Hardboiled
Veintiséis libras y media
I. Una mala noticia
Supo cuando llegó un mensaje a su viejo celular que solo leería malas noticias. Así fue. Leyó con desgano. Las palabras escritas en el mensaje se atropellaban nerviosas. Cuando un mensajero no sabe controlar sus emociones, cuando teclea con torpeza, la noticia tiene que ser necesariamente mala. No le agradaba para nada el significado de las palabras escritas. Sombrío, cavernoso, se lo podría definir sin temor a equivocarse. En efecto, la noticia era realmente mala. Peor de lo que esperaba. Que se caiga una venta es una mala noticia; que se regatee el precio cuando ya se entregó la mercadería puede ocurrir y no es de los peores asuntos. Capturar un espécimen que no estaba indicado, era una mala noticia. Muy mala.
Cada par de años, por ese antiguo celular que estaba a nombre de un pobre infeliz, llegaban mensajes para ponerlo al tanto de los lamentos de un mensajero por un incidente. Estaba prohibido hablar por teléfono, nunca debía quedar grabada la voz de ningún integrante de la red. Violar la regla merecía el peor de los castigos. Solo mensajes de texto, además, breves.
Hacía años que nada demasiado grave se le comunicaba. A veces los compradores se ponían pesados, compraron por diez y querían pagar por cinco. Entonces se escribía: “regateo al 50%”. Eso era todo. O se quejaban del producto, del color de cabello, los ojos, el tamaño. El mensaje decía, palabras más, palabras menos: “el cliente quiere cambio de set de maquillaje”. Si de la contextura física se trataba, se escribía, por ejemplo, “faltan cinco para el peso”, o “sobran cinco en el kilo”, o “no está a la altura de lo pedido”.
Eran asuntos desagradables, aunque no imposibles de resolver. ¿Podía él hacer una rebaja al precio acordado? No, esa no era su función y no tenía poder para ello. ¿Podía él cambiar el color del cabello, de los ojos, o alterar para más o para menos el tamaño de la víctima? No, nada de eso estaba a su alcance. Así que todo se resumía en saber negociar. Siempre, al final, se podía llegar a la solución correcta. Si contrataste por diez, pagás diez y no había más que hablar. No había rebajas, nada de regateo. Lo que compraste, pagás.
Si adquiriste 15 kilos de carne humana, blanca, de cabellos rubios y ojos claros, es lo que recibirás. No podés cambiar la mercadería a tu antojo. El que es blanco no se volverá negro, ni el rojo amarillo. Es lo que pediste y eso se te ha provisto. No había más que conversar.
Los clientes suelen entrar en razón más rápido de lo que ellos mismos suponen. Pero si el cliente se ponía demasiado pesado y no entraba en razones, el asunto se resolvía fácilmente. La mercadería era descartada en el acto y luego procesada. No quedaba ni rastro. Quince kilos de carne desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. Quince, treinta o cien, da lo mismo. En ese caso, el volumen no altera el resultado. El descarte se resuelve en el tiempo que dura un suspiro. Puede que el fuego, el agua, el cemento, o la voracidad de un animal. La mejor solución la decidían los limpiadores. Ellos amaban a los cerdos. Animal formidable. Émulos del gran “Bill Bigs”, la voracidad de esos cerdos era estremecedora.
En cuanto al díscolo cliente, si no era un idiota (porque idiotas hay en todos lados), sabía que faltar a los protocolos era una falta grave y no tendría un mejor destino que el de la mercadería. Esas mismas piaras de enormes cerdos hambrientos podían poner fin a la soberbia del más pintado con tanta velocidad como al engullir una abundante cantidad de carne fresca y huesos frágiles para tan poderosas mandíbulas.
No quedaba ni la menor prueba de aquellos descartes. Ni escarbando las toneladas de estiércol de los cerdos que se acumulaban en los chiqueros dispersos por todo el país, se encontraría siquiera una evidencia de la solución del entuerto. El apetito de esos cerdos era inigualable, o tal vez solo comparable a la estupidez de pocos díscolos clientes que amenazaban con patéticas delaciones.
Leyó casi con resignación la información que el mensajero escribió con una pésima ortografía y peor sintaxis. Que el encargado fue por la mercadería vendida, tal como se había acordado, la del catálogo rosa, de tapa angelical y hojas papel biblia, cubriendo las fotos de los productos, pero sin precisar por qué, decidió cambiar por uno que no figuraba en ninguno de los álbumes de la empresa. Se trataba de un producto desconocido que no había sido evaluado. No sabía nada de sus propiedades ni de su calidad. Todo se había salido de control. Se trataba de un niño pequeño, por ello escribió: “el paquete era insignificante”.
La desaparición del niño se supo en el pueblo casi de manera inmediata y encendió la alarma en todo el vecindario; todo el villorrio lo estaba buscando.
En un pueblo donde nunca ocurre nada extraordinario, había desaparecido un niño como si se lo hubiese tragado la tierra o se hubiese evaporado, y ese era un verdadero acontecimiento. Hasta la policía se vio obligada a simular sincera preocupación, aunque no podían dimensionar el escándalo que estaba por desatarse. Y sin esperarlo, empezaron a llegar los periodistas, los malditos periodistas, a meter sus narices en la mierda. ¿Si uno revuelve mierda, qué espera oler?
Lidiar con los periodistas no es un problema mayor, puede resultar hasta entretenido. Pero con los dueños de esos medios, sí es un problema. Esos son unos “tremendos hijos de puta”, verdaderos “comemierdas”, como solía repetir en cada oportunidad que se daba la conversación sobre los dueños de los grandes multimedios. Así pensaba, porque a esos propietarios les conocía todos los vicios.
El alboroto escalaba a cada instante. Un niño desaparecido y cientos de infelices husmeando por todos lados. Perder el control en ese negocio resulta nefasto. Enderezar lo que está torcido no siempre es sencillo. Repetía: “el árbol que crece torcido no hay cómo enderezarlo”. Y ese era el caso. ¿Aparecer el niño? No había ninguna posibilidad. ¿Espantar a los buscadores? Imposible. Todo lo que se intentase se volvería en contra. La suerte estaba echada para todos.
Para lograr alguna solución había que empezar a tocar timbres y, cada timbre que se toca, es dinero, mucho dinero. ¿El encubrimiento de la policía? Un auto, una casa, la renta de un prostíbulo. ¿Del juez una sentencia favorable? Más costoso. No alcanza con autos, casas o prostíbulos. Las putas se ofertan solo a los pequeños y medianos magistrados. Los jueces importantes, ni hablar de los de la Corte Suprema de Injusticia, reclaman enigmáticos los efectos conducentes de las causas eficientes para lograr los objetivos más satisfactorios. Jamás él entendió de qué le hablaban, pero sabía cuánto dinero se necesitaría para serenar tantas angustias.
¿La protección de un ministro? Los ministros valen lo que valen sus acciones en la bolsa de Nueva York. Un presidente se cotiza en las pizarras clandestinas de los paraísos fiscales.
Una mala noticia, una venta caída, un niño desaparecido, una población excitada buscando al infante, y un tropel de periodistas pisoteando el pueblo hasta volverlo un entero lodazal. Para colmo de males, un largo viaje desde su reducto al villorrio, en ese día de calor insoportable. Casi treinta y ocho grados. Sofocante calor del verano. Todo era una mala noticia.
Contra su voluntad, le tocó hacerse cargo de ese asunto. Justo a él, que estaba por ir a dormir una reconfortante siesta luego de un día de mucho trabajo que había comenzado a temprana hora de la madrugada. ¿No tenía derecho a una siesta? Se repreguntó con furia, ¿no tenía derecho a una siesta? Claro que no. De ninguna manera. ¿En qué lugar estaba escrito que podía tomarse una siesta cuando deseara? Ni se atrevió a sugerir al jefe que le ordenó intervenir, esa posibilidad. En su posición resulta difícil descansar, a veces hasta imposible, y ese día creyó, ingenuo, que hasta podría echarse a dormir una buena borrachera. ¿Por qué era tan injusta la vida con él? ¿Qué haría con tanto alcohol en sangre?
“Hacete cargo del quilombo”, fue todo lo que le ordenaron en nombre de El Mago de Oz. Lacónico mensaje. Pocas palabras bastan para dar una orden. “Hacete cargo”. Cuando hablaba La Ciudad Esmeralda, solo cabía obedecer.
Hacerse cargo de una captura no encomendada. De un niño desconocido. Y una venta frustrada. Reponer la mercadería y resolver lo del niño. Justo a él que odia tanto a los niños como a los periodistas, un hombre sin corazón. No en vano fue apodado “El Hombre de Hojalata”. Odiaba a los niños, aunque más a los periodistas, porque esos no le reditúan ni un centavo; por el contrario, le producían a la Red algunas pérdidas y a él interminables dolores de cabeza. Los periodistas eran sinónimo de migraña. Ellos obligaban a la entidad madre a malgastar mucho dinero para desmentir noticias falsas o exageradas de esos escribas que solo buscan producir una sensación escalofriante en sus lectores y regodearse con sus miedos.
Era cosa sabida, no bien se publicaba una de esas noticias, para que comenzara la riestra de reclamos y los apuros por los sobornos para que todo quedara en nada.
Los sobornos muchas veces ni siquiera resultan provechosos. Sobornar es tedioso, hay que lidiar con ambiciosos, mezquinos, soberbios, tipos que no valen nada, pero que se cotizan caro, tipos que esperan que su soborno equivalga a una buena vida hasta el día de su muerte. Algunos ambiciosos no comprenden que la muerte está mucho más próxima de lo que creen. Para cuando lo comprenden suele ser demasiado tarde.
Aquel paraje queda en un lugar tan alejado que pocos conocían de su existencia hasta que se difundió la noticia de la desaparición del niño. No sabía cómo se produjo la filtración, el mensajero que lo informó no podía explicarlo. Suponía que todo debía atribuirse a la estupidez o la malicia de un policía enganchado con un cronista, de esos que cambian por unos pesos una noticia que puede resultar atractiva. O de esos paisanos que creen que ponerse delante de un micrófono les cambiará su miserable vida por una bien ganada fama. Imbéciles. Así los consideraba. Completos imbéciles los policías pueblerinos y aquellos gauchos de alpargatas.
Un verdadero ejército de periodistas de todos los medios había invadido aquella desolada aldea cuando se supo de la desaparición de un niño que no tenía nada de especial. No era el hijo de un millonario, ni de un funcionario de renombre. Solo era un niño pobre, hijo de un padre pobre, de una madre pobre, de una familia pobre. Para él, un ser insignificante, incluso menos que cualquiera de los parientes o vecinos del malogrado niño. Apenas quince kilos de carne, exagerando, veinte. Lo que un lechón. Y por esa minucia de carne y huesos pequeños, un escándalo nacional. Imperdonable. ¡Y él no podría dormir esa reparadora siesta que se merecía!
Para los periodistas, aquel bochorno era como el becerro de oro. Intuyeron la noticia, sospecharon lo que había detrás de la desaparición y por ello se comportaban como alimañas, entrometiéndose en todos los asuntos, revisando los escusados, oliendo las mugres de los sobacos de los pueblerinos, hurgando con sus cámaras fotográficas en la entrepierna de las muchachas que fueron desfloradas en la infancia por sus patrones, buscando algo de qué enterarse. Así resultaban interminables entrevistas a distraídos o idiotas, sin importar si quien hablaba entendía lo que realmente estaba ocurriendo. Es que algunas personas sin cerebro hablan muchísimo, ¿verdad? El Mago de Oz se lo advirtió. Personas sin cerebro hablan de más. Son parte de la legión de espantapájaros que no saben lo que es tener cerebro y, si lo tuvieran, no sabrían cómo usarlo. Un desperdicio.
Detestaba a esos periodistas. Los detestaba con verdadera pasión. Los consideraba arribistas y oportunistas, voraces personajes, más voraces que sus afamados cerdos devoradores de carne humana, tratando de mejorar los pobres guarismos de audiencia que lucían sus noticiarios para ascender en las consideraciones de sus aburguesados directores. Sabía que a ellos, tanto como a él, les importaba un bledo el niño. ¿Qué puede valer un niño pobre, de un padre pobre, de una madre pobre, de una familia pobre, para un inescrupuloso periodista de la gran ciudad? Nada. Esos alcahuetes sabían muy bien cuántas niñas y cuántos niños desaparecen por día. ¡Claro que lo sabían! Podían hacer crónicas interminables en donde se les ocurriese, al norte, al sur, al este o al oeste del país. En toda la geografía había decenas ¡o centenas! De niñas o niños desaparecidos. Él sabía bien de los corrales donde se guarda el joven y noble ganado premium. Donde buscaran, encontrarían. Pero no les interesaría saber de esas niñas o niños, solo querían mejorar la audiencia, obtener primicias, alimentar el morbo, y ese caso les ofrecía esa posibilidad. Y tal vez mucho más. En definitiva —diría el hombre—, hunden la mano en la olla llena de la mierda porque saben que en el fondo encontrarán dinero. El dinero es la madre de todas las noticias y el padre de cualquier ascenso. En realidad, el dinero inventa la noticia.
“Come mierda y serás rico y famoso”, esa era su sentencia. Aunque, lo corregiría un viejo burócrata de la Red, “siempre se come mierda, pero siempre viene envuelta en sangre”. ¿Cuál era la proporción? Difícil de decirlo.
Decepcionante. A los periodistas no les interesaban otros casos. Muchas madres llegaron hasta los camiones de exteriores para confesar sus penas. Pero a ellos solo les interesaba ese niño, ningún otro. Ese y no otro.
Si se les preguntara por qué no otros desaparecidos, responderían socarrones: “No toda noticia es valiosa”. ¿Y por qué esa sí lo era? ¿Por el niño pobre? ¿Por la familia pobre? Sabía que no era por sentimentalismos. ¿Acaso a alguno de ellos se le caería una lágrima, más no fuera una lágrima por el desaparecido? No. Ni una molécula de lágrima derramarían, ni aunque frotaran cebolla en los ojos. Consideraba a todos esos personajes como a unos absolutos hipócritas. Él, en cambio, no era un hipócrita, era un hombre sincero, sin sentimientos. Jamás lloraría por ningún asunto, lo mismo que esos «husmeadores de mierda». Asumía que tal vez lloró por un negocio por el que perdió una buena comisión. No lloró, en realidad, solo se lamentó. Con seguridad sus lagrimales estaban atrofiados si es que alguna vez los tuvo.
Perder dinero es lamentable. Cuando la vida vale menos que un puñado de dólares, nadie llora por una niña o un niño desaparecidos, solo llora lágrimas verdes.
Antes de emprender tan tedioso viaje, bebería hasta hartarse; sería su modo de alcanzar la calma espiritual y la claridad mental. Su revancha. El alcohol no le nublaba el razonamiento. Tal vez lo destilaba gota a gota, lo que le permitía despejar las dudas una a una, y concluir en qué era lo más conveniente.
Podía beber casi sin límite y mantenerse asombrosamente sobrio. Se mantenía sobrio a cambio de años de vida. Cada borrachera, especulaba, reducía su expectativa de vida. Si no equivocaba el cálculo, a esa altura debía haber consumido un tercio de lo que podría haber vivido. Apenas fue interesado en el negocio, decidió que así sería, sin límites, y empezó a beber copiosamente. Empezó a consumirse en alcohol. ¿No es que todos comenzamos a morir apenas nacemos? ¿Entonces? Muramos con placer. Solo se trata de establecer los tiempos de la muerte, no llegar al último momento aburrido, tristes de haber malgastado los días, soñando el sueño de otro hombre que nos imagina cómo nunca fuimos. La vida hay que consumirla intensamente hasta que no quede ni una gota de humanidad. Así que llenó un vaso con whisky y lo bebió sin detenerse. Luego otro. Luego otro, hasta que vació media botella del dorado néctar escocés. Llevaba con él, a todos lados, la botella de Glenfarclas 25 Años. A donde fuera iba provisto de un buen número de botellas del costoso elixir. En el baúl de su automóvil guardaba una docena de botellas. Nunca debía quedarse sin combustible. En su casa, en la despensa, almacenaba otras muchas. Podía faltarle el aire, pero nunca el whisky Glenfarclas 25 años. Era su ambrosía. La cirrosis ya le pudría el hígado, pero no dejaría de beber jamás. A esa altura de su condición consideraba que la única amistad fiel con la que contaba era, precisamente, su cirrosis. Ella no lo abandonaba por nada. Juntos irían a la tumba. ¿Hay algo más fiel que una cirrosis?
A donde debía dirigirse es un pequeño pueblo tierras adentro cerca del río. A varios cientos de kilómetros del lugar más poblado. Dos rutas lo rodean. Una, nacional, que sigue en dirección al norte. Otra, provincial, que zigzaguea entre pueblitos tanto o más pobres que el que lo esperaba. Es un camino que no tiene destino. Nadie sabe a ciencia cierta dónde empieza y menos dónde termina.
Allí el cielo es azul. Un cielo limpio que se lo puede ver en todas direcciones. La vegetación es dominante. Árboles frutales, arbustos, grandes plantas, pocas flores. Si no fuera por los frutales que emergen en dirección al norte, a la derecha de unas treinta o cuarenta hectáreas de una especie de llanura, se podría ver hasta el horizonte más lejano. Los frutales fueron sembrados describiendo un círculo de medianas dimensiones, tal vez quince metros de diámetro. Nunca nadie pudo explicar por qué los antiguos pobladores los sembraron, conformando un recinto de modestas dimensiones, al que se ingresa por un único lugar, una entrada de aproximadamente dos metros de ancho. Se trata de una formación compacta; los árboles hacen un muro que impide ver lo que ocurre en el interior del círculo. Las explicaciones de esa invención circular son tantas que ninguna ha perdurado en la memoria de manera exclusiva. Para algunos, fue apenas un capricho de aquellos gringos que enloquecieron por el alcohol. Beber aguardiente barato o grapa más barata aún, era el único pasatiempo posible. Esas bebidas podían hacerle perder el quicio a cualquiera.
Para otros, era el lugar donde los patrones desfloraban a las niñas, una especie de santuario en el que ellas perdían de manera temprana y violenta la virginidad. La arboleda resultaba así la testigo privilegiada del derecho de pernada, una costumbre que con otros ademanes perdura hasta estos días. Ese derecho feudal es aceptado por la inmensa mayoría de los pobladores. Hasta las víctimas terminan por convencerse de que, después de todo, no es tan malo ser violada por el mandamás. Ellos se bañan bastante seguido, y hasta suelen usar bonitos perfumes. Los capataces, en cambio, son más brutales, y los peones, ni hablar.
Pero a él esas historias no le importaban en lo más mínimo. Las mujeres nacieron para ser desfloradas más temprano que tarde. La virginidad era un asunto ridículo para él. Algo religioso, como comulgar la hostia o beber la sangre de Cristo.
Todo no era más que dinero y la sobre abundante carne humana, a las que unos devoraban y otros sodomizaban. A la pregunta de que si los humanos son una especie en extinción como ciertas aves o mamíferos, su respuesta era un rotundo: ¡no! Ocho mil millones de seres humanos, o tal vez más, pueblan la tierra en todas direcciones. Hay por donde se mire. Y afirmaba sin ningún sustento científico que no se tardaría mucho en que en el mundo se produjera una explosión demográfica que había que evitar a cómo diera lugar. Proponía resetear a la humanidad, como si se tratara apenas del disco duro de una computadora o uno de sus programas. Así desaparecerían dos o tres mil millones de personas. Algún día el escarmiento atómico pondría las cosas en su lugar.
Era un maltusiano intuitivo, dado que no tenía ni la menor idea de quién fue Thomas Malthus y sus teorías resumidas en el “Ensayo sobre el principio de la población”.
Pero en ese instante no se trataba de las grandes elucubraciones sobre el patético destino de la humanidad. Si no de un viaje largo y tedioso, a un modesto pueblo, donde una jauría de periodistas y patanes, escandalizaba a la nación por la desaparición de un niño pobre. Dudaba en cuál era el modo más conveniente de viajar para cumplir con su orden. No tenía la menor voluntad de manejar durante horas cientos de kilómetros. Detestaba los viajes en ómnibus y un vuelo no resolvía su destino. Decidió pedir a la Ciudad Esmeralda un chofer y un automóvil. Un chofer con experiencia y un auto moderno, pero nada de alta gama que solo sirve para alimentar la codicia de los lúmpenes que abundan en esos pueblos hambreados secularmente y, que apenas vieran un lujoso automóvil, empezarían a procurar robarlo para luego venderlo a los contrabandistas que mercadean en Paraguay.
En la Ciudad Esmeralda nadie respondía a su pedido. Ocurre a veces que quienes reciben los mensajes los dejan dormir unas cuantas horas. Cajonear un aviso es parte de la dinámica de esa peculiar burocracia. Los máximos jefes estimulaban esos hábitos. Ni hablar de El Mago de Oz. Les gustaba jugar con la paciencia de los demandantes. Que esperen, que esperen. No hay prisa. Y siempre volvía la conocida frase “todo en su medida y armoniosamente”.
Él conocía esa costumbre. No perdería la calma por el tiempo que se lo hacía esperar. Sabía que tarde o temprano aprobarían su pedido. Un auto veloz, pero para nada lujoso, y un experto chofer que lo llevara a destino.
No contaba con información detallada de lo que estaba ocurriendo por el cambio de mercadería. Todo lo que sabía se reducía a los detalles que el informante le refirió por mensaje. No consideró reclamar al mensajero por alguna novedad. Su experiencia le indicaba que no habría ninguna, y si la había, no podía ser importante. El niño se había evaporado, quienes lo buscaban no tenían ninguna pista sobre su paradero ni de quién podía haberlo secuestrado. Conocía la técnica. Es una maniobra que se ejecuta en cuestión de segundos. Entregadores, encubridores y captores. Los entregadores garantizan que la víctima esté disponible en un lugar previamente acordado; los encubridores se ocupan de distraer a cualquier posible testigo, los captores se mueven como animales de presa. Una vez que capturan al espécimen, lo silencian y reducen. El desgraciado no tiene la menor oportunidad de salir de la trampa. Es como una mosca en la tela de una araña gigante. Si esta regla cumple para un adulto, ni hablar, lo que implica para un niño que pesa apenas no más de quince kilos. No hay competencia posible. El niño es apenas un frágil capullo, una crisálida de piel fresca asomándose a la vida, una anatomía fácil de manipular. Sabía que el terror que invadía a las víctimas las paralizaba por completo. Lo había visto. Supo de algunos casos en que esos niños resistieron lo que pudieron, el temor no los paralizó, por el contrario, fue el combustible que los estimuló a resistir. Pero esa voluntad de lucha duraba nada, lo que tardaba el captor en aplicar un certero golpe, o asfixiar sin matar para desmayar a la presa. Allí acababa todo. Luego era mordaza y ataduras.
Se acomodó en un sillón frente a un televisor para seguir las noticias que repetían en todos los informativos. Bebía su whisky. La abundancia de alcohol relajaba sus papilas. El sabor del Glenfarclas invadía su boca y luego ascendía hasta los húmedos tejidos de su nariz. La nasofaringe era una autopista del placer que espoleaba sus sentidos. Era misterioso el efecto que producía esa estimulación en su cerebro. Sus sentidos se afinaban y creía, estaba convencido, que ese estado de ánimo, esa tensión en los tejidos, especie de nirvana generada por el alcohol, le permitía captar los mensajes subyacentes que los periodistas enviaban a sus patrones a través de sus interminables e inútiles peroratas.
Todos los noticieros mostraban las mismas imágenes. Una multitud buscando al niño desaparecido. Todos se asumían como expertos rastreadores capaces de detectar hasta el más insignificante detalle del paradero del desaparecido. Absurdo. Ni lo movió a reírse. Sí, se interesó en la aparición de los políticos de turno. Infaltables como cualquier comedido en cualquier fiesta. A los políticos hay que prestarles oídos, como a los jueces. Cuando hablan, siempre envían mensajes cifrados a sus amos o a sus siervos.
Si se desea echar a perder una investigación, basta con traer al ruedo a los políticos que solo esperan sacar partido de la desgracia ajena. Sabía que no podían tardarse los políticos de aquella pequeña comunidad en aparecer para hablar hasta de bueyes perdidos y difundir falsedades para enturbiar la verdad hasta ocultarla definitivamente. Siguiendo la jerarquía, aparecerían los de la gobernación, secretarios y ministros, y, si era necesario, en algún momento el gobernador. Todos repetirían frases hechas con las que no conformaban a nadie y solo contribuían a la confusión general. Políticos y periodistas de la gran ciudad, facilitaban su trabajo, se lo propusieran o no. Lo que todos sabían era que al niño no lo encontrarían jamás. Uno lo sabían por sus responsabilidades y otros por complicidad. El niño se volvería una estampita colorida de fieles que rezarían por su alma día tras días, hasta que el olvido lo reduciría a un débil y borroso recuerdo.
II. Un viaje sin retorno
Bien acomodado, especulando sobre las bondades de las buenas siestas y el mejor whisky, un mensaje entró al viejo celular. La jefatura mandó su aviso “auto y chofer salen para el viaje”. No había más que agregar. Los amos de La Ciudad Esmeralda complacían su pedido. No esperaba otra cosa.
¿Quién sería su chofer? ¿Tenía, acaso, importancia? Por supuesto. Un buen chofer siempre es determinante para un largo viaje. Si es callado, si es charlatán, si ni disimula que es un alcahuete, todo tiene importancia. Algunos de los mejores choferes se habían retirado y otros habían muerto hacía algún tiempo. Una verdadera pérdida. Formar un buen chofer lleva años, cada día que pasa, para ellos, es una prueba difícil de superar. Solo los más hábiles y más decididos permanecen en sus puestos. Ellos son muy considerados por los jefes. Un buen chofer garantiza llegar a destino en tiempo y forma, pero, por sobre todo, volver a casa sano y salvo.
El aviso llegado a su celular solo confirmaba el viaje, no mencionaba otro detalle. Para los jefes, abundar en menciones era más que contrario a sus hábitos. Para los subordinados, cualquiera fuera su jerarquía, bastaba la información justa y necesaria, muchas veces mezquina. Quien menos sabe menos hablará de caer en desgracia. Tampoco tendrá muchas oportunidades de hablar demás.
Bebería hasta que llegara el transporte. En el viaje no lo haría. Beber durante el viaje resultaba poco prudente. Además, el chofer, con seguridad, iría a alcahuetearlo con los jefes. Era un mecanismo para protegerse de cualquier reclamo posterior. “Se la pasó chupando whisky”. Casi un alcohólico vicioso. Un borrachín incorregible.
Sabía que los choferes son todos alcahuetes, lo sabía perfectamente. Por profesión o por conveniencia. Hombres de control interno. “Asuntos internos”, los llamaba, el peor mote que se les podía poner. No eran los únicos. Había que saber cuidarse de todos los correveidiles que superpoblaban la organización.
Pensó que era un buen momento para dedicarle atención a organizar sus ideas en una hoja de cálculo. Le habían hablado de esa posibilidad que rechazó con entusiasmo la primera vez que se lo mencionaron. Hombre apegado a viejas formas de trabajar, rehuía de la tecnología por la que sentía una enorme desconfianza.
La tecnología equivalía, a su entender, al espionaje sin límites. Te ven, te escuchan, auscultan. No necesitan ni siquiera seguirte. Basta que lleves tu celular encima para guiar a tus enemigos a todos lados. Una computadora resultaba en la propia condena. Pero en esas circunstancias, atento a este desaguisado del que debía hacerse cargo, consideró con seriedad por primera vez que necesitaba establecer orden sobre todas las cosas que odiaba, pero en especial sobre las que más odiaba. Para ello necesitaba una herramienta poderosa. Con ella, elaboraría una “tabla de odio” utilizando el hardware más moderno y el software más sofisticado como le recomendaban sus pares. Una máquina inteligente que le sirviera para ordenar la magnitud de sus sentimientos de animadversión de mayor a menor. Primero lo más aborrecido, luego los que siguieran en intensidad decreciente. No tenía discusión sobre quiénes ocuparían los primeros lugares de la grilla. Los niños primero, siempre los niños primero.
Después los viejos. Detestaba a los viejos algo menos que a los niños. Viejos orinándose encima, babeando por sus malas prótesis dentales, balbuceando tonterías arrastradas por el Alzheimer o la demencia senil a un abismo de ignorancia y perturbaciones irremediables.
Y eso de que los únicos privilegiados son los niños y los viejos, era pura propaganda. Demagogia populista. En ningún lugar del mundo eso es real.
Lo suyo era un sentimiento de odio en fase crítica, primero los niños, luego los viejos. Después los periodistas; en esa planilla de cálculo tendrían un sitio de privilegio todos los chismosos periodistas, empleados a sueldo de ricachones que pasaban sus días adulterando la verdad y abusando de sus cobardes empleados.
También los alcahuetes tendrían su sitio bien ganado. Una vez que resolviera el desastre del niño desaparecido, a su regreso, de seguro, atendería la necesidad de asesorarse sobre la mejor computadora y la mejor herramienta informática para darle forma matemática a sus enconos.
Abandonó el cómodo sillón y apagó el televisor. En realidad, no estaba prestando atención a las noticias que llegaban del pequeño pueblo. Charlatanería barata sin ninguna información cierta. Mentiras a repetición. Bla, bla, bla. Malditos periodistas. Pequeños y grandes trebuqc a repetición mintiendo majules de ojos vacíos.
Al mismo celular llegó un mensaje del chofer avisando de su arribo. “Estoy afuera”. No había preparado nada para el viaje. Al menos debía llevar una o dos mudas de ropa. No sabía cuánto le llevaría a atender el asunto aquel. Si la estadía se prolongaba, compraría ropa en alguna ciudad cercana. Tenía crédito suficiente para ello, “la casa paga”, como corresponde.
Cargó en un bolso de mano dos mudas de ropa y todo lo que necesitaba para su higiene personal. Cuando confrontara al chofer, le ordenaría guardar en el baúl unas cinco cajas de whisky Glenfarclas 25 años. Y así hizo.
El chofer no era ni joven ni viejo, en la edad justa. De contextura robusta. No era un rompehuesos, pero bien podía quebrarla el cuello a cualquiera si se lo propusiera. Su rostro le resultó familiar.
—¿Lo conozco? –el hombre movió negativamente la cabeza. Pero él creía que alguna vez lo había visto en alguna entrega.
—¿Le molesta guardar mi ambrosía en el baúl del coche? –Le dijo señalando las cinco cajas de whisky.
Apenas lo pidió, el chofer cumplió con el pedido.
—¿Eso es todo?
—Es todo.
—¿Partimos?
—Partamos.
No había más que decir.
Se acomodó en el asiento del acompañante. Obedeció la orden de ponerse el cinturón de seguridad. El chofer puso a marchar el automóvil y empezó a rodar rumbo a una autopista.
—¿Cuántas horas tenemos de viaje?
—Diez u once. Depende la ruta. Depende de las veces que nos detengamos. Depende de varios factores.
—Dependejo siempre me emboló viajar. Dependejo, depende, dependejo. –No quiso ni mirar al chofer–. Ya le digo que habrá que hacer más de un alto.
—No hay problema, lo que usted mande. Yo solo manejo. Diga “cuándo” y yo freno.
—No importa tanto lo que yo considere, la que manda es mi próstata. Mi próstata es autónoma, ella decide sin consultarme cuando hay que detenerse. ¿Su próstata lo trata bien?
—Por ahora, sí.
—La mía no, ella manda.
—La obedeceremos, entonces. No conviene llevarse mal con la próstata de nadie.
—También podemos parar para comer. Seguramente tendré hambre.
—Soy de comer bastante ligero cuando trabajo.
—Yo también –mintió–, pero esta vez en su honor haré una excepción.
—¿Lo podré acompañar?
—¿A comer? Seguro. ¿Sabe a dónde vamos?
—Me informaron, señor. Vamos dónde desapareció esa mercadería.
—Así es. Pero no vamos al rescate, lo sabe.
—Lo sé. Vamos a arreglar el negocio, para eso estamos.
—¿Cuántos años hace que trabaja para La Ciudad Esmeralda?
—Unos veinte.
—Veterano.
—Así es, señor.
—En la flor de la edad.
—Siempre creí que los veinte años son la flor de la edad.
—Eso lo creen los jóvenes, ellos no tienen ni idea de la vida. Habrá visto muchas cosas, como yo.
—Sí, aunque no creo que las mismas que usted.
—Es probable. Todo este quilombo por un imbécil, o dos imbéciles. No sé todavía quiénes estaban a cargo de la venta. Nunca se cambia de mercadería. Está escrito en los protocolos. Vendés doce kilos de carne, entregas doce kilos de carne. Ni diez, ni trece. Doce, número exacto. Compraste un sexo, entregas ese sexo, nunca otro. El cliente quiere seguridad. Está en los protocolos. Compro esto, quiero esto. No me lo cambiés por nada del mundo. No se cambia la mercadería, no se improvisa. Lo que se improvisa siempre sale mal, siempre sale mal.
—Lo que mal comienza, mal acaba.
—¿Le dieron un celular para comunicarme con el limpiador?
Sin quitar la vista del camino, el chofer señaló la guantera.
—Hay tres celulares —dijo—. Uno está dentro de una bolsa verde. Ese es el que debe usar para el limpiador. El que está en la bolsa roja es para la superioridad. El Mago de Oz espera novedades. Usted sabe, buenas novedades. El de la bolsa azul para comunicarse con el operador local. Se supone que ese es el responsable de la mercadería.
—A ese hay que untarlo, pasarle la pomadita.
—Luego hay que limpiarlo.
—¿Quién lo limpia?
—Yo.
—Lo suyo no era solo manejar.
—Flexibilización laboral. Son los tiempos que corren. Hay que saber adaptarse.
—El retiro nunca es voluntario. Por ahí, con suerte, llegamos a jubilarnos. —Se llamó a silencio por unos minutos—. Si te dejan jubilar, claro. Nunca se está seguro del destino.
—Me quedan unos años de chofer, todavía. No pienso en mi retiro.
—Yo voy a morir antes de que puedan jubilarme, lo tengo decidido.
—¿Tiene todo arreglado?
—Tengo el mejor destino de todos. En el baúl de este auto hay algo de mi salvación. Unas pocas cajas, pero en otros lugares tengo muchas cajas más.
—Cinco cajas de whisky escocés pueden ser un buen consuelo para este trabajo.
—Eso espero. Detesto los problemas. Si todo va bien, lo voy a compartir con usted.
—Se agradece, señor. Pero el trabajo es lo primero. No bebe mientras trabajo; usted sabe que en La Ciudad Esmeralda eso no está bien visto.
—Sí, lo sé. Primero lo primero. Prioridad uno: limpiar la mercadería fallada. Prioridad dos: atender al operador local.
—Creo que va a ser al revés. Para la mercadería viene el limpiador. Para el operador, estoy yo. El limpiador embolsa al operador, recoge la mercadería y no dejamos cabos sueltos.
—Servicio completo, puerta a puerta.
—Directo de la casa matriz. Usted arregla con el tipo, celular de la bolsa azul, después de que entregue el paquete al limpiador, un encuentro a unos cuantos kilómetros de distancia del pueblucho, por la ciudad más próxima, en un apartado que tengo indicado. Tengo comunicación directa para que los amigos de siempre liberen la zona, no queremos entrometidos. El fulano llega, se le presenta, le avisa que ya entregó el paquete al limpiador y trata de explicar lo inexplicable. Entonces lo reduzco y lo acicalo ahí mismo. Nada de sangre. Es esa la condición. Un trabajo limpio. Si sangra, la cago.
—No es recomendable por esas cosas del ADN, ¿vio? La ciencia nos juega en contra. ¿Luego?
—Tengo una bolsa para cadáveres de primera calidad. Importada, hermética. Una joya de la tanatopraxia europea. Muy sofisticada. La usan para el descarte de prostitutas que luego creman. Los europeos son tradicionalistas, matan a las prostitutas en sus orgías, las embolsan y luego las creman. Compramos un lote de bolsas hace poco porque el dólar está barato. Gangas de la libertad de mercado. Usted le habla como para que el tipo se sienta seguro, yo lo acicalo, lo embolso y se lo paso al limpiador. Él lo va a dejar liso, sin arrugas. Desaparece sin dejar rastros. Lo de siempre. Usted sabe.
—Perfecto. Dicho así hasta parece sencillo.
—Así es, señor, parece. Pero eso está por verse. Sabe que el refrán dice que lo que viene fácil se va fácil. ¿Será así? Usted, que cree.
—Yo no creo en nada. Nunca creí en nada. Eso me pone a salvo de cualquier esperanza. Si te quito la esperanza, no tendrás nada por que inquietarte. El que se esperanza vive angustiado, exaltado, esperando un suceso salvador. La solución a todos estos quilombos es matemática, kilo por kilo, mercadería por mercadería. Quirúrgico. Pura desesperanza matemática.
III. El ojo sobre la niña
Si le quita la mirada de encima a la nena que se contornea a su frente, le devolveré el poder de hurguetear en su entrepierna cuando pase el momento. No es necesario llorisquear y morder papel secante. Baste una nerviosa melancolía. Deje su ojo en blanco, lechoso, cubierto de una membrana blanca que absorba el brillo de la vida. Piense en una melodía simple. Nada rebuscado. Parezca compungido. Simular siempre es importante. La muerte debe rondar la pupila. Eso es conveniente. En la córnea alguna vena hinchada, un molusco violáceo de aspecto de lombriz, que impresione una infeliz vesícula. Es que el gobernador no acaba de asumir que aquello es una fatalidad. Pone la mirada encima del hombre, echándole una culpa que él no reconoce. ¿Qué he hecho yo? Y su cruel rostro se vuelve abstracto e incompleto.
El gobernador espera su momento sentado en un sillón tapizado con telas que dicen tejió un arzobispo en la colonia cuando repartieron las tierras de acuerdo a la merced del rey o, tal vez, del papa. Es que la iglesia nunca hizo un favor a los más pobres. La iglesia se acuerda de los pobres cuando los pobres se ponen rebeldes.
A su lado, una sombra corre de este a oeste. La sombra es menuda, unípeda, inconsolable. No pesa más de quince quilos. Pero siendo tan poco su peso aplasta como una verdadera tonelada.
Si deja el ojo en blanco, podrá parecer inocente. Pero si no puede e insiste con poner los ojos en los senos de aquella criatura que adelanta su cuerpo por accidente, nadie creerá en su inocencia. Pervertido. Su apariencia es pervertidora. El pueblo convocado en medio del llanto sabe que es un pervertido. Y la niña asume que a esa satisfacción la llevaron. ¿Debe dar explicaciones a partir de ese momento? Ella no sabe nada del desaparecido, así como ignora tantísimas cosas. Está donde está por la gracia de un ministro. Aquí le traigo el regalo, le dijo al gobernador que no puede poner el ojo en blanco, lechoso, ciego, cauteloso. Muérete, muérete, sombra y sal del escenario que perturbas el acto del buen gobernador. ¿Cómo ha de gozar si la sombra lo hostiga de ese modo?
El gobernador especula: voy a ser reelecto, se lo ha juramentado. El congreso partidario se lo pide a expensas de la lisura de esos pechos adolescentes. O infantiles. ¿No es todavía una niña? Tiene la frustración de un cementerio. En el círculo de la iniciación de la pernada, en medio de aquella arboleda, dejó de ser una niña inocente. Para eso las hemos criado. Si no, hay que ahogarlas en un balde al nacer. ¿Cómo a las gatas? Será una travesura, no más que eso. ¿Quién cuestiona cuando se ahoga una gata? Nadie. La gente lo asume con naturalidad. Es preferible que te viola un terrateniente que un peón mugroso. Las jerarquías cuentan y cuánto.
El ministro no escatima esfuerzos en ser complaciente con el gobernador. Sabe que pronto llegará El Hombre de Hojalata, porque se lo anunció su policía. ¿El Hombre de Hojalata? ¿Qué manera de violentar la metalurgia? ¿Habrá ebullición debajo de su piel? ¿O el infortunio de sus cartílagos lo volverá enclenque y repugnante? Ha de ser un hombre ridículo. No lo es, es temible como la inescrupulosa matemática de la muerte. Te hará una sepultura entre tus propias vísceras.
Llegará en pocas horas. Con él vendrá un limpiador. Testificaré su muerte al final del trabajo. Varios del cuerpo policial han establecido esto como un asunto prioritario. Hasta entonces, bostecemos como si nada nos preocupara. Como sobándole la guitarra a un músico sordo y cojo.
¿Esas presencias compondrán las cosas? El ministro cree que sí, y entonces eliminarlos tendrá un sentido heroico. En realidad no cree, lo desea. Si ellos no arreglan el asunto, todo se irá de las manos. Incluso la niña de los pequeños senos se habrá perdido para siempre ante el gobernador, la que está de pie de frente al escenario al que está subido y desde donde no deja de observarle los pechos. Teme que no podrá acariciar sus latentes pezones si alguien no corrige aquella equivocación. Pero como hay tantas niñas vírgenes en aquella provincia, esa no es una legítima preocupación para el ministro. Hijas y gatas no dejarán nunca de reproducirse.
Cuando hable el gobernador, se hará un silencio inevitable. ¿Quién quiere escuchar a un gobernador mentir durante media hora sobre el futuro? Entonces será el ministro quien pondrá sus ojos en blanco, la pupila encantada, como un abrojo negro, inevitable. Un molusco bivalvo parloteando. Y el discurso sonará hueco y latoso. Bla, bla, bla… El gobernador mantendrá una piedra en una mano y en la otra la estampa de una virgen protectora. Hará que reza porque siempre impresiona echarle unas palabras a los fantasmas. ¿Será la Virgen de Luján? Bajo la manga el puñal de San la Muerte. Mejor la Virgen de Caacupé. Dirá que todo lo que vendrá será mejor que lo pasado. Si no, te hará un ovillo y te arrojará al fondo del río con una roca atada al pescuezo. Gobernar no es cosa de blandos.
IV. Preparando la última cena
La arboleda sucumbió a la noche. El verde de los árboles estaba al morir al arrimarse al horizonte mientras se aplastaba una nube contra una línea roja del fondo del paisaje. Zurita, la nieta, le apretó las manos a la abuela Cándida. La abuela mascaba tabaco y escupía una pasta negra y pegajosa. Ahí le prometió a la anciana atender al viejo muerto si pasaba de nuevo por frente a la choza. Que no había que pedirle nada, dijo la vieja. Da si quiere, si no quita. El pomberito hará de las suyas si no se respeta al muerto como el muerto quiere. ¿Niño o niña? Si fuera por su gusto, le entregaría, para serenarlo, a la niña, pues, repetiría, las niñas no sirven de mucho. Para reproducirse, lo demás viene solo. El varón trae la descendencia y el dinero, aunque poco, pero si no hay plata, puede cazar. ¿Qué puede cazar una niña? Nada que camine sobre la tierra. La mujer no trae más que palabras consigo.
Pero si la muchacha oía arrastrar los huesos, la abuela le dijo que no le hiciera promesa alguna aunque el viejo se lo pidiera, porque no iba a poder cumplirla. El viejo siempre tenía algo que pedir. Hay que hacer como si no se lo viera y no se lo escuchara. Y no se debe prometer en vano a un muerto cuando pasa frente a la casa. ¿Y si se detiene en la ventana? A la muchacha la desolaba la idea de tener al muerto mirando a través de la cuenca vacía de sus ojos por los vidrios rotos de la ventana. Hay que dejarlo, esa era la enseñanza. La curiosidad es como la esperanza, perdura a pesar de las personas hasta que se agota. Como el agua de la laguna cuando la sequía chupa hasta la humedad del barro. Que vaya donde quiera. Tal vez pase de lado la arboleda y entre en la pequeña llanura que dibuja una incipiente luna violeta para perderse esa noche y dejarles una cena serena. Mejor que se perdiera y entonces solo quedaría el vaho del sudor del cadáver mezclado entre las hierbas de la vegetación. Oler al muerto no es peor que oler a los cerdos en el chiquero, aunque un olor no es lo que el otro parece. La boñiga de cerdo tiñe la tierra hasta con sangre y de ahí extrae su olor; es el olor de la sangre y el barro podrido del fondo de la zanja. En cambio, el vaho del muerto se reparte en pedazos que entran por la nariz hasta los párpados.
—¿Viene la tía? —preguntó asustada la muchacha.
—Mire usté a través de la ventana. Ahí se ve un rumbo por el que el muerto bien puede ir hacia un terrenal donde la luna acampa. Tal vez nos deje tranquilos.
—¿Pero la tía viene? Si viene, el muerto se alejará como siempre.
—Es concejala. Más vale ponerse lejos. Si no, el pomberito se hará respetar para hacerse respetar. ¿Quién es un viejo muerto al lado de una concejala?
Dicho esto, tomó una vela en su mano marchita y la encendió con la llama de la cocina a leña. La vela encendida era una ofrenda a la tía. Pero la vieja sí cuidó muy mucho de nombrar al tío. El hombre ese es cosa seria. No hay que mirarlo a los ojos, porque entra por las pupilas y ya no se va nunca de las tripas. Se aloja en las entrañas y te consume por dentro. Cuando el tío llega hasta el viejo muerto desaparece, borra sus huellas.
La vieja, iluminado el rostro por la luz de la vela, mascó otro tabaco y escupió al piso de barro.
—Preocúpese de la cena que en un rato llega la visita, no me haga enojar que no estoy pa caprichos.
—¿Por qué invita a esa gente, abuela? Yo no le confío en nada.
—Yo le hago el fideo y usté ponga el estofado. —La vieja hizo como que no escuchó a la muchacha.
—No bien llega dice ¿ya me preparó la cena? Y usté suspira porque la toma de sirvienta.
—¿Y yo qué soy? ¿Y usté, muchacha? Sí, apenas si sabe sumar. Yo no sé sumar. Conozco la plata de vieja porque me enseñó la madre. Soy bruta. Usté es bruta. Las mujeres hacemos esta vida, parir y cocinar y lavar la mugre. No sé de qué se queja siendo una niña. Busque uno que no le pegue.
La muchacha se encogió de hombros. Preguntó:
—¿Ha comprado la garrafa pa la cocina?
La vieja arrastró los pies hasta una pila de leña. Sus juanetes relucían bajo la luz de la vela que mantuvo asida con firmeza.
—No, no tengo yo la plata todavía yo. —Dijo, mirando los troncos resecos—. Dicen que esta noche la tía me va a dar un dinero para comprar la garrafa. Viene con la Virgen a rezar un poco.
—Pero si cada vez que reza lo único que nos llega son resignaciones.
—No me contradiga, mocosa. Me va a dar una plata y tendremo garrafa.
—Si le da plata, algo le va a pedir a cambio.
—Algo le daremo.
—Ya sabe lo que le va a pedir.
—Algo le daremo.
—¿Y cómo vamo a cocinar si no hay garrafa? —La vieja señaló la pila de troncos.
—La leña. Ayer traje del campo, unas ramas del árbol seco que cayó por el viento. Por donde la mandarina.
—¿Y está seca?
—Como yo. Más seca que yo, que estoy seca de adentro y afuera. Usté vaya a buscar los pollos. Dos. Están los colorados. Mátelos en el gallinero. Así las otras picotean la sangre y después empollan como un don del Dios divino.
—Yo no voy a andar de noche ahora a buscar esos pollos.
—¿Y qué vamo a comer, eh? Ademá, todavía no e de noche.
—Va oscureciendo. No podré ver venir la sombra.
—Chica grande y tiene miedo. ¿Ve lo que digo? ¿Si no hay hombre, quién mata un pollo en la noche?
—Usté sabe que hay cosa allá afuera. Siempre aparece cuando viene la tía.
—Déjese de estupidece. Vaya a buscar el pollo que yo lo descogoto aquí mismo.
—No quiero. Que vaya la Ladina, que se hace la santa. Ella no tiene miedo. Cree que no sabemo que vende droga. Ni el policía se le acomoda. Todos se alejan cuando ella llega, menos los enviciados.
La abuela Cándida se puso seria y volvió con un tronco grueso para alimentar el fuego de la económica.
—No repita ese asunto.
—Como usté quiera, pero sabe que no le miento.
—Vaya a buscar los colorados. –La abuela le ordenó–. En un rato llegan los tíos.
—Los pollos no saben lo que les espera.
—¿Acaso usté sí? Si el muerto pasa por el gallinero, los pollos van a quedar temblando. Va a ser má fácil agarrarlos. Los pollos entienden menos que la Ladina.
—Entonces vaya usté vieja, que ni el viejo ni el pomberito la van a querer a usted. Yo estoy joven y puedo dar cría.
—¡Todas igual! Y ahora con ese teléfono todo el día paveando. ¡Qué mira en esa celular, m’hija! Parece idiota. ¡Qué pomberito ni pomberito! A usté la va a agarrar el Prudencio en un apartado, donde los árboles están en círculo. Le va a ser un hijo y después otro y otro. No va a poder subirse la bombacha.
—No quiero hijos con el Prudencio.
—Y qué, ¿va a elegir? Acá no se elige, se agarra lo que se puede antes de que te agarren. Agarre lo que tiene a mano. Ya le dije: mientras no te pegue, no te quejés.
—¿Y usted así agarró al abuelo?
—¿Quiere que le diga mentira?
—Prefiero me lleve el pomberito.
—¡Qué pomberito ni pomberito! La muerte, a mí me va a venir a buscar la muerte un día de estos y ya voy a descansar lo que ustede no me dejan nunca. Seca me tienen ustede. Me hacen trabajar todo el día y hasta me dejan el chico ese que no respeta nada. Malcriado.
—Hasta que llegue otro.
—¿Otro más? Mi hija parece vaca de parición. Como las vacas, tiene cría pa dejarla después suelta por el campo a la buena de Dios. Ese vago del marido no piensa en otra cosa que hacerle hijos.
—¿No dijo que quiere varones?
—No malcriados. A ese lo va a llevar el demonio por las patas. Le dije a la hija que le dé unos rebencazos y que va a comportarse. Así les crie a todos y salieron derechos.
—Sí, claro, como la Ladina.
—Le dije que no hable del asunto si no quiere que le dé una buena paliza con el cinto.
Mejor callar. Por el silencio, el viejo muerto se dejó llevar. Siguió de largo, para perderse. Pasó por el gallinero, los colorados se acovacharon detrás de las ponedoras. Pollos miedosos, la carne se pone dura del nervio.
La muchacha vio al muerto por la ventana desaparecer tras el árbol de dulces mandarinas. La noche acabó por derrumbarse sobre la llanura. Una bruma violeta corría a ras del pasto. En minutos llagarán los tíos. Qué podía hacer si no obedecer en silencio. Todavía llevaba las marcas de los últimos azotes. No había donde esconderse. Parecer buena niña podía resultar una salvación. Hasta entonces los señores no la buscaron para desvirgarla. Pero el Prudencio esperaba su oportunidad agazapado. La quería para él, y si la tocaba un patrón, ya no la querría más. Pero a la muchacha el Prudencio le daba asco. Y vendrían los tíos, que no son tíos, sino agregados, porque la vieja los invita para obtener ventaja. Los tíos y esa Virgen con la que iban de pueblo en pueblo pa vichar las crías para ofertar. Por esos lados, la oferta nunca mermaba, había carne para elegir a gusto.
V. De muertos y cerdos
Si Dios lo ha querido, por algo será. Aunque se hubiese retorcido de dolor y gritado hasta acabar sus cuerdas vocales, la voluntad del padre no se desobedece. Le dijo de muy niño, y casi le suplicó: la tradición familiar no puede alterarse. No es que no se debe, no se puede. Y luego le palpó la cabeza para ver si aún sangraba por la herida que le provocó el mayor de los vástagos cuando lo atacó por sorpresa, con una vara larga y espinosa.
Él era el elegido, y aunque sus hermanos lo molieran a palos, el padre no cambiaría de opinión. Antes moriría. No podía alterar el orden sucesorio que lo establecía la muerte desde un panteón destruido en épocas de la guerra de la Triple Alianza, cuando los cadáveres flotaban por los ríos y se pudrían bajo el sol abrazador. Uno de ellos emergió de las aguas y se apropió del panteón. Desde entonces, vaga de rancho en rancho, señalando a las niñas y a los niños para el sacrificio. Ese era el mito, y en él creía firmemente. Si escuchaba el quejido del muerto, era el indicado. ¿Los otros lo habían escuchado? Ni un poco.
