El reloj de Pepa

(basado en hechos reales)

Hay instantes que cambian tu vida para siempre o, al menos, la forma que tenías de verla. No es el caso de la historia de Pepa que os voy a contar a continuación, pero se comenta que los relatos hay que comenzarlos con fuerza y yo, bueno, yo soy mucho de seguir el dogma.

No era un lunes cualquiera en la vida de Pepa, eso sí es verdad, aunque sólo haciéndonos un selfie podríamos pretender que era extraordinario. Hacinada en el metro a primera hora de la mañana junto a otros ejemplares de su especie, volvía del centro de salud al que había acudido para hacerse unos análisis.

Nada serio. Acababa de cumplir 80 años y, al margen de algún que otro olvido, cuestiones sin importancia, no estaba preocupada por su salud, pero ésta, como tantas otras cosas, quería tenerla bajo control. Era la miembro más longeva de su familia y desconocía por dónde podían salir los genes que había heredado.

El último pensamiento que cruzaba por la mente de nuestra protagonista antes de El Incidente era lo desmejorado que parecía el chico de la frutería de su supermercado habitual. «¿Cuándo había empezado a caérsele el pelo? ¿A dónde iba a llegar esa alopecia fulminante?». En fin, la calvicie y otro retos de la belleza masculina.

Entonces se dio cuenta de que no llevaba puesto su reloj. «¿Será que no me lo he llegado a poner?», pensó. «¡De ninguna manera! Siempre lo hago. Es ya un gesto mecánico«.

En este punto, conviene que nos detengamos en la historia propia del reloj. Sus abuelos habían tenido una tienda de relojes que se vieron obligos a cerrar. Entre los pocos objetos que pudieron conservar se hallaba aquel reloj que su abuelo había regalado a su padre cuando se casó con su madre. Es el único recuerdo que tenía de ellos, pues cuando contaba con tan solo 6 años les mataron por ayudar a disidentes del régimen. Fue su tía quien lo encontró dentro de la zapatilla que su padre dejó debajo de la cama cuando fueron a arrestarles. (Si estáis pensando en Bruce Willis en Pulp Fiction, bienvenidos al camino del dogma).

Volviendo con Pepa al abarrotado vagón de metro, ésta miró alrededor y le pareció identificar su reloj en la muñeca de un sujeto que, al observarla, se dio media vuelta (una entera resultaba inviable) y se colocó de cara a una de las puertas. Para no perder el equilibrio el hombre se vio obligado a agarrarse a una de las barras y al hacerlo Pepa pudo distinguir con claridad su reloj. «Cabrón«, se dijo, «¡por encima de mi cadáver!».

Una vez que consiguió colocarse detrás de él, empuñó el único elemento punzante que encontró en su bolso, una peligrosa lima de uñas, y clavándole la punta en la espalda le instó, amenazante, a que depositara el reloj en su bolso. Notó como el sujeto se erguía y se mantenía inmóvil unos segundos. Hundió un poco más la punta de la lima en su espalada, temerosa de que se diera la vuelta y descubriera a su agresora. Estaban a punto de llegar a la siguiente parada, que ya había sido anunciada. Por fin, el hombre cedió y depositó el reloj en el bolso de Pepa, saliendo con rapidez al andén una vez que las puertas se hubieron abierto. No se atrevió a volver la mirada al interior del vagón hasta que había avanzado unos cuantos metros. Cuando lo hizo y adivinó la cara de su anciana agresora, ya era demasiado tarde. Las puertas se habían cerrado y ésta se dirigía, sin haber procesado aún su éxito, a la siguiente estación.

Sólo cuando llegó a casa Pepa respiró aliviada, y satisfecha con su gesta sentenció, solemne: «Podrán arrebatarme lo que quieran, pero no mi pasado, no mis recuerdos. Nunca mi reloj«,

Se disponía a guardar su trofeo en el cajón cuando allí mismo, donde lo había dejado, se hallaba su preciado reloj, el suyo de verdad, y no ese otro que le acababa de robar a un pobre infeliz, al que nunca sabremos si le dolió más la pérdida del reloj que le habían regalado sus padres cuando aprobó la oposición o haber sido atracado a punta de lima de uñas por una mujer que bien podría haber salido de «Las chicas de oro«.

Pepa, por su parte, comenzaba ese día una larga y dura batalla contra el Alzheimer. Claro que, viéndolo así, quizá sí fuese el relatado uno de esos instantes que te cambian la vida o, al menos, la forma que tienes de verla.

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