Una vez, hace muchos años, tuve un amigo que era el mejor en el arte de la pesca: no existía quien se le comparara. A pesar de su baja estatura, poseía una serie de características que lo realzaban. Su contextura se presentaba fornida y robusta. Su frente y mentón olímpico competían palmo a palmo con la de los dioses del monte homónimo. Los brazos semejaban poderosos tentáculos aprisionando una presa. Y cuando se internaba en el mar para tirar la línea y luego retroceder para sentar posición a unos centímetros de la orilla, enterraba los pies en la arena hasta un poco por encima de los tobillos y las piernas de contextura macizas, como columnas de un templo griego, se transformaban en dos pesadas anclas que aumentaban de volumen al ponerse en tensión sus músculos en las batallas que sostenía contra los escurridizos escualos marinos. Se enraizaba de tal manera que ni el más fuerte de ellos hubiera podido arrancarlo del sitio. Hasta el día que todo cambió.
Y cuando, atento y erguido en la orilla, escrutaba la mar en busca de una presa, entre la espuma de las rompientes que le mojaban los pies, sus bucles color fuego flameaban al viento como llamas en una fogata; exponiendo sin temores la roja y agrietada piel curtida por los rayos del sol, recortada sobre el cielo azul. Y las alambradas y espesas cejas impedían al sudor bañarle los ojos, mientras las manos, recias y callosas, contaban historias de mil batallas de luchas encarnizadas contra las especies marinas. Y allí, en el medio de tan prodigiosa imagen, asomaba siempre en la boca su fiel e inseparable compañero: El Vesubio. Tal el apodo con el que había bautizado a su añosa pipa de madera.
Y si uno observaba con atención las fumarolas que se desprendían del Vesubio, con el tiempo aprendía a leer que es lo que pasaba por los pensamientos de su dueño. Así, si se elevaban imperceptibles, era señal de mar calmo: nada sucedía; cuando estas aceleraban su ascenso: posible contendiente próximo a la línea; y cuando estallaban en llamaradas poniéndole al rojo vivo las cejas, al fin un retador había mordido el anzuelo. Era un placer verlos actuar en forma mancomunada a uno con el otro, hasta aquel fatídico instante de los inverosímiles sucesos.
Una fría tarde de invierno, en que lo acompañé a inspeccionar una playa, y que iba a ser una más, fue el origen del mito, el nacimiento de la leyenda. El cielo se mostraba límpido y un viento gélido soplaba desde mar adentro sobre la costa levantando el típico y molesto flujo de arena que pica en las piernas. No transportábamos equipo de pesca, pues íbamos a la celebración del cumpleaños de una amiga en común: la voluptuosa, nombrada así en honor a sus prominentes curvas (tantas como un palito de saumerio para dar una idea más acabada). Ya que nos quedaba de paso, bajamos a conocer la playa para comprobar si valía la pena visitarla en otro momento con más tiempo.
—Está perfecto para un chapuzón —me dijo al estar frente a la orilla.
Sonreí ante el sarcástico comentario, pero acto seguido, ante mi asombro, comenzó a desvestirse.
—¿Qué haces, estás loco? —pregunté incrédulo.
—¿Por qué?, tengo ganas de bañarme —respondió quedando arropado con un diminuto slip.
—Te pueden ver —acoté.
—¿Quiénes?, los peces nada más, sí no hay nadie.
No podía objetarlo, la inclemencia del clima invernal no daba para un día de playa y el lugar era un desierto álgido y arenoso.
Lo vi correr y tumbarse contra las olas, emerger y volver a zambullirse una y otra vez. No sé como lo soportaba, parecía un pinnípedo protegido por una gruesa capa de grasa. En cuanto a mí, vestía una remera de manga larga, una camisa, un pullover y por encima de todo una campera rompevientos, y aún así tiritaba ante cada embate de la ventisca playera, y él con la piel expuesta a la inclemencia de los elementos como sí nada.
Sin previo aviso salió corriendo del agua, y me dije:
«¡Ah!, seguro le dio un chucho de frío»
—¿Qué pasó?, ¿te agarró el fresquete?, viste que no estaba para tirarse.
—No, nada que ver —contestó sin prestar mucha atención al comentario. Agarró una rama seca y de grosor mediano de un tronco, de esos que uno no sabe como van a parar a la playa y, mientras volvía al agua, le oí decir:
—Ahora vas a ver, ahora vas a ver.
