El muro principal, el que recibía al viajero con una promesa de cobijo y temple tras sus gruesas piedras centenarias, se levantaba en un pequeño recodo del camino, la vista clavada al este, saludando con entereza cada nacimiento del nuevo sol.
A media altura entre el portón de madera noble, recuerdo de carros y balas de heno, y el tejado a dos aguas sustentado por sendas vigas cruzadas, se abrían dos ventanales, uno grande y casi ostentoso que la mayor parte del día mantenía las contraventanas cerradas, misteriosamente poseído por un imposible sentimiento de humildad ante su compañera, como si no deseara ofender la minúscula mediocridad de ese otro vidrio, ajado y algo vahído, pero con los párpados de roble abiertos siempre de par en par, justificando, si no su utilidad, casi nula, si su derecho a ser, mucho más allá de su impuesto derecho a estar. A lo mejor exagero, la mente de un niño siempre juega a fantasmagorías, cualquiera sabe.
A menos de veinte metros, en el camino que serpenteaba a través de maizales y arboledas, mientras las suelas hacían presentes cada hoja o cada piedra, bien podía suceder que te asaltara con violencia el aroma de la caza al fuego, de la orgullosa carne de venado goteando restos de vida en los carbones incandescentes, el dulzón blancuzco de algún ave desplumada o el vapor suculento de la calabaza o de los puerros o de la zanahoria o de la berza, una cualquiera de las pequeñas joyas que él, con tiento y mimo de matrona, eterno guardián de su terruño, cuidaba y cultivaba en el pequeño huerto anexo al caserón, un rectángulo de vida, recuerdo genético de un pasado arraigo a la madre tierra.
De niño, cada vez que me aproximaba a aquel refugio atemporal, alejado del vengativo paso del tiempo, la mano nervuda y áspera de aquel adorable ermitaño de boina y andares regios, me acercaba a su reino de hortalizas, de conejos, gallinas y pólvora. Posaba en mi hombro su garra y, con la paciencia de quien se sabe poseedor de un secreto pronto a desvanecerse, me llevaba a la cocina y me agasajaba con una tajada de jamón, un bocadillo de chorizo, de queso, tal vez una manzana… Cuán caprichoso es el recuerdo, en el que aquellas nimiedades tienen la dulzura de todas las tiendas de caramelos del mundo. Ese rincón de la memoria en el que el agua -recién extraída de un pozo excavado con sus propias manos en un pasado que, este sí, soy incapaz de aventurar-, el pedazo de perdiz de la noche anterior, o el tinto espeso y negro que guardaba en tinajas de barro -y que, ya en la adolescencia, me acercaba en un vaso que temblaba al compás de su vejez, acompañándolo con el guiño cómplice del que está con él en el secreto- está repleto, -más allá de las imágenes siempre cambiantes- de un sabor inconfundible, un sabor de naturaleza, de salvajismo y libertad. El sabor que tiene la vida per sé. Claro, ahora hasta allí conduce un camino enlosado, limpio, perfecto, medido, el antiguo maizal cercado por un muro de hormigón desnudo. Las noches tenues de verano, cuando empuja la inmortalidad de la pereza, las farolas acompañan tu paso y te sientes, tal vez no protegido -nunca pasa nada en un pueblo tan pequeño- pero sí a salvo de naturalezas impredecibles, custodiado por tu sombra, que no puede saberse artificial por más que lo sea. Ahora, a menos de veinte metros, el camino se abre en un claro ribeteado de mesas de plástico, sombrillas y ceniceros,  iluminado por focos halógenos de quinientos watios que convierten el viejo saludo al sol naciente en una batalla de lúmenes. El rumor de las voces y de la música ambiental llega hasta ti en rachas incoherentes y las ventanas, perdida ya su mágica razón de ser, se mantienen eternamente abiertas de par en par, probablemente tratando de desembarazarse del olor de las hamburguesas y las patatas fritas. En fin, todo llega, pienso mientras giro sobre mis pasos, saboreando en mi niñez -intacta en los sabores que fueron- las manzanas y las peras que arrancaba de aquellos majestuosos árboles que cercaban el huerto, en aquel rectángulo de vida que hoy hace las veces de aparcamiento y bajo cuyo asfalto puedo oír -bendita magia- el crujido desesperado de los brotes tratando de revivir.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS