Samuel Ngongo era un joven de Camerún, quién se dedicaba al pastoreo del ganado de su familia. Una mañana el camerunés, se encontraba luchando contra un enorme y hambriento león, para evitar que devorase a una de sus vacas. Armado con su lanza y cargado de valentía, se enfrentaba al rey de la selva. Como el león era muy fuerte solo le bastó un zarpazo para deshacerse de Samuel. El pobre muchacho cayó al suelo a unos cuantos metros del león. El feroz animal, viendo que nadie podía impedirle hacerse con su presa, se abalanzó sobre la vaca dispuesto a devorarla. Pero antes de alcanzar al animal se escuchó una voz que gritó:— ¡¡¡OYE! ¡DEJA MI VACA!!! —era Samuel que se había recuperado del golpe y estaba dispuesto a seguir jugándose la vida por su vaca.

El muchacho vio una enorme piedra y tuvo una idea. Sin pensárselo dos veces, cogió carrerilla y le dio al pedrusco un puntapié con todas sus fuerzas, como si de una pelota de fútbol se tratase. La piedra salió despedida con tal velocidad y fuerza, que al impactar en el león, lo dejó fuera de combate tirado en el suelo. Al ver que su rival no se movía, Samuel dio saltos de alegría porque había logrado salvar a su vaca.

Un hombre fue testigo de aquella hazaña. En realidad, se trataba de un ángel del cielo que se hacía llamar «el ángel del destino». Apareció de la nada y se presentó frente a Samuel, dándole un susto peor que el que le había dado el león. Sin saber quién era aquel hombre, ni de dónde había salido, Samuel le preguntó:—¿Y usted quién es? ¿Y de dónde salió?

A lo que el extraño contestó:

—Siento haberte asustado. Mi nombre es Ángel. He visto lo que has hecho. Eres muy valiente. Dime una cosa, ¿te gusta el fútbol?

Samuel observó de arriba a abajo al extraño y respondió:

—¿Me has visto cara de futbolista o qué? Soy pastor de vacas. Además, ese deporte es solo para tontos.

—¿Cómo qué de tontos? —le interrumpió el ángel. Entonces Samuel volvió a tomar la palabra.

—Sí, porque dime, ¿qué hacen veintidós tíos detrás una pelota?

Ángel se rió a carcajadas y su risa contagió a Samuel.

Caía la noche y Samuel, mientras seguía hablando con su nuevo amigo, comenzó a reunir a los animales para llevárselos de vuelta al poblado.

Perdona mi mala educación, mi nombre es…

―¡Samuel Ngongo!⸺lo interrumpió el extraño.

Al escuchar esto, Samuel se quedó sorprendido como cuando por arte de magia Ángel se apareció. Con cara de sorpresa miró de arriba a abajo a Ángel y le dijo:

―¿Quién eres de verdad, tío? ¡Primero te apareces de la nada y ahora, sin decirte yo mi nombre, sabes cómo me llamo!

Ángel sonrió y contestó:―¿Mi nombre no te dice nada? ⸺Samuel negó con la cabeza. Ángel invitó a Ngongo a sentarse sobre el verde pasto y empezó un relato que le confundió mucho.

―Te lo volveré a preguntar. ¿Te gusta el fútbol?

―La verdad es que no me parece mal deporte ―contestó Samuel―, pero no puedo ver partidos porque aquí hay mucho que hacer. Te voy a confesar algo. Admiro mucho a Roger Milla.

―No me equivocaba, te gusta el futbol ―respondió Ángel sonriendo―. Es un deporte muy bonito. Por algo dicen que es el mejor espectáculo del mundo. ¿Crees en el destino?

―¿En el destino? ―respondió Samuel.

―–Sí, el destino del que nadie escapa ―intentó explicar Ángel―. Verás, cada persona nace con una tarea para realizarla en la vida y, para bien o para mal, la tiene que cumplir. Muchas de esas personas necesitan un empujoncito para que lleven a cabo lo que les tiene deparado el destino.

―El mío es cuidar de este ganado ―le interrumpió Samuel―, así que me voy antes de que aparezcan las fieras. Por cierto, ¿dónde estás acampando?

―No tengo ningún lugar adonde ir. Te iba a pedir que me dejaras quedarme con vosotros en el poblado.

Samuel le respondió que por él no había ningún problema, pero que tenía que consultárselo al jefe del poblado.