No entendí que era lo que iba a ver.
Se detuvo en la orilla. Miró, agazapado, hacia uno y otro lado escudriñando la superficie del mar y salió disparado hacia un punto en el cual se zambulló. A los pocos segundos giraba en el agua dando vueltas como trompo abrazado al palo, aunque enseguida vi lo equivocada de mi apreciación porque comenzó a dar palazos mientras giraba. Se sumergía, emergía y golpeaba la superficie, hasta que se incorporó, con el agua llegándole a la altura del pecho, sosteniendo el tronco en alto. Dio otro mamporro, hundió la otra mano y se dispuso a salir. En una mano alzaba el palo y en la otra parecía cargar un peso. Entonces, cuando estuvo cerca, divisé una aleta en su mano. Después apareció una cola de pez, unas aletas laterales, una dorsal, más laterales y por último una enorme cabeza triangular. Había combatido a puro golpe de puño y palazo, a la manera Neandertal, contra un tiburón, un cazón para ser preciso, cuya longitud calculaba en metro y medio, quizás 1,60 mts., lo que medía él de alto.
—¡Este hijo de puta me mordió la nalga cuando estaba de espalda! —vociferó ofendido, arrojando al espécimen en la arena.
Estaba estupefacto, asombrado, ante la destreza primitiva que había presenciado. Comprendí que el: «Ahora vas a ver», no era para mí.
Enfurecido, bramó y produjo un infernal rugido cavernoso, un grito primigenio proveniente de miles de años atrás cuando el hombre no era más que una simiesca criatura en formación y la civilización estaba lejos de presentar un atisbo de existencia: un eco gutural despojado de todo vestigio de humanidad que sacudía los cimientos de miles de años de cultura. A continuación, aún con el trueno resonando en el aire, abrió la boca exhibiendo completa la dentadura y clavó los dientes en la cola del escualo que sorprendido se retorció de dolor.
—Ahora sí, a mano— dijo ya más calmo, y tomándolo por la cola empezó a girar en círculos.
—Ningún pez se mete con el mejor —dijo—, con el insuperable —agregó al tiempo que continuaba dando vueltas como una calesita.
—Con el magnífico —especificó jadeando, a la vez que aumentaba la velocidad y amplitud del movimiento como si se tratara de romper el récord de lanzamiento de martillo.
—Con el único e incomparable… ¡Apoteótico! —gritó triunfalmente en el momento que soltaba y hacia volar al depredador por los aires, que fue a estrellarse contra la superficie del océano y emprender una veloz huida al verse liberado de su captor.
Con el pez en el agua, dio un último grito y tensó los pectorales con los brazos en jarra frente al mar en señal de victoria, y continuó el festejo con una pequeña rutina de poses de físicoculturismo exhibiendo la musculatura a las olas que rompían en la playa en señal de respeto.
Con el transcurrir del tiempo me fui anoticiando de una serie de proezas que no le conocía y que jamás hubiese imaginado que alguien podría realizar, las cuales darían para escribir todo un libro. Sin embargo, la narración de mi historia no va por ese carril, ya habrá tiempo y ocasión en otro momento para contar alguna de esas incomparables hazañas.
La noche anterior, a la fecha de la herejía, nos habíamos acercado a una tienda de pesca para comprar camarones, que usaríamos de carnada, e hilo para atarlos al anzuelo. Adquirimos tres bolsas de kilo y medio, ya que el Apoteótico tenía una dieta rica en proteínas y su hambre era insaciable. Por lo que camino al hotel, mientras conducía, iba devorando el contenido de una de las bolsas. Estupefacto, le pregunté:
—¿Te los comés crudos?
—No, no soy tan animal, los cocino con el aliento. —Mi admiración crecía a cada segundo.
Al día siguiente, nos levantamos lo más temprano que pudimos y como era la hora de almorzar llevamos provisiones para comer en la playa.
Al llegar nos instalamos en un lugar que él eligió, ya que gracias a una extraña habilidad podía detectar en que lugar se encontraban los peces por las variaciones que producían en las olas; de la misma forma que un telescopio detectaría, años más tarde, exoplanetas por las perturbaciones gravitacionales que estos producen en las estrellas sobre las cuales orbitan. Así de simple.
