La Chica Del Bronx

1. El Centro Cívico

—¡Mamaaaaaaaa! Rose no me deja jugar con la pelota— se quejaba el pequeño James, tirando del mandil de su madre. Ella le tocó la cabeza con cariño y le sonrió.

—No te preocupes, cielo. Le dejamos cinco minutos más y luego vamos a buscarla. ¿Te parece bien? — la dulzura con la que Georgia trataba a sus hijos, a veces la aprovechaba para llevarlos a su terreno. Aunque no le resultaba del todo con su hija pequeña, quién con tan sólo cuatro años, tenía la mente muy despierta.

James se resignó y se sentó en la silla de la cocina, observando a su madre cocinar y moverse de un lado a otro a toda prisa. Tenía bastante paciencia con su hermana pequeña, solía ser más calmado, tal vez porque sin que su madre tuviera que explicarle la situación, él la entendía con tan sólo observar el ritmo de vida de ella. Las cosas no se regalaban ni vienen con tanta facilidad. Georgia preparaba una olla de puré de calabaza que, probablemente, sería lo que comerían los próximos tres días. Solía decir que los tiempos no estaban para gastar en caprichos.

—¡Dios santo! — se oyó en el cuarto de baño, acompañado de un ruido que Georgia conocía bastante bien. —¡Georgia! ¡Saca a este demonio de aquí! — gritó Lauren, la madre de Georgia. Esta se estremeció, y antes de salir de la cocina, advirtió a James que no se moviera.

Apareció en el baño en menos de tres segundos, aunque en el pequeño piso que vivía con sus padres, todo quedaba demasiado cerca. Miró a su madre –quién acababa de salir de la ducha- y se disculpó con la mirada al encontrarse el espejo de encima del lavabo hecho trizas en el suelo. La pelota aún se movía dentro del lavabo, pero su hija no estaba ahí, había escapado para que no la regañaran. Pero su madre conocía todos sus escondites secretos.

—Ten cuidado, mamá. No te cortes. En un minuto recogeré los cristales— prometió Georgia antes de salir y buscar la escoba y el recogedor para ponerse a barrer el estropicio que su pequeña había causado. Volvió a la cocina para tirar a la basura los cristales y miró a James, quién miraba el suelo con tristeza al suelo. Sabía que ya no podría jugar con la pelota por lo que había hecho su hermana. A Georgia se le encogía el corazón cada vez que lo veía así y como los dos estaban solos en la cocina, quiso compensarle. Cogió una galleta de chocolate, la más grande del tarro. Lo tenía escondido de sus hijos y al que recurría únicamente cuando lo consideraba totalmente necesario. Se agachó frente a él y le tendió la galleta, guiñándole un ojo de forma cómplice. —No le digas nada a tu hermana ni a los abuelos. Será nuestro secreto—. Los grandes ojos negros de James se iluminaron al ver la galleta y asintió con tal énfasis que los rizos de su flequillo votaban sobre su frente. —Y cuando la termines, lávate las manos y la cara. No dejes pruebas— murmuró su madre con una sonrisa enorme en sus gruesos labios. Luego le besó la frente, echó otro vistazo a la comida y cuando estuvo lista, apagó los fogones.

—Rose, sal de detrás del sofá— exigió su madre, quién la escuchó sollozar.

—¡No! ¡No quiero que me regañes! — gritó sin dejar de llorar.

—Si sales ahora no te regañaré. Lo prometo—. La niña salió echa un mar de lágrimas y Georgia no necesitó más para saber que se arrepentía.

—La abuela ha dicho que soy el demonio— le dijo la pequeña, muy disgustada.

Georgia rió y negó con resignación. Era incapaz de gritarles a sus hijos, sobre todo porque su madre lo hacía por ella. También porque siempre, cuando hacían alguna tratada, decían algo con tal inocencia y gracia que le resultaba imposible ponerse dura con ellos. Siempre lograban sacarle una risa. Cogió a su hija en brazos y se la comió a besos. —Pues si es cierto, eres la más guapa de todos los demonios— le respondió animada. —Pero mañana le toca la pelota a tu hermano, acaparadora— sentenció y aunque a la niña le dio igual en ese momento, sabía que el próximo día discutiría por la pelota de nuevo.

—¡A comer todo el mundo! — anunció entrando a la cocina con la niña en brazos. Echó un vistazo a James y le hizo un gesto para que se limpiara los labios. El niño contuvo una sonrisa traviesa y se relamió.

