El archivo del cementerio – Sombras del pasado

El archivo del cementerio – Sombras del pasado

Claudio E. Vives

29/12/2024

Sombras del pasado

    Y en la oscuridad, oyó el ruido de las perforaciones de las hordas de termitas y otros insectos que venían por él.

Llegaron en un auto negro de vidrios polarizados. El número de la matrícula daba cuenta de un vehículo recién salido de fábrica. Se estacionaron como lo indicaban las líneas blancas trazadas en el pavimento: en ángulo de cuarenta y cinco grados.

Primero bajó el chófer, el cual con tan sólo la mirada obligó a retirarse al ocasional acomodador de autos que se acercó en busca de hacerse unos pesos. Luego descendió, desde el asiento del acompañante del conductor, un individuo de un talle importante, con una amplia espalda y de cuello grueso como el de un toro, que parecía poder cargar sobre él, si quisiera, el flamante coche sobre los hombros. Portaba anteojos oscuros y un corte de pelo prolijo, tipo mohicano. La quijada prominente, con un hoyuelo en el mentón, y las facciones en ángulo cortante le daban un aire de mayor dureza. Ambos iban trajeados de negro, contrastando con la claridad del día.

A continuación, el chofer abrió la puerta trasera del automóvil, mientras el otro observaba los alrededores como buscando a quién impresionar con su superioridad física.

Un tercer individuo de contextura y altura media, que tendría unos treinta años, bajó del coche. Avanzó unos pasos y se detuvo. Miró con cierto desdén las columnas del edificio, recorriéndolas con la vista desde el capitel al umbral. No llevaba anteojos y vestía, al igual que sus acompañantes, un impecable traje de color oscuro, el cual le calzaba en forma perfecta. Su corte de cabello, el prolijo peinado engominado y la cara recién rasurada hacían ver a los otros dos como desaliñados.

Se acomodó el cuello de la camisa, bajó la vista, estiró las mangas y, dirigiéndose al segundo que salió del vehículo, ordenó:

—Entremos y terminemos con esto.

Los dos ingresaron entre medio de las columnas y luego doblaron hacia la derecha, dirigiéndose hacia el otro extremo de la edificación. Subieron por una escalinata a una amplia galería, que se elevaba a algo más de un metro y medio del suelo, cuya fachada y balaustrada se encontraban ennegrecidas y salpicadas de musgo. Accedieron a un vestíbulo y ubicaron las escaleras que llevaban al primer piso del cementerio: la primera escala.

Al subir localizaron la oficina del archivo. La puerta estaba abierta y en la mitad del marco colgaba una tabla de madera a modo de estante, sostenida por bisagras y dos finas cadenas a cada lado. Delante, una persona estaba siendo atendida y otras dos formaban fila. El guardaespaldas permaneció cerca de la escalera y el otro se colocó en la fila, apoyó una de las manos sobre la otra a la altura del vientre en forma cruzada y, con gesto firme y adusto, vista al frente, se dispuso a aguardar su turno.

—¡Qué desgracia! Pobre Josefina, yo le dije que no tenía que mirar los mensajes del celular cuando manejaba. ¡Qué tragedia! —manifestó, dándose vuelta la anciana delante de él.

—¡Si usted viera cómo quedó el auto! —agregó.

Este, imperturbable, sólo desvió en forma breve los ojos para echar una vidriosa y furtiva mirada a la mujer, sin perder en ningún momento la rigidez de la postura.

—Dicen que las ambulancias tardaron mucho en llegar, pero no sé. ¿Qué podrían haber hecho? ¡Fue un choque tremendo! —expresó tapándose el rostro con una de las manos. El hombre permaneció impasible.

—Me enteré por el noticiero. ¡Imagínese cuando escuché su nombre, aún no lo puedo creer! —agregó entre sollozos, elevando y agudizando la voz—. Se distrajo con el celular en pleno centro y se fue encima de un colectivo. El colectivero quiso esquivarla, pero no pudo. Chocaron y terminaron atropellando a las personas que estaban en la vereda. Murieron cinco personas, además de ella. ¡Por Dios, quién lo creería! Hacía unos días habíamos estado juntas en casa, antes de que me fuera a Rosario a visitar a mi hermana.

El sujeto entrecerró y desvió durante tan sólo un segundo los ojos para mirar a la anciana, y de inmediato volvió la vista al frente.

La mujer, Herminia, había perdido a su mejor amiga. Ella era viuda y madre de un único hijo que se había mudado junto a la familia a San Martín de los Andes, buscando un tipo de vida más apacible.

—¿Y ahora qué hago yo en esta ciudad? ¡Sin mi hijo, sin mis nietos, sin Josefina! ¿Dígame usted? —Y, entonces, Herminia buscó consuelo apoyando la mano en el brazo equivocado; el semblante del hombre cambió a una pétrea mueca gargolesca.

—No me vuelva a tocar —dijo en tono suave y amenazante, remarcando cada una de las palabras—, y cierre de una vez su maldita boca —agregó clavándole la mirada.

Herminia quedó perpleja; la sorpresa y el espanto le trastocaron el rostro, más que por las palabras, por el tono: como si esa voz hubiese brotado de una cripta que se abría.

—¿Cómo me dice eso? —alcanzó a murmurar.

—Su amiga, como usted la llama, era una maldita asesina —acotó escupiendo cada palabra, sin apartar los ojos de los de Herminia—. Fue una suerte para ella que haya fallecido; mejor así, de haber sobrevivido la hubiese despellejado de todo lo que poseía al haber matado a uno de los nuestros: somos como una hermandad en el estudio. ¿Sabía que «su amiga» manejaba con el seguro vencido? Es una pena; no hubiese tardado mucho en pudrirse entre vendajes, cuentas del hospital y las demandas del juicio. Casi estoy tentado a decir que la muerte de Ismael no es lo que más me disgusta, sino que la cretina no me haya dado la oportunidad de hacer del resto de su miserable vida un infierno, que es donde debe estar ahora.

Herminia no pudo contenerse e irrumpió en llanto. El abogado, Omar, echó un vistazo alrededor y sintió sobre él las miradas de los demás. Todos permanecían inmóviles y lo único que interrumpía el silencio era el llanto y los ruidos del exterior.

Entonces, reaccionó, se acercó a la anciana y, dándole un fuerte abrazo, le apoyó el pecho en la cara y le dijo:

—¡Ya, ya, no llore! Tiene mucho por lo que seguir —y a continuación bajó la cabeza y le susurró en el oído:

—Cuidado con lo que vaya a decir, porque si no es aquí, ahora, lo será en otro momento, en otro lugar cuando menos lo espere—. Y le dio un suave y ominoso beso en la frente.

Herminia sintió el sello de la parca en ese gesto. Salió de la fila con la cara desencajada, sin esperar su turno, y se escabulló lo más rápido que sus años le permitían, pasando junto al guardaespaldas, que había observado la escena.