Bajé del auto un par de sillas plegables, un equipo stereo de la época (uno con pilas) para escuchar algo de música, cassettes y el equipo de mate. Él, por su parte, transportaba la bolsa de camarones que aún sobrevivía, el equipo de pesca, una parrilla de piso, una bolsa de carbón de 10 kilos, 2 kilos de asado, 1 de vacío, 1 de tapa, 4 chorizos, 1 morcilla común, 2 de tipo vasca, 3 tiras de chinchulines, 2 kilos de pan (de 3 que habíamos comprado), tomate, lechuga, cebolla, vino, rolitos, sal, aceite, vinagre, vino, cerveza y una botella de agua mineral para enjuagarnos la boca y limpiar los chinchulines.
—Espero que alcance —me dijo.
Entonces, sin previo aviso, profirió un fuerte grito de furia, seco, corto, como si de golpe le hubiesen arrancado el alma.
—¡Ya sabía que nos olvidábamos de algo! —exclamó molesto y agregó:
—¡No trajimos torta!
Error imperdonable, le encantaba la torta de frutilla como a las moscas el azúcar.
Hicimos acampe a unos metros de la orilla. Ubiqué las sillas a corta distancia de la parrilla, a la vez que él preparaba el carbón para encenderlo. La segunda bolsa de camarones que acompañó con pan, como aperitivo camino a la playa, le abrió el apetito, y el enojo por haber cometido el tremendo error de olvidar la torta lo puso ansioso de tal manera que agarró una baguette, la cortó a la mitad en sentido longitudinal, armó un sandwich con las dos morcillas vascas enteras y lo devoró a dentelladas en un santiamén. Temiendo que nos quedáramos sin carnada, escondí la bolsa de camarones que aún sobrevivía. Por suerte el enojo no pasó a mayores, y las erupciones juguetonas del Vesubio, al encenderlo, lo pusieron de mejor humor.
Ahora sí, ya sin distracciones en la cabeza, encendió el fuego para el asado. Quise matizar el ambiente con algo de Hard Rock, pero nada lo conmovía: ni AC/DC, ni Deep Purple ni Zeppelin, recurrí entonces al Heavy Metal y puse Freewhel Burning de Judas Priest, y eso pareció sacudirle una veta nostálgica.
—Es una buena canción, me hace acordar a las que me cantaba mi mamá para hacerme dormir cuando era un infante —dijo—, aunque esta es más apacible.
Comimos a la par de aquellos sonidos estridentes, mientras comentábamos cual línea y plomada usar, y especulábamos que cantidad de peces sacaríamos. A cada pedazo de comida que engullíamos lo acompañaba un trago de alcohol para ayudarla a bajar y que no se atorara en la tráquea. Los minutos transcurrían, la parrilla se vaciaba y las brazas agonizaban tirando los últimos calores.
—Tanto movimiento de mandíbula me hizo sudar. Voy a darme un chapuzón antes de pescar —expresó.
—¿No será de tanto comer y el alcohol? —acoté.
Me miró contrariado y observó:
—No sé que tiene que ver.
Dicho lo cual, arremetió con una corta carrera saltando por encima de la parrilla imitando por la elasticidad mostrada a Van Damme o quizás por la elegancia a Nureyev. Al caer ensayó una voltereta, tras la misma se eyectó con un impulso que lo catapultó flotando por el aire a más de un metro del suelo, y al aterrizar continuó la carrera para ir a zambullirse de cabeza contra una enorme ola antes que rompiera.
«Para poder pescar con sapiencia hay que estudiar a los peces», me había dicho en una ocasión, «cuales son sus hábitos, que les gusta comer, a que hora se arriman a la costa, observar sus costumbres y características; pero por sobre todo, moverse como uno de ellos».
Era una delicia verlo nadar como pez en el agua, cada tanto asomaba su inquieta cabeza a la superficie con los ojos desorbitados mirando sorprendido un nuevo mundo, con su pequeña boca abriendo y cerrándose en rápidos movimientos como una diminuta sopapa para luego volver a sumergirse, a la vez que sacudía en forma frenética la cola hacia ambos lados en sincronía total con el resto del cuerpo.
Era claro que había sellado un pacto con el mar, este le arrimaba a la costa los mejores ejemplares de la fauna marina y él lo ensalzaba con su presencia.
