La mujer que viajó para convertirse en gata

La mujer que viajó para convertirse en gata

I

Preparó con mucha anticipación sus maletas. Tenía la lista de cosas pegada en la cabecera de su cama y todas las noches revisaba mentalmente las cremas, las prendas interiores, el cepillo de dientes, los cosméticos y todo tipo de accesorios necesarios para soportar la inclemencia del clima del país al que se dirigía. En realidad, no había nada de qué preocuparse porque haría el viaje en verano y tendría unos meses para adaptarse a las nuevas condiciones climáticas. Le faltaban tres días y por las noches la despertaba algún olvido que se enmendaba cuando salía de su apacible mundo onírico y la vigilia le devolvía la tranquilidad necesaria para conciliar otra vez el sueño. Durante sus horas de ocio paseaba por su barrio y conversaba con las vecinas que con mucha curiosidad le preguntaban si no le daba miedo hacer un viaje tan largo. La respuesta, acompañada de una condescendiente sonrisa, era una negativa. Las señoras la veían con admiración y con unas bolas esféricas en la cara levantaban un enjambre de murmullos. Ágata tenía un novio con el que había cortado, se lo encontraba de vez en cuando, pero él fingía no verla. Cuando Felipe la distinguía desde lejos, suspiraba, hacía de tripas corazón y disimuladamente giraba los pies, impulsaba la cadera y se retiraba con paso lento. No había solución, la infidelidad en una noche de embriaguez había derribado las paredes de la fortaleza en la que Ágata se sentía segura. Los añicos de su corazón roto le dieron la fuerza para tomar la importante decisión.

En algo habían influido la suerte o, el erudito destino, para reservarle un sitio en otra nación, que tal vez le ofrecería todo lo que no le podía proporcionarle su madre patria. Se decía que así era mejor, que lejos de todos sus problemas y la incomprensión familiar encontraría el sendero que la llevaría a la cordura y, por qué no, a un feliz matrimonio. Comía poco y se sentaba paciente a que las manecillas de reloj le acercaran la hora de la partida. Llamó a sus amigas y les prometió mantenerse en contacto enviándoles cartas una vez por semana. Francisco, su padre, mostraba seguridad y se paseaba arisco por la casa, gruñía en ocasiones y ya no le deseaba las buenas noches a su hija con un beso y se limitaba a pronunciar un simple “que duermas bien”. Luego se quedaba en el salón, sacaba una botella de ron, se servía chorritos que se bebía de un trago y salía a la ventana para regar las plantas con sus lágrimas. Llegó el momento de la despedida y a todos se les cayó el disfraz de valentía que habían llevado confiados hasta el último momento pensando que no los delataría. En un mar de buenos deseos y lamentaciones la única hija de la familia León salió hacia Europa. La señora Gertrudis se quedó mirando el avión con sus hermosos ojos glaucos. Lloró en silencio y su estómago parecía emitir el gimoteo que ella ocultaba. Su marido la rodeó con el brazo y le ayudó a sacar las lágrimas con un berrido infantil. Se enlazaron en una actitud solidaria y se miraron como el día en que les habían informado que eran padres de una hermosa hija.

Ágata no pudo sobrellevar la severidad del vuelo, anduvo caminando por el corredor durante varias horas y se encerró en el baño para vomitar la sosa comida precalentada de las bandejitas de aluminio. A pesar de que el viaje parecía el de un tren que recorría una vía recta sin baches, ella se aferraba a la cabecera del asiento delantero enterrando con mucha fuerza las uñas. Casi no hubo turbulencias, pero las pocas sacudidas que experimentó la enorme aeronave le pusieron los pelos de punta. Dieciocho horas de vuelo fueron un vía crucis en el que se prometió hacer una gran penitencia para limpiar todos sus pecados. Estuvo a punto de besar el asfalto del aeropuerto en un gesto episcopal, pero no le alcanzó el valor para ponerse en la posición de los musulmanes en plena oración, por eso, arrastró como pudo sus maletas y salió del aeropuerto. Vio un letrero con su nombre y apellido, suspiró y caminó con determinación.

Al verla, el señor Vladímir, le dijo que se iba a resfriar porque estaba lloviendo muy fuerte y necesitaba un impermeable o un paraguas. Lo único que pudieron encontrar fue una gabardina que le echaron encima y la condujeron hasta una camioneta destartalada con asientos muy incómodos y fuerte olor a gasolina. La señorita Arina la veía con indiferencia y, de vez en cuando, le mostraba algún monumento o edificio importante, pero Ágata no podía concentrase por el efecto tan nauseabundo que le producía el olor del combustible, de cualquier modo, las arqueadas que la obligaban a inclinarse no lograban sacarle de la barriga lo poco que le quedaba dentro.

Por fin llegó a su habitación. Estaba en la tercera planta del edificio de las mujeres. Le comunicaron que tendrían que hacerle unos exámenes antes de matricularla en los cursos del año de preparación previo a la universidad. No pudo ver a ningún coterráneo y se comunicó con ayuda de un traductor porque Arina y Vladímir tenían otras responsabilidades y no sentían ningún compromiso con ella. Conoció a unas chicas de Cabo Verde que hablaban un poco de español. Se hicieron amigas pronto y supieron que Ágata quería estudiar la carrera de periodismo. Ellas se sentían capacitadas para las ciencias exactas y querían dedicarse a las matemáticas y la química. Era muy raro, pero al verles la cara con atención se podía uno dar cuenta de que sus gafas de enormes lentes se habían conseguido, a lo largo de los años, gracias al esmerado estudio con mala iluminación. Eran Inteligentes las chicas. Una se llamaba Évora y la otra Janina. Les encantaba cantar y aprovechaban cualquier ocasión para ejecutar a dúo su mejor repertorio. Una tarde llegó don Mariano, el encargado de orientar a los estudiantes de habla hispana, a darle la noticia de que empezaría el uno de septiembre con sus estudios. La llevaron a un centro comercial muy grande y le proporcionaron ropa interior, calcetines de estambre áspero, un abrigo de lana y unas botas con forro. Ágata se había aconsejado con algunas personas que conocían el inclemente tiempo de estas tierras y por eso se había comprado ropa caliente, pero se dio cuenta, muy rápido, de que se había equivocado en la elección. Se animó un poco en el viaje de regreso, subió con sus bolsas llenas de ropa envuelta en papel. Quitó todos los envoltorios y colgó sus cosas en el armario de su habitación. Sus compañeras isleñas le habían dejado menos de una tercera parte del espacio, pero fue suficiente para ella.

Ese día durmió muy tranquila y soñó, ya entrada la mañana, que su vida se llenaba de éxitos. Se estaba todavía saboreando el elixir de sus imaginarios triunfos cuando la despertaron agitándola para que se despertara. «Vas a llegar tarde, mujer—le decían con ritmo melodioso—. Levántate ya que es hora de salir» Se vistió con los ojos entrecerrados y se estiró varias veces para despabilarse. La primera clase le dejó impresiones contradictorias porque conoció a su profesora de idioma, era una señora rubia de mirada muy noble y voz aguda. Sabía un poco de francés y dijo que no hablaría en ningún otro idioma más que en el suyo. Fue muy difícil memorizar las letras del alfabeto, más por los sonidos que por la escritura. Las peores eran las que no existían en el diapasón de Ágata. Le explicaron mil veces la forma de poner la lengua, la presión que debía ejercer en el paladar, le dijeron que necesitaba usar la garganta para unos, rendijas entre los dientes para otros y la lengua y los labios para los restantes. Poco a poco, comenzó a reproducir mejor los sonidos que le enseñaban en las clases y gracias a su fino oído pronunció las primeras palabras con éxito. Liudmila Petrovna le decía que su forma de hablar era parecida a los maullidos de los gatos y ella se reía con gusto porque sabía que las culpables eran sus vecinas caboverdianas, que se ponían a practicar todos los días con ella. Conforme pasaban los días se iba adaptando a las nuevas condiciones. Tenía una cama vieja con el tambor oxidado que rechinaba mucho. Había puesto tres colchones deformes con grandes bolas de algodón mal repartidas y su manta era muy delgada. No había llegado el invierno y sentía mucho frío por las noches, así que se echaba su abrigo de lana para mantenerse caliente.

La comida no fue de su agrado desde el principio. Le parecía demasiado grasosa y no se parecía a la que acostumbraba. Echaba de menos las frutas, las sopas, los guisos picantes y las tortillas de maíz. Sabía que estaba allí por su propio gusto, así que decidió autoconvencerse de que pronto dejaría de pensar en los alimentos tradicionales de su país. Lo malo era que algunos de sus compañeros recibían envíos de sus familiares y luego, se paseaban por los pasillos del comedor o la residencia estudiantil presumiendo de las cosas que se habían engullido. La primera vez que tuvo la oportunidad de saborear los platillos de su tierra fue en un cumpleaños. Disfrutó mucho de las salsas y los dulces tradicionales que le cayeron como agua de mayo porque estaba un poco harta de la sopa de col, las ensaladas de remolacha, los pescados salados y las salchichas que era lo único que había consumido hasta ese momento. Bailó con Pedro, un colombiano bastante cómico que la comenzó a pretender, pero para desprenderse de él le dijo sin tapujos que no era su tipo. En ese momento, ninguno de los dos sabía que el alegre muchacho se casaría con Nastia Dmitrieva, una compañera de Ágata, que se conocerían en unas vacaciones en el Mar Negro, que él se volvería loco por ella y que se irían a vivir a Bogotá al terminar la carrera.

Volvió a las doce de la noche a su habitación. Había tomado un poco de licor de huevo y leche que alguien había sacado para que lo bebieran las muchachas mientras los hombres se emborrachaban con una cerveza de olor bastante fuerte. Se acostó con la música vibrándole en las orejas. Había disfrutado de verdad las cumbias, el merengue y los boleros que habían puesto sus compañeros en una enorme grabadora que parecía una maleta con bocinas. La enorme distancia que la separaba de su casa la fue moldeando de forma imperceptible. Primero, cambió su forma de vestir, luego se recortó el pelo para no sufrir tanto por las mañanas al hacer cola para entrar a arreglarse al baño. Tenía bastante suerte—pensaba—porque a los hombres les había tocado una ducha en el sótano de su bloque y se encontraba en malas condiciones. A algunos grifos les faltaban las manijas y tenían que esperar a que se desocuparan las que estaban en buen estado. Lo sabía porque Mario, uno de sus paisanos, lo contaba con asombro. “¿Cómo es posible que nadie se preocupe de arreglarlos?”—se preguntaba cuando tenía la oportunidad de que lo escuchara alguien—. Por cierto, Mario era un buen bailarín, estaba a cargo de los espectáculos y era quien organizaba las fiestas, las presentaciones y las muestras de cine. Estudiaba filología y llevaba tres años allí. Era buen alumno y quería ser diplomático, pero no tenía contactos que lo pudieran ayudar. Viajaba dos veces a su país y era el emisario de la comunidad. Volvía con infinidad de encargos y cartas. Su novia era una panameña que estudiaba medicina. Al final no se casó con ella y tardó mucho en encontrar a su media naranja.

