Capítulo I – Ella
Cada tarde, antes de subir, ella estaba allí, la chica guapa con risa de viento. Se sentaba en las escaleras, los pies rozando el borde del escalón, las manos apoyadas sin propósito, y nunca decía nada. Su silencio, sin embargo, ocupaba todo el rellano, como si hubiera llenado cada esquina con algo invisible que olía a tarde y a hojas muertas. A veces tenía la impresión de que no escuchaba nada fuera de sí misma, sino solo los latidos de su propio corazón, esa especie de tambor pequeño que parecía temblar bajo la piel.
Yo llegaba un poco después, con los bolsillos llenos de monedas imaginarias y palabras que no sabía cómo soltar. Ella me veía y sonreía; no era una sonrisa para mí, ni siquiera una invitación, sino un gesto que decía que ya era hora de levantarse, de dejar que el silencio volviera a ocupar su sitio. Nunca le pregunté nada, ni su nombre, ni si aquel rincón tenía algún secreto. Pero a veces, al verla así, sentía que algo, algo diminuto, urgente, inútilmente mío, se me escapaba entre los dedos, como arena fina con la que juegas cuando tomas el sol el la playa.
Y me quedaba con la certeza de que algo pasaba entre nosotros y el tiempo, algo que no era ni conversación ni mirada, sino apenas un leve temblor, una sombra de risa de viento que se iba deshaciendo mientras subíamos cada uno por su lado de la escalera.
Capítulo II – Yo
A veces, yo no entraba. Me quedaba en el portal, unos minutos nada más, mirando cómo ella estaba ahí sentada en la escalera, tan hermosa, tan perfecta. Con esos ojos color otoño, brillantes, a veces tristes. Ojos que miraban hacia adentro. Siempre tan en su mundo que parecía que el tiempo se había olvidado de ella. Nunca supo por qué hacía ese pequeño ritual del rellano. A veces, en un ejercicio de esperanza inútil, quería pensar que me esperaba a mí. No. Solo era una absurda coincidencia que eligiese el momento del día en que yo llegaba.
Y cada día, sin falta, me armaba de valor, respiraba hondo, contaba hasta diez —o hasta cien, nunca sabía bien— y me decía que hoy, sí, hoy le diría lo que sentía. Hoy las palabras al fin saldrían y todas las dudas se tornarían en certezas. Pero apenas abría la puerta, ella me veía, sonreía, y se levantaba. Su sonrisa era leve, pero implacable, como si supiera de antemano que todo lo que había ensayado en mi cabeza se desharía con la misma facilidad con que se deshace un azucarillo en un café demasiado caliente.
Yo me quedaba allí, con la mano vacía, haciendo un leve gesto amistoso que sabía ridículo, insuficiente, y sin embargo inevitable. Miraba cómo subía, cómo desaparecía entre la luz del rellano, y sentía que aquel instante, aquel único instante, era más largo que cualquier conversación que hubiera podido tener. Porque hay personas con las que el tiempo deja de tener sentido. Y yo me quedaba en el portal, mirando, respirando despacio, tratando de retener algo que ya se había ido, aunque no supiera exactamente qué.
Capítulo III – Ella
Yo me sentaba en el rellano mucho antes de que él llegara a vivir allí. Nadie lo sabía, o nadie me prestaba atención, porque era fácil confundirme con una sombra bonita o con un pensamiento que decidió tomar forma humana y descansar un rato en el rellano. A veces bajaba un escalón, otras subía uno, pero siempre volvía al mismo punto, ese donde la luz del portal se convertía en mi único reloj.
No lo hacía para esperar a nadie. O eso creía yo. Decía (a mí misma, a la pared, al silencio) que solo necesitaba un sitio donde escuchar cómo me latía el corazón, porque en mi cuarto se oía demasiado todo: los platos de la vecina, la tele del matrimonio del tercero, los pasos impacientes del hombre del ático. En el rellano, en cambio, mi corazón sonaba limpio.
Pasaban los días y yo seguía ahí, sentada. Los vecinos apenas me miraban, como quien ve un reflejo insistente que no sabe si pertenece a la casa o a un sueño. Yo sonreía con esa risa de viento que nadie sabía interpretar. No hablaba. No necesitaba hacerlo.
Y entonces, un día cualquiera, él apareció. Simplemente apareció, cargando dos cajas y una timidez que parecía exiliarlo de sí mismo. Lo vi pasar por primera vez con la absoluta naturalidad de quien reconoce lo inevitable. Era extraño: no lo conocía, pero tampoco me resultaba nuevo. Como si el edificio lo hubiera estado esperando desde antes de construirse.
A partir de ese día, cuando escuchaba la puerta de entrada abrirse abajo, algo pequeño —un latido, un hilo, un ínfimo temblor— se movía en mí. No era expectativa, ni ilusión, ni siquiera curiosidad. Era más sutil: un leve ajuste del alma, como cuando uno se prepara para escuchar una nota que aún no ha sido tocada.
A veces, cuando él empujaba la puerta del portal, yo ya sabía lo que ocurriría. Él iba a mirarme como si no quisiera mirar, iba a respirar hondo como si en ese aire hubiera una palabra que se le quedaba atrapada. Yo me quedaba quieta, escuchando su pensamiento. No podía oírlo, claro, pero lo intuía:
ese tambaleo de frases que nacen y mueren antes de salir.
Él pensaba cosas. Lo veía en la forma en que apretaba la mano contra el bolsillo, como si allí guardara una especie de talismán o de coraje mal doblado.
A veces imaginaba que su cabeza decía:
“Hoy sí… hoy sí…”
Pero el hoy nunca llegaba. O llegaba y se le escapaba, que es casi lo mismo.
Yo lo veía detenerse un instante, infinitesimal, pero suficiente para adivinarlo:
él estaba decidiendo entre quedarse o avanzar.
Entre hablar o sonreír.
Entre confesar algo o guardar el secreto para siempre.
Yo también tenía mis pensamientos.
Pensaba:
“Vamos, dilo. Estoy aquí.”
Pero no lo decía, porque quizá decirlo era romper la cuerda floja sobre la que caminábamos desde hacía semanas.
Cuando él entraba del todo, cuando la puerta se cerraba con ese golpe que parecía un punto final adelantado, yo entendía su silencio, esa forma suya de querer sin querer demasiado, de tener miedo a que lo que fuera que estaba naciendo se viniera abajo con una sola palabra.
Él me miraba. Yo sonreía.
Y en ese gesto, tan simple, tan microscópico, sentía que él pensaba:
“Si ella supiera…”
Y yo pensaba:
“Si él supiera que sí sé, pero que prefiero esperar.”
Subíamos uno detrás del otro, sin hablar.
Dos silencios que se miraban sin atreverse a tocarse.
Dos historias a punto de empezar y sin embargo demorándose por puro vértigo.
Capítulo IV – Siéntate a mi lado
Él subió la escalera como siempre, con esa especie de vacilación que ya formaba parte del ritual. La puerta del portal se cerró detrás de él con un sonido leve, casi amable, y ella estaba sentada en su escalón de siempre, el segundo, con las manos apoyadas en las rodillas, como quien sostiene el instante para que no se derrumbe.
Él la vio.
Ella lo vio verlo.
Y en ese cruce que duraba menos que un parpadeo, ella sintió algo nuevo: una punzada limpia, luminosa, que decía ya basta. No era impaciencia. Era una especie de vértigo suave, como cuando uno decide saltar no porque lo hayan empujado, sino porque de pronto descubre que el vacío también puede ser un camino.
Ella lo vio y sonrió. Sabía que se detenía siempre en la puerta a mirarla. También sabía que él nunca se atrevería con la primera palabra. Seguramente lo habían rechazado varias veces, y se había encerrado en una timidez sin remedio.
Él abrió la boca, como siempre, para no decir nada.
Se preparó para sonreír, para hacer su leve gesto amistoso, para seguir guardando todas las palabras que se le escapaban entre los dedos.