Pero esa tarde algo ocurrió, no sé si por culpa de los efectos del alcohol o un exceso de confianza, de buenas a primeras comenzó a reír en forma desenfrenada e irónica ante cada acometida de las olas. Entonces escuché:
—¿Eso es lo mejor?, ¿eso es lo máximo posible?, ni lo sentí, ¡ja ja ja!
Se incrustaba de cabeza ante la base de cada ola y luego, confiado, pasó a arrojarse en palomita exponiendo la cara al cachetazo del agua. No importaba que tan fuerte fuera la embestida o con cuantas vueltas lo zamarreara el mar, siempre se erguía sonriente apuntando con un dedo el próximo embate y soltando una burlona carcajada.
Entonces sucedió el colmo del atrevimiento, el insulto final.
Una ola gigantesca fue construyéndose a lo lejos, esperó a que estuviera a cierta distancia ya formada, presta a romper, entonces giró el cuerpo mirando hacia la playa, inclinó el tronco, puso las manos a cada lado de la cadera, y….¡Ay!, quisiera no haber presenciado ese momento y que otro fuera el testigo de esa escena fatídica, pero fui yo el que lo atestiguó y debo ser yo quien narre los vergonzosos acontecimientos que se sucedieron. Pues como decía, puso las manos al costado del cuerpo, agarró la parte superior de la malla y con un movimiento repentino la bajó hasta las rodillas, dejando su trasero desnudo al viento, reluciendo firme ante los brillos incandescentes del sol y de cara a la ola que embestía. Para empeorar la situación, con una de las manos se daba palmadas, en forma provocativa, en uno de los glúteos.
La ola enfurecida rompió con un estampido profundo y colérico sobre él; aguas vivas, algas, pequeños peces brotaban por doquier en esa maraña frondosa de flora y fauna marina retorciéndose rumbo a la playa que arrastraba todo al paso. Al llegar a la orilla, y retirarse de a poco, lo primero que vi fue pasto marino mezclado con huevos de caracol, luego apareció la malla en solitario, supe entonces que mi amigo había sido «desmallado» por la avalancha marina, después un montículo que resultó ser su trasero, y a continuación el resto. Lo vi exánime, con el rostro volteado hacia el lado contrario al mío: temí lo peor. Me acerqué presuroso. Noté espasmos en el cuerpo y, al arrimarme, me di cuenta de que eran producto de una risa entrecortada que le hacía bailar el tórax. Cualquiera hubiese estado aterrorizado y espantado ante tal vapuleo, pero no él, se levantó sonriente, rio con ganas, se sacudió la sal del rostro y corriendo hacia el mar volvió por más. Sin embargo, tal deseo no fue satisfecho. El mar derrotado se calmó y las aguas se tornaron tranquilas.
Entonces buscó el short de baño, se lo calzó y viniendo a mi encuentro dijo:
—Ahora sí, a pescar. Vi un cardumen cerca cuando nadaba, no muy lejos, a medio kilómetro más o menos. Con la plomada de dos kilos, la de forma de ancla, llego fácil, más liviana no, ya que con el viento no llegaría.
El reel y la caña ya estaban preparados, el sedal pasaba entre las anillas y faltaba enganchar lo demás.
Enfiló hacia la caja de pesca, extrajo la línea y la plomada de fondo y los unió al resto. Por mi parte, lo ayudé alcanzándole la bolsa con la carnada y el hilo de atar. Enlazó el cebo al anzuelo con avidez, sin poder evitar tragar uno que otro camarón por las ansias que lo carcomían.
Con uno todavía atrapado entre sus dientes, me dijo:
— Mñsñ shgrg askd talsd fa.
Y corrió presto a enfrentar al destino. Se internó hasta la altura de la cintura y con un latigazo fulminante arrojó la línea que surcó el aire como una saeta transparente de punta plateada, silbando y abriéndose paso para caer donde la vista no llegaba, aunque sí vi la elevada salpicadura al golpear en el agua, a quinientos metros de distancia.
Retornó en carrera triunfal a la orilla, con todo el carretel del reel desovillado, y colocó la caña en el posacañas.
—Para acompañar con unos mates… —comenzó a decir—. ¿No quedó algo de chorizo y pan? —completó.
Revisé y sólo quedaban chinchulines.
—¡Ah, buenísimo!, cortá el pan en rodajas y exprimí los chinchus para que les salga el contenido, ponelo encima del pan como si fuera paté. No, pará, mejor entero, en rodajas, si no vamos a desperdiciar la tripa.