Ágata pasó su primer invierno a duras penas. La obligaron a ponerse unos esquíes muy viejos con zapatos sin forro y se resfrió porque tuvo la mala suerte de caerse en un hoyo. La sacaron con dificultad y la nieve se le metió por todos lados. En la clase de introducción al periodismo comenzó a estornudar y a la mañana siguiente ya no se pudo levantar por la fiebre. Sus compañeras Évora y Janina llamaron a una enfermera y cuando volvieron de clase ya no encontraron a su vecina. Se la habían llevado al hospital para internarla. Tenía anginas. Ágata cruzó media ciudad acostada en una dura cama azul, rebotando cada vez que la ambulancia pasaba por un bache, le dio gracias a dios por no llevar algún hueso roto, pues con esos trompicones se lo habrían hecho astillas. Se sentía fatal porque las amígdalas inflamadas eran un mal que padecía como la peste negra. Al llegar a la clínica la vio una doctora que escribió durante media hora un reporte y le asignó una cámara donde se encontraban otras mujeres. Le dieron un plato de carne y ensalada que no se comió. Nadie le preguntó nada y estuvo echada sin que le dieran medicamentos. Los resultados de los análisis de orina y sangre estuvieron listos al día siguiente y, hasta entonces le comenzaron a dar tratamiento. Se tomó unas pastillas y luego le pusieron unas inyecciones. Por todo lo que había visto tenía la impresión de que había viajado al pasado. “Es como en mi país—se decía para sus adentros—pero hace diez o quince años. ¡Cuánto retraso, Dios mío! Y yo que pensaba que lo que decían las revistas Novosti de divulgación, era verdad. Me esperaba otra cosa. Hay aspectos muy buenos, claro, como la educación gratuita, que es excelente, pero echo de menos muchas cosas”. No pudo seguir con sus razonamientos porque una compañera la distrajo. Le preguntó por su país de origen, por su carrera, sus familiares y amigos. La mujer que la interrogaba era una señora moldava que le explicaba muy despacio las cosas que quería saber. Ágata, a pesar de ser muy buena estudiante, apenas se comunicaba con lo más elemental. La causa era la dificultad de la lengua. No conocía muchas formas gramaticales y se limitaba a hablar en presente. De vez en cuando se arriesgaba con algún pasado, pero las malas experiencias que había tenido con las confusiones con los nativos la detenían en la comunicación. Daba la apariencia de ser introvertida, pero ella sabía que eso era temporal. Zenaida, era profesora de la escuela y le gustó mucho su compañera porque las otras enfermas no eran muy agradables, aunque muy comunicativas. Ágata era extranjera y llamaba la atención, su condición despertaba el interés de la maestra que nunca había hecho un viaje fuera de la URSS. Sentía curiosidad y le preguntaba a su amiga sobre la vida en el continente americano. Las conversaciones tenían un contenido enorme de gestos y la moldava imaginaba con gusto todo lo que le manifestaba su interlocutora.

Al tercer día Ágata ya comía más, disfrutaba el té y las cosillas que Zina le daba. La hija mayor le llevaba panecillos, zumos y comida casera que era compartida con gusto. Surgió un sentimiento diferente. Era como si de pronto se le hubieran transformado su estilo de hablar, de vestir y pensar. La influencia del nuevo idioma y la gente le despertaron un respeto por otros pueblos y comprendió el término Druzhby Narodov. Salió una semana después. Se llevó anotado en un papelito el teléfono de su nueva amiga y le prometió llamarle en la primera oportunidad. De pronto se vio en la calle preguntando por el metro más cercano. Todavía tenía la sensación de llevar puestas sus pantuflas de trapo y su camisón con los que se había paseado por las cinco plantas del hospital. Había dormido mal porque la cama del hospital era tan incómoda como la suya. Se preguntó si todas las camas del país serían así, pero al pasar por una tienda de muebles descubrió que se podían adquirir unas de mejor calidad, sin embargo, le era imposible imaginarse metiendo uno de los muebles que veía en ese momento, en una residencia estudiantil. “No me duraría mucho el gusto”— se decía con resignación. Llegó hasta la entrada de la estación más cercana, vio por el trayecto los árboles con las huellas del otoño, le fascinaron las tonalidades de las hojas de los árboles y la crujiente hojarasca que parecía una alfombra que habían puesto especialmente para que ella la pisara. Le gustó la arquitectura. Había edificios de diferentes estilos y cada uno marcaba una época que iba desde el Estalinismo hasta la era Gorbachov. Buscó con mucha persistencia en sus bolsillos y encontró unas monedas de cinco kopeks. Suspiró de alivio y pensó que de no haber metido por casualidad esas monedas en su abrigo, habría tenido que mendigar para subir al metro. Conocía un poco las líneas porque ya había visitado algunos de los lugares más atractivos de la ciudad, pero como siempre había viajado con compañeros más expertos que ella, no se había fijado mucho en las rutas. Ahora tenía el esquema de las líneas frente a sus ojos y vio la gran distancia que la separaba de su residencia. Tenía que hacer dos trasbordos para llegar a la estación que comunicaba con la línea roja. Caminó por muchos pasillos y se mezcló con la gente que andaba de prisa. Con seguridad, unos llevaban retraso para el trabajo, otros para las clases, algunos para llegar a la estación de trenes o aeropuertos y otros corrían animados por el contagio de los demás.

Cuando bajó del autobús se encontró con Concha y Luz, unas compañeras que la habían echado mucho de menos y habían pensado que se había esfumado. Así se lo dijeron. “Pero, dónde andabas. Estábamos muy preocupadas por ti. Nadie sabe a dónde fuiste y por qué. ¡Cuéntanos, por dios!”. Ágata empezó a contarles lo que había visto en el hospital. Les contó que había tratamientos muy rudimentarios, que usaban todavía ventosas y que hacían lavativas, que usaban jugo de nabo con miel y que algunos tratamientos parecían más una tortura que un alivio a la enfermedad. Concha la peruana le preguntó por la comida y el gesto de desaprobación le quitó las ganas de enfermarse. Les habló de la señora Zina, de su amabilidad y se fueron a almorzar al comedor. Comieron bien porque los platos no eran muy caros. Ágata había recibido de su padre unos dólares y como el tipo de cambio en el mercado negro era muy bueno tenía asegurada su estancia por un año o más. Masticando un trozo de carne de vaca y con los ojos pegados al rostro de Luz, decidió que tenía que ir aflojando la cadena de su ancla para poder dejar de pensar en su patria. Uno es de donde come—se decía—. No recuerdo quién dijo eso, pero es una gran verdad. Necesito hacerlo. No sé cuánto tiempo estaré aquí y si sigo con mi capricho de comparar las cosas y quejarme, no llegaré a adaptarme nunca. Quien la ayudó de sobremanera fue una rusa de nombre Masha que la invitó a su casa de campo. María era miembro del Comité Socialista de los Jóvenes y su misión era la de mostrarle a los estudiantes extranjeros la forma de vida en el socialismo. Tenían instrucciones concretas sobre lo que debían hacer con los invitados a la URSS. Todos los jóvenes sabían que era obligatorio comunicarse en ruso para que los invitados aprendieran rápido la lengua. Debían mostrar los mejores aspectos de la sociedad y encaminar con conceptos fundamentales la aceptación del sistema. Masha era delgada, tenía unos ojos azules muy pequeños y hablaba español. Cuando los recibió la abuela, Marina Vladímirovna, las abrazó como si fueran unas hijas pródigas que habían vuelto de un lugar inhóspito. Entre risas y abrazos entraron en la pequeña casa de madera para ponerse más cómodas. Las huéspedes se sentaron en un banquillo, pero la abuela las sacó al porche en el que había una mesita en la que fue apareciendo la mermelada, el pan, los dulces, el requesón y las manzanas. Ágata veía con placer cómo la anciana con cara de duende noble se llevaba los terrones húmedos de azúcar a la boca y con los ojos cerrados sorbía ruidosamente el té. Oyeron la lección de la experta jardinera sobre el cuidado de las plantas y la forma de sembrar y cosechar hortalizas. En la sobremesa apareció un álbum fotográfico. Era grande y tenía un empastado muy grueso de color verde oliva. “Está es Masha de pequeña—dijo con alegría la señora—, está es mi hija Oksana y su marido Aleksei, mira que guapos eran. Las páginas siguieron pasando y luego, las fotos se hicieron muy antiguas. Algunas estaban arrugadas y otras mal enfocadas. “Este es Andréi Guenádievich, era paracaidista y murió en Stalingrado. No conoció a su hija. Nos casamos y a los pocos meses lo enrolaron. Era muy bueno. Se convirtió en héroe”. No dijo más y pasó con rapidez las pocas fotos de esa época, luego con lágrimas en los ojos habló de la boda de Oksana, del nacimiento de Masha y de su trabajo, de sus colegas en el hospital. Ágata salió a dar un paseo por los alrededores, vio los abedules balanceándose con sus ralas melenas verdes, se refrescó en un lago y se tumbó en la hierba, comió los panecillos que le ofreció su amiga y disfrutó de los rayos del sol. Se dio cuenta de que ya estaba a punto de cumplir un año de haber llegado. Pensó con burla en las primeras cartas que le había mandado a su madre en las que le decía que se había acostumbrado a la comida, que ya no tenía problemas con su colchón, que sus amigos eran muy amables y compartían todas las cosas que les enviaban, que a pesar de no tener toallas higiénicas había muchas formas para sustituirlas, que estaba aprendiendo bien y que se le daba bien el idioma, que no pasaba fríos y que le había encantado trabajar recolectando frutas en Moldavia, la tierra de Zenaida. El Mar Negro le había encantado, se había pasado casi un mes allí y la única situación desagradable la sufrió por no haber lavado unos albaricoques que le ocasionaron una diarrea de tres días. Había participado en un festival de latinos con unos bailes tradicionales. La había pretendido Paulo, un brasileño muy raro, que era comunista y tenía hábitos ocultos muy malos. Su apariencia no era muy buena, se lavaba poco y hablaba demasiado. Por fortuna Ángela, una venezolana muy amable, la libró de su martirio y le presentó a un mexicano muy extrovertido. Tuvo un pequeño romance con él y quedaron en buenas relaciones, luego de que intentaran sin resultado un noviazgo, pero como ninguno de los dos estaba muy interesado en mantener dicha unión se hicieron amigos.