En ese momento Ángel saca una botella de vino y le pega un trago. Samuel lo observa sin perder detalle.

⸺¿Quieres un trago?⸺pregunta Ángel señalando la botella.

⸺¿Qué es?⸺pregunta muy curioso el camerunés sin dejar de mirar la botella.

⸺Es vino de Jeréz…Manzanilla de Sanlúcar, bebida celestial, ¿quieres un poco?⸺Samuel asiste con la cabeza.

Ángel le pasa la botella y Samuel bebe un poco. Sonríe y agrega:⸺ ¡Está buenísimo!⸺y vuelve a beber.

Entonces ambos se dirigieron hacia el poblado conduciendo el ganado. Cuando llegaron Samuel habló con el jefe del poblado que le brindó su hospitalidad a aquel extraño.

Todos se reunieron alrededor de una hoguera. Samuel relató su encuentro con el león y cómo se libró de él. En vez de elogiar su proeza, la tribu entera se rió de él. Entonces uno de los ancianos dejó de reír y le preguntó:

―¡Dices que has pateado más duro que Roger Milla! ¡Blasfemo! Solo sirves para estar pegado al culo de las vacas, así que siéntate y deja de decir tonterías, que estás haciendo el ridículo.

Samuel se sentó entristecido al ver que su gente lo había llamado mentiroso. Pero Ángel se levantó y habló en su favor.

―Todo lo que os ha contado Samuel es verdad. Fui testigo de cómo derrotó con su valentía a aquel enorme león. Sé que no soy nadie para meterme en vuestra conversación, pero creedme. Lo que os ha contado es cierto.

Se hizo un silencio y Samuel se alejó para tomar un poco de aire. Ángel salió tras él y le encontró sentado en una enorme roca. Tras unos momentos de silencio Samuel dijo:

―Gracias por salir en mi defensa. Me duele mucho que mi propia gente se ría de mí y que piensen que solo sirvo para cuidar vacas.

―Eso puedes cambiarlo ―dijo Ángel―. Demuéstrales a todos de lo que eres capaz.

―Pero, ¿cómo? ―le interrumpió Samuel―. Creo que tienen razón, solo sirvo para cuidar el ganado.

Ngongo guardó silencio. Ángel miró al cielo y dijo:

―Qué bello está el cielo con su enorme luna y ese manto de estrellas. ¿Sabes cuántas estrellas hay?

―¡Es imposible saberlo! ¿Tú lo sabes? ⸺y el africano soltó una retraída sonrisa.

Ángel también sonrió y respondió:

―En verdad nadie lo sabe. Pero lo que si sé, es que cada persona nace con una estrella.

―Dejémonos de tantas estrellas y vayámonos a dormir, que ya es muy tarde y mañana tengo que llevar a pastar al ganado ―concluyó Samuel.

Así lo hicieron. Samuel le indicó dónde podía dormir y se despidieron hasta el día siguiente. Antes de que el luminoso astro dejase ver su rostro ardiente Samuel ya tenía todo el ganado reunido. Ángel le comunicó su deseo de acompañarle y el joven pastor aceptó gustoso. Al cabo de una hora se encontraban en el lugar que Samuel había escogido para que su ganado disfrutase de una exquisita yerba. Poco después Ángel sacó de su mochila una pelota, lo que sorprendió enormemente a Samuel.

―¿De dónde has sacado eso? ―preguntó―. En esa mochila no creo que quepa esa pelota.

Ángel no le respondió y, buscando provocar a Samuel para que participase en el juego, se puso a hacer piruetas con la pelota. Samuel seguía desinteresado por lo que hacía su amigo. Al ver su actitud, le lanzó la pelota a Samuel, que observó con el rabillo del ojo. La pelota volaba por los aires y Samuel, sin dejar que tocase el suelo, la recibió con su pie derecho. Entonces empezó con gran maestría a hacer toda clase de malabares. Después de realizar una serie de pataditas sin dejar que la pelota tocase el suelo se la devolvió a Ángel, y así sucesivamente. El camerunés parecía feliz jugando con la pelota. Pero, como bien se dice, la felicidad es efímera, y la de Samuel la rompió un fuerte bramido de dolor, que se escuchó. El pastor se giró hacia donde provenían los gritos y pudo ver que los profería una de sus vacas que estaba siendo atacada por un grupo de hienas. Antes de correr a socorrer a su animal le reprochó a Ángel:

―¿Ves? ¡Esto ocurre por entretenerme con las tonterías del futbol!

