrió inmediatamente y salió a su encuentro.

Joaquín, ¿no? – más que preguntarle, le confirmó a sí mismo.

Le agarró del brazo y le hizo entrar a la casa, empujándole por unas escaleras de finísimo acabado, con estatuas griegas a ambos lados de cada bloque de peldaños y unos retratos familiares en los que sólo reconocía a una Sofía de niña y de adolescente junto a quienes, suponía, serían sus padres.

Llegaron a una puerta blanca, grande y semi abierta que daba acceso a una habitación que era, sólo viéndola desde fuera, unas tres veces más grande que todo el espacio en el que Joaquín malvivía.

Sofía yacía en la cama, con los ojos cerrados.Su madre a un lado sosteniéndole la mano y al pie de la cama, boca arriba e inmerso en un charco de sangre, el mismo hombre que aparecía en las fotos que vio al subir las escaleras y que Joaquín relacionó como el padre de Sofía.

XIII

Donde habita el olvido

Alicia contemplaba el rostro de su hija apoyado sobre la almohada, respirando profundamente en lo que parecía ser un sueño placentero ya que escuchaba, por ratos, sonidos guturales de satisfacción como una risa ahogada.

Tras el primer disparo a su esposo, supo que no habría vuelta atrás y que su vida había dado un vuelco de ciento ochenta grados.La bala salió cargada de pólvora y pasado, de cobre y recuerdos reprimidos durante muchísimos, demasiados años.Alicia disparó contra todas las humillaciones, vejaciones, abusos, golpes, insultos, maltratos y farsas que tuvo que soportar, estoica, por su hija, durante todo ese tiempo.

Se sintió aliviada, descargada completamente de un. lastre que arrastraba amontonándose desde aquel fatídico ocho de diciembre del treinta y seis cuando, amenazada por su padre que prometía matar a su novio, el alférez del bando republicano, tuvo que darle el a los Cavero – porque la boda fue una alianza entre clanes más que una unión entre dos individuos – y así quedar atada de pies y manos a un futuro que no deseaba en absoluto.

Lo vio retorcerse de dolor un rato hasta que levantó un brazo en busca de auxilio.Le pareció irrisorio el final de su esposo. Tantos años imponiéndose ante todo y todos, arrasando contra quien se pusiera en su camino y ahora, en las puertas de la muerte, no encontraba otra que pedir clemencia, algo que él mismo nunca tuvo dentro de su muy limitado bagaje emocional.

El segundo disparo fue más para evitar verle hundirse en una imagen cada vez de mayor auto conmiseración que tan ajena le era, que tan poco cuajaba con la imagen que se había forjado durante sus seis décadas de vida.

Vio a Ximena entrar al cuarto muy lentamente, observando primero a Don Ignacio, a quien tanto había aprendido a temer, con el rostro cuajado e inexpresivo, los ojos abiertos con las pupilas completamente dilatadas y los iris en blanco, mirando un punto fijo en el techo que, más que seguro, no le correspondería la mirada.

Si bien le causó cierto temor ver a su patrón muerto en aquellas condiciones, no fue hasta que vio a Sofía también tumbada en el suelo, ella con los ojos cerrados pero igualmente inmóvil, que lanzó un grito y corrió hacia ella, prácticamente abalanzándose a sus pies.

No te preocupes, Ximena, ella está bien. Sólo tiene un golpe en la cabeza que habrá que controlar, pero está bien – le aseguró Alicia.

Ximena no se apartó hasta que sintió cómo el pecho de Sofía oscilaba lentamente y le controlaron el sangrado de la cabeza con unas cuantas compresas frías y unos paños traídos del baño.

Entre las dos la pusieron sobre la cama, la cambiaron de ropa y la cubrieron hasta el pecho, con un chal encima del camisón, todo de blanco, que le confería un aspecto angelical a la hija de los Cavero Urquieta.

Los flecos de las sábanas y de las telas que cubrían la cama aumentaban el ambiente espectral de todo lo que se había dado en aquel cuarto.

