—Te sangra el pie —es lo primero que dice el ratón de campo cuando entra en su coche el ratón de ciudad. Pero no pasa nada, el ratón de campo se incorpora en su asiento de conductor, estira el brazo para buscar algo entre los trastos de atrás y recoge una venda y esparadrapo y unas tijeras, todo tipo de cosas que luego aplica en el pie dolorido del ratón de ciudad hasta que para la hemorragia, cura las ampollas, alivia su dolor.

—Qué apañados sois los del Norte, eh. —El ratón de campo no dice nada, no sonríe, no le ha hecho gracia. El ratón de ciudad supone que el silencio es también algo muy de ellos.

—¿Subimos? —El ratón de campo arranca y el todoterreno empieza a abrirse camino entre zarzas por la senda que sube al castillo. El pueblecito queda atrás, se hace pequeño. Del espejo retrovisor cuelga una cruz, dos dados y un botecito ambientador con olor a gasolinera. Qué gracia, piensa el ratón de ciudad, pero no dice nada; en seis días es hoy el primero que habla con alguien y no quiere gafarlo. En su lugar, habla el ratón de campo—. O sea que peregrino, ¿eh? No vienen muchos por aquí este verano, con esto del Covid.

La Covid.

—¿Eh?

—Digo que sí, que ando haciendo el Camino. Empecé el lunes en Roncesvalles, espero hacerlo entero. Es como dices, un poco solitario y tal, con la pandemia. Sobre todo en los pueblillos. ¡Ha sido raro encontrarte! En el Grindr me salían todo tíos a, no sé, ¿diez kilómetros? Y de repente me aparece uno a cien metros y digo, Dios, qué será esto. Pero luego ha sido guay, que me vinieras a recoger en coche y tal. Un detalle. Y lo de la venda. Gracias. No te lo he dicho antes.

—A mí también se me ha hecho raro que me aparecieras en la aplicación y que fueras peregrino. Suelen pasar de largo porque el pueblo está en mitad de etapa. Eres un poco flojo tú, ¿no?

Por primera vez, el ratón de campo se ríe. Al ratón de ciudad el comentario no le hace gracia, pero le gusta verle reír. El vehículo sube en zigzag y el sol criminal amenaza con derretirlo todo. Probablemente ya no exista la civilización cuando vuelvan, solo escombro líquido. El coche señala cuarenta y dos grados y el ratón de ciudad solo espera que el termómetro esté defectuoso.

Freno en seco. Restos de fortaleza, tallada de forma brusca y primitiva en la roca. Escalones estrechos, cubiertos hasta la más alta torre de musgo y enredadera. Una grieta en la muralla. El mundo a sus pies, pueblecitos en medio de montañas planas y borrosas por la lejanía y porque el calor levanta su propio hedor brumoso que hace que todo se vea uniforme y liso como dunas en el desierto. A lo lejos, el ratón de ciudad reconoce el camino que tendrá que retomar mañana temprano.

Silencio entre los dos ratones. En principio, habían quedado para enrollarse, aunque el ratón de ciudad deduce que la sangre y el sudor y la pobre conversación han podido dar por terminada la erótica del encuentro. Además, la gente del Norte suele estar un poco desubicada en los asuntos del cortejo, ¿no? En eso está pensando cuando el ratón de campo se abalanza sobre él, lengua al viento, y los dos ratoncitos acaban apareándose al raso, el sol rabioso juzgándolos y debajo los pueblos de tres o cuatro valles cantando a coro algún zortziko de pasión roedora.

—Ha estado muy bien —dice el ratón de campo al terminar. Hace ademán de vestirse.

—¿Ya nos vamos? —dice el ratón de ciudad—. ¿Esto lo haces con todos, lo de enseñarles las vistas al infinito y luego chin-pun? —Se ríe.

—No, claro que no. Si quieres, nos quedamos un rato. No te creas que hago esto mucho, viviendo como vivo, rodeado de gatos, ¿entiendes?

—Y tanto.

—De vez en cuando me escapo a la ciudad. Tengo algún amigo ratón por allí.

—Eso está muy bien. —El ratón de ciudad se incorpora y observa el pueblecito, que ya empieza a encender sus farolas porque el sol se está poniendo—. Lo que no tiene que estar tan bien es llevar siempre esa careta de gato que te he visto en la guantera.

—Algún día haré algo al respecto.

—¿Vivir en la ciudad?

—Quemar la careta.

—¡Ah! Eso está bien. La ciudad no es la panacea. Yo llevé la careta muchos años, no te creas. Aún la llevo a veces, me sale solo, hasta que digo, ¿por qué soy tan ridículo?, y entonces me la quito un rato y respiro.

—Qué bonito hablas. Como un poeta.

—¡Soy poeta!

—¿En serio?

Nah, solo corredor de seguros.

—Oh. Yo, solo agricultor.

—Eso es muy guay.

—Es una mierda.

—Eres un ratón de campo.

—¡Ja! Eso es. Será mejor que se lo haga saber a las fieras esas que me esperan abajo. A mis padres… ¡a mi novia!

—¡Wow! —grita el ratón de ciudad, que casi se cae de la muralla de la sorpresa y la risa y porque cree que se está enamorando del ratón de campo—. ¿Te imaginas? Matarlas del susto hoy mismo.

—¿Me acompañarías?

—¿Qué?

—Lo que he dicho. Y te quedas a dormir.

—La verdad es que no me veo capaz de hacerme otros treinta kilómetros mañana.

—Con ese pie, no te veo capaz ni de hacer el tramo hasta mi coche, sinceramente.

—Cabrón. A lo mejor sí que me vendría bien un descanso. Y, encima, dormir con el único ratón del pueblo. ¡Qué privilegio!

—Ten cuidado con los ratones de campo, eh, que estamos todos locos.

—Me dan más miedo los gatos.

—No te preocupes por eso, ¡pondremos caretas de perro por todo el jardín!

El ratón de campo y el ratón de ciudad se visten y vuelven al coche. Ninguno se ha dado cuenta, pero van cogidos de la mano.


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