La señora del bosque

La señora del bosque

victor hugo toth

06/07/2020

I

La primera vez que la vieron, era una fría tarde de otoño perdida en la lejanía de los años. El viento arrastraba las hojas marchitas que caían de los arboles bañados por la dorada luz del atardecer. Sentadas en un viejo tronco caído en una de las fuertes tormentas de varios veranos atrás, dos hermanas contemplaban el bosque que se erguía más allá de los límites de su granja. Con diez años de edad, María Spencer era la mayor, junto a ella, la pequeña Anna de ocho se secaba las lágrimas que brotaban desde sus ojos azules llenos de tristeza.

−No llores Anna. Todo estará bien. Algún día todo lo estará. Nos iremos a un lugar muy lejos de aquí, solas tú y yo.

Pero por mucho que intentara calmar a la pequeña, Anna no encontraba consuelo. Sus brazos y piernas todavía le dolían. Grandes moretones ennegrecían su pálida piel.

−Lo extraño mucho María. Extraño mucho a papá. Si él estuviera aquí el no dejaría que nos hicieran esto. ¿Por qué tuvo que morirse? ¿Por qué tuvo que dejarnos?

−No lo sé. Yo también lo extraño. Por las noches intento soñar con él. Intento ver su rostro en mis sueños, intento escuchar sus palabras, pero no lo consigo. Cuando despierto seguimos allí, solas y él no está.

− ¿Crees que cuando alguien se muere se va al cielo? –Preguntó Anna mirando a su hermana mayor con sus ojos despojados de toda alegría.

−Claro que lo creo. Creo que algún día nos volveremos a encontrar con él en un lugar mágico, donde podamos jugar todo el día juntas y donde nadie nunca vuelva a hacernos sufrir.

−Entonces quisiera morirme ahora. No quiero esperar para volver a verlo. No quiero seguir aquí. No aquí. No con él.

Aterrada por las sombrías palabras de su hermana menor, María la toma de la mano. –No digas eso. Ni siquiera pienses en esas cosas. No pienses en abandonarme. Nosotros permaneceremos juntas por siempre. ¿Me has escuchado? Por siempre.

El sonido lejano de una camioneta acercándose por el polvoriento camino que llegaba hasta la granja las puso en alerta. Con el paso del tiempo, ese se había convertido en el sonido que más temían. El sonido que indicaba que él había llegado. La camioneta se detuvo frente a la casa. Ellas, desde el patio trasero escucharon como él bajó tambaleante del vehículo. El sonido de una botella cayéndose y estallando en el suelo fue lo siguiente que escucharon.

Las hermanas continuaban tomadas de la mano, aterradas. Ese era el sentimiento que las invadía cuando él llegaba, el terror.

− ¡Maldita sea! ¡Mujer ven a limpiar esto! –Gritó él con dificultad para articular palabras. – ¡Martha! ¡Ven maldita sea! −Otra vez había llegado ebrio hasta la médula. Otra vez su madre salía corriendo a atenderlo y otra vez, su madre recibía insultos.

Los gritos fueron aumentando. Él por alguna razón, o quizás sin razón alguna, había regresado furioso. Un tipo como él, no necesitaba razones para descargar su enojo con su esposa ni mucho menos con sus hijastras. Un sujeto como Pedro Martenson pensaba que podía hacer lo que quisiera y nadie se lo impediría y tristemente, con aquellas pobres mujeres, esto era así.

Anna aprieta con más fuerza la mano de su hermana. –Otra vez ha venido ebrio. No quiero estar aquí. Ya no quiero que me haga daño.

−Está bien. Vámonos al bosque. Alejémonos. Quizás cuando regresemos ya se haya dormido. Pero debes estar tranquila. ¿Entiendes? Siempre estaré aquí para cuidarte.

Anna asintió con la cabeza y juntas comenzaron a correr aferradas de la mano. Mientras se internaban en el pequeño sendero entre el maizal que las conducía hasta el bosque, pudieron escuchar sus gritos llamándolas.

– ¡Vengan aquí malditas niñas! ¡Vuelvan aquí o las golpearé como nunca nadie las ha golpeado! –Se escuchó bramar enfurecido, pero las niñas no regresaron. Continuaron corriendo lo más rápido que podían. Finalmente, atravesaron el último tramo de los cultivos resecos que se mecían y crujían con las suaves brisas del viento otoñal.

Con mucho cuidado se arrastraron bajo el alambre de púas que marcaba el límite de la granja. Miraron hacia atrás. El techo de su hogar sobresalía por sobre las plantas. Un espantapájaros parecía observarlas colgado de lo alto de una cruz de madera, con su rostro hecho de bolsa arpillera rellana de paja y un sombrero negro. Aquel espantapájaros solía darles escalofríos cuando lo observaban por las noches desde la ventana de su habitación. Parecía como si fuera un monstruo esperando que se acercaran, listo para atraparlas. Pero con el tiempo lo entendieron, no era más que un muñeco colgado de tablas, no había ningún monstruo allí, el verdadero monstruo estaba en la casa con ellas. Un monstruo real capaz de hacerles daño. Ahora al mirar al espantapájaros tan de cerca ya no sentían temor.

Miraron por última vez al espantapájaros que las contemplaba inerte y luego corrieron a la espesura del majestuoso bosque que se alzaba justo frente a ellas. Al ingresar inmediatamente sintieron algo distinto. El aire era distinto, los olores eran distintos, y sobre todo los sonidos eran distintos. Se sentía el aroma fresco de los árboles. El suelo estaba teñido de un dorado majestuoso, cubierto con las largas hojas en forma de aguja de los pinos. Cientos de aves de todo tipo cantaban en las altas copas. Se podía oír el cercano murmullo de un arroyo fluyendo en la espesura.

Las niñas caminaron alegres. Todo era tan pacífico allí, tan distinto de la tristeza y el rencor que se había apoderado de su hogar cuando su padre había muerto de un repentino infarto. Siempre recordarían aquel día, aquel día en que su alegría se había ido junto con el último aliento de su querido padre.

Aquella tarde estaban en el patio trasero, sentadas en aquel mismo árbol caído donde ahora lloran en soledad. Pero todo era distinto, junto a ellas estaba sentado su padre. Sonriente. Se habían sentado a descansar luego de un largo rato de ayudarlo con la jardinería. A él le encantaba tener su patio adornado con el rojo de las rosas que contrastaban con el verde del maíz. Ahora ya no quedaba nada de aquellas rosas. Solo el césped marchito y descuidado.

−Papá. ¿Crees que podamos pasear por el bosque? –Preguntó la pequeña Anna.

−Te prometo que un día iremos hija. Recuerdo que de pequeño solía pasar tardes enteras caminando por el bosque. Es un lugar mágico en verdad. Pero también es un lugar peligroso. No deben ir solas. Es fácil perderse y son muy pequeñas para eso. –Le respondió mientras le acarició la cabeza con ternura.

−Está bien papá. Pero es una promesa. Un día nos llevarás.

−Por supuesto. Ahora vamos adentro. Está a punto de oscurecer y creo que me siento muy cansado.

Su padre se levantó con dificultad. Caminó unos pasos y se detuvo de manera repentina. Se sintió mareado.

− ¿Te encuentras bien papa? –Le preguntó María al ver que el brazo izquierdo de su padre temblaba incontrolablemente.

−No es nada hijas. Quédense tranquilas, papá está bien. –Las intentó tranquilizar mientras respiraba con cada vez mayor dificultad.

Intentó volver a caminar pero de repente todo se volvió negro para él. Su cuerpo cayó pesadamente golpeándose contra el suelo. Sus hijas intentaron levantarlo mientras llamaban a los gritos a su madre.

