Los primeros síntomas fuertes de la abstinencia llegaron a eso de las dos de la madrugada. Ya había tenido algunos avisos: manos sudorosas, pies helados, calambres, dolor de cabeza y ardor de ojos. La rutina continuaba con el insomnio y el dolor en las articulaciones. El cerebro agotaba todo su repertorio de estratagemas para cumplir con su orden perentoria: ¡Dame!

Varias veces había intentado ganar la partida y otras tantas había fracasado. Ahora un terrible temblor me sacudía en la cama como si estuviera poseído. A tropezones me levanté y fui hasta el baño. Tomé la botella de amoníaco y aspiré hasta casi ahogarme. Era un recurso desesperado y estúpido. Más temprano que tarde el vicio me vencería. Era como una presencia invisible que me rodeaba hasta asfixiarme por completo. Un demonio agazapado en algún rincón sombrío de mi cuarto que me susurraba: ¡Hazlo!

Miré por la ventana. El parque lucía solitario. Las farolas iluminaban el sector donde estaba el arenero, los toboganes, los columpios y los trapecios. Era el lugar ideal donde las parejas venían a jugar a ser niños. Era parte del romance. Los abrazos, los besos, el columpiarse, saltar sobre los subibajas. Ajenos a todo, lejos de las miradas indiscretas. Casi parecía un coto de caza donde retozaban inocentes las presas.

Un escalofrío me agitó por completo. Ya no podía resistir mucho más.

Tal vez una caminata por la plaza me relajara. Respirar el aire fresco de la madrugada. El aroma del césped recién cortado. La fragancia del rocío sobre la tierra. El olor salobre del sexo y el miedo.

Abrí el primer cajón de la cómoda. En una franela encarnada descansaba mi cuchillo con asta de hueso. Limpio, brillante y casi casto.

Si, lo mejor era ir de ronda por el parque.

Una vez más antes de conciliar el sueño.

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