Gertrudis lo sabía todo, tenía una capacidad increíble para entender los sentimientos reales de su hija y lo descubría en cada frase que ella le mandaba en las cartas. Me he acostumbrado a la comida —quería decir en realidad que echaba de menos la comida casera, incluso la de la cadena de restaurantes que no preparaban tan bien—. “El duermo muy bien”, era una queja silenciosa de levantarse con la espalda llena de hoyos, “El me empieza a gustar este sitio y se definen muy bien las estaciones del año”, quería decir que llevaba mal la primavera y el invierno le producía terror por las temperaturas bajas y ese, “En fin, ya tendré la oportunidad de irlos a visitar”, era un ruego disimulado de que la rescataran. Esperaba pacientemente y su sentido común le indicaba la mejor forma de responder y transmitir sus frases consoladoras. Quien sí creía a pie juntillas las frases era Francisco León, en secreto se imaginaba que su hija mostraba la parte de carácter que él le había heredado. Podría haber interpretado la información de las cartas de forma adecuada, si no lo hubieran amaestrado durante tantos años sus dos mujercitas. Le habían ido forjando una conducta de animal doméstico en la cual aprendió a no protestar, obedecer las órdenes que se le daban. Siempre lamentó llevar ese tipo de comportamiento, pero las veces que había probado imponer sus razones le habían dejado una profunda cicatriz en la cabeza y herida la conciencia. Era por lo que aceptaba cualquier cosa con una sonrisa indulgente y se retiraba a cumplir con sus funciones. Nunca le pidieron perdón por las decisiones erróneas y le achacaron su falta de sensatez en el momento preciso. Estaba inmunizado a cualquier asalto de protesta que le pudiera surgir y seguía con mucha atención las decisiones de su mujer, la cual, por desgracia, pocas veces se equivocaba y cuando lo hacía le echaba la culpa a él. Francisco escuchó con docilidad todas las cartas de su hija, hizo un resumen personal y se dijo no debía bajar la guardia para el momento en que se requiriera actuar. La vida en su casa se había convertido en una rutina de trabajo, paseos los fines de semana y largas lecturas los viernes por la noche. A veces lamentaba que precisamente cuando había lecturas de cartas de la cría, pasaran por la televisión peleas de boxeo muy importantes o decisivos encuentros de fútbol. Lo único que le alegraba era las despedidas de su hija en las que le enviaba un caluroso abrazo y un beso. Él los imaginaba como reales y levantaba la vista para imaginar en el fondo blanco del techo la realización de sus deseos. Hubo un momento difícil en el que tuvo que controlarse de sobremanera, pues la adorada Ágata les comunicaba que había conocido a u chico maravilloso y estaba pensando en formalizar las relaciones. Gertrudis entendió que su hija ya se había acostado con el tal Serguéi, que estaba viviendo en su casa y llevaba buenas relaciones con su futura suegra Olga Borísovna, quién había encontrado en Ágata a la mujer maleable que necesitaba para su familia. Cada frase de las cartas relacionadas con el tema era analizada en la intimidad. Se interpretaba, en el círculo de amigas de la señora León, palabra por palabra como si se presentara el texto a una comunidad de especialistas filólogas que determinaban el verdadero significado del mensaje. Francisco no se andaba por las ramas, basándose en su experiencia decía sin recato que el muchacho eslavo veía en Ágata una visa al extranjero porque en esa época todavía las personas tenían restricciones para salir del país por cuenta propia. Luego, estaba la situación económica, por fortuna o desgracia, las divisas eran el medio para llevar una vida con el lujo que no les permitía la moneda nacional. No había productos de importación y sólo una tienda estatal tenía el derecho a vender mercancías importadas y Ágata podía comprar allí. También estaban los intereses de la madre que había recibido muchos regalos de parte de la familia León. Vestidos, perfumes, cosméticos y todo tipo de chucherías para las mujeres. De cualquier forma, tanto él como su esposa y todas sus amigas estaban completamente equivocados.

Por la tarde del domingo, las muchachas se despidieron de Marina Vladimírovna, cogieron los tarros de mermelada que les había dado la amable anfitriona y subieron al tren de cercanías. Durante el trayecto Ágata se puso a leer una novela que le habían prestado sus compañeros. Pronto dejó de esforzarse por seguir con la mirada las pequeñas hormigas que perdían su alineación cada vez que el tren giraba, frenaba o pasaba por un lugar donde las vías no estaban muy rectas. La miró Masha con una sonrisa y le mostró su libro de El Maestro y Margarita que tampoco podía leer. Sonrieron, intercambiaron unas palabras y luego les ganó el sueño. Cabecearon por más de una hora y al final el altavoz de la estación y una sacudida en un cambio de vía las despertó. Cogieron sus cosas y se fueron al metro. Por la noche Ágata se despidió de su amiga y le dijo que la próxima vez le llevaría un recuerdo a su abuela, que le había parecido una mujer fantástica y que era encantadora.

En su cama volvió a hacer un resumen del año que llevaba viviendo en la residencia. En la comparación que hacía, iban destacándose muchos logros. Ahora se comunicaba bien en el idioma local, le quedaban dudas y sufría el olvido de algunas palabras y estructuras gramaticales, pero ya salía del paso con facilidad. No sentía rechazo por las tortitas de carne con grasa, ni por los pescados marinados, ni la sopa de col y le había entrado una pasión por los panes. Le encantaban los que llevaban relleno de requesón. Se podía comer hasta tres en una sentada acompañándolos con cucharadas de crema agria. Sus paisanas la veían con horror y le decían que así subiría de peso en un santiamén, pero no pasaba nada. Su organismo eliminaba todas las grasas y carbohidratos a la perfección. A veces le daban unos bajones emocionales, una especie de morriña o algo que más que pesadumbre parecía un par de zapatos pesadísimos que no le permitía caminar. Era cuando recibía con gusto la visita de sus amigas, que no le ayudaban a superar la depresión, pero el ruido que hacían la mantenía un poco distraída. Llegó el mes de marzo y recibió muchos regalos el día internacional de la mujer. Conoció a uno de los colegas de Masha que se llamaba Serguéi. Se encontraron en el festival que se había organizado para ese día a lo largo de la calle anexa a la universidad. Se habían montado puestos con artesanía y platos tradicionales de los países de donde procedían los estudiantes. Toda el área estaba dividida por continentes y era muy divertido pasearse por los puestos de los africanos y luego verse envuelto por el colorido y aromas de los asiáticos. Cuando Masha llegó al puesto donde Ágata regalaba unas postales de su país y la saludó muy efusiva. Se abrazaron, intercambiaron unas sonrisas y pasaron a las presentaciones formales. Mario Robles le dio la mano a Masha y ésta les presentó a Seriozha. Los ojos de Ágata se quedaron atados a la figura esbelta y el apacible rostro del muchacho que hablaba con mucha naturalidad. Debajo de su falda tradicional ampona y su blusa de raso Ágata apenas podía contener los golpeteos de su corazón. Sentía que la sangre se le acumulaba en algunas partes del cuerpo y no podía hacer nada para deshacer esas enormes burbujas que le impedían hablar, sólo se sonrió, les entregó las tarjetas con fotos de monumentos y lugares de interés y esperó, como si fuera el momento final de la tortura, a que se alejaran. Los vio, inhalando muy agitada, alejarse lentamente. Le pareció oír su nombre en boca del chico cuando se iban, pero luego se dijo a sí misma que eso era imposible. Estaba equivocada porque Serguéi también había sentido algo extraño. Las tarjetas se acabaron pronto y después Mario le pidió que diera información sobre las tradiciones y fiestas del país que representaban. Había muchos curiosos, ancianos y niños traviesos que no dejaban de luchar contra la tentación de llevarse prestado algún objeto de artesanía, para su fortuna otros compañeros que andaban por ahí les regalaron unos bolígrafos hechos de madera con colores vistosos y sombreros. La gente, muy agradecida, hacía reverencias y daba las gracias en cualquier idioma. La tarde pasó con mucha alegría, en el escenario que se había montado enfrente del edificio principal de la universidad participaron varios grupos de estudiantes. Ágata tuvo que bailar, a petición de los espectadores, tres veces el famoso “Jarabe tapatío”, quedó rendida, pero Mario la animaba a que siguieran bailando, no fue posible porque la pobre tenía otro tipo de agotamiento. Desde el momento del encuentro repentino con su amiga Masha, su cuerpo había estado experimentando cambios bruscos. La circulación no se le normalizaba, le dolía el vientre, se mareaba un poco y sudaba un olor agridulce. Por la noche hubo una comida en la habitación de Carmen Azalea. En su habitación siempre se organizaban reuniones porque su personalidad era la de una madre consejera que siempre estaba dispuesta a orientar a las pobres ovejas descarriadas. Estaba terminando su carrera de Historia y sentía el compromiso de dejar su huella muy profunda en la comunidad estudiantil. Muchos años después la recordarían, pero no por su hermosa actitud solidaria, sino porque en el último momento, Jesús que había estado secretamente enamorado de ella se le declaró y tuvieron que retrasar un año su partida porque el introvertido historiador necesitaba terminar su maestría. Volvieron felices a su país con un niño recién nacido. Luego se acomodaron muy bien en una famosa institución mexicana y se convirtieron en el punto concéntrico de las comunidades de egresados de Rusia.

Ágata estaba preparando una comida de maíz y oía desde la cocina el alboroto en el pasillo. Era fin de semana y nadie necesitaba estudiar, por eso organizaron un baile. Sonaron las cumbias, la salsa y el merengue, el espacio se llenó del vapor que despedían los alegres bailarines. La pobre Renata no podía llevar las ollas con los manjares porque se lo impedían los enajenados danzantes que no paraban de moverse. Fue necesario apagar la música para que pasara la comitiva de cocineras ayudadas por las ovaciones y aplausos. Ágata seguía sufriendo el placentero malestar que le había provocado Serguéi y para colmo lo vio conversando con Mario. Estaba en una discusión muy acalorada y cuando ella entró se le convirtieron las piernas en plastilina, tuvo que dejar la olla con frijoles en una silla para no arruinar lacena. Estuvo apoyada en la pared recuperando las fuerzas hasta que la vio Serguéi y se le acercó. Ella articuló unas palabras con dificultad, pero notó que a él también se le atascaba la voz en la garganta, se envalentonó y consiguió superar el miedo. La amable actitud de Ágata le encantó y cambiaron sus miradas. Comieron, bebieron y antes de la medianoche se separaron. Antes de salir, Serguéi la abrazó con torpeza y su rostro chocó con el de ella. El instinto unió sus labios y sus cuerpos eran como imanes.

Pasaron tres días de dudas en los que Ágata se preguntaba cuáles serían las intenciones de su amigo. Se imaginaba que en el próximo encuentro se le declararía y harían la relación formal, pero se apareció Serguéi y no dijo nada. El enfado obligó a que ella le preguntara si tenía algo importante que decirle. Contestó que no, por supuesto, todo estaba más claro que el agua. Ella se quedó callada y se tomó el café en silencio mientras él le contaba muchas cosas sobre sus padres, su casa de campo y los estudios. Se separaron con un inocente beso sin decir nada. La mirada ambigua de Serguéi dio pauta para que se desmoronara toda la ilusión. Estaba deshecha, no quería hablar con nadie y dormía fatal. Echaba de menos su sensación del amasijo en las piernas y las burbujas asfixiantes. No entendía cómo la habían podido engatusar de esa forma. Tenía una larguísima carta para su madre con una lista de requerimientos para superar la situación. Iba en dirección a correos cuando se le cruzó Masha. La detuvo en seco y la felicitó. Con cara boba y la quijada colgante le pidió una explicación. “¿No sabes que Serguéi le ha declarado al Comité que está dispuesto a casarse contigo? Lo iban a echar, si no fuera por su padre…”. Masha vio la cara de vaca que tenía su amiga y la agitó para hacerla reaccionar. Lo único que consiguió fue un abrazo estrangulador que casi la desmaya. Se marcharon alegres entre risas, Ágata tiró a la basura su carta y besó a su amiga. Pasaron la tarde juntas y Masha le preguntó con mucha insistencia por Prometeo, otro chico del grupo de baile que se parecía a Mario, pero era más alto y varonil. Estudiaba agronomía y tenía el poder para transformarle en dulce los ojos. Cada vez que pronunciaba su nombre su mirada se transformaba en miel. Ágata sacó muchas conclusiones. Primero, al pueblo que fueres, haz lo que vieres—se dijo con voz sorda—. Segundo, para conocer a la gente hay que conocer bien su cultura. Tercero, el destino y la suerte son lo que son, pero aquí hay que tomar las riendas de cada asunto para que se resuelva de forma clara. Se despidió de su amiga y fue a hacer de celestina a la habitación de Prometeo que vivía con un patán de nombre Ramiro. Le va a pegar las malas costumbres ese idiota—decía por el camino—, pero se lo voy a impedir. Estaban en la facultad de agronomía y estudiaban a unos cuantos kilómetros de la residencia, estaban discutiendo sobre unas notas que habían tomado mal en una clase y se sorprendieron de ver a Ágata. Ella sin recato le dijo a Ramiro que se saliera. No quería obedecer, pero lo obligó Prometeo. Media hora después, salieron juntos y Ramiro pensó que habían tenido algo más que una simple conversación. Pasada una semana, Masha vio realizado su sueño. Fue a ver a su amiga y se lo contó. Estaba feliz porque sabía que Prome tenía sus admiradoras y había algunas que las tenía entre ceja y ceja por imprudentes. Era muy correcto y estudiaba mucho, quería terminar lo más pronto posible su carrera y volver a su país. Pensaba que las relaciones amorosas eran tormentos innecesarios y vivía recluido en el estudio. Al saber que Masha se interesaba por él, recordó el hermoso rostro de la muchacha y sus maneras aristocráticas y se decidió. “No lo podía creer—dijo Masha con mucha alegría—. Llegó, me tomó de la mano y me preguntó si quería salir en plan serio. No entendí a qué se refería, pero la pasión me hizo ceder y ahora estamos juntos”. Celebraron la noticia toda la tarde con tazas de té, intercambio de información de las tradiciones de cada una de sus tierras y vaciaron una bolsita de rosquillas hasta dejar sólo las migajas.