A los pocos minutos, Alicia escuchó el timbre de la casa. Entró en sí y posó los ojos sobre Ximena, ambas estáticas y con un ademán de terror en los ojos, temiendo que alguien hubiera escuchado los disparos y hubiese alertado a la policía.

Ximena se levantó de la cama de Sofía y tomó la iniciativa.Tranquilizó a la señora Alicia antes de salir del cuarto y dirigirse escaleras abajo hacia el recibidor del primer piso, desde donde escuchó que tocaban por segunda vez.

Abrió la puerta, pasando antes por la araña que se mantenía encendida día y noche, y llegó hasta la verja de la puerta a la calle.

Esperando ver un coche patrulla o al menos un par de uniformados de la Guardia Civil escoltados tras las barras metálicas, lanzó un suspiro de alivio al encontrar una cara conocida apoyada, jadeante, al otro lado.

Era el mismo hombre que había visto con Sofía aquella tarde.Quien la llevaba de la mano, ambos caminando como quien tiene el mundo a sus pies en esos precisos momentos.

Joaquín, ¿no? – le sonrió, abriéndole la puerta.

Ambos entraron en la habitación de Sofía.

Joaquín se quedó en el rellano al verla en la cama, pálida y con los paños sobre la cabeza.

No te preocupes, ella está bien. Se ha desmayado pero está volviendo en sí – oyó que le decía una mujer cuya voz denotaba un cansancio infinito, una quietud emocional cargada de afecto y de alivio.Esa voz parecía venir de una persona mayor, mucho mayor. Por ello, cuando Joaquín ingresó por completo al cuarto se sorprendió al ver a una mujer que si bien tenía evidentes señas de fatiga en el rostro, con párpados cargados, ojos a punto de desplomarse debido al agotamiento y labios resecos, era de una belleza palpable, con una sonrisa de satisfacción dibujada en la boca que hacía presagiar que acababa de pasar, de manera resiliente, por una tormenta inconmensurable y había, finalmente, salido victoriosa.

Alicia observó a aquel joven entrar, primero con la mirada fija en su hija que estaba aún inexpresiva e inmóvil en la cama y después trasladando la misma hacia ella.

Le sonrió con paz y gentileza, le parecía que aquel hombre bien merecía una sonrisa de bienvenida y agradecimiento por encontrarse ahora al costado de Sofía.

Vio cómo él se acercaba a la ventana más pequeña del cuarto y descorría la cortina abriéndola para que ingresara un poco de aire que ella misma aún no se había percatado cuánta falta le hacía.

Algo le tensó la mano. Sofía intentaba enderezarse en la cama, ojos abiertos ligeramente y respirando con mayor facilidad, su hija miraba en su dirección, preguntándole, exhortándole casi, que ya todo hubiese pasado.

Ella se limitó a asentir suavemente mientras unas lágrimas de tranquilidad le recorrían los mismos caminos que aquellas que minutos antes descargaban las balas de ira, impotencia y ayeres, limpiando los resquicios de un pasado que ya, tras tantos años, había quedado definitivamente sepultado.

Vio a Sofía girar la cabeza y fijarse en la figura de Joaquín que emergía de la sombra que la luz de afuera generaba sobre su sombra.

Era palpable la química entre ambos, aquella conexión que sólo sienten quienes quieren de verdad, sin cuestionamientos, dudas o rencores. Alicia esperó unos minutos a que ambos se encontraran en el tacto de la piel que tanto había esperado, en las sonrisas al descubierto y los silencios que tanto hablaban y, entonces, les pidió a ambos que bajasen a la sala con ella.

Ayudaron a Sofía a ponerse en pie y a caminar hasta la puerta, pasando por el cuerpo de Don Ignacio que yacía como había vivido: solo. Profunda e irreversiblemente solo, con perdones tardíos y disculpas caducas.

