Llevaba casi diez años en el turno de noche de la pinacoteca. Se había planteado muchas veces, sobre todo al principio, cambiar de turno. La mañana era más dinámica, más entretenida, le permitiría socializar, le vendría bien, se decía. Pero a la hora de la verdad terminaba rompiendo la solicitud en mil pedazos. Recordó el aburrimiento de las primeras noches, cuando estaba segura que no duraría más de lo estrictamente necesario en ese puesto. Era cuestión de subsistir mientras encontraba algo mejor y de asumir que no estaba cualificada para otros puestos, a falta de un título que certificase tal aspecto. Necesitaba un diploma, un papel con su nombre y apellidos que diera fe de sus conocimientos, que demostrara que había pasado los años más interesantes de su vida pegada al asiento de una silla escuchando, para trasladar a otro trozo de papel todo un prodigio de conocimientos. Ella pasaba las horas imaginando, otras soñando literalmente.
–No hay manera de bajarla de la nube, es imposible con esta niña — recordó las palabras de doña Margarita a su madre el día que fue a su casa a trasladarle el malestar de todos los compañeros sobre su conducta.
Pero ella se regocijaba pensando que le sobraban cincuenta y nueve minutos de los sesenta que duraba la clase. Se aburría, dios como se aburría allí sentada sin moverse en toda la mañana. Ese era el problema, la imposibilidad de realizar el más mínimo movimiento sin que doña Margarita le lanzara una mirada desafiante y de desaprobación sobre su conducta.
Llegó a la conclusión de que le resultaba menos estresante ser una estatua y de esa manera sentirse libre. Sería mejor que justificar que aquello que se empeñaban en enseñarle ya lo sabía. La imaginación la libraba del disconfort de tener que amordazar su cuerpo por temor a una represalia. Era libre para saltar o montar en bici más allá de las verjas del colegio, vivir aventuras siempre en movimiento.
“Movimiento” se dijo, para calmar la desazón de sus músculos ansiosos de actividad, “soledad”, porque en el fondo sabía que como mejor se sentía era sola, por último “curiosidad” con las que complacer el ansia de conocimiento que la torturaba a veces. Y eso lo tenía allí, en aquel museo, en aquel trabajo que la liberaba de todas las ataduras.
Mientras recorría los cientos de metros de la pinacoteca varias veces en la noche, revisando que todo estuviera en su sitio, sentía que los cuadros parecían pertenecerle, estar expuestos solamente para ella. No fue así siempre, el arte a pesar de conmoverla, no consiguió atraparla hasta mucho tiempo después de comenzar a trabajar.
Era divertido pasear, saludar a los personajes de los cuadros, interactuar con ellos, ser parte de las escenas representadas, camuflarse en los paisajes o relacionarse con reyes o princesas. Podía sacar a la luz su vena artística, sus dotes dramáticas sin miedo a ser juzgada, a hacer el ridículo frente a un patio de butacas. A veces, las muchas, se quedaba mirando las pinturas tratando de entender el mensaje o lo que pretendía trasladar el pintor con ellas. Algunas noches se llevaba libros para estudiar al artista, la época o las circunstancias que rodeaban a la obra. De esa manera podía entender mucho mejor el mensaje, si es que lo había, tras el óleo.
Y fue de esta manera como comenzó a notar que los cuadros suponían una fuente de estímulos con los que saciar su infinita curiosidad. Trasformó la monotonía que suponía estar un día tras otro recorriendo los mismos pasillos interminables, terminando por descubrir ciertos detalles en los cuadros que la animaron a investigar muy a fondo. Con el transcurso de los años acabó por hacer que sus ojos fueran capaces de mirar más allá del paisaje, personajes o cualesquiera de los objetos representados.
Su mirada parecía atravesar el lienzo y radiografiar la obra, escudriñaba cada pincelada y a veces se descubría emitiendo juicios:
–Un atrevimiento– se decía a si misma riéndose de su soberbia,
–Y todo esto sin haber cogido un pincel en mi vida, salvo la brocha de los polvos compactos o el rodillo para blanquear las paredes, ja ja ja, –reía.
La alarma sonó de repente, la pilló descolocada, las incidencias no eran normales, de hecho, era la primera vez que ocurría algo así desde que comenzó su trabajo. Se puso en marcha, recorrió con su linterna de forma apresurada cada una de las salas del museo, no lo hacía de forma desordenada, tenía un recorrido previsto para estos casos. Todo parecía estar en orden, por el intercomunicador sus compañeros le iban informando sobre sus avances. Finalmente, el coordinador certificó que había sido una falsa alarma, algo aún por determinar la había disparado, no había nada que temer.
Respiró tranquila y aminoró la marcha, a pesar del alivio su sexto sentido parecía decirle que no se detuviera, que continuara revisando, que algo había sucedido. Avanzó por las siguientes salas despacio, todo parecía en orden, decidió volver a su puesto, pero esta vez daría un rodeo, volvería atravesando los talleres de restauración y de camino revisaría el almacén.
