Le dijiste que ya no querías ir a trabajar, que ya no te podías levantar por las mañanas, te dijo que estabas loco, que ya no fueras tan huevón. Una mañana te quedaste dormido, la alarma, aunque estaba al volumen máximo, no te despertó. Lo que por fin logró arrancarte del sueño a medio día, después de que habías dormido por más de trece horas, fueron los golpes que empezó a dar tu vecina la viejita —y aparte medio sorda— con el mango de la escoba contra la pared que compartían. «¡Ya calla esa puta alarma!», alcanzaste a escuchar mientras te limpiabas la baba de la barbilla con la cobija. Agarraste tu celular y le hablaste a tu jefe, le dijiste una mentira demasiado compleja para ser verdad. Aunque no esperabas que te creyera tus cuentos, algo sobre una enfermedad, narcolepsia o algo así, insististe, pero obviamente no funcionó y te corrieron. Cómo le ibas a decir a tu esposa que ya de por sí llevaba años presionándote para que convencieras a tu jefe de que te diera un buen aumento y te reclamaba que ya llevabas demasiado tiempo trabajando ahí haciendo las mismas babosadas. Ya se habían atrasado con los pagos de la hipoteca y aparte debían el coche y la lavadora que no habías querido comprar porque decías que era un gasto innecesario. «¿Tú vas a lavar tu ropa a mano?», te preguntó tu esposa. Claro que no lo ibas a hacer y en una hora ya estabas firmando el crédito a dieciséis meses con muchos intereses en la tienda departamental donde anteriormente habías dicho solo los pobres e idiotas iban a que les robaran. Cuando viste a las familias que se habían formado en la misma fila que tú, que sacaban créditos para una televisión con más del cien por ciento de interés, sonreíste incrédulo y burlón mientras sentías lástima por ellos. Pero pronto te diste cuenta de que tú estabas en las mismas, no eras superior ni mas listo, tú tampoco habías encontrado alguna forma de evitar firmar un contrato con el diablo.

        Cuando llegó tu esposa del trabajo se sorprendió de verte sentando en el comedor, tú siempre llegabas un poco más tarde que ella. Todavía ni cerraba la puerta cuando le dijiste, sin preámbulo alguno, que te habían corrido, que te habías vuelto a quedar dormido y te corrieron, que le rogaste a tu jefe, pero no tuvo piedad de tu enfermedad.

            —¿Qué enfermedad? —te preguntó vuelta loca—. Y qué carajos vamos a hacer ahora, nos van a quitar el departamento.

            —Sí, ya sé —le respondiste, sorprendido de la calma con que lo dijiste.

            Pelearon por horas, mejor dicho, ella te gritó mientras tú respondías entre dientes con monosílabos y con algo que se asemejaba más a mugidos que a palabras. La verdad es que ya nada te importaba.

            —No soy especial, soy igual de pobre y pendejo que los demás —fue la oración más larga que alcanzaste a solar acompañándola con una sonrisita interior que no pudo notar.

            Para cuando llegaron los del banco con dos policías barrigones y con un ejército de mudanzeros chaparros pero correosos y bien uniformados, todos unos profesionales del embargo, ella ya se había ido hace mucho tiempo a vivir con sus papás. Te entregaron varios papeles y sin leerlos los firmaste. No sentiste coraje ni impotencia, sino todo lo contrario, sentías como con cada hoja que firmabas te quitabas un peso de encima. Agradeciste no haber querido tener hijos. Sonreías mucho y notabas como al agente del banco le llamaba mucho la atención. Viste como se acercó a los policías y les murmuró algo que hizo que de inmediato se distrajeran del video que estaban viendo en sus celulares y les causaba tanta risa y te voltearan a ver con seriedad —así se quedaron por el resto del embargo. Pensaste que ellos habían creído que eras uno de esos hombres que se vuelven locos en momentos como ese, en el que ven su vida irse al carajo y de repente sacan una pistola y se desquitan con los pobres hombres que humildemente se dedican a quitarle sus cosas a los pobres para entregárselas a su patrón. Pero no, tú sonrisa no era la de un hombre desquiciado y rencoroso, era una sonrisa sincera, te sentías bien, aliviado; y antes de que el hombre de corbata percudida te dijera que ese departamento ya no era tuyo y que por favor te retiraras, ya estabas a varias cuadras caminando ligero con solo lo que traías puesto.