Pero ella lo interrumpió con una sola sílaba.
—Hola.
Él se detuvo. Algo en su gesto se rompió o se completó; era difícil saberlo. Tenía las manos tensas, como si no supiera qué hacer con ellas ahora que la realidad había dado un paso que no estaba en su libreto.
Ella sintió que el corazón le hacía un movimiento extraño, como si hubiera adelantado un latido para no quedarse atrás.
—Siempre te detienes —dijo ella, con esa voz suya que él había imaginado mil veces sin saberlo—. Antes de subir. Siempre te detienes un segundo.
Él tragó saliva, sorprendido de que alguien hubiera visto ese detalle mínimo en el que él mismo no quería verse.
—No… no quería molestar —dijo por fin, casi un susurro.
Ella sonrió. Una sonrisa pequeña, exacta, que parecía hecha para envolver precisamente ese tipo de torpeza.
—No molestas —respondió—. Me gusta cómo llegas.
Él pestañeó, incrédulo. Como si esa frase fuera demasiado grande para entrar por la puerta del portal.
Ella, entonces, hizo algo aún más inesperado: dio un golpecito leve en el escalón a su lado, invitándolo sin urgencia, sin palabras de más.
—Si quieres… puedes sentarte un momento —dijo, casi como si le estuviera ofreciendo un silencio nuevo, uno compartido.
Él miró el escalón, la luz del rellano, sus propias manos, el temblor que lo había acompañado tantas tardes.
Y por primera vez, en vez de hacer ese gesto amistoso que siempre lo salvaba de hablar, se sentó.
El silencio que quedó entre ellos no era el de antes.
Era otro.
Uno que empezaba a tener forma, dirección, respiración propia.
Un silencio al borde de convertirse en historia.
Capítulo V. Juntos
Así en silencio pasaron unos minutos, quizás horas. No sabría decir. El tiempo parecía eterno… Se había detenido para ellos.
Ese diálogo de miradas decía todo sin palabras. La ternura de una conversación silenciosa.
– Me llamo Amor – dijo ella.
– Amor- repitió él en voz baja mirándola a los ojos.
Una extraña sensación de felicidad les invadía el corazón. Latidos al unísono en ese cruce de miradas donde cada uno se miraba en las pupilas del otro.
El dedo meñique de la mano de ella acarició el dorso de la mano de él de una manera cariñosamente dulce. Le estaba transmitiendo confianza, complicidad, amistad,… todo ello sin apartar la mirada de sus ojos.
– Mi nombre es Miguel. Vivo aquí desde hace poco tiempo.
– Lo sé. He aguardado tu llegada todos los días sentada en la escalera. He estado aquí incluso antes de que vinieras a vivir a este edificio.
En ese momento él sintió que el corazón le iba a estallar. Un hormigueo recorrió todo su cuerpo.
Las pestañas de Amor parecían mariposas aleteando en el abrir y cerrar sus hermosos ojos… mariposas como las que estaba siendo él ahí, en su estómago, bajo sus costillas flotantes.
Amor no dejaba de sonreírle, esperando arrancarle alguna palabra… Si él no sacaba valor para hablar, lo haría ella, con su dulce mirada, con el corazón en la mano…
Capítulo VI – Primeras palabras
Él respiró hondo, como si aquel instante hubiera contenido todos los segundos que había perdido. Quiso hablar, quiso decir algo, cualquier cosa, pero la voz se le quedó en un laberinto de silencios antiguos. Amor lo miraba, tranquila, sin prisa, como si supiera que las palabras llegarían cuando tuvieran que llegar, y no antes.
—Me alegra que estés aquí —dijo por fin Miguel, con un hilo de voz que parecía tambalearse entre los escalones—. De verdad.
Ella sonrió, y en esa sonrisa había un mundo pequeño y seguro, un universo que cabía en el espacio de aquel rellano y en la pausa que compartían. No necesitó decir nada más. Solo se inclinó un poco hacia él, suficiente para que el aire entre ellos se volviera más denso, más tibio.
Miguel sintió que todo su cuerpo estaba atento, como si cada nervio hubiera aprendido a escucharla, a leer el lenguaje secreto de sus manos, de sus pestañas, de la curva sutil de sus labios. No era atracción, no era deseo, no del todo. Era otra cosa: un reconocimiento silencioso, la certeza de que el tiempo se había plegado a su favor, y que por primera vez, podía detenerse sin miedo.
—He esperado mucho —dijo Amor, apenas un susurro, dejando que sus palabras flotaran en el aire entre ellos—. Pero no sabía que… que te sentirías igual.
Miguel asintió, aunque la cabeza le pesaba de emoción, y sus dedos buscaron los de ella, encontrando el calor de su mano con la delicadeza de quien toca un cristal fino. Se hizo un silencio largo, un silencio que ya no era vacío, sino tejido, como un hilo que empieza a unir dos historias.
—No sé cómo decir… nada de esto —murmuró él, y Amor lo miró con paciencia infinita—. Pero creo… creo que quiero que estemos así, aunque sea solo un rato más.
Ella asintió suavemente. Su cercanía era un abrazo que no necesitaba cuerpo, un gesto que sostenía sin tocar, un pacto silencioso que les permitía existir juntos por un momento sin el peso de las palabras.
Y allí, en el rellano iluminado por una luz tibia que parecía venir de algún lugar secreto entre los escalones y la pared, Miguel comprendió que ese pequeño espacio, esa pausa compartida, era la primera línea de un poema que aún no tenía forma, pero que ya latía en ellos.
—Entonces… —dijo Amor, con voz apenas audible—, nos quedamos aquí un poco más.
Miguel sonrió, y se permitió, por fin, no pensar en nada más que en el hilo que acababan de empezar a tejer, invisible, delicado, eterno en su fragilidad.
El mundo, fuera del portal, podía esperar.
Capítulo VII – El hilo rojo
La leyenda del hilo rojo es conocida por todo el mundo. Unmei no akai ito. Así se llama al hilo rojo en japonés. Dicha leyenda proveniente de la mitología china cuenta que un dios o una diosa ató un hilo rojo invisible alrededor del dedo meñique de las personas que están destinadas a cruzarse en sus vidas.
El hilo rojo conecta a aquellos destinados a encontrarse, sin importar el lugar, el tiempo y las circunstancias. Ese hilo se puede enredar, estirar o contraer, pero nunca romper.
– Lo que está destinado para nosotros acaba ocurriendo tarde o temprano. ¿Lo sabías?- le dijo Amor. El destino es que dos almas se encuentren, cuando ni siquiera se estaban buscando.
En ese momento, Amor le tomó la mano a Miguel con una mano y se la llevó al punto exacto donde late el corazón. Al mismo tiempo la mano izquierda de Amor se posó en el pecho de Miguel. El corazón de Miguel estaba desbocado por el nerviosismo, por ese torrente de emociones y sensaciones que fluía en escorrentía. Ambas miradas se clavaban la una en la otra en ese universo creado por ambos ubicado en el rellano donde estaban sentados.
Los labios de Amor se entreabrieron para dejar escapar versos de un poema japonés improvisado por los sentimientos.
“Mi alma suspira.
Siente mi corazón
a flor de piel”.
Miguel le susurró:
– Unmei no akai ito.
– Espera Miguel, no había terminado mi poema. Dijo Amor
Mi alma suspira.
Siente mi corazón
a flor de piel,
vivo, temblando,
rozando tu nombre
como quien toca
una llama.
Hay en tu mirada
un refugio y un abismo,
un latido que me llama
a saltar sin miedo,
a perderme en ti
hasta olvidar quién era
antes de tu luz.
Y aunque mis manos
aún dudan del destino,
mi pecho, leal y desarmado,
corre hacia ti,
como un río que sabe
que el mar lo espera.
Capítulo VIII – Algo inesperado
El rellano parecía distinto aquel día, más cálido, más cercano, como si la luz se hubiera quedado un poco más allí, solo para ellos. Miguel y Amor seguían sentados uno al lado del otro, sin prisa, explorando el silencio que ya no les pesaba, sino que los sostenía.
