Recordé tu tristeza, la inquietante sensación de no haber pertenecido a ningún lugar. Quisiste penetrarlo todo, con el camino de aflicción que fue tu mirada, con la cabeza agachada hacia el suelo del cual nacieron tus pesadumbres. Fueron idealismos de sombras pálidas a un paso de desaparecer. Y desaparecieron. Fueron los lamentos de tus ideologías, que marcaron holladuras en el sistema más abstruso de los desconsuelos.
Fue la primera vez que nos revolcamos sobre la grava. Mis largos besos anestesiaron tus peciolos cuando froté mi boca en el follaje que dejó la estela de tus nostalgias, cuando marqué mi rastro sobre las estribaciones de tus montañas, cuando frecuenté la humedad de tus cavernas, cuando recorrí tus valles con total melancolía, y convertiste a la tristeza a mis invocaciones; y no sin indolencia, atravesé los matorrales de tus espesuras, palmo a palmo, y dibujé el sendero de tu espalda como el cartógrafo que confeccionó un planisferio con su lengua. Propiciamos el milagro de la fotosíntesis al lanzar mi clorofila (como un pedernal sorprendiendo la yesca) sobre tus caedizas hojas, sobre el boscaje que soportó los terremotos: los remezones de nuestras placas tectónicas.
Cultivamos nuestras propias depresiones; yo añoso, tú senil, yo longevo, tú inmemorial. Recorrimos nuestros otoños con los temblores propios de quienes creyeron haberlo visto todo. Creímos haber dado pasos por terreno fértil. No obstante, la erosión en tus raíces no tuvo impacto en los estratos más cómodos, permitiendo que nos engarzáramos en nuestras neurastenias. No fueron los estigmas, ni las cuitas, ni los remordimientos los que nos unieron en la madurez, porque sintiéndonos sabios, empezamos a plantar añoranzas propias y a desenterrar aflicciones ajenas, a dejar las huellas de nuestros aforismos en los pavimentos más absurdos, y a sepultar los eslóganes que nos parecieron superfluos, como si hubiésemos sido dioses antediluvianos escupiendo el barro y creando la palabra, como si hubiésemos sido demiurgos sordos y mudos dándole vida a una arcilla sorda y muda.
Y sí fueron las penas, las soledades, las aflicciones, las que escindieron nuestra hojarasca, porque ya no estábamos cómodos en las evocaciones. Iniciamos la recapitulación de nuestros errores: reparar en nuestros errores fue nuestro mayor error, porque al fin comprendimos que éramos humanos. Yo me sepulté en la añoranza y la hipocondría. Y tú, agotada e insatisfecha, retornaste a lo profundo del subsuelo, al insondable hades, a tu aclamado inframundo. Me despedí de ti, finalmente. En cada ayer de dije adiós. Adiós. Te lo dije a ti, in memoriam.
OPINIONES Y COMENTARIOS