Superado el percance, todos volvieron a sus asuntos y al fin llegó el turno de Omar.

La archivista, una mujer en sus treinta, vestida con ropa casual y de escaso maquillaje, había oído el llanto de la anciana y visto de reojo el abrazo de aquel hombre. Se preguntó si tendría algo que ver con la ida de la mujer sin esperar a ser atendida.

—Necesito saber dónde están los restos de Ismael Daguerro —dijo Omar, con el tono propio de aquellos acostumbrados a exigir sin preocuparse por los modales.

—¡Buenos días!, ante todo. ¿Tiene el número de documento y la fecha de fallecimiento del difunto? —preguntó ella sin dejarse intimidar.

Él sonrió levemente, exhaló un poco de aire y respondió:

—¿Alguien vendría a este espantoso lugar sin los datos necesarios? No me lo imagino.

—No sé con qué idea vino acá. Este es un sitio para recordar y visitar a aquellos que formaban parte de nuestra vida y que ya no están con nosotros. Para honrarlos.

—Si usted lo dice —respondió, mirándola de reojo, sin perder la perfidia de la sonrisa.

—¿Tiene o no los datos?

—Acá están —dijo sacando un papel de uno de los bolsillos del saco y acercándolo a la mano de la empleada y, cuando ella se dispuso a agarrarlo, lo dejó caer al piso.

—¡Ups! Disculpe, se me cayó —expresó con sorna.

—Descuide, lo disculpo. Ahora levántelo —replicó la oficinista con mordacidad.

—No creo que pueda: cayó de su lado. Para tomarlo tendría que ingresar a la oficina y eso está prohibido de acuerdo a este letrero —dijo señalando uno escrito a lápiz, pegado sobre la pared, que decía: «No se permite el ingreso a la oficina de toda persona ajena al personal».

—No me parece que eso sea un impedimento. Se me hace que está acostumbrado a no respetar ni reglas ni leyes.

—Se equivoca, como dice el dicho: «Dentro de la ley, todo; fuera de la ley, nada». Ahora, levante el papel y haga su trabajo como debe ser —le recomendó con el tono que un profesor le da una orden a un alumno.

La empleada lo miró con el ceño fruncido.

—No sé quién se cree que es para venir acá a darse importancia, pero si fuera tan importante como quiere aparentar, ¿por qué no envió a otro o no averiguó por teléfono lo que necesita saber?

—Ese no es asunto suyo, pero ya que le interesa, le diré. Se me hace que será divertido y quizás hasta didáctico.

»Como dijo, es cierto; podría haber enviado a alguien que viniera en mi lugar a esta andrajosa oficina o haber llamado por teléfono. Pero hoy me levanté de buen humor y me dije: ya que de todos modos tengo que ir, ¿por qué no averiguar por mí mismo lo que necesito saber? De paso, veo en persona algo que hace mucho no observo: el aspecto de alguien que vive atado a un trabajo mediocre, sin posibilidad de progreso y deseando día a día no otra cosa más que llegue la hora de salida para regresar a casa. Y en su caso, adivino, perderse entre programas de chimentos, telenovelas baratas, comiendo comida chatarra pedida a domicilio.

»Debería añadir también, de seguro, un marido aburrido ahogado en cerveza y partidos de fútbol, sin atender sus necesidades de mujer. Allí, varado como un cetáceo, frente al televisor, con los pies sobre una mesita ratona. El que de continuo se recrimina: «¿Por qué arruiné mi vida de esta manera con lo bien que la pasaba de soltero?». En tanto, el bebé con el que ha sido bendecida la familia no para de llorar en la cuna. No porque tenga los pañales mojados o llenos de excrementos, que sí los tiene, sino por el hogar y la madre que le ha tocado en suerte —finalizó con un dejo de voz suave, dibujando una expresión de malévola satisfacción en la cara.

—¡Imbécil! —bramó ella.

—¡Mmmh! —expresó él inclinando la cabeza y elevando los ojos—, esa es tan sólo su opinión. Pero sepa que con las llamadas adecuadas podría hacer que la trasladen hacia un lugar peor que este, aunque eso sea difícil de imaginar —agregó girando la cabeza en derredor, frunciendo levemente la nariz—. ¡No! ¡Espere! Podría limpiar los baños. ¡Sí, sí, sí!, ahí buscaría otra clase de muertos. ¡Ja! ¡Apostaría a que a esos mojones no los tienen registrados en el archivo! «¿A quién busca, señor?». «Al mojón de consistencia dura, el que tenía cara de recepcionista de cementerio en un mal día. A ese, ¿en qué inodoro lo sepultaron?» ¡Ja, ja, ja! —expresó soltando una histérica y desenfrenada carcajada.

Un hombre de mediana edad, de contextura baja y delgada, que formaba fila, escuchó toda la conversación y contrajo el entrecejo. Miró al gigante al borde de la escalera, trajeado de manera similar a quien había hablado. Volvió la vista al frente y permaneció en silencio.

La empleada contuvo los deseos de gritar y de echarlo del lugar. Esa risa chirriante, salvaje y descontrolada le había producido escalofríos y no dejaba de pensar que podía haber algo de verdad en lo que decía. No para trasladarla a limpiar baños, eso no; aunque sí para perjudicarla de algún modo.

Meditó un momento. Como en ocasiones anteriores, sabía qué hacer: esta vez sin tener dudas. Después de todo, no era ella la que decidía lo que iba a pasar. Se tragó su orgullo y, conteniéndose, levantó el papel, le echó una mirada rápida y se dirigió hacia uno de los archiveros de metal. En tanto, Omar se secaba las últimas lágrimas mientras se extinguían los ecos de su risa.

Ella abrió el fichero, el cual crujió de un modo extraño, como si se corriera la tapa de losa de un sarcófago y, previa búsqueda, extrajo una ficha. Tomó un lápiz y un papel de una pequeña mesa que hacía las veces de escritorio de trabajo, anotó los datos, volvió al mostrador y le alcanzó la ficha al abogado, no la copia, al tiempo que con voz seca dijo:

—Tome.

—Vio que era fácil. Es siempre un placer ver cuando la gente testaruda entra en razones —puntualizó mirándola con la cabeza en alto y los ojos hacia abajo.

A continuación echó un vistazo al papel y leyó:

—Pabellón de las ánimas perdidas, sector 3, sepultura g1. ¿Y eso dónde queda? ¿O espera que ande vagando por todo el cementerio?

—En el anexo noroeste.

—¿Y eso es en…?

—Del lado de la 137, entre la 72 y 73.

—Gracias. Es un gusto ver también que ha aprendido respeto.

La empleada se quedó mirándolo mientras él se alejaba y no pudo evitar sonreír.

Al llegar donde se encontraba su custodio, Omar dijo:

—Vamos, ya tengo la ubicación.