Apuntó con su linterna en todas direcciones, buscó alguna señal que delatara que algo estaba fuera de lugar, escudriñó todos los rincones de la enorme sala donde en estanterías aparentemente sin orden multitud de cuadros se amontonaban. No eran lo suficientemente valiosos como para formar parte de la exposición, no había sitio para todos. Se acercó despacio, nunca había estado allí antes tanto tiempo, estaba sola y tenía la excusa perfecta para permanecer un buen rato husmeando. Curioseó, se deleitó contemplando obras que muy pocos ojos habían tenido el privilegio de disfrutar y quién sabe cuántos más aparte de los suyos disfrutarían.
Un suspiro delató su estremecimiento, el vello del cuerpo se le erizó, ascendiendo por la parte posterior del cráneo un escalofrío. Respiró profundo antes de sacarlo de allí y ponerlo sobre un altillo. Buscó el interruptor de la luz, iluminó la sala alejándose y acercándose para contemplarlo desde todos los ángulos posibles. ¿Qué es lo que la aturdía de aquella obra?, ¿de quién era y qué representaba la escena?, su cabeza no podía encajar lo que estaba viendo.
De repente el intercomunicador volvió a sonar y decidió dejarlo todo en su sitio, volviendo a su puesto de trabajo.
En los turnos de las noches siguientes volvió a la sala, buscaba detalles que revelaran el origen, época o autor. Por las mañanas después de descansar un poco, se marchaba a la biblioteca, necesitaba saber.
No encontró nada, pero sabía por dónde empezar. Habló con sus superiores y decidió cambiar su turno de trabajo durante una temporada por las mañanas. Le dolía tener que tomar esta decisión, las noches en el museo le reportaban tranquilidad espiritual, sentía lo mismo que cuando era pequeña y desaparecía durante horas escondiéndose entre las silenciosas paredes del templo que había en su barrio. La iglesia católica de San Pedro, en la plazuela junto al Ayuntamiento, la acogía siempre que se sentía mal porque algún compañero de clase se metía con ella repitiendo el mote que todos los de la clase usaban para burlarse. ”Miracielos”, en alusión a su mirada perdida.
Por las mañanas, durante los descansos para el desayuno, podría acercaba a la sala de restauración. De esta manera, podría contactar con los restauradores y expertos del museo para conseguir un acceso justificado, que no levantara sospechas sobre sus propósitos.
Así fue durante un mes que decidió prorrogar porque no era capaz de desvelar abiertamente sus intenciones, merodeaba mostrando su interés por el trabajo de sus compañeros sin decidirse a preguntar sin más. Sus conocimientos aturdían en ocasiones a los expertos que dudaban que aquella mujer de aspecto varonil y envergadura descomunal pudiera entender ciertos aspectos de su trabajo o prolongar conversaciones sobre arte como si fuera uno de ellos.
Una mañana aprovechando la ausencia de la mayoría, tomó el lienzo y acercándose al único restaurador que quedaba trabajando se lo mostró y con un cierto aire de indiferencia le preguntó:
–¿De quién es este cuadro?
El muchacho levantó la mirada quitándose las gafas de aumento, lo miro con desgana, de soslayo, se quedó pensativo y tras un momento interminable contestó con otra pregunta.
–¿De dónde ha salido, es tuyo?
Rebeca lo miró extrañada, parecía no tener conocimiento de la existencia
de aquella obra.
–Estaba aquí en el almacén, contesto Rebeca en tono desagradable.
–No es posible, ese cuadro no lo tenemos catalogado–replicó con cierto enfado.
–¿Estás seguro? –insistió Rebeca no pudiendo contener el gesto de admiración.
–Completamente–sentenció, sin mostrar interés. Aquel armario empotrado, como la llamaban entre ellos cuando se marchaba, les resultaba soberbia, les indignaba que una simple guardia de seguridad quisiera mostrarse a su altura. A ellos les había supuesto un inmenso esfuerzo reiterado de años de estudio conseguir ese puesto. Habían necesitado aprobar una durísima oposición y, sin embargo, esa mujerona se atrevía a hablar de tú a tú con ellos como si estuviera su nivel de formación. Lo curioso era que en ciertos momentos de las conversaciones demostraba tener incluso más conocimientos que todos ellos, activando los mecanismos de la envidia y por ende del odio.
–Entonces, ¿qué hace aquí?
–Ni idea– afirmó despreocupado.
–¿Sabrías decirme algo sobre él?,–insistió.
Es la primera vez que veo una obra de ese tipo, no sabría decirte más.
–Pero, ¿qué opinas?, ¿qué te parece, dame al menos tu opinión personal?
Volvió a mirar la obra de nuevo y esta vez con cierta inquietud sentenció.
–No se parece a nada de lo que tenga conocimiento, es más, diría que no es de este mundo – sonrió descaradamente en tono burlón.
Rebeca reaccionó de forma tranquila, disimulando su enfado, un experto en obras de arte que no supiera darle detalles, pensó para sus adentros, en ese instante una idea atravesó su cabeza.
–Entonces ¿no habrá problemas si me lo llevo no?
–No creo que nadie lo eche de menos.
Dicho lo cual volvió a colocarse las gafas y a retomar su trabajo.
Una vez en casa, pasó toda la noche investigando la obra, recordó las palabras de su compañero y aunque le costase reconocerlo llevaba razón en sus argumentaciones. No se parecía a nada.
En los meses sucesivos la rutina se apoderó de nuevo de su vida, decidió seguir con su turno de día, era más emocionante, además podría aprovechar para resolver algunas cuestiones.
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