Richard entraba por la puerta del restaurante de moda, con su maletín en la mano. Tenía una comida de trabajo. Intentaba cerrar un trato con el nuevo alcalde del Bronx, un cuarentón regordete que no se preocupaba absolutamente nada de los habitantes del peor barrio de Manhattan. Richard sabía que lo tenía ganado, invitarlo a ese restaurante tan caro le cegaría. Le haría ver la riqueza que podía tener.

—Bien, señor alcalde. Me gustaría cerrar el centro cívico para construir un edificio administrativo. Esta es mi oferta— y Richard escribió una suma de dinero bastante elevada en un papel. Lo dobló y lo deslizó hasta la mitad de la mesa. El alcalde, al ver tal cifra, sonrió, ya se visualizaba nadando en dinero. Le ofreció la mano y ambos sellaron el trato, en un apretón formar.

—Esta misma tarde puede pasarse a ver el edificio. Si quiere acercarse con algún arquitecto, tiene mi permiso— le dijo el alcalde poco antes de que se despidieran.

Richard salió de allí, contento y satisfecho. Le encantaba pensar que su proyecto daría más empleo. Si seguía así, pronto podría presentarse a ser el alcalde de Manhattan y eso incluía los barrios menos afortunados. La vida le iba bien. Tenía dinero, éxito y un montón de mujeres, pero a pesar de lo que algunos pensaban, Richard Sanders, a sus treinta y dos años, era un político honrado. Jugaba sucio a veces, pero creía que el fin justificaba los medios. Lo tachaban de mujeriego, pero nunca le había importado. Nunca había conocido a una mujer que le interesara para más de unas noches.

Llamó a Taylor, un arquitecto amigo suyo y quedó en Central Park con él. Irían juntos al Bronx, a ver el centro cívico.

Georgia dejó a los niños con sus abuelos y se fue a la peluquería, dispuesta a trabajar. Pero al entrar por la puerta, sus compañeras y su jefa le pusieron al día. Les habían dado un chivatazo. Querían tirar el centro cívico. En cuanto escuchó aquello, Georgia, se puso manos a la obra. Comenzó a preparar carteles de protesta. A parte de madre soltera y trabajadora, le apasionaba unirse a las manifestaciones. De hecho, hacía un año, escribía en un humilde periódico que sólo leían sus vecinos del Bronx. A raíz de eso, comenzó a ser la que organizaba la mayoría de las protestas. En sólo un año, con sus pequeños artículos y sus manifestaciones, logró que no cerraran la escuela. Aquel logro le había dado fama entre sus vecinos. Para unos era una luchadora, para otros, una descerebrada que no pararía hasta que la metieran en la cárcel. Sin embargo, a Georgia, con sus veintitrés años, la única opinión que le importaba era la de sus hijos.

Cerca de las cinco de la tarde, logró reunir a ciento cincuenta personas delante del centro cívico. Todos tenían sus carteles y comenzaban a gritar sus protestas. Un coche que no tenía nada que ver con los que andaban por las calles del Bronx, les indicó que venían los magnates a revisar el centro cívico.

Un tipo moreno, de ojos claros y vestido con un traje gris y una corbata, fue el primero en salir del coche negro. Era Richard. El segundo, un rubio menos alto que el moreno y con los ojos saltones, era el arquitecto.

—¡Ahora! — gritó Georgia por encima de las protestas de sus compañeros. Ella fue la primera que lanzó huevos y tomates pochos contra Richard. Este la miró sorprendido, pero sólo logró levantar su maletín para protegerse mientras todos los protestantes seguían lanzando huevos y tomates.

Entraron al centro cívico, con sus trajes empapados. Georgia y dos compañeras, entraron detrás, los adelantaron y les cortaron el paso.

—¡Fuera de aquí, cerdos capitalistas! — gritó Georgia, animada al instante por las otras dos muchachas.

—Relájate, negra. Esto te queda grande— soltó el arquitecto. No sabía con quién se metía. Georgia sonrió de medio lado y comenzó a empujarlo a la salida. —¡No me toques, zorra! —

Richard quería intervenir, pero se había quedado estupefacto con el genio de aquella joven. Su primer instinto, el de salvar al arquitecto, se esfumó en cuanto la pasión de Georgia al echarlo, lo abrumó. No se movió hasta que la joven volvió a entrar con las mismas intenciones; echarlo a él.

—Espere, señorita. ¿Podemos hablar? — preguntó con amabilidad.

Georgia que no estaba acostumbrada a ese trato por parte de ningún hombre, lo miró confusa.