Al bajar, su acompañante preguntó:

—¿Qué fue lo que sucedió con la anciana?

Pareció una pregunta fuera de lugar, dado de quien provenía; pero lejos de molestarse, Omar hizo una mueca con los labios, las aletas de la nariz se le inflaron, inclinó la cabeza, produjo un chasquido con la boca y, haciendo un alto en el descanso de la escalera, soltó:

—No fue nada, ya se le pasará en unos días y si no es así, de todos modos, no creo que le quede mucho de vida como para recordarlo.

—Su padre no aprobaría tal comportamiento a la vista de los demás.

Y eso sí lo sacó de quicio.

—¡No metas al viejo en esto! —vociferó, girando de manera airada hacia él y alzándole el dedo índice frente a la cara.

Lejos de amedrentarse, el guardaespaldas, desde detrás de los anteojos, lo miró desde su altura sin despegar la vista de él, impávido, inflándose, incrementando su tamaño como un globo. Inclinó el cuello, colocando la cara próxima a la de él, casi pegada una a la otra.

Omar sonrió, tragó saliva y esquivó la mirada que adivinaba detrás de esos lentes oscuros.

—Pero no vamos a pelearnos por una miserable vieja, ¿no? Eso no nos conviene a ninguno de los dos. —Y no queriendo darle más importancia al entredicho, acotó:

—Bajemos y terminemos rápido con todo este asunto para poder largarnos de este maldito lugar.

El gigante bajó la guardia y ambos descendieron por la escalera.

Una vez en planta baja, el «presunto jefe» ordenó:

—Esperá acá.

—¿Está seguro?

—Sí, el lugar está repleto de viejos y mujeres histéricas. ¿Qué puede pasar? ¿Que uno de ellos me empiece a hablar sin parar? Además, quiero hacerlo a mi modo. Sólo debo mandar una captura de video.

Tras lo cual echó a andar hacia la dirección indicada.

En el camino comenzaron a erguirse ante él los añosos muros enfermizos de las fachadas de los mausoleos, tapizados con la humedad y suciedad de las lluvias. El paso del tiempo se había ensañado y derruido todo metal expuesto a los elementos. Algunos vidrios lucían resquebrajados, otros, rotos; algo los había golpeado. El polvo, libre de obstáculos, había hallado descanso sobre los féretros. Las puertas semiabiertas, descuidadas, invitaban a los muertos a abandonar el ostracismo y levantarse para conseguir un sitio más digno donde reposar los huesos; quizás, en cónclave silencioso, esperarían a la noche para escapar todos juntos.

Y cuando salió de ese laberinto, donde el eco de sus pisadas rebotaba en los muros gangrenosos que lo escrutaban en el avance, una profusión de cruces que brotaban en la tierra a manera de hongos irrumpió en el paisaje. Unas, morbosamente inclinadas, como si una fuerza subterránea las hubiese empujado desde abajo intentando alcanzar la superficie. Otras, rectas y altivas, enterradas con firmeza, como sellando una salida.

El hedor de las flores marchitas y el agua estancada le fueron creando una vaga sensación de que ese aroma estaba contaminado por los olores de la porosa tierra surcada por lombrices y gusanos que convertían en humus a los cuerpos que se ocultaban a la vista. Su náusea aumentó cuando imaginó percibir en la boca el sabor de la fetidez de esa carne. No pudo evitar arquearse en repulsión. Extrajo del bolsillo interior del saco un pañuelo con el cual se cubrió la nariz y la boca. Cerró los ojos y dio un paso hacia el costado sin darse cuenta de que estaba cerca de una fosa; los abrió a tiempo para no caer en ella. Dobló hacia atrás el cuerpo; hizo aspas con los brazos en reversa, buscando equilibrio; dio un paso en retroceso; y se irguió por completo. Se inclinó, miró el fondo e hizo un cálculo de la profundidad; no le parecía que hubiese siquiera un metro. A lo sumo esa profundidad, pero no más. Alzó la vista y vio a poca distancia otras dos con idénticas medidas.

«Lo único que me faltaría sería caer en una. El viejo se pasó de la raya enviándome a este basural», pensó.

Su padre lo había obligado a ir a presentar sus respetos al difunto, ya que al momento de la muerte, Omar se encontraba de viaje en el exterior. La tarea de los custodios consistía en asegurarse de que fuera hasta el cementerio.

Continuó la marcha y, próximo a la 137, divisó una bóveda. A unos dos metros de ella se erguía un cartel. Lo leyó; no era el pabellón que buscaba. Divisó otro y otro más sin resultado. Así estuvo vagando por un rato con la lectura de cuanto cartel observaba. La paciencia se le agotaba y, creyendo que todo se trataba de un desquite de la oficinista, maldijo y dio media vuelta para retornar al archivo por revancha.

Había dado sólo unos pasos cuando se topó con un viejo. Uno que parecía escapado de una fosa sin vigilancia, que lucía una desprolija barba canosa; cabello escaso, desgreñado, largo y tan delgado como la profusa pelusa que le asomaba del interior del oído, similar a los filamentos de una tela de araña. Lo asqueó el pensamiento de una asomándose desde allí.

El aspecto de la ropa no le iba en zaga al de la apariencia. El viejo vestía una camisa y un pantalón de un gris tan gastado como las lápidas más antiguas del lugar. Las zapatillas, manchadas de tierra, invitaban a pensar en alguien que gastaba los días cavando hoyos. De seguro un sepulturero o personal de mantenimiento, dedujo.

—¡Ey!, usted, ahí. ¿Existe el pabellón de las ánimas perdidas?, ¿o es sólo una idiotez de la cretina del archivo?

El sujeto alzó la cabeza y contestó:

—¿Cómo dice?

—Lo que ha oído, si es que usted no es uno de los difuntos que busca escapar de este lugar apestoso. —Tras lo cual se acercó al viejo y entonces notó que olía como si llevara el sudor de todos sus años de trabajo encima. Para peor, una mosca le revoloteaba en derredor.

—¡Puaj! ¿No les exigen bañarse acá? —expresó tapándose la nariz con una mano y aleteando la otra frente al hombre.

Estiró el brazo libre y agitó el papel delante de los ojos del anciano. La mosca viró ante la amenaza de esa mano.

—¿Dónde está esto?

El viejo miró con aire confundido y dijo:

—Permítame. —Agarró el pedazo de papel, se puso a la luz del sol para poder visualizarlo con más nitidez, entrecerró los ojos y tras unos instantes dijo:

—Aguarde un segundo, estoy sin los anteojos y no veo nada.

Se palpó la camisa, los pantalones, pensó un momento y exclamó:

—Parece que me los olvidé en la casilla del vestuario, está del otro lado del cementerio. Si quiere puede acompañarme para ir a buscarlos.