Fue él y no otro el que escuchó al muerto. Era el don. Por eso no durmió ni comió durante días y a pesar de que la madre lo zamarreaba para que se alimentara, cada vez que intentó llevar un bocado a la boca, el padre se lo impedía. Debía estar puro para el encuentro con los muertos. Los ritos no se alteran. Vacío de alma y cuerpo, limpio. La sal inglesa ayudaba a lavar la tripa. Y cuando se encogía retorciéndose por el dolor que le provocaba el hambre y la purga, su padre lo zarandeaba hasta obligarlo a ponerse bien derecho. “Me cae la diarrea por las piernas”. ¿Quieres el cielo? Gánatelo.
Fueron años de frustrante preparación. Descartar mercadería es una misión que se revuelve en una maraña de pensamientos. No debía quedar ni un gramo de esperanza. Entonces las oraciones a los santos se volvieron apenas un temblor entre los labios. Cenizas de la palabra entre los dientes.
Meses después preguntó cuál debía ser su elemento primordial. ¿El fuego? ¿El agua? ¿La tierra?
El padre le dijo que ya lo descubriría. Que por algo debía bañarse en agua bendita antes de hacer ese descubrimiento. Esa sería su salvación. Primero la diarrea cayendo por las piernas y metiéndose en los zapatos, y luego el agua bendita para aliviar la costra de excremento.
Siendo el padre un limpiador avezado, no había alcanzado la perfección a la que aspiraba para su hijo. Y eso que lloró hasta en los rincones más oscuros, reclamando una señal del muerto para darse por satisfecho.
—Creí, padre, que usted me otorgaría el salvoconducto, que acabaría antes de que me volviera loco.
El precoz aprendiz no cabía de ansiedad en sus zapatos. El padre hizo como que no lo había escuchado.
—Limpiar a un adulto no es complicado. El problema son los niños. –No debió reír cuando lo dijo.
—Uno debe de estar seguro de la empresa.
—Hijo, será el muerto el que te dará esa seguridad.
—¿Entonces a quién debo agradecer mi don?
¿A quién podía importarle eso? Lo que valía era la eficacia. Años de atormentar al hijo para que, justamente, se volviera preciso y sin sentimientos. Un adicto a la muerte. A la mala muerte, porque las hay buenas, adorables, sin engaños.
Entrar a la Ciudad Esmeralda era como entrar a un cementerio. Y aunque los brillos encandilaban, la sangre opacaba todas las luminiscencias. Ya integraba el plantel de limpiadores y gozaba de gran reputación cuando murió padre. No sabía el día exacto. Sí que lo hizo entre muchos dolores. No rezó, estaba harto de Dios. Sospechó que ese era el momento que esperaba. Muerto el padre, la indiferencia debía abrir camino a la revelación, como una epifanía. Si no era el agua, si no era el fuego, si no era la tierra, lo inesperado sería su elemento primordial. Una relojería de los imprevistos haciendo lo que hay que hacer.
Cuando el más viejo de los limpiadores le dijo “el cerdo”, no pensó en el Tarot. El cerdo era un animal que no le inspiraba ningún sentimiento. Aprendería con él a trabajar duro y ser paciente. Hasta que no quede nada del difunto, el cerdo mastica sin detenerse. Sabe que son los pequeños detalles los que malogran una gran empresa, y por eso es angurriento, tan feroz como voraz. Abre su gran boca hinca sus dientes en la semioscuridad traga sin paciencia, traga y un estómago centrífugo, disuelve las astillas de los huesos y no queda nada que esperar.
El cerdo era la revelación. Lo demás, lo instrumental, era irrelevante. Las herramientas cambiaron con los años. Fueron hachas, cuchillas, sierras, amoladoras, sinfín, apenas medios. El fin justifica los medios y el cerdo era el fin. Trozar hasta que la carne y el hueso no fueron de un tamaño mayor al del ojo de la aguja, por donde nunca pasará un camello.
Cerdos y muertos. ¿Era el muerto de su infancia el mismo que pasaba por el rancho de la abuela señalando a la víctima? ¿Cómo saberlo? Los quejidos de los muertos son todos iguales. Estaba en ese pueblo miserable, esperando al Hombre de Hojalata, arribado casi de manera involuntaria, cuestionándose sobre el muerto y la mercadería que debía descartar sin perder tiempo. Su experiencia contradecía la enseñanza de su padre. Los adultos son un problema a la hora de descartarlos. Un niño es cosa menuda. Un hacha modesto y de buen filo. Una docena de trozos. Nada de exageraciones. Pensó que tal vez sería mejor llevar los fragmentos a la naturaleza del río. ¿Alguien autorizaría cambiar la tradición? ¿No sería considerado un ignorante luego de tantos años de trabajo al pedir ese cambio? Preguntó por las coordenadas del río. Pero no obtuvo respuesta.
VI. Tíos
Hay que ir de la vieja, dijo. Seguro habrá estofado de pollo y fideos. También dijo que en el último pueblo cayó una tempestad que rompió el hocico del perro, que adquirió la forma de una equis. No fue un trueno ni una granizada. Fue un misterio. El perro aulló de dolor cuando la sangre corrió por la dentadura. Debió violentarse y sacrificar al perro, pero la estampa de la Virgen la hizo reflexionar. Lamentarse por el perro la mostraría como a una madre a pesar de que no tenía hijos. La violencia no conduce a nada, no debía olvidar esa verdad a medias. Si tenía las llaves de todas las casas, podía llevarse a quien quisiera, sin violencia. Sonrisas, rezos. Cargar la imagen de la virgen para llevarla a todos lados era un fastidio, pero no era más que un trabajo al que no se le daba la espalda. No siempre la felicidad se alcanza con bulliciosas ilusiones, ni es un único desafío. Después de todo, era como llevar una joroba mal dispuesta, en vez de en la espalda, en el pecho. El esternón se abarquillaba hasta los tuétanos. Dibujaba en su pecho un arco asombroso.
¿Cuánto pesaba esa estatua de madera? El marido decía: “nada, no pesa nada”. Pero ella lo contradecía. Si no pesa nada, llevala vos. Y el hombre soltaba su carcajada. Yo planifico. Eso era todo.
Algún regalito inútil siempre había que llevar a donde se fuera. Ella lo decía a menudo, a esos pobres cualquier chuchería les viene bien. Se alegran por nada. Un rosario, una estampita, agua bendita. Agua. Luego te entregan las hijas como se pulsa la doncellez de una libélula. Las mujeres son una calamidad. ¿No lo dijo un coronel muchas veces? Los coroneles saben de qué hablan. Calamidad, calamidades, desgracias del anverso y el reverso.
Más no pudo dejar de pensar en el perro con el hocico destrozado. Una aviso de que debían cuidarse ese día, la suerte no alcanza jamás para todo. La niña aún no había menstruado. Debía ser algo blanca, no demasiado, y tener apenas unos botones por senos. Era la ideal. La elegida. La chica confiaba en ella o al menos eso creía. ¡Tía! ¡Tía! La llamaba. Para así parecer, debió engordar unos cuantos quilos. Dejar la figura fina y el aspecto de vedete que había adquirido hacía un tiempo y lucía cuando su condición de secretaria de ministro. Ahora era una señora. Dejó de teñirse de rubio para parecer señora de pueblo y no de ministro. Antes se disfrazaba de joven, quería parecer la de las revistas, flacas, rubias, plásticas. Rubia botella calzón de lata. Eso parecía. Él se lo dijo varias veces. Rubia botella calzón de lata. Así no servís para nada. Poco útil para la cosecha. El pelo duro, el labio rígido de pintura gruesa, roja. Muy rojo todo. Había que perder el olor a sexo, la vieja esa, estaba seguro, podía olerlo a la distancia. Una fragancia arácnida, una acuarela rosada entre las piernas. Oler a tierra, a sudor, a hostias en el cáliz. Y sin palabras. Cállate. Cállate. Deja la lengua suculenta para las noches soberbias. ¿A qué tanto decir en esos pueblos muertos de hambre?
El hombre, en cambio, era sobrio. Él no perseguía, planificaba. No le interesaban las mercaderías. Nunca mezclar trabajo con goce. Mira la mercadería, pero no la percibe. No atina sus volúmenes ni sus temblores. Es parco, y no ofrece triunfos, sino mortajas. Pequeñas, blancas, almidonadas.
Tenía un mapa detallado de todos los pueblos, de sus caminos para ir y de los mejores para escapar. De donde fuera, una ruta a la ribera del río donde lo esperaban para entregar la mercadería. Simple como un remiendo en la ropa. Varias cuentas bancarias. Los paraísos fiscales rinden sus frutos. ¿Para qué existen los paraísos, sino para brindar las frutas mejores? Muchos celulares para hablar aquí y allá, con este y con aquel. Como una docena. Químicamente inobjetables.
Nada es gratis. Había mucho que repartir. Al policía, al ministro, al gobernador, a los pacíficos, a los violentos. Todos obtienen su parte. Es como cortar al niño o la niña en varios pedazos y repartirlos mientras la tía repite “este es el cuerpo de Cristo, tomad y comed todos de él”. La comunión de esos órganos insomnes, llenos de promesas nupciales. La sangre era lo último, como el vino.
En el corral de niños todavía había algunos sangrando, por eso tuvieron que ir por la muchachita donde la vieja estaba a punto de decapitar los pollos colorados para hacer el estofado. El muerto mantendría a raya a la vieja y la nieta, luego desaparecería.
Nada de sangre hasta el momento justo. La sangre siempre alucina, es una fuerza centrípeta que comprime hasta deshilachar las tripas.
El tío tenía todo listo. La tía dudaba aún por la visión del perro mutilado.
—¿Y? ¿Qué esperamos? –Ella no respondía–. Preparo el coche y nos vamos.
Ladina estaría llegando casi al mismo tiempo que ellos. No convenía perder el tiempo.
—¡Vamos! –gritó. Su voz sonó más militar que de costumbre. Ella llegó al automóvil seguida del hocico sangrante del perro. El perro daba lástima y se acostó a una sombra.
La tía lucía hasta policial. Zapatos abotinados, pantalón color marrón-tierra, blusa blanca, rostro sin maquillaje. Señora concejala. Así la quería el hombre. Ella preguntó por los papeles.
—¿Qué papeles? –El hombre estaba fastidiado.
—El contrato.
—¿Sos boluda? ¿Para qué voy a llevar el contrato?
—Por si pasa algo.
—Si pasa algo, vamos todos en cana, boluda. No confío en la vieja ni en la Ladina.
La mujer no podía ni abrir la boca.
—¿Y el Artemio?
—Menos, ese.
Subieron los dos al automóvil y emprendieron la marcha hacia la tapera de la anciana. VI. Los tíos
Hay que ir de la vieja, dijo. Seguro habrá estofado de pollo y fideos. También dijo que en el último pueblo cayó una tempestad que rompió el hocico del perro, que adquirió la forma de una equis. No fue un trueno ni una granizada. Fue un misterio. El perro aulló de dolor cuando la sangre corrió por la dentadura. Debió violentarse y sacrificar al perro, pero la estampa de la Virgen la hizo reflexionar. Lamentarse por el perro la mostraría como a una madre a pesar de que no tenía hijos. La violencia no conduce a nada, no debía olvidar esa verdad a medias. Si tenía las llaves de todas las casas, podía llevarse a quien quisiera, sin violencia. Sonrisas, rezos. Cargar la imagen de la virgen para llevarla a todos lados era un fastidio, pero no era más que un trabajo al que no se le daba la espalda. No siempre la felicidad se alcanza con bulliciosas ilusiones, ni es un único desafío. Después de todo, era como llevar una joroba mal dispuesta, en vez de en la espalda, en el pecho. El esternón se abarquillaba hasta los tuétanos. Dibujaba en su pecho un arco asombroso.
¿Cuánto pesaba esa estatua de madera? El marido decía: “nada, no pesa nada”. Pero ella lo contradecía. Si no pesa nada, llevala vos. Y el hombre soltaba su carcajada. Yo planifico. Eso era todo.
Algún regalito inútil siempre había que llevar a donde se fuera. Ella lo decía a menudo, a esos pobres cualquier chuchería les viene bien. Se alegran por nada. Un rosario, una estampita, agua bendita. Agua. Luego te entregan las hijas como se pulsa la doncellez de una libélula. Las mujeres son una calamidad. ¿No lo dijo un coronel muchas veces? Los coroneles saben de qué hablan. Calamidad, calamidades, desgracias del anverso y el reverso.
Más no pudo dejar de pensar en el perro con el hocico destrozado. Una aviso de que debían cuidarse ese día, la suerte no alcanza jamás para todo. La niña aún no había menstruado. Debía ser algo blanca, no demasiado, y tener apenas unos botones por senos. Era la ideal. La elegida. La chica confiaba en ella o al menos eso creía. ¡Tía! ¡Tía! La llamaba. Para así parecer, debió engordar unos cuantos quilos. Dejar la figura fina y el aspecto de vedete que había adquirido hacía un tiempo y lucía cuando su condición de secretaria de ministro. Ahora era una señora. Dejó de teñirse de rubio para parecer señora de pueblo y no de ministro. Antes se disfrazaba de joven, quería parecer la de las revistas, flacas, rubias, plásticas. Rubia botella calzón de lata. Eso parecía. Él se lo dijo varias veces. Rubia botella calzón de lata. Así no servís para nada. Poco útil para la cosecha. El pelo duro, el labio rígido, de pintura gruesa, roja. Muy rojo todo. Había que perder el olor a sexo, la vieja esa, estaba seguro, podía olerlo a la distancia. Una fragancia arácnida, una acuarela rosada entre las piernas. Oler a tierra, a sudor, a hostias en el cáliz. Y sin palabras. Cállate. Cállate. Deja la lengua suculenta para las noches soberbias. ¿A qué tanto decir en esos pueblos muertos de hambre?
El hombre, en cambio, era sobrio. Él no perseguía, planificaba. No le interesaban las mercaderías. Nunca mezclar trabajo con goce. Mira la mercadería, pero no la percibe. No atina sus volúmenes ni sus temblores. Es parco, y no ofrece triunfos, sino mortajas. Pequeñas, blancas, almidonadas.
Tenía un mapa detallado de todos los pueblos, de sus caminos para ir y de los mejores para escapar. De donde fuera, una ruta a la ribera del río donde lo esperaban para entregar la mercadería. Simple como un remiendo en la ropa. Varias cuentas bancarias. Los paraísos fiscales rinden sus frutos. ¿Para qué existen los paraísos, sino para brindar las frutas mejores? Muchos celulares para hablar aquí y allá, con este y con aquel. Como una docena. Químicamente inobjetables.
Nada es gratis. Había mucho que repartir. Al policía, al ministro, al gobernador, a los pacíficos, a los violentos. Todos obtienen su parte. Es como cortar al niño o la niña en varios pedazos y repartirlos mientras la tía repite: “Este es el cuerpo de Cristo, tomad y comed todos de él”. La comunión de esos órganos insomnes, llenos de promesas nupciales. La sangre era lo último, como el vino.
En el corral de niños todavía había algunos sangrando, por eso tuvieron que ir por la muchachita donde la vieja estaba a punto de decapitar los pollos colorados para hacer el estofado. El muerto mantendría a raya a la vieja y la nieta, y luego desaparecería.
Nada de sangre hasta el momento justo. La sangre siempre alucina, es una fuerza centrípeta que comprime hasta deshilachar las tripas.
El tío tenía todo listo. La tía dudaba aún por la visión del perro mutilado.
—¿Y? ¿Qué esperamos? –Ella no respondía–. Preparo el coche y nos vamos.
Ladina estaría llegando casi al mismo tiempo que ellos. No convenía perder el tiempo.
—¡Vamos! –gritó. Su voz sonó más militar que de costumbre. Ella llegó al automóvil seguida del hocico sangrante del perro. El perro daba lástima y se acostó a una sombra.
La tía lucía hasta policial. Zapatos abotinados, pantalón color marrón-tierra, blusa blanca, rostro sin maquillaje. Señora concejala. Así la quería el hombre. Ella preguntó por los papeles.
—¿Qué papeles? –El hombre estaba fastidiado.
—El contrato.
—¿Sos boluda? ¿Para qué voy a llevar el contrato?
—Por si pasa algo.
—Si pasa algo, vamos todos en cana, boluda. No confío en la vieja ni en la Ladina.
La mujer no podía ni abrir la boca.
—¿Y el Artemio?
—Menos, ese.
Subieron los dos al automóvil y emprendieron la marcha hacia la tapera de la anciana.
VII. Ladina
La tarde se deshacía deicida. Nerviosa herida, sanguínea. Ladina desconfiaba de ese clima. Temía a los claroscuros del cielo. El paisaje no prometía nada bueno. Algo le decía que no era buen negocio. Si siempre siguiera a sus pálpitos, las cosas andarían mucho mejor. Pero ya estaba hecho, y lo hecho, hecho está.
Una cosa era vender la blanca, otra, carne fresca. El rollo aquel se había vuelto temerario. Nunca se sabe cuando una venta se sale de quicio. La carne habla o llora. Perturba. La droga nunca le dio complicaciones. Gramo a gramo, los viciosos respetan las reglas. Si no había efectivo, no había suerte. El vicio es al contado. Pero la carne siempre chilla, y si no chilla la carne misma, lo harán sus madres. Ladina sabía que no hay modo de callar a una madre. Hasta el policía, maldito borracho de mierda, de vez en cuando y por pura demagogia, lagrimeaba junto a las mujeres. ¡Ay el pomberito, ay! Y cuánto más pensaba de este modo, más notaba el naufragio de la tarde hasta volverse perturbador.
No soltaba el celular por nada del mundo. Lo aferraba su mano izquierda. Intentó un par de veces comunicarse con el policía. El hombre no respondía. No era escusa para distraerse. Llegaría la novedad en el momento exacto. Tampoco dejaba de mirar al cielo; no quitaba la vista de una nube que bajaba en procesión hasta el pequeño cementerio al fondo, donde alumbraba un espejismo denso, un espacio de tierra un poco mayor que un cadáver adulto. Dos metros por un metro. Allí se podía sepultar a quien se quisiera y nadie se tomaría el trabajo de hurguetear la tumba. Un metro de profundidad era suficiente. La carroña, las más de las veces, vaciaba la tumba en cuestión de horas. La gente muere y a veces sin aviso. La carne se pudre rápido, las alimañas no dan tiempo ni a sospechar la pudrición. La muerte en esos pueblos no es nada virtuosa, por cierto; las más de las veces de rodillas luego de un infarto, o un pedo con vino barato. O en la misma letrina, sobre un montón de excrementos.
Ordoño, el marido, no se apartaba de ella, pero se mantenía en silencio. Hacía unas semanas que andaba como ciego, a los tumbos, por las callejuelas. Ladina insistía que le había dado un tumor en el cerebro y que pronto moriría. Hombre inútil desde el día en que nació. ¿Cómo se había casado con ese inútil?
La madre, la vieja comadrona Cándida, le dijo que el matrimonio con Ordoño era lo único a lo que podía aspirar ella. La comparaba con una vaca vieja. El útero seco, le reclamaba, por eso no le dio nietos.
¿Si no sirve pa’ reproducir, pa’ qué sirve? ¿Y si no servía para la parición, qué otro hombre más que Ordoño y la iba a matrimoniar? Era un matrimonio estéril.
Siempre la ofendió ese comentario, pero allí estaba, junto a ese hombre mediocre, esperando que el comisario le atendiera el llamado. Pero el buen hombre estaba de juerga, chupeteando en una fiesta de un pueblo cercano. Festejo de un santo, de los muchos que adornan las iglesias por esos lados. Luego se iría a la ciudad, a visitar a una “chinita joven” de un prostíbulo en el que era cliente preferido.
Si el comisario no respondía y el aviso llegaba, iría ella por la presa. Ordoño, el marido, ni se atrevía a disentir; siempre una captura lo espantaba. Seguro que el milico se había perdido en algún festejo, porque siempre andaba atrás de los políticos tratando también de sacar partido.
—Mala yunta, político y policía. Borrachos de mierda. –Ladina detestaba al policía, pero temía al político. Cada vez que debía nombrar al comisario, lo llamaba “borracho de mierda”. En cambio, se cuidaba muy mucho de hablar mal del político. Había aprendido bien aquello de que nunca hay que dar queja al que manda.
—¿Quién va a liberar la ruta? –Ordoño se tomó su tiempo para preguntar, respiraba agitado y sudaba, pero se animó a hablar. No podía disimular su miedo.
Ladina siempre se preguntaba si Ordoño era o se hacía. Tal vez fuera el tumor que lo volvía más idiota. Qué liberar ni liberar. La ruta interna no la transitaba casi nadie. Apenas pasaba el viento y algún paisano a caballo, de esos viejos mañeros que no sabían usar otro camino más que ese, que habían aprendido de niños. Además, los viejos mañeros nunca hablan. Que si no tenían lengua se la comieron ellos mismos. No había ni que abrir la boca si se quería ver el nuevo día. Y eso los viejos lo habían aprendido desde la época de los señores ingleses. No he visto nada. No he visto nada. Eso era todo.
Desde que los narcos compraron esas tierras, no se sembraba nada. Eran de tránsito. Cuantos menos merodearan por ellas, mejor. Cuando el pomberito o el ánima perdida no convencían, dos escopetazos hacían entrar en razón a cualquiera. Al principio llegaba de vez en cuando alguna avioneta que aterrizaba al fondo del villorrio, pero por entonces ya no, todo iba por el río, cuesta abajo, hacia Buenos Aires. Más barato y seguro.
Eran buenas tierras, los frutales crecían a voluntad. Las mandarinas más dulces eran de esos campos. Sus frutos eran los que los niños más deseaban. Por detrás de los mandarinos pasaba la ruta de tierra que se escabullía en todas direcciones. Por ella se podía sacar la mercadería sin que nadie estorbara. De ahí al río, donde siempre esperaba la barcaza que desaparecía luego de recibir la carga entre unas olas pequeñas, para nada apacibles.
La ruta nacional era otra cosa. De vez en cuando se aparecía la Gendarmería y cobraba peaje. Pero una cosa era la pasta y otra la carne. La carne es pecado en estado puro, es cargar sobre los hombros los mismos cuernos del diablo. No hay coima que valga si el riesgo es tanto. Con la coca es cuestión de pactar los porcentajes. Vamos tanto y tanto. ¿Pero cómo hacer eso con la carne? No hay manera.
Si el viejo muerto había hecho lo suyo, nada debería salir mal. Así pensaba Ladina, pero no Ordoño.
¿Un cadáver a tiempo resuelve muchas dudas? Ordoño no lo creía. Él tenía mucho que perder, incluso la vida, o quedar idiota por ese tumor cerebral que Ladina le decía, le comía el cerebro, todos los días un poco. Pero un viejo muerto no tiene nada que perder. No puede echarse a perder porque ya está perdido.
En cambio, Ladina siempre confió en él. Desde el primer momento en que lo vio escondido dentro del círculo que describían los frutales donde los patrones desfloraban a las niñas. Ladina especulaba que por la ventana del rancho debería haberle echado la última mirada a la muchacha para asegurar la mercadería. Tal vez hasta repitió con esa voz nefasta su nombre: Zurita… Zurita… Cándida habrá hecho como que no vio ni escuchó nada mientras fumaba su pipa. La vieja sabía cómo disimular.
Fue el viejo muerto el que describió la anatomía de Zurita. Busto pequeño, caderas suaves, muslos firmes. Ladina no tardó en ofrecerla, y menos tardó en venderla. ¿Quién no querría una mercadería como esa? “¿Virgen?” Preguntaron. Por completo. Repitió “por completo”, por si había alguna duda. Y además era hasta bonita. Una buena lavada y alguna ropita liviana y estaría lista para la ceremonia.
La transacción sería luego de la cena. Los tíos eran garantes del pacto. Fácil como degollar a los pollos colorados. Fácil como hacer estofado de pollo y amasar fideos.
Ladina intentó un último llamado al comisario antes de salir para el rancho de Cándida. Nada. “Borracho de mierda”. Eso era todo. No había caso.
Ordoño manejaría la chata esa tarde-noche. A él no lo impresionaba el paisaje, tal vez porque no alcanzaba a comprenderlo.
El mensaje de los tíos llegó a tiempo. No podían fallar. Ladina lo leyó varias veces antes de borrarlo. Tal vez equivocaba su mal presentimiento y las cosas saldrían lo bien que se merecía. Porque ella se merecía el bien y no el mal. Por cumplidora. Debió estar donde decapitaron los pollos para ver en qué dirección corría la sangre. Se recriminó su poca dedicación a las cosas del destino. Si la sangre corría en dirección al cielo, le habría dado alguna tranquilidad.
Apenas Ordoño puso en marcha el motor, Ladina extrajo de una carterita negra que llevaba un bello rosario nacarado. Cristo en bronce, eslabones dorados. La redondez de las cuentas era magnífica. El rezar siempre es gratificante. A Dios se le puede pedir cualquier cosa y creer que nos la va a conceder a pesar de nuestros pecados. “Que no haya corrido la sangre en dirección a Zurita”, murmuró mientras corrían por las cuentas sus ásperos y gruesos dedos. Ordoño no alcanzó a escuchar lo que dijo su esposa. ¿Y si hubiese ocurrido de tal modo, una sangrecita confundiéndose epitelial con la piel de la muchacha, una roja señal espiritosa? Un déjà vu de la menarca. Algo que fue y se repite y repite bien hecho en una línea de humanidad hasta remota. Una señal de temprana madurez. Nada de qué preocuparse. Las niñas maduran antes que los hombres, que son algo idiotas hasta ya pasada la juventud. O más aún. La edad del pavo varonil es prolongada y a veces inacabable.
VIII. Madre nuestra. Padre nuestro.
—¿Va de la madre? Ella no le invitó. No le aguarda. Sabe que no le gusta que le caiga sin aviso. –Glisoría no esperaba nada de Cándida. Si visitaba su ranchada era por obligación.
—Voy del Prudencio a por un trabajo que tiene que hacer para el comisario o amigo del comisario. No sé bien. Quiere ayudante.
—Ajá.
Prudencio miró por la ventana porque no se animaba a observar a Glisoría.
—El niño quiere acompañarme. ¿Lo deja?
—El niño anda atrás suyo como perro faldero. Que vaya, acá solo jode. Caprichosito.