Bajaron lentamente las escaleras por temor a que Sofía se desvaneciese nuevamente y, aunque ella decía que no, que ya se encontraba mucho mejor y que eran más bien ellos quienes tenían pinta de inquilinos de la pálida dama, ni Alicia ni Joaquín se apartaron de ella un instante, siendo escoltados por Ximena, quien ya hacía las diligencias para traer a los de la funeraria a la casa, sin médicos o ambulancias con preguntas innecesarias de por medio.

Llegaron al salón, donde aún estaba, vacilante ante la inmensidad acristalada, la aceituna sobre la superficie del fondo de la copa.Se sentaron en dos sofás; Alicia en el que ya había pasado gran parte del día y Sofía con Joaquín, de la mano, en uno más amplio a su lado.

Alicia agarró un sobre blanco que había bajo un portavasos de plata. Abrió el sobre y tendió un folio, escrito a dos caras, en las manos expectantes de Sofía.

Lo que ahora van a leer es algo que, si bien llegó hace tres días a la casa, yo sé hace muchísimos años. Se podría decir que antes que tú nacieras, Sofía. Que tú cayeras en la historia, Joaquín, ha sido fruto de un destino en el que hacía también mucho tiempo había dejado de creer.

XIV

No debía de quererte…

Querida Sofía:

No nos hemos conocido aún y dudo que tengamos la oportunidad de hacerlo. Sin embargo, yo sí puedo decir, con muchísimo placer, que te conozco hace mucho, mucho tiempo.

Mi nombre es Judith Flores. Nací en un pequeño pueblo de Asturias y de muy pequeña mis padres y yo vinimos a Barcelona huyendo de la pobreza y aspirando a grandes cosas en la ciudad. Lo poco que sé de ellos es eso, ya que a los meses de pisar Barcelona, la grandeza se evaporó como se evaporan los sueños inalcanzables y acabé creciendo en un albergue para niñas: el albergue San Miguel.

Pasé más de dos décadas ahí, hasta el punto que al cumplir los diecinueve años decidí quedarme y apoyar a las madres que trabajaban incansables por el bien de todas las niñas.

Durante mi tiempo allí, aprendí un sinfín de cosas, pero lo más importante es que conocí el verdadero valor de la amistad, de lo que significa sentirse aceptada, valorada y querida por otras personas. Hice varias amigas pero entre ellas llevo en mis recuerdos, cada día, a dos, que se convirtieron en mis confidentes, cómplices y mis hombros sobre los que apoyarme en innumerables ocasiones.

Esther Contreras fue una de ellas, y lo ha sido hasta hace muy poco, así como Mercedes Molina.

A esta última la conocí primero. Éramos casi de la misma edad y compartíamos los mismos gustos, el mismo afán de apoyar a las demás, de paseos al aire libre y de eventuales escapadas, ya de jovencitas, a ferias, comparsas y bailes locales.

En uno de aquellos bailes, Mercedes conoció a un joven que trabajaba para el circo que había venido de visita a la ciudad para la fiesta de Saint Jordi.

Se enamoraron bruscamente, hasta el punto que ella pensó en dejar el albergue e irse con él a la campiña catalana, donde los tíos de Mercedes tenían una pequeña finca. Pero el circo cerró sus carpas una noche friolenta antes de lo previsto por algún problema contractual con quienes les habían arrendado el espacio dentro de la feria, y se fueron de madrugada, sin los bombos ni los platillos con los que habían llegado.

Así, Mercedes se encontró sin quien había sido, en tan poco tiempo, el gran amor de su vida.

La ciudad estaba sumida en plena guerra, con ambos bandos devastando hogares física e ideológicamente, dividiendo familias y vistiendo las calles con un reguero incesante de sangre, que no conocía de bandera alguna.

Mercedes dio a luz a una preciosa niña ocho meses y medio después en la finca de sus tíos en Vallvidriera. Trató de esconder su embarazo lo más que pudo, pero a los cinco meses la madre superiora del albergue acabó echándola a la calle al descubrir su secreto.

Mercedes volvió al albergue con su hija para que la conocieran sus dos mejores amigas, Esther y yo.