            Hace muchísimos años que no ibas a acampar. La última ves había sido cuando tenías veintipocos y te fuiste con tus dos mejores amigos a la Huasteca Potosina. Comiste hongos en Xilitla, en los jardines de Edward James y viste como el río se volvió morado, te sumergiste y entraste en un mundo poblado por perfectas figuras geométricas que durante horas danzaron y se transformaron a tu alrededor, pensaste que era lo más hermoso que habías visto en toda tu vida. Cuando sacaste la cabeza del agua una familia de gorditos te veía confundida y un poco asustada, creíste que estaban sorprendidos por cuánto tiempo podías aguantar bajo el agua, pero más tarde tu amigo te dijo que desde la orilla estuviste horas mirando el agua con la boca abierta y los ojos tan abiertos que parecía que en cualquier momento se te iban a salir. Así que emocionado recolectaste unos cartones e instalaste tu campamento bajo el techito de un negocio que sabías llevaba años abandonado. Te sorprendiste de que otro vagabundo como tú no se hubiera apoderado de ese lugar tan idílico. Estaba resguardado de la lluvia y del viento y había una jardinera medio escondida detrás de un árbol enorme donde podías hasta cagar a gusto. Era la primavera y pudiste felizmente dormir sin playera bajo las dos o tres estrellas pálidas que se alcanzaban a ver.

            Después de tres días de vivir en la calle te diste cuenta de que no habías tomado ni comido nada, pero no fue tu cuerpo el que te reclamó que no lo estabas nutriendo, sino más bien fue cuando viste a un compañero de la prepa comiendo en un restaurante japonés. Te acercaste al ventanal y del otro lado, a solo unos centímetros de ti, estaba él junto a su guapísima cita romántica atragantándose de arroz y pescado crudo. Aunque tú le sonreías y él te veía de reojo, se rehusó a reconocer tu presencia y nunca te volteó a ver. Un mesero vio como estabas incomodando a sus comensales y salió con una bolsa de plástico llena sobras, sin plato ni nada, todas revueltas y escurriendo por un hoyito, y te la dio. Te dijo que era la primera y última vez, que te largaras y no volvieras, sino te iban a agarrar a vergazos entre todos los meseros. Tomaste la bolsa, le agradeciste con mucho entusiasmo y trataste de darle la mano, pero se dio media vuelta y se metió.

            A los pocos días te diste cuenta de que tu caca no se descomponía tan rápido como habías creído y que ya no había espacio en la jardinera para seguir abonándola. También comenzaste a notar tu propio hedor. Las moscas se habían apoderado de tu campamento. Te viste en el espejo de un coche y te causó mucha gracia tu nuevo look de vagabundo. Tu pelo estaba tan grasoso que te preguntaste si podrías exprimirlo y usar la grasa para cocinar.

            Caminaste varias horas hasta la casa de tus suegros que estaba del otro lado de la ciudad en un barrio de clase media alta donde la gente parecía estar obsesionada con los cipreses italianos que sobresalían como endebles y puntiagudas torres por encima de las bardas. Te asomaste por una grieta en la puerta de fierro negro, alcanzaste a ver la sala, el comedor y las escaleras que llevaban hasta el cuarto donde, técnicamente, tu todavía esposa había crecido y ahora vivía. Esperaste un rato para ver si escuchabas algo, pero no había nadie. Recordaste que tu suegra siempre olvidaba sus llaves y luego no podía entrar a la casa, así que dejaba una llave enterrada en la tierra de una maceta. Enterraste los dedos en la tierra y no te tomó mucho tiempo encontrarla.

            Subiste las escaleras y al acercarte a su cuarto sentiste el olor de tu esposa que nunca, hasta ahora, después de tanto tiempo juntos, habías notado. Sabías que no había nadie, pero aun así tocaste delicadamente a su puerta, esperaste un poco y luego la abriste. Era un desastre. Todas las cosas que había logrado sacar del departamento antes de que las embargaran estaban amontonadas en el cuartito. La cama, cubierta de cobijas rosadas e infantiles, estaba amurallada por cajas y apenas se alcanzaba a ver. Te aventaste en ella y hundiste la nariz en la almohada, no la extrañabas, ya casi ni pensabas en ella, pero cuánto te gustaba su olor.

            Te metiste al baño, cagaste, te limpiaste el culo, te metiste a la regadera, te masturbaste, te rasuraste y dejaste pelitos por todos lados. Cuando el vapor se despejó y el espejo se desempañó, te viste a ti mismo desnudo, nunca te habías visto tan flaco y moreno —te causó mucha gracia, te sentiste guapo. Agarraste unos calzones, una playera y un pantalón del closet de tu suegro, te los pusiste y te fuiste.