La vida se fue edificando como un monolito que le daba toda la confianza del mundo, lo único que lamentaba era perderse en las conversaciones que mantenía Serguéi con sus padres. Sentados a la mesa cumplían las formalidades, hacían comentarios habituales, pero cuando llegaba la sobremesa se trataban asuntos serios que por el énfasis y persistencia se notaba que eran muy importantes. En ocasiones se tenía que marchar sin despedirse, en otras, le daban besos, tomates en conserva, tarros de pepinos y mermeladas para no pasar hambres en la universidad. Se iba adaptando con rapidez y a los dos años ya había adelantado a sus compañeros de estudio. La convivencia con Serguéi y las largas conversaciones con sus profesores le abrieron las puertas del éxito. Asistía a las clases de literatura con mucho gusto. Se sentaba en la primera fila y disfrutaba de las explicaciones de la profesora Romadínova que había convertido las complicadas mitologías romana y griega en un espectáculo para niños. Explicaba de una forma sucinta el carácter y papel de cada héroe antiguo. Dibujaba unos diagramas en la pizarra y los explicaba de forma muy sencilla. Todos los alumnos le agradecían su esfuerzo y suspiraban sabiendo que les había ahorrado cientos de horas en la biblioteca. Otro profesor, también muy apreciado, era el de literatura extranjera. Pináev tenía muchos años de experiencia, pero su virtud era la memoria. Podía citar cualquier frase del escritor al que trataba en la lección, podía saltar en el tiempo haciendo comparaciones estilísticas y contraponía el trabajo de algunos autores rusos con los americanos y europeos. Parecía un soldado, tenía un cuerpo muy fuerte, manos demoledoras y gesto firme, pero la voz suave y melodiosa que hipnotizaba por los mensajes que iba dando. Modulaba para imitar pasajes de libros o para enfatizar que se trataba de una frase de William Faulkner o Ernest Hemingway. Podía hablar con soltura de Fet, Ocenin o Brodsky, de Tolstoi, Dostoievski y Andreev, como de Fitzgerald, Thomas Wolf o Dickens. Los que lo escuchaban se sentían asaltados por una pregunta absurda. “¿Por qué no escribe libros?”. Él decía que no tenía paciencia, talento e imaginación para hacerlo y que disfrutaba más analizando las historias que contaban los demás que ponerse a inventarlas él mismo. Era comprensible su posición, pero todos anhelaban que algún día saliera una novela firmada por él.

Ágata se había ido olvidando de sus costumbres y escribía sus cartas con palabras rusas que sus padres tenían que deducir por el contexto. Por lo regular adivinaban, pero en ocasiones mandaban de vuelta las cartas pidiendo las traducciones completas. “Ya ni en español escribes bien, hija mía, ¿tienes algún problema?”. Sí, sí que lo tenía pues los periódicos daban cuenta de los acontecimientos preocupantes que surgían como setas en un bosque húmedo. La aparición de Andrei Sájarov en un congreso de PCUS, la aparición de las palabras Glasnost y Perestroika, las teorías económicas nuevas y los planes de salvación de la URSS, Gaidar, el rapto de Gorbachov, el golpe de estado y la caída del muro de Berlín como epicentro de ese terremoto. ¿Cómo querían sus padres que les escribiera cartas agradables cuando el país estaba comiendo talones o bonos de mantequilla con azúcar y vodka? Era un período de transición muy difícil. Había colas en todos lados, ella estaba a punto de casarse y no había comida en las tiendas, lo peor era que ya tenía varios meses de embarazo, pero la mala alimentación se lo hacía disimular.

El día de su boda llegó al piso de la abuela que era más amplio. Llegaron unos quince invitados. A pesar de la crisis había platones con ensaladas, quesos, embutidos, tres tartas, de las cuales la más grande no era casera, vino y vodka suficiente para emborrachar a un ejército, pollo y patatas para satisfacer al más insaciable. Se había realizado el milagro ruso. En apariencia nadie tenía nada de comer y, aunque eso era cierto, la gente tenía guardado algo para las ocasiones especiales y, tratándose de un hombre tan inteligente y guapo como Serguéi, todos habían aportado su granito de arena. Ágata entró en los brazos de su varonil marido, llegaron después de hacer los rituales obligatorios como: dejar unas flores en el monumento al soldado desconocido o fuego eterno en memoria del heroísmo soviético, visitar una iglesia en agradecimiento y dar un pequeño paseo por la Plaza Roja. La gente se animó y desde el primer brindis pidieron que se besaran, cosa que hacían al principio con mucho placer y esmero, pero después de la quinta vez solo se rosaban los labios y se besaban como esquimales. Habló con solemnidad Iván Anatolievich, padre del novio, se expresó de forma clara, hizo hincapié en los valores patrióticos, recordó sus años de servicio militar, les manifestó a los invitados su agradecimiento, dijo que adoraba a su esposa Olga y leyó un poema muy bueno que había estado componiendo para la ocasión. Olga Borísovna en cambio, empezó con una sincera sonrisa su discurso, pero pasadas las formalidades su rostro se fue convirtiendo en un mar de llanto, se le había mezclado la felicidad, la preocupación y la esperanza de ver tiempos mejores. Pusieron música para alegrarla, al oír su canción preferida se calmó un poco y se escondió como una niña pequeña en los brazos de su apuesto marido. La fiesta duró ocho horas que pasaron como el viento, nadie se quería ir, pero el reloj apuntaba con fuertes campanadas que era la medianoche. Llegó una cuadrilla de taxis y todos desaparecieron. La familia de los Papov también. Llegaron muy alegres. Subieron por las escaleras olvidándose de que había ascensor y se tumbaron en sus camas nada más llegar. La mañana siguiente les dejó una sorpresa que jamás olvidarían.

II

De pronto sientes que tus hermanos empiezan a moverse con inquietud. Deseas seguir reposando como siempre, pero las patadas te incomodan, a pesar de que sientes más espacio y deseas dormir a pierna suelta, hay unos empujones que te van arrimando a un hueco por donde se han ido todos. Te toca a ti y te niegas a salir. Al final es inútil la resistencia. Hay un momento raro que no te puedes explicar, eres consciente de ti, pero no eres como antes, ahora una lengua grande te limpia el pelo, empiezas a reconocer tu cuerpo. Mueves la mandíbula y sale un chillido muy suave, sin fuerza. Te levantan en vilo y te ponen en una superficie acolchonada. Sientes que a tu lado están tus hermanas. No las ves porque no puedes abrir los párpados. Ellas están muy tranquilas, incluso han podido conciliar el sueño de nuevo y están amontonadas unas sobre otras. Trato de percibir mi nueva condición, estoy segura de que algo ha cambiado, no lo puedo ver todavía, pero lo huelo y tampoco lo oigo. De pronto, siento un poco de hambre, es una sensación nueva y mi instinto me arrastra para que siga a mis hermanos y beba leche. Es rica y he podido sentir a mi madre. Su olor es agradable, nos trata a cada uno como si fuéramos únicos, nos muerde el cuello y nos cambia de lugar después del baño. Parece que es un período de reconocimiento de nuestro nuevo espacio. Hay muchos ruidos, he olido las cosas que come mi madre, pero cuando me acerco a ellas, recibo un golpe suave de su zarpa. Me contento por ahora con la leche.

Hoy he abierto los ojos, veo las cosas, pero no sé si son así realmente porque al acercarme a ellas me doy encontronazos. Con los días va cambiando el mundo, ya me atrevo a alejarme un poco de mi madre. Camino inspeccionándolo todo. Las huelo, algunas rutas tienen el aroma de mis hermanos. A veces intento cambiar los caminos, pero siempre termino encontrándome en el mismo sitio. Estamos creciendo rápido. La comida ahora es más rica, llena más. Requesón, leche y trocitos pequeños de carne. Algunos de mis hermanos se han ido a otros sitios, los separan llevándoselos en vilo. Uno de ellos vive con nuestros vecinos, los otros se han marchado más lejos. Quedamos tres. Una atigrada muy agresiva que se llama Dunia, otra, Belka, muy atontada que es blanca como la nieve y yo, Ducia, que soy de color naranja. Según dice mi madre tengo suerte porque mi carácter es dócil, incluso, romántico. Es posible que me quede con ella. De mi madre sé que antes vivía en un sótano, en compañía de un gato blanco con manchas negras. Era muy fuerte y se orientaba muy bien. Siempre encontraba comida, además varias ancianas les llevaban alimento, por eso se reproducían con bastante frecuencia. He tenido muchos hermanos, pero parece que ya no tendré más. No es porque mi madre no pueda parir o haya quedado estéril. Lo que pasa es que la ha adoptado una señora muy amable. Valentina Petrovna, es una mujer muy bajita, ve mal porque lleva unos enormes cristales con los que nos ve. Es muy compasiva y siempre habla. No le entendemos nada, pero reaccionamos por intuición y, al parecer, no nos resulta tan mal. Creo que los cuatro mil años de convivencia—dice mi madre— nos han amoldado a la vida doméstica. Aún nos quedan muchas cosas de la vida anterior a esta, pero ya podemos controlarla si queremos. Nuestra dueña es un poco rara, pasa mucho tiempo mirando una ventana parecida a una caja que muestra el mundo exterior. La casa no es muy grande y está un poco descuidada y sucia. Hay cosas muy viejas y los rincones están llenos de polvo. En una ocasión vi un pequeño insecto y me atrajo la atención, era una araña. La estuve manoteando un poco y luego noté que le faltaban las patas, la probé, pero no me gustó, me quedó la lengua escaldada, luego mamá dijo que eso no se come. Mi hermana Belka es la favorita de la señora Petrovna, le habla mucho y la tiene siempre en las piernas mientras ve esa cosa que llama la televisión. Le da de comer aparte y le escoge lo mejor. En ocasiones le canta o le cuenta cosas. Dunia tiene un carácter difícil, es agresiva, hace travesuras, tira cosas y se esconde, luego corre y salta como si la estuviera correteando un perro. Ayer escuché a la señora Valentina hablando con su vecina Olga Borísovna y después de unos quince minutos de expresiones admirativas y onomatopeyas, me cogió y me llevó hasta su amiga para que me viera. Noté un rostro un poco hinchado por el llanto. La mirada triste no se alegró mucho cuando me convertí en el centro de atención. Mi dueña se deshacía en amabilidades y su vecina sólo me miraba, pero cuando me sostuvo un rato cerca de su pecho sentí la necesidad de consolarla y maullé un poco. Tiene miedo—dijo con suavidad—, es tan pequeñita, su pelito es tan suave. Me gusta, pero por ahora no puedo decidir. Ya le diré más tarde. Me devolvió y se fue. Tuve la sensación de que se iba dudando un poco. Algo sintió en mí porque cuando estaba en la escalera se volvió para verme de nuevo.