—¿Dónde anda?
—No sé, potreando por algún campo. Salga al campo seguro le verá corriendo. ¿Usté va de peón?
—Sí. El Prudencio me llamó esta mañana.
—¿Cómo que no le oí?
—Usté estaba en el baño.
—¿Y qué le dijo?
—Que le ando bien en el trabajo.
—Será. Usté sabe del trabajo. Pero ese Prudencio anda alzado con Zurita, usté también lo sabe aunque se haga el desentendido. Yo lo vi manosearse cuando la tiene al frente. Le mira la entrepierna. Creo que le huele la sangre nueva porque la chica ya sangró. Está para reproducirse. No me gusta ese hombre. No quiero que se le acerque a la hija. Todavía es una nena para andar quedando embarazada.
Poncio se encogió de hombros. Todo hombre quiere mujer joven. La mujer joven es fértil, salvo que esté enferma, como Ladina. ¿Tiene algo de malo querer mujer joven? La suya lo era y ella no se había quejado nunca.
Que Zurita fuera no más que una niña no significaba nada. Lo sabía Glisoría y los sabía Poncio. Ella se salvó del patrón porque se metió en la cama de Poncio y ahí nomás quedó preñada. Entonces el patrón ya no la quiso.
Si no era Prudencio, sería un patrón. Pero la hija nunca se casaría con un patrón. Usté puede arrastrarse con un patrón, pero no le dará matrimonio. Ni civil, ni iglesia. Capaz le hace varios hijos, todos bastardos. Hijos sin padre. Aunque salgan igualitos al patrón, él dirá que no son de él. ¿A ver los documentos? ¡Pero si no son ni bautizos! Chinas de mierda siempre quieren agarrarlo a uno por las pelotas. El patrón tiene esposa e hijos, tiene heredero. Se meten en la cama del patrón y luego van al cura a llorar que no menstrúan hace meses. Quieren plata, y si quieren plata, que se le ganen. Poncio conocía de sobra el discurso.
En cambio, Prudencio era hombre bruto pero de trabajo, y muy requerido por los estancieros porque era trabajador y nunca andaba en el sindicato. Nunca se metía en política y votaba lo que le decían. Pero Poncio ya tenía decidido el destino de la niña. Y eso que sabía que el comisario también le había echado el ojo a Zurita. El comisario no era mal partido, pero no la quería para mujer. Tenía la suya en otro pueblo y de ella nunca hablaba. Además, Zurita no ocultaba su desprecio por el policía, aunque eso para el tipo no significaba nada. Ya lo había dicho una noche empedado, en el boliche, la encontraría vagando por ahí y la desvirgaría. ¿Quién podía impedírselo? ¿Poncio? ¡Por favor! ¡Si hasta le tiene miedo a la Glisoría! Ninguno de los paisanos se atrevía a contradecirlo, porque todos sabían que no podían impedírselo. Hasta por ahí le hacía un hijo que fuera tras de él como los perros. Después de eso, ningún hombre no se fijaría en la muchacha para esposa. Nadie se casa con una desvirgada de la que todo el pueblo sabe que se la pasó el comisario. Menos sí quedó preñada.
Glisoría sabía que Poncio no era sincero. Tal vez fuera primero del Prudencio, pero seguro que iría de su madre, a la cena con los tipos, esos que Cándida llamaba “tíos”. No son los tíos de nadie, repetía Glisoría cada vez que Poncio le hablaba de ellos. En cambio, él insistía con llamarlos tíos.
El hombre esperaba hacer migas con la señora Ava y su marido Ramón. Eran de influencia. Todos comentaba lo bien que andaban con el gobierno. Ella era funcionaria, o algo así. Él era militar. Cuando lo presentaban como militar, él decía “retirado”. Pero todo el pueblo sabía que eso no tenía importancia. Qué retirado ni retirado, un milico es siempre un milico. Hasta el gobernador lo hacía notar. ¡Póngase el uniforme, viejo! Así me luce en el palco. Pero el uniforme solo era para alguna ocasión. El de gala solo era para actos autorizados. Pero déjese de joder hombre, quien no le va a dar autorización en este pueblo de mierda.
Hablaba poco, pero lo hacía con seriedad. Era educado, y parecía leído. Si no lo escuchaba el gobernador porque estaba ocupado, lo escuchaba el ministro de gobierno, aunque el ministro siempre parecía escuchar, pero, en realidad, no escuchaba a nadie. Nunca le interesaba lo que las otras personas podían decirle.
Poncio quería arrimarse a esos porque esperaba sacar provecho. Lo tenía decido. Les daba la hija a cambio de un trabajo tranquilo. No pedía mucho. Un puestito del gobierno. Algo para comer todos los días y no salteado como era costumbre. Y además era una boca menos para llenar. Porque era seguro que después del niño vendrían otros hijos. ¿Cuántos podía tener con la Glisoría? Ni lo pensaban. Muchos, era la respuesta. Muchos. Y darles de comer a muchos siempre es una desgracia.
La hija ya se lo iba a agradecer. Los jóvenes no saben nada de la vida. Era eso o elegir entre el comisario y el Prudencio. Qué mejor que estar bajo el ala de la mujer y el marido milico, los amigos del gobernador. ¿Quién se iba a meter con la funcionaria y el milico? Nadie. Era mejor a que un día se la levantaran cuando venía de la escuela y la llevaran a alguno de los prostíbulos que regenteaban los mafiosos.
Ava y Ramón hacían lo posible para que se supiera la relación con el gobernador. Una vecina se acercaba a ellos, ni se animaba a mirar a sus ojos, y ellos la recibían como si la conocieran de toda la vida. ¡Cómo le va, doña! ¡¿Qué la trae por acá? ¿Quiere un televisor? Y cómo no se lo va a conseguir la Señora, hable con ella que siempre está dispuesta. Para todos, Ava era “la Señora”. A veces “la mujer del milico”, pero eso solo se decía en la intimidad de una charla entre paisanos. Las mujeres ni se animaban a nombrarla.
Ella haría todo lo que estuviera a su alcance para darle el gusto. ¿Por qué el gobernador le iba a negar un televisor a una vecina? El gobernador sabía de la necesidad porque él era hijo de padres pobres pero honrados. Muy honrados. Trabajaron duro para que él fuera abogado y llegara a político y a gobernador. Un televisor, una máquina de coser, no se le niega a nadie.
Glisoría les desconfiaba como le desconfiaba a todos los políticos. Por eso ella no iba a lo de Cándida. Además, Cándida no la quería y se lo hacía notar. Fumaba la pipa y le echaba el humo en la cara, para fastidiarla. Ella detestaba el tabaco tanto como a la vieja.
Además, por esa casa, siempre estaba el viejo, ese que merodeaba a las niñas y aparecía y desaparecía entre los ranchos pobres como un fantasma. Porque está muerto, le decía Poncio. Pero no tiene maldad, algo en lo que Glisoría no creía. ¿Un muerto que anda atrás de las nenas? ¿Cómo no va a tener maldad?
¿Cómo supo Poncio de la cena en lo de Cándida con los tíos? Por Zurita, que por esos días paraba donde la abuela. Le escribió al celular: “vienen los tíos, la avuela ará fideo y matará dos poyos colorados”.
¡Qué herejía! Matar esos pollos para la visita aquella, diría Glisoría si se enteraba. Las coloradas eran buenas ponedoras, había que cuidarlas porque no se podía andar comprando buenas ponedoras todos los días.
Glisoría era una mujer joven, alta, algo delgada, parecía mayor de la edad que tenía. A pesar de eso, no lucía canas. El cabello castaño era pajizo. Agua dura la de la napa y, a lo sumo, el jabón blanco. El de la ropa. Sí, parecía muy triste. Lucía cansada. Muchos hijos, decía ella. Muchos. ¿Cuántos? Qué importaba. Muchos hijos arruinan a cualquier mujer. Ya ni dientes tenía. Todo el calcio se lo habían chupado los hijos meta teta y teta.
El último era un niño de crianza, de nombre Finn. Ni había empezado la primaria, gustaba de andar solo por el campo. Todos lo conocían. Era menudito pero ruidoso. Gritón y porfiado. Iba al jardín de infantes que el municipio había montado para los hijos de los paisanos. Todos los políticos se daban una vuelta por la escuelita, como se conocía ese jardín de niños, cuando llegaban las elecciones. El voto hace que el político salga de su comodidad y vea al pobre como un tributario.
***
Ava Mørk o Mork. Nombres que nadie comprendía aunque al principio se los repetía con cierto entusiasmo. ¿Vio a la señora del milico? ¿Ava? Si, Ava. Raro. Sí, me dijo ola. Le dije ola. Ava, nombre raro. Mork, ridículo. La gente de la ciudad es rara. Hablan raro. Visten raro. ¿Por qué no usarían nombres raros o incluso absurdos?
Rubia, flaca, alta, con toda su dentadura además blanca, labios gruesos rojos. ¿El color de los ojos? Deberían ser celestes aunque eran oscuros. Pero las pupilas de color oscuro no pueden estar en los ojos de una mujer teñida de rubio. Tornaron celestes en un instante aunque nadie podía jurar que así fuera.
Sus manos lucían dedos largos, finos y delicados. ¿Nacida en la provincia? Si era oriunda, lo disimulaba.
La primera amistad que trabó en el pueblo fue la de Cándida. De ella nunca más se separó. Cándida nunca creyó en ese nombre. El apellido lo ignoró por completo. Nunca lo pronunció. En el pueblo se es María, Pedro o Juana. El apellido es para los trámites o para los desconocidos. Allá anda el Pérez ese. O va Fernández para lo del Pérez. Pero entre conocidos se llamaban por el nombre o por el apodo.
Muchos afirmaron que por vieja y arrinconada en ese pequeño pueblo, Cándida no entendía el nombre Ava. En verdad no era que no comprendía ese nombre, decía que no existía. Mientras echaba humo por la pipa murmuraba que Ava no era un nombre de Dios, ni siquiera era un nombre. Seguro se llamaba Eva. Ese era un bonito nombre.
Eva. Eva vida, Eva viviente. Eva. Alguien que regresa de todo aquello que Cándida creía perdido. Por ello era generosa. Traía regalos a los pobres. Chucherías, y a veces cosas buenas. Comida. Ropa. Algún televisor. Promesas. Una Eva hace esas cosas.
Cándida miraba al perro que le devolvía la mirada sin mover su cola, parado junto a la olla esperando un milagro, y repetía al borde del fuego ardiendo bajo la olla de hierro, que si no se llamaba Eva, tendría un nombre como ella, pueblerino. Franca o Zulema. Se decidió por esos nombres luego de repasar una larga lista. Si debía elegir uno, elegiría Zulema.
Cuando le preguntó al cura sobre el nombre de la mujer, él no supo qué decirle. Se quedó en silencio, tal vez pensando en por qué la vieja preguntaba por el nombre de la mujer del milico. Si el cura calla, es porque algo trae. Es como una bendición, pero adversa. El sacerdote prefirió no decir nada. Seguramente pensó: “Vieja, deja de preguntar lo que no te concierne”. Y eso debió decirle. Pero se sabe cómo son los curas con los pecadores que donan generosas limosnas, mejor ni mencionarlos. Después de todo, al cura no le importaba cómo se llamaba la mujer. Ava. Eva. Zulema. ¿Qué importancia tenía? Cosas de vieja.
Eva era un nombre bíblico. Eva es vida. La que da vida. En cambio, Ava no significaba nada. ¿Y si Ava en vez de dar vida, la quita? Era un problema todo aquello. Para más, su aspecto no sugería una mujer de la Biblia, y ese fue un asunto que hubo que corregir. Ni Sarah, ni Rebekah, ni Jochebed, ni María.
Ramón, su marido, se lo recriminó varias veces. Desde antes de casarse.
Que cuidaba demasiado su figura. Se quería modelando para los ricos de la provincia a quienes les gustan las rubias aunque no sean naturales. Rubia, de labios finos y pómulos delicados, uñas esculpidas, ropa de marca y calzado fino. Rubia botella calzón de lata. Así le decía Ramón para burlarse de ella y hacerla entrar en razón, y eso le alteraba el ánimo.
¿Rubia botella? ¿Calzón de lata? ¿Acaso su rubiez era tan barata como una botella amarilla? ¿Su cadera, sus glúteos sugerían una fría y pálida lata?
Es que una funcionaria política no puede ser un buen peinado, miligramos de perfume en todo el cuerpo, brillos prolijamente repartidos. Debe sudar bajo las tetas y entre las piernas. ¡Si hace un calor insoportable! Se pega la tierra en la piel. Una funcionaria huele a
Además,
ese capo mafia tenía el aspecto más miserable que se podía
suponer.
vecina, incluso a vecino. A ropa cepillada con jabón blanco. Si quiere tener el voto de los pobres, no debe parecer rica.
Tampoco puede ser atea. Hay que rezar y hay que ir a misa. Debe ser católica, apostólica, romana. Ni siquiera evangelista. Eso es para los sindicalistas (o los futbolistas), que no entienden nada de Dios y buscan una secta para lavar dinero. ¿Judía? Tal vez la hermana del loco y el loco mismo.
Una buena funcionaria debe ser católica. Los bancos de la iglesia son más seguros y menos vengativos. Católica, apostólica, romana. No era tan difícil entenderlo.
Ramón fue convincente. Sereno pero convincente. Al final Ava mudó de aspecto y de nombre. Adoptó el nombre de Eva, cuando supo que así la llamaba la vieja, aquella que fumaba en pipa.
Si la vieja lo decía, mejor prestarle atención.
Cándida tuvo razón. Era Eva. La que da vida. Y a su lado, el buen hombre, Ramón. De uniforme blanco, hermoso, con cositas doradas, lleno de botones dibujados. Siempre peinado, afeitado al ras. Hombre alto, fornido, de tez morena. La vida militar lo había moldeado. Siempre con muchos celulares hablando todo el tiempo con alguien. Gente de Buenos Aires, seguro, porque Dios y el Comandante atienden en Buenos Aires. Y también el loco y su hermana.
VIII. Un niño
“Tengo los ojos puestos en un muchacho”. El cadáver miraba desde el guiño calcáreo de sus órbitas vacías los secretos de la diminuta anatomía. “Tengo los ojos puestos en un muchacho”. Eran tres. Eran dos. Era uno. Es uno, como elegido. Los otros podrían ser, pero él no decide. Habrá que esperar. En cambio, a ese lo ve ir y venir sin rumbo cierto, como todo niño. El rumbo no es lo que le preocupaba. El pueblo es pequeño y fácil de medir. Aquí o allá, da lo mismo. No hay manera que huya.
“Tengo los ojos puestos en un muchacho”, pero no estaba en venta. La que le canta nanas por las noches, sí. Se la predice envuelta en una neurasténica y aterciopelada sábana para entregarla como corresponde. Entre telas mullidas la sutil carne.
El niño es poca materia. Menudo apenas. Hay un mercado exquisito para esa mercadería. Pero ella es la fruta esperada. Está intacta, tiene la sangre nueva. La vieja Cándida la olió primero. Echó el humo de su pipa como quien lanza una fumata gris dando el primer aviso. “Tomad y comed toda de ella porque ella es la carne que renueva”.
El muerto también sintió ese lívido perfume de promesa matriarcal. Dibujó en el aire su túnica mucosa y adventicia y recitó de la fértil lubricación la emocionante humedad adolescente.
Ladina le sigue el rastro a la menarca. La huele. La supone no más que una agüita colorada. Es la ambrosía para los compradores.
El viejo muerto, que divaga con un candado en el pecho para que no huya su esternón a un instante muriente, juzga si el ciclo perpetuo de la pernada no se verá alterado por cosas del azar. Que la niña no corrompa el dominio centenario de antiguos y nuevos señores feudales. Vigila sin dejar de echarle el ojo al frágil muchacho. La pederastia es el banquete en el que se explora el dolor voraz hasta el pellejo.
Si el augurio es bueno, tiene que haber señales de crespones y una fila de sanguijuelas rojas amenazará la carne virgen para chupar el néctar de la primera vida. Irán por un camino ungido en lágrimas hostiles bajo la atenta guía del viejo cadáver. Hacia el río, a la barcaza, mientras el hombre de uniforme repetirá: a la niña, a la niña.
El muerto redoblará en un gesto terracota el viejo mandamiento, y el labio doblará la emoción en una mueca exhausta y cadavérica. Solo es cuestión de paciencia. Ladina cumplirá su parte. Eva y Ramón harán lo suyo. Glisoría no podrá impedirlo. Poncio ya ha pactado. ¿Y Finn, el niño? Seguirá si Dios quiere, desplumado, en un mundo de cicuta, sin destino, vistiendo andrajos, hasta una temprana y calmosa muerte, si El Mago de Oz no decide lo contrario. El niño no imagina que lo observan desde un nervioso allá, a algunos cientos de metros, por el corazón del cementerio.
Las tardes se parecen mucho a esos niños. Van del cielo a las arboledas y de ellas a los campos florecidos; no permanecen quietas. Finn reina en las tardes. Glisoría desea que se quede a su lado, pero a él no le importa. La madre, entonces, gruñe por oficio, no porque sea necesario. Finn se refugia con Poncio que lo consciente siempre. “Así saldrá malcriado”. La queja de Glisoría es inútil. Poncio no le discute, él ha vagado por esos campos igual que lo hace su hijo. También lo hizo su padre, y hasta su abuelo.
Todas las mañanas, Finn va al jardín, a la escuelita; allí desayuna. Tomará su leche y comerá de un pan generoso y abundante. Esas horas pasan rápido, inadvertidas. Al terminar la jornada, va directo a la casa. Su rutina la saben de memoria los ojos que lo observan. De la casa a la escuela, de la escuela a la casa.
En el hogar comerá lo que sirvan, lo que Glisoría cocinó. No pide nada, se conforma con poco, nunca se queja. Solo desea ir a correr por los campos. Lo saben. Aunque no lo vieran, sabrían que apenas pasó el frugal almuerzo, dejará la casa rumbo a una de las arboledas. Tal vez al mandarino del círculo compacto, el que da los frutos más dulces. Comer mandarinas trepado al árbol es reconfortante. A veces Zurita lo acompaña. También disfruta del dulzor de las frutas. Para el viejo muerto, saberlos juntos es un fermento vivo, es un cementerio a sus anchas luego de orgía. La niña está a la venta, y él le ha echado el ojo a un muchacho; ha echado como una gran pupila negra sobre la pequeña carne de la infancia. El Mago de Oz tendrá la última palabra.
IX. En viaje
Salir de la capital les llevó mucho tiempo. La autopista estaba atiborrada de automóviles, cada uno pugnando por superar a otro. Las bocinas sonaban agregando un ruido insoportable a la tediosa lentitud con la que avanzaban. Junto a los bocinazos, los insultos se multiplicaban entre los automovilistas. El chofer se mostraba tranquilo, acostumbrado a viajes más tediosos; no hacía sonar su bocina ni insultaba a nadie. Era totalmente inútil aquello. Por más bocinas que se oyeran, por más insultos que se profirieran, los autos no avanzarían más rápido. Los insultos solo liberaban el enojo, pero no cambiaban el paisaje. En cambio, El Hombre de Hojalata estaba molesto. No podía disimularlo. No solo por el viaje.
Día caluroso. El sol calentaba el automóvil. El aire que entraba por las ventanillas era caliente. Sin embargo, se negó a usar el aire acondicionado. Detestaba ese aire frío, resecando la mucosa de sus fosas nasales y la garganta. Milton, ese era el supuesto nombre del chofer, no tenía posibilidad de elección. Hubiera preferido poner el aire y encender la radio en una estación de música tranquila. Tal vez algo melódico. Pero “donde manda capitán…” dijo para sí. Él era solo un chofer y un ocasional sicario. No estaba en condiciones de imponer su criterio.
El Hombre de Hojalata no había reparado en el atuendo que lucía el chofer. Ropa de jean, remera negra con vivos rojos. Bien afeitado, oliendo a cierto perfume indeterminado, tenía el cabello teñido de un castaño pastoso y peinado al estilo James Dean. Hombre poco acostumbrado a cuidar su apariencia, no pudo evitar asociar al chofer con un vaquero de película clase “C”, algo mayor, muy lejos de la imagen que recordaba del actor muerto en plena juventud.
En cambio, él llevaba ropa sport barata. Pantalón jean, remera azul, algo despeinado y sin rasurarse. La ropa barata no se debía a ninguna obsesión por el ahorro. No era ahorrativo. Malgastaba mucho dinero en whisky. Siempre decía que no lo habían contratado para dar buena imagen, sino para resolver problemas con las mercaderías que traficaba El Mago de Oz. Además, ese capo mafia tenía el aspecto más miserable que se podía suponer. Desde la época que invocada a Los Miserables, por Víctor Hugo. Por lo tanto, no se sentía en falta por su desaliño.
Pero si había algo a lo que iba atento era a los ruidos del automóvil cuando aceleraba y frenaba de golpe. Le preocupaba que su preciado dorado néctar escocés se perdiera por la rotura de alguna de las botellas. Perder una sola de esas botellas de whisky sería para él un sacrilegio imperdonable.
Milton se sintió obligado a preguntar por qué el rostro del hombre demostraba preocupación.
—¿Le preocupa algo, señor?
—Si-señor-no-señor. ¿Si me preocupa algo? Todo. –Milton no creyó conveniente insistir con su pregunta–. He hecho este viaje muchas veces. No a ese pueblo de mierda, a otros. La mercadería está repartida por todo el país. Cada pueblucho tiene buenas ofertas. No conozco ese pueblo. Tampoco lo hubiera querido conocer. ¿Cuántos viven en ese rancherío? ¿Cien, doscientos vagos? ¿Tal vez trescientos?
—Leí que algo más de 2000.
—¿Dónde lo leyó, en el Billiken?
—En Google.
—En Google… Bueno, vamos a creerle a Google que todo lo sabe. Así que dos mil vagos. Borrachos. Algunas putas feas y grasosas. Unas viejas ladinas que fuman en pipa y chupan grapa barata. Si hay un puto, lo esconden porque en esos pueblos los putos dan mala imagen. No se toleran, aunque todos se los quieren trincar. Y está lleno de pendejos. Lleno de pendejos que en poco tiempo se transforman en borrachos o putas. Todos vagos. Por eso venden lo que les sobra, hijas. Cuanto más vírgenes, mejor pagas. Vendo niña-buena carne. Vendo, vendo. ¿Sabe las ofertas que nos llegan? De aquí, de allá, de tipos que son médicos, de tipos que son maestros, de parientes que odian a otros parientes. Y habiendo decenas de ofertas para satisfacer la demanda, como diría el loco, haciendo decenas de pueblos donde conseguir buena mercadería, me toca este porque a un boludo se le ocurrió cambiar el paquete sin avisar y sin permiso. El tipo cambió el paquete y yo voy corriendo a arreglar la cagada. Ahora hay que limpiar la mercadería, hay que limpiar al intermediario, y hay que conseguir un nuevo producto. Y encima, voy en un auto que avanza a paso de hombre, a ese pueblo de morondanga, lleno de periodistas de mierda, y oigo mis botellas de whisky chocar unas con otras. Eso me pone muy nervioso.
Milton dibujó una sonrisa.
—¿Todo el quilombo y el ruido de las botellas?
—Las botellas golpeando una contra otra.
—Si prefiere paramos apenas se pueda y las acomodamos para que ya no tenga que sufrir con el ruidito de las botellas. Tengo bastante papel de diario como para separar una de otra.
—No. Si alguna se rompe, se la descontaré de su paga.
—Como usted diga.
—Es un whisky muy caro. Mucho.
—Lo imagino.
El Hombre de Hojalata rio, pero no resultó gracioso.
—Quédese tranquilo que no le voy a cobrar nada. Paga la casa. Mi whisky lo paga la casa. Algo así como un sobresueldo por este viaje extra. Ahora tengo un único deseo, llegar cuanto antes al maldito pueblo lleno de malditos periodistas.
—El viaje es largo. Todavía no abandonamos la ciudad.
No hacía falta decirlo. Lo sabía. El Hombre de Hojalata cerró los ojos. En su rostro se dibujó un rictus algo macabro. Cada tanto echaba una mirada al chofer. Cuando oyó el nombre Milton, tuvo que esforzarse para no echarse a reír. Pensó en lo poco ingeniosos que eran en La Ciudad Esmeralda. ¡Milton! ¡Qué nombre! Y a medida que pasaban los minutos y miraba una y otra vez al chofer, se convenció de que el tipo adquiría la apariencia de un actor de cuarta categoría. Trató de recordar a alguno, pero él no era aficionado al cine, no tenía presente ninguna película clase “C”, salvo aquella de la que le había quedado fijado su nombre por lo ridícula que le había resultado. “Robot monstruoso” o “El monstruoso robot”, no estaba seguro, pero algo así era su título.
Milton se concentró en el viaje. Su acompañante había cerrado los ojos; creyó que el hombre sin corazón se echaría una siesta para liberarse del fastidio de ese tramo del viaje. Estaba equivocado. Sin mediar palabras, El Hombre de Hojalata volvió a hablarle.
—¿Sabe por qué es importante ir a ese pueblo de mierda y arreglar esta cagada?
Milton solo movió la cabeza negativamente.
—Porque está a algunas decenas de kilómetros del puerto de salida de la mercadería. No sé si cien exactamente. Pero como a cien kilómetros del pueblo está el muelle improvisado al que van pescadores que trabajan para El Mago de Oz, por lo general guardias costeros y algunos policías, donde un lanchón espera la mercadería. El que está siempre ahí es un paisano, que hace de campana y avisa cualquier novedad. El timonel del lanchón es muy baqueano. Conoce el río como nadie. Parece idiota, pero no lo es. Se viste como un pordiosero. Jamás nadie se fija en él. Vio que nadie repara en un pobre. Cuando los blanquitos vemos a un pobre, solo esperamos que desaparezca rápido de la vista. Y si llegamos a olerlo, corremos espantados. Así es el timonel, sucio y oloroso. Nadie lo tiene en cuenta, porque nadie se le arrima. ¿Qué más quiere?
El campana es del mismo tipo. No tan roñoso, no tan oloroso. Parece un mendigo aunque en esos pueblos todos más que menos parecen mendigos. Pero el tipo tiene sus buenos mangos, ya juntó una pequeña fortuna.