—¿Siempre vienes a esta hora? —preguntó Miguel, rompiendo por fin el hilo invisible que los mantenía unidos sin hablar.
—Sí —respondió Amor, con suavidad—. No hay nada más en el mundo que se escuche como mi corazón aquí. Es… limpio, sin ruido. Me encanta venir. Menos mal que me dejan este momento del día. Creo que si no, no podría soportarlo.
Miguel asintió, aunque sin entender del todo lo que Amor había dicho. Su mirada se paseó por los escalones, por la pared, por las manos de ella, y luego volvió a sus ojos, que eran como mapas de cosas que él aún no conocía, pero que ya quería explorar.
—Yo… no sabía que podía esperar algo así de un sitio —dijo él, con una mezcla de risa nerviosa y timidez. Sus dedos, sin proponérselo, buscaron los de Amor de nuevo, entrelazándose con suavidad —mientras fluía esa electricidad inexplicable de la primera vez- Ni siquiera sabía que podía sentir algo así por alguien que apenas conocía.
—Eso es lo curioso —replicó Amor—. Que no hace falta conocerse del todo para que algo ocurra. Solo basta con estar aquí, ahora.
El aire del rellano se hizo más denso, más tibio. Cada palabra que se decía parecía multiplicar el tiempo, detenerlo, y al mismo tiempo abrirlo hacia un futuro incierto que ya no les daba miedo. Miguel dejó que su mano se apoyara con naturalidad sobre la de ella, y Amor la sostuvo sin apartar la mirada. No era un gesto romántico todavía; era un gesto de reconocimiento, de confianza, de hilos que se cruzan por primera vez.
—Me alegra que estés aquí —dijo Miguel de nuevo, pero esta vez con más seguridad—. De verdad. No sé qué haría si… si no te encontrara aquí algún día.
Amor sonrió, pequeña y exacta, y en esa sonrisa había aceptación, complicidad, y también un desafío sutil: “Ven, quédate. Mira cómo podemos empezar algo sin apurarnos”.
Se hicieron pequeños silencios, pausas que no incomodaban, porque cada segundo compartido era un gesto, una frase no dicha, un poema sin palabras. Miguel empezó a notar detalles que antes le habían pasado desapercibidos: la forma en que ella apoyaba los pies, esos zapatos que en los que brillaban estrellas en la noche oscura, el leve temblor de sus pestañas, cómo su sonrisa podía iluminar hasta el escalón más gris.
—¿Sabes algo? —dijo Amor, inclinándose un poco hacia él—. Me gusta cómo llegas, cómo te detienes, cómo pareces esperar algo que ni tú mismo sabes cómo pedir.
Miguel sonrió, esta vez sin miedo. Por primera vez, entendió que no tenía que apresurarse, que no había que forzar las palabras. Que todo podía empezar así, despacio, en un escalón, en un silencio que habla más que cualquier discurso.
Se quedaron un rato más, sentados, hablando un poco y callando mucho. Mientras el sol se escondía detrás del edificio. Cuando las sombras empezaron a inundar el portal, Amor se sobresaltó.
— ¡Oh! ¡Contigo he perdido la noción del tiempo! —dijo Amor, pero no de forma romántica, sino con un deje de amargura y urgencia.
— Debo irme, Miguel. Pero prométeme que me ayudarás —
— Por supuesto Amor, te acompaño a tu piso, dijo mientras se levantaba y le ofrecía su mano para ayudarla a levantarse.
— No, Miguel. Es demasiado tarde — dijo Amor, con una voz que empezaba a apagarse en el aire.
La ternura y el amor en ciernes dejó paso a un asombro infinito. La vio temblar como un humo fino que empieza a dispersarse. Antes de que pudiera comprender lo que ocurría, Amor comenzó a desvanecerse: primero sus manos, luego su cuerpo, hasta que solo quedó la sensación de su perfume flotando en el aire, como un eco imposible de atrapar.
Miguel se quedó allí, sentado en ese lugar que pertenecía a dos personas.
Capítulo IX — Una teoría del desvanecerse
Esa tarde Amor volvió, inevitablemente, al país de las maravillas. No era un país, ni maravillas, ni siquiera un lugar: era una huida. Pero las palabras no siempre aciertan a nombrar lo que duele, así que ella se conformaba con llamarlo así, para no decir infierno ni tampoco decir refugio.
Recordó aquel día terrible —¿Qué día no lo es cuando se derrumba el suelo?— en que la realidad le dolió como si se la hubieran puesto justa, exacta, demasiado ajustada a su piel. Problemas de esos que se pegan a los talones, que hacen ruido en la cabeza incluso cuando te tapas los oídos.
Ella se sentaba entonces en el portal, en el suelo frío, con los ojos cerrados, y pensaba con desesperación: “que alguien desenchufe el mundo aunque sea por cinco minutos”. Y en ese pensamiento infantil y urgente había más verdad que en todas sus clases de matemática y estadística juntas.
Porque Amor siempre fue de letras. Tenía un alma de palabras, y las ecuaciones se le volvían enemigos demasiado ordenados. En la biblioteca de Humanidades encontraba una especie de orden más amable: el caos de los poetas, la desobediencia de los libros que no quieren enseñar nada pero lo enseñan todo. Allí se quedaba horas, escuchando cómo la madera de las mesas le contaba historias que ni los autores recordaban haber escrito.
Y fue allí donde lo conoció: aquel profesor de Humanidades. Él le regaló un libro antiguo, piel gastada, olor a polvo cómplice. Un libro de ciencias ocultas, dijo. Ella se rio, claro, porque aún creía que la magia era de otros.
Pero aquel día terrible —cuando todo dolía, cuando el aire se volvía un enemigo íntimo—, Amor recordó el libro como si la memoria le hubiera susurrado: “anda, prueba con lo imposible”.
Lo abrió al azar. Porque el azar es esa mano oculta que escribe lo que uno no se atreve.
Y allí estaban.
Las palabras.
Las que no deberían existir o las que siempre habían estado esperando que alguien las leyera.
Ella no dudó.
La desesperación no duda.
Las pronunció y su voz hizo un ruido raro en el aire, como si hubiera roto una ley sin pedir perdón.
Y se desvaneció.
Literalmente.
Como humo que descubre que nunca fue sólido.
Cuando volvió —una hora antes del crepúsculo— el mundo la recibió con la misma indiferencia de siempre. Ella respiró, como quien recibe de nuevo el peso del cuerpo, y pensó que tal vez había sido un sueño. Pero al ponerse el sol, otra vez: ese tirón invisible, ese viaje sin permiso a un lugar donde la realidad se despegaba como papel mojado.
Y así, un día, otro, otro más.
Ya no sabía cuántos.
Los días dejan de contarse cuando se vive en dos mundos a la vez.
Pero ahora había algo diferente.
Ahora estaba Miguel.
Y al volver sin él, dolía.
Dolía como si el silencio tuviera dientes, como si el país de las maravillas —que nunca lo fue— se riera de su necesidad.
Porque al final, lo único que ella quería, lo único que jamás pensó que desearía, era quedarse.
Quedarse en el mundo donde había alguien que la miraba como si su desvanecerse fuera lo más interesante que hubiera visto en la vida.
Y esa tarde entendió que lo imposible se vuelve insoportable cuando se mezcla con el amor.
Capítulo X – ¿Dónde estás Amor?
Al principio le pareció casi normal.
Tan acostumbrado estaba a los desengaños, a ver como el amor se desvanecía ante sus ojos, sin pedir permiso ni ofrecer explicaciones, que tardó en detectar lo extraño: ese silencio que no era retirada, ese vacío que no era ausencia. Quizás lo confundió con otras fugas de la memoria, con esas ocasiones en que uno cree que ama y resulta que sólo estaba soñando. Quizás pensó que era otro de esos finales que se parecen demasiado al principio.