Aquella noche, su padre dio su último suspiro en una fría camilla de hospital, mientras las miraba fijamente e intentaba decirles lo mucho que las amaba. Sus pequeñas sujetaron su mano extendida mientras lloraban y le suplicaban que no se marchara. Tras ellas, su madre solo contemplaba la escena, con su mirada perdida a lo lejos. Todavía no comprendía que su esposo, luego de tantos años, partiera de una manera tan repentina e injusta.

El monitor que registraba los latidos cada vez más tenues del corazón de su padre, dio un fuerte pitido y la línea, que dibujaba unos esporádicos picos verdes en la negrura de la pantalla, de repente se volvió solo completamente plana y continua cuando su corazón se detuvo.

Aquella noche toda la felicidad que tenían se marchó con su padre. Aquella noche, algo en su ser se perdió. Toda la magia de las historias que él les contaba antes de dormir, aquellos besos en la frente mientras las cobijaba y ese cuidado de dejar una lámpara encendida para que no tuvieran miedo en las noches oscuras y tormentosas, todo eso se terminó de forma abrupta.

Las tardes no volvieron a ser las mismas, ya no había juegos, ya no había malos chistes ni jardinería. Solo quedaba la soledad y los recuerdos. Pasaban sus tardes sentadas en aquel viejo tronco contemplando el bosque que se elevaba a lo lejos, más allá de la granja, aquel bosque que su padre les había prometido que algún día explorarían juntos.

Su madre no fue la misma luego de la muerte de su marido. Las noches solitarias se volvieron intolerables para ella. No conseguía dormir. Pasaba las noches caminando por los pasillos como un alma en pena. A veces, sus hijas la escuchaban llorar amargamente. Su rostro se volvió cada vez más pálido, con grandes y oscuras ojeras. Su aspecto era cada vez más descuidado.

Las hermanas, pronto comprendieron que ya no podían contar con su madre. Eran ellas mismas quienes preparaban el desayuno, quienes lavaban la ropa y limpiaban la casa. Afortunadamente, su padre siempre les pedía que lo ayudarán y también a su madre en las tareas de la casa. Él era un gran cocinero y, como su aspecto regordete lo indicada, un amante de la comida. Le encantaba enseñar a sus hijas como preparaba sus platillos. Lo hacía paso a paso y con gran paciencia. Se jactaba de decir que quizás, alguna de ellas, o quizás las dos, serían famosas chefs, de esas que salen en la televisión. Ese era su sueño, verlas triunfar algún día, verlas convertirse en personas importantes, no quería que pasaran su vida en una vieja y sucia granja, en un pueblo remoto y aislado.

Las pequeñas llevaban la comida a la habitación de su madre, pero esta apenas probaba un par de bocados. Su depresión era cada vez peor. Parecía que estaba dispuesta a partir junto a su esposo sin que nada le importara, no siquiera sus hijas.

Pero todo cambió una tarde. Aquella tarde en que conoció a Pedro Martenson. Él era nuevo en el pueblo, había llegado en busca de trabajo como agricultor, luego de que la empresa de cereales en la que trabajó la mayor parte de su vida había quebrado y lo había dejado junto a cientos de otros empleados en la calle.

Era un tipo apuesto, de no más de cuarenta años, con una sonrisa encantadora y convincente. Con resplandecientes ojos verdes, pelo corto y el rostro perfectamente afeitado. Llevaba una camisa a cuadros ajustada a su pecho y brazos marcados.

Las niñas lo vieron llegar a lo lejos, sentadas en el pórtico. Cuando llegó hasta ellas, él les sonrió.

–Hola niñas. ¿Se encuentra su madre? –Les preguntó amablemente.

Las hermanas lo miraron extrañadas. En ese momento no se dieron cuenta que era, pero sintieron algo extraño en él, como si en aquel rostro sonriente y amable se ocultaba algo.

Cuando su madre salió a atender al misterioso visitante, inmediatamente cayó bajo su encanto.

−Buenas tardes señora Spencer. –La saludó cortésmente. –Siento mucho molestarla.

−Buenas tardes. –Lo saludó ella intentando no sonreír. Por un instante se había olvidado de su pena bajo el encanto de aquel hombre – ¿En qué puedo ayudarlo?

−Me llamo Pedro. Me he mudado hace poco tiempo al pueblo. Estoy viviendo en una habitación en la pensión del señor Lazarte. Realmente me apena mucho lo que voy a preguntarle. Verá la empresa en la que trabajaba ha quebrado y actualmente estoy sin empleo, sobreviviendo con lo poco que me pagaron por el despido. Estaba buscando trabajo en alguna de las granjas de la zona. Sé hacer de todo, desde plantar hasta cosechar. Fue el señor Lazarte quien me recomendó que viniera a preguntarle. Quizás necesitaba ayuda para el manejo de su granja.

Martha permaneció pensativa por un momento. La granja era demasiado trabajo para ella. Los últimos meses luego de que su marido murió, la había descuidado por completo. Los cultivos se marchitaban, el césped crecía por todas partes, las máquinas se atrofiaban cubiertas de polvo. Necesitaba la ayuda, y Pedro le parecía un buen hombre, más allá de su apariencia atractiva.

−De acuerdo. Si necesito ayuda. Desde que mi esposo murió he abandonado todo el trabajo. Pensaba en venderla y mudarme a la ciudad.

−Me apena mucho oír lo de su esposo. Si me permite podría ayudarle a que su granja prospere como en sus mejores días. –Le dijo con aquella sonrisa casi hipnótica que Martha no pudo resistir.

−De acuerdo. Vuelva mañana para comenzar a trabajar. –Le dijo extendiendo la mano. El la estrechó continuando con su sonrisa.

−Hasta luego señora. Gracias por la oportunidad. Hasta luego niñas. –Se despidió y se marchó silbando una alegre melodía.

Las hermanas estaban confundidas. Aquel hombre tenía algo sospechoso, pero por primera vez en largos meses veían a su madre con algo parecido a una sonrisa. Quizás sea algo bueno contar con un hombre que las ayudara. Después de todo, eran solo una mujer y dos niñas, no podían con todo solas.

Al día siguiente, Pedro se presentó temprano. El sol apenas había comenzado a salir en el horizonte, cuando él llamó a la puerta. Estaba impecablemente vestido, con botas de trabajo y guantes. Comenzó a trabajar a las seis de la mañana y terminó casi a las ocho de la noche. Trabajó arduamente. Poco a poco, se fue ganando la confianza de la señora Spencer, quien le acercaba bebidas y comidas que ella misma preparaba. Ella realmente estaba feliz de tenerlo cerca. Luego de unos meses de arduo trabajo, la granja había vuelto a su plenitud. Las cosechas florecían y Pedro en persona se encargaba de llevarlas al mercado.

Las niñas continuaban sin confiar en él, pero su madre si lo hacía. No pasó mucho tiempo para que le diera una habitación dentro de la casa. Ella no podía dejarlo seguir viviendo en aquella precaria pensión. Así fue como poco a poco Pedro se fue ganando el corazón de su madre. No pasó mucho más tiempo para que él le propusiera casarse con ella y ella aceptó. Su rostro estaba lleno de felicidad como no lo había estado en mucho tiempo.

Así fue como él se metió en su hogar, en su familia, y fue luego de eso, cuando ya tenía su lugar asegurado dentro de la granja, que mostró poco a poco su verdadero ser, aquel ser que se ocultaba tras aquella sonrisa falsa. Aquel aspecto encantador no era más que una carnada que usa un monstruo para atraer a sus víctimas.

De pronto comenzó a trabajar menos. Pasaba las tardes bebiendo. Invitaba a algunos amigos y permanecían bebiendo hasta altas horas de la noche. Martha pasó a ser en poco tiempo, su empleada en lugar de su esposa. Los insultos no tardaron en llegar. Cada vez que estaba ebrio no dudaba en insultarla y decirle que únicamente se había casado con ella para ser el dueño de la granja.