—Ahorrativo.
—De su época de policía, cuando le robaba a las putas y a los dealers miserables. Una rata. Una rata miserable. Lo exoneraron de la poli. Imaginate cómo debe ser el tipo para que lo echen de la poli.
Lo reclutaron para El Mago de Oz, que nunca lo dejó visitar La Ciudad Esmeralda. Dicen que quiso violar a un preso y lo denunciaron. Pero yo no me lo creo. Le debe haber cagado la guita a un comisario y lo rajaron. A ningún policía se lo echa por violador, quedarían pocos. Por chorearle al comisario, sí.
El tipo conserva sus contactos en la policía, y avisa cuando liberaron la zona. Tiene un rebusque con los guardacostas. Entre bueyes no hay cornadas. Vamo-y-vamo. Tanto para vos, tanto para mí. Nadie se pisa el poncho. Si todo está tranquilo, se hace el embarque. La mercadería llega bien empaquetada y estibada. Acá, allá, más cerca, más lejos, solo tengo que controlar el envío del paquete; es de lo único que me tengo que ocupar. Que esté en condiciones, que embarquen lo que pagaron. Que no lo hayan violado, ni golpeado, que no tenga machucones, impecable. Que esté impecable para el cliente que pagó. Sencillo, ¿no? Hasta un tipo como yo lo puede hacer. Soy como el control de calidad. Eso es todo. Regreso en el día o a la mañana siguiente y estoy en pocas horas en casa, disfrutando mis Glenfarclas. Un orgasmo. La única clase de orgasmo, que puedo tener a esta altura de mi impotencia, y me tiene muy feliz. –Aspiró una buena bocanada de aire caliente y la retuvo unos segundos. Exhaló con fuerza–. En mi casa no quiero mujer ni nada que se le parezca. Cuando tengo que descargar, tengo mis rebusques.
—¿Nunca un problema? –Milton preguntó solo por seguir el relato del acompañante.
—A veces. Siempre hay un boludo disponible. Siempre. Aunque nunca un quilombo como este. Pero si hay un problema, se llama al limpiador. Él arregla todo. Carga el paquete en su camión frigorífico y luego limpia la mercadería. Nunca más se sabe del asunto. Todo limpio, sin una mancha. Nada de meo, nada de caca, nada de saliva, nada de sangre. Nada de ADN y esas boludeces. Todo limpito por completo. Total, a nadie le calienta cuatro o cinco bultos despachados por el río. Como no flotan, no se ven y ojos que no ven corazón que no siente. Todo más o menos controlado, salvo que un boludo cambie la orden de compra y cien periodistas metan la cuchara para hacer un quilombo nacional.
—No puedo darle consuelo. Lo mío es llevarlo y traerlo, nada más.
—No quiero consuelo, para eso tengo el Glenfarclas. Pero lo suyo no es solo manejar, no se haga el boludo.
—Cierto. Del tarado que empezó este lío me ocupo yo. No lo olvidé. Pero ese es un laburo menor, una cosa menor. No mejora mi jubilación.
—¡Jubilación!
—Y entonces haremos lo que tenemos que hacer.
—Así es, entonces haremos lo que tenemos que hacer. Arreglaremos esta pendejada. ¿Quiere que le diga lo que pienso?
—Si usted quiere.
—Esto es una pendejada. Una completa pendejada. Y me mandan a mí a arreglar una pendejada. Casi treinta años de laburo y me mandan a arreglar una pendejada. Y cuando se trata de una pendejada, seguro va a haber quilombo. Ya lo dice el refrán, el que con chicos se acuesta, meado se levanta. Esto es cosa de pendejos. Y cuando es cosa de pendejos, es que me pregunto: ¿por qué a mí? ¿Por qué justo a mí me mandan a hacerme cargo de una pendejada, y encima escuchar cómo mis amorosas botellas de Glenfarclas chocan unas contra otras?
—¿Quiere que paremos para embalar mejor las botellas?
—¡No! Solo dígame por qué a mí…
—Porque le tienen confianza, saben que va a hacer bien su trabajo.
El Hombre de Hojalata no pudo contener la risa.
—¡No me jodas! ¿Confianza? ¡Soy viejo, pero no boludo!
—¿Qué dice?
—En este laburo lo que no hay jamás es confianza.
—Si lo mandan es porque saben que usted va a arreglar el asunto.
—Esto no tiene arreglo. Mirá, hagamos la cuenta. Vos, yo, el limpiador, el intermediario, la mercadería, los que relevan, los que compran, los que venden, ¿sigo contando?
—Una multitud.
—Eso. Y tres son multitud. Y eso que no hablo de policías, políticos, jueces, periodistas, ministros, gobernadores, y sigo y sigo y sigo. Uno, dos, diez, treinta, cien. Desfilando por todos lados, hablando pavadas en un programa de televisión. Una procesión sin cura.
—No estaría tan seguro de que esta procesión no tiene cura.
—En este caso no está metido. Por ahí boquea, porque los curas siempre boquean con la Biblia en la mano. Es fácil. Si aparece, es de metido. ¿Quién quiere que un cura se meta en un quilombo como este? Va a empezar que Dios, que la Virgen, y que recemos, y que Dios sabrá por qué ocurren estas cosas. Y la gente se va cebando, empieza con una misa y termina con una manifestación. Cuando los curas le dan manija a la gente, todo se va a la mierda. Terminás como en Catamarca.
—Esa fue una monjita.
—Peor, viejo; no hay nada peor que una monja rompiéndole los huevos a todo el mundo.
X. La autoridad
La comisaría, frente a la plaza, muestra una arquitectura bastante modesta. No luce ningún detalle interesante. La construcción es relativamente nueva. El gobernador la mandó construir para satisfacer el reclamo de la policía que hasta ese momento atendía en un edificio algo mejor que una tapera.
Vista de frente, se aprecia una puerta de entrada de dos hojas y a cada lado una ventana de tamaño regular. Un guardia somnoliento custodia el ingreso. Parece en realidad una figura pintada con los dedos sobre un cartón corrugado. Inmóvil, los ojos cerrados, los labios apretados, confundía con su aspecto a los paisanos que iban por algún trámite o hacían una denuncia que, por lo general, no arrojaba ningún resultado.
Nadie hubiese dado nada por esa comisaría; no mucho más allá de los pueblos circundantes se sabía de ella y de su comisario, Artemio Rudecindo Linares, “a mucha honra”. Así se presentaba, por eso en el pueblo lo habían apodado “muchaonra”. Artemio fue designado no hacía mucho tiempo; llegó corrido por unas denuncias que lo pusieron en aprietos. Nada que el ministro y el gobernador no pudieron hacer caer en el olvido de los jueces. Los jueces tienden a olvidar rápido algunas causas si el poder político se lo pide. Favor con favor se paga.
De mediana estatura y no muy robusto, Artemio demostraba buen estado físico. De cabeza pequeña (“como su inteligencia”, repetía el ministro cada vez que debía referirse a él), cabello crespo, negro, y cortado a la americana. Orejas y ojos pequeños armonizaban con el tamaño de la cabeza. Nariz mediana y boca demasiado pequeña, si hasta parecía que de ella no podrían salir las palabras. Hablaba de corrido, arrastraba las sílabas y por eso las más de las veces no se le entendía de qué hablaba. Su mayor defecto, decía él, era su afición a beber alcohol. Por culpa del alcohol, afirmaba, había cometido algunas faltas, según él, menores. El ministro no pensaba igual. Pero de todos modos le resultaba útil para lidiar con la paisanada de aquellos pueblos empobrecidos, siempre con gente dispuesta a reñir por cualquier asunto. Artemio no tenía escrúpulos, cualquier cosa que se le ordenara la cumpliría con diligencia.
Estaba casado, y su mujer vivía en una de las ciudades cercanas, muy lejos de aquel pueblo. Solía visitarla una vez al mes. Era sabido que solía hacerse de amantes en cada villorrio. Algo de austeridad y algunas pequeñas prebendas le facilitaban los favores. No disimulaba que quería “estrenar”, así decía, a Zurita. La seguía de cerca. La olía. No le quitaba el ojo de encima. El viejo muerto lo supo de inmediato, apenas percibió su mirada colgada de la entrepierna de la niña. No era preocupante. Sabía el muerto que Artemio, a pesar de sus fanfarronadas, no se atrevería a meterse con la mercadería de El Mago de Oz. Si hasta allí había llegado protegido, gracias al ministro, bastaría un error que pusiera en peligro un negocio, para que el mismo ministro lo defenestre hasta el último día de su vida.
El ministro podía ser feroz si alguien se pasaba de la raya. Esto al gobernador lo complacía. Todos sabían de los “mochos”, tipos que se metieron con los negocios del poder, a los que les habían aplastado los dedos de una mano para que aprendieran a no meterse con “los bienes ajenos”. El que quedaba mocho, quedaba marcado de por vida. Los caídos en desgracia, llevados por la vergüenza, abandonaban su pueblo y emigraban a localidades muy lejanas. Así hicieron todos, salvo uno, que optó por cortarse la mano usando la sinfín del carnicero, para que no quedara evidencia de su falta. Era famoso el paisano al que habían apodado “Cervantes”, ingenio de alguno que supo de la historia del autor de El Quijote.
Las mañanas de Artemio comenzaban siempre de la misma manera. Se levantaba temprano, no necesitaba el llamado del reloj despertador. Los ruidos mañaneros en el pueblo lo despertaban, no importaba la hora en que se hubiese ido a dormir. Se duchaba, a veces, con agua fría para despabilarse, y luego bebía una taza de té negro al que le agregaba varias cucharadas de azúcar. Calzaba el uniforme y salía rumbo a la comisaría. Ahí lo esperaban con el mate amargo y los panes de grasa que todas las mañanas un ayudante pasaba a recoger de la panadería.
Ese día no fue distinto a otros. Tenía una invitación para celebrar el día de un santo del que no recordaba el nombre. Al cabo que tampoco le importaba. Era creyente, pero no reparaba en el santoral, lo que inquietaba al cura del pueblo, quien le insistía que un buen comisario debe ser siempre un buen católico, y un buen católico siempre demuestra devoción por los santos.
Completó unos informes que debía a la superioridad, impartió a sus subalternos dos o tres órdenes intrascendentes, y ordenó que no lo molestaran durante la celebración del pueblo vecino.
Que no respondiera a los llamados de Ladina, justo ese día, no hubiera tenido trascendencia de no ocurrir lo del niño. Estaba en la fiesta patronal, en un pueblo a unos veinte kilómetros, disfrutando del buen vino y unos buenos lechones asados. Había echado el ojo a un par de muchachas que atendían la mesa y que no parecían mal dispuestas.
Los que compartieron el almuerzo ese día dirían que el comisario ya estaba en pedo cuando atendió por fin su celular. No se trataba de Ladina, era el cura del pueblo. Sonaba a todo volumen un chamamé por los altoparlantes dispuestos en las cuatro esquinas de la plaza, prácticamente no podía escuchar qué le reclamaba el sacerdote, que le hablaba muy exaltado.
—Cura de mierda, no come ni deja comer. –Un paisano que estaba a su lado, escuchó el comentario y se hizo el desentendido. Nunca había que meterse en los asuntos de la policía y la iglesia.
Artemio se alejó del ruido. Buscaba un lugar en el que pudiera escuchar. El cura parecía angustiado.
—¿Qué le pasa, hombre?
—Ladina lo estuvo llamando, comisario, lo estuvo llamando toda la mañana.
—Pa joder, la mujer esa es mandada. Tenía el teléfono apagado. ¿Ahora qué le pasa a la tipa esa?
—Es que hay un problema con un paquete. A Ladina se le perdió un paquete.
—¿Qué paquete, don? No sé de qué me habla. No me diga que me llamó porque a la tipa esa se le perdió un paquete. Que lo busque, carajo. ¿O quiere que se lo busque yo?
—No puedo explicarme mejor, comisario. No puedo.
—Entonces no me explique.
—¿A qué hora está de regreso?
—Cuando termine la joda, padre. Cuando termine. Como a las cuatro o cinco de la tarde.
—Hable con su ayudante, él le va a decir lo que está pasando. Él sabrá explicarle.
Allí terminó la conversación. Artemio quedó vacilante. El cura parecía nervioso y no resultaba creíble que esos nervios se deberían a que Ladina, la miserable transa del pueblo, haya perdido un paquete. Él no iba a quedar pegado con un asunto de droga. Qué hiciera la vista gorda era por órdenes superiores, mandos, ministro y gobernador incluidos. Pero no se prestaría a buscar un paquete de merca. Sin embargo, quedó intrigado por aquello de “hable con su ayudante”. No sabía si cumplir con el pedido del cura para saber algo más del asunto, o volver al bailongo. Le había echado el ojo a una muchacha que bailaba con gracia el chamamé. ¡Qué esperen! “Un paquete no va a ningún lado si no lo llevan”. Ladina, de pocas luces, seguro lo había olvidado sin recordar dónde podía haberlo dejado. Cuántas veces lo hicieron salir de raje para nada. Que se perdió esto, que no encuentro aquello. Ladina siempre olvidaba algo.
El día es largo y la fiesta corta. Su ayudante había desaparecido de la fiesta. ¿Buscarlo? “Andá a saber dónde se metió este palurdo”. No había otra opción que bailar hasta sudar la gota gorda. Después de echarse unos bailes con la muchacha, llamaría a la comisaría. Tal vez para entonces todo se habría resuelto.
XI. Señales
El viejo muerto pasó demasiado cerca del rancho. Mala señal. Estaba ansioso. Cándida lo vio por la puerta abierta. Conocía esa mirada. Los labios turbios del cadáver lucían lustrosos. Los empapaba con su pastosa saliva y de manera intermitente, los repasaba con su oscura lengua.
A Cándida la mirada del muerto no la inquietaba, pero esa lengua oscura, sí. Saboreaba la carne fresca. Y el sabor de la menarca nueva lo impulsaba tal un combustible poderoso. Alguna vez pensó que debió amputarle la lengua, pero eso no hubiera cambiado nada. Seguro le nacería otra.
Ella no tenía ya la fuerza ni para blandir la cuchilla para carnear, la que usaba para decapitar los pollos o para perforar la arteria de los lechoncitos. Lo que no le daba trabajo era llevar la pipa a todos lados. Casi siempre en la boca, y cuando se apagaba, en el bolsillo del delantal de cocina. Pero no se arranca una lengua muerta con una pipa. Arrancarle la lengua al viejo muerto no podía ser una empresa fácil, y de todos modos, a ella no era a la que buscaba ni por la que se babeaba, así que meterse en problemas por algo que no la implicaba, no tenía sentido.
Zurita no lo vio porque estaba en la cocina, que daba al fondo, no al frente por donde andaba el viejo echando su sombra como recordatorio del pacto. Pero Cándida no estaba obligada a cumplir ninguna exigencia. Por eso estaba más que tranquila. Ella no había pactado, apenas dijo qué mercadería entregar al viejo cuando los tíos le preguntaron. Ellos llegarían pronto, y también Ladina. Sabrían lo que había que hacer. Los tíos no le temían al viejo, le habían tomado el tiempo, sabían que se conformaba con ver la presa capturada. El rostro aterrado de la víctima era su droga. Era como masturbarse.
Cándida tomó una de las sillas que estaban bajo el alero y se sentó mirando al campo. Vio que el viejo se alejaba en dirección al árbol de mandarinas. No giró para mirar a la vieja, pero a ella le pareció que los ojos del muerto salían por su nuca y que la observaba con atención.
Cargó de tabaco la pipa y la encendió. El aroma al tabaco, quemándose, llegó hasta Zurita, quien salió de la cocina y se acercó a la entrada. La muchacha quedó de pie junto a la silla de la vieja.
—¿Quién amasa‘buela? –preguntó por compromiso. Sabía de antemano la respuesta.
—¿Pa qué está usté?
—Yo no soy sirvienta de su visita. Ya maté los poyos y le hice el estofado. ¿Qué más quiere?
—Qué amase, ¿pa qué la tengo? Su madre no me viene nunca a ayudar. Su padre sirve para cargar bultos, pero no es cosa de hombres amasar. Es cosa de mujer.
—Yo le hago los fideo y me voy a casa. Voy caminando por aquella huella. –Señaló en sentido contrario al mandarino.
—Usté se queda que no me va a dejar sola con la visita.
Zurita no se animaba a desobedecer.
—¿La harina en el aparador?
—Sí. Los buevos también.
Cándida pitó varias veces, con fuerza. Reavivó la brasita en la pipa. Miró el paisaje.
—Chica, ¿usté no vio qué raro está el día? –Para Zurita los días eran casi siempre iguales. Hasta parecían repetirse, salvo cuando llovía, que no era habitual. Mañanas claras, tardes calurosas, noches frescas. El canto de las mismas aves todos los días. Y a la noche, el croar de sapos y ranas. ¿Qué podía tener de diferente ese día?
—¿Qué tiene raro el día, abuela?
—El olor y el color. ¿Usté no huele ni ve lo que yo? –Zurita no sentía ningún aroma en especial. Hierbas, tierras, y según fuera la brisa, el dulzor de las mandarinas. Tampoco veía algo diferente en el paisaje.
—¿Qué le pasa a usté con el paisaje?
—Debe ser que pasó el viejo muerto.
—¿Pasó? ¿Por dónde?
—Cerca del rancho. Miró pa dentro pero no le vio a usté.
—Me falta el muerto. Bastante tengo con el Prudencio.
—Pero si le viene el Pomberito… Ese la va a llevar y no la vamo a encontrar má. Ya sabe cómo es —Zurita no pudo ni hacer un gesto de disgusto–. Su padre no le ve mal al Prudencio. El hombre siempre mira qué le conviene a su cría.
Zurita se alzó de hombros. “A mí que me importa”, debió decir, pero discutir con Cándida por Prudencio no llevaba a nada.
—¿Usté ya menstruó? –Zurita enrojeció de vergüenza.
—Voy a amasar. –Se metió para adentro sin más que decir.
Cándida se convenció de que el color turbio y el perfume menárquico de la tarde noche tenían explicación en la menarca de Zurita. Y en la excitación del muerto que asomaba la mirada entre los matorrales. Creyó percibir una sonrisa en el muerto. Eran señales. “Hijo e puta”, murmuró. Putear no cambiaría las cosas y ella lo sabía mejor que nadie.
Ve al viejo muerto desde la punta de su pipa. No Pyra-yara. No Pyra-yara. La carne no vuelve en piedra. Cuando joven: rosada y húmeda. El conquistador la roza con su lengua, la saborea hasta repetir la encomienda y la hace morir trabajando infinitos hilos. Bebe la carne hasta los huesos como una espuma. En la nueva tierra se es polígamo a gritos. El esternón roto en capítulos.
El viejo muerto era blanco. Lo había sido. Ahora estaba mustio, oscuro. Tal vez llegó con Salazar; desde que robaron las primeras mujeres deambula entre la vegetación. Luego bajó por los ríos hasta los pueblos de pobre muerte. Revisa desde entonces los ranchos. Mira desde una gota de sangre, oye desde una gota de sangre, huele desde una gota de sangre.
Ulrico pudo haberlo descrito. En un papel espeluznante. Lino, cáñamo, algodón, sangre. Una pluma de rodillas para escribir las ventas. Esas anotaciones se perdieron en la Guerra contra la Triple Alianza. Fueron quemadas en el incendio de Acosta Ñu, cuando los niños y las niñas, pintarrajeados los bigotes, fueron quemados vivos. De ello Cándida no tenía noticia alguna. Juraba que no las roban los blancos, sus dueños, los padres, las ofertan. Las madres nada podían hacer. Llorar, tal vez. O hacer un pequeño cráter en los restos de piedra de una iglesia jesuítica a golpes de cabeza. Vende la niña como mujer. ¿No era ese el acuerdo? Poncio estuvo de acuerdo. O Prudencio o Artemio, ningún Taguató aliviaría el destino. No hubo más que decir: Poncio estuvo de acuerdo. Los tíos eran más influyentes. Ava/Eva que ni es madre. Ramón, de uniforme, que ni es héroe. ¿Quién no sacaría ventajas? Glisoría de haberlo sabido, al menos hubiera gritado. ¡Ay de sus piernas! ¡Ay de su vientre! ¡Ay de sus senos!
Ya no hay encomiendas. El hambre es un cortejo de perfecta jerarquía. Allí arriba, en lo más alto, a donde no llegan las manos. Quienquiera diría: tomad y comed todo de él, porque mi carne es carne de aquellas criaturas que vagan en puntillas. Un pedazo de pan es todo lo que le queda a Poncio después de jornalear todo el santo día. ¿Entonces? Después de Finn vendrán otros. Y otros. Y otros. Y no hay modo de saciar tanta hambre cuando no hay cumpleaños de ninguna naturaleza.
Así que el viejo centenario vuelve sobre la misma pernada una y otra vez y luego se esconde tras el árbol de las más dulces mandarinas. Es un aguijón de espaldas, que hurga bajo las ropas de las púberes hasta descifrar el talismán purpurado, sanguíneo. La menarca es el síntoma corrosivo. Cándida le veía venir, pero no haría nada al respecto. ¿Qué podía haber hecho? Ella misma sirvió a un inglés medio tuerto moviéndose a la altura de su pelvis. Fumaría su pipa sentada en su silla de asiento de esterilla, mientras Zurita cocina por su orden para los invitados.
Cándida podía sentir la vibración del motor del auto en el que viajaban los tíos. Como los viejos rastreadores era el sonido que traía la tierra y entraba a su cuerpo por los pies, lo que la ponía en alerta.
—Están llegando. –No habló en voz alta, pero Zurita la oyó perfectamente.
—Recién empiezo a amasar.
—Nunca se llegan con las manos vacías.
El viejo muerto se apartó de la vista de Cándida. Todo marchaba de acuerdo a lo planeado. ¿No convenía que Zurita se duchase? Ya la lavarían, como a un trapo, como a un producto. El aseo no entraba en las consideraciones, porque el olor a cuerpito sudado es festejado. La joven entrepierna es un perfume que narcotiza.
Tal y como había predicho Cándida, la camioneta de los tíos Ava/Eva y Ramón llegaba del lado de la ruta nacional. Ramón hizo sonar dos veces la bocina anunciando la llegada. Estacionó a metros de la casa, cerca de la puerta de entrada al patio del rancho. La primera en descender fue Ava/Eva.
—¡Abuela querida! ¡Qué gusto volver a verla! –Cándida no demostró alegría por la visitante.
—¿Trajo la Virgen? –La vieja trataba de ver si en la parte posterior de la camioneta estaba la imagen de la Virgen de Caacupé.
—Sí, por supuesto, abuela.
—¿Por qué no le veo, señora?
Ava/Eva se volteó en dirección a la camioneta.
—Porque está en una caja, protegida.
Cándida no comprendía. La imagen de la Virgen, por la que ella preguntaba, superaba el metro de altura. Debería ver, aunque más no fuera, la parte superior de esa caja.
—Tampoco le veo la caja. Siempre la Virgen va a la vista a las procesiones.
—La grande, claro, pero esta es pequeña.
—¿Cómo de pequeña?
—Una que traje una para usted, bendecida por el obispo. –Mentira. El obispo no había bendecido a ninguna. Ava/Eva le ordenó a Ramón que le entregara la caja con la Virgen a Cándida. La vieja la tomó hasta con desconfianza. Dio varias pitadas a la pipa, el aire volvió a encender la braza del tabaco. Hecho humo por la boca. Entre las hebras de humo podía ver a lo lejos al viejo muerto, tratando de ver él también la imagen de esa virgen. ¡Cómo si le importara! Las vírgenes, las cruces, los monasterios, todo fue la maquinaria de la conquista feudal. Y el viejo mejor que nadie lo sabía.
Ava/Eva, exagerando su cordialidad, preguntó:
—¿Dónde vamos a ponerla, Cándida? Un lugar donde podamos rezar cuando nos reunimos. Que la puedan ver todos los vecinos y pedirle porque la virgencita le cumpla al pobre.
Cándida llamó a Zurita.
—¡Niña! ¡Niña! Venga a saludar a la visita. –Zurita escuchó el llamado de su abuela.
—Voy, abuela. –Respondió desde la cocina. Dejó de amasar. Limpió la harina de sus manos en un trapo. Salió al patio de la casa. Ramón la miró de arriba a abajo. Ava/Eva sonrió al verla. Le pareció que la niña había crecido. Su cuerpo había adquirido formas más sensuales. Sería una gran venta.
—¡Cómo le va a mi niña! –Ava/Eva gritó al tiempo que avanzó hacia la muchacha. La abrazó con fuerza y sintió ella misma las formas juveniles de ese cuerpo contra las suyas. Zurita no opuso resistencia, pero dejó sus brazos caídos para no devolver al abrazo. Su rostro no expresaba satisfacción y Ramón percibió el gesto poco amigable de la muchacha. “¿Tendremos problemas? Estas pendejas son taimadas”, dijo para sí, pero disimulando su preocupación. Hombre desconfiado, siempre esperaba lo peor de aquellas niñas.
Ava/Eva le indico al marido que entregara la Virgen a Zurita. La muchacha la tomó en sus brazos con mucho cuidado. No agradeció el obsequio.
—Llévela al viejo bargueño –Cándida le ordenó a su nieta–; le dejaremos ayí hasta que su padre me haga un altar bajo’el alero.
—¡Claro! Un bello altar aquí mismo, bajo este techito, mirando al campo. Si hasta desde el mandarino se podrá ver a la virgencita. –Ava/Eva celebró la idea de la vieja.
Zurita volvió al rancho llevando la caja con la imagen de la Virgen de Caacupé. No regresó. Luego de dejar la caja sobre el viejo bargueño, como le indicó Cándida, volvió a la cocina a seguir preparando la última cena.
XII. Una medida inglesa
“¿Para qué me preocupo en cuidar detalles?” Porque seguía la norma paterna, era su obligación hacerlo. Nunca incumplía el mandato paterno. “Haz lo que digo y lo que hago”. Sí, fue criado con el ejemplo. “En los detalles reside el diablo”, aunque esta frase lo movía a risa. ¿El diablo reside en los detalles? Está en los hombres, en ningún otro lugar. Es su corazón la morada, el verdadero lugar cavernoso. El Dante fue un genial embaucador. Inventó nueve círculos y consumió a sus lectores en el chasquido de un proyectil implacable.
