El verdugo – Prólogo

El verdugo – Prólogo

MarinaMartin2

07/02/2024

¿Cómo había acabado aquí?

Esa era la pregunta que llevaba resonando en mi cabeza casi cuatro meses. Cada día más fuerte. Martirizándome con mayor intensidad a cada minuto que pasaba. Y ahora me atormentaba más que nunca mientras observaba las puertas del juzgado.

Con solo veinticuatro años y un futuro prometedor, había tirado mi vida a la basura. Que imbécil había sido.

Lo peor de todo era que la pregunta tenía una respuesta muy sencilla: el amor. Eso era lo que me había llevado a tomar, hacía cuatro años, una decisión que me iba a cambiar la vida para siempre. Ojalá no lo hubiera hecho.

Pero ¿cómo no iba a hacerlo? Si lo hubiera dado todo por él. Le habría dicho que sí a cualquier locura que me hubiera propuesto con tal de seguir juntos. Y eso hice.

Una decisión sin importancia. Un juego de niños, eso era lo que iba a ser. Un maldito juego.

Jamás imaginé que aceptar las condiciones de un plan improvisado en el sofá de mi casa me iba a cambiar la vida de esa forma en tan poco tiempo.

-¡Cariño!¡Ven, corre! ¾me gritó nada más entrar por la puerta de casa, emocionado.

-¿Qué pasa? ¿Estás bien?

-¡Sí! Perdona, no quería asustarte. -Le vi aparecer por la puerta del salón. Llevaba la camisa que le había regalado hacía unos días por su cumpleaños. Le quedaba aún mejor puesta-. Te tengo que contar una cosa. He tenido la mejor idea de mi vida.

Pablo se acercó a mí y me dio un beso en los labios. Le brillaban los ojos. Le di un abrazo y asentí, esperando a que me lo contara.

-Esta mañana estaba en el trabajo, mirando al techo sin hacer nada interesante -comenzó, mientras se sentaba en el sofá y le quitaba el volumen al televisor- y se me ha ocurrido una forma perfecta para pagarnos el viaje a Punta Cana.

-¿Ganar el euro millón? -Le dije, vacilándole.

-Mejor. Laura, vamos a pegar el pelotazo de nuestra vida.

Pablo se levantó de un salto, nervioso.

-No sé cómo no se me ha podido ocurrir antes. Tú eres todo un cerebrito, y a mí se me dan bien los ordenadores. ¿Hay una combinación mejor? Vamos a trabajar juntos para crear nuestra propia máquina de hacer dinero.

-Me estás dando un miedo… ¿A dónde quieres llegar? -No sabía qué me estaba queriendo decir, pero por alguna razón estaba convencida de que no me iba a gustar.

-Una aplicación. Podemos crear un juego, un programa… algo que nos haga ganar dinero. Como los anuncios esos del juego de la ruleta que supuestamente ingresa automáticamente en tu cuenta todo lo que ganas en el juego. Pero, en nuestro caso, que parezca más real, y que requiera depositar primero algo de dinero.

Me quedé callada mirándole, incrédula.

-¡Es solo una idea! Para que entiendas a lo que me refiero, el diseño de la aplicación y su funcionamiento te los dejo a ti, por eso te necesito. Tú serás la cabeza pensante, y yo el ejecutor de la obra maestra.

-Espero haberte entendido mal. ¿Me estás diciendo que quieres estafar a la gente para hacernos ricos?

-¿Estafar? ¿Quién ha hablado de estafar? ¾Me miro, riéndose──. ¡No seas boba! No voy a hacer nada que sea ilegal. Serán sumas mínimas de dinero, casi insignificantes, y luego se las devolveremos. Cuando hayamos creado nuestro propio colchón.

-No sé, Pablo… creo que tenemos que darle una vuelta.

-No te preocupes. Yo pienso una idea más sólida y ya desde ahí trabajamos juntos. ¡Pero vete pensando el discurso de presentación! Tú tienes don de gentes y yo soy informático. Es mejor que seas la cara visible y yo me quede detrás de los ordenadores, donde pertenezco.

Sonreí, recelosa, y Pablo se acercó a mí, dándome un beso en la frente.

-Va a salir genial cariño, ya lo verás. Vamos a llegar muy lejos.

Reuniendo el poco valor y las escasas fuerzas que conservaba a esas alturas, abrí las puertas y entré en la sala en la que se realizaría el juicio. Sabía que no iba a ser agradable, pero no me imaginaba algo tan abrumador.

Un silencio sepulcral inundó la sala en cuanto puse un pie en ella. Me sentí la peor persona del mundo. Quizá lo era.

Avancé lentamente con la cabeza agachada, no me sentía capaz de mirar a nadie a los ojos. Levanté un segundo la mirada y le vi. Ahí estaba él. En el pasillo contiguo al mío, mirando al frente con el rostro muy serio. Entonces mi cabeza me ordenó seguir mirando al frente. No iba a dejar que me viera hundida, al menos no hasta que se dictara sentencia. Hasta que hubiera conseguido su objetivo. Pasé a su lado sin quitarle los ojos de encima y me senté en mi silla.

No se podía decir lo mismo de él. No fue capaz de mirarme, no tuvo el valor de hacerlo. Yo tampoco podría mirar a los ojos a una persona después de arruinarle la vida.

Notaba cientos de ojos clavados en mi nuca. Para ser exactos, los de las trescientas setenta y cuatro personas que testificarían en mi contra en los próximos siete días. Mi abogado ya me había avisado de que no había faltado ninguno, ni si quiera los que no testificaban hasta dentro de seis días. Y es que, ¿quién querría perderse un solo segundo del juicio que les iba a devolver los diez mil euros que les habían robado?

Tres millones ochocientos mil euros. Eso era lo que había costado nuestro pelotazo. Ese era el precio de mi condena. Una vez más la pregunta resonó en mi cabeza: ¿cómo coño has dejado que esto llegara tan lejos?

Me encantaría haber podido explicárselo a todos. Decirles que estaba atrapada, gritarles que lo sentía. Que a mí también me habían engañado, que yo no era el verdugo. Que era solo una víctima más.

Quizá la mayor de todas. Al fin y al cabo, yo era la única persona en toda esa sala que estaba a punto de pasar el resto de su vida entre rejas.

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