Degustamos unos cuantos alternándolos con mates. Entonces, en la tranquilidad de las aguas, con uno de esos mares calmos de bandera celeste, se abrió una pausa en la tarde; un momento de sosiego y reflexión en el cual el Vesubio había comenzado a despedir pequeñas y densas humaredas que se iban perdiendo apacibles en la atmósfera.
La mayoría de la gente no entiende la pesca. Cree que todo es lanzar la línea y esperar durante horas de aburrimiento a que un pez muerda el anzuelo y, en el peor de los casos, retirarse sin nada para la cena, habiendo desperdiciado el día. Pero no, no ven el ritual que lo acompaña. Sólo imaginan a una persona parada junto a una caña, como estatua, observando el mar durante minutos que transcurren uno tras otro sin pausa: concepto equivocado.
La cosa no es así. Si hay pique bienvenido sea, sobre todo si la presa es grande. Pero mucho pasa por lo que se genera alrededor, la pesca puede ser un momento de sosiego, de reflexión, de calma. Así como también de charla, recuerdos, anécdotas, planes y juegos entre amigos y familiares, de escuchar un poco de música o, ¿por qué no?, de leer un buen libro. Y, dependiendo del horario, podrá ser matizado con algunos sandwiches, una picada, bizcochos, facturas —no menciono torta por obvias razones—. Tampoco es necesario atornillarse en la orilla, se puede vigilar desde una distancia prudente; la puntera de la caña se doblará si algo pica. De todos modos, un buen pescador escudriña cada tanto y sabe diferenciar si lo que arrastra la línea es la marea o un pez. Uno no muy ducho recogerá el hilo engañado, creerá haber pescado algo y se desilusionará al sacar sólo «pasto marino» en los anzuelos.
Pero el Apoteótico llevaba las cosas varios niveles por encima de los pescadores más avezados. Tomaba un poco del nylon, unos centímetros por encima del reel, entre sus dedos pulgar e índice tirando en forma leve de él para captar todos los movimientos del mar y pintar un cuadro de la situación.
—Siento un poco de corriente en dirección sur-sudoeste llevándose la línea a pocos nudos de velocidad —informaba, y agregaba:
—Algo rozó uno de los anzuelos, de consistencia etérea, liviana, como si lo hubiese acariciado: los filamentos de un agua viva —dictaminaba.
Pero eso no era nada, sus habilidades no paraban ahí.
—Percibo un proceso de oxidación, una pequeña corrosión en la plomada, de seguro hay mucha sal en esa parte del océano —sentenciaba.
Cuando la caña descansa en las manos, si el pez se la pasa mordisqueando la carnada sin prenderse en el anzuelo, lo esencial es dar el latigazo para engancharlo en el momento justo; en lo cual mi amigo era un experto. Su rostro sufría una metamorfosis mientras comentaba esos momentos previos.
«Así, así un poquito más, eso, eso», decía mientras exhibía su mejor cara de pez e imitaba las pequeñas dentelladas en movimientos cortos y repetitivos. «Ahora un poquito más al centro, así, sí sí sí y ahora la puntita, ahí ahí ahí. ¡Sí!». Entonces tomaba la caña y con un latigazo hacia atrás, la retraía tan repentina y violentamente que a veces pensaba que iba a separar la dentadura del pez, junto con toda la espina dorsal, del resto del cuerpo.
Hacía varios minutos habíamos dejado de tomar mate, y todo resto de comida había desaparecido. Propuse ir solo a comprar torta, en el auto, no tardaría mucho y no necesitaríamos levantar campamento.
El Vesubio iba y venía transitando entre las manos y los anchos labios de su propietario, echando displicente y sin preocupaciones alegres fumarolas, cuando vimos la caña doblarse en reverencia hacia el mar señalando la dirección del atrapado.
Fue la primera vez que vi volar al Vesubio por los aires. Salió despedido, de las manos que lo sostenían, varias decenas de metros hacia arriba, mientras el Apoteótico saltaba de felicidad y con los brazos en alto se dirigía raudo a pelear contra el infortunado pez. No fue necesaria ninguna maniobra para engancharlo, el incauto había literalmente devorado el anzuelo.
Una vez que agarró la caña, comenzó la desigual pelea. Primero, recogió sedal, y después tiro fuerte hacia sí, muy fuerte, como si estuviera sacando el tapón que desagotaba el agua del océano. Luego apoyó el cabo del mango entre la unión de muslo y cadera, mientras el largo de la caña se inclinaba hacia el mar como atraída por un imán.