Pero pronto lo sintió en la piel, ese cosquilleo que no debería existir cuando lo cotidiano se comporta como siempre. Porque la chica frente a él no se marchaba, no se iba difuminando como se apaga una lámpara o como se enredan las palabras en el final de una conversación. No: ella se volvía niebla. Un cuerpo evaporado en mitad del mundo, un abrazo que ya no tiene a quién rodear, un perfume de rosas secas sin dueña.
Y entonces comprendió —aunque comprender, en estas ocasiones es un verbo inútil— que aquello pertenecía a algo fuera de este mundo. Se incorporó del escalón temblando y susurró:
—Esto no es un cuento de Cortázar… Esto es real.
Pero esto no puede ser real.
Lo era.
En otro contexto, habría atribuido todo a una alucinación barata, efectos secundarios del cansancio, del café, de falta de vacaciones . Pero no: era ella. Era Amor. Y si había algo real en el mundo —más que la ciudad, más que la gravedad— era esa conexión que sólo había experimentado con ella y con nadie más.
La llamó.
—Amor, ¿Dónde estás? ¿Qué pasa?
Solo el eco respondió desde el fondo de la escalera.
Subió todos los peldaños. Hasta el último. Nada.
El aire sabía a despedida sin motivo.
Después fue al 2º izquierda, ese pequeño apartamento al que él la había acompañado alguna vez cuando todavía no se atrevía a decir nada que pesara más que un saludo insignificante, antes de subir al cuarto piso donde vivía. -sí a ese paso insulso por la existencia se le puede llamar vivir-.
Tocó el timbre. El silencio duele cuando se hace eterno.
Esperó. Esperó más.
Y se marchó con la sensación de que el mundo, desde esa noche, había cambiado de textura.
No durmió. Ni siquiera lo intentó. Sabía que iba a ser inútil.
Y al día siguiente el trabajo fue un castigo repetido cada minuto, como si la oficina estuviera diseñada para borrar cualquier rastro de magia.
Pero a la hora de siempre, al abrir la puerta del portal, ahí estaba Amor. Sentada en su escalón de costumbre. Como si nada hubiera pasado.
Aunque esta vez sus ojos tenían la forma de haber llorado demasiado.
Cuando lo vio, sonrió. Y en esa sonrisa había infinitas grietas.
—Amor —dijo él—, tenemos que hablar.
—Claro, Miguel —respondió ella—. Pero antes… siéntate a mi lado.
Y abrázame, abrázame fuerte.
Capítulo XI – Un abrazo.
Amor fue quien se movió primero.
Sin aviso, se giró hacia Miguel con una determinación suave pero imposible de ignorar. Sus rodillas tocaron las suyas y ese contacto breve dejó una corriente de calor subiendo por las piernas de ambos.
Lo miró a los ojos, tan de cerca que él pudo ver la respiración reflejada en sus pupilas.
—Abrázame —dijo. No fue un ruego tímido. Fue una orden dulce, nacida de la necesidad, del miedo a desaparecer, del deseo de quedarse.
Miguel no tuvo tiempo de dudar.
Ella ya se estaba inclinando hacia él, sus brazos rodeándole el cuello con una seguridad que lo desarmó por completo. Su pecho se pegó al suyo, encajando en un instante, como si ese lugar hubiera estado esperándola toda la vida.
Miguel sintió su cuerpo entero reaccionar, respondiendo sin pensar: la rodeó con ambos brazos, firme, arrimándola más, eliminando cualquier espacio entre ellos. Fue un abrazo que no dejaba resquicios, que decía aquí estás, no te vas, no te dejo.
Amor apoyó la frente en la curva de su hombro y exhaló, larga, profundamente, como si acabara de llegar al único refugio que realmente le pertenecía. Su respiración caliente rozó el cuello de él, y Miguel cerró los ojos, atrapado en un instante que era demasiado hermoso para ser real.
Ella pasó una mano por su espalda, despacio, siguiendo la línea de sus omóplatos hasta sostenerlo con una fuerza inesperada. Era un abrazo para quedarse. Para anclar. Para decir sin palabras: te elijo.
Y aunque no se escuchó ningún ruido, Miguel sintió algo más…
Como si el universo, en silencio, hubiera hecho clic.
Como si ese abrazo fuese la llave que abría un destino compartido.
Ella lo pidió.
Ella lo tomó.
Y ambos se dejaron sostener.
El abrazo, como todos esos primeros abrazos, duró un tiempo que no se podía medir.
Finalmente, una eternidad después, María se separó.
—Lo sé, tienes muchas preguntas —dijo ella, como si las palabras se le cayeran de los labios antes de decidir si querían ser verdad o mentira—. En resumen… estoy maldita.
Miguel quiso sostener esa frase, ponerla contra la luz, ver de qué lado estaba la grieta. Pero ella siguió, como si hablar fuera la única manera de no desaparecer.
—Quizá me lo busqué —dijo con una risa pequeña, más cerca del temblor que del humor—. Vivo en otra dimensión. No una de esas que se explican con diagramas o ecuaciones. Una dimensión con reglas idiotas, como que solo puedo salir una hora al día, justo antes de que se ponga el sol. Una hora. Ni un minuto más. Como quien pide permiso para existir y se lo conceden sólo de paso.
Miguel tragó mil preguntas que querían revolverlo todo.
—¿Y nadie puede ayudarte? —preguntó, sabiendo que la respuesta ya estaba escrita en sus ojos.
—No lo sé —respondió ella, o quizá dijo no sé, o quizá solo dejó caer el sé para que se rompiera entre los escalones—. Nadie me vio nunca, Miguel. Solo tú.
—Incluso cuando vivía en este mundo —añadió, con un filo de tristeza que cortaba el aire— tampoco me veía nadie.
Miguel se quedó quieto, sintiendo que esa confesión era una puerta que se abría hacia un cuarto donde el dolor y el misterio se abrazaban desde hacía demasiado tiempo.
Ella respiró.
Él sostuvo el mundo para que no se deshiciera en esa exhalación.
Y en ese instante, sin que ninguno de los dos supiera cómo, algo empezó a cambiar para siempre.
Capítulo XII- Te ayudaré
Mil preguntas se agolpaban en la cabeza de Miguel; tantas, que no sabía ni siquiera por dónde empezar.
—¿Y ese sitio al que vas? ¿Cómo es? —logró preguntar al fin.
Amor guardó silencio unos segundos. La duda no era por falta de respuesta, sino porque era casi imposible traducir aquel lugar al lenguaje de los vivos.
—Yo lo llamo el País de las Maravillas —dijo al fin—.
¿Has leído Alicia en el País de las Maravillas? Pues es algo parecido… pero sin Alicia, sin conejo, sin risa. Solo lo absurdo.
Respiró hondo antes de continuar.
—Allí no hay días ni noches, solo un eterno atardecer: una luz naranja que no calienta, suspendida como una promesa cancelada. Las sombras se alargan sin dueño. Todo está hecho de materia borrosa, como si alguien hubiese olvidado enfocar la realidad o hubiese soplado sobre el mundo antes de que terminara de secarse.
Miguel la escuchaba sin parpadear.
—No hay suelo propiamente dicho: apenas una superficie dócil que se hunde un centímetro bajo los pies y te devuelve, con desgana, al siguiente paso. No hay viento, pero siempre suena un murmullo… voces que no dicen nada, conversaciones interrumpidas que el aire se niega a olvidar.
Se detuvo, mirando la nada, como si hablara con algo que solo ella veía.
—Si te concentras, puedes imaginar lo que quieras. Una playa, un bosque, una ciudad que nunca existió. Y durante un instante, lo crees real. Yo a veces lo intento… Pero basta recordar que todo es ilusión para que desaparezca y vuelvas a la nada.
Su voz tembló.
—Sabes, pedí estar allí. En un momento de mi vida estaba tan sola… Creí que desaparecer del mundo sería un alivio. Pero en esa dimensión todos están solos, y la soledad es mil veces peor.
