La noche está fría y el cielo muy oscuro, tanto que parece negro. No se aprecia ninguna estrella hoy, ninguna luz. Excepto por la del foco que está en mi patio, pero esa no cuenta. Es artificial, no real; no es la verdadera luz.

La felina camina en busca de alguna distracción. De repente se queda inmóvil y permanece agazapada, al acecho de algún bicho que encontró. Y el cielo empezó a llorar, pero muy poco todavía. Como si la carga que lleva no fuera lo suficientemente grande como para que explote y el llanto sea grave. Falta poco para que la noche (o el mundo entero) me obligue a entrar en la cocina para sentarme bajo la falsa luz a memorizar palabras; pero las almaceno en mi memoria solo hasta mañana, solo hasta volcarlas en un papel y posteriormente, olvidarlas para siempre. Y leo sin leer, observo cada letra que no tiene significado ni valor en este momento, ni en ningún otro. Sigo sin entender. Viene a mi un sueño donde soy feliz con casi nada. Una utopía cada vez más alejada.

En el cemento yace el insecto, víctima del inocente pero mortal juego. Y mi cuerpo yace sobre la mesa, víctima de lo que mi mente quiere pensar.

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