Y corrió mientras Ángel fue hacia su mochila y sacó una potente trompeta, la hizo sonar y espantó a las hienas. Después de que éstas huyeran Samuel se acercó a Ángel.

―No me digas que eso también lo has sacado de la mochila.

Ángel le miró y decidió contarle la verdad, pero antes vuelve a sacar el buen vino de Jerez. Toma un trago y le pasa la botella al africano. Ambos se sentaron y el venido del cielo comenzó su relato:

―Te voy hacer la misma pregunta de ayer. ¿Mi nombre no te dice algo?

―Es un nombre común y corriente, como todos los nombres ―contestó Samuel.

―Yo soy un ángel y, más concretamente, el ángel del destino ―dijo.

―¿Quieres decir un ángel de allá arriba? ―preguntó Samuel con rostro de incredulidad.

Ángel afirmó con la cabeza y prosiguió:

―Nuestro trabajo es darle un empujoncito a la gente que intenta esquivar su destino, y tú eres uno de ésos. Tienes mucho talento para jugar al futbol. Solo necesitas una oportunidad, y yo te voy ayudar para que la tengas.

―Pero si yo no quiero ser futbolista ―le interrumpió el chico―. Además, ¿qué pasa con el libre albedrío?

―Dios solo da el talento, y cada uno hace lo que quiere con él ―dijo Ángel levantándose―. Nadie está obligado a hacer lo que no le plazca. Venir aquí y recordarte lo que mi jefe te ha encomendado en este mundo no significa que lo tengas que hacer obligado. Tú decides, y así se respeta el libre albedrío.

Para concluir, Ángel le regaló una sonrisa. Samuel también se levantó y dijo:

―Es que no estoy seguro de si podré conseguirlo.

―Si no lo intentas jamás lo sabrás ―dijo Ángel.

―Es que yo quiero ayudar a mi pueblo ―agregó el chaval.

―Créeme, Samuel. Cuando seas futbolista podrás ayudarle mejor que cuidando de su ganado ―concluyó.

Samuel no parecía muy convencido, pero aun así estaba dispuesto a afrontar el reto.

―Acepto. En cuanto pueda se lo pediré a los ancianos y al jefe del poblado ―miró a Ángel y le comentó otra inquietud―. No sé cómo se lo van a tomar. ¿No tendrás en tu mochila algo que sirva para estos casos? ―y ambos se rieron.

Llegó la hora de reunir el ganado y marcharse a casa. Samuel estaba muy nervioso. No sabía cómo reaccionarían el jefe y los ancianos. Ya en el poblado Samuel los convocó y les comunicó sin rodeos su intención de dedicarse a jugar al fútbol. Al acabar su discurso, tal y como ocurrió cuando relató la hazaña del león, todos se rieron. Entonces uno de los ancianos dijo:

―¿Para qué quieres perder el tiempo, si lo que tienes de futbolista lo tengo yo de piloto de avión? ―y volvió a estallar en risas.

Ángel volvió a salir en defensa de Samuel, pero esta vez se lo reprochó uno de los ancianos.

―No abuses de nuestra hospitalidad. No eres nadie para meterte en las cosas del poblado. Es más, no deberías estar aquí.

Entonces Samuel salió en defensa de su amigo.

―Ángel está aquí porque yo le he invitado ―dijo.

―Eres tú el que está metiendo a Samuel todas esas tonterías en la cabeza ―dijo otro anciano.

El jefe, que aún no había hablado, puso orden.

―Estamos hablando de Samuel. Si él quiere que este hombre intervenga le dejaremos hacerlo. Si ésos son los deseos de Samuel, que se cumplan. No veo ninguna objeción. Hay muchos en el poblado que pueden encargarse de cuidar el ganado. De modo que pido que le demos una oportunidad a este muchacho, ya que todos la merecemos.

El jefe acabó de hablar y del grupo se apoderó un silencio que rompió uno de los ancianos.

―Pero, ¿quién ha visto a éste coger una pelota? Creo que hará el ridículo y dejará al poblado en mal lugar.

Ángel le pidió al jefe que le dejase hablar y éste aceptó.

―Os garantizo su triunfo. Le he visto con una pelota en los pies y tiene mucho talento.