III

Se levantaron tarde y al mediodía comenzó a hacer ruido la tetera eléctrica de aluminio. Las rebanadas de pan comenzaron a freírse un poco y despidieron un aroma que despertó a Ágata que apenas podía moverse. Miró a su esposo que tenía el rostro enterrado en la almohada y babeaba un poco. Respiraba muy despacio, estaba todavía en el quinto sueño. Se levantó con cuidado y se fue a saludar a su suegra. Se miraron con el pelo enmarañado y los ojos abultados y se rieron, luego se dieron un abrazo y empezaron a hacer algunos comentarios de la fiesta. Fueron repasando las anécdotas una por una y se divirtieron de lo lindo. El momento más divertido fue cuando se acordaron de Tatiana Ivanovna, la abuela paterna de Serguéi se confundió cuando le preguntaron qué tal le iba con su salud y empezó a hablar de su opinión política. Les recordó los tiempos de Stalin cuando se vivía bien, según ella, discutió un gran rato y terminó amenazando a los dos invitados que tenía al lado diciéndoles que se aproximaban tiempos muy duros, la hambruna y el desorden social. Luego habló de las desmemorias de Brezhnev y contó los chistes que se sabía al respecto. Criticó las tres novelas del ex mandatario del PCUS y arremetió con el maíz y las viviendas de Jruschov en una de las cuales ella vivía, pero se desconcertó cuando le hicieron hincapié en su reúma y ya no quiso seguir hablando. La salvaron los gritos de ¡Gorka, Gorka!, exigiendo un beso de la pareja de recién casados. Parecía—remarcó Olga Borísovna— que cada vez que alguien se metía en camisa de once varas, salía el tal ¡Gorka, Gorka! Se rieron muy animados y lograron despertar a Serguéi que llegó muy mareado y se negó a tomar té. Sacó de la nevera un tarro con pepinos marinados, se hizo un bocadillo y se apoyó en la pared esperando que el salobre del agua de los pepinos le reconfortara. Diez minutos después comenzó a despertar y darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Aportó sus recuerdos de la noche anterior y abrazó a su mujer, pero esta lo rechazó en broma diciéndole que estaba rata de los besos de la fiesta y de la madrugada. Comieron tarde y cerca de las siete se les ocurrió poner la televisión. Vieron el final de una película de Mirónov sobre el robo de unas joyas escondidas en unas sillas y se dispusieron a ver las noticias. Se quedaron con la boca abierta cuando salió Mijaíl Gorbachov para hacer una declaración pública. Hasta el padre de Serguéi que estaba muy mermado por la cantidad de alcohol que había ingerido por la felicidad de su hijo se levantó y fue a sentarse en el diván junto a su esposa. Oyeron con atención las palabras del mandatario que encaminaba sus palabras hacia la renuncia, cientos de hipótesis comenzaron a volar como polillas, el zumbido era insoportable y la necesidad de escuchar más grande, por eso tenían un gesto agrio todos. Ágata más o menos entendía la situación, pues había apreciado de forma distante todos los acontecimientos que habían ocurrido, para ella había sido como ver una película, pero para sus familiares políticos había confusión. Eso lo demostraban las preguntas que hacían con cada frase, parecían esos niños en el cine que no entienden el mensaje de los protagonistas y de inmediato le preguntas a sus padres. Aunque ya habían visto el escenario de los países bálticos, la crisis del plan de los quinientos días y las reuniones inútiles que había mantenido Gorbachov con los líderes de occidente, no creían que Yeltsin con su indumentaria de primer presidente de Rusia pudiera derrocar una mole que se había mantenido en el poder más de setenta años. La creación, que proponía Gorbachov, de una federación de estados independientes que había propuesto ya el escritor Solzhenitsin, espantaba a los miembros del partido. Sabían que Mijaíl estaba dando sus últimos coletazos, pero la esperanza afectada por la costumbre le s impedía aceptarlo. Olga tenía los labios oprimidos, Serguéi seguía los gestos de Gorbachov como tratando de esclarecer cuál era el significado oculto de sus palabras. El padre hacía una evaluación de su nueva situación porque siempre había apoyado a Yeltsin, su mente perspicaz trataba de enlazar a los miembros con los que necesitaría relacionarse, se mostraba su duda al entrar en campos como la traición, el abuso y otras cosas. Ya había pasado el rapto de Gorbachov, los miembros del partido golpista no habían podido hacer nada. Yeltsin ya había declarado a los golpistas como usurpadores del poder por haber quitado al presidente de su sitio. Luego todo se fue aclarando con rapidez. Todos están con Boris y llega el final. Los golpistas soviéticos no se decidieron a usar las armas. Rutskoi salva a Gorbachov por orden de Boris Yeltsin, interviene en el salvamento un francés ruso-hablante y eureka. Ya se había capitulado al partido soviético y se vivía bajo el gobierno del presidente ruso, pero hacía falta el reconocimiento de la derrota y la tenían ahí, en un viejo televisor de marca Rubín al mismísimo Gorbi, traicionado por Europa y apuñalado por el mandatario inglés y el americano. Había llegado el fin de una era. Representaba, también el principio de las desgracias de la familia de los Papovij porque unos meses después empezaría la hambruna. Hasta ese momento, se había tratado de unificar un criterio destapándole los ojos a quienes habían creído ciegamente en el partido y se negaban a aceptar, ante la gran evidencia de sus vitrinas vacías, la cruda realidad. Discutieron sobre el futuro durante tres horas. Se terminó la disertación con un deseo de muy buena voluntad. Cenaron y se fueron a dormir.

Ágata siguió con sus estudios. Cada vez era más difícil conseguir alimentos, el sueño dorado de todos los que habían dejado ir a Gorbachov con el rabo entre las patas, ahora veían que el problema no era acabar con el partido, ni cambiar de dirigente. Un punto malo era que su suegro trabajaba, pasaban los meses y no le daban su sueldo, la suma de la deuda era suficiente para comprar muchísimas cosas, pero ni las había y el dinero amenazaba con quemarse en caso de que se anunciara una reforma monetaria. Su suegra tampoco estaba contenta, pero tenía mucha visión y le dijo a Serguéi que si quería salir adelante tendría que cambiar su carrera de Derecho por algo más práctico que se pudiera emplear para administrar el dinero. Había dos opciones: la contabilidad o las finanzas. Escogió la primera. Le costó muchos desvelos hacer el cambio, pero el futuro le agradecería con creces su decisión. Mientras tanto en la fuerte marea de ese mar desbordante de ignorancia los estafadores empezaron a acumular riquezas, muchas personas se proveían de artilugios para quitarle el dinero a los incautos. Surgieron grupos bien organizados que se fueron enriqueciendo, otros mentían para quedarse con los pisos de las ancianas que pensaban que firmaban un contrato de seguridad social y lo que hacían era ceder los derechos de sus propiedades. A río revuelto ganancia de pescadores. En la facultad la vida parecía seguir sin alteración. Todos iban a clases, se dedicaban a pasar la tarde estudiando en la biblioteca y veían poco de lo que sucedía en el país. Sólo las noticias le daban una visión general a Ágata de las condiciones nuevas en las que vivía. Si sus impresiones al llegar habían sido las del retraso, ahora se sentía completamente desorientada y el futuro era tan inexacto como las profecías de Nostradamus.

A los cinco meses Ágata empezó a sentirse incómoda. Le pesaba mucho el embarazo y había estado internada en un hospital dos veces. Cuando salió la última vez iba completamente convencida de que sus problemas se habían resuelto y podía esperar con tranquilidad que naciera su hijo. De forma inconsciente veía los calendarios y contaba mentalmente el tiempo que le faltaba para llegar a la cuadragésima semana para ver a su retoño. Una noche, después de un ejercicio de esos cálculos, le empezó a doler con mucha fuerza el vientre, Olga Borísovna la veía con horror y trataba de no pensar que las contracciones que tenía su nuera eran el anuncio de un parto prematuro y se engañaba, diciendo en voz alta, que eran simples cólicos. Llamaron a la ambulancia y las enfermeras le confirmaron en un rincón de la cocina que Ágata iba a parir de forma prematura. La casa se llenó de gritos y bajaron atada en una camilla a la desgraciada parturienta. Fue una noche horrible. Serguéi se fue junto con sus padres al hospital. Recibieron a la primeriza y la llevaron a una sala. Cerca de las cuatro de la madrugada les informaron que se había perdido el embrión, pero que la madre estaba bien. Por su inexperiencia Ágata preguntó al día siguiente por su hijo, pero le dijeron sin rodeos que había abortado y que tenía suerte de que no se le hubieran complicado las cosas. Entonces una depresión terrible la oprimió como un deslave que la enterró en un silencio permanente. Serguéi estaba deshecho, su madre tenía una mezcla incomestible de sentimientos buenos y malos, e Iván Anatolievich mantenía una cara llena de dignidad, pero estaba destrozado por dentro. Encerrada en su habitación Ágata se negaba a comer, seguía cumpliendo con sus compromisos de la universidad, pero no tenía la chispa de antes. Sus amigas evitaban hablar de noviazgos, relaciones sentimentales y, si los había, embarazos. Sentada en su cama se dejaba llevar por las imágenes que distinguía a través de la ventana y se concentraba con mucha fuerza para no sentir el vacío que tenía en el vientre. Esa maldita costumbre de pensar en los días que le faltaban para dar a luz y la ausencia del fruto de su matriz la ponía de mal humor. Fruncía el ceño y apretaba los dientes. No soportaba la presencia de Serguéi y se encerraba en el baño hasta que él se diera cuenta de que no era bien recibido y la dejaba sola. Había perdido su capacidad de análisis para la transmisión de la información y hacía sus deberes con desgana. Hubo un aspecto que no pudo entender. Era que su familia sufría a miles de kilómetros por ella y en esa casa la noticia del aborto fue recibida como algo malo, pero natural. No podía comprender cómo ella se hundía en aguas tan profundas y frías y su suegra reía como si no hubiera pasado nada. De su suegro podía esperar menos, pues ni siquiera le preguntaba si se sentía bien. Serguéi era el único que permanecía paciente esperando que ella superara el golpe. Le decía cosas para animarla, le regalaba cosas que dios sabe de dónde sacaba y de vez en cuando llegaba con flores, pero el hueco de Ágata era como un hoyo negro que absorbía lo negativo y crecía constantemente. La lucha fue muy dura, pero como todas las cosas de la existencia se superó. La situación en el país era difícil, ella quería viajar a su patria para llorar con gran desconsuelo en los brazos de su madre, sin embargo, se negaba a subirse al avión porque pensaba que tal vez ya no le darían ganas de volver. Hablaba con Gertrudis por teléfono y mantenía la fortaleza los primeros minutos, pero pasado un cuarto de hora su voz temblaba y empezaba a hacer pucheros. Los consejos eran concretos y le daban la fuerza suficiente para seguir adelante.