Con el reel trabado para evitar que se desenrollara los tramos recogidos, asió la caña con una mano en el mango delantero y la otra en el posterior, y contrajo los músculos del brazo trayéndola hacia el cuerpo; esta se dobló, al igual que él, pero hacia el lado contrario formando entre los dos una V de victoria y, al modo de Bruce Lee, dio un rugido terrible para expulsar su primitiva fuerza interior. La cara roja de tensión, los músculos tiesos, notificaban el esfuerzo. Hizo una pausa para tomar aire, intentando recuperarse.
Por mi parte levanté al Vesubio y le retiré la arena que se le adhirió al caer. El mar se había despertado y agitaba ola tras ola; la marea subía con rapidez.
El retador daba muestras de no querer dejarse vencer con facilidad y mostraba la fiereza de su carácter sacudiendo la línea, llevándola hacia uno y otro lado. Una lucha titánica entre hombre y bestia, en la cual era un testigo privilegiado. La caña continuaba doblándose al punto de querer partirse, y el ovillado del reel había crecido muy poco. Entonces, lo inconcebible. Esas piernas, donde hubiese podido amarrarse un barco pesquero, comenzaron a mostrar su punto de quiebre al temblar como una campana dando las doce; de a poco se daban vuelta los roles y el pescador estaba siendo arrastrado mar adentro. Era fútil ofrecer ayuda, sabía que el orgullo y su estirpe le prohibían aceptarla, y aún en el caso de hacerlo poco podría hacer.
Siempre consideré una pelea despareja ese tire y afloje en el cual él siempre triunfaba, pero ahora con la ecuación invertida todo el cuerpo le vibraba como hoja al viento: brazos, piernas, manos, hasta el cabello. La caña, a la que se aferraba con fuerza, apuntaba al océano paralela a la superficie del mar, con la bestia marina pujando por arrancársela de la mano y llevársela como trofeo, mientras las olas crujían y rompían en sal y espuma salpicándolo en total frenesí. El pecho se le inflaba y desinflaba como el buche de un sapo, el aire en derredor silbaba entrecortado por la respiración. Tomó una bocanada profunda de oxígeno, presionó un labio contra otro, la lengua asomó como almeja entre ellos, el cuerpo se le contrajo en un solo movimiento y dio un paso en dirección a la playa, luego otro, pero no más: allí quedó estancado. Recuperó aliento. Lo vi enrojecer como una brasa, las venas resaltaban varicosas, latiendo desenfrenadas. Me pregunté que habría al otro extremo para ejercer tal fuerza. Intenté calcular cuanto pesaría en base al grosor y resistencia del sedal usado, el tamaño del reel, la plomada y la fuerza descomunal del Apoteótico. Todos los cálculos me daban cifras astronómicas, sólo pude especular e imaginar un tiburón blanco, un pez espada, un cetáceo de tamaño mediano, un calamar gigante y hasta uno colosal que había abandonado las aguas frías y profundas perseguido en una carrera mortal por un cachalote, y que vio como única salvación nadar en las aguas bajas de la costa, donde su perseguidor no podría ingresar.
Tantas emociones juntas, tanto tire y afloje fueron demasiado para mi ánimo y entonces en un momento de extremo temor y confusión, con cobardía grité:
—Dejalo ir, ya fue.
—¿Qué? —contestó irritado mi amigo con un grito bronco surgido desde lo más profundo de su orgullo—. ¡Jamás! ¡Ni con el Kraken! —completó.
Sus propias palabras lo envalentonaron y le dieron bríos para doblar una y otra vez la puntera, en un ida y vuelta entre el mar y la playa, incrementando el ovillado del reel en esa acción.
Como era de esperar, tal contienda de poderíos atrajo la atención de los pescadores que, desparramados a uno y otro lado, se acercaron para presenciar de cerca la titánica batalla.
El mar bramaba y aquel ser provocaba, con sus sacudidas, olas que aumentaban en tamaño. Recordé que había empacado mi máquina fotográfica, fui por ella hasta el auto y regresé portándola presuroso a la playa. Tomaría unas cuantas instantáneas de la contienda y del terrible engendro en cuanto este se asomara.