Martha poco a poco se volvió sumisa, en los primeros tiempos le contestaba, pero luego de días continuos de insultos y golpes se volvió sumisa, intentando por todos los medios no hacerlo enojar.

Así los días se volvieron grises y tristes. Las niñas se volvieron un estorbo para él y no dudaba en demostrarlo. Ante el más mínimo motivo, se quitaba su grueso cinturón de cuero con una enorme hebilla dorada y las golpeaba como si fueran animales. Su madre no decía nada. Ni siquiera las defendía.

Algunas noches antes de dormir, su madre entraba a su cuarto. Ellas le preguntaban cómo era posible que permitiera todo eso y ella solo le respondía que se portaran bien y no lo hicieran enojar. Eso era todo. No había besos de buenas noches, no había historias maravillosas de princesas derrotando monstruos, no había chistes malos ni consejos de cocina. Todo ello se había marchado con su padre, ahora estaban solas con una mujer triste e indefensa y un monstruo en su hogar.

Las niñas continuaban caminando con su mirada perdida en las altas copas de los árboles que se mecían con el viento otoñal. Allí, en lo profundo del bosque todo era pacífico. Se dejaron caer de espaldas en el acolchonado suelo, mientras movían sus brazos y piernas dibujando ángeles con las hojas secas.

María observaba a su pequeña hermana. Por primera vez en mucho tiempo la veía sonreír, estaba alegre y eso era todo lo que ella deseaba, que su hermana estuviera feliz junto a ella.

Luego de jugar, se tomaron de la mano y continuaron explorando. Un pequeño sendero se habría paso entre los árboles. Les pareció muy extraño. El suelo del sendero estaba cubierto por hierva muy verde que contrastaba con el naranja de las hojas secas a su alrededor. Como si alguna fuerza entraña que no podían ver las llamara, se internaron siguiendo el pequeño camino. Notaron con sorpresa que a su alrededor crecían rosas, como si se tratara del cuidado jardín de un floricultor.

Los arboles parecían estrecharse a su alrededor a medida que avanzaban. Continuaron caminando incapaces de regresar. No sintieron miedo, continuaban maravilladas por la belleza de las flores, el verde del césped bajo sus pies y el canto de las aves. A lo lejos, el sendero parecía terminar. Se veía la blanca y deslumbrante luz al final del camino. Al llegar quedaron sorprendidas. Frente a ellas había un enorme claro en el bosque.

Las niñas continuaban tomadas de la mano, admirando la belleza del paisaje que se extendía frente a ellas. El verde césped salpicado por cientos de flores amarillas y blancas, una gran laguna con aguas teñidas de una hermosa tonalidad verde, donde pequeñas aves flotaban plácidamente. Alrededor del claro, los árboles y las plantas parecían formar una barrera impenetrable. Un gran ciervo pasó caminando justo frente a ellas, las miró por un segundo y siguió su camino con despreocupación.

Las hermanas se miraron mutuamente y sonrieron. El lugar era hermoso y sereno.

− ¿María que es este lugar? –Preguntó la pequeña asombrada.

−No lo sé. Pero es hermoso.

Riendo y todavía tomadas de las manos, corrieron hacía la laguna. La orilla estaba cubierta por una delgada capa de arena blanca y resplandeciente como si se tratara de una playa paradisiaca. Se sentaron en la arena. La laguna parecía ser poco profunda. Se podía observar el fondo cubierto de grandes rocas sobre las cuales pequeños peces nadaban armoniosamente.

Sumergieron sus pies descalzos en el agua, para su sorpresa estaba tibia y agradable. Se miraron nuevamente y con una sonrisa cómplice, se arrojaron al agua. La alegría que sintieron en ese momento de diversión les reconfortó el alma, era como si en ese momento no existiera nada más que ellas, y los malos momentos que habían vivido solo eran lejanos recuerdos.

Nadaron y chapotearon durante largo rato mientras el sol comenzaba a caer lentamente en el horizonte. Se sentaron nuevamente en la playa sin poder dejar de admirar la hermosura del lugar que habían descubierto.

−A papá le hubiera encantado venir aquí. –Dijo Anna con un tono entristecido.

−Si le hubiera encantado, pero ¿sabes una cosa? Por primera vez siento que él está aquí con nosotras. Quizás fue él quien nos guio hasta aquí. Para que sea nuestro lugar secreto. Un lugar donde podamos estar a salvo.

El sol desapareció tras las copas de los árboles y de repente todo se volvió gris. El siervo se había alejado corriendo hacia la espesura del bosque. Las niñas habían perdido la noción del tiempo, ya estaba oscureciendo.

−Será mejor que volvamos. No quiero que nos perdamos en la noche al regresar. –Dijo María mientras tomaba la mano de su hermana, lista para emprender el regreso.

Las niñas se levantaron y se dirigieron hacía el sendero que se habría entre la intrincada maraña de árboles y enredaderas que servían como barrera para aquel lugar mágico.

Mientras caminaban sintieron una fría brisa soplando tras ella. Pero no fue una brisa como cualquier otra, se sintió como un gélido aliento que sopló sobre sus cuellos haciendo que su cuerpo se erizara por completo. De pronto todo el sentimiento de asombro y maravilla se transformó en miedo. Fue algo inexplicable pero sintieron la necesidad repentina de correr. Sin mirar hacia atrás corrieron lo más rápido que pudieron hasta entrar en el sendero.

Aquel camino que parecía hermoso, ahora estaba lleno de penumbras. Los arboles a su alrededor dibujaban sombras con figuras horrorosas que se extendían por el suelo como grandes manos repletas de garras dispuestas a aferrarlas. Continuaron corriendo mientras los arboles parecían cerrarse sobre ellas. Se detuvieron de manera abrupta cuando una enorme serpiente se deslizó frente a ellas. Era la serpiente más grande que jamás habían visto. Esperaron aterradas hasta que el espeluznante animal atravesó el sendero de un costado hasta el otro y desapareció entre las penumbras.

El cielo se había oscurecido por completo. Apenas podían ver lo que había frente a ellas. Corrieron aterradas pensando que lo que habían hecho fue una terrible idea. Finalmente, completamente exhaustas y presas de un miedo atroz, lograron salir del sendero. Se detuvieron un momento intentando recuperar el aliento. Frente a ellas todavía tenían la oscuridad espectral del bosque, pero a lo lejos podían distinguir las luces de la granja. Estaban cerca. Solo tenían que seguir un poco más.

Siguieron adelante, pero esta vez solamente caminaron. Estaban demasiado cansadas, demasiado agitadas como para continuar a la carrera.

Sus pequeños rostros blanquecinos parecían resplandecer en aquella oscuridad. Continuaban tomadas de las manos. Un ligero temblor recorría sus cuerpos. De pronto algo las asustó aún más que aquella oscuridad impenetrable. Una pregunta recorrió sus mentes. ¿Estaría dormido? ¿Habría vuelto tan ebrio que simplemente cayó desplomado? O acaso estaría allí esperándolas con su grueso cinturón en la mano dispuesto a descargar su enojo sobre ellas. Se detuvieron. Por un momento pensaron en no volver, en correr, quizás vivirían en el bosque. De pronto aquella oscuridad no era tan aterradora, era pacífica y silenciosa.

Permanecieron un largo rato mirando hacia los cercanos cultivos de la granja que comenzaban en las afueras del bosque. Desde su prisión de madera, el espantapájaros parecía observarlas contemplativo, esperando saber cuál sería su decisión.