No hay tiempo, solo hay espera.
No hay muerte, solo ausencia.
Las lágrimas ya resbalaban por sus mejillas.
—Y lo peor es que todo lo que sientes se vuelve visible. Si tengo miedo, el miedo me sigue, como una sombra circular que nunca se cansa. Si dudo, el aire frente a mí se quiebra, como un cristal por romperse. No puedo más, Miguel. No es el País de las Maravillas. Es el infierno.
Miguel se acercó y la tomó de las manos, firme.
—Ya no estás sola. Te ayudaré a volver —dijo, sin titubear.
Ella levantó la mirada, apenas sostenida por la esperanza.
—Dime… ¿cómo empezó todo?
Amor relató entonces lo ocurrido: el libro, el profesor, la caída. Cada detalle, cada grieta del recuerdo.
—Dices que el profesor te dio ese libro y que sabe de ocultismo… ¿por qué no le has pedido ayuda? —insistió Miguel.
—Está muy lejos —susurró ella—. Vive en Burgos. No llegaría antes de que el sol se oculte… y yo desaparezca.
—Entonces llámalo —propuso Miguel—. O escríbele.
Ella negó con un gesto dolido.
—No puedo interactuar con nada tecnológico. ¿Has visto en las historias que los vampiros no se reflejan en los espejos? Pues es algo parecido… Hay cosas de este mundo que ya no me reconocen.
Miguel apretó los puños.
—Entonces iré yo. Buscaré respuestas. Buscaré ayuda.
No pienso dejar que ese lugar te gane.
Amor lo miró como quien descubre, por primera vez, la posibilidad de volver a existir.
Capítulo XIII — Ayuda en camino
Al día siguiente, Amor lo esperaba en la escalera. Como siempre. Una quietud que ya formaba parte del portal. Subieron juntos al pequeño apartamento donde tantas veces la había acompañado en silencio antes de conocer su secreto.
Apenas abrir la ventana, un viento fresco inundó la habitación. Parecía como si supiese que necesitaba entrar en ese lugar que había estado cerrado demasiado tiempo.
Miguel pensó que incluso el polvo tenía miedo de moverse allí dentro. Desde la ventana, veía la Plaza Fray Diego de Deza, uno de los muchos rincones de Zamora con un encanto especial.
Miguel se sorprendió al ver el estado del apartamento.
Ni un vaso, ni un abrigo, ni un papel fuera de su sitio. Un apartamento sin vida. O con una vida suspendida.
—¿Y no haces… nada aquí? —se atrevió a preguntar Miguel, tanteando entre el asombro y la prudencia.
—No. Me paso la tarde en el portal. Me gusta ese lugar. A veces camino un poco, pero siempre vuelvo pronto, desde que una tarde casi mato de un susto a un señor al desaparecer en mitad de la calle… —Amor sonrió con algo de malicia—. No necesito comer ni dormir, Miguel. Vivir en el limbo es otra cosa.
Dio unos pasos y abrió un cajón que parecía no haber sido tocado en décadas. Sacó un libro antiguo, de esos que huelen a tiempos pasados.
—Aquí empezó todo. Aquí está el conjuro —dijo, señalando una página marcada con un trozo de cartón—. Míralo, pero ni se te ocurra leerlo en voz alta.
El nombre del profesor se derramó como un dato trivial que, sin embargo, podía salvarlos:
—Me lo dio un profesor de la Universidad de Burgos. Fue hace unos diez años. Alberto Mogherini. Historia del Arte Antiguo. Pero sabía más de ocultismo que de artistas.
Miguel sintió que una hebra invisible tiraba de él hacia el norte.
—Lo buscaré. Mañana mismo. Con suerte sigue en Burgos… o alguien sabrá dónde encontrarlo. Es lo único que tenemos.
Y entonces —breve, casi tímido— algo parecido a la esperanza se incendió en los ojos de Amor. Una luz que no necesitaba lámparas.
Capítulo XIV – Sin respuestas
Temprano en la mañana, Miguel arrancó el viejo coche de su padre. El motor protestó con un rugido cansado, poco acostumbrado a que lo despertaran de su siesta de metal.
La autovía se extendía delante de él como una cinta gris bajo una niebla que no parecía querer levantarse. Todo estaba húmedo, y a pesar que había puesto la calefacción, el frío se colaba por las rendijas del coche, subiendo por su espalda hasta la nuca.
Nunca le había gustado conducir. Solo lo hacía cuando no había más remedio. Esta era una de esas ocasiones: la urgencia mezclada con un misterio que parecía necesitar sus ruedas más que sus pensamientos.
Tampoco sabía muy bien que haría. Nunca se le había dado bien investigar. De hecho nunca se le había dado bien hablar con la gente.
Atravesó kilómetros de autovía aburrida, donde los árboles se recortaban como sombras y las señales aparecían y desaparecían entre la niebla. Cada tanto, se cruzaba con algún otro vehículo, solitario, fugaz, que parecía moverse a la misma velocidad que su ansiedad.
Llegó a Burgos a media mañana. Sin perder tiempo, se dirigió a la facultad de Humanidades. Los pasillos estaban silenciosos, sólo interrumpidos por el eco de sus pasos y el zumbido lejano de alguna lámpara fluorescente.
En la recepción, una señora mayor levantó la mirada. Su rostro era amable, lleno de arrugas que parecían formar palabras en una caligrafía extraña.
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
—Busco a alguien —dijo Miguel, tratando de que su voz no traicionara la urgencia que le quemaba el pecho—. Alberto Mogherini. Es profesor de aquí, de Historia del Arte Antiguo.
La mujer lo miró con ojos que habían visto demasiadas caras y demasiadas historias. Su sonrisa se desvaneció un instante, como si hubiera tocado algo prohibido.
—Sí… lo conozco —dijo finalmente—. Pero se jubiló hace dos años. Ya no trabaja aquí.
Miguel sintió que el suelo se le abría debajo de los pies, que el aire de repente se hacía más denso, imposible de respirar.
—¿Y sabe dónde puedo encontrarlo? —preguntó, aferrándose a la última hebra de esperanza.
La señora negó con la cabeza, firme pero apenada.
—Lo siento… no podemos dar esa información.
Miguel asintió, conteniendo la desesperación que amenazaba con estallar. Salió de la facultad y se quedó un momento en el frío, mirando la ciudad que parecía vivir ajena a su urgencia. La niebla todavía flotaba sobre los tejados, y él tuvo la sensación de que algo, muy lejos, estaba esperando por él.
Capítulo XV — El hilo suelto
Miguel permaneció inmóvil unos segundos frente a la fachada de la facultad, respirando el aire helado de Burgos como quien intenta aclararse las ideas a bocanadas. El nombre Mogherini pesaba ahora más que antes, como si cada sílaba hubiera descendido un peldaño hacia la sombra.
El viento le cortaba la cara. El estómago, vacío. Con la urgencia y la sorpresa, ni siquiera había desayunado.
Por suerte, la cafetería de la facultad brillaba a unos metros, tibia, casi acogedora en medio del frío gris.
Entró. Pidió un café y dos magdalenas.
Se sentó en una mesa con vista directa a un tablón de anuncios que parpadeaba bajo un tubo fluorescente.
Y allí, justo a la altura de sus ojos, el destino decidió tirar de nuevo del hilo.
Un cartel, humilde y amarillento, destacaba entre todos:
El profesor jubilado Alberto Mogherini
ofrece charlas ocasionales en la Biblioteca Pública.
Charla de hoy: “Iconografía del tránsito y los cuerpos invisibles”.
Miguel se quedó clavado.
El mundo seguía moviéndose a su alrededor —tazas chocando, murmullos cansados, una cafetera escupiendo vapor—, pero él ya no pertenecía a esa coreografía mundana.
Todo parecía casual, incluso trivial, salvo por un pequeño detalle irrebatible: desde que conocía a Amor Miguel había dejado de creer en casualidades.
