Abortar en Burgos no es posible.

Abortar en Burgos no es posible.

Abortar en Burgos no es posible. En 2010 me quedé embarazada. Soy consciente de que aquí es donde a todo el mundo le pica la curiosidad por saber en qué circunstancias ocurrió este hecho. ¿Soy una estudiante de primer año de Enfermería? ¿Una señora que toma café todos los martes en el Paseo del Espolón con sus compañeras de costura? ¿Una mujer casada con tres hijos? ¿Una mujer musulmana que trabaja en el Hospital? ¿Soy una joven soltera? Y en ese caso, ¿soy promiscua? ¿Sé quién es el padre? ¿De qué color tengo la piel? ¿A quién voto?

Todo cambia para el lector si contesto a una sola de estas preguntas. El relato será completamente diferente, pero eso es lo que quiero evitar. Soy cualquiera, soy todas.

Estoy creando vida y no tengo ninguna intención de llegar hasta el final del proceso.

Lo primero que hice al ver el positivo en el predictor fue ir a urgencias. Ya sé que no se puede ir a urgencias si lo que tienes no es urgente, pero a mí en ese momento me lo pareció. Me parecía inaceptable meterme en la cama, dormir y al día siguiente desayunar, ducharme e ir al ambulatorio a pedir cita con mi médico de cabecera.

Así que en la sala de urgencias me acomodé en una silla de plástico a esperar ordenadamente a que atendiesen mi desgracia, como el resto de personas que allí esperaban, aunque a todos les apeteciese irrumpir en la consulta gritando e implorando ayuda. Ante todo, somos una especie civilizada.

Cuando me tocó entrar, la médico de urgencias me preguntó qué me ocurría mientras buscaba no sé qué en un cajón. “Es que estoy embarazada”. “Vale”, me dijo mientras tecleaba en su ordenador. “Te doy vez con la matrona para el lunes”.

La palabra matrona me sonó a epidural, flores en un jarrón y patucos de ganchillo así que le dije “No, yo lo que quiero es abortar”. “Ah”. Silencio. Tos. Silencio. Teclado. “Aquí eso no se hace. Tienes que hablar con una trabajadora social pero yo no te puedo ayudar”. “Gracias, muy amable”.

Me tumbé en la cama a buscar por Internet, a pesar de que sabía que no me iba a gustar lo que encontrase. Adolescentes en foros que aconsejan tomar pastillas abortivas de dudosa legalidad, remedios caseros claramente perjudiciales para la salud, particulares que se ofrecen a practicar abortos por cincuenta euros en Milanuncios…

Volví al ambulatorio por la mañana, esperé en la sala de espera de la matrona. Revistas de lactancia, libros de pinta y colorea, barrigas de seis meses y mis ojeras.

La matrona me escribió en un post-it la dirección de una asociación de mujeres donde debía ir.

Allí sí encontré miradas empáticas y ganas de ayudarme. También había revistas en la sala de espera, pero de ciencia y de historia. Me dijeron que debía esperar treinta días para LA INTERVENCIÓN, que debía ser en una clínica de Valladolid.

Esos treinta días me los pasé vomitando, esquivando los olores de la vida, la comida, el tabaco, la gente perfumada, los animales, la ropa ajustada…

Cuando llegó el día, me monté en un ALSA que me dejó en la estación de autobuses de Valladolid. Ya había estado allí antes pero esta vez me pareció horrible, sucia, vulgarmente provinciana. Las caras de la gente, grotescas. Todo me dio miedo. Me apeteció comerme un helado de vainilla pero tenía que estar en ayunas para LA INTERVENCIÓN.

En la puerta de la clínica, la acera estaba llena de panfletos arremolinados en el barro que no leí porque tuve la intuición de que no apoyaban lo que estaba a punto de hacer. Dudo que alguien vaya a la entrada de una clínica abortista y tire panfletos que recen: «Ánimo, todo va a salir bien. Estás haciendo lo correcto.tú puedes» con un smiley al final. Entré en la clínica.

En la sala de espera otras mujeres esperaban junto a mí, solas o en pareja, sin hilo musical.

En la consulta, dos hombres jóvenes me saludaron y me pidieron que me desvistiera de cintura para abajo. Recuerdo el ruido de algo parecido a una aspiradora y un tubo. Mientras uno me hacía aquello con el tubo, el otro me echó crema en la barriga y miraba una pantalla donde se veía mi interior. Me hablaba. Me hablaba mucho. Tenía unos ojos negros oscurísimos. De esos en los que no se puede distinguir la pupila. Le dije de dónde era y él me contó lo mucho que le gustaba mi tierra soltando un rosario de tópicos culturales que me reconfortaron.

LA INTERVENCIÓN duró cinco minutos. Cuando salí me dieron un vaso de agua y me dejaron sentarme un rato en una camilla. Fue todo un detalle.

Me monté en el ALSA nocturno rumbo a la ciudad de Burgos, donde todo me pareció más desagradable aún. Me tumbé en la cama, y a la mañana siguiente me duché, desayuné y dí un paseo por la rivera del río Arlanzón.

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