Entonces sintieron nuevamente aquella brisa fría y espectral soplando sobre sus cuellos como un aliento fantasmal. Voltearon con lentitud. La brisa parecía provenir desde aquel sendero que las había conducido hasta aquel lugar mágico. Entonces, entre las oscuridad vieron emerger una silueta entre las sombras de los grandes árboles. Aquella silueta parecía ser la de una mujer vestida con un ancho vestido, como si se tratara de esos vestidos que usaban antiguamente las mujeres siglos atrás. La extraña mujer estaba parada justo a la entrada del sendero, inmóvil, observándola fijamente.

Las niñas no pudieron reaccionar, quedaron estupefactas. La mujer extendió su mano como si las estuviera invitando a seguirla hacia la negrura del bosque.

− ¿Quién es ella? –Preguntó Anna con la voz entrecortada por un miedo que poco a poco la comenzaba a invadir.

−No lo sé.

La mujer avanzó hacia ellas. Cuando atravesó un rayo de luz de luna que se proyectaba en el suelo a través de un claro entre las copas de los árboles, las niñas la pudieron observar bien. Su vestido era completamente negro, roído y viejo. Sus brazos eran largos, con manos huesudas. Su rostro era gris, lleno de arrugas, con ojos negros y vacíos. Su cabello gris y enredado. Tenía el aspecto de un alma en pena, antigua y desconsolada. Su rostro reflejaba tristeza.

La mujer siguió avanzando hacia ellas con su brazo extendido dispuesta a alcanzarlas. Fue en ese momento que las niñas comenzaron a correr. Corrieron lo más rápido que pudieron sin mirar hacia atrás, hacia aquel espectro aterrador que las perseguía.

Al borde del desmayo, finalmente llegaron hasta el alambre que limitaba la granja. Desde arriba el espantapájaros las miraba mientras ellas corrían despavoridas entre los cultivos. Por un momento miraron hacia atrás y aquella mujer no estaba. Se había desvanecido tan repentinamente como había aparecido.

II

Las niñas continuaron corriendo hasta que llegaron a la seguridad de la luz del pórtico de la casa. Miraron hacia atrás. Estaban completamente solas. A lo lejos podían distinguir la silueta del espantapájaros sobresaliendo por sobre el maizal.

Aquella amarillenta luz que alejaba la oscuridad de la noche ofrecía el lugar más seguro para estar. Allí afuera, en lo desconocido, oscuras sombras se dibujaban desde el cercano bosque. Los sonidos de manera repentina se habían vuelto espeluznantes. El alegre canto de las aves del día fue remplazado por el mortuorio canto de un gigantesco búho que sobrevolaba el cielo nocturno.

Pero adentro, adentro podría haber algo mucho peor. Ellas lo sabían. Por más terroríficas que fueran las cosas allí afuera, allí adentro, él las podría estar esperando. Fue por eso que permanecieron bajo aquella luz, mirando con horror el picaporte de la puerta, dudando si deberían entrar.

Dentro de la casa, todo estaba oscuro, como si ya se hubieran ido a dormir. No se escuchaba sonido alguno. Dudaron por un momento más, habían perdido la noción del tiempo, no sabían qué hora era. Quizás ya era más de la media noche.

Abrieron la puerta muy despacio, no estaba llaveada. Al entrar, todo estaba oscuro, se distinguían las siluetas de los muebles, del viejo sillón y el gran armario de la sala. Caminaron en puntas de pie, procurando no hacer ni el más mínimo sonido. Caminaron unos pasos, la escalera que conducía hasta la planta alta donde estaba su habitación estaba muy cerca. Solo debían subir en silencio, encerrarse en su habitación y al otro día quizás Pedro no recordaría nada producto de su borrachera.

Siguieron avanzando tomadas de las manos. Estaban realmente cerca, solo unos pasos más, luego unos cuantos escalones y estarían en la seguridad de su cuarto. Pero entonces un sonido les heló la sangre. El sonido del vidrio de una botella estrellándose contra el piso de madera y estallando en miles de pedazos. La luz se encendió repentinamente.

¿Dónde demonios han estado? –Les dijo Pedro con su voz ronca y llena de enojo.

Solo fuimos al bosque y nos hemos perdido. –Contestó María casi en tono de clemencia.

Pedro estaba sentado en el sofá, mirándolas con ojos completamente rojos, con su mirada perdida como alguien que ha bebido demasiadas copas. De su mano colgaba su grueso cinturón de cuero marrón. La hebilla pareció resplandecer bajó la azulada luz de la sala.

− ¡Malditas niñas! –Gritó de repente y se puso de pie y avanzó hacia ellas tan rápido que les pareció algo inhumano, casi como una fiera abalanzándose sobre una presa. – ¿Acaso piensan que pueden burlarse de mí?

Levantó el cinturón en lo alto, listo para dejarlo caer con violencia sobre ellas. Entonces María se colocó frente a su hermana quien lloraba desconsolada.

– ¿Qué es esto? –Dijo Pedro deteniéndose. – ¿Piensas recibir todo el castigo en su lugar?

–Solo golpéame a mí. Yo la convencí de irnos. Ella me insistió que nos quedáramos pero aun así la obligue a acompañarme. Por favor solo déjala ir. –Le suplicó María.

Pedro comenzó a reír. Para los oídos de las niñas esa risa pareció diabólica, casi como las siniestras risas de una hiena en una oscura noche.

–Ya veo. Tú fuiste la que tuvo la idea de escaparse. –Dijo Pedro pensativo. –Claro, la pequeña Anna nunca tiene nada que ver con sus travesuras, con sus desobediencias, con sus constantes faltas de respeto hacia mí. En ese caso, Anna tu quédate aquí.

Pedro tomó a María del brazo bruscamente y comenzó a jalarla para que lo siguiera. Anna la sujetó para que no la llevase, pero María le hizo un gesto de que todo estaría bien.

Pedro la llevó hasta un pequeño cuarto que hacía las veces de sala de estar.

–Entonces. Todo esto es tú culpa. Podría golpearte hasta que aprendas tu lección y dejes de desafiarme. Sé que no soy tu padre, no, él está muerto. Ahora yo soy el que manda así que debes aprender a respetarme. Pero los golpes no funcionan contigo, no. –El cinturón se balanceaba de un lado a otro en la mano de Pedro. –Pero sé de qué forma aprenderás. Tu inútil intento de tomar la culpa en lugar de tu hermana me ha dado la respuesta.

Pedro se retira repentinamente del cuarto. Cierra la puerta bruscamente. Se puede oír el sonido de las llaves en la cerradura. María corre desesperada. Intenta abrir la puerta pero esta llaveada. Comienza a golpear una y otra vez mientras clama por su hermana.

– ¡Déjala en paz! ¡Déjala!

Anna permanece inmóvil, con sus pequeños ojos llenos de inocencia y tristeza bañados por sus lágrimas, mientras ve como Pedro se acerca. El cinturón de cuero parecía una enorme serpiente en las manos de un demonio.

– ¡Déjala en paz! –Gritaba María con desesperación, con la garganta apretada por un nudo de angustia.

Entonces lo oyó. Su pequeña hermana gritaba horriblemente mientras el cinturón golpeaba una y otra vez contra su pequeño cuerpo.

–Por favor. ¡Déjala! –Continuaba gritando inútilmente. Finalmente cayó sentada contra la puerta. Apretó sus manos contra sus oídos, no quería seguir escuchando como su querida hermana era lastimada. Lloró intensamente, como nunca había llorado. El maldito tenía razón, cada golpe que recibía Anna le dolía en lo profundo de su alma.

Finalmente, luego de unos interminables minutos, la puerta se abrió.

–Esta vez aprenderás. –Dijo Pedro con una macabra sonrisa que atravesaba su rostro de oreja a oreja.

María corrió con desesperación hacia su hermana. Anna se encontraba sentada en el frío piso. Estaba callada, muy callada. Un halo de lágrimas le recorría el rostro.