Los pescadores permanecían quietos, expectantes, sin perder detalle, cuchicheaban y deliberaban entre ellos en voz baja, sin poder dar crédito a lo que observaban. Por mi parte, me dediqué a inmortalizar el momento tomando varias fotos.
Había transcurrido ya media hora de agotador forcejeo, y al fin mi amigo había logrado avances recogiendo más sedal. Sin embargo, había sido arrastrado mar adentro en forma peligrosa: el agua le llegaba al pecho y temí que en un próximo tirón la bestia lo llevara consigo por siempre, pero entonces sucedió. Debo confesar que no sé de donde sacaba energías, quizás era la dieta de camarones, quizás la abundante comida o que el alcohol lo envalentonaba a niveles imposibles. Dio media vuelta y, con la caña echada al hombro, caminó hacia la costa hasta salir del agua. El grupo de pescadores, que ahora se contaban por varias decenas, vitorearon y aplaudieron a rabiar. Una brisa fresca había reemplazado el aire seco de la tarde y soplaba desde el mar. De a poco la línea iba llegando al final. Sería un excelente testimonio fotográfico, eché un vistazo al mar, creí divisar el lomo de la criatura asomando fuera del agua, pero resultaron un par de algas enganchadas. El reel giraba y enrollaba incontables tramos, pero en un momento se trabó, amenazó con no avanzar, supe que era un intento denodado del engendro de las profundidades por permanecer dentro de su hábitat; el último esfuerzo desesperado. La tensión aumentaba, tanto como el sedal contra las anillas; temí que se cortara allí, pero restablecida mi confianza, no dudaba de que el grosor y el material elegido era el correcto. El altamar no dejaba ver al animal asomar su escamoso y musculoso torso. Miré al Apoteótico y le vi el rostro exangüe, al borde del colapso. Me avergüenza confesarlo, fui débil y dudé una vez más, y por fortuna una vez más me equivoqué y superando los obstáculos y dando muestras de su bien ganado apelativo, con el pelo arremolinado por las aguas, con los mechones chorreantes abatidos en la portentosa frente, tomó aire, tensó los músculos al límite en una última acometida final que le daría el triunfo y su bien ganado lugar entre las más destacadas leyendas de la historia. Hércules, Ulises, Sansón, quedarían relegados ante la hazaña sin parangón del Apoteótico. Entonces, como si fuera poco, una ola descomunal que no vimos venir, se levantó y rugió rompiendo en la playa. Al igual que un tsunami cubrió y sumergió a nuestro héroe obligándolo a anclarse con manos y pies en la arena para evitar ser arrastrado, sosteniendo la caña entre los dientes por el mango delantero, y por detrás del sedal. Antes de que el agua lo cubriera por completo, vi inflársele el pecho al tomar una tremenda bocanada de aire. Corrí junto a los demás, alejándonos para no ser tragados por la fuerza de la ola, y cuando esta llegó a su punto culminante y comenzó a retroceder, se instaló un silencio expectante. Tan sólo se oía el burbujear de la espuma de las olas. Volvimos a paso lento y entonces vimos asomar primero la caña apuntando hacia la playa, al igual que mi amigo. En su maestría, estando sumergido, había aprovechado el impulso de la ola a su favor para dar la vuelta y retirar hilo. Apareció la cabeza, el rostro y el resto del cuerpo, el agua lenta pero inexorablemente continuaba retirándose. Permanecimos con el corazón a flor de boca y, entonces, del total de tres, apareció uno de los anzuelos: pelado por completo. Temimos que el animal hubiera escapado; pero no, aún quedaban dos anzuelos. Asomó el segundo y…, nada. La expectativa aumentaba, escuchábamos unos el pulso de los otros latir en los pechos. Las aguas se aquietaron y estancaron como una broma macabra del destino, sin descubrir al último y más importante anzuelo, y mientras escrutábamos ansiosos, escuchamos una exhalación, un jadeo furioso. Volteamos nuestra vista y vimos a quien representaba en ese momento a lo más tenaz de la raza humana, resoplando y tomando grandes bocanadas en la que sería, ahora sí, la estocada definitiva. Y entonces calzó la caña sobre el hombro y como si arrastrara una locomotora, con zancadas firmes, seguras, profundas caminó, bufó y rio a grandes carcajadas. Nos mantuvimos alertas, los últimos centímetros de sedal emergían. Giró la cabeza, un surco de agua se levantó; la criatura mostraba el lomo, preparé mi cámara para inmortalizar el instante. El Apoteótico lanzó una furibunda mirada de victoria, se dio vuelta, y con un latigazo final hizo que el terrible espécimen, la abominable monstruosidad de las profundidades emergiera a la vista de todos con su tremenda coraza brillando bajo los rayos del sol, mientras aprisionaba su voluminoso pie de molusco contra la arena para evitar ser arrastrado, y entonces el corazón de todos dio un vuelco. Pude tomar la instantánea en el momento justo que el despiadado animal asomaba tímida e incrédula la cabeza fuera del agua, por encima de su carcaza calcárea, con sus dos ojos telescópicos al viento observando curiosa. Mil carcajadas estallaron al descubrirse los poco más de veinte centímetros del caracol.