―¿Dices que le has visto con una pelota? Cómo no fueran los huevos de un toro… ―interrumpió un anciano. Todos volvieron a reír, y el anciano prosiguió―. ¿Con qué pelota? Porque, que yo sepa, solo hay en el pueblo, a menos que dejes el ganado solo y te vayas a jugar fútbol. Eso explicaría que el otro día el león casi se comiera a una vaca.

―¿Cómo se le ocurre decir eso? ―intervino Samuel―. Nunca he abandonado mis deberes.

El anciano volvió a tomar la palabra.

―Entonces, ¿por qué este señor asegura que te ha visto con una pelota? A no ser que él tenga una que haya hecho con moñigos de vaca ―y volvieron a reír.

Ángel no pudo soportar más, pidió que le disculpasen y salió en busca de su mochila. Sacó la pelota y regresó a la reunión.

―¿De dónde has sacado esa pelota? ―preguntó el anciano que antes habló.

Pero Ángel no respondió. Le pasó el balón a Samuel, que la recibió, se levantó de su sitio y empezó a hacer piruetas dejándolos a todos con la boca abierta. Pero Ángel veía que los ancianos seguían escépticos, por eso sacó la botella de Manzanilla de Sanlúcar y se la pasó a cada uno de los presentes. A todos les gustó el vino. El jefe del poblado muy feliz se levantó en el centro del corro y dijo:

―No se hable más. Haz lo que tengas que hacer ―hizo una pausa, miró a Ángel y le dijo―. Mañana sacarás la pelota y jugaremos un partidito. Veremos de qué está hecho Samuel⸺luego sonrió y agregó ⸺, ¡También trae ese vino tan bueno!

Todos saltaron de júbilo, y de esa manera concluyó la reunión.

Amaneció y el poblado se encontraba de fiesta con motivo del partido que estaba a punto de disputarse. Los equipos estaban listos y en uno de ellos se encontraba Samuel. El jefe dio la orden para que comenzara a rodar el balón, y al primer contacto de Samuel Ngongo con el esférico, marcó, pero primero había dejado atrás un reguero de jugadores del equipo contrario. Samuel estaba que se salía. No había quién lo pudiera parar. Acabó el primer tiempo y Samuel había marcado seis goles. Los del equipo contrario estaban que reventaban de rabia, a diferencia de Ángel, que se encontraba muy contento por lo conseguido hasta el momento por su amigo, como si el logro fuera suyo. Empezó la segunda parte y fue más de lo mismo, un Samuel imparable. Acabó el partido, que ganó el equipo de nuestro protagonista, quien había conseguido marcar dieciséis goles. Todos corrieron a vitorearle, desde los ancianos que se rieron de él, hasta el equipo contrario. Ahora nadie en el poblado tenía dudas de su talento.

Pasados dos días de aquel partido Ángel y Samuel estaban preparados para irse en busca de la gloria. Todo el poblado, incluso sus vacas, se despidieron del muchacho, y ambos se marcharon despidiéndose con la mano.

Se instalaron en Yaundé, la capital de Camerún, para que Samuel hiciera unas pruebas con el equipo nacional. Ángel habló con el entrenador y le dijo que, como una vez dijera el jefe del poblado, todos tenemos derecho una oportunidad. El entrenador compartía aquella célebre frase, de modo que a Samuel le fue concedida una prueba. Samuel estaba muy feliz y se preparó para salir al campo. Se presentó con una vestimenta muy graciosa, la que utilizaba en el poblado, lo que provocó la burla de muchos de los que allí se encontraban. Uno de los jugadores dejó de reír y, cual perro rastrero, se puso a olfatear con su nariz.

―Huele a boñiga de vaca ―dijo. Levantó los pies y se miró debajo de sus botas. Luego, sin dejar de olfatear, recorrió de pies a cabeza a Samuel con la mirada, le miró a los ojos y prosiguió―. ¡Pero si eres tú el que huele a pura caca de vaca!

Y todos volvieron a reír. Samuel no soportó más y se retiró a los vestuarios. El entrenador fue detrás de él, pero antes dejó a los que se reían haciendo flexiones. Llegó hasta donde se encontraba y le pidió que no les hiciera caso. En esos precisos instantes llegó Ángel, que había salido de compras, y pidió una explicación de lo sucedido. El entrenador se lo contó todo.

―La culpa es mía ―dijo Ángel―. Tenía que haberte dicho que había salido a comprarte la ropa adecuada. ¡Perdóname!