—Olvídese, sólo quiero saber una cosa. ¿EL PABELLÓN DE LAS ÁNIMAS PERDIDAS, DÓNDE ESTÁ? —vociferó agresivamente en la oreja del anciano. La mosca volvió a alejarse.

—¡Ah!, sí, sí —contestó sin inmutarse. Movió con lentitud la cabeza mirando los alrededores, levantó el brazo derecho e indicó:

—Está por detrás de ese mausoleo, la angosta vereda contra la pared, detrás del fresno.

Omar le arrebató el papel de las manos en forma violenta y dijo:

—No espere que le dé las gracias con la manera en que huele. ¿Se está descomponiendo antes de tiempo? —se tapó la boca con la mano a la vez que se tomaba la nariz con el pulgar y el índice, y agregó:

—Si fuera por mí, lo obligaría a que le den una ducha de agua fría para que no se le olvide asearse.

—Hago lo que puedo —expresó en voz baja, compungido, mientras lo observaba marcharse hacia el sitio, y cuando vio que se perdía por la vereda indicada, volviendo a sus tareas, completó:

—Lo cual es más de lo que usted podrá hacer.

La mosca interrumpió el vuelo y se posó sobre el lóbulo de una de las orejas del viejo; dio unos cosquillosos pasos rozando parte de la pelusa del oído y, entonces, dos extremidades, dos anzuelos negros, brotaron con celeridad del canal auditivo, atrapándola y llevándosela adentro.

Omar ingresó al pasillo y caminó hasta el otro extremo, al fin de la bóveda, donde una alta reja comunicaba con otro sector del cementerio. 

—¿Y esto para qué está acá? ¿Para que no se escapen los muertos? —expresó a modo de burla.

Tuvo que accionar varias veces el picaporte para poder destrabar el pestillo, ya que estaba algo oxidado y duro y no terminaba de salir del encaje de la viga amurada a la pared. Al hacerlo, la reja se abrió de golpe, vibrando y produciendo un ruidoso sonido metálico. Traspasó la entrada y dio unos pasos. Un viento frío y repentino le golpeó la nuca y, al mismo instante, la reja resonó con un gran estrépito. Giró el torso ante la sorpresa y al confirmar que fue la ráfaga la que la había cerrado, continuó su camino.

Dio unos pasos, vio un cartel. Se acercó con la mirada en alto como si temiera que se esfumara al sacarle la vista. Tropezó con unas palas tiradas en el suelo que le hicieron perder la estabilidad, aunque sin llegar a caer. Maldijo su suerte, al viejo, a la recepcionista y a todo aquel que tuviera que ver con la visita. Llegó hasta el letrero y leyó: «Pabellón de las ánimas perdidas».

—Al fin, ¿quién iba a decir que el viejo, después de todo, servía para algo?

Miró el papel y tomó por un sendero, siguiendo el orden alfabético en el que estaban dispuestas las tumbas y, finalmente, la encontró.

—¡Conque acá estás! ¡El orgullo de papá!, como si fueras su hijo: pedazo de mierda.

»Ya no más cuchicheos, no más hablar a mis espaldas. ¿Pensaste que no veía las miradas de reojo cuando charlabas con el viejo?

»Siempre comiéndome la cabeza con tus conspiraciones, buscando cualquier mal paso que pudiera dar para cagarme. Sí, pero “eso” ya es cosa del pasado. Por fin puedo poner la cabeza en algo más productivo y enfocarme en lo que me interesa.

Se puso en cuclillas, miró la tumba y continuó hablando:

—Si hubieses visto lo que ocurrió hace un momento. Me divertí un poco al defenderte ante esa vieja, simulando que éramos una hermandad. ¡Ja! ¡Qué estupidez!

»Pero no puedo tampoco ser tan desagradecido. Me diste un regalo que no esperaba; lo mejor que hiciste en tu vida: morirte. No tenés idea de cómo odiaba la manera condescendiente con que el viejo te trataba. Encima me pone a sus dos gorilas para asegurarse de que viniera hasta acá. Ya le deben haber pasado el parte. Igual le tengo que mandar un video, así va a estar seguro y me va a dejar en paz.

Tomó el celular y grabó la escena, cuidando que aparecieran su rostro y la lápida con el nombre de Ismael. Sin embargo, no logró enviarlo.

—Parece que este lugar de mierda no tiene señal. Ya va a salir cuando me vaya de esta inmundicia arcaica.

Se quedó allí un rato observando la lápida, los pulgares introducidos en los bolsillos, los brazos en jarra, con una mueca en los labios y las cejas hacia abajo.

—Es una lástima haber ido al mismo secundario y que no estuviéramos en la misma aula. Hubiese sido una buena chance de pararte el carro y disciplinarte desde temprano; pero no, el señorito tenía que ir un año por delante de mí. Si no, hubiera hecho lo que con otros.

»Me acuerdo de Baby Face: petiso, engominado y de anteojos con culo de botella. Con Ernesto y Fabián lo vimos venir por el pasillo en el recreo, tiramos un par de billetes en el suelo y nos hicimos los boludos. En cuanto los vio y se agachó para levantarlos, le aplicamos el elevador: tres soberbias patadas al unísono. ¡Ja, ja, ja! ¡Clásico!, no sé cómo habrá hecho después para sentarse en el aula.

»Y la otra. ¡Ja! Con la hermana de Fabián. No me acuerdo cómo se llamaba, pero sí que estudiaba repostería y tenía un molde para hacer bombones. Se confió cuando Fabián le pidió que le hiciera algunos para repartir y promocionar en el colegio. Por supuesto, él le agregó laxante para hacerlo más interesante. Todavía recuerdo las caras de Bosio y Mondino haciendo fuerza, aguantando para no cagarse encima: nos meábamos de la risa. Entonces, casi al mismo instante, retorciéndose, salieron corriendo de la clase para ir al baño. ¡Ja!, ahora que lo pienso: «el bombón asesino».

»¡Uh!, la del tacho. Ya nos íbamos a casa; el profesor se había retirado. Con Ernesto agarramos el tacho de los papeles y, por debajo del pupitre y con mucho disimulo, mientras uno de nosotros hacía de bocina, orinamos dentro y luego lo volvimos a su sitio. Cuando salíamos del aula, nos pusimos por delante del opa Gutiérrez y nos dimos la vuelta para pedirle cambio para comprar fasos. ¿Qué hacía ese imbécil con una billetera? En cuanto la sacó, se la agarramos y la tiramos adentro del tacho. Hubieses visto cuando metió la mano para sacarla. ¡La cara de infeliz que puso el idiota! Casi se pone a llorar la mariquita; pero se cuidó de no decir nada: llegaba a acusarnos y lo reventábamos.

»¡Qué época, por Dios! —Entonces, abrió los ojos de manera desmesurada, dibujando una amplia sonrisa en la cara.