Terminó el café casi sin darse cuenta, como si el cuerpo actuara por él.
De nuevo en el coche, encendió la calefacción y apoyó la frente en el volante.
La biblioteca.
Por fin un lugar concreto.
Una pista.
Un hilo suelto que quizá lo llevaría al primer nudo del laberinto.
—Voy, Mogherini —murmuró—. Donde sea que estés.
A través del parabrisas, la niebla comenzó a levantarse muy despacio, con la delicadeza de alguien que por fin decide mostrar el camino.
Capítulo XVI — El profesor
La Biblioteca Pública parecía, desde fuera, un dinosaurio dormido. Sus ventanales empañados devolvían un reflejo turbio. Miguel empujó la puerta y un olor a papel húmedo y calefacción antigua lo envolvió, haciéndole sentir que entraba en otro tiempo, no en otro edificio.
El silencio era tan espeso que parecía poderse tocar. Caminó hacia la sala de lectura, donde unas pocas personas hojeaban libros como quien acaricia a sus mascotas. No sabía exactamente qué buscaba hasta que lo vio.
Sentado junto a una lámpara verde, inclinado sobre un cuaderno lleno de símbolos trazados a mano, un hombre de cabello blanco y gafas redondas. Parecía estar preparando la charla de la tarde.
Pero estaba allí. Tan real como el frío que Miguel aún llevaba en los huesos.
—Profesor Mogherini… —dijo, casi en un susurro.
El hombre levantó la vista. Sus ojos eran demasiado claros, casi transparentes. El tipo de ojos que se han acostumbrado a mirar cosas que no deberían existir.
—Ah —respondió con una calma que incomodó a Miguel—. Así que por fin has llegado.
El corazón de Miguel dio un salto.
¿Por fin?
Él no había anunciado su visita. No había llamado. No había preguntado por él en ninguna parte salvo en la facultad hacía apenas un par de horas.
—Perdone… ¿nos conocemos?
Una sombra de sonrisa cruzó el rostro del profesor, como quien recuerda un sueño que prefiere no comentar.
—Digamos que conozco a quien te envía.
Miguel tragó saliva.
Amor no le había dicho nada de esto. O tal vez sí, pero no con palabras.
—Vengo por este libro —dijo Miguel enseñándole el libro cuidadosamente envuelto—. Un libro que usted entregó hace años. Habla de un conjuro. Una invocación.
Mogherini cerró el cuaderno con un gesto lento, casi ritual. El sonido del papel al juntarse resonó como un latido en la sala vacía.
—No deberías tener ese objeto —dijo—. No fue escrito para ti. Y tampoco para ella. Cometí un error.
Mogherini recordó cuando le regaló el libro.
Aunque estudiaba ingeniería, Amor iba todas las tardes a la biblioteca de Humanidades. Le gustaba el ambiente. Muchas veces dejaba a un lado sus ecuaciones y fórmulas y se dedicaba a hojear libros de escultura y pintura que cogía de los estantes. Podía estar horas mirando obras de otros tiempos.
Mogherini la vio un día, y supo de inmediato que tenía un aura especial. A veces se sentaba con ella y le relataba algunas historias relacionadas con las obras que hojeaba.
El día que acabó los estudios le regaló el libro. Pensó que sería la mejor depositaria de ese legado que se perdía en la noche de los tiempos. Pensó que estaría lista.
Se equivocaba.
Miguel sintió que el aire se espesaba a su alrededor. No sabía si debía marcharse o sentarse. El profesor le indicó una silla con un leve movimiento de cabeza. Miguel obedeció.
—El conjuro —continuó Mogherini, entrelazando los dedos— no abre puertas. Las recuerda. Eso es mucho más peligroso. Las puertas que uno abre pueden cerrarse. Las que uno recuerda… regresan por su cuenta.
Miguel pensó en Amor, en su forma de aparecer y desaparecer como si el mundo fuera una tela mal cosida.
—Ella está atrapada.
—Lo sé.
—¿Puede ayudarme?
El profesor lo miró durante un largo instante. Fue una mirada que no evaluaba, sino que pesaba. Medía algo en él: quizá la resistencia, quizá el miedo, quizá cuánto de su alma estaba dispuesto a entregar.
—Te advertiré una sola vez, Miguel. Si sigues adelante, no volverás igual. Las fronteras no perdonan a quienes las cruzan sin permiso.
—Haré lo que sea —respondió Miguel sin dudar. Sorprendiéndose a sí mismo.
Entonces Mogherini abrió el cuaderno de nuevo, lo giró hacia él y señaló un símbolo dibujado con tinta roja. Parecía un círculo roto por dentro, como si alguien hubiera intentado dividir un eclipse.
—Éste es el primer paso —dijo—. Te ayudaré
Miguel sintió que la sala entera respiraba. O que esperaba.
El profesor añadió en voz baja:
—Ven mañana al amanecer. No podemos hacerlo aquí. Hay cosas que no deben despertarse entre libros.
Capítulo XVII — El hilo rojo
El amanecer llegó gris, casi indeciso, como si la luz dudara de su propio derecho a existir. Miguel encontró al profesor Mogherini esperándolo junto al puente Bessón sobre el Arlanzón. El río avanzaba lento, con un sonido que parecía venir de más atrás que la propia ciudad.
El profesor llevaba el mismo cuaderno bajo el brazo y un abrigo oscuro que lo hacía parecer una figura arrancada de un grabado antiguo.
—Sabes, a Amor le gustan los puentes —dijo, sin saludo previo. —Acércate.
Miguel obedeció. Mientras avanzaban por la ribera, el profesor abrió el cuaderno y, sin mirarlo, comenzó a hablar:
—Supongo que has oído la leyenda del hilo rojo.
Miguel asintió.
—Sé algo. Me la contó Amor una tarde.
—La cuentan desde hace siglos en distintas culturas —prosiguió Mogherini—. Dicen que, al nacer, dos personas quedan unidas por un hilo invisible, atado al meñique, o al corazón, o al destino, según quién la repita. Un hilo que no se rompe jamás. Ni con el tiempo. Ni con la muerte.
El río murmuraba debajo, como si aprobara la historia.
—Ese hilo —continuó— no garantiza que esas almas se encuentren, pero insiste. Tira. Presiona. Empuja. Y cuando finalmente se cruzan, algo en la realidad cede, como si reconociera su error tardío.
Miguel escuchaba en silencio, sintiendo que algo dentro de él tensaba una cuerda que llevaba años enredada.
—¿Y qué tiene que ver esto con Amor? —preguntó al fin.
El profesor se detuvo. Cerró el cuaderno. Lo miró con esos ojos transparentes que parecían ver un poco más allá de la piel.
—Todo, Miguel. Tiene que ver todo.
Amor no está atrapada por el conjuro. Eso es solo la superficie, la excusa mágica. En realidad está atrapada porque pertenece a alguien. A alguien que no terminó de pronunciar su nombre cuando debía. La frontera la retuvo en un lugar intermedio. Como te dije no estaba preparada para el conjuro.
—¿Y quién puede sacarla? —preguntó Miguel, aun sabiendo que no quería escuchar la respuesta.
—Solo su alma gemela.
El mundo pareció detenerse un instante. Las hojas congeladas del césped, la respiración del río, incluso el viento, quedaron suspendidos.
—Pero yo…
—No lo sabes —interrumpió el profesor—. No puedes saberlo. Ese hilo no se ve. Solo se siente cuando se está al borde de perderlo.
Y debo ser honesto contigo, muchacho: las probabilidades no están a tu favor. La inmensa mayoría de las almas no encuentran a su par. Y cuando lo intentan a la fuerza, sale mal.
Se acercó un paso. Bajó la voz.
—Si no eres su alma gemela, y aun así intentas sacarla… tú también quedarás atrapado. Para siempre. Ambos quedaréis suspendidos entre mundos, compartiendo un limbo que no perdona errores. Lo peor es que estaréis separados. Nunca más la verías.