—Se equivoca de persona. Puede tener mucha labia en su mundo, pero si cree que puede hacerme cambiar de opinión, se puede ahorrar la charla— le espetó y se cruzó de brazos. Ningún ricachón le achantaba. ¿Quién lo iba decir? La madre que era incapaz de regañar a sus hijos, era toda una fiera cuando tenía que defender en lo que creía, como en ese caso el centro cívico.

—Le prometo que no la convenceré de nada. Pero me gustaría conocer la opinión de la gente, y creo que usted puede contarme lo que yo desconozco—. El pobre Richard, desconocía a qué se debía la manifestación, pero llegados a ese punto, le interesaba bastante conocer lo que sucedía.

Georgia se lo pensó por un momento, pero terminó aceptando. Miró a las chicas y les pidió que no dejaran al rubio entrar. Richard quiso entrar en uno de los despachos para que ella le contara qué pasaba.

—¿Y bien? — preguntó él cuando estuvieron a solas en un despacho del edificio.

—Se nota que es la primera vez que aparece por aquí— se burló ella.

—Sí, es la primera vez. Por eso mismo estoy aquí con usted. ¿Le importa contarme por qué me lanzan huevos y tomates? Que yo sepa, no vengo a quitaros nada. Al contrario.

Ella lo miró con desconfianza. —Nos han dicho que pretenden tirar el centro cívico para construir un edificio nuevo. ¿Acaso es falso? — preguntó con el ceño fruncido.

Richard ladeó la cabeza, observándola. Le parecía valiente, apasionada y la mujer más hermosa que había visto en su vida.

—No del todo. Pretendo cerrar el centro y construir un edificio administrativo. Como ve, no es nada malo. Vengo a crear empleos.

Georgia soltó una carcajada irónica.

—No me tome el pelo. Eso es ridículo. Será mejor que se vaya antes de que corra la misma suerte que el buitre con el que ha venido.

—¿Es ridículo? Serían casi doscientos puestos de trabajo. ¿Dónde está lo malo?

—¡Por el amor de Dios! Usted no tiene ni idea de dónde está. Eso no es el Upper East Side. Aquí somos más humildes. Lo que se necesita son más recursos. ¿Cómo pretende dar empleo administrativo? Aquí los pocos que pasan de la escuela, se van porque aquí no hay oportunidades. No hay universidades. Si alguien quiere estudiar tiene que ser rico. O matarse a trabajar para poder ahorrar y pagarse una universidad pública fuera de aquí, y de ser el caso, los pocos que llegan, son excluidos por ser negros. ¡Váyase de aquí! No dejaré que tiren el centro cívico para dar trabajo a los blancos.

Cuando Georgia creía en algo, hablaba con tanta emoción que se olvidaba casi hasta de respirar.

Richard no salía de su asombro por la convicción con la que ella hablaba. Se tomó un momento para pensar. Estaba claro que su idea no valía ni aportaría nada. Levantó la cabeza y la miró de nuevo.

—Comprendo. En ese caso, habrá que pensar en algo. ¿Qué podría hacer en este edificio? Mañana firmaré el contrato de compra con vuestro alcalde, al que, por cierto, no le importa nada lo que me cuentas. Sin embargo, con el edificio en mi poder, podré hacer lo que me plazca.

—Ese cerdo mentiroso… ¡Nos ha engañado a todos! Todos los políticos son unos farsantes— acusó Georgia.

—Señorita, no me acuse de algo que no soy. Le estoy ofreciendo la posibilidad de hacer algo que ustedes quieran. Podríamos discutirlo cenando juntos, ¿le parece bien?

Georgia dio un paso atrás. No se fiaba.

—No cenaré con usted— aseguró.

Richard se acercó a ella con gesto serio.

—No me mal interprete, sería una cena de intereses comunes. Aunque he de admitir que es usted la mujer más hermosa que he visto en mi vida, lo que pretendo es que pueda hacer algo que os complazca antes de firmar con el alcalde.

Lo miró con los ojos entrecerrados. A pesar de no confiar en él, no estaba acostumbrada a esos halagos, pero no le servían de nada para embaucarla. No obstante, debía hacer algo.

—Nos encontraremos aquí. A las diez en punto. Y no cenaremos— le respondió con decisión. Tenía pensado hablar con los vecinos y hacer una lista de posibilidades para hablarlas con aquel hombre.

Richard asintió sin rechistar. Le encantaría cenar con ella, pero no quería obligarla. Lo primero que deseaba era volver a verla, y luego, poder llegar a un acuerdo. Ya pensaría en algo para cruzarse en más ocasiones con aquella mujer.

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