Tenía que correr y correr. Son tres los que me persiguen. Vi que llevaban armas blancas. ¿Cuálas? No sé, no iba a quedarme a descobrirlo. Con catorce años el físico es resistente y particularmente yo corría mucho.

Con nerviosismo forcé la puerta de una casa. Una cualquiera no, una que aparentemente me diera indicios que estaba vacía y abandonada. Entré. Me dirigí subiendo con torpeza las escaleras para ir a la planta de arriba. Me caí y me clavé un crital roto del suelo. No había luz y reinaba la oscuridad. Conseguí llegar a un baño en condiciones desconocidas ya que mis ojos no entreveían nada. Por lo menos se deducían las siluetas de los muebles, pero no lo que guardaban. El rítmo cardíaco seguía acelerado. No me sentía seguro. Me encontrarían pensé. Aun que nunca me arrepentía de mis delitos, esa sería la primera vez.

No puedo permitirlo. Debía, de algún modo, regresar con Natty. Ella sabría que hacer. Tiene tres años más que yo, por eso sabe que es vivir en la calle. Su inteligencia supera a todas las que haya tenido oportunidad de conocer. Su capacidad preventiva la hacía inmortal. Era cautelosa y astuta, se adelantaba fácilmente a cualquier acontecimiento. En cambio yo, era una rata asquerosa. Siempre me preguntaré por qué decidió escoger mí compañía. Era tan fuerte y su rostro tan delicado a la vez. Yo la quería.

Oí que alguien entraba. Ese era mi final, lo presentía. Me concentraba en la respiración para que no me escucharan hiperventilar. Me ahogaba en la desesperación de mantenerme a salvo, en vida. Sentí que abrieron la puerta poco a poco, yo ya hacía rato que tenía los ojos cerrados. Me puse inevitablemente a llorar. Maldecí mis actos, no estaba preparado para morir.

En ese instante una mano fría me tocó. Sobresalté tanto que tumbé a quien tubiera delante. Miré con miedo y me gritó.

– ¿Qué haces estúpido? Si lo sé no te salvo desagradecido.

Era Natty.

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