—No sabés lo que se me acaba de ocurrir.

Miró los alrededores; la soledad era absoluta.

—Ahora el placer, para que te pudras mejor —dicho lo cual se bajó el cierre del pantalón, tomó su miembro y regó de orín la superficie de la tumba.

—Tomá, te presento mis respetos, ¡ja, ja! , me meo de la risa, ¡ja, ja, ja! Con qué gusto te hubiese meado la cara en el velorio, así te llevabas ese «húmedo» último recuerdo. ¡Qué satisfacción me hubiera dado! Claro, de haber sido a cajón abierto y sin nadie mirando.

Meditó esas palabras unos instantes y se le cruzó una peor ocurrencia. Por lo que había visto y haciendo cálculos, conjeturó que la tapa del ataúd se encontraría a medio metro bajo el suelo; no era mucho. Se agachó y tomó un poco de tierra. Esta se escurría floja, desgranulándose con facilidad entre sus dedos como una gruesa lluvia negra: aún estaba blanda.

Miró otra vez en derredor; sólo lápidas, nadie a la vista. Si alguien venía, lo sabría por el ruido que producía la reja al abrirse. Además, la tumba quedaba oculta de la vista por un frondoso árbol.

Se dirigió hacia las palas, agarró una, regresó y dijo:

—¿Por qué no ahora? —Se quitó el saco, lo colgó de la lápida y, sin pensarlo más, comenzó a cavar con rapidez. A medida que iba acercándose, el rostro se le iba transformando, como si fuera un niño excavando por un tesoro.

Desenterraría, mayormente, la parte donde estaba la cabeza. Recordaba de algún lado, quizás una conversación, una lectura, un programa televisivo. ¿De dónde carajo había sido? Daba lo mismo, no era tan importante; lo relevante era la diferencia entre un féretro y un ataúd. Si el cajón era un féretro, tenía dos tapas aseguradas con pestillos y ganchos, los que destrabaría y, si además había tornillos, los rompería con la pala. Si era un ataúd, entonces tendría una sola tapa, por lo que haría un agujero en la madera destrozándola a fuerza de palazos. Lo fundamental era dejar la cara del infeliz al descubierto para poder orinarla a gusto.

Recordó cada una de las veces que su padre lo humilló frente a Ismael, poniéndolo de ejemplo de cómo debía proceder.

—¡Claro!, siempre el equivocado era yo y el señor, el ejemplo a seguir. Seguí comiéndome la cabeza, maldita basura.

Dio una palada, descargando todo el resentimiento acumulado en años; cada mal recuerdo lo envalentonaba para continuar.

—Seguramente te acordarás del caso Gancedo ¡Por supuesto!, ¡cómo lo vas a olvidar!. Te estuve hablando de eso por semanas, hasta te mencioné la estrategia que iba a seguir para que aprendieras un poco, pero ¿a quién le dio el caso el viejo?: ¿a mí? No, te lo dio a vos y no comentaste nada de lo que te conté y cuánto lo quería. Sólo le dijiste al viejo con orgullo: «No lo defraudaré». ¿Y qué dijo el viejo? «Ya lo sé, por eso te lo confío». ¿Qué mierda quiso decir?, ¿que yo, sí?

Hizo volar otro montón de tierra por los aires mientras su ánimo se exacerbaba.

—Pero este estúpido, al que envidiabas y al que querías arruinar, está acá: vivo, cavando, ensuciándose, y el pelotudo que está debajo de mí, ¿cómo está? Bien muerto, por suerte. ¡Ah, la divina providencia!, tardó en llegar, pero llegó —exclamó con una sonrisa que hubiese desagradado al mismo diablo.

—Sí, ya no vas a poder joderme ni estar más en mi cabeza. —Y continuó paleando.

—Fue una suerte que no estuviera en tu entierro. No sé cómo hubiese hecho para disimular tanta felicidad.

Finalmente, la pala tropezó con la madera.

—Al fin —dijo, extenuado. Se sentó jadeando al borde del hoyo unos segundos para reponer aire. La tarde había caído; las primeras sombras de la oscuridad se proyectaban en forma de espectros entre los árboles.

Se paró y retiró el resto de tierra que quedaba por encima de la tapa del cajón. Lo escudriñó: era un féretro de dos tapas sin tornillos. La suerte se había puesto de su lado. Hasta parecía que alguien había dejado las palas olvidadas allí a propósito. Se paró sobre la tierra que tapaba la parte del cajón que daba a las piernas del cadáver; el pulso se le aceleró.

—¡Ah!, pero primero a protegerme. No voy a ser tan estúpido. Aparte, lo que busco no es vomitarte. Bueno, por ahí, sí; como cereza del postre —dicho lo cual, extrajo dos pañuelos del saco y se los colocó alrededor de la nariz y de la boca, atándolos por detrás de la nuca.

Respiró profundo en intervalos breves. Sus pupilas, dilatadas, parecían a punto de estallar. Se arrodilló, destrabó los ganchos y pestillos de la tapa y, tomándola desde el costado, hizo una pausa. Luego, en un rápido movimiento de manos, la abrió con un fuerte grito:

—¡Aaahhh! —Y quedó tan mudo como el lugar, confundido por lo que vio dentro.

—¿Qué…? —No había nada allí, ningún cuerpo. Ni siquiera un pelo de Ismael. Se sacó los pañuelos y los arrojó con violencia contra el fondo del cajón.

—¡Ese hijo de puta, fingió su muerte! No puede ser, qué pedazo de basura, pero ¿por qué? —dudó sólo un instante—. ¡La sucesión de los Rivero Alcorta; falsificó los documentos y escapó con la plata! Este desgraciado debe estar riéndose de nosotros en un paraíso fiscal. Pero qué pedazo de… ¿Y Clara?

Agarró la pala; descargó con ella su furia sobre el acolchado del cajón. Perdió la cuenta de cuántos golpes dio hasta que, agotado y dolorido, la arrojó con violencia fuera de la fosa. Recuperó aire. Extrajo el celular del bolsillo del pantalón para telefonear a su padre. Los intentos fueron en vano. «Sin señal», informaba la pantalla.

—¡Aghhh!, inmundo lugar.

Salió del hoyo, agarró el saco y emprendió la marcha. No sin antes tomar un video de la lápida y el féretro vacío.

—Cuando el viejo se entere, vamos a ver cómo reacciona con su «preferido Ismael»: lo va a buscar hasta el fin del mundo.

«¿Cómo hizo para figurar entre los muertos del choque? ¿Cuánto habrá esperado la basura esta para que se le presentara la oportunidad que buscaba? Debe tener un montón de cómplices. Los de la funeraria, el médico para el certificado de defunción, el de los registros del hospital. ¿Cuántos más? ¡Qué mierda! Pero no Clara, ella no; estaba hecha mierda. Pero ¿tan desfigurado estaba que la pelotuda se equivocó al identificar el cadáver? Ni siquiera ese cuerpo enterraron. El maldito de Ismael debe estar moviéndose con una nueva identidad».