– ¿Te encuentras bien? –Preguntó María apoyando su mano con suavidad en el hombro de su hermana, pero esta no respondió, se limitó a hacer un gesto de dolor. María comenzó a llorar de nuevo, angustiada, furiosa, triste. Entonces sintió que desde arriba de las escaleras alguien las observaba. Al mirar se dio cuenta horrorizada que allí estaba su madre, contemplando la escena como una simple espectadora, incapaz de siquiera levantar la voz en defensa de sus hijas. Allí estaba Martha, como una estatua, fría y sin alma, ajena totalmente al dolor de sus pequeñas.

María comprendió más que nunca que aquella mujer ya no era su madre, aquella mujer no era nadie, quizás alguna persona desconocida hubiera tenido algo de lástima por su sufrimiento, pero no ella. Entonces se convenció por completo de que estaban solas, realmente solas.

Con cuidado ayudó a su hermana a levantarse. Sus pequeñas piernas tenían horribles marcas de un rojo intenso, con unos pequeños surcos de sangre. Sus pequeñas manos estaban frías como un cadáver, con un gran moretón que iba apareciendo poco a poco, inflamándose y ennegreciéndose. Anna solo lloraba, no podía articular palabra alguna.

Subieron muy despacio las escaleras, mientras Pedro las observaba y echaba una fuerte carcajada. Su madre ya no estaba, había vuelto a su habitación. Las niñas llegaron a su habitación. María cerró la puerta y puso una silla tras ella trabando el picaporte.

Ayudó a su hermana a meterse en la cama con mucho cuidado y se acostó junto a ella. Ambas lloraban y su llanto silencioso invadía el aire nocturno. Desde la copa de un gran árbol, el gigantesco búho volvió a cantar de manera espeluznante.

III

Entre lágrimas, las niñas finalmente se durmieron, una junto a la otra. El viejo reloj en su pared daba la medianoche. En la casa, todo era silencio. Pedro finalmente se quedó dormido, sentado en el sofá, con la televisión prendida y una lata de cerveza junto a sus pies. Martha no había vuelto a salir de su habitación, ni siquiera había ido hasta la habitación de sus hijas para ver cómo se encontraban.

El fuerte canto del búho despertó a la pequeña Anna. Miró hacia la oscuridad de la habitación con un profundo temor. Por un momento creyó ver a Pedro parado junto a su cama con el cinturón en su mano, listo para volver a golpearla, pero se tranquilizó al ver que no había nada. Su hermana dormía junto a ella, aferrándole la mano.

Todo su cuerpo le dolía horriblemente. Sus piernas le ardían, el moretón en su mano había crecido aún más. Un profundo sentimiento de tristeza la invadía. Miró hacia la mesa de luz junto a su cama. Allí estaba la foto de su padre, sonriente, en una cálida tarde de verano. Su padre, siempre con una sonrisa y palabras tiernas. Pensaba en lo distinto que sería todo si tan solo él estuviera aquí para protegerlas, pero ahora ya no estaba, su cuerpo descansaba en una fría y húmeda fosa en el cementerio.

El búho volvió a cantar. Su canto espectral desde la oscuridad de la misteriosa noche puso a Anna intranquila. Poco a poco una sensación de angustia y miedo se fue apoderando de ella. Un frio vapor grisáceo comenzó a salir de su boca con cada respiración. Era como si el frío del exterior hubiera entrado de manera repentina a su habitación. De pronto las ventanas se abrieron bruscamente y una suave brisa meció las cortinas. La luz azul de la luna llena se proyectó en el piso del cuarto. Las cortinas se oscilaban como figuras fantasmales bailando. Anna corrió con cuidado las cobijas y se levantó.

Caminó muy despacio hacia las ventanas dispuesta a cerrarlas, pero cuando estuvo frente a ellas no pudo evitar admirar el paisaje embellecido con la inmensa luna llena que se asomaba por sobre el lejano bosque. Todo lucía tan pacífico, como una pintura que hubiera sido pintada por un artista melancólico.

Permaneció allí, admirando como los cultivos se movían y crujían al ritmo de la suave brisa. A lo lejos los arboles del bosque parecían gigantes silenciosos. Entonces, sobre el viejo cedro que había en el patio pudo ver los grandes y amarillentos ojos del búho observándola fijamente. El ave simplemente estaba allí, observándola detenidamente, inmóvil.

Aquella mirada penetrante parecía examinar hasta el fondo de su alma. Anna recordó las historias que contaba su difunta abuela, cuando ella era mucho más pequeña.

Su abuela decía que aquellas aves cantaban aquellas noches en que la muerte rondaba. Decía que eran aves siniestras que eran atraídas por el mal y la pena. Las hermanas nunca habían creído aquellas historias, hasta que una noche justo como esa, su abuela estaba sentada, hamacándose en su viejo sillón de mimbre junto a la ventana, mirando la luna llena que se elevaba sobre los campos. Entonces, un gran búho cantó posado en ese mismo árbol junto a la casa, el mismo desde el cual ahora el búho la observaba. Cuando escuchó el canto, su abuela las miró y les sonrió. “Las quiero mucho niñas”. Fueron sus últimas y tiernas palabras, luego se fue a dormir y jamás despertó.

Anna recordó esto pero no sintió miedo en lo absoluto. Quedó contemplando aquella majestuosa ave.

–Llévame con mi padre. –Susurró al viento. El ave la miró fijamente y luego batió sus alas y emprendió el vuelo. Volvió a cantar de manera espeluznante mientras se elevaba sobre las sombras.

La pequeña continuó allí, observando desde su ventana. A lo lejos estaba el viejo espantapájaros. Su figura maltrecha le daba un toque encantador y mágico a los cultivos. Formaba parte del paisaje al igual que los árboles y el maíz. Casi podía verlo como una persona, cuidando las cosechas. Trabajando día y noche. Él nunca las maltrataría y siempre estaría allí para ella, siempre vigilándola. Anna no se lo había contado a su hermana, pero a veces sentía que el viejo espantapájaros la cuidaba, como si el espíritu de su padre de alguna forma permanecía allí, cuidando a los cultivos a los cuales dedicó su vida y a sus queridas hijas. Pensaba que su padre las amaba demasiado como para marcharse y de alguna manera se había quedado. Cada vez que Pedro la golpeaba imaginaba al espantapájaros entrando a rescatarla, pero eso nunca sucedía. Poco a poco iba comprendiendo que nadie podía ayudarlas. Su padre no estaba allí en el cuerpo inerte hecho de paja y viejas bolsas.

Permaneció un rato más a pesar de que el frío le helaba el cuerpo y la hacía temblar. Su mente iba y venía en un sinfín de ideas y pensamientos. Fue entonces que se sintió observada. Miró hacia el árbol, pero el ave no había regresado. Miró hacia los cultivos y allí la vio. Allí estaba nuevamente aquella mujer, con su vestido antiguo, negro y andrajoso. Su rostro pálido y grisáceo. Su cabello largo hasta la cintura, era grisáceo y descuidado y ondulaba en el viento cubriéndole parte del rostro lleno de arrugas. La mujer del bosque estaba allí. Mirándola fijamente, con sus ojos vacíos y sin alma. Anna notó que en su pecho un extraño cristal rojizo resplandecía. Su mano huesuda sostenía un bastón hecho de una rama seca.

Anna intentó gritar horrorizada, pero el grito se ahogó su garganta como si se tratara de una pesadilla. Intentó correr pero era incapaz de moverse. No podía dejar de contemplar aquellos ojos vacíos. Se sentía arrastrada hacia ellos. Entonces sintió un susurro en sus oídos. Una voz dulce y lejana la llamaba.

–Ven conmigo mi niña. –Susurró la mujer.

Anna se paró en el marco de la ventana. –Ven conmigo mi niña. – La continuaba llamando.

Anna extendió su pie derecho fuera del marco de la ventana, quedando suspendido sobre el vacío a más de cuatro metros de altura.