Las horas que pasó escuchando a su padre leer La Divina Comedia lo convencieron de ello. Le hubiese gustado que su verdadero nombre fuera Cato de Útica. Hoy cualquier nombre es posible. ¿Quién se opondría? El guardián del purgatorio. Un limpiador ungido como el guardián del sitio a donde los enviados serían purificados. Tierra, agua, aire y fuego. Los cuatro elementos purificadores. Sustancias abracadabras de la condición humana.
Que repitiera “estoy harto, estoy harto, estoy harto”, hasta hartarse él mismo de su gangosa voz, no servía de nada. Ni para disipar el enojo.
Debía cuidar los detalles. Debía hacerlo. ¿Acaso era un cancerbero? No era el guardián del Purgatorio. Otra cosa si lo fuera. Pero él no se ocupaba de los prisioneros. Era un purificador.
Miraba a través de las rejas cómo se deshacía la doncellez. Un espectáculo. Sabía que tras los barrotes se apilaban las capturas. Diez, veinte, treinta. Cuando llegó a setenta le pareció poco prudente. ¿Setenta? Un verdadero corral. El amontonamiento nunca es recomendable. Él lo sabía como nadie. Nunca se apilaban los muertos, se los deshace de a uno. Trozo a trozo. Con método, con pulcritud. Setenta era un número inapropiado. Y no entraría en la polémica sobre el valor del número siete o el número cero. Esas definiciones no eran adecuadas.
A los oídos de El Mago de Oz llegó su opinión sobre el número de la manada. Le hizo llegar un mensaje para advertirle que no pusiera en duda sus logros. Eran setenta las capturas y todos especímenes que hacían agua la boca. Ambrosía, almíbares de los muslos.
El número setenta había sido especialmente decidido. Equilibrio y armonía. Eso fue la meta y el logro. Advertencia: La Ciudad Esmeralda no necesita de escépticos. Él no lo era, se justificó. Era un purificador. ¿Está claro? Pero los descuidos le generaban cierto escepticismo, y setenta especímenes invitaban al descuido. ¿Acaso una negligencia no era lo que estaba convocando sus habilidades de limpiador, esa abrumadora tarde llena de periodistas/demonios?
Descuido. Desatención. Desidia. Todas palabras que comienzan con la letra “D”. Como Dios, o Demonio. No lo podía dejar de considerar. ¿Cómo un encargado podía confundir blanco con negro? ¿Esto con aquello? ¿Lo uno con lo otro? Confusiones ha habido desde el inicio de los tiempos. Claro que las ha habido. Recordaba muchas confusiones. Pero no de quién estaba a cargo de una entrega. Nunca había ocurrido. Todos conocen los reglamentos. Los reglamentos están para ser respetados. Él nunca confundía las normas. Era estricto. Preciso como sus escarpelos, sus tenazas, sus fuegos, sus cerdos. Nunca dejaba lugar a dudas.
Ese no era un día para ser convocado. Era domingo, día de guardar. Para más, caluroso. Húmedo y caluroso. Había nervios en todos los rincones que se hurgara.
Podía justificarse, podía negarse. Otro limpiador haría el trabajo. Pero no lo haría aunque estaba en su derecho. Solo que sentía cierto disgusto por las circunstancias. Todo estaba en la televisión. Algo que abominaba. La televisión era un aparato diabólico, lleno de seres diabólicos. Aunque se lo negaran, la televisión hedía a carne podrida. Él conocía muy bien el olor de la carne en descomposición, y la televisión hedía como ninguno cadáver podía hacerlo. Ni los excrementos de sus cerdos luego de devorar un cuerpo de cien kilos de peso, olía como las transmisiones de la televisión.
En tanto los periodistas recitaban sus mentiras, la policía sonaba unas sirenas insoportables para que alguien creyera que estaban dedicados a resolver el asunto. La policía fue creada para encubrir los crímenes, los fiscales para explicarlos, los abogados para justificarlos, los jueces para absorberlos. Los jueces eran los sumos sacerdotes del crimen reglamentado. Era semidioses. El Mago de Oz siempre hablaba de ellos con desprecio. Eran seres divinos de corazón detenido. Fríos. Fríos. Calculadores. Onerosos, demasiado. Así los describía El Mago de Oz. Pero útiles. La sabiduría popular había impuesto aquello de “hacete amigo del juez y no le des de qué quejarse”.
No iba a negarse al trabajo a pesar de lo que estaba viendo por la televisión. No se negaría por principios y por obligaciones. “Si no soy yo, ¿quién será?”, así se preguntaba cada vez que lo convocaban para un trabajo. Era una rutina o un exorcismo. Era él o un inútil. Y si no ese inútil, sería otro, que echaría a perder las cosas. Él pertenecía a una estirpe de limpiadores. Cato de Útica y el pórtico del Purgatorio, abriéndose y cerrando a su figura.
Consideraba sobre los cuatro elementos con los que trabajaba. Tierra, agua aire y fuego. Esperaba el peso y la medida justa para decidirse cuál mejor respondería a la purificación.
Por lo poco que sabía, para la piara aquello no sería ni una pequeña ofrenda. Un sinsabor, seguramente. Ni un bocado apetecible. Apenas unas pulgadas de altura y algunas libras de peso. ¿Cuántas? Aún no lo sabía. Esperaba ansioso esos datos.
La piara lo tomaría por idiota si aparecía con esa minucia de carne y hueso. La orden de El Mago de Oz no dejaba lugar a dudas, exigía absoluta limpieza. Completa. No debía quedar ni un micrón de tejido humano. En ese caso los cerdos no eran absoluta garantía. Haría muy bien su trabajo. Si los de la Científica buscaban, no encontrarían nada. Tampoco había que maquillar la escena. La orden era sencilla: no debía quedar ni un rastro. “Aquí no ha pasado nada”. Pero hasta que llegasen las medidas exactas, no podía decidirse.
En su vieja casa familiar esperaría. Sentado en la penumbra del vestíbulo.
La casona fue propiedad del abuelo paterno y de su padre. Él no la heredó, no fue necesario. Los hermanos se habían dispersado por el mundo y ni siquiera sabía cuántos tenía. Nunca hubo reclamo sobre la propiedad de parte de ningún otro heredero.
Su padre, el otro gran limpiador nunca rebeló qué cantidad de hijos había engendrado. Apenas recordaba que eran muchos. Se recordaba a sí mismo corriendo entre una multitud de niños todos parecidos. Pero no recordaba sus rostros, solo su altura, sus sombras, sus maneras de girar en círculos siempre en el sentido de las agujas del reloj.
Tampoco recordaba el rostro de su madre, ni el de ninguna de las otras mujeres que ocuparon por un tiempo cada una la cama paterna. Nunca preguntó cómo habían desaparecido esas mujeres.
La casa era de dos plantas y dos subsuelos. Los subsuelos estaban casi vacíos, allí solo guardaba algunas chucherías. Si alguna vez la policía allanaba su casa por orden de un juez traicionero, no encontrarían nada de importancia en esos sótanos. Tal vez ratas, tal vez cucarachas, tal vez arañas.
En la planta baja estaba la sala de espera, un vestíbulo, algo oscuro, y de dimensiones regulares. Allí siempre hacía frío. La casa era una heladera. En ese recibidor, dos sillones y una mesa ratona era todo el mobiliario. Era el lugar donde recibía a los mensajeros de El Mago de Oz. Ninguno de ellos había traspasado la puerta que daba al comedor o la que daba a un gran patio.
El amplio comedor daba a la que había sido la habitación paterna. La cama matrimonial estaba tendida tal como la dejó su padre el día que murió. Para no echar a perder el perfecto orden que mostraba la cama, la lisura de las sábanas, la redondez de la almohada matrimonial, la pulcritud del cubrecama, el padre optó por morir tirado en el piso. Él se echó a morir de esa manera. Los fluidos corporales en descomposición imprimieron su silueta. En la lustrosa pinotea encerada, quedó la marca del muerto luego de yacer allí por casi cinco días completos en los que duró el rito funerario. Era una marca sagrada. No debió permitir que una sirvienta intentara borrar esa mancha gloriosa. Pero lo aceptó para demostrar que era indestructible. Y luego de tantos vanos intentos, prohibió que se volviese a rociar con solventes o cubrir con ceras oscuras la silueta mortal del cadáver del padre. Toda una inspiración la mancha que podía sugerir tanto un animal como un prodigio a punto de encenderse hasta llenar de fuego la modesta mansión.
A la habitación paterna le seguían dos habitaciones más, que estaban vacías y también daban al amplio patio. Las baldosas redefinían el dibujo de un arácnido que devoraba su presa succionando los jugos vitales a través de sus gigantescos colmillos.
Luego de las habitaciones, se encontraba el baño. Tal vez fuera lujoso cuando se construyó la casa, pero estaba semi derruido. De los azulejos que antaño cubrieron el revoque fino, quedaban apenas unas pocas hileras. Y los artefactos estaban manchados de óxidos, orines y excremento. El olor era insoportable. Para él, siempre un llamado de atención. “Si no te ocupas de tus asuntos, olerás a esa mierda”. Así se autocorregía cuando sentía que podía flaquear en sus trabajos.
En el patio una larga escalera de cemento llevaba a las habitaciones superiores. Eran dos amplios cuartos y una letrina también muy sucia, que servía para orinar en las noches heladas y no tener que llegar hasta el baño de la planta baja.
Permaneció en el recibidor por horas. Casi sin moverse, respirando con lentitud pero con armonía. Relajado como quien va a hundirse en un sueño encantador, esperando el mensaje que le debía enviar La Ciudad Esmeralda.
Muchas horas después de producida la desaparición, llegó un mensajero con los datos que esperaba. El hombre llamó a su puerta con verdadero temor. Cato captaba con extrema facilidad el miedo de quienes lo trataban. No lo hizo entrar ni al recibidor. En la puerta recogió el mensaje. El hombre estaba pálido. Su largo y huesudo cuello parecía enharinado. Y la piel de su carne, exangüe. Todo lo hacía un ser patético. ¿En qué círculo recluiría el Dante a ese adefesio? No estaba para especulaciones. Esperaba el mensaje para poner en marcha la limpieza. Ni se despidió del hombre. Le cerró la puerta en la cara. Leyó el mensaje ahí mismo, con atención. La esquela decía “un metro, doce kilos”. Sintió un espanto indescriptible. Un metro. Doce kilos. Lo repitió una y otra vez. Un metro. Doce kilos. Si ese mensaje no destruía su fe, estaría a nada de lograrlo. Una emergencia, una inesperada intranquilidad y todo lo que le enviaban en un pedazo de papel insignificante cuatro palabras manuscritas “un metro, doce kilos”.
El sistema métrico decimal le producía náuseas. Lo sabían hasta los más novatos. ¿Era tan difícil respetar sus exigencias? ¿Para qué provocarle ese desasosiego?
No había misterio en apreciar la belleza de tres granos de cebada secos y redondos dispuestos en cuidadosa fila. Hasta el más idiota podía ordenar tres granos de cebada secos y redondos en línea recta. Tres delicados granos de cebada, y otros tres y otros tres, repitiéndose las veces necesarias para alcanzar la medida de 39,7 pulgadas.
Pulgadas, pies, yardas, millas, onzas, pintas, cuartos, galones, onzas, libras, toneladas. ¿No eran ni siquiera capaces de percibir la poesía que encerraban estos nombres, esta manera de definir extensiones, pesos y volúmenes en la vida real y en las alucinaciones? ¿Cómo podía validarse un sistema métrico decimal, mal habituado, incorde?
En la garganta un remolino. Apenas 39,7 pulgadas (ni siquiera cuarenta). Tan solo 39,7 pulgadas y veintiséis y media libras. Eso era todo. Entonces sería el agua el elemento. En una madeja de alambre de enfardar ovillaría el cuerpo. Fardo pequeño. Escarmentado. Los peces más pequeños eran los más voraces. Los frágiles huesos se disolverían en días. Tal vez un par de semanas. Y no quedaría el menor de los rastros. Así lo pidió El Mago de Oz. Todo lo que quedaba, era emprender el viaje.
XIII. A mitad camino
Dejó de percibir el ruido de las botellas chocando unas con otras. Como si se hubieran acomodado por voluntad propia. El roce, ahora, era tan delicado, que lejos de provocar angustia invitaba al reposo.
Al chofer no le agradaba El Hombre de Hojalata, a pesar de que conocía por chismes su fama de gran administrador. Un verdadero componedor de malos negocios. Razonable, juicioso pero inflexible. Quizás fuera su aspecto, descuidado. Quizás fuera ese olor a alcohol que salía de todo su cuerpo. Aunque trabajar con ese jerarca era bueno para su foja de servicio. No cualquiera era enviado a servir al amo de los negocios, al corrector infalible, al hombre si corazón. Siendo tan solo un chofer y ocasionalmente un sicario, que se supiese su buen comportamiento en aquel asunto, podía hasta resultarle beneficioso.
Los tiempos habían cambiado desde que ingresó a la asociación. Las dos décadas del nuevo siglo habían traído muchas renovaciones y adaptarse no resultó sencillo. Fue cuando tuvo que realizar las primeras ejecuciones, algo que no había figurado antes como una de sus obligaciones. Así lo dispuso El Mago de Oz y a nadie se le ocurría discutir la orden.
El Hombre de Hojalata sentía el estómago vacío. “No tengo corazón, pero sí estómago”, solía repetir cuando llegaba la hora de comer.
—¿Falta mucho? –La pregunta sacó al chofer de sus cavilaciones.
—Estamos a mitad camino.
—Busquemos un parador.
—¿Algo en especial?
—Carne. Necesito comer carne.
—De acuerdo.
No recorrieron muchos kilómetros que dieron con una parrilla que a la distancia parecía bien provista. Varios camiones estaban estacionados en las cercanías. Algunos choferes solían parar para comer o descansar antes de seguir su largo viaje hasta Brasil. Si bien en el lugar había varios comensales, unas cuantas mesas vacías bajo la sombra de varios eucaliptos sembrados describiendo varias líneas rectas, invitaban a acomodarse en las amplias sillas para disfrutar la comida y la suave brisa que corría en dirección al oeste. Estacionaron a unos cuantos metros de la fila de camiones. Los camioneros no suelen ser entrometidos, son hombres reservados que solo se preocupan por llegar a destino lo más rápido posible. Los retienen las prostitutas que merodean los paradores, aunque algunos prefieren tener más de una familia o más de una amante que los esperan y atienden con indiscutible cariño.
El Hombre de Hojalata no recordaba en los últimos tiempos de ningún caso de un camionero asesino. Sí de peleas familiares que acababan con las mujeres o amantes en los hospitales, llenas de moretones y cortaduras por una paliza. Había presenciado más de una de esas trifulcas. La más extraordinaria fue una que involucró al camionero y a dos mujeres que se autoproclamaban esposas del tipo. También recordaba a una prostituta que quiso extorsionar a un chofer, amenazándolo con referir a la esposa los hábitos sexuales del hombre, quien acabó por partirle una botella de vino en la cabeza, mandándola a un hospital inconsciente. Tal vez aquella mujer murió producto del ataque, pero no lo sabía, tampoco le importaba la suerte de una prostituta que se pasó de lista.
Nadie siguió con la mirada la caminata de esos dos hombres que se dirigieron a la mesa más apartada del parador. Esa indiferencia de los camioneros le provocaba una gran felicidad a El Hombre de Hojalata. Amaba esa discreción.
—¿Se dio cuneta?
—¿De qué?
—Pasamos por al lado de todas las mesas ocupadas y nadie nos dirigió ni una mirada. Es sublime. Los choferes de camiones nunca son testigos de nada. Nunca vieron u oyeron algo. Solo se trata de manejar y manejar para entregar la mercadería. Gente así necesitamos. Gente preocupada por llegar a término, al lugar correcto, sin involucrarse en cosas que al cabo no le sumaran ni una miserable moneda. Sabiduría. Pura sabiduría. Cumplir con la entrega, cobrar lo convenido, irse a disfrutar lo bien ganado con el trabajo. Amo a esta gente.
—No se me hubiera ocurrido nunca que usted podría sentir amor por el chofer de un camión. Se me hacía un sentimiento más reservado a la familia, a la madre, a la esposa, a los hijos. ¿No se ama a la familia? Seguro a la madre que nunca nos abandona. Seguro a los hijos, aunque no así a la esposa. No es necesario amar a la esposa, basta con que atienda al mirado como Dios manda. Que le lave la ropa, le haga la comida, y lo conforme en la cama.
Una mesera muy joven se acercó a la mesa de los dos recién llegados. Los saludó con estudiada cortesía. Les dejó, a cada uno, el menú de la casa.
El chofer no tardó en elegir su comida. Su acompañante leyó varias veces la lista de platos que ofrecía el menú. Los dos llamaron a la mesera. La muchacha acudió al instante.
—¿Qué se van a servir los señores?
El chofer dijo “vacío con ensalada mixta y un agua sin gas”.
El Hombre de Hojalata, sin quitar la vista de la carta, pidió para beber vino tinto de la casa y soda. Vino, un litro. Soda en botella, no, “uno de esos sifones como el que veo en aquella mesa”. Para comer, parrillada para uno. Vacío, costilla, chorizo, morcilla, chinchulín, riñón y tripa gorda. “¿Provoleta?,preguntó inocente la muchacha. “¡Qué le parece! Dos, si me da el gusto”.
—Completa, entonces. –Se aseguró la moza.
—Completísima.
El chofer no supo explicar dónde metería tanta comida El Hombre de Hojalata, que si bien no era delgado, no era ni por asomo obeso.
Al fondo del parador se alzaba una hilera de frutales. Un tercio de los árboles eran ciruelos, otro tercio naranjos, y el último tercio parecían durazneros. Bastante más lejos, álamos dispersos que estiraban la sombra en dirección a un arroyo o un canal, de esos que se cavan para llevar agua a los cultivos.
—Me ha dejado pensando.
El chofer se mostró sorprendido. Exclamó “¿Yo?”.
—Sí, usted.
—No sé por qué.
—Por eso del amor a la familia. A la madre, a los hijos, a la familia.
—Es lo normal en todas las personas.
—No en nosotros. –La afirmación de El Hombre de Hojalata sonó grave.
“No en nosotros”. Esas tres palabras no le dejaron dudas al chofer. En efecto, habrá dicho para sí. “Nosotros no amamos a las madres, a las mujeres, a los hijos, a las familias”. No podríamos estar en este negocio.
Luego de un silencio prolongado, el chofer se animó a preguntar.
—Lo dice por nuestro negocio.
El Hombre de Hojalata giró para observar a la mesera que se acercaba llevando en la bandeja las bebidas. No se preocupó de la presencia de la muchacha.
—Bueno, podría ser una interpretación. Los negocios no hacen buenas ni malas a las personas. ¿Usted que opina, señorita?
—Que un negocio no hace buena a una persona. Se es buena persona o no se lo es. No depende del negocio al que uno le dedique sus esfuerzos.
—Lo que yo decía. Joven e inteligente. ¿Usted es una buena o mala persona?
La moza echó una sonrisa más estudiada que su saludo y, sin responder, se marchó en dirección al asador. El Hombre de Hojalata la siguió con la mirada.
—La familia es la madre de todas las hipocresías. No hay nada más perverso que los vínculos que establecen los lazos familiares. La célula madre de toda esa hipocresía es, justamente, la madre.
Yo creo que las madres odian a sus hijos. Porque después de unas noches de sexo, quedan preñadas, y cargan en su vientre durante nueve meses una bola de carne, que las patea, que no las deja respirar, comer, dormir. Al principio son puros vómitos. No soportan ni el olor de su propio cuerpo. Vomitan. Vomitan. Vomitan. Todo su cuerpo se deforma. Las caderas se ensanchan, les aparecen brutales estrías que no hay crema que evite, las tetas se les hinchan y rajan los pezones. Ni hablar si estornudan, porque se orinan, cuando no tienen que pasar el embarazo en la cama, padeciendo toda clase de dolores. Si el crío nace normal, es seguro que la mujer se caga encima por el esfuerzo de pujar, y mientras sale la enorme cabeza por ese pequeño agujero, le desgarra la vagina. Para evitar el desgarro, los obstetras les suelen hacer a la víctima, un tajo entre la vagina y el ano, si es que el tipo está atento al nacimiento y no está boludeando porque quiere encamarse con una enfermera a la que todos los médicos tildan de puta, pero que con él todavía no fue a la cama. Después un matambrero le hace una costura horrible, que le arruina la mitad de las terminales nerviosas de la vagina. Tener un orgasmo es más difícil que ir de rodillas a Luján. Desde entonces, la mujer va a estar a cargo de esa bola de carne hasta que muera, porque los hijos no sueltan a la madre hasta que la llevan a la tumba. ¿Usted tiene esposa, hijos, familia?
—No, señor. Y después de escucharlo a usted, no me decidiría a tenerla.
—Ahí viene nuestra moza custodiada por un parrillero.
—El muchacho trae su parrillada.
—Me di cuenta, no soy tan idiota.
Cuando se acercó la mesera, El Hombre de Hojalata le preguntó: “¿Usted es madre?”
—No. Pero espero serlo más adelante. ¿Por qué?
—Porque mi amigo espera formar una hermosa familia. Es un buen hombre, trabajador, inteligente, atento.
—Lo felicito. ¿Está bien el pedido?
El Hombre de Hojalata respondió: “perfecto. Gracias”. La mesera y el parrillero se alejaron de la mesa.
—¿Eso fue una propuesta?
—No. Le iba a decir “no sea idiota, no se case, no tenga hijos, no arruine su vida”. Pero a qué gastar pólvora en chimangos. Que se joda.
—No hubieran sonado bien esas palabras.
—Claro que no. La verdad nunca suena bien. Mire, tengo muchos, pero muchos años en este trabajo. He visto de todo. He vendido de todo. Desde bebes a adolescentes, de adolescentes a adultos. Incluso viejos. Usted no se puede imaginar cuán variada puede ser la perversión. Pero nunca escuché nada más hipócrita que las razones de unos padres para vender a sus hijos. Nunca. Ni las voy a escuchar de ninguna otra persona.
—No es la parte que a mí me toca.
—Tampoco los argumentos por los que los hijos se deshacen de sus padres, los arrojen a esos depósitos de viejos donde mueren llenos de orina y mierda, porque nadie los da bola, para luego matarse unos contra otros por una herencia de mierda. Cuanto más ricos, más hijos de puta. Y más pervertidos. El dinero es amo y señor de todo.
—Tampoco esa parte es la que me toca a mí.
—No cante victoria. Con la flexibilidad laboral todo puede pasar. ¿Conoce a El Mago de Oz?
—No. Ni creo que alguna vez lo conozca.
—Infiero que tampoco conoce La Ciudad Esmeralda.
— Tampoco.
—Si conociera a La Ciudad Esmeralda y a El Mago de Oz, descubriría cuánta verdad llevan mis palabras. ¿Quiere conocerlos?
El chofer vaciló, luego de unos minutos de total silencio, respondió “no”. Masticó con lentitud en pedazo de carne. Bebió un trago de agua sin gas. Por primera vez miró a los ojos de su acompañante.
—Me conformo con ser un transportador, y cada tanto, un sicario. Con eso tengo bastante.
—Con eso tengo bastante… Quién lo diría.
—Zapatero a tus zapatos.
—Dirá “carnicero a lo tuyo”. –El chofer sonrió por compromiso.
—No tengo más ambición que hacer bien lo mío.
—Muy sabio. Reconozco a un hombre sabio apenas lo oigo hablar. Comamos en paz.
—Comamos en paz.
***
La conversación no era un gesto de confianza. El Hombre de Hojalata hablaba por hablar. Decía mucho, pero no decía nada. Pero el chofer no pudo resistir la necesidad de preguntar. Preguntar es un modo de explicarse a sí mismo cuando algo no conforma. No es la necesidad de escuchar la respuesta, sino emboscar lo que se piensa en una pregunta.
—Entonces, señor, de familia ni hablar.
—¿Quiere saber si tengo familia? ¿Eso quiere saber?
—Siguiendo el hilo de la conversación. –El chofer procuró parecer despreocupado, y también él hablar por hablar.
—Tuve madre y tuve padre. Si eso le interesa. No nací de un repollo. No fui huérfano. No soy un resentido porque tuve una niñez horrible. Mi niñez fue como la de la inmensa mayoría. Jugar en la calle, ir al colegio, boludear en las tardes y ligarse cada tanto una paliza por romper algo que no debía romper.
Mi padre era un tremendo idiota. Un rico frustrado. Siempre quiso hacer buenos negocios y lo único que obtuvo fueron fracasos. Luego se escapó con una mujer mucho más joven que él. La habrá disfrutado. No lo vimos más. Sé que murió de viejo, lo supe porque un primo se sintió obligado en avisarme de su muerte. Para entonces yo trabajaba en algunos negocios peculiares con la bonaerense.
Esposa, no tengo. Hijos, tampoco. No engendré hijos en ningún vientre. Siempre usé forros. El Sida era cosa sería por entonces y morir todo podrido, no era lo mío. Si le preocupa lo que dicen, no soy puto. No me gustan los hombres. Tengo lo mío, donde nadie imagina. Vacío los testículos y sigo con mi preciosa vida por el mundo.
Soy un buen hombre. Es más, en esta empresa, soy de los mejores. No soy ventajero, cumplo mis obligaciones, no me meto donde no debo y acato lo que mandan mis superiores. Es cierto que a veces el peor enemigo no está en la vereda de enfrente, sino en los que nos mandan. Pero yo nací para obedecer, no para trepar en el escalafón de La Ciudad Esmeralda. Esto es así, desde la época de Victor hugo y Los Miserables. La jerarquía de la Ciudad está llena de hijos de puta, pero no de cualquier clase de hijos de puta, sino de los peores. Tipos crueles, vividores, mezquinos, ambiciosos, traicioneros. La resaca del bajo mundo, el intestino grueso de la sociedad. ¿Quiere llegar a viejo? ¿Quiere llegar a la jubilación sin que antes lo limpie un tarambana? Entonces cumpla con eso que me dijo. No tenga más ambición que hacer bien lo suyo. El Mago de Oz no es caritativo, pero no es boludo; sabe reconocer si uno es un buen servidor. Lo demás, viene solo. Viajes, trabajitos más o menos complicados, plata y el mejor de los whiskys, Glenfarclas. El mejor de los mejores.