Esther estaba entonces saliendo con un cadete o no me acuerdo qué rango tenía, del bando republicano.En una de esas visitas de Mercedes, le tuve que contar que a Esther la habían echado hacía unos meses por lo mismo que la habían echado a ella.Estaba esperando también una criatura pero, a diferencia de Mercedes, no tenía dónde ir.

Mercedes montó en cólera, gritándole a todo el mundo, incluyéndome a mí, que cómo habíamos permitido eso. Se encaró con la madre superiora, vociferándole en su oficina que si acaso no se acordaba cuando Esther había llegado, cómo todo había cambiado gracias a ella y a cómo esa niña se había empeñado en ayudar a las otras internas a base de apoyarlas en los estudios, en los deberes y demás.

Alternaba el nombre de Esther con el de una tal Lorena, Lorena Rivera, lo cual pude aclarar después con la misma Mercedes.

Ella, tras desahogar su furia contra todos cuanto estuvieran delante, salió dando un portazo de la oficina de dirección y se dirigió como un tren sin frenos a la salida, advirtiendo a todos que encontraría a Esther dondequiera que estuviese y que eso no acabaría ahí, que acudiría a las autoridades.

Acertó en ambas predicciones, curiosamente.

Se topó con Esther por Vía Layetana, encontrándola en estado casi de indigencia.Si bien hacía pocos meses no veía a su amiga, en el devenir de estos, Esther había adelgazado al punto de estar irreconocible, según me pudo contar, años más tarde, Mercedes.

Esther estaba también por dar a luz. Mercedes la ayudó llevándola al Hospital de la Merced si no me falla la memoria y ahí, tras un feroz combate entre la vida y la muerte, acabaron ganando ambas.

La vida se vistió de gala para darle la bienvenida a un niño que a punto estuvo de no conocer la luz del día mientras que la muerte se consoló llevándose a Esther, que se resistía a irse acompañada al más allá.

En lo segundo en lo que acertó Mercedes fue en lo de las autoridades, sólo que no fue ella quien les alertó sino parece ser que fue la misma madre superiora quien ya tenía años queriendo salir de ese lugar y aprovechando la amenaza de Mercedes, llamó a un contacto que tenía dentro de la columna falangista, alguien que hacía unos meses le había llamado ofreciéndole dinero por la “adopción” de una niña pero que en aquellos momentos no aceptó, más que nada porque no contaba con niñas que cumplieran los requisitos que pedía este individuo en cuestión.

Pero aquel día todo se confabuló en contra de quienes menos lo merecían,

Mercedes había salido del albergue rauda, dejando a su hija al cuidado de una de las madres mientras salía en búsqueda de su amiga.Esta niña, de menos de dos años de edad, era la excusa perfecta de la madre superiora para cumplir su objetivo: salir del albergue. Contactó con aquel nefasto personaje diciéndole que ya tenía a una niña con las características que tanto él como su esposa habían solicitado y le pidió que se llevara a la niña inmediatamente y que todo se disfrazase como una incursión anti subversiva dentro de la misma institución por medio de las fuerzas del orden.

Cuando los cuerpos de la social llegaron, tumbando la puerta y gritándonos a todos que nos pusiéramos contra las paredes laterales, yo estaba cargando a aquella niña en mis brazos. Jugábamos mientras la madre superiora conversaba en su oficina con la monja a la que Mercedes le había encargado la niña.

Hicieron, los soldados, un pequeño pasillo para dar paso a un hombre de unos treinta años de edad, con una almidonada camisa de seda y galones en el saco, seguramente ninguno meritorio, así como un diáfano e irrisorio bigotillo que le subrayaba la mayúscula nariz.

El hombre llegó a la mitad del recibidor, donde volteó a la derecha hacia una pequeña ventana que daba al jardín interno.

Ahí vio jugando a una pequeña niña de poco más, si acaso, de dos años, riéndole las ocurrencias a una chica que jugaba con ella.El diminuto hombre entró a la oficina de la madre superiora y salió minutos después. Tras una breve conversación con uno de sus hombres, pude ver a través del mismo ventanal por el que me había visto jugando con esa niña al que era evidentemente el jefe del grupo dando indicaciones con las manos.