Debía darle crédito por lo intrincado y audaz del plan, casi perfecto. Quién podría haber imaginado que el engaño iba a quedar expuesto por sus ganas de humillarlo.

—Ya sabía yo que bajo esa fachada de lealtad se escondía un frío y traicionero calculador —expresó en tono alto y áspero.

—Con razón me evitaba, era el único obstáculo.

Iba tan abstraído con esos pensamientos que tardó en percatarse de que se había equivocado de sendero.

—Maldita sea.

Retornó sobre sus pasos, observando con cuidado los alrededores ante el paisaje que se repetía: árboles de troncos nudosos; fosas con lápidas carcomidas; pasto ralo y seco brotando a mechones desde la tierra marchita, como si fueran los muertos cabellos de los difuntos que intentaban escapar de la tierra; y bóvedas que parecían acecharlo en la caminata. Los latidos se le aceleraron; apuró la marcha. Iba de un sitio a otro sin encontrar la salida. Lo que en un momento le había favorecido, ahora lo estremecía: ni un alma a la vista. Quizás había finalizado el horario de visita; no lo chequeó al ingresar.

—Ese boludo de Carlos. ¿Por qué no me vino a buscar?

»¡Carlos, Carlos! —gritó y luego calló.

—Nada —murmuró. Su mente comenzó a divagar; no percibía sonidos. Todo permanecía muerto. Ni pájaros, ni tránsito, ni siquiera viento, mucho menos voces, un silencio que le zumbaba en los oídos.

Echó a andar, trotó y, desesperado, corrió sin rumbo fijo.

Tras minutos de infructuosa carrera, bañado de sudor frío, se detuvo a tomar aire.

Ya más sereno, decidió subir a un árbol; uno alto, desde allí observaría los alrededores: así hallaría la salida.

Encontró uno que le pareció apropiado. Trepó con dificultad. Sus manos no estaban acostumbradas a la aspereza de los troncos. Las suelas de madera de los zapatos patinaban en la corteza como si estuvieran aceitadas. Resbaló y cayó de espaldas.

Se retorció de dolor como una víbora y maldijo su suerte. Una vez recuperado, lo intentó nuevamente. Se sostuvo con firmeza y trepó la primera rama, luego las otras, usándolas como peldaños de una escalera. Cuando estuvo sobre un buen punto de apoyo, a la altura suficiente, se sujetó abrazando el tronco principal. Entonces alzó la vista al horizonte y miró hacia uno y otro lado. No era lo que esperaba; aquello no era lo que alguien hubiera esperado. Quedó con la boca a medio abrir. El paisaje que vio le nublaba los pensamientos. Más allá de los muros en los cuales se encontraba el sector, cientos de cruces se perdían por el terreno y se diluían en el horizonte en una extraña oscuridad que se amalgamaba con el cielo, confundiéndose en un abrazo como si fueran parte de un todo. Por otra parte, no había rastros de la reja de ingreso.

—No, no puede ser —murmuró, saliendo del trance.

Cerró y abrió los ojos, pero nada cambió. Sacudió la cabeza. La giró con violencia hacia un lado y el otro, una y otra vez. Se asió del tronco con mayor fuerza, buscando una falsa protección ante el miedo que lo invadía. Los músculos se le tensionaron. Las piernas comenzaron a simular una cuerda en vibración; pronto la sacudida se le extendió al resto del cuerpo. Las lágrimas le surcaban las mejillas, al igual que la orina el pantalón. Intentó gritar, pero la obstrucción en el pecho y la garganta podían más; sólo un débil y tembloroso susurro le escapó de la boca. Cerró los párpados fuertemente, tanto como la opresión que lo ahogaba, y entonces logró vencer esa esclusa que lo sometía. Abrió la boca con desmesura y un bramido primitivo resonó por el lugar, uno desesperado que pedía ayuda, pero que ni el eco respondió. El pulso le iba por delante de los pensamientos y, sin esperar más, comenzó a bajar. Con temor, fijaba la vista en cada rama en la que apoyaba los pies; próximo al suelo, patinó y cayó. Gimió y se acurrucó; quedó hecho un ovillo: como un bebé en gestación. Exprimió las últimas lágrimas y se levantó. Aún no anochecía.

Con poca idea de qué hacer, caminó a los tumbos hacia la fosa; quizás desde allí podría recordar el camino que había recorrido al ingresar. Al aproximarse, tres cruces le llamaron la atención. Unas diferentes, de un tono negro perlado, que no recordaba haber visto. Se detuvo en la primera de ellas y leyó:

Oscar R. Garrido

Conocía ese nombre, un individuo de unos sesenta años. El estudio había participado en el caso en representación de la parte acusada, Emiliano Álvarez. Lograron que le dictaran sentencia favorable por falta de pruebas. El difunto era el socio. Garrido había descubierto que Álvarez desviaba dinero del negocio hacia una cuenta falsa, que era de él, bajo el pretexto de pagos de asesoramiento y publicidad. Fuera del horario de trabajo, discutieron y Álvarez lo empujó desde el borde de una escalera. Garrido se rompió el cuello en la caída. Alegaron que se debió a un tropiezo accidental. Un hombre del personal de limpieza era el único testigo; el único estorbo. Por fortuna, un analfabeto de capacidad limitada. Tejieron una estrategia para desacreditarlo con la ayuda de dos testigos falsos. Prisionero de sus limitaciones y de los impostores implantados, entró en contradicciones y le dictaron una pena por falso testimonio.

Dirigió la vista a la siguiente lápida:

Néstor Coreloa

Su millonaria amante lo había asesinado luego de que él quisiera ponerle fin a la relación. Murió a causa de numerosas puñaladas. Adujeron intento de violación y una situación de años de excesos contra ella que no era tal. Fallo: absuelta por actuar en defensa propia bajo condiciones extremas de abuso.

La siguiente cruz:

María García

Un nombre y apellido de los que abundan, pero no así el caso: niña de diez años, golpeada, violada y estrangulada en una obra en construcción abandonada cuando regresaba de la casa de una amiga. El autor era el hijo adicto de un magnate de una multinacional vinculado al poder político. El caso más difícil, hubo que jugar a fondo: sobornar a las personas adecuadas, cambiar muestras de ADN y engañar a un indigente, al que se culpó.

