– Pala de punta, pala ancha. Hoja o plancha, mango, empuñadura. Esas, y el brazo que la empuña, son sus partes.

– ¿Por qué acá?, si sobra costa.

– El cuerpo sabe. El que vengo cargando entre mis brazos desde la loma donde lo hallé. Él manda, yo obedezco.

– Supe que era él desde el principio, por los ladridos.

– Antes de cavar, hay que imaginar el hoyo. Profundidad, forma, anchura. El hoyo es una madre que recibe a un hijo. Y a cavar no se empieza con la ancha.

– Con la de punta no. Con la de punta lo mataron. Y esas salpicaduras hasta el mango. Quién pudo hacerle esto.

– Primero es hacia abajo. Hay que pararse arriba de la plancha, dejarla que se hunda. A la pala eso le gusta.

– Morirse así, con una soga al cuello.

– Con la de punta no. Además, ayer llovió, a este barro le entra cualquier pala, la hoja será el puñal que entre en la carne.

– Que ni la carne ni la tierra se te resistan. Que quien mande seas vos, siempre.

– Afirmo la otra pierna contra el suelo, flexiono las rodillas. Firme el cuerpo, firmes las manos, una en la empuñadura, la otra en el mango.

– No fue un aullido, fue un grito de dolor. De dolor humano.

– Ahora es hacia arriba. Y es con el alma.

– Hay que sacar tierra de la tierra, Pedro, como yo, cuando te saqué del vientre de tu madre. La pala son tus manos, tus brazos. Es tu cuerpo entrando y saliendo de la tierra.

– Paleo. Hundo, extraigo, vuelco. Hundo, extraigo, vuelco. Para todo hay un compás, para el trote y la brazada, para el arrullo y el viento. La piedra inmóvil, el puñal en reposo, la sangre, lo tienen.

– ¿Habrá sufrido? Que no se haya dado cuenta, que todo se haya puesto negro de repente, que haya sido un zumbido y después nada. A vos, que estás arriba, o abajo, a vos te hablo.

– Como la música. No hay sonido sin silencio, a cada movimiento su descanso. Es la ley. Cuento diez, descanso tres. Diez paladas, tres descansos. Ritmo.

– ¿No es suficiente ya?

– La tierra sabe cuándo. Y ese cuerpo, ahí, echado, a dos metros de este hoyo. Ellos saben, hay que oírlos, nada más. Sigo paleando, el jadeo también es ritmo. Mientras, sobre mi cabeza la negrura y ni una estrella.

– No te distraigas, mirá hacia abajo, el hoyo apunta al centro de la tierra.

– Ya falta poco.

– Ahora es cuándo. Ahora es con las manos, con las uñas. Ya no se trata de cavar, Pedro, ahora se trata de otra cosa. Ahora sos un animal que escarba con las patas, con el hocico, con los dientes. Ahora hay que gritar. No de rabia, ni de pena.

– Yo, animal, te devuelvo a tu fondo. Yo, tu penúltima madre, te desciendo, abajo encontrarás cobijo. Tu cuerpo espera que lo cubra.

– Creas en lo que creas, lo debes ocultar. El cuerpo muerto no se debe mirar, es sagrado. Ya ves, todo es un ir y un volver. Vamos y venimos, siempre en el mismo punto del espacio. El movimiento es un engaño, Pedro, y todo acontecer, ficción. Vivimos sobre un fondo de tiempo en que, en realidad, no pasa nada.

– Y esta montaña al costado es antinatural, también debe volver a su lugar.

– Que se cumpla.

– Yo, Pedro, el enterrador, declaro que en el día de la fecha sepulté, sin ayuda, a un perro de, calculo, tres años, muerto de un golpe de pala (quizás fueron dos) por un desconocido. No hubo una oración al pie del hoyo. Pero me conozco, en el momento menos pensado me sorprenderá el recuerdo. No sabré qué hacer ni cómo comportarme. Me apartaré hasta que pase esa sensación cálida en el pecho, que, le llamen como le llamen, no puedo sujetar.

– Yo, Santiago, muerto hace ya veinte años (veinte años, parece mentira) digo que Pedro siempre fue un buen muchacho. A veces dado a la bebida, pero nunca estafador ni pendenciero. Es cierto que desde chico acostumbra a hablar solo. Que a su madre no la conoció. Que le gusta ir y venir sin compañía por la costa de este arroyo donde nacimos, morimos o vamos a morir todos nosotros. Que se ocupa de enterrar perros muertos. Es cierto todo eso. Y qué. Él, escúchenme bien, es uno de ustedes, y es mi hijo.

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