–Ven conmigo mi niña.

Se dispuso a dar el paso final hacia la nada. Pero entonces sintió una mano que la sujetó del hombro y la jaló hacia la seguridad del interior.

–Pero ¿Qué estás haciendo? –Le reclamó María mortalmente asustada. – ¿Qué pretendías hacer?

–Me está llamando. Ella me está llamando. Quiere que vaya con ella.

María miró hacia afuera, hacia la oscuridad del patio. No había nada. Solo los cultivos meciéndose con el viento y a lo lejos el espantapájaros que las observaba como un testigo mudo y contemplativo.

–No hay nada ahí afuera hermanita. Tuviste una pesadilla. Por favor no vuelvas a hacerme esto. ¿Qué haría yo sin ti?

Las hermanas se abrazaron y lloraron juntas de nuevo. Sus lágrimas se derramaron sobre el polvoriento piso de madera de la habitación. La noche estaba llena de horrores y sufrimiento, y ellas solo se tenían la una a la otra.

IV

El sol finalmente salió por el horizonte iluminando los campos cubiertos con la blanca helada matinal. Las niñas se despertaron con el sonido del motor de la camioneta encendiéndose. Pedro se marchaba temprano ese día, era el día de la semana que llevaba parte de las cosechas hasta el lejano mercado de la ciudad. Al menos por ese día podían tener algo de paz. Se asomaron por la ventana y vieron como la camioneta se alejaba. Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de María, pero Anna estaba mortalmente seria. Su mente divagaba en extrañas ideas. El recuerdo de aquella mujer mirándola fijamente se apoderó de su mente. Todavía sentía su voz en su oído llamándola.

– ¿En qué piensas Anna? –Preguntó su hermana con preocupación.

– Pude verla claramente. –Respondió con lágrimas anegándole los ojos que brillaban reflejando la luz del amanecer. –Aquella mujer que vimos en el bosque estuvo aquí. Me llamaba por mi nombre. Quería que la acompañara. Quería que saltase hacia el vacío y lo peor de todo es que… yo quería hacerlo.

–Hermanita. Eso ha sido solamente una pesadilla. Lo que vimos en el bosque quizás solamente fue nuestra imaginación jugándonos una mala pasada.

María la abrazó con fuerza. –Te quiero hermana. –Le dijo al borde del llanto. –No te atrevas a abandonarme. Recuerda que prometimos que siempre estaríamos juntos.

Anna permaneció en silencio mirando hacia lo lejos. No pudo evitar ver al espantapájaros, contemplándolas serenamente desde su prisión de madera. No pudo evitar volver a pensar que su padre estaba allí de alguna forma.

–Quiero visitarlo. –Dijo Anna de repente. –Quiero ir al cementerio.

–No creo que mamá nos deje. –Se negó María. Pero al ver el rostro triste de su hermana aceptó. –De acuerdo. Esta tarde nos escaparemos con cuidado e iremos.

Anna sonrió levemente. En aquel duro momento necesitaba más que nunca a su padre. Al menos contemplar su tumba podía hacerla sentir mejor.

V

Aquella mañana hicieron todos sus deberes con dedicación bajo la atenta mirada de su madre. Limpiaron cada rincón de la casa, lavaron las ropas, incluso las pesadas y sucias prendas de su padrastro. Luego cocinaron. Cuando terminaron de lavar los platos ya había pasado el mediodía. Su madre no les había dirigido la palabra en todo el día. Quizás sintiera culpa de no defenderlas, de no evitar que les hicieran daños, o quizás simplemente no le importaba, quizás sintiera que se lo merecían. Era difícil saberlo, aquella mujer que estaba frente a ellas ya no parecía su madre hacía mucho tiempo.

Finalmente Martha se dirigió a su habitación dispuesta a dormir la siesta. Las niñas observaron cómo su madre subía las escaleras y finalmente escucharon el sonido de la puerta del cuarto cerrarse. Fue entonces, que en el más absoluto silencio salieron de la casa. Era una tarde agradable, a pesar del frío, el sol brillando en el despejado cielo, era reconfortante.

Juntas comenzaron a caminar. Salieron hasta el polvoriento camino de tierra que conectaba su granja con el poblado cercano y se dispusieron a recorrer los más de tres kilómetros hasta el cementerio.

El sol iluminaba los pálidos rostros de las hermanas y les brindaba una cálida sensación, casi como una caricia. Caminaron tomadas de la mano, en silencio. No era necesario decir una palabra, el que ambas estuvieran juntas era suficiente.

El cementerio se encontraba alejado del pueblo, lindante con el espeso bosque que se extendía más allá de los lejanos cerros hasta perderse en el horizonte. Caminaron un largo rato hasta que finalmente estuvieron ante las rejas que marcaban la entrada del cementerio de San Antonio.

Empujaron con cuidado el viejo portón metálico, carcomido por el óxido y el paso de los años. El cementerio de San Antonio era uno de los más antiguos de la región. Se decía que algunas de las tumbas sin nombre tenían más de doscientos años, justo en los años en los cuales los primeros pobladores habían arribado a esta remota región.

Una vez que entraron, frente a ellas un serpenteante camino colina arriba las conduciría a través del laberinto de tumbas y nichos. Sombríos rostros las observaban desde viejas fotografías amarillentas que ilustraban placas conmemorativas. Era un lugar tenebroso, alejado de todo. Sin lugar a dudas no se trataba del mejor lugar para que dos pequeñas anduvieran solas, pero eso ya poco importaba.

Caminaron en silencio por el sombrío paisaje de cruces y bóvedas. En algunos sitios podía verse las tumbas con tierra recién removida y flores apenas marchitas, en otros, solo la tierra hundida con el césped crecido encima, sin ninguna placa, ninguna cruz, nada que indicase quien yacía allí, perdido en el olvido de los años sin que nadie lo recordara.

Continuaron caminando, a lo lejos, en el rincón más lejano del cementerio había un gran árbol. Bajo su sombra estaba la tumba de su padre, cubierta de las hojas marchitas que caían sobre ella. Cuando las niñas llegaron quedaron en silencio, observando como la tierra poco a poco comenzaba a hundirse. No podían siquiera imaginarse como la madera del ataúd se había descompuesto por la humedad y como el peso de la tierra sobre ella la había hecho ceder. No podían siquiera imaginarse como el cuerpo putrefacto de su padre ya solo era un montón de huesos enterrado en la profunda oscuridad. Ellas todavía lo imaginaban con su rostro sonriente, como si estuviera durmiendo una siesta eterna, pacífica. Eran demasiado pequeñas para comprender la crudeza de la muerte, para ellas su padre todavía continuaba allí, quizás hasta podía sentirlas desde su última morada.

–Estamos aquí papá. –Dijo Anna mientras quitaba las hojas que cubrían la placa donde decía “Aquí yace José Spencer – Tu esposa y tus hijas te extrañaremos por siempre”. –Te echamos mucho de menos, no sabes cuanta faltas nos haces.

Una lágrima brilló en el azul profundo de sus ojos. Anna se sentó junto a la tumba, mirando el sonriente rostro de su padre colocado en un cuadro de bronce junto a la cruz. Su hermana se sentó junto a ella.

Una suave brisa secó sus lágrimas. Todo era tan pacífico allí, bajo la sombra de aquel árbol. El canto de los pájaros y el sonido de los arboles meciéndose al compás del viento le daban al lugar un toque mágico.

Permanecieron allí durante largo rato. Poco a poco sus rostros se fueron llenando de sonrisas al recordar aquellas cosas que hacían junto a su padre. Sin entender bien por qué una recuerdo específico vino a sus mentes. Recordaron aquella calurosa tarde de verano en que su padre colocó el espantapájaros. Ellas estaban sentadas sobre la hierba con una gran jarra de limonada mientras su padre alzaba con gran dificultad el muñeco hecho de paja y viejas prendas de vestir. El muñeco era alto, incluso más alto que él. Se lo veía imponente, con un aire sombrío. El viejo sombrero fue un detalle de último momento para darle un toque especial.