Una mañana se levantó con determinación se enfrentó a sus dudas y se perdió en el laberinto de las ideas que la habían oprimido tanto, estuvo al borde de la locura y se sintió desfallecer y cuando se estaba dando por vencida encontró una salida que era como la entrada de una madriguera, muy estrecha, pero representaba su salvación. Se dio cuenta de que todas las horas que había empleado para construir su vida de madre habían dejado ese vacío del vientre que no era la ausencia del bebé, ni el aborto, sino toda la esperanza que ella había apostado en pro de la vida familiar y su conducta era una actitud de sometimiento frente a su suegra. Al comprenderlo miró las cosas desde otra perspectiva e hizo borrón y cuenta nueva. Se le empezó a componer el carácter. Asistía con gusto a las clases y sus trabajos empezaron a ser bien criticados por los profesores. Cuatro meses después de haber tenido el aborto llegó su cumpleaños que coincidía con la fecha aproximada que le habían presagiado los ginecólogos para el nacimiento de su hija. Por fortuna, Ágata se encontraba completamente repuesta, se levantó de muy buen humor y recibió con mucha alegría las flores de su marido, la felicitaron sus suegros y sus padres se desvelaron para llamar desde el otro lado del Atlántico. Ya habían reunido la comida suficiente para los invitados. El menú consistía en patatas, ensaladas y unas gallinas que la abuela de Serguéi había conseguido a buen precio en las afueras de la ciudad. La encargada de preparar la tarta fue Olga Borísovna que había hecho sus prácticas en una fábrica de repostería, como le llamaban a las enormes pastelerías industriales. Se reunió la bebida necesaria: el vodka, el vino y los zumos de bayas y manzana. Llegaron por la tarde los invitados. La enorme mesa se veía espectacular por que se había sacado la vieja vajilla de contornos dorados que algún pariente había traído de la Alemania Democrática. El olor de la comida se dispersó por todo el edificio y los hambrientos vecinos preguntaban si se trataba de una boda. Nadie pudo conseguir una invitación, aunque la relación vecinal era muy buena. La excusa era que se trataba de la nuera, pero como era extranjera, se aceptaba solo a sus amigos. La única afortunada fue Valentina Petrovna que ya sabía sobre la celebración y había estado alimentando con esmero a su gata naranja o pelirroja para llevársela de regalo a Ágata. Cuando estaban los invitados preparándose para el primer brindis, sonó el timbre. Iván Anatolievich se quedó con la copa en el aire y la lengua atascada en la primera sílaba de su frase preferida que era: “En un día como este, pero del año…”. Volteó para ver quién era el imprudente que le había cortado la inspiración en el mejor momento. Se abrió la puerta y el reflejo de unas gafas le dio la respuesta. Un gesto de desagrado se le dibujó en la cara. La mujer con voz de ratón entró y pidió permiso para felicitar a la cumpleañera. Se acercó y miró con detención los platillos y un sonido, como el bisbiseo de un gato, hizo que todos se fijaran en el pequeño animalito que sostenía en los brazos. Con rapidez, la vieja pronunció una felicitación y extendió sus manos. Ágata quería decir que le tenía alergia a los gatos, pero se vio comprometida y cogió la bolita de pelo que le entregaban. La señora Valentina con mucho pesar, mirando las ensaladas y la carne de pollo dijo, casi sin voz, que tenía que marcharse, pero la cortesía le hizo el favor de apartarle un sitio entre los invitados. Era tan baja que su cabeza apenas sobresalía de la mesa. Surgió la voz de Iván Anatolievich que entonó de forma brillante su discurso, fue conmovedor. Olga y Serguéi lloraron de felicidad y Ágata con el gatito en los brazos les dio las gracias. Quería decir algo, pero la emoción la dejó frente a los invitados con la cara sorprendida. No se le ocurrió otra cosa que preguntar si la gata tenía nombre. “Dulcinea”—dijo la anciana mientras masticaba un trozo de muslo con mucho trabajo. Todos se alegraron por la originalidad del apelativo. Para romper la tensión alguien puso la grabadora. Sonó una canción muy popular de Boney M que hablaba del gran amor de Rasputín por el Zar ruso. Se pusieron a bailar y después de casi quince minutos de saltos y giros se volvieron a sentar. Con el pecho agitado y un poco de sudor en la frente pasaron a entonar el cumpleaños feliz. Ágata llevaba un jersey de estambre al que se había aferrado su gata y para no deshilar la fina prenda tuvo que inclinarse con el animalito en brazos para soplar. Luego fue imposible conservar la prenda porque empezaron los abrazos y Ducia se espantó con el primer apretujón. Cuando se terminó la comida y el pastel se había convertido en migajas comenzó una interesante conversación sobre la situación política y económica. Se criticó mucho el plan de los quinientos días. Gaidar recibió las peores críticas y al saber que muchos países latinos habían superado las crisis que les habían tocado en turno hubo un momento de optimismo. La única que veía el futuro muy oscuro era la abuela Valentina Petrovna que decía que se vivía mejor en los tiempos de Stalin que la hambruna que sufría la nación se podía comparar sólo con el bloque de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial en la que se había practicado el canibalismo, la gente se había comido en sopa el papel tapiz y las ratas se habían convertido en un manjar. A pesar de todo, la fiesta fue muy alegre. Ágata tenía apilados sus regalos en un pequeño sillón. Le habían llevado una colección de las obras de Tolstoi, unos libros de periodismo y unos perfumes y cremas. Cuando notaron que la señora Valia estaba dormitando con los ojos detrás de sus enormes lentes, la despertaron y Serguéi la acompañó a su casa. Le dieron un poco de comida y quedó encantada. La fiesta siguió y los invitados se fueron cerca de la medianoche.

IV

Al final Bielka y yo nos hemos quedado en la casa. A Dunia la echaron a la calle por insoportable. Sacó un carácter terrible y su hiperactividad dejó rotas las figuritas de porcelana. Los sillones tienen todavía las marcas de sus eternas amasadas que hicieron brotar el forro de las butacas. Por mí alguien vendrá algún día, lo presiento, y mi hermana Bielochka seguirá siendo aquí “La señora del mundo”, aunque ese sea el significado de la atigrada que se encuentra en el exilio, pues hace muy buen honor a su nombre y ahora reinará en la calle. “Blanquita, la ardilla” permanecerá aquí hasta el fin de sus días y será la consentida de nuestra dueña. La señora Valia le tolera todo, le permite hacer lo que se le pegue la gana y siempre se lamenta de que su gatita preciosa tenga un ojo bizco, le habla como si fuera una niña. Ha crecido bastante y empieza a dar muestras de rebeldía, ya que, con tanto mimo, se ha hecho caprichosa, sin embargo, la anciana le aguanta todo. Se orina fuera de la bandeja con arena que tiene a su disposición, pero no lo hace en presencia de la anciana. Mamá dice que es natural, se guía por el instinto y una de las características que tenemos nos obliga a alejarnos unas de otras. Es por el apareamiento, ¿sabes? —dice mi madre explicándome que los gatos, digan lo que digan, son monógamos, en su mayoría y las gatas definen su territorio lejos de las otras para que los machos ocupados no las busquen. Hay gatas que son la excepción, pero son defectuosas o enfermas. A veces mi madre me habla de la diosa Bastet que era la diosa de la fertilidad de las egipcias, me describe los ritos de la antigüedad cuando éramos tratadas casi como los faraones. Es raro el hombre porque si en un principio—dice mi madre—se adoraba a los gatos, con la llegada del cristianismo se desvirtuó nuestra existencia. Me imagino que sería porque los judíos salieron de Egipto e implantaron sus creencias, así con ese odio que había hacia los faraones, se concibió, de forma inconsciente, un rechazo hacía las costumbres y preferencias de dichos monarcas. Luego un gatocidio, si se puede llamar así a la gran exterminación de gatos en la Europa de la Edad Media. Mi madre dice que había una fiesta de San Juan, en Francia, en la que se empalaban y arrojaban gatos a las hogueras. Es el holocausto de nuestra raza. Hasta la fecha hay quien sigue teniéndole miedo a los gatos negros cuando se cruzan por el camino, pero es asombroso que en una época de tanto progreso se siga creyendo en esas tonterías. En fin, tengo suerte de no ser de color negro. Al parecer el vilipendio del gato se ha terminado y la gente mayor, al menos aquí, es muy aficionada a los gatos. Valia Petrovna es una de tantas las tantas activistas de la conservación de los derechos de los gatos. Recogió a mi madre de la calle. La encontró en verano. Mi madre Laska estaba buscando comida. Había reñido con su hermano y andaba sola husmeando por la hierba, la vieja la vio y se enamoró a primera vista. La cogió y se la trajo aquí. Por las noches la dejaba salir con la intención de que algún gato la preñara. Quería tener más acompañantes. Entonces era más activa y no padecía tanto del reúma, así que podía atender a los mininos que nacían. Por lo regular se iba al metro con una cesta llena y regalaba a mis hermanos. Ahora no tiene ni dinero ni fuerzas para hacerlo y son sus amigas quienes se compadecen de ella y le ayudan a repartirnos. Como ya había mencionado, nuestra generación es la última porque la señora Petrovna se encuentra en malas condiciones. Se le olvidan las cosas y duerme mucho por la fatiga. La mayor parte del día duermo y por la noche juego con Dunia, pero a ella le molesta mucho mi presencia y se retira. Paso mucho tiempo en la ventana. Estamos en la segunda planta y veo todo lo que pasa en la calle. Si me subo al antepecho de la ventana de la cocina veo un espacio de césped con árboles que está cerca de una placita. En verano hay muchas palomas y gorriones, he visto algún ratón, pero es raro porque mis vecinos que viven en el sótano los atrapan. Dunia, que se ha desarrollado mucho, muestra buenas aptitudes para la caza. El otro día vi cómo se acercaba a una paloma y zas, luego le arrancó las plumas con agilidad y se dio su festín. Es asombroso ver cómo la gente alimenta a las aves en este tiempo tan duro. Valia se queja de que en las tiendas no hay nada, que el famoso héroe Yeltsin tiene por amigos puros bandidos que se están repartiendo la nación. Hay asesinatos por todos lados y el plan económico es un fracaso total. Bueno, por el momento me están obligando a comer bastante, seguro que está próxima mi salida de esta casa. Mi madre está contenta con mi marcha, dice que con los nuevos dueños viviré mejor. Veo que se empieza a resignar a una vida apacible. Ya no se asoma mucho a las ventanas, no juega y camina poco. Es huraña y en ocasiones me habla semi dormida. Le han hecho daño los alimentos y tiene dolores de estómago. Ayer dormimos juntas y sentí cómo ronroneaba de dolor, se despertó y comenzó a olerme, fingí que estaba durmiendo, pero le pasé la pezuña por la cabeza en actitud de defensa. Ella se dio cuenta y se durmió feliz. Creo que fue una forma adecuada de decirnos adiós.