Inmediatamente comenzó el caos.

Dos de los hombres de aquel pequeño pelotónesposaron a uno de los voluntarios del albergue, golpeándole antes hasta dejarle inconsciente, sangrando en el suelo y levantándole como un saco de patatas, para empujarle contra la pared a patadas y ponerle las esposas, escupiéndole y tildándole de rojo, anti catalán y otros adjetivos, cada cual de mayor calibre.

Acorralaron a las niñas que estaban allí, casi arrastrándolas hacia la calle y haciéndolas entrar en dos furgones aparcados en las afueras de Príncipe de Casals.

Los hombres que permanecían dentro empujaron las literas, tumbando varias de ellas, hasta el fondo del cuarto de las menores del hogar.,

Rociaron el suelo con gasolina y, antes de prenderle fuego, vi entrar al hombre al jardín donde aún estaba yo con la niña, ambas estáticas, mientras ella me empapaba la camisa con sus lágrimas y yo, a la par, temblaba de miedo.

Sin mediar palabra alguna, me arrebató a la niña y se dio media vuelta.

Antes de llegar a la puerta le vi voltearse, poner a la niña en el suelo y decirme, con la voz más oscura y carente de sentimientos que jamás he llegado a oír: “si alguna vez tratas de buscar a la niña o me entero que andas husmeando donde no debes, primero me cargaré personalmente a toda tu familia, mientras tú les ves agonizar y después, mucho más lenta y dolorosamente, te haré desear no haber nacido jamás”.

Encendieron el fuego cuando aún no salía de mi estupor, ahogándome primero con las palabras que me acababan de disparar para luego darme cuenta que me estaba asfixiando con el humo que reventó la ventana, salpicándome con pedazos de cristal que me cortaron el pómulo y el párpado derecho.Viendo a medias, salí de allí y me senté afuera, mientras las llamas devoraban una parte de la casa.

Los bomberos, para variar, llegaron tardísimo, casi transcurrida una hora cuando para entonces el fuego había acabado de consumir una parte de la alfombra principal y casi todo el cuarto de las menores.

No sentí el frío, la lluvia, ni a los bomberos que llegaron. No sentí cuando me pusieron una colcha encima y me llevaron a un lugar donde no caían las gotas de lluvia y me curaban las heridas y las quemaduras que sufrí.

Estuve días, semanas, qué digo, meses, buscando a Mercedes. Pero no hubo cómo encontrarla. Se había desaparecido de la faz de la tierra. Se me ocurrió buscarla por todos sitios menos donde al final acabé por encontrarla, por coincidencias del destino.

Al cabo de unos años de quedarme en casa con mi familia, sin salir casi, por miedo a encontrarme con la cara de aquel hombre que aún me acechaba en las noches y cada mañana, decidí empezar a buscar trabajo, algo que me permitiera salir del abismo en el que me encontraba desde aquella noche del incendio.

Así, encontré un puesto en un hospital psiquiátrico, en San Gervasio.

Ahí, el primer día, me llevaron al ala de demenciados sin familiares. Y al abrir la segunda puerta fue cuando me encontré cara a cara con Mercedes.

Bueno, con una Mercedes casi totalmente ida tanto física, emocional, intelectual y psicológicamente.Marchita y que no me reconocía en lo absoluto.

A partir de aquel día prácticamente vivía en el hospital, encontrando cualquier excusa para estar cerca a Mercedes. Tenía días mejore que otros, y en esos, me podía contar historias de su vida pasada, de su familia y, siempre, de su hija, aquella niña que dejó en el albergue San Miguel para ir en búsqueda de su mejor amiga.

Mercedes siempre la llamaba “mi niña, mi niña”, hasta que un día comenzó a referirse a ella por su nombre: Sofía.

También me contaba historias de Esther y de Judith, cuyo nombre ella nunca pudo asociar con quien la cuidaba, la bañaba, paseaba, daba de comer y acostaba casi cada día que pasó en aquel lugar.