La siguiente era la tumba de Ismael; allí estaba el féretro abierto, la tierra en derredor, la pala tirada y el nombre en…

Retrocedió de espaldas y trastabilló. La piel le empalideció al color de la de los recién enterrados, el frío se hizo carne en él y le congeló la mirada sobre la lápida, en la cual se había trastocado el nombre de Ismael por el suyo. Y entonces, aunque no quiso y sin poder evitarlo, arrastrado por una fuerza que no controlaba, dio unos pasos al frente y miró hacia el hoyo. El cajón había desaparecido, reemplazado por un fondo negro que se perdía en las fauces de un abismo interminable. Las paredes del pozo, de a poco, comenzaron a verter su tierra hacia el agujero y se tapizaron de un incógnito vacío oscuro e infinito. La visión se le perdió en el siniestro hueco que caía hacia la inquietante penumbra. Tras unos instantes, su vista fue golpeada por un relámpago que quebró la oscura monotonía, produciendo un estampido que lo aturdió. El suceso comenzó a repetirse con asiduidad, acercándosele, hasta que muy próximo a él, estalló en un fulgor final que dio paso a una serie de imágenes borrosas. De a poco fueron tomando una forma nítida y, al hacerlo, se encontró en un edificio: en la piel de Garrido.

En un amplio corralón, desde cuya planta baja se podían observar las oficinas distribuidas en tres niveles y la escalera lineal de acceso, Garrido discutía con Álvarez en el pasillo del segundo piso, acusándolo de estafador. El entredicho subió de tono. Traicionado, de espalda a los escalones de metal, profirió un fuerte insulto, amenazándolo con denunciarlo. Un repentino empujón con ambas manos dado en el pecho lo arrojó hacia atrás, dando inicio al tormento.

La sorpresa y la fuerza del impulso no le dio tiempo más que para mover los brazos, tratando de recomponer la vertical. El primer golpe sobre los escalones fue en la cadera, al que siguió uno en la cabeza que actuó como punto de apoyo desde el cual el cuerpo se dobló en el aire hacia atrás, iniciando un giro. Al completarse la vuelta, intentó apoyar los pies y erguirse, pero la inercia aceleró la caída. El antebrazo se le astilló contra el borde del escalón y gritó. Al siguiente medio giro, la rodilla izquierda crujió. En plena aceleración, la espalda fue la que sufrió el próximo castigo. El instinto lo llevó a poner una de las manos a modo de contención, y fue lo siguiente en sonar como una frágil rama quebrándose; con suerte, el descanso de la escalera interrumpiría la caída. Los pies no le respondieron al tratar de frenar sobre los peldaños; mal apoyado, el izquierdo sufrió una rotura ligamentaria; su sobrepeso no lo ayudaba. Aleteó uno de los brazos, tanteando en el aire un soporte imaginario. El impulso se aceleraba, la cabeza aterrizó violentamente y la compresión del cuerpo yendo hacia atrás le hizo rechinar los dientes unos contra otros, lacerándole la lengua. Los pies tocaron una última vez los escalones y, para su fortuna, cayó con la espalda de lleno en el del descanso del primer piso, ya que de lo contrario hubiese seguido rodando.

Inmóvil, con la cabeza inclinada y la vista perdida hacia un costado, Omar vio una figura que sorprendida miraba desde detrás de una puerta entreabierta: lo conocía, era el testigo que mandaron a la cárcel. En cuanto se dio cuenta de que lo había visto, desapareció.

Oyó unos pasos bajar presurosos. Álvarez lo agarró de los pies, le elevó las piernas y, corriéndose hacia un costado, se las flexionó por detrás de la cabeza, de modo que el peso lo hiciera rodar por el tramo de escalera que restaba.

El suelo de la planta baja lo detuvo. Su mente era un cono de sombras y silencios sin vida.

La penumbra se interrumpió por un brillo que se intensificaba y le ardía en las retinas. En su cuerpo continuaban palpitando el dolor de las heridas de Garrido. Y en ese estado, el destello lo catapultó a la noche de la discusión con la amante de Coreloa.

Harto de los continuos celos y exigencias, Coreloa se negaba a continuar esa relación.

Después de discutir, ella se refugió a llorar en la cocina; él la siguió. Con ella de frente a la mesada central, Coreloa se colocó a sus espaldas.

—No podemos seguir así. No vale la pena continuar con este tipo de relación tóxica. Ya nos prometimos e intentamos cambiar varias veces y no dio resultado. Lo único que conseguimos fue empeorar todo —dijo—. Sé que no lo vas a aceptar, pero creeme, es lo mejor para los dos; con el tiempo me vas a dar la razón. No tenemos que volver a vernos más —dictaminó.

Ella se dio vuelta.

—Esta vez es para siempre. Me voy —finalizó, y antes de irse le deseó suerte.

Anabel lo abrazó.

—No me dejes, por favor, voy a cambiar. Ya vas a ver, voy a ser otra. Esta vez va en serio —le suplicó.

—Los dos sabemos que eso no va a pasar. No lo hagamos más difícil. Chau —dijo, apartándola con suavidad, aunque con firmeza.

—¡Maldito! —vociferó Anabel y lo abofeteó.

Enceguecido, él le devolvió la cachetada. La violencia del golpe la hizo girar y quedó de frente al lavaplatos, llorando.

—Lo siento, no debí hacerlo, pero a eso me refiero. No podemos estar lastimándonos conti…

La primera estocada penetró por el costado, lo cual lo hizo encogerse. Al levantar la vista, se dio cuenta de que en el portacuchillos faltaba el más filoso, el que se usaba para las carnes rojas. Lo encontró enseguida: ahí estaba, amalgamado el mango con la suave piel blanca de Anabel mientras el filo se le venía encima rebanando el aire. Alzó la mano e intentó atajar sin éxito esa segunda embestida que se le insertó bajo las costillas. Tela y carne fueron desgarradas con la misma facilidad; la punzada le mutiló parte del riñón derecho. El dolor lo obligó a arquearse. Llevó las manos en compresión sobre la zona, que sangraba. Anabel comprobó la facilidad con que el acero afilado penetra en la espalda de un hombre, una y otra vez insertado en frenéticas puñaladas. A Omar le aterraban esos cuchillos que cortaban la hojalata como si fuera manteca. El martirio de las nuevas mutilaciones y heridas se unía al del tormento anterior.

Coreloa tosió ahogado y escupió sangre. El lustre del suelo se tiñó de rojo. La sangre que drenaba a los pulmones le dificultaba la respiración. Intentó escapar; dio un paso y resbaló al pisar la viscosidad de la mancha que se extendía por el piso. Sus manos y brazos, sumados a los órganos y vísceras, probaron el impiadoso filo y un sabor metálico le anegó la boca. Cada herida se hacía más incisiva, una sobre otra penetrando con morbosa precisión. La adrenalina estiraba la agonía y los latidos le tamborileaban desenfrenados en el pecho. Próximo a colapsar, Anabel se detuvo. Le tomó las manos y con ellas se abofeteó el rostro. Luego, las cerró sobre los cabellos y arrancó algunos. Coreloa sintió las uñas raspar la sedosa piel que tantas veces había acariciado. Y por último, las llevó al cuello e hizo presión. Cuando creyó que ya era suficiente, las arrojó a un lado como un lastre. Agarró el puñal con las dos manos, tomó impulso y, del mismo modo que se clava una sombrilla en la arena, así le insertó la última cuchillada en el medio del pecho.

