No podía dormir, la rata no lo dejaba. Mejor dicho: el ruido de las ratas.

No las podía ver, pero sabía que estaban por ahí reproduciéndose, detrás de las paredes.

Cuando apagaba las luces comenzaban los rumores. Los chillidos, las patitas rasguñando el tabique, el golpeteo desde el cielo raso.

De un salto se levantaba y prendía las luces.

Nada. Silencio.

El sabía dónde estaba el escondrijo.

Sólo tenía miedo de enfrentarlo.

Tampoco es sencillo aceptar que se tiene la cabeza llena de ratas.

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