            Pasaron los meses y con muy poca comida te las arreglaste. Todo el día tomabas el sol y te la pasabas viendo a la gente pasar. Cuando llovía y no hacía mucho frío te quitabas toda la ropa y te bañabas con el agua helada que caía del cielo. Una vez un hombre te persiguió con un palo, loco de rabia te gritaba que eras un degenerado, que había niños viéndote. Brincabas y dabas vueltas de carretilla sobre los charcos, tus huevos sacudiéndose por doquier. El pobre hombre nunca te pudo alcanzar y acabó igual de empapado que tú. Nunca te habías divertido tanto.

            Caminando por un parque otro vagabundo se te acercó, era mucho más viejo que tú, te hizo muchas preguntas y parecía muy sincero en su interés de escuchar lo que tenías que decir que no era mucho. Te preguntó tu nombre y le dijiste uno, pero cuando salió de tu boca se sintió raro, no era el correcto, lo volviste a intentar y dijiste otro, pero tampoco parecía el correcto y te rendiste, le dijiste que no te acordabas y te reíste. Se asumió como tu mentor y con entusiasmo te enseñó a encontrar plantas, raíces, semillas y hongos comestibles que siempre habías tenido a la vista, pero jamás se te había ocurrido que algo que por su propia voluntad y esfuerzo saliera de la mugre de un camellón descuidado pudiera ser la cena. No todo sabía bien, algunos eran amargos y asquerosos, pero nunca te enfermaste y le agradeciste al viejo que te compartiera sus conocimientos de la flora urbana. Te ofreció enseñarte a cazar tlacuaches y ardillas, a los perros no había que tocarlos, te advirtió, no porque supieran mal, sino porque eran muy sucios, comían lo que fuera. Te dijo que los gatos, bien cocinados al fuego, eran un manjar menospreciado, pero tú, con amabilidad, rechazaste su conocimiento de la fauna.

            Era la temporada de lluvias y, por lo tanto, temporada de hongos. Tú estabas buscando debajo de los árboles y los arbustos del parque, en los lugares más húmedos y sombreados, a algún honguito que asomara la cabeza, cuando escuchaste a alguien hablar justo detrás de ti. Era la voz de un hombre y estaba diciendo un nombre en un tono interrogativo. Volteaste a ver y reconociste su cara, sabías que sin duda la habías visto, pero no podías asociarla con un nombre ni nada. Le sonreíste amistosamente. Él te veía con mucha atención, confundido entrecerraba los ojos como para asegurase de que no fueras un espectro.

            —¿Martínez, eres tú verdad?

            Tú te reíste, nunca en tu vida habías escuchado ese nombre tan ridículo, te causó gracia.

            —Dios mío. ¿Qué haces aquí? ¿Qué te pasó?

            Sacaste un hongo de la bolsa de tu chamarra y se lo ofreciste sonriente, el dudó en tomarlo, pero insististe y con mucho cuidado, como si estuviera envuelto en fuego, lo tomó con las puntitas de los dedos y lo sostuvo lejos de su cuerpo mientras continuaba investigándote.

            —Nunca me hubiera imaginado que acabarías así. De haber sabido… Te quiero pedir perdón, pero yo no podía seguir pagándote para que no llegaras a trabajar y cuando sí llegaras te quedaras dormido sobre el escritorio. Sí me entiendes, ¿verdad?

            Sacaste otro hongo igual al que le diste y te lo comiste, disfrutaste aplastarlo entre tus dientes y sentir como con cada mordida el sabor a tierra húmeda impregnaba tu boca. Con sonrisas y gestos lo invitaste a que hiciera lo mismo, él se rehusó. Te dijo algo más que ya no recuerdas y se fue. Viste como, cuando se alejó, tiró el hongo a la calle y se metió a un edificio alto que reflejaba a otros edificios. Te comenzó a doler la panza, la cabeza se te puso caliente, primeros los brazos te comenzaron a temblar, luego las piernas, sudaste frío, te reías mientras sentías como el cuerpo se te volvía de gelatina y el pasto se convertía en una laguna morada, te dejaste caer en ella y te sumergiste, estaba helada, pero no te molestó. Volteaste hacia arriba y viste la perfecta esfera que era el sol, lo pudiste ver simultáneamente desde todos los ángulos, te quemaba los ojos, se sentía bien. «Martínez», pensaste, y te moriste.

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