De Esther me contó que su verdadero nombre no era ese sino Lorena Rivera, y que el hijo que había ayudado a dar a luz se llamaba Joaquín Molina, que se encontraba en otro albergue, de niños, por el Rabal.

Indagué un poco primero por el niño, a quien me enteré que Mercedes le enviaba cartas al inicio de su internamiento, cuando aún estaba cuerda y fue llevada a la fuerza, en circunstancias cuanto menos misteriosas, a aquel recinto. Eso fue antes de las terapias de electroshock y demás, que inevitablemente, junto con todo lo que ya de por sí cargaba encima, la condujeron a la demencia.

Leí las últimas cartas que databan de unos meses atrás, y me decidí a restablecer aquella relación epistolar, contándole poco a poco lo que sabía e iba averiguando de Mercedes conforme venían, cada vez más espaciados, sus rezagos de lucidez.

El muchacho finalmente llegó a presentarse en el hospital para conocer a Mercedes.

Era el vivo retrato de Esther, o Lorena mejor dicho.

Además de parecerse físicamente, era, como lo fue su madre, un joven bondadoso, humilde, de buen trato, con un corazón que no le cabía en el cuerpo pero unos ojos que delataban una tristeza infinita.

Como ya había pasado cierto tiempo, y envalentonada por cómo se venían dando las cosas con Mercedes y Joaquín, busqué por algunos contactos las actas de clausura del albergue San Miguel que, asumí, la habría firmado quien lideró la incursión contra lo que había sido mi hogar durante tanto tiempo.

Era un tal Ignacio Cavero. Oficial ya en retiro y ahora prominente empresario catalán, casado con Alicia Urquieta unos dos años antes que sucediera lo del incendio.

Pasados unos días tomé coraje y fui a la dirección que figuraba, curiosamente, cerca de San Gervasio.

Simplemente al llegar a la puerta de la calle me quedó evidente que había dado con el lugar correcto.

“Villa Sofía” me saludaba con letras de bronce aupadas en un semicírculo sobre unas verjas metálicas del garaje de aquella mansión.

Me acabé por hacer amiga de una de las mucamas de la casa, quien me confirmó que una chiquilla llamada Sofía vivía ahí hacía pocos años, hija de los patrones aunque nunca hubiese visto embarazo alguno de Doña Alicia, pero sí cómo un día cualquiera llegó Don Ignacio en plena noche con una niña que no paraba de llorar, en los brazos.

Semanas después, cuando llegaba a mi trabajo temprano como de costumbre, me encontré con un individuo alto, flaco y ataviado como un funebrero, lo que no era raro en el hospital.

Tenía unos ojos verdes oscuros penetrantes, que te leían el alma y sacaban a la luz tus más grandes miedos sin remordimiento alguno. Me dijo que de ahora en adelante no volviera a meter mis narices donde nadie me llamaba. Esas palabras me retumbaron hasta lo más profundo de mi ser, haciéndome recordar lo vivido años atrás antes del incendio.

De ahí en más aquel hombre venía cada sábado, cuando Joaquín también llegaba de visita, y se quedaba algún que otro día, para cerciorarse que no estuviera diciendo o haciendo algo que removiese innecesariamente las arenas movedizas del pasado.

Lo poco que pude hacer más adelante fue estar lo más atenta posible y estar cerca de Mercedes.

Pero un día llegué, un día en el que Joaquín visitaba a Mercedes y tras la visita entré a su cuarto. La encontré muerta, sin la pulsera que identificaba a todos nuestros residentes y en cuya parte posterior se leía el nombre y la dirección del familiar más cercano.

El resto ya lo podrás deducir tú misma, Sofía.

Conocí a Joaquín muchos años atrás y sé que ahora tú has tenido la buena suerte de haberle conocido a pesar de todo lo que hice y se hizo para que eso no sucediera.