Se ha abierto una puerta de la tercera planta. Una mujer muy agradable me mira con curiosidad y hace una seña con el dedo para darle una sorpresa a su hija. Me encojo porque no sé qué intenciones tienen aquí. Hay bastante ruido y huele muy bien. De pronto siento la mirada de muchas personas. Hay gritos de alegría y una mujer joven me toma entre sus manos. Esta muy suave y su cuerpo es como de lana. Me siento muy bien. Se me han enredado las uñas entre los hilos y me cuesta trabajo librarme de ellos. Permanezco unos minutos así, veo unas llamitas de fuego y me acurruco para no quemarme, sale una nube de humo y de pronto me tiran al suelo. Me escondo debajo de la mesa y escucho con temor el alboroto. La señora que nos ha recibido me coge y me lleva a la cocina. Me pone un baldecito con leche, bebo un poco y luego, a escondidas hago una revisión de la casa. No ha sido fácil volver a la cocina porque todo mundo me ha acariciado y sostenido por unos instantes. Al final, he descubierto un rincón con una manta muy confortable, la he usado para dormir. El piso es más amplio y está mejor condicionado que mi antigua casa. Lo que más me asombra es la cantidad de aromas que descubro aquí. En casa de la señora Petrovna todo era naftalina, valeriana, ajo y medicinas, en cambio aquí es más agradable. Me alimentan bien y paso mucho tiempo en las piernas de Ágata. Juega conmigo y me acaricia. Creo que su marido Serguéi se pone celoso de que me cuide tanto. La señora Olga sólo me alimenta, pero de vez en cuando me acaricia y conversa conmigo. Me revela secretos de su familia. Me ha hablado sobre la pérdida de Ágata, pero eso lo supe muy pronto. El señor Iván Anatolievich es muy serio, no permite que me le acerque y levanta la voz cuando considera que estoy haciendo algo incorrecto. Me han puesto un rincón con un recubrimiento de fibras naturales que uso para afilar las uñas, alguien ha traído unos juguetes con los que me entretengo jugando un poco. Mi vida ha cambiado y me siento feliz.

V

Ágata comenzó a recibir noticias buenas que le produjeron malestar. Masha le comunicó que se iría con Prometeo y que cuando se compusiera la situación en el país volverían para terminar la carrera. Se habían casado y eran felices. Mario terminó la carrera y la dejó como encargada del grupo de baile. Se negó, pero como no había nadie más, tuvo que apoquinarlo —era lo que le decía a todos los que le preguntaban por su decisión—. Además de sus actividades como organizadora cultural, las disciplinas de la universidad le empezaron a quitar mucho tiempo. Se pasaba haciendo resúmenes en la biblioteca y llegaba a la hora de la cena a su casa. Serguéi comenzó a distanciarse sentimentalmente. Ágata al principio no se dio cuenta del cambio porque lo interpretó como si se tratara de la aceptación de la vida cotidiana en familia, pero se enteró de que le dedicaba mucho tiempo a sus amigos y cuando podía aprovechar las horas para estar con ella, se iba al gimnasio, a participar en algún grupo de música o simplemente se desaparecía unas horas sin reportarse. Las noches eran muy largas. Ágata estaba decidida a convertirse en una estudiante ejemplar. La distracción le proporcionó el olvido de su aborto, pero la enfrió un poco y cuando Serguéi se paseaba a su alrededor insinuándole que tenía ganas de estar con ella, la abrazaba y le mordía la oreja, pero ella no podía reaccionar. Después se recostaban y jugaban un rato, sin embargo, los chispazos de alegría y buen humor no lograban encender la hoguera que podía haberlos incendiado y se dormían dándose la espalda. Lo malo fue que esa actitud se hizo habitual, incluso en los momentos en los que sí habrían podido enlazarse y unirse para ser uno solo. Serguéi dejó de insistir y mantenía las conversaciones hasta el momento en el que ella le daba las buenas noches. Entonces respiraba profundo, soltaba un bufido y se quedaba dormido. La señora Olga Borísovna se daba de golpes en las paredes y le pedía a su marido que hablara con Serguéi. Había pasado casi un año desde el fatídico aborto y era necesario volver a intentar preservar la estirpe de los Papov. No me obligues a eso—le decía con tono de queja—, ya tendrán la oportunidad de hacerlo, además no querrán tener hijos por la dura situación por la que estamos pasando. Ya vendrán los días de bonanza y entonces verás. Ella se calmaba, pero su sentido común le decía que esos tiempos a los que se refería su marido estaban lejos y quizá para entonces su nuera ya no pensaría más que en el trabajo y su tierra. Eso significaba alejarse de Serguéi y no lo tenía muy claro. Necesitaba a su familia cerca. Se resignaba después de darle muchas vueltas al asunto y se refugiaba en la cocina o en las responsabilidades de su trabajo. No sabía realmente cuanto tiempo podría hacerlo porque la comida escaseaba y en el trabajo las cosas iban de mal en peor. Ya les habían dado el aviso de que la reconocida fábrica de aparatos fotográficos se convertiría en un centro de investigación para partes de recambio de naves espaciales, pero no había ningún proyecto claro. No había cambios en la línea de producción y los empleados iban desapareciendo como fantasmas.

VI

La vida que llevo es muy tranquila, me dan de comer lo suficiente para no morirme de hambre, me dejan jugar y toleran mis travesuras. Quien más me quiere es Serguéi. Puede tenerme durmiendo en sus piernas durante sus largas lecturas. Me acaricia y me habla como si fuera una persona. No puedo responderle y por más intentos que hago de transmitirle mis pensamientos todo es inútil. Le he tratado de insinuar que le pertenezco y por eso me refriego contra las piernas de sus pantalones. De pronto me he visto paseando por el balcón, levantando la cola y arqueando el cuerpo. Según lo que me había contado mi madre era por el efecto de la luz. Es que está llegando la primavera, la nieve se derrite y el cielo se ilumina, las tardes comienzan a hacerse inquietas. Me pongo a maullar sin poderme contener y me refriego más a la lana de los pantalones grises de Serguéi. Mi madre me previno, dijo que, si una noche escuchaba un duelo de dos gatas maullando por las excitantes notas de un piano, tratara de taparme los oídos y que no hiciera ningún movimiento, que, si me encontraba bajo el resguardo de la sombra o una buena colcha, debía esmerarme en no escuchar nada. Pasé varias noches temblando, el hecho de pensar en ese llamado nocturno de dos gatas tratando de matarse una a otra me ponía los pelos de punta. Conforme los días se iban alargando, me flaqueaban cada vez más las pezuñas en el balcón. No era temor a la caída, sino al deseo intenso de arrojarme para unirme con un gato gris que me miraba en silencio desde abajo. Me clavaba sus ojos verdes y me seguía sin moverse. Se quedaba como si quisiera disimular su presencia ante un ratón distraído. Lo único que se agrandaba eran sus pupilas y parecía que ni siquiera respiraba. Mis pasos se hacían lentos e inseguros. La cola se me movía en sentido contrario al que le ordenaba y el equilibrio era como una bolita escondida debajo de unas tazas a las que había que mirar con cuidado para descubrir donde se ocultaba. No era difícil adivinarlo, pero la simple idea de fallar era lo que me separaba del suelo y me mantenía en la estrecha barra metálica. Me decía mil veces que no debía repetirlo, pero se me olvidaba y cuando recordaba mi prohibición ya estaba ante los enormes ojos del maldito gato vecino. De buena gana me hubiera arrojado sobre él para ver su reacción, seguro que el muy inútil se habría espantado y me habría dejado espachurrarme en lugar de interceder por mí. Una noche en la que la luna estaba menguante, al grado de desaparecer, sentí el primer maullido. Aterrada me encorvé en el sitio donde estaba, levanté la cola y pegué el pecho al suelo. Me tapé como pude las orejas. Fue una falsa alarma porque el gato simplemente recibió un zapatazo por andar husmeando en el sitio equivocado. Alguien, con muy buena puntería, le arrojó una bota y lo hizo volar por el aire. Se me redujo el apetito y los ruidos me ponían nerviosa. Corría como desesperada cuando oía el timbre de la puerta o del teléfono. Me apareció el mal hábito de orinarme por todos lados y esto no le gustó a Olga Borísovna. Comenzó a seguirme por la casa para golpearme con un cinturón. Me enseñaba el sitio al que llamaba urinario y luego me mostraba los otros rincones de la casa. Si hallaba mi aroma allí, me daba con la gruesa correa. Quería explicarle que no era mi deseo y que lo hacía de forma inconsciente, pero ella no lo entendía. Iván Anatolievich le decía que sería mucho más fácil llevarme a una clínica con el veterinario, pero la señora Olga se reía y le decía que me llevara él. Se terminaba la discusión y él se ponía a leer el periódico y ella seguía con la no penosa tarea de educarme. Oía las noticias de su marido con bufidos y gritos irritados y luego, para sorpresa de Iván, se ponía a dar su opinión sobre lo que le había comentado. Era abril y estaba muy cerca la celebración del día del trabajo. Se esperaban grandes marchas en la Plaza Roja. En la televisión mostraban un programa de la tradición de la manifestación del primero de mayo, pero el presentador decía que el ánimo estaba muy caldeado, que la gente quería protestar por causa de los impuestos y los precios que subían sin parar y la gente llevaba meses sin cobrar su sueldo. La gente desfilaba con pancartas rojas que condenaban al gobierno. Se ponían muy alto los retratos de Stalin y Lenin. La gente llevaba el rostro hambriento y triste. Miles de personas con un hueco en la barriga y un gesto agrio pasaron en silencio ante los ausentes gobernantes. En ese gesto de reproche había un grito desesperado e impotente. Se había perdido toda la esperanza y la gente se refugiaba en las pocas cosas que todavía la unía. Nadie veía utilidad en su profesión porque el nuevo sistema de economía global no requería personas con especialidad en derecho de la URSS, economía soviética y filosofía. Los agrónomos no tenían tractores, semillas ni invernaderos. La riqueza del país ya se había repartido y las fábricas, los ministerios y los puestos importantes ya tenían un dueño que pronto gozaría de una riqueza inimaginable. Fue precisamente esa noche en la que la luna ya no era menguante, sino creciente y el calor había dejado un montón de pelusa de chopos en el aire. Se oyó desde muy lejos un pequeño sonido parecido a un aullido. Se fue acercando como las notas del Bolero de Ravel. La intensidad era cada vez mayor. Era la voz de soprano de una antepasada nigeriana con un timbre muy dulce que maullaba con romanticismo, pero luego salía una gata más grande con voz potente. Era mi madre recordándome el momento crucial de mi vida. “Ha llegado tu hora”—decía sin compasión—, luego se miraba las uñas, daba vueltas, se echaba en el piso y me veía con astucia. Noté que la sensación de ser de hielo era falsa, pues no sólo no estaba fría, sino que ardía y aullaba con desesperación. Desperté a todos y me echaron a la calle. No podía detenerme. A la mañana siguiente me dejaron entrar de nuevo, pero mi necesidad de lamentarme y hacerlo a los cuatro vientos era desbordante. Me dieron algo que me hizo perderme en un sueño profundo. En una sala de conciertos onírica volví a cantar, mi madre me acompañó haciéndome coro. La sensación era muy agradable, vi cosas muy diferentes, me comunicaba con modulaciones raras, polisílabas. Mis pensamientos eran demasiado extraños y me sentía muy extraña. Pasé asimilando cosas durante mucho tiempo.