El entrenador salió del vestuario, Samuel miró a Ángel y dijo:

―Qué, ¿no lo llevabas en la mochila? ―y ambos rieron.

―Ahora cámbiate. ¡Demuéstrales a todos lo que vales! ―exclamó Ángel.

Samuel volvió a salir al campo de juego, esta vez vestido adecuadamente. Los demás jugadores le pidieron disculpas y comenzaron a jugar. El entrenador había hecho dos equipos y a Samuel le entregó el peto de los suplentes, pero tuvo que esperar en el banquillo. Pasados unos minutos, los titulares, como siempre, le estaban dando un paseo al equipo suplente, al que ganaban por tres goles a cero. Acabó el primer tiempo y mandaron a Samuel a calentar porque iba a salir para la segunda parte. El chico estaba muy nervioso y Ángel intentó calmarlo. Empezó la segunda parte y Samuel ya estaba jugando. Recibió un primer pase en la boca del área y, eludiendo a dos contrarios, envió el balón dentro de la portería contraria. Ni él mismo se lo creía. Durante esa segunda mitad no había quién le parara. Estaba pletórico. Acabó el partidillo y, por primera vez, el equipo de los suplentes había logrado ganar al de los titulares, todo gracias a Samuel, que había marcado cuatro goles. Todos estaban muy contentos, menos los del equipo perdedor. El entrenador felicitó a Samuel. Entonces se acercó a Ángel y, alejado de los demás, le susurró:

―¡Es buenísimo! Por fin he conseguido el delantero que andaba buscando ―y se despidieron, no sin antes comunicarle a Samuel que siguiera yendo a entrenar.

Al día siguiente Samuel formaba parte del equipo titular, y fue más de lo mismo. Otro partidazo suyo con tres goles incluidos. Pasadas unas semanas Camerún y la selección nacional de España tenían concertado un partido amistoso. Llegó el día del partido y Samuel fue la estrella. Por suerte, un agente del Fútbol Club Barcelona había asistido a ese encuentro, porque estaba siguiendo a un jugador español, pero Samuel le gustó tanto que enseguida preguntó al entrenador por él. Unos veinte días después Samuel viajó a la ciudad de Barcelona acompañado por Ángel para unas pruebas que querían hacerle. Solo con un par de partidos amistosos Samuel pasó a formar parte de la plantilla del gran Fútbol Club Barcelona, y a la semana de estar en el equipo llegó su debut.

Lo hacía frente al eterno rival, el Real Madrid. Antes del partido llegaron las tristes despedidas. Viendo que su trabajo estaba cumplido, Ángel tenía que marcharse. Samuel le pidió a Ángel que, por lo menos, le viera debutar.

―Claro que me quedaré ―dijo―. Por nada del cielo me perdería ese partido ―hizo una pausa, levantó la cabeza y agregó―. Perdone, jefe ―luego miró a Samuel fijamente a los ojos y le dijo―. Ahora demuéstrale al mundo tu valía.

Dicho esto, se dieron un fuerte abrazo y Samuel se concentró en el partido.

Empezó el juego y Samuel se quedó en el banquillo. Después de unos minutos del primer tiempo Samuel saltó al campo con la ovación del público, y al pase de un compañero marcó su primer gol con el Barcelona. El estadio estaba que reventaba de alegría y el camerunés lo estaba aún más. No se podía creer lo que le estaba pasando. Cuando acabó el partido le había marcado tres goles al Real Madrid, se había echado la afición al bolsillo y, gracias a sus goles, el Barcelona había ganado el gran clásico, lo máximo para el barcelonismo. Poco a poco el estadio se fue vaciando y, al cabo de una hora, ya no quedaban más que Ángel y Samuel Ngongo, que se enfrentaban al duro momento de decirse adiós.

―Gracias por todo, Ángel. A ti te debo este momento mágico.

―Te equivocas Samuel ―replicó Ángel―. Tú solo lo has logrado. Lo único que hice fue recordarte que dentro de ti había un gran deportista. Disfruta de ello y recuerda que aún te queda mucho por hacer. Te daré un consejo. No dejes que la fama que vas a alcanzar, te pierda.

Dicho esto se dieron un abrazo y a Samuel se le escaparon unas lágrimas. Luego apareció una luz del cielo en forma de escalera. Ángel empezó a subirla bajo la atenta mirada de Samuel

―¡Ángel! ¡Dale al jefe las gracias por el talento que me ha dado!

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