Omar recuperó el conocimiento. Rodeado de tinieblas, el pulso le latía tan fuerte que podía escuchar el eco de los golpes. Ante lo que venía, estalló en mil silenciosos gritos e imploró que todo terminara allí. Sin embargo, el destello retornó, la luz se amplificó y fue arrojado al último padecimiento.

De un momento a otro, se encuentra corriendo en medio de la noche. Hay árboles por doquier; escucha el jadeo de su respiración. Desde lejos le llega el sonido rítmico de una canción. La noche, despejada, luce alumbrada mortecinamente por la luna llena.

Eso no encajaba con lo de García, no correspondía con nada de lo que había sucedido.

Escucha los gritos de un muchacho. Apoya la mano en un arce y se inclina para tomar aire. La corta falda blanca de volados deja expuestos sus contorneados muslos; sus cabellos dorados, largos y ondulados caen desde por arriba de las mejillas a los lados, despidiendo una fragancia agradable y embriagadora. Los claros de luna se inmiscuyen entre las ramas de los fresnos, dibujando fantasmas en el césped del bosque.

Está desconcertado.

Más gritos se suceden. Algo le remueve la memoria, pero sin lograr identificar lo que pasa. Hace calor, pero un frío helado recorre ese cuerpo. Unas gotas de sudor se escapan de la frente. Toma impulso, reanuda la carrera.

—¡Allá está! —Oye, se estremece al reconocer la voz.

Nunca supo cómo se llamaba. Eso no importaba. Un par de sustancias que habían corrido en la fiesta de egresados los habían excitado tanto como ella.

María grita por una ayuda que nunca llegará. Fabián, Ernesto y él la acechan; el ruido de las pisadas se amplifica. Los zapatos con plataforma no son adecuados para correr. Cada paso es una lucha por mantener el equilibrio; finalmente lo pierde, cae. Las manos y rodillas prueban la acolchonada culposidad del césped, la sucia dureza de la tierra. Logra levantarse, vuelve a caer en la noche, tacleada por Ernesto. Grita, golpea, araña. Un puñetazo en el rostro le recuerda lo limitado de su fuerza. Las manos le son inmovilizadas, sujetas por brazos más fornidos. Llora, suplica. Se contorsiona, sacude piernas y muslos en frenesí. Uno de sus zapatos se desprende, quedando rendido en el suelo. Arquea el cuerpo en busca de una grieta inexistente por la cual zafarse. Le desgarran la vestimenta, le bajan la falda. El tabaco, el alcohol y un raro olor, que ella no identifica, pero él sí; le impregnan como una mancha viscosa el olfato. El húmedo y pegajoso contacto de manos y labios la ultraja. Los insultos y gritos arrecian. Las manos buscan su femineidad, se prenden, presionan, se adueñan de ella. Lucha por sacárselos de encima. Cierra los ojos queriendo evadirse. Los abre a la realidad; su vista choca contra pupilas en éxtasis, camisas arremangadas, cuellos desabrochados y tres bocas grotescas al amparo de cejas endemoniadas, que se acrecientan con su sufrimiento. El olor mojado de las axilas, la asfixia. Los golpes y advertencias se repiten tanto como el estupro. Sus entrañas arden, el dolor la penetra, la sangre y la carne conspiran en su entrepierna. Se turnan por subyugarla. A Omar el propio aliento de su boca le repugna; el espejo de su cara le causa náuseas. La voltean de un lado al otro. Se le echan encima. El tiempo se detiene. Los tres depravados ríen, la patean. La intimidan para que no hable. Saben de su hermana menor, se lo gritan. Es abandonada, no sin antes recibir una última patada, como si se tratara de una bolsa de desechos. María muere en espíritu esa noche y en cuerpo pocos años más tarde.

Recuperó sus facultades, de pie, frente al foso, con la vista sobre el féretro vacío. La atrocidad vivida lo hizo vomitar. El roce de la ropa le lisiaba la piel. Se frotó cara, labios, entrepierna, todo el cuerpo, tratando de sacarse la repulsión de encima.

Brincó, gritó y corrió. Cuando se vio lejos del lugar, se largó a llorar y se cubrió el rostro con las manos. Al retirarlas se encontró mirando hacia el firmamento; acostado en una caja tapizada de inmaculado capitoné blanco. Unas moscas volaban por encima; una se le posó en la nariz, cosquilleándolo con los movimientos de las patas; otra, cerca del oído, le hizo vibrar el tímpano con el aleteo entrecortado de las alas, como un avión a hélice apagando y encendiendo los motores; la última caminó sobre las grietas de los labios, internándose por la boca para ir a descansar en la lengua. Una tapa fue cubriéndolo con lentitud, movida por una mano que no vio. Una sucesión de gritos irrumpió en eco en su cabeza sin que ninguno pudiera escapar. El espanto aumentó al percatarse de la ausencia de pulso y de la rigidez del pecho. Una voz lo distrajo.

—¡Pero qué barbaridad! —escuchó.

Era el viejo sepulturero.

Hizo implosionar la voz inútilmente pidiendo ayuda y, entonces, percibió el sonido de una llovizna cayendo sobre la tapa en forma intermitente: una suave lluvia de tierra que caía de la pala del anciano.

Todo intento por revelar su situación era en vano y, al resignarse, una risa tétrica y frenética resonó en su cráneo, cubriendo el ruido de las paladas. Pronto, ambos sonidos se apagaron.

La noche cayó y otras más se sucedieron. Los medios locales dieron la noticia de la misteriosa desaparición y búsqueda de un joven abogado, visto por última vez en el cementerio de la ciudad. La policía investigó, pero transcurridos unos días sin novedades, la normalidad se restableció en el lugar. Los dolientes de visita no imaginaban que bajo tierra, escondido a no tantos metros de sus pasos, un hombre se descomponía en estado catatónico, con la conciencia despierta por un cerebro que no dormía. Y en el interior del atúd, donde la noche era eterna, podían oírse los crujidos y horadaciones de termitas, escarabajos e insectos en busca de la comida que les saciara el hambre que los dominaba. Al arribar, comenzaron por las partes blandas al descubierto. La boca se infectó de organismos de brillosa mocosidad, que comían y defecaban unos sobre otros, retorciéndose en una frenética orgía de carne en camino al interior del cuerpo.

«Al viejo ahora sólo le quedan las chicas», alcanzó a esbozar antes que el nido de larvas e insectos que le infectaban el cerebro le consumiera toda huella de pensamiento.

«Al final te diste el gusto, maldito cuñado».

Rio con ironía, una última vez.

FIN

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