VII

Desperté con mucha hambre. Caminé hasta la cocina apoyándome en las paredes. Oí que alguien hacía un comentario a mis espaldas. La primera cosa que me extrañó fue que estaba sentada a la mesa y en lugar de la leche y trocitos de carne, estaba comiendo como Ágata, pero no sólo comía como ella, sino que tenía su misma forma. Noté que todos me miraban extrañados. Me levanté y vi una gata dormida en el piso. Era muy flaca, tenía el pelo rojo. La señalé y pregunté qué tenía. Sufrió un ataque de nervios ayer. Le tuvimos que dar un somnífero, pero tal vez se nos pasó la mano y no ha despertado. Quise maullar de terror, pero me salieron unas palabras como las que siempre había oído cuando había que lamentarse de algo. “Pobrecita—dije sin poderlo creer—, lo que ha sufrido la desgraciada”. Me disculpé y me fui directa al baño para no perder el control. Olga Borísovna notó mi estado y me acompañó con amabilidad. Sacó de un pequeño armario, un jabón, un estropajo y me extendió una bata. Me propuso que mediera una ducha muy caliente. Estuve media hora bajo el chorro del agua. Hice cientos de posiciones y descubrí que mi cuerpo era muy defectuoso. Nada de agilidad, ni uñas fuertes, ni colmillos: en una palabra, defectuosa.

Cuando por fin salí de la bañera encontré a los Papov expectantes. Me preguntaron si todo iba bien. Respondí que sí y Olga Borísovna me rodeó con una toalla y me dijo que si me sentía mal podía confiar en ella. Luego le comentó a mi suegro que me notaba muy extraña, que tenía una conducta un poco salvaje. En mi cabeza se seguían resolviendo los acertijos porque por un lado mi consciencia me indicaba que era Ágata, pero mis instintos me decían que era Ducia, sin embargo, por el tipo de pensamiento, no podía ser una gata y esa verdad me estaba volviendo loca. Las manos me comenzaron a temblar, sudé a chorros. Un suceso me puso en alerta. A pesar de toda la angustia, recobré el control cuando vi los pantalones de Serguéi. Me puse de rodillas a su lado y empecé a restregar la cabeza y el lomo contra sus piernas. Me miró con asombro y se le atoraron las palabras cuando se le iban a salir por los ojos. “¿Qué haces?”— Preguntó Olga Borísovna—. Estoy buscando unos invisibles que se me cayeron por aquí—. “Pero si acabo de pasar un trapo húmedo debajo del diván y no había nada—pronunció las palabras como reprochándome mi desconfianza—, por eso me levanté y corrí a esconderme en mi habitación, pero primero mi cuerpo sintió la necesidad de tirarse en la manta que había en uno de los rincones del salón. Entonces vi a la gata pelirroja con una cola larga que seguía perdidamente dormida. El corazón se me salía del pecho, no podía moverme. Avancé con mucho trabajo impulsada por los ojos de mi familia política que no dejaba de soltar expresiones de asombro. Cerré la puerta, pero los comentarios no cesaron. Pasados unos minutos me empecé a lamerme las manos y a limpiarme la cara, quise mover la cola y ronronear, pero todo era imposible. De forma inconsciente, mientras en mi cabeza se libraba una fuerte batalla, me vestí. Vi mi reflejo en una luna y sentí que la vejiga se me aflojaba. Crucé las piernas y me contuve, apreté las manos. Minutos más tarde me estaba peinando y pintando los párpados. Me puse crema y repasé centímetro a centímetro mi piel. Era horroroso ser lampiña. Se me transformó el gesto de la cara que estaba libre de los bigotes y mi capacidad olfativa se había reducido en un gran porcentaje. Cerré los ojos tratando de despertar de mi pesadilla, pero después de intentarlo diez veces, me di por vencida. “Es imposible—me dije maullando—, tendré que amachinarlo o me van a echar a la calle como lo hizo Valia con mi hermana Avdotia”. Unos golpecitos en la puerta me borraron la idea de ir a ver a mi madre. Al abrir vi la cara preocupada de mi marido que me propuso salir a dar una vuelta. Me disculpé diciendo que no me sentía del todo bien, salí al balcón y vi al gato que me había estado vigilando en mis paseos acrobáticos. Sentí vértigo a la altura y me dieron ganas de vomitar. Fue horrenda la sensación. Alguien gritó con desesperación cuando notó que me subía a la barandilla. “¿Está loca? Bájese de allí, se va a matar”—me lo gritó una anciana que andaba paseando por allí—. Me fui a la cocina para ver de nuevo a la gata, pero me salió al paso mi suegra que me propuso tomar valeriana. Durante media hora estuve oyendo su sermón y la retahíla de consejos que me daba para aceptar mi nueva condición. Ella ignoraba por completo mi situación y ni siquiera se figuraba que su amada Ágata estaba durmiendo. Por cierto, que mientras oía a Olga con cara de niña o gata obediente, me fijé en la bola de pelo que no se movía. Lleva mucho tiempo así, me dije para mis adentros. Mi suegra lo notó y dijo que se nos había pasado el somnífero. La gata estaba inmóvil y según mi nueva familia estaba mejor así por que el día anterior había causado los destrozos que sólo un huracán sería capaz de ocasionar. No sabíamos todavía lo que pasaría esa noche. Mantuve el control mientras pude, vi la televisión, oí la radio, fingí comer con apetito y leer, pero esperaba con anhelo que llegara la noche para dormirme y despertar al día siguiente convertida otra vez en una gata. Es por eso—me dije— que no despierto y sigo allí enrollada en el rincón. Iván Anatolievich salió con Serguéi a buscar algo de comida que se pudiera almacenar. Querían conseguir unas latas de carne estofada, puré de berenjena y pastas. El queso, la carne y la leche estaban muy escasos, por eso ni siquiera los nombraron. Volvieron muy alegres porque llegaron en el momento en el que un enorme camión había aparcado cerca de la tienda cargado de granos. Trajeron garbanzos al por mayor, azúcar y hasta latas de café Pelé. Habían comprado dos barras de pan y una de ellas estaba tan dura como una piedra, pero Olga Borísovna la humedeció y luego la cortó en trozos y la metió al horno. Toda la tarde estuvimos comiendo los cubitos salados llamados sujarí. Avanzada la tarde, empezamos a bostezar, nos tomamos un té y comimos pasta con mantequilla. Noté que la gata se empezaba a despertar. Al principio se mantenía parada unos segundos, husmeaba un poco y se volvía a dormir. A las diez nos metimos a la cama. Serguéi se acostó semidesnudo en la cama y me acosté con él. Se asombró de que no me fuera al diván y me lo comentó, pero, aunque me acordaba de que Ágata así lo hacía, yo tenía miedo de estar sola y quería estar acompañada en el momento que llegaran los maullidos de las gatas meléficas, si es que los había. No tardaron en llegar. Primero, agudos y muy largos, luego cortos y más graves, al final muy sostenidos, tanto que parecían lamentaciones. Encorvé la espalda y empecé a apretar la almohada. Arrinconé a Serguéi y empecé a sentir un poco su calor. Balbuceó unas palabras que parecían reproches y acusaciones, sin embargo, no le hice caso y seguí escondiéndome de los maullidos fatídicos. Él me apretujó y se puso encima de mí. Protegida con su cuerpo me relajé después de unos minutos la avalancha de sensaciones me hizo respirar como un toro al principio, luego morder y al final, gritar y aullar al mismo tiempo. Serguéi me tapaba la boca y decía que iba a despertar a todos. Me importaba poco lo que me dijera, lo tenía aprisionado y lo provocaba para que no se separara de mí cuerpo, luego noté que junto con mis gritos sonaban los maullidos de Ducia que estaba a un lado de la cama en posición de ataque. Sus pelos erizados y sus gruñidos eran fuertísimos. Saltó sobre nosotros y comenzó a arañarnos y mordernos, daba vueltas alrededor de la cama y nos miraba con ojos endiablados, parecía un pequeño puma amenazando a los invasores de su territorio. Olga Borísovna, Iván Anatolievich y Serguéi en equipo, consiguieron sujetar a la gata que furiosa echaba espuma por la boca. La aplacaron y le dieron de inmediato el somnífero. Tardó casi media hora en dejar de moverse. Todos tenían sangre y pellejos que les colgaban de las manos y antebrazos. Iván Anatolievich había perdido sus gafas en el encuentro. Primero un zarpazo se las tiró y luego un fuerte pisotón de su mujer las hizo añicos. Estaba muy enfadado y excitado por el alboroto. Se salió con la excusa de fumar, aunque nunca lo había hecho en la vida. Mi suegra dijo que ya era suficiente y que sería necesario echar fuera a la gata salvaje. Al día siguiente, Olga Borísovna me pidió acompañarla a ver a la señora Valia para devolverle la gata. Me extrañaron mucho el pasillo y las escaleras. Cuando se abrió la puerta mi madre saltó sobre mi y la anciana se admiró mucho. Dijo que era una gata bastante arisca y que le costaba mucho relacionarse con la gente, pero el que se me subiera a los brazos indicaba que se estaba socializando. “A ese respecto me quiero referir—dijo mi suegra con tono de lamentación—, pues su gatita Ducia se ha vuelto loca y no la podemos tener en nuestra casa. Imagínese que ayer por la noche se enloqueció y casi nos saca los ojos. Mire cómo me dejó las manos”. En ese momento le mostró los arañazos y le contó los sucesos con detenimiento. La señora Valia la escuchaba con actitud condescendiente, pero tenía la impresión de que no iba a aceptar de vuelta a la gata. Me encontraba muy confundida por que trataba de comunicarme con mi madre, pero ella, a pesar de que ronroneaba y comunicaba con su actitud muchas cosas, me era imposible entenderle. La miré con desesperación y esperé en vano sus consejos. Valia dijo que lo único que le impedía recibir de vuelta a Ducia era el alimento. Olga Borísovna se comprometió a proporcionarle todo lo necesario a mi madre y a la gata salvaje si aceptaba quedarse con ella. No hubo más que hablar. Olga Borísovna bajó con una bolsa llena de comestibles que, suponía, la pobre vieja usaría en su provecho. Subió satisfecha. Yo, por mi parte, me iba preguntando qué sería de mí, pero la voz que me estaba controlando con sus instrucciones en mi interior era cada vez más humana y mis instintos se desvanecían a cien por hora. Llegó la noche y otra vez me abrazó Serguéi, volvió a ocultarme de los horribles maullidos. Está vez, noté cosas diferentes. Los maullidos imaginarios desaparecieron y quedaron sólo los de la vecina de abajo, Doña Valentina vivía debajo de nosotros y Ducia había estado toda la noche saltando y estrellándose contra el techo, puesto que sentíamos las vibraciones en el piso. Nos enteramos de que Valia le había pedido a alguien que se llevara a la gata roja a otro barrio. Nos contó que se había puesto insoportable y que lo mejor era alejarla para que se habituara a otra vida. Con la desaparición de Ducia se fueron mis impulsos animales y cambié por completo. Sentí la comprensión de Serguéi y renació nuestro amor. Seguí estudiando con esmero y pronto terminé el tercer curso. En las vacaciones viajé a ver a mis padres, les encantó mi marido y mi madre vio con amor a su nieta que es igual a ella. Me recibió en el aeropuerto y lo primero que hizo fue ver la cara de mi hija Gala. Cuando mi padre la cargó en brazos, me separé un poco y escuché que mi madre me decía muy bajo: “Lo has hecho, gatita mía, lo has hecho. Ven aquí querida hija”. En seguida se puso a ronronear y a lamerme la cara. Al separarme de su regazo, sonrió y me ofreció el meñique en señal de amistad. Le apresé el dedito con fuerza y sellamos el pacto de silencio. Salimos de la sala de llegadas muy alegres, seguidas de mi padre y Serguéi que nos seguían arrastrando las maletas sin sospechar nada del gran acontecimiento que había ocurrido.

Fin.

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