La historia de ambos se entrelazó ineludiblemente y sólo espero que estas líneas lleguen a ti, a vosotros, para, de alguna manera, reencontraros ambos con vuestro pasado.Cada cual con sus propias oscuridades, ahora expuestas a la luz. Cada cual habiendo recorrido caminos al parecer opuestos pero que han convergido en un mismo punto, tanto de inicio como, aparentemente, de final.

Mis días están contados, eso ya lo sé. E hice mal, muy mal en no darle a Joaquín la verdad sobre su vida, su historia, su identidad desde un inicio. Sólo espero que pueda comprender que lo hice para protegerlo tanto a él como a ti.

Mercedes y yo ya estábamos marcadas inexorablemente y sólo era cuestión de tiempo antes que nos acallaran a ambas por completo. Por alguna razón, yo he durado mucho más de lo que supuse cuando me metí en esto.

Pero vosotros no. Por eso espero que esta carta te llegue a las manos y que si es así, sepas compartir tu historia con la de Joaquín, quien te podrá contar acerca de tu madre mucho mejor que yo seguramente, ya que las personas – en la mayoría de las ocasiones – son una mezcla de quienes han sido y quienes creemos que han sido ante un lente subjetivo y tergiversado con nuestros propios anhelos.

Así podrás completar las piezas que yo he dejado aún al descubierto y desenmarañar la madeja de historias que te han convertido en quien eres hoy finalmente.

Si guardas rencor, guárdamelo a mí, no a Mercedes ni a la vida en general, que tiene, como lo tuvo en un momento para Mercedes, Lorena y para mí, Lux Aeterna.

Judith

XV

Lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes, es que mueras por mí…

Joaquín camina de la mano con Sofía por la dársena del Puerto Viejo. Hace un día caluroso y se escucha, aparte del rumor del viento y el romper de las olas contra el muelle, la risa de los jóvenes paseando en bicicleta, otros corriendo tras un balón, con los padres expectantes en las sillas de alguno de los chiringuitos expuestos a la brisa marina.

Detrás de la pareja viene una niña con un libro bajo el brazo y persiguiendo a un grupo de palomas que vuelven a alzar vuelo con el sonido de los zapatos de la niña acercándose a su lugar de efímero reposo.

Papá, mamá, ¡esperadme! – grita la niña, ahora su atención puesta sobre el pesado libro que carga ahora en ambas manos.

Aquí estamos, Lorena. ¿Te parece si nos sentamos por aquellas bancas a tomar un helado? – le sonríe Sofía.

A la niña se le ilumina el rostro y corre a cogerse de la mano de su padre y de su madre, pidiéndole a ésta que coja el libro para poder balancearse entre ambos.

El Conde de Montecristo – susurra Joaquín al tener de nuevo aquel ejemplar que una vez fue de su madre y en cuyas páginas se originó todo.

¿Cómo vas con el libro, Lore? – le pregunta Joaquín.

Uy, está muy bien, aunque la verdad eso de salir de la cárcel en un saco de muertos…a mí no me va papá…yo no aguantaría ese olor

Se ríen los padres, mirándose ambos y diciéndose todo entre esas miradas.

Y tú papá, ¿cómo vas con el libro sobre la abuela?….

EPÍLOGO

La historia de Lorena

Mi abuela, a quien por designios del destino nunca conocí pero cuyo legado llevo conmigo en el alma además de en el nombre, fue una mujer valiente.

Murió mucho antes de lo que debía haberlo hecho y en circunstancias mucho más injustas de lo que se merecía.Vivió una vida llena de vacíos, de incertidumbres y de cuestionamientos acerca de ella misma que, creo, le fueron después heredados a mi padre.Él tuvo también la valentía de enfrentarse a sus cartas y, a diferencia de su madre, ganó la mayoría de las partidas.

Aquellas que no, sin embargo, tuvo la decencia de no darlas a conocer durante su vida.

De mis otros abuelos tengo la suerte de decir que conocí a una que me quiso demasiado y a quien llevo también conmigo a pesar de no haber sido la verdadera madre de mi madre.Fue quien la crió y quien, luego, me enseñó a vivir aventuras maravillosas que me han marcado para siempre.