—¡Vaya fiasco! —clamaba la mayoría señalando al gastrópodo marino.
—Mi hija de cinco años lo hubiese sacado más fácil —decía otro en sorna.
Observé al Apoteótico aturdido, la cara agitada, los ojos entrecerrados al borde del desmayo por la tremenda batalla. Se arrodilló y se dejó caer de bruces en la arena.
El gentío se retiró de inmediato entre risueño y desilusionado, no sin antes arrojar unos cuantos pañuelos donde yacía tirado mi amigo, y aquellos más audaces se permitieron, en el colmo del atrevimiento, arrojarle líneas con plomadas de flote, de esas que se usan en el lago del Bosque de La Plata para pescar mojarritas.
Estupefacto, con la cámara en la mano, me negaba a creer la realidad de los hechos. Repasé todos los sucesos una y otra vez intentando comprender, sin hallar respuesta.
Desenganché el anzuelo del caparazón del inocente molusco y llevé todas nuestras pertenencias al auto. Levanté a mi amigo, lo cargué y lo acosté en el asiento trasero para que descansara. Le di un poco de agua, la que rechazó.
—No, agua no, el agua hace mal, es para bañarse. Cerveza, quiero cerveza.
Lo dejé que se durmiera y le coloqué al Vesubio sobre el pecho para que le hiciera compañía.
Camino a la casa donde estábamos parando, desmenucé de nuevo lo sucedido. El lanzamiento, el agua, la espuma, el reel girando y enrollando el nylon a máxima tensión, las inclinaciones de la caña, las olas, el actuar del Apoteótico en la batalla, la sal, la respiración agitada, la última ola, los pescadores, las plomadas de flote, el caracol, la…. ¡Eso era, como no me di cuenta!
Él no despertó sino hasta la hora del almuerzo del día siguiente. Abatido y avergonzado, se mostró inapetente y sólo almorzó una olla de sopa con mayonesa; tal su ánimo. Entonces para que no continuará remordiéndose, le expliqué lo que pensaba que había sucedido.
Me escuchó atento y cuando terminé, abrió los brazos, se levantó de la silla y exclamó:
—¡A la pomarola! ¡Qué HDP!, ¡claro, ahora lo veo, eso es lo que pasó!
Su ánimo se retempló, encendió la radio y al compás de Barbie girl de Aqua, devoró una cacerola de ravioles de verdura con la salsa mencionada, mientras movía la cabeza al son de la música. Jamás comprendí como hacía para comulgar el dance pop de Aqua con el hard rock y el heavy metal. Parte de lo que lo hacía un grande, supongo.
Años más tarde la vida nos llevaría por caminos y destinos diferentes. No volví a verlo, aunque a veces me llegan noticias de sus hazañas, la que muchos no creen, ya que sólo aparecen publicadas en un apartado en diarios amarillistas del viejo mundo. Pero conozco la verdad, del mismo modo que sé que fue lo que sucedió ese día. Por eso, de esos momentos que compartimos; pero de aquella tarde en especial, guardo conmigo una foto, la que enmarqué y coloqué en un lugar bien visible para que se destacara sobre el resto del mobiliario en la sala principal de mi casa. Y ella cuelga sobre la chimenea, enmarcada en fino ébano, con una vista del caracol en primer plano, el cuerpo arrodillado de mi amigo a un costado y una enorme ola triunfal recortada sobre el fondo celeste del cielo. Bajo ella, coloqué un rótulo tallado en madera a modo de explicación, uno que quizás no todos entiendan, sino sólo nosotros dos, y que dice en forma breve y concisa: «El mar, sus artimañas y el extraño instrumento de su venganza».
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