—¿Y este es un buen trabajito?
—No, una mierda. Pero a pesar de todo, lo vamos a resolver rápido. Mire, cuando lleguemos, ya va a estar el limpiador en la zona. Lo llamamos por el celular ese que me indicó. Luego llamamos al tarado que arruinó el negocio, que nos va a traer el paquete fallado. Usted lo va a matar, el limpiador lo va a envasar, va a llevarse la mercadería y la va a hacer desaparecer. Si te he visto, no me acuerdo. Aquí no pasó nada. La policía hará lo suyo. La política también hará lo suyo. Que fue fulano, que fue mengano, que se perdió, que la mercadería se la tragó un caimán, que el pomberito castigó al pueblo por un pecado. Más temprano que tarde, la monja se va a dejar de joder porque el obispo la va a mandar a llamar para que vaya a un retiro espiritual. Se acabarán las marchas y los hijos de puta de los periodistas, irán a hurgar mierda en otro pozo ciego. Alguien le va a sugerir a la jueza que apriete bien el culo, porque si no le espera su Sierra Chica. Si vos querés calmar las ansias investigadoras de una jueza, hablaba de Sierra Chica. No sé si recuerda aquel asunto.
—Sí, por supuesto.
—El gobernador va a seguir con su campaña política y cada tanto se comerá una carne de ternera. Tierna, muy tierna. Tiene su proveedor, el que trabaja con nosotros. Para eso están los ministros. ¿Me comprende? Simple lógica, ciudad esmeralda y ministros, mago de oz y ministros. El chofer asintió moviendo su cabeza. “Totalmente”, dijo, y bebió el último sorbo de agua sin gas.
—No va a pasar a mayores, como nunca pasa a mayores cuando la santísima institucionalidad está en el medio. El limpiador volverá a sus pasatiempos, usted y yo volveremos, y yo compraré otra partida de Glenfarclas. Usted, no sé, hará lo suyo. El Mago de Oz quedará satisfecho y La Ciudad Esmeralda volverá a la normalidad. Colorín colorado, este cuento habrá acabado. El chofer apenas cabeceó como si esas palabras lo conformaran. —¿Pido la cuenta?
—Si es tan amable. Pida boleta porque si no, no me cubren los gastos de representación.
XIV. Reunión de gabinete
La desaparición de ese niño no era la principal preocupación del señor gobernador. Después de todo, dijo para sí, los niños desaparecen todos los días. Él lo sabía perfectamente. Algunos regresan y otros nunca. Sabía que gobernaba la provincia, que era la puerta de salida del mercadeo de la carne humana. Así que esas desapariciones eran moneda corriente, y nunca había ocurrido por ello una batahola semejante. “Porteños de mierda”, fue lo primero que se le vino a la boca cuando vio la manada de periodistas invadir aquel ridículo villorrio. “El porteñaje nos ha declarado la guerra”.
Lo que realmente le preocupaba era ese estado espiritual de total insensibilidad que lo había invadido los últimos días. Insensibilidad, no apatía.
No porque hasta ese momento fuera un hombre emotivo. Nunca lo fue. Pero desde que desapareció ese niño, desde que se vio envuelto en un escándalo del que no podía saber sus derivaciones, algo sustancial de su personalidad se había modificado.
Desde el incidente de la desaparición, él despertaba intranquilo de su sueño y, como Samsa, se pregunta: ¿qué me ha ocurrido? Temía que aquello que era solo un cuento, en él se hubiese transformado en una realidad. Aunque al mirarse, no apreciaba una metamorfosis como la de aquel. Si se hubiese transformado en un horroroso insecto, podría explicar ese estado de ánimo. ¿Quién se preocuparía de un insignificante niño desaparecido, si su cuerpo hubiera mutado al de un asqueroso y voluminoso insecto? Su esposa y sus hijos lo repudiarían. De eso no tenía dudas. Su gabinete ministerial lo abominaría y pediría al instante el juicio político para luego rociarlo con toda clase de tóxicos. No sería mejor su destino que el del pobre Gregorio.
Si no era descuartizado por sus correligionarios, sería desterrado a los esteros más recónditos, a merced de su salvaje fauna.
De espaldas, en su cama, podía comprobar que no estaba echado sobre un duro caparazón, y que al alzar la vista su vientre no se veía convexo y oscuro, ni que sus piernas se habían adelgazado penosamente, transformándose en numerosas patas delgadas, espinosas y articuladas. Sus manos, las que observó con algo de preocupación, seguían siendo muy blancas y la piel de estas, suave. Las uñas de los dedos lucían perfectamente pulidas y brillosas. Justamente el día anterior, la manicura se había ocupado de darle forma y brillo para embellecer el aspecto de sus delicadas manos. Lucía, como siempre, en su dedo anular de la mano izquierda, el dorado y grueso anillo matrimonial de oro 24, que siempre concitaba el elogio morboso de las envidiosas esposas de sus funcionarios.
Entonces, convino en que su aspecto humano no había cambiado. Seguía siendo el mismo hombre bien parecido, el que siempre lucía sonriente y en forma en las fotos oficiales.
Asumió que lo que había cambiado fue su humanidad y que esta sí había mutado severamente. Eso explicaba su total indiferencia a las consecuencias de tan desgraciado suceso y la manipulación política de la crisis para perjudicarlo, manipulación que él detectaba en cada comportamiento de muchos de los que lo rodeaban. ¿Cuántos de esos funcionarios infieles estarían esperando su caída para entronizarse ellos o sus amigos en la gobernación?
Pensar de manera fría y calculadora nunca le había resultado controversial; por el contrario, consideraba que ese era uno de sus mejores atributos. Pero desde hacía unos días, se convenció de que su manera de comprender los hechos, de apreciar la realidad que lo rodeaba, de sacar conclusiones, había cambiado por completo. Fue cuando no pudo evitar hacerse una pregunta elemental: ¿estaba ya razonando como lo haría un insecto? ¿Los insectos tendrían tal capacidad? Si así fuera, algo en lo que estaba empezando a creer, se preguntó cómo razonaría una tarántula, un escorpión, o la formidable reina de las mortales avispas africanas. Porque él no sería un piojo, una pulga o una repugnante garrapata, sería, sin lugar a dudas, una especie combativa y mortal, dispuesta a enfrentar el desafío que se le presentara.
Dedujo que la primera y principal preocupación de los insectos, de los más grandes a los más pequeños, era sobrevivir. Y eso era justamente lo que lo alimentaba desde que comenzó su peculiar metamorfosis. Sobrevivir pasó a ser la gran meta de su vida. No cabía otra preocupación más que diseñar una estrategia que le permitiera eludir la condena social y política, y alcanzar la reelección a la magistratura. Sobrevivir se transformó en la primera palabra que pronunciaba al despertarse y la última, al echarse a dormir, aunque siempre atento al entorno, tal como lo hacían los insectos para no ser sorprendidos por sus depredadores.
Tal vez esa condición no era tan novedosa como creyó al principio. ¿Por qué no asumir que, en realidad, durante años, el insecto en que se sentía transformado espiritualmente había vivido en estado larvario, probablemente desde su nacimiento, y el escándalo del niño desaparecido lo había despertado de su letargo?
Sobrevivir ya no sería una táctica, sería la verdadera estrategia que guiaría todas sus acciones. Con dos períodos como gobernador, acumularía una fortuna tan grande que podría, entonces, empezar a pensar en la carrera presidencial. La simbiosis entre humano e insecto resultaría en un primer mandatario casi indestructible. Si llegó el Loco y la desquiciada de su hermana, esa que pasó de amasar tortitas a manejar a su antojo quinientos mil millones de pesos, por qué no lo haría él, hombre de aspecto varonil, siempre dispuesto a sonreír, de ademanes suaves, hablando con voz pausada y cadenciosa, como el más amoroso de los chamamés. De prosapia radical, de aquellos galeritas emboscados que hacían del axioma “que se doble, pero que no se rompa”, la manera de ejercer el gobierno sin satisfacer a nadie, pero sin ganar enemigos de manera innecesaria, podía transformarlo en el abanderado de un nuevo federalismo, uno a imagen y semejanza de las nuevas y viejas oligarquías provinciales.
Convocaría a una reunión de gabinete y esperaría ver la reacción de todos y cada uno de sus ministros. Los sabía hipócritas, incorregibles, pero hay ciertos tics, maneras de mirar, de moverse, de murmurar las palabras, que permitían deducir qué está elucubrando la otra persona.
No confiaba en sus ministros. Ni siquiera en quien parecía el más confiable. Un buen gobernador desconfía de todo y de todos. Mucho más, cuando ya no puede pensar como un humano corriente, porque su inteligencia se halla dominada por los temores y las seguridades propios de un insecto vulnerable a los caprichos de los hombres. No solo a los temibles insecticidas, sino inclusos a las laceraciones que podía provocarle una pequeña, redonda y roja manzana, arrojada con gran fuerza por un opositor, por un ministro traidor, o, sencillamente, por un energúmeno en busca de notoriedad.
Cuando la mucama llamó a la puerta de la habitación para avisarle que el ministro de gobierno lo esperaba en la sala de estar, se vio obligado a abandonar sus angustiosas cavilaciones. Buscó sus pantuflas, se envolvió en su robe de chambre y salió de la habitación sintiendo ese estado de total indiferencia con el que había despertado. Caminó con seguridad unos pasos, y tuvo que reconocer que aquel cambio no era tan malo después de todo. Por el contrario, hasta podía animarse a afirmar que si bien no había por fuera un duro y oscuro caparazón, por dentro sí podía sentirlo. Una coraza potente que lo protegería de todo sentimiento humanitario. La mojigatez no estaba entre las cualidades del insecto que había despertado en él y eso podía resultar en una ventaja formidable frente a sus adversarios políticos. No se lo llevarían puesto por el caso del niño desaparecido.
Bajó las escaleras, cada vez más reconfortado. Apenas entró a la sala de estar donde lo esperaba el ministro, este pudo percibir un cambio drástico en el aspecto fatigado que hasta la noche anterior había visto de su jefe. No sabía qué podía haber ocurrido entre esa noche y esa mañana, pero la suficiencia con la que se comportaba el gobernador disipó todas las dudas que lo habían inquietado durante toda la madrugada y no lo habían dejado descansar.
—Buenos días, correligionario. –Su voz firme llenó la sala y predispuso de la mejor manera al ministro.
—Buenos días, gobernador. Veo que ha descansado, su expresión es relajada.
—No voy a permitir que usen lo de ese pendejo para acabar con mi carrera. No solo voy a completar el período de gobierno que me otorga la constitución provincial, sino, como ella también me habilita, iré por la reelección. No soy un perdedor, nunca lo he sido. Si es necesario, en esta oportunidad, y contrariando lo que ha sido siempre mi forma de afrontar los desafíos que impone la función pública, prefiero que si algo se tiene que romper, se rompa, que todos sepan que nuestra voluntad no es una arcilla fácilmente maleable. Convoque a una reunión de todo mi gabinete. Y que también vengan los que presiden la legislatura y nuestro bloque. Definiremos nuestra estrategia. Piense, ministro, piense. Pero no piense como un simple humano, no se deje correr por el porteñaje que vocifera allá afuera, hágalo como si fuera una tarántula, un alacrán henchido del peor veneno. Piense como nuestra yarará, dispuesta siempre a hundir sus colmillos en la blanda carne, para matar a sus víctimas en cosa de minutos y luego satisfacerse con esa carne envenenada.
El ministro se sintió reconfortado al escuchar esas palabras. Años de humillación por parte de sus enemigos que lo comparaban con una víbora, arrastrándose por los pasillos del poder, agazapado en los rincones esperando la oportunidad de hundir sus enormes colmillos en la carne flácida de los políticos opositores, y en ese momento, su jefe político lo conminaba a comportarse como una mortal alimaña. Nada más reconfortante. Ese, sin dudas, sería un gran día para todos.
Los ministros fueron llegando de a uno. Todos los funcionarios respondieron obedientes a la convocatoria. El gobernador fue el penúltimo en presentarse. Lucía radiante, extrovertido. Saludó y dedicó unas palabras elogiosas a cada uno de los presentes, y todos respondieron adulándolo. Cuando el viejo cadáver entró a la sala, nadie se mostró sorprendido. Fue el último en hacerse presente. Caminó con lentitud y se dirigió a uno de los rincones, el más oscuro y alejado de la gran mesa a la que todos se sentaron para saber qué tenía para decirles el gobernador.
El muerto veía las cosas de una manera diferente. Él ya sabía que el gobernador le seguiría la visión desde ese día. Lúgubre y verdadera. En el alma los piojos de los convocados desfilaban sin freno, sonriendo como si nada. Quién no tiene sus cuencas vacías, más la membrana untuosa de las visione, no sabe explicar que todo aquello no es más que un infortunio inesperado.
El cráneo exacto, desde el fondo de la redonda calavera, podía razonar las entrañas de cada uno de los ministros recién llegados. Todos, el esternón sudado, morados como piedra dramática, mostraban el estado sustantivo de unos pulmones plomizos, más atrás del hueso. Respiraban metalúrgicos, y un vago ronquido convulsivo salía de sus bocas. Un síntoma sustantivo en las entrañas, salpicaba ese elixir corrosivo que solían defecar en los debates. ¿Pobres? ¡Pobres ha habido siempre! ¿Violaciones? ¡Violaciones ha habido siempre! Cuándo no se vendieron las chinitas para llenar las estancias, los patios, las iglesias, de infelices sodomizadas, agrietadas de arriba abajo, escondidas tras los cortinados, bajo las polleras de los arzobispos, hasta el cortejo para una tumba clandestina. Arrojadas a los zanjones, a las alcantarillas. ¿Quién pediría por ellas? ¿Quién rezaría? Y ahora todo ese escándalo, al servicio, ¿de qué? Si un niño menos, apenas pocas moléculas de músculos y alguna tripa digna de ser comercializada. ¿Por eso tanto escándalo? ¡Ese temblor en los párpados de los ministros! Siempre dudando. Humo. De buena gana, humo. Carnívoro. Pútrido aliento qu no asume el futuro de la compra-venta de carne humana. Para qué estarán las cavidades de las niñas. Para qué los fluidos de los varoncitos. Quién necesita de misericordias. Es el mercado de hombres, es el mercado de mujeres. Hasta el tobillo desde la nuca la oferta y la demanda. ¿No era eso lo que deseábamos? ¿No era la compra-venta de niños? Crucificados los que nacen sin haber muerto antes. Recemos aquello: “el Estado es un pedófilo en un jardín de infantes de niños encadenados y bañados en vaselina”. Amén.
Y el viejo cadáver centenario les hacía las cuentas a los honorables ministros. Lo hacía, a todos los honorables, desde los tiempos remotos de la conquista. Cruz, espada, cánticos. Sangre, salmos y oro. La Biblia que truena como el mejor látigo. Desde el púlpito de aspecto fálico gritaba ya muerto. “¡No sean hipócritas!” Disfrutan la emoción de las pequeñas hembras, las encías rabiosas de los niños sin dientes, los estertores de las madres que braman ante los lóbregos púlpitos indiferentes. Asuman las sepulturas como corresponde.
La amplia mesa, a la cabecera de la cual estaba el señor gobernador, se había atiborrado de escusas. En un rincón, el viejo cadáver movía la cabeza reprochando tanta mojigatez. Tal vez se preguntara cómo habían perdido tanto tiempo en tomar al toro por las astas. Escusas grandes. Escusas pequeñas. Escusas ridículas. Todo sonaba a la humareda de una cuerda plástica en el fuego, y el muerto abominaba de esos hombres. Si así hubiese sido la conquista, los señores feudales hubieran perecido de hambre. Esos tomaron lo que quisieron, bebieron la sangre de sus víctimas, comieron su propia carne cuando no hubo más comida, y enterraron vivos a los descendientes. Esos que escucha excusarse, eran escuálidos lugartenientes, balbuceando pequeñas palabras ahogadas en baba. Uno tras otro se justificaba.
Si había algo que no necesitaba el gobernador en ese momento, eran escusas. Su gran insecto interior parecía brotarle por los poros. Saldría por sus ojos, por las orejas, por la boca, a más no poder, como astilla oscura, calcárea, del más allá. Espeluznante, deseaba abrir su boca para devorar a esos pequeños matarifes cobardes que buscaban atajos para eludir sus compromisos. En la carne muerta de sus timoratos servidores, depositaría sus ootecas para surgir de ellos un batallón de larvas capaz de resolver lo que aquellos hombres no se atrevían. Dejó de escucharlos. Su glándula de olor hedía tenebrosa y ese perfume le dio serenidad y narcotizó a su auditorio. Recuperó la compostura. Carraspeó para calmar algunas secreciones. Luego habló con pausa.
—No los convoqué para justificarnos. –Su voz sonó ronca y estridente–. No estamos aquí para escuchar escusas. ¿De qué nos servirán? Quiero escuchar soluciones, no lamentos.
El ministro de gobierno, asintió con un leve movimiento de su cabeza.
—De acuerdo, dejemos de lamentarnos. Basta de excusarnos. Busquemos soluciones. Lo hecho, hecho está. Habrá tiempo para las responsabilidades. Ahora hay que atender a todo este escándalo. En especial a toda esa manada de porteños que nos han invadido para demostrar que somos brutos, salvajes, degenerados. Como si ellos fueran todos devotos de la Virgen y no tienen ni la menor idea y ninguna responsabilidad de la trata, del tráfico de órganos, de las sustancias que consumen antes de presentarse en los noticieros, en sus bancas de legisladores, o cuando van a jugar al carry trade y hacen guita de la nada, esquilmando al Estado, como siempre. Pregunto: ¿De dónde sale la mercadería que ellos consumen?
“Todos lo sabemos”, recitaron a coro todos los ministros.
—Exacto, todos los sabemos. No es maná del cielo. Hay mucho trabajo para satisfacer los deseos de los encumbrados unitarios en su portentosa metrópoli.
El ministro de finanzas lo interrumpió pidiendo permiso para intervenir. El gobernador lo autorizó con un simple movimiento de su cabeza.
—Esto perjudica la recaudación. Basta un problema, para que todos empiecen con sus reclamos. Lloran que la sequía, lloran que la inundación, lloran que los incendios queman sus cosechas, lloran que los bomberos ahogan sus cosechas. Lloran los grandes y los pequeños. Lloran y lloran y lloran. Todos lloran. Y ahora lloran que la mala imagen espanta a los inversores. Los inversores quieren seguridades. Si hay pedofilia, si hay tráfico de órganos, que no se note.
El gobernador atinó a sonreír. El ministro respondió al jefe de Hacienda.
—A los inversores les importa un carajo este problema. A ellos no los corre la moralina de los lava culpas, solo les preocupan las ganancias. –El gobernador asintió reconfortado. “A los inversores solo les preocupan las ganancias”. ¿Y a quién no, señor ministro?
—Convengamos que esto no tiene nada que ver con el niño desaparecido. –El ministro de gobierno se decidió a argumentar tal como esperaba el señor gobernador–. Es una movida política. Aquí desaparecen niños todos los días y a nadie se le mueve un pelo. Salvo la monja, esa rompepelotas, nadie se calienta por eso. Tal vez este se cayó en un zanjón, o en un riacho, y se ahogó. A unos kilómetros el río está lleno de pirañas. Tal vez lo comieran las pirañas. O por ahí salió corriendo a la ruta y lo atropello un coche y el chofer decidió cargarlo para tirarlo por ahí. O se lo comió un caimán, o una piara de cerdos. Los cerdos de por aquí son voraces, más que los caimanes. Quién lo sabe. Lo que ocurre es que nuestros adversarios pispearon la posibilidad de voltear al gobernador y llamar a elecciones adelantadas. Quieren la gobernación para volver a sus curros. Dirán: ¿de qué vamos a vivir si se apaga Balderrama? Pero Balderrama no se va a apagar. ¿No saben cuánto ha crecido el corral? Un feedlot de infantes. Como un jardín, pero de engorde y conservación. Desde que salimos de Víctor Hugo y Los Miserables, el negocio anda mejor que mejor. Eso es lo que quieren, el negocio. La gobernación es el negocio. Como dirían los oportunistas, “la caja”.
—Y los escaños legislativos –agregó histérico el jefe de la banca oficialista.
—Correcto. Las bancas, el banco de la provincia, y todo lo que aporte a la caja recaudatoria. Les calienta un pomo el niño. El niño no vale nada. Quieren voltear al gobernador. No lo permitiremos.
“¡No lo permitiremos!”, gritaron a coro los ministros.
—¿No tenemos periodistas amigos? –El gobernador preguntó sin agregar algo a las afirmaciones del ministro.
—Claro. Muchos. Y muy caros. Insaciables. Piden sobres todo el tiempo. –El encargado de prensa habló con ira contra los periodistas a sueldo.
—Recordémosles para qué les pagamos. –El ministro dio letra sobre el asunto–. Tenemos los recibos firmados por cada uno. Usted tiene las carpetas de cada uno. Basta que una sola llegue a un “periodista honesto”, para acabar con la fama mucho de ellos. A todos esos los tenemos agarrados de las bolas.
El ministro de Justicia se atrevió a preguntar:
¿Y esa vieja que fuma en pipa? ¿Cómo puede ser que cualquier porteño recién llegado la quiera entrevistar y nosotros estamos papando moscas? Póngale un micrófono delante. Denle minutos, ¡horas! El tiempo que haga falta. Que hable del pomberito y los duendes que ve por la ventana. Uno, cuando la escucha, no sabe si es supersticiosa, borracha o drogada. Da igual. ¿Para qué está la pauta? También habría que hacer hablar a la familia. Que digan lo que les viene en ganas. Nadie resiste una entrevista.
El ministro de gobierno comenzaba a lucir una sonrisa de satisfacción.
—Vamos encontrando soluciones, entre todos. Trabajo en equipo, promisorio. No esperábamos menos.
El gobernador asintió, pero no se lo notaba satisfecho. Preguntó sin alzar la voz:
—El policía ese, que me recomendó, ¿qué se sabe de él?
—Lo trabaja el cura, lo sabe llevar. El tipo tiene aires de gran señor, pero es un putañero, un borrachito ventajero. Nadie mejor que el cura para transmitirle lo que esperamos de él. De esa forma nadie del gobierno queda pegado.
—¿Y qué esperamos de él? –Preguntó el gobernador.
—Que pongo la geta y espante los mosquitos.
—¿Por ejemplo?
—Que le diga a esa mujer, la tía del nene que distribuye la felicidad, que invente algo. Hay micrófonos para todos. No sé, que diga que se cayó en un pozo, que lo atropelló un auto. Algo diferente. Cuantas más hipótesis haya, menos pistas van a encontrar.
—¿Y al policía que le ordenamos?
—Que evite las marchas. No queremos marchas, no queremos escraches, no queremos quilombo. A estas polillas de la campañas no hay que darles lugar. Apenas les das un tranco, los “indigentes” –esta palabra la dijo con total cinismo–, del campo y sus primos de la ciudad, baten el parche de la revuelta. A nosotros no nos van a hacer una pueblada.
El gran insecto interior del gobernador por primera vez en ese día, se sintió reconfortado. Siguió preguntando.
—Y con el ilustre matrimonio, ¿qué hacemos?
El ministro tuvo que aspirar hondo el aire fétido del ambiente y tomarse su tiempo para responder a la pregunta del gobernador.
—Ese sí que es un problema. Pero no van a hablar, señor. Ella es frágil. Si se pone pesada, de última, a la cárcel común y allí que Dios la ayude. Sabe lo que le espera con las presas. Usted sabe que en la cárcel hay códigos. No saldría entera de la villa. Yo creo que ella se va a cuidar muy bien de decir algo inconveniente. Después de todo, el abogado que pusimos, sabe cómo explicarle lo delicado de su situación. Él, en cambio, es un pesado. Mucha medallita, muchos galones dorados. Ya llamaron de los altos mandos. A los de la cofradía nunca se los abandona. El tipo estaba en funciones. Usted comprende.
—¿Y la jueza? –El gobernador le habló directamente al ministro de Justicia.
El ministro respondió sin perder tiempo.
—No puede hacer nada. El paquete está tan atado por los que intervinieron antes, que no hay forma de desatar los nudos. Lo más que puede hacer es dejarlos a todos adentro. La tipa no se va a exponer a que le quemen el juzgado.
—Y del premio nobel, ¿qué debemos esperar? Hoy me llamó para ofrecer ayuda. Dijo “pidan lo que quieran”. Lo que necesitemos. Todo a disposición nuestra.
—Lo que queremos –dijo el ministro–, es que no se meta.
—Somos aliados, no se va a meter. No es boludo. Va a mandar al “sheriff” con toda la guardia pretoriana. Van a hacer circo, puro marketing y después se van por donde vinieron. Por ahí viene con el tomógrafo para investigar los intestinos de los yacarés. Lo único que va a encontrar, es mierda. –Los ministros al unísono carcajearon histéricos.
—¿Todos de acuerdo? –El ministro de gobierno señaló el consenso.
Todos. El gran insecto dentro del gobernador pujaba por abrirse camino, por eso el hombre se puso de pie, algo conforme con todo aquello. “Del dicho al hecho”, murmuró.
El viejo cadáver no bendijo el acuerdo. Su escepticismo era secular. Ver para creer, ver para creer. A través de las cuencas vacías, todas las cosas se aprecian muy diferentes. Cuando el tiempo pasase y todo encontrara su lugar, tal vez confiaría en esos hombres. Hasta entonces, tomaría distancia de ese optimismo servil.
***
Todo lo que debía que hacer el cura era encontrar al policía. El ministro en persona se lo pidió. En la reunión con el gobernador había quedado establecido qué debía hacer el comisario frente al escándalo desatado por la desaparición del niño. No queremos marchas, no queremos escraches, no queremos quilombo. “¿Era un pedido desmedido?”, preguntó el ministro sin exagerar el reclamo. El cura reconoció que no. Era lo menos que el señor gobernador podía pedir. “Razonable”, dijo el cura. “Razonable”, asintió el ministro. ¿Entonces? No había nada que esperar. “Vaya ahora mismo, padre, antes de que las cosas se salgan de control”. El cura dijo que obedecería de inmediato. “La paz sea contigo”. Con estas palabras despidió al ministro, quien no las tomó en serio.