El silencio se hizo más profundo. Miguel sintió el frío en los huesos pero también algo más: un calor extraño, muy leve, que provenía de un punto indefinido en su pecho. Un tirón. Una especie de tensión invisible que, de pronto, tenía sentido.
—Miguel —dijo el profesor—, aún puedes dar marcha atrás. Nadie te culparía.
Miguel levantó la mirada. Y no dudó. La decisión lo atravesó como un relámpago silencioso.
—Lo intentaré de todos modos.
—¿Aunque te cueste la vida?
—Aunque me cueste lo que sea.
El profesor lo observó largo rato. No había aprobación en su rostro, ni reproche. Solo comprensión de quien ha visto demasiadas veces repetirse una tragedia antigua.
Finalmente, asintió.
—Entonces prepárate, Miguel. Cuando dos almas se buscan, el mundo entero escucha. Y no siempre le gusta lo que oye.
El río siguió fluyendo.
El día terminó de despertar.
Y el hilo —ese hilo que nadie veía— empezó a tensarse.
Capítulo XVIII — Un tirón invisible
Cuando Miguel regresó a Zamora, el sol ya había caído. La ciudad tenía ese silencio de última hora en que todo parece aguardar un gesto final antes de dormirse. Cruzó la plaza casi sin sentir el frío; llevaba la cabeza llena de ríos, hilos invisibles y advertencias que no dejaban de resonar.
Llegó a la escalera del portal donde Amor pasaba las tardes, como quien entra en un territorio frágil. Ella estaba sentada en el primer tramo, envuelta en esa quietud que no era humana ni fantasmal, sino un punto exacto entre ambas cosas. Cuando lo vio, esbozó algo parecido a una sonrisa.
—Volviste temprano —dijo, aunque él sabía que no podía adivinar la hora como solía hacerlo la gente viva.
—Fui a Burgos. Encontré al profesor.
La sonrisa se deshizo.
Había un brillo nuevo en sus ojos. Algo que no había visto antes. Una mezcla de miedo y esperanza, tan perfectamente equilibrados que parecía imposible que cupieran en un mismo gesto.
Subieron juntos al pequeño apartamento. Miguel notó el aire frío, la ausencia total de vida cotidiana: ningún libro fuera de lugar, ningún objeto que delatara un hábito. Era un lugar que había renunciado a pertenecerle a alguien.
—¿Qué te dijo? —preguntó Amor, sin rodeos.
Miguel inspiró hondo. El corazón le golpeaba el pecho como si buscara una salida.
—Me habló del hilo rojo.
Ella bajó la mirada.
No fue sorpresa.
Fue reconocimiento.
—Entonces lo sabes —dijo.
—Sé que solo tu alma gemela puede sacarte. Y que si no lo soy… los dos quedaremos atrapados.
Amor cerró los ojos un segundo. Cuando los abrió, Miguel sintió que la habitación, por un instante, respiraba distinto. Como si el aire cambiara de color.
—No tienes por qué hacerlo —dijo ella, bajito—. Ya te he pedido demasiado. Y no quiero llevarte conmigo… si no es tu camino.
Pero Miguel dio un paso hacia ella, y en ese segundo ocurrió algo imposible: sintió un tirón. No en la piel, no en la ropa.
En el pecho.
En un punto exacto, como si alguien hubiera sujetado un hilo inexistente y lo acercara a ella.
El tirón fue suave, casi tímido, pero inequívoco.
Y ella también lo sintió.
Lo supo por la forma en que se llevó la mano al corazón, como si algo se hubiera movido dentro.
—¿Lo… notaste? —preguntó ella, con voz de cristal.
Miguel asintió.
—Solo ocurre cuando… —empezó Amor.
—Lo sé —la interrumpió él.
Ella dio un paso atrás, asustada de la esperanza.
—Miguel, no te confundas. A veces los hilos se tensan por error. A veces no son amor, sino destino mal hilado. No quiero que te arriesgues por una señal que podría no significar nada.
—Significa algo para mí —respondió él—. Y eso basta.
Hablaron poco después de eso. El silencio entre ambos no era incómodo; era un silencio que parecía contener un tercer latido, algo que no pertenecía a ninguno de los dos y, sin embargo, los sostenía.
Antes de irse, Miguel tomó su mano.
No sintió calor.
No sintió frío.
Sintió una conexión, algo que lo atravesaba como si su cuerpo fuera apenas una estación de paso para una fuerza que venía de muy lejos.
Amor abrió los ojos, atónita.
—Miguel… si de verdad eres tú…
—Lo sabremos pronto —dijo él, con una determinación que no recordaba haber tenido nunca.
Y mientras bajaba las escaleras, el tirón volvió, esta vez más claro, más profundo, como si el hilo invisible se negara a dejarlo alejarse demasiado.
Capítulo XIX — Hacia el umbral
Al amanecer, Miguel volvió a Burgos. No recordaba del todo el trayecto, como si hubiera conducido dentro de un sueño largo y lleno de nudos. El tirón en el pecho había estado allí toda la noche: a veces leve, como una idea; a veces profundo, como una advertencia que no sabía descifrar.
Encontró al profesor Mogherini esperándolo en el mismo puente. No parecía haber dormido. Tal vez no lo necesitaba. Tal vez su vigilia era una forma de vigilancia sobre cosas que no deberían despertar sin él.
—Has vuelto —dijo, sin sorpresa.
—Tenía que hacerlo.
El profesor lo observó como quien evalúa la firmeza de una cuerda antes de cruzar un abismo.
—Muy bien. Hoy daremos el primer paso. Y quiero que entiendas algo: a partir de aquí, ya no se trata de conocimiento, sino de instinto, de resonancia. Las palabras no importan tanto como lo que llevan detrás.
Caminaron río abajo, hasta un pequeño claro donde la tierra estaba helada y el aire tenía una transparencia casi dolorosa.
Mogherini sacó su cuaderno y lo abrió por una página que Miguel no había visto antes. No era un símbolo. No era un dibujo. Era un mapa.
Un mapa hecho de líneas finas que se cruzaban, se anudaban y se tensaban, formando una estructura extrañamente orgánica, como un sistema nervioso dibujado por alguien sin cuerpo.
—¿Qué es eso? —preguntó Miguel.
—El entramado —respondió el profesor—. La topografía del umbral. Nadie ha logrado dibujarlo entero, pero esto es suficiente. El ritual no abre una puerta física. Abre un punto de cruce. Y cada alma tiene un lugar exacto donde ese cruce puede responderle.
Señaló un pequeño círculo en el mapa.
Luego otro.
Y otro más.
—Cada uno de estos puntos representa una vibración distinta. La tuya y la de ella deben coincidir. Si no lo hacen…
—Quedamos atrapados —completó Miguel.
—Peor. Quedáis fijados, como insectos en ámbar.
Miguel sintió el tirón, justo entonces. Un tirón más claro que los anteriores, como si alguien, muy lejos, hubiera pronunciado su nombre sin sonido.
El profesor lo observó con atención.
—¿Lo sentiste?
Miguel asintió.
—Bien. Eso significa que el hilo está activo. Eso solo ocurre cuando la otra parte también tira. —Cerró el cuaderno—. Tu primera tarea es simple de decir, difícil de realizar: debes llamar su nombre desde el umbral.
—¿Qué umbral?
Mogherini sonrió apenas, una sonrisa delgada como un filo:
—El que siempre está ahí y casi nadie ve. Ese punto donde sientes que algo falta o sobra. Donde la luz se quiebra sin razón. Donde un pensamiento ajeno te cruza la mente. Cada persona lo tiene en un lugar distinto.
El tuyo está en esa tensión que sientes. Debes seguirla hasta su origen.
Miguel sintió que el tirón le calentaba el pecho, como un latido fuera de ritmo.
—¿Y cómo lo sigo?
—No con los pies —respondió el profesor—. Con la atención. Con el cuerpo quieto y la conciencia afilada. Mira.