De mi abuela biológica tengo una pequeña foto color sepia donde sale con mi otra abuela en un internado y una tercera mujer cuya identidad mis padres supieron mantener en secreto durante muchos años.

De abuelos no puedo decir mucho ya que sólo sé de uno que no fue el padre de mi padre y que fue gracias a él que mi madre, tras una golpiza recibida de su parte, se enteró que me llevaba a mí adentro.

Eso, claro, me lo contó mi abuela, ya que mi madre nunca me contó nada acerca de quien fingió ser su padre.

De mi madre llevo en las venas las ganas de vivir, las ganas de contar las anécdotas más maravillosas que jamás haya ideado, y de mi padre, la fuerza para llevarlas a cabo en papel y una cadena de historias truculentas, de sombras y de esperanza entre las mismas, que más que ponerme a escribirlas, siento como si fueran ellas quienes me llamasen para, dedos sobre el teclado de mi Underwood 11,darles vida.

FIN


AGRADECIMIENTOS

Más que agradecimientos, siento que debo disculparme por este primer intento de aproximarme a algo siquiera remotamente parecido a una novela, a una historia con cierta ilación. También recalcar lo que es obvio a todas luces. Mis nociones de Barcelona se deben a novelas que he leído y los lugares que menciono, si bien existen, no tienen ninguna relación con la ubicación geográfica real de mi ciudad preferida pese a no haberla pisado jamás.

Con eso dicho, sí quiero agradecer a mi padre porque a pesar de mis innumerables errores, tropiezos, caídas de bruces, de espalda y de culo, nunca se dio por vencido conmigo y me dio la oportunidad de hoy sentirme orgulloso de haber puesto mi primer punto final sobre algo que inicié.

A Mía, por existir aún antes de nacer y ayudarme a querer ser mejor cada día. A Noah, porque gracias a ti y a tu hermana quiero ser el mejor tío que exista.A Yenia, por verme como soy y como podría ser desde que éramos pequeños. A Pao, por darle a mi hermana la tranquilidad y la sonrisa que siempre mereció y a mí una oportunidad. A mi madre, por aguantarme, apoyarme y creer en mí incluso en mis momentos de mayor oscuridad.

A Fernando, porque gracias a ti entendí, o voy en proceso de, al menos, lo que significa “vivir” y tener un verdadero amigo. A ti, amigo Izquierdo, por animarme a seguir adelante cuando no tenía idea cómo continuar con esta historia. Espero verte en el lado derecho de la vida.

A Rocío, porque nunca dejaste de confiar en mí a pesar que esta saba…ndija te dio muchas razones para hacerlo.Gracias por ser la amiga que nunca pensé llegar a tener.Tú me envalentonaste a escribir, así que esto es culpa tuya. A Elvis y a Judith por darme una familia repleta de cariño, de apoyo, de fe y por mostrarme el camino a seguir.Gracias Judith por permitirme ser tu hijo putativo (ya sabemos qué parte más) y porque ahora, paradójicamente, te siento más cerca que nunca.No cumplí mucho de lo que te prometí y destrocé muchas de tus esperanzas en mí…aun así estabas a mi lado apoyándome y creyendo en mí.Así que ahora, es en gran medida por ti por lo que salgo adelante.

A cada una de las niñas del Hogar, a quienes llevo en mi corazón, en mi fuerza y en mis sueños día tras día.

A ti Nata, por hacerme descubrir la poesía de Sabina y, así, destrozar su lírica con estos capítulos en algo imperdonable.Por ser siempre la amiga que nunca merecí de verdad.

A Paul Soria, por no sólo darme la oportunidad material de terminar esta novela sino, y más que nada, por darme una razón enorme para creer en mí: yo mismo. Por mostrarme que no importa cuán empinado sea el camino, la meta de vivir y confiar plenamente en lo que vale cada una de esas cinco letras no da espacio alguno a la rendición.

Y a Melissa, porque gracias a ti aprendí a sonreír cuando pensaba que ya no habría marcha atrás.Donde estés, gracias Suárez.

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