Pero el sacerdote no fue directamente a la fiesta donde el policía, luego de comer y beber copiosamente, perdía el tiempo persiguiendo muchachas. Fue donde el círculo de árboles, procurando dar con el viejo cadáver. Para él, el aspecto del viejo siempre resultaba revelador de lo que realmente estaba ocurriendo. No hubo oportunidad en que no fuera así. Tal vez su color, tal vez su olor, sus párpados ausentes, en los labios descolgándose esa lengua grotesca baba a baba, le indicaban qué hacer y a qué atenerse. Pero no encontró al muerto. Mal augurio. Pésimo. Por su cerebro flotaba una burbuja miserable y en ella cabían los crudísimos gritos de todas las niñas ultrajadas. Funestos recuerdos.
Del dulce mandarino brotaba una lágrima azulina, una gota baldía. La rama de la que pendía se doblaba hacia el suelo y dibujaba una sombra de anélido en la tierra. Reptaba hacia el cura que apartó sus pies de aquella sustancia nómada y patética. Debió palpar la gota, estuvo así de hacerlo, pero se retractó. Se alejó cuanto pudo, crispados los nervios. Aquella gota era una eucaristía adulterada. En ella había muchas sangres emboscadas. Dios no lo libraría de tanto pecado. Su misericordia estaba hecha andrajos, pequeños retazos de viejos rezos inútiles.
El viejo cadáver no aparecería por allí por casualidad. No necesitaba saber del sacerdote. La voluntad de Dios resultaba ya como una pedrada en su pecho. Apechugar. Blasfemar es sencillo cuando nadie te ve. Había capitulado la sotana hacía demasiado tiempo y todas sus confesiones no tenían Padrenuestro posible. Regurgitaba fatal el último crimen. Él sabía que el niño no volvería. ¡Inocente! Sabía que ya lo habían desayunado como una hostia negra, tendida la tumba con un mantel rojo. Decepcionado, volvió sobre sus pasos. ¡Dios mío, si tan solo hubiese sido un buen hombre! Ni reparó que quizás a no más de cien metros la vieja Cándida lo observaba a través del humo luctuoso de su vieja pipa. En el rancho, Zurita nunca supo de la presencia del cura.
No había más que esperar. La orden del gobernador era poner en regla al policía. A eso se abocaría sin esperar ningún milagro.
Siguió el camino de la ruta provincial que unía los pueblos interiores. Eludió la nacional. Por ella sabía que debía posar de santurrón y su ánimo no estaba para ello.
Un viejo que oficiaba de sacristán lo esperó a algo más de doscientos metros del círculo de los árboles. En una vieja estanciera Ika Renault algo destartalada, lo llevaría a donde sabía que Artemio, el policía, perdía el tiempo en una festichola.
El viejo chofer tenía un aspecto hostil. Su piel de color bermejo estaba surcada por innumerables venas. Parecía que su nariz podía explotar en cualquier momento.
Cuando el cura llegó a la estanciera, puso en marcha el motor. El sacerdote se acomodó en el asiento del acompañante. No se hablaron. Sabían a dónde se dirigían.
El chofer, de nombre Aurelio, tenía un viejo mapa de la provincia en el que había marcado todos los lugares por donde el cura solía deambular por sus negocios. Un círculo rojo, hecho con un gastado lápiz de carpintero, señalaba cada uno de esos lugares. Había uno que había sido remarcado varias veces. Eran varios círculos dibujados unos sobre otros. Ese era el destino. Producto de la casualidad, donde el cura tenía muchos de sus chanchullos, era donde justo ese día el policía se encontraba de juerga.
No les llevaría demasiado tiempo llegar, aunque eso no significaba que dieran con el policía de inmediato. Si no estaba en la fiesta, era porque se había escabullido con alguna mujer. De todos modos, el cura no tardaría mucho en dar con el tipo. No había posibilidad alguna de que nadie supiera dónde podía haberse metido. Sobraban alcahuetes de la iglesia, que a cambio de perdones y bendiciones, informaban al cura de todo lo que ocurría en ese pueblo. Sin embargo, no fue necesario hacer ninguna consulta. Apenas llegaron, lo vieron todavía disfrutando la comida. Es difícil decir si Artemio podía reaccionar al ver al cura y al sacristán. Tal vez no estuviera en condiciones de hacerlo. Había bebido en abundancia, y el alcohol le adormecía los reflejos. Y, como para él, todo se reducía a los caprichos de Ladina, no creyó que fuera necesario salir al encuentro de los recién llegados. Su falta: no haber llamado al ayudante para que lo informara de lo que el cura le había transmitido por teléfono. Después de todo, su ayudante no era más que otro inútil envidioso quien, seguramente, habría exagerado los hechos para obligarlo a volver a la comisaría. “Un paquete de Ladina”, “un paquete de mierda de Ladina”, murmuraba viendo que trataban de acercarse a la mesa.
El sacerdote fue recibido con entusiasmo por los vecinos. No lo esperaban, y todos tomaron su presencia como un halago, una justa consideración al santo venerado. Saludos, bendiciones, la repetida invitación a comer y beber, hicieron que no fuera tan fácil acercarse al comisario, que observaba la escena sin atinar a nada. Cuando logró llegar a su lado, Artemio permaneció sentado, como si no le importara lo que el cura venía a decirle.
No oyó nada sobre un ridículo paquete perdido por Ladina. Lo que el cura le transmitió fueron las órdenes del gobernador y el ministro ante la desaparición de ese niño.
—Usted conoce bien, Artemio, de qué niño le hablo. ¿Me entiende?
Demudado, el policía solo respondió “por supuesto”. No se atrevió a preguntar ningún detalle sobre la desaparición de Finn.
—Lo que le estoy transmitiendo son órdenes sobre un paquete perdido que se ha convertido en un escándalo nacional. Hay periodistas por todos lados hablando cualquier cosa. Van a venir los federales a meterse en las cosas del gobernador, y el gobernador está caliente por este quilombo. Muy caliente. ¿Me entiende?
El rostro amoratado de Artemio cambió de aspecto al instante. “Entiendo”, fue todo lo que pudo decir.
—El señor gobernador ha dicho que es su responsabilidad evitar las marchas. Ha reclamado con insistencia que no quiere marchas, ¿me entiende? No quiere escraches, no quiere quilombo. ¿Me entiende Artemio? ¡No quiere quilombo!
—¿Y el niño?
—El niño importa un carajo, comisario, lo que importa es el orden público. ¿Me entiende o tengo que volver a explicárselo? –El hombre estaba confundido.
—¿Vuelve pa’el pueblo?
—Ahora mismo.
—¿Vuelvo con usté?
—No, pelotudo. Vuelva por su cuenta. Soy el cura, no el remís del policía que vive de joda. Agarre el patrullero y salga cinco minutos después de nosotros. ¿Me entiende o se lo pongo por escrito?
—Sí, sí, entiendo. Vaya. Salga después. Dígale al ministro que ya mismo me ocupo.
—No soy tu mensajero. Al ministro no le digo un carajo. Llamalo, y hablale vos. Bastante que te vine a buscar para que el ministro no nos rompa el culo a patadas. Hacete cargo en nombre del padre, el hijo, el espíritu santo y la reputa madre que te parió.
XV. La última cena
Poncio apura el paso. Va de la madre que no lo espera. No es bienvenido en ese rancho. A Zurita, Cándida la recibe porque le hace de sirvienta. Pero la chica es testaruda. No escucha los consejos de la vieja.
—Agarre lo que le ofrecen. Alguno la va a agarrar y preñar. ¿Qué espera?
Zurita ni responde. Ni Prudencio ni Artemio. No quiere vivir amarrada como las vacas. La vieja no puede torcer la voluntad de la muchacha, las veces que se preguntó: “¿quién se cree esta pendeja?”. Es una mojarrita melancólica y se comporta como una esperanza. La vieja cree que la esperanza de Zurita no es legítima. Las mujeres no deben tener esperanzas.
Poncio le mintió a Glisoría. Suele hacerlo. Prudencio no lo espera por ningún trabajo. ¿Para qué querría un peón como Poncio? En el pueblo sobran los vagos y escasea el trabajo. Cuando abunda el trabajo, lo conchaba a Poncio porque quiere que le entregue a Zurita, y como lo ve vacilar al hombre, le tiene paciencia. Capaz de que un día afloja y se la lleva. Pero en ese momento no había trabajo.
Todo lo que Poncio lleva en el bolsillo eran quinientos pesos. Son livianos. Demasiado. Con quinientos pesos no come una familia. Tiene tal fastidio que de bronca camina cada vez más rápido. Da pasos largos, casi saltos, deja huellas profundas en la tierrita blanda.
Finn corre por detrás tratando de seguirle el paso. Imposible si no corre. Poncio es alto, patas largas, y para más está enojado, lo que lo apura. Finn es pequeño, sus piernas son algo cortas y sus pies no alcanzan ni la mitad de la huella que dejan las pisadas el padre.
Poncio da zancadas y murmura. “¿Y esta vida para qué?” Y repite: “¿Y esta vida para qué?” Piensa en lo mal que hace Zurita en no escuchar los consejos de los mayores. Él se lo dijo. Cándida se lo dijo. “¿Qué tiene de malo, Prudencio?”, le dijo más de una vez. Hombre trabajador y que sabe ganarse el peso. La pidió para mujer. Más de una vez, pero el tiempo pasa y las otras chinas crecen más rápido. Cualquier día de estos una se mete al Prudencio entre las piernas y se acabó la oportunidad.
No recuerda si Prudencio le dijo que la quería como esposa, pero eso ¿qué importancia tiene? “Pa’ que lo atienda, mi’jita. Pa’ que lo atienda”. Zurita no se resigna. Sabe que todo lo que le espera es una cocina a leña, “porque la garrafa está muy cara”, un fuentón para lavar la ropa, y exprimirle todos los días los testículos al fulano.
El Artemio no pedía tanto, incluso menos. A él, con que le dejara descargar el abundante esperma, era suficiente. Y no muy seguido, porque tiene esposa a la que debe atender como Dios manda. Y alguna que otra amante por ahí.
Hasta donde él sabe, Artemio no tiene hijos. Si Zurita le daba un hijo, por ahí su suerte cambiaba. Ser el hijo de un comisario no era poca cosa. Aunque todos supieran que era bastardo. “Ve lo que tengo que aguantar”, dijo entre dientes. Luego repitió: “ve lo que tengo que aguantar”. Finn escuchó la queja, pero no comprendía de qué hablaba su padre. Justo a él, que no sabía cómo aguantar su hambre.
Avanzaron en dirección a lo de Cándida. La tarde estaba a ciegas. Se apoyaba sobre una polvareda oscura. A lo lejos la noche empujaba desde un rincón en el que fluía un líquido lacrimoso en dirección al arroyo. A veces Poncio se confunde con el paisaje. No siempre. Solo cuando va a hacer una macana. Se vuelve oscuro. Finn contrasta con las formas y colores. Brilla. Poncio se vuelve invisible, y cuanto más se acerca a la casa de Cándida, más invisible se vuelve. En cambio, Finn, cuanto más se acercaba, más brilla.
Había un silencio impaciente en todas direcciones. Lo que se podía oír sin esfuerzo eran las quejas de los arrugados estómagos de Poncio y Finn. Los dos tenían hambre. Finn más que su padre. No había probado ni un mendrugo de pan desde la mañana.
Poncio se detuvo de golpe. Finn tuvo que imitarlo. Miró al niño desde su altura.
—No me va a hacer un papelón comiendo como un desgraciao ¿no? –Lo advirtió porque conocía el hambre del niño.
—Pero si tengo hambre. La abuela me deja comer.
—Después su abuela se va quejando a la madre porque usté le come todo. Así que se la aguanta, mi’jito. Cuando vuelva a la casa, le dice a la madre que le haga una tortafrita. Hay harina y grasa. ¿Entendió?
Por su puesto que entendió. Pero permaneció en silencio, pero el que no dejó de hablar fue su estómago.
Poncio retomó la marcha y apuró el paso. Esperaba llegar ante que Ladina y Oroño; estaba seguro de que los tíos ya estaban acomodados en lo de Cándida. “La Ladina” era la que había hecho el arreglo con los tíos. Oroño no servía más que para andar atrás de Ladina, así pensaba Poncio. Así que ese no tenía ni arte ni parte. ¿Cuándo le darían su parte? No lo había hablado con Ladina, o si lo había hablado no se acordaba.
—Pa’ usté ¿cuánto vale su hermana?
—La’ermana es de oro.
—¡Qué pavada! –A Finn no le gustó aquello. Para él, Zurita valía lo que el oro. La amaba como ama un niño a la hermana mayor que lo consiente.
El aire cambiaba cuanto más se acercaban a la ranchada. Hasta Finn podía sentirlo. La humedad vegetal se condensaba. Un hilo de luz foránea entraba por la hojarasca. Les tocaba las espaldas. A Poncio no le importaba, su espalda estaba curtida, era una corteza en bruto. A Finn le daba cosquillas. Por eso cabeceaba de vez en cuando y sonreía mientras se esforzaba por seguir al padre.
—¿De qué ríe? –Le preguntó molesto al niño.
—De nada. Tengo má’ hambre que antes.
Poncio dudó si debía alpargatearlo ahí mismo. “Me va’comer como desgraciao”. Una buena paliza antes de llegar para ver si le acomodaba la obediencia. Pero de seguro iba a gritar igual que gritaban los cerdos cuando los degüellan. Sabía que la aguda voz de Finn se podía escuchar a mucha distancia. Si Zurita escuchaba a Finn gritar y llorar, seguro le iba a hacer un escándalo. Incluso podía tomar al hermano y marcharse de la casa de la vieja solo por defenderlo del padre. Así que decidió ignorar al niño. Rumió: “cuando se vaya Zurita, le voy a sacar las gana e’joder”.
A unos cien metros del rancho, Poncio distinguió a Ramón y Ava/Eva, y a su lado, apenas separados por unos pasos, a Ladina y Oroño. Más atrás, sentada en su silla de mimbre, fumando su pipa, estaba su madre, Cándida. Los cinco miraban en dirección al círculo de árboles, donde lucía sus redondos y brillantes frutos, el mandarino solitario que allí había crecido.
El viejo cadáver fulguraba su perfección mortuoria. Pero solo Cándida lo podía ver con claridad. También lo hubiera visto Zurita, pero ella se encontraba en la cocina del rancho, algo lejos de la ventana en la que solía detenerse el muerto para asustarla.
Delante del dulce mandarino, un humeante mechón de pasto seco envolvía al muerto con un sutil tejido de pequeños gusanos. Eran azufrados, una cáscara cuasi metálica los envolvía y, aunque se los pisara con fuerza, incluso con furia, no se lo podía matar.
Cándida sabía que eso solo ocurría cuando se acercaba un sacrificio. El ocaso de la tarde auguraba un lúbrico zarpazo. Y el olor de la memoria de la menarca de Zurita se hacía tan intenso, que no había forma de que la vieja pudiera evitar el escozor que fluctuaba debajo de la piel de todo su arrugado cuerpo.
Muy cerca de ella, Ramón gesticulaba. Poncio, aunque no podía de manera alguna escuchar de qué hablaba, imaginó que estaría relatando hazañas que nunca había protagonizado, pero que vendía como si fueran propias. ¡Lo había escuchado fanfarronear tantas veces! Era una adicción a la figuración. Hay quienes son adictos a las drogas, como Ladina, al alcohol, como Artemio, y hay quienes son adictos a la figuración, como Ramón. Ava/Eva era adicta al dinero que imaginaba con el tamaño y la consistencia de una fálica hostia de madera morada.
Siendo Poncio un hombre limitado, con casi nulos estudios (no pasó del cuarto grado de la escuela primaria), no necesitaba que nadie le explique que aquellos relatos del militar no podían ser verdaderos. Si alguna duda tuvo por un momento, la despejó en aquella oportunidad cuando le preguntó si había estado en alguna guerra y Ramón le respondió: “no, ¿qué guerra?” Se convenció, entonces, de que el militar no era más que un charlatán.
Ava/Eva parecía escucharlo. No tenía otra posibilidad. ¿Lo escuchaba por respeto, por amor, porque le creía? ¿O sencillamente seguía la actuación así como él seguía la suya, cuando dejó de ser la concejala rubia botella calzón de lata y se transformó en una simple y amorosa funcionaria, católica, muy católica, devota de la Virgen de Caacupé, que recorría los pequeños y miserables pueblos llevando la imagen de la Virgen para consuelo de los pobres feligreses que esperaban hacía años un milagro que mejorara en algo sus vidas?
Ladina, en cambio, hablaba casi pegada al oído de su esposo. Cuanto más se acercaban Poncio y Finn, más teatral se volvía aquello. La única que permanecía quieta, sin participar de nada, fumando su pipa era Cándida.
Quien primero los vio llegar fue Ramón. No le gustó que Poncio apareciera esa noche por la ranchada. Sabía mejor que nadie que tres es multitud. Menos que viniera con el niño, que lo seguía como si no fuera más que un perro faldero. “Le falta ladrar”, dijo para sí Ramón, apenas lo vio correteando detrás del hombrón. Es que Finn solía entrometerse en todos los asuntos. No importaba de qué se trate, pero él podía escuchar lo que hablaban los adultos a escondidas en voz apenas audible. Y luego repetía lo que había escuchado. En más de una oportunidad, eso le había resultado en una brutal paliza. Pero no aprendía, podía oír hasta las voces de los muertos.
Sobre el niño, Ramón solía decirle a Ava/Eva “muy caprichoso”, y “maleducado”. Maleducado-maleducado-maleduco. Y aseguraba que él lo pondría en regla en un par de semanas. “Déjenmelo a mí, y lo enderezo como Dios manda”. Un par de semanas de correctivos.
—Pero esto no es el cuartel, amor. Acá las cosas las enderezan los padres a rebencazos. –Así respondía ella a sus recriminaciones.
Ramón disimularía su incomodidad. Sabía cómo aparentar una actitud amable, aunque sus sentimientos fueran todo lo contrario. Miró hacia adentro y habló en voz alta para Zurita.
—¡Pero qué visita tenemos! El niño Finn y su padre para compartir la cena. Padre y hermano para que la chica no se sienta mal acompañada.
Zurita se asomó a la puerta y se alegró de ver a Finn. Pero no pudo evitar reconocer, a lo lejos, al muerto aquel que merodeaba los ranchos. Envuelto en humo tumefacto, enhebrado de pequeños gusanos, le hablaba por los chancros que bordaban sus labios. Parecía decirle: “no soy responsable”. Se le veía salir de la cuenca de un ojo hasta el esófago, un ronquido de asno, palpando lo que venía y por lo que estaba ahí, al alcance de la vista. “No fue ese el arreglo”, perecía confesar a la niña. Ella no podía entender de qué le hablaba, pero él ya lo sabía todo. Los imponderables cambian el curso de los acontecimientos. Es que las cosas no siempre salen como se las supone.
Ramón, Ava/Eva, Ladina, Oroño se echaban funestamente miradas unos a los otros, interrogándose sobre la oportunidad de la venta. Y el viejo muerto desde la arboleda observaba la entrepierna de Zurita y sabía ingratísima la ocasión esa noche.
Poncio llegó y detrás de él, Finn. Cándida no esperó para reprocharle las presencias.
—¿Lo invitamo? –dijo con el peor tono. –Glisoría se lo había advertido.
—El niño quería visitarla, porque la estraña.
Finn sabía que mentía, pero no se atrevería a desdecir a su padre.
—¿Ese malcriado estraña? –Soltó una risita ácida–. Hay poyo y fideo –dijo–. El estofado lo hice con los dos coloraos que llegaron con la ponedora. Pa’ la visita, no pa’ustede. ¿No vio lo que trajo? –Señaló la Virgen sobre el bargueño–. Ustede nunca traen nada. Ni un poco de tabaco para esta pobre vieja.
Poncio, al ver la imagen de la Virgen, se santiguó. Finn la observó casi con indiferencia, solo pensaba en comer. El aroma del estofado de pollo no le dejaba pensar en otra cosa.
Ava/Eva se acercó al bargueño donde había quedado depositada la imagen de la Virgen. La acarició varias veces mientras murmuraba lo que parecía un rezo.
—Vamos a hacer un altarcito afuera –le explicó a Poncio–, bajo el alero, para que todos los vecinos puedan venir a venerar a la virgencita. En manos de Cándida, la Virgen va a lucir más hermosa que nunca. ¿No es así, abuela? ¿Quién mejor que usted para cuidar a la madre de Dios?
Cándida prefirió no responder, al cabo que ni le importaba la virgen esa ni lo que la mujer le decía. Ella tenía más respeto por el pomberito que por la imagen de yeso de una virgen. Además, en ese momento, no le preocupaba la modesta escultura aquella, solo pensaba en cómo mandar de vuelta al hijo y al nieto. No los quería ahí, compartiendo la mesa con los tíos. Había matado a los colorados porque la visita lo merecía, no Poncio y Finn. Pero Ramón, que adivinó el propósito de la vieja, le dijo: “donde comen dos, comen cuatro”. Un niño y un pajuerano podían ser mejor coartadas. Hábil, presentaba su generosidad como amor cristiano. Compartiendo una cena cristiana. Compartiendo el pan como las penas. Y aquello de “dejad que los niños vengan a mí”. Después de todo, ese era el asunto. “Dejad que las niñas vengan a mí”.
—Pongo la mesa, Cándida. –Ramón preguntó de dónde sacaba platos, cubiertos, vasos. Pasó por atento y comedido.
—Usté e’invitado. Quédese quieto. –La misma orden le dio a Ava/Eva–. La chica pone la mesa. Con un gesto le ordenó a Zurita ocuparse. La niña obedeció, adentro escapaba a la mirada del muerto que la noche ya envolvía en sus capítulos.
Todos los comensales se sentaron a la mesa. Por accidente, Zurita quedó frente a la ventana que daba a la pequeña llanura frente al rancho. A su derecha Poncio y a su izquierda Finn.
Por la ventana podía ver el mandarino. Verde, bajo la noche, sin luna, verde, que bajaba a ciegas por las ramas hasta la cáscara del tronco en línea recta, hasta la tierra negra, hasta la tierra, amargamente negra. Y un fruto nacía naranja, un incendio redondo, bajo la noche sin luna. Irradiaba, si no misericordia, calma, y la luz del fruto entraba por la ventana por la que miraba la niña conteniendo el aire en los pulmones. No había visto nada semejante hasta ese momento.
Todos comían. No hablaban, nadie pronunciaba una palabra. ¿No había nada que decir? El silencio se hizo a un lado cuando la luz del fruto entró a la casa y devoró la de una lámpara que colgaba del techo como una astilla blanca y se apoyó sobre la mesa, entre los platos, las botellas, y todos adquirieron en el rostro la noción de ese color naranja.
Poncio estuvo así de hablar, pero prefirió seguir callado, como hasta entonces. Estaba iluminado, muchísimo, tal vez más que los otros. Miraba a Zurita como por accidente. Pensaba para sí: “¿cuándo acabará esto?” Tocó a Finn para saber si seguía a su lado. ¡Ni una palabra! ¡Ni una!
A Finn no le importaban las palabras, menos la luz del mandarino, solo la comida. Si tuviera un espejo a su frente, se palparía el estómago. Siguió comiendo tentando la carne desintegrada del pollo.
Ava/Eva se balanceaba hacia atrás y hacia adelante y casi ni probó bocado. Luego, sin aviso, se tomó la cabeza con ambas manos. Parecía así, tocada por la luz del fruto, más lacia pero menos humana. Ramón, en cambio, como estaba arrinconado, era la sombra extraña de un retrato absurdo, soportando él solo la densidad de su esqueleto.
Flanqueando a Cándida, Ladina y Poncio comían de un pan horrendo. Cándida encendió su pipa. Echó un humo elástico y ceniciento por la boca. Aunque no podía ver al viejo muerto, lo intuía, imperturbable, entre la luz del fruto del mandarino, y el gusano que le pendía de la cuenca de un ojo, retorciéndose fatídico y sin alma. Si el viejo tuviera su lengua entera, lo lamería.
Alguien dijo: “llegó la hora”. Nadie preguntó de qué hora se trataba. ¡Tijeretic! ¡Tijeretac! La metaloide aguja de un reloj sonaba urgida. ¡Tijeretic! ¡Tijeretac!
La luz naranja se hizo más inmensa y el silencio se encogió hasta ser del tamaño de un pequeño caracol que, insignificante, reptó por la mesa, dejando una baba blanca delgada como la cuerda de un violín, por señal. Entonces se oyeron las voces de muchos niños.
—¡A comer mandarinas! –gritaban–. ¡A comer mandarinas! De todo el villorrio llegaban niños dispuestos a ir por los frutos del mandarino más dulce de todos. ¡A comer mandarinas!
Poncio le ordenó a Zurita ir por aquel fruto enorme, el que los iluminó durante la cena. Zurita movía negativamente la cabeza. No, no, no. Pero no salían palabras de su boca. Se puso de pie para ver dónde esperaba el viejo, pero no estaba donde siempre, agazapado, esperando lúbrico la lágrima cerosa del gusano de la cuenca del ojo.
Poncio le ordenó a Zurita ir por el fruto. ¡Vaya, carajo! ¡Ya es mujer, es hora de que vaya! Ladina tragó el último pedazo de pan de mugre y eructó una orden que la niña ignoró. Cándida sonrió, y humeantes bacterias salieron de su boca en un ronquido áspero.
—¡Vaya, m’hija! –gritó Poncio–. ¡No me-va-decir que le da miedo si ya es mujer!
No fue eso lo que obligó a Zurita a ponerse de pie y a encarar hacia la puerta. El mismo Poncio la tomó de un brazo y obligó a incorporarse. “¡Vaya, carajo!”, le gritó casi en la boca. Tal vez por eso, Finn gritó “¡Voy yo!” Y salió disparado a juntarse con la banda de niños que no dejaban de gritar “¡A comer mandarinas! ¡A comer mandarinas!”
La luz del árbol se fue apagando a medida que los niños llegaban hasta él, y, de repente, la noche sin luna se hizo patente. Oscuridad. Cielo cadavérico, untuoso. Una nube perjuraba su pureza. Había un olor oscuro, y el mandarino sacudía sus ramas como un relámpago. Algunos minutos después, los niños volvieron las bocas llenas del jugo y la pulpa dulce de las mandarinas.
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