El profesor colocó la mano en su hombro. El contacto era ligero, pero algo en el aire vibró. El río pareció hacerse más lento. O más profundo. Miguel no estaba seguro.
—Cierra los ojos —ordenó Mogherini.
Miguel obedeció.
Entonces la sintió.
La presencia de Amor.
No como una imagen. No como un recuerdo.
Sino como una presión suave, una voz sin sonido, una luz sin forma.
El hilo.
Tirando.
Pidiendo.
Llamándolo.
—Miguel… —susurró el profesor— ¿dónde estás ahora?
—Cerca —dijo Miguel, temblando—. Muy cerca de ella.
—Ese es tu umbral.
Miguel abrió los ojos. El mundo había cambiado apenas un milímetro, lo suficiente para estremecerlo. La orilla del río parecía más oscura. El aire tenía un tono distinto, como si otra capa de realidad hubiera emergido.
—Volverás aquí con Amor —dijo el profesor—. El ritual comienza cuando los dos toquen ese punto a la vez.
Y te advierto: si el hilo no es verdadero… el umbral no tendrá compasión.
Miguel respiró hondo.
—Lo haremos —dijo—. Y funcionará.
—La fe puede ser la salida —respondió Mogherini—. O un error mortal.
Pero ya has elegido, así que… adelante.
El viento sopló, helado, y el hilo volvió a tensarse.
Como si Amor, desde donde estuviera, ya supiera que algo había empezado a moverse.
Sólo sabe que su nombre es Amor, y eso basta.
Acércate a este punto —dijo el profesor señalando un círculo rojo dibujado en medio de un puente—. Llevo años calculándolo. Aquí debe estar el Puente del Silencio.
Detente encima del punto y lee el conjuro en voz alta.
Capítulo XX — El Puente del Silencio
Funcionó. El mundo desapareció. El azul del cielo dejó paso a una bruma naranja que lo envolvía todo. El puente real dejó paso a un puente de un material indefinido, que recordaba vagamente al cristal. Caminó sobre un suelo que se hundía levemente con cada paso.
El Puente del Silencio no era un puente, sino un espacio suspendido entre respiraciones. Miguel avanzaba como si el aire fuera memoria líquida, y cada paso apagaba un recuerdo para encender otro. A ratos olvidaba su propio nombre… y entonces un leve tirón en su dedo meñique lo salvaba.
El hilo.
Fino, casi invisible.
Tenso como un susurro que sabe esperar.
A lo lejos, una luz temblaba. No era blanca: era el color de la piel que se ama, del latido que se reconoce antes de tocarlo. Miguel siguió esa vibración. Sintió frío, miedo, un vértigo antiguo… pero siguió. Siempre siguió.
Cuando llegó al extremo del puente, vio la jaula de cristal.
Dentro, Amor dormía. O parecía dormir. Su cuerpo era una silueta trémula, como hecha de luna y de cansancio. Sus manos estaban caídas, su respiración apenas un hilo.
—Amor… —susurró Miguel, y fue como despertarla desde el sueño más profundo.
Ella abrió los ojos.
Al verlo, el cristal se llenó de grietas.
—¿Cómo llegaste? —preguntó, con una voz que parecía haber olvidado la ternura.
Miguel levantó la mano.
Entre su dedo meñique y la nada, el hilo rojo ardió como un pequeño fuego.
—Seguí esto —respondió—. Seguí lo que me llevaba a ti.
Las grietas se expandieron. Amor tocó el interior del cristal y Miguel puso su palma en el mismo lugar. El muro helado entre ellos se volvió tibio, después caliente… y luego se deshizo en un suspiro.
Ella cayó hacia él.
Él la sostuvo como si llevara toda la vida preparado para ese gesto.
El puente comenzó a desmoronarse. Las sombras rugieron, como si el mundo reclamara lo que estaba perdiendo.
—Miguel, si no eres mi alma gemela… —empezó ella.
—Lo soy —dijo él, sin dudar.
Y la abrazó más fuerte, como si esa certeza fuera una lámpara.
El hilo rojo brilló con un resplandor vivo, casi ciego. Los envolvió. Los protegió.
Y en un parpadeo, el Puente del Silencio desapareció.
Miguel despertó en el suelo del puente real, con Amor en sus brazos. El profesor, a unos metros, los observaba con los ojos felinos.
—Entonces… —murmuró el anciano— …al fin se encontraron.
Amor se aferró a Miguel.
Él apoyó la frente en la de ella, sintiendo que todo el viaje, todo el riesgo, todo el miedo… estaba justificado por ese único instante.
—Nunca dudé —susurró Miguel.
—Lo sé —respondió ella, cerrando los ojos—. Por eso el hilo te trajo hasta mí.
Y así, unidos por algo más antiguo que el destino, se quedaron abrazados mientras el sol comenzaba a desvanecerse en un extremo del puente.
—Me gustan los puentes —dijo Amor.
Epílogo — Donde Todo Late
El crepúsculo caía sobre Burgos con una luz que parecía recién inventada. No había niebla esta vez, sólo un cielo limpio que dejaba respirar. Miguel y Amor caminaban despacio por la ribera del Arlanzón, como si el mundo hubiera aprendido a girar a un ritmo nuevo sólo para ellos.
Ya no había prisas.
Ni puentes invisibles.
Ni sombras esperando en las esquinas.
Sólo el roce suave de sus manos enlazadas y el leve tirón del hilo rojo, que ahora ambos sentían con una naturalidad asombrosa, como si siempre hubiese estado ahí.
Amor se detuvo para mirarlo.
Ya no tenía la fragilidad luminosa de la jaula de cristal; ahora era pura presencia, pura emoción contenida, como si hubiera regresado del otro lado trayendo un secreto que sólo Miguel podía descifrar.
—¿De verdad no dudaste? —preguntó ella, con una sonrisa que le rozaba la voz.
Miguel negó suavemente.
—No podía. No después de haberte visto una vez. Había algo… —buscó la palabra, la encontró— algo que tiraba de mí incluso antes de que supiera tu nombre.
Amor bajó la mirada y pasó el dedo por el suyo.
El hilo rojo emitió una vibración cálida, casi un zumbido leve.
—Cuando estaba atrapada —dijo—, sentí que alguien me llamaba. Muy lejos, como si fuera un pensamiento que aún no había sido pensado. Y aun así… me aferré. No sabía que eras tú. Pero esperaba que fueras tú.
Miguel la atrajo hacia sí.
El viento les acarició el cabello, jugando a enredarlos como si también él reconociera la unión. Durante unos segundos quedaron envueltos en ese silencio donde todo se entiende sin hablar.
—¿Y ahora? —preguntó él, muy cerca.
Amor apoyó su frente en la de él.
—Ahora… ahora quiero que caminemos juntos. Aunque duela a veces. Aunque el hilo se tense. Quiero la historia completa.
Miguel sonrió, y ella sintió cómo ese gesto le tocaba el alma.
—Entonces será completa —dijo.
Siguieron paseando junto al río.
El sol se ocultaba.
El mundo parecía más ancho, pero también más íntimo.
Y allí, en ese instante donde nada era extraordinario y todo lo era, Miguel descubrió algo hermoso: no necesitaba que el hilo brillara para sentirla cerca; no necesitaba señales ni milagros. Sólo necesitaba su mano en la suya.
Amor se detuvo una vez más antes de cruzar el puente.
—Miguel…
—¿Sí?
Ella lo besó.
Un beso lento, suave, de esos que no arrancan nada sino que construyen algo nuevo. Cuando se separaron, ambos tenían los ojos brillantes, como si ese gesto hubiera tejido un segundo hilo imposible de cortar.
—Gracias por venir a buscarme —susurró ella.
—Gracias por esperarme —respondió él.
Y así, sin más palabras, cruzaron juntos el puente sobre el río.
El hilo rojo, discreto y fiel, los siguió.
No hacia un destino marcado, sino hacia una historia que empezaba justo allí.
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