–Listo. Esto alejará a las malditas aves. –Dijo su padre mientras se secaba la transpiración que corría a chorros por su frente.

–Papá no debes maldecir. –Le reclamó Anna con una risa burlona.

–Lo siento niñas, maldigo cuando estoy cansado. –Se disculpó su padre. –Ahora díganme ¿Que les pareces?

–Luce horrendo. –Dijo María. –Creo que me dará pesadillas por las noches.

–Solo deben pensar en el cómo en un protector. Como un perro guardián que cuida la casa por las noches. En este caso cuidará que esas mald… esas aves no arruinen nuestra cosecha. Incluso se parece un poco a mí vistiendo mi vieja camisa. ¿No les parece?

Las niñas sonrieron. Les encantaba pasar la tarde junto a su padre, aun cuando implicaba pasar horas bajo el ardiente sol viéndolo trabajar.

Las horas pasaron sin que las niñas se dieran cuenta. El sol comenzaba a descender poco a poco por el oeste. Era momento de que emprendieran el regreso.

–Hasta luego papá. –Se despidió Anna dándole un beso a la foto de su padre sonriente.

Comenzaron a caminar en dirección a la salida del cementerio cuando una fría sensación les recorrió el cuerpo. Una brisa helada sopló a sus espaldas y un repentino vapor grisáceo salía de sus bocas con cada respiración. Comenzaron a temblar repentinamente sin entender bien por qué.

–Vengan conmigo mis niñas. –Dijo aquella voz dulce y apagada. –Vengan conmigo.

Las niñas voltearon lentamente temblando de un miedo atroz que por poco las paralizaba. Allí, parada tras el gran árbol junto a la tumba de su padre, estaba nuevamente aquella mujer vestida de negro.

–Vengan conmigo. –Decía la mujer estirando sus largos brazos invitándolas a un lúgubre abrazo.

María, completamente horrorizada, fue la primera en reaccionar. Tomó la mano de su hermana e intentó correr, pero Anna no se movió. Sus ojos estaban perdidos observando a aquella mujer. María jaló de ella con fuerza pero Anna comenzó a caminar en dirección a aquella fantasmal figura.

– ¡Por favor déjala! –Gritó María desesperada. – ¡No dejaré que te lleves a mi hermana!

La mujer las observó fijamente. Entonces comenzó a acercarse. A su alrededor se elevaba un aura tétrica, como si fuera un oscuro humo que salía desde su mismo vestido. Se acercaba con sus brazos extendidos mientras María tiraba inútilmente de su hermana.

– ¡Déjanos en paz! –Volvió a gritar.

A lo lejos se escuchó el sonido de un vehículo deteniéndose frente al cementerio. María estiró a su hermana con todas sus fuerzas hasta que ambas cayeron al suelo. Miró nuevamente hacia arriba y aquella mujer ya no estaba. Se había marchado tan repentinamente como había llegado.

María abrazó a su hermana quien comenzó a llorar.

– ¿Se encuentran bien niñas? –Escucharon la voz de un hombre acercándose hacia ellas.

Al mirar vieron los pantalones negros y la camisa azul de un uniforme de policía.

El policía se acercó hasta las pequeñas. – ¿Se encuentran bien? –Volvió a preguntar.

María asintió con la cabeza.

–Ustedes son las niñas Spencer. No deberían estar aquí solas. Es un lugar peligroso. –Les dijo el Policía mientras se tocaba su rostro a mal afeitado. Lucía cansado y triste. Tenía un ramo de flores y un paquete de velas en sus manos. Sin duda vendría a visitar a algún familiar que ha pasado a mejor vida.

–Solo hemos venido a visitar a nuestro padre. –Le respondió María. –Ya nos íbamos.

–Su casa queda muy lejos. Déjenme que las lleve. Verás yo fui muy amigo de su padre. Me llamo Tom. Sé que él estaría furioso conmigo si dejase que caminaran solas hasta su casa.

–No es necesario. Podemos ir solas. –Le contestó María mientras tomaba la mano de su hermana y tiraba de ella para que empezara a caminar.

–Lo entiendo. Sé que es muy difícil perder a un ser querido. Yo he venido a traer estas flores a la tumba de mi hijo. Me gusta pensar en que aunque ya no esté conmigo, una parte de él sí lo está. Entiendo por lo que están pasando.

María se detuvo. Su hermana estaba demasiado cansada y todavía en shock por lo que habían visto. Quizás no sería mala idea dejar que las llevaran. Después de todo le aterraba la idea de que aquella mujer apareciera de nuevo durante el largo y solitario camino de regreso.

VI

Mientras volvían en el viejo patrullero, que no era más que una destartalada camioneta pintada de azul con una sirena colocada sobre su techo, las niñas no dijeron ninguna palabra. Solamente observaban los árboles que crecían junto al camino. En cada sombra creían ver a aquella mujer que quería arrastrarlas hacia la oscuridad.

El policía intentó hablarles, pero no respondían. Solamente miraban perplejas y aterradas hacia los árboles. Fue entonces, que luego de observarlas por un momento, notó algo extraño. En la pequeña mano de la hermana menor se podía ver la negrura y la hinchazón de un gran moretón.

– ¿Te has lastimado? –Preguntó señalando hacia la mano de Anna, pero esta no respondió. Solamente se limitó a cubrirse el moretón.

Al agente las actitudes de las pequeñas le parecieron sumamente extrañas, pero no era nada que no hubiera visto antes. Podía reconocer a lo lejos las señales del maltrato familiar. Las miró con ternura, solo Dios sabe que cosas horribles han experimentado desde la muerte de su padre. Se las veía llenas de una profunda tristeza.

El agente se detuvo a un par de cuadras antes de la granja. –Será mejor que las deje aquí. No quisiera que tuvieran problemas. No es necesario que me digan que se han escapado de su hogar.

María miró al viejo policía que les sonreía. Dudó por un momento en contarle todo lo que les sucedía. Quizás él las podría ayudar. Pero prefirió callar. Solamente bajaron del vehículo en silencio y se internaron en los cultivos, mientras la dorada luz del atardecer descendía sobre las lejanas colinas y los bosques. En sus pequeñas mentes solo había una certeza, nadie podría ayudarlas.

VII

El sol finalmente se ocultó en el horizonte y las sombras de la noche cubrieron todo el pueblo. Los faros de la vieja camioneta Dodge que conducía Pedro iluminaban el polvoriento camino de regreso a casa. Su cara de fastidio reflejaba que aquel día no le había ido particularmente bien en el mercado de la ciudad. Había vendido apenas una pequeña parte de su cosecha. Los compradores le reclamaban que traía vegetales en mal estado, marchitos, y algunos con pequeños insectos que devoraban los brotes plácidamente.

Pedro golpeó con furia el volante al recordar como un hombre gordo y desalineado, con los botones de su camisa luchando para mantener su enorme barriga dentro, le decía que no sabía trabajar, que sus vegetales estaban mal abonados y cuidados, que no debería ser tan flojo de lo contrario ya nadie quería comprarle.

–Maldito gordo. ¿Cómo se atreve a tratarme de flojo? ¿A caso esa barriga la obtuvo trabajando arduamente? –Se quejaba completamente fuera de sí, mientras le daba un gran sorbo a la cuarta lata de cerveza que venía bebiendo de regreso.

Sus ojos estaban completamente rojos, en parte de enojo, en parte producto de su embriaguez. Tenía la irrefrenable necesidad de golpear a alguien.

Entonces vio las sirenas azules del patrullero detrás de su camioneta. Luego una inconfundible señal de luces indicándole que se detuviera. Así lo hizo. Ocultó las latas bajo su asiento y abrió la ventanilla con la mejor sonrisa que su rostro pudo dibujar.

– ¿Sucede algo oficial? –Preguntó con voz amable cuando el policía se paró junto a él.

–Nada sucede. –Le contestó el oficial. –Solo quería hacerle unas preguntas.

–Estoy a su disposición. –Respondió empujando con su pie las latas más debajo de su asiento.

–Veo que hoy no fue un buen día. –Dijo el policía al observar la caja de la camioneta llena hasta la mitad de verduras que no se han podido vender.

–No lo fue. Quizás sea este frio o algo del suelo, pero mis vegetales no han sido los mismos últimamente. Las ventas se están haciendo cada vez más escasas.

–Es una pena oírlo. Verá no estoy aquí para hablarle de sus cosechas. Ni siquiera estoy aquí para remarcarle que beber al conducir es un delito.

Pedro dibujó una sonrisa incómoda. Intento responder pero el policía continuó hablando.

– No soy estúpido. Puedo sentir su aliento desde aquí. Entiendo, un hombre cansado que tuvo un día muy malo, merece unos tragos de cerveza. No estoy en contra de ellos. Solo vengo a hablarle de las niñas Spencer.

– ¿Qué hay con ellas? –Preguntó Pedro y su rostro dejó de lado la falsedad de la sonrisa y se puso mortalmente serio. – ¿A caso le han dicho algo?

–No me han dicho nada. Diablos, ni siquiera se atreven a hablar. Reconozco a alguien que está asustado y sé que aquellas niñas lo están. No sé si de usted o de quien fuera, pero he visto un enorme moretón en la mano de la más pequeña. Hasta podría apostar que tiene un hueso quebrado. No quisiera pensar en la clase de animal que le hace eso a una niña.

Pedro permaneció en silencio por un momento. Miró el nombre grabado en la placa del oficial en la cual podía leerse “Comisario Tomás Peterson”.

–Escuche Oficial Peterson. Se lo que parece. Niña pequeña con moretón, padrastro nuevo. Sé que no luce bien, pero le aseguro que he hecho todo lo posible por ganarme el cariño de esas niñas. Es solo que no he podido. Extrañan mucho a su padre y lo comprendo y no se adaptan al cambio. Obviamente les molesta que yo esté allí.

El oficial lo escuchaba atentamente. Había algo extraño en sus palabras, aunque parecían sinceras, no lo convencían del todo.

–Las niñas se comportan extraño desde que su padre murió. Incluso su madre podría contarle. Se escapan de la casa, se internan en el bosque a pesar de que les he advertido de que es peligroso y que podrían lastimarse. A veces siento que mientras más intento caerles bien, menos caso me hacen. He llegado a pensar que se lastiman a propósito o ponen cara de tristeza cuando alguien las ve para que, al igual que usted, piensen que soy un malvado. Pero no es así. Me he esforzado para sacar esa familia adelante. No me ha resultado fácil, pero puedo asegurarle que amo a esas niñas más que a nada. Quizás con el tiempo ellas también aprendan a quererme. Sé que nunca reemplazaré a su padre, pero tampoco soy un monstruo. –Una lágrima brilló en los ojos de Pedro mientras decía esas palabras. Era extraño ver a un hombre de campo, rudo y formado en el arduo trabajo llorando, pero allí estaba con las lágrimas a punto de derramarse.

–Está bien. –Dijo el Policía, quizás sorprendido por las lágrimas de aquel hombre. Era como si realmente creyera en sus palabras.

Pedro tenía esa extraña habilidad de convencer a las personas. Era como si dentro de él habitaran dos personas, una agradable y sincera y otra un monstruo despiadado. Él sabía muy bien cuando mostrar aquel rostro gentil que era capaz de llorar si la situación lo ameritaba. Pocos se daban cuenta de su habilidad para la manipulación hasta que ya era demasiado tarde.

El policía se retiró. Pedro esperó a que el patrullero se alejara y las azules de la sirena se perdieran en el horizonte antes de ponerse en marcha.

Se mantuvo pensativo mientras se acercaba al pueblo. El rojo intenso del cartel de la única heladería del pueblo llamó su atención. Se detuvo frente al local. Permaneció allí un momento, solamente sentado con sus manos fijas en el volante y su mirada perdida en la calle que se extendía frente a él. Finalmente descendió de la camioneta y entró al local. Salió con un gran pote de helado y volvió a subirse al vehículo con una extraña sonrisa en su rostro.

VIII

Aquella noche el viento silbaba aterradoramente, azotando con fuerza las ventanas de la casa. A lo lejos, desde la oscuridad profunda pudo escucharse el canto del búho, siniestro y melancólico, como si aquella ave supiera lo que estaba a punto de suceder.

Las niñas permanecían sentadas en el sillón, completamente calladas, viendo la televisión. Su madre cocinaba en silencio. Al parecer no se había percatado de la ausencia de sus hijas o quizás si lo hizo pero ya no le importaba, era difícil saber lo que pasaba por su mente. Siempre en silencio, siempre con la mirada perdida hacia la nada. Era como una escultura sin alma, vacía por dentro.

Mientras cocinaba Martha miró hacia el sillón de la sala. Allí estaban sus hijas. En la televisión repetían un viejo capítulo de “El zorro”. Entonces, al ver el espacio vacío en el sofá, un recuerdo vino a su mente. Era una noche fría al igual que esta, en la que el viento desataba su furia sobre los campos y las primeras gotas de una tormenta comenzaban a caer sobre el tejado.

En ese momento pudo verse a sí misma sentada junto a sus hijas, y junto a ella estaba su difunto esposo. Recordó entonces aquella noche familiar en la que permanecieron hasta muy entrada la noche viendo las aventuras del justiciero enmascarado. Recordó como su esposo la abrazaba y sonreía, como nadie jamás supo sonreírle. Recordó a sus hijas riendo, recordó lo felices que eran.

Una lágrima recorrió el rostro de Martha. En ese momento sintió la necesidad de correr hacia sus hijas, de abrazarlas y de pedirles perdón. Caminó hacia ellas en silencio. Quería decirles cuanto las quería. Quería pedirle que huyeran juntas, que ya no estarían solas. Pero entonces las potentes luces de los faros de la camioneta iluminaron la sala a través de las cortinas.

Las niñas se tomaron de las manos. Martha volvió a cocinar, repentinamente ese impulso maternal quedó enterrado en lo más hondo de su alma. Había algo maligno en aquel hombre, ella lo sabía, pero era incapaz de combatirlo.

La puerta se abrió y Pedro entró. Las niñas lo miraron en silencio. Estaba extraño, sonriente. Saludó a Martha con un beso en la mejilla. Pasó frente a las niñas y les sonrió.

–Traje helado para el postre. –Dijo sonriente mientras colocaba los platos.

Las niñas lo miraron extrañadas, era casi como si otra persona hubiera vuelto a casa aquella noche.

Aquella noche, todo se sentía extraño. Mientras cenaban las hermanas no levantaron la vista de su plato con humeante estofado. Podían sentirlo, algo no estaba bien y una incomodidad fue creciendo. Tenían la certeza en su interior de que, de alguna forma, él se había enterado. Si, tenía que saberlo y solo hacía aquel acto de hombre feliz para que bajaran la guardia. Aquel rostro sonriente con el que le hablaba a su madre, les parecía aún más aterrador que el rostro serio y enojado al que estaban acostumbradas.

La cena terminó sin reclamos, sin reproches, sin insultos. Pedro se levantó y con aquella macabra sonrisa dibujada en su rostro les sirvió a cada una copa rebosante de helado.

–Coman niñas. Este delicioso. –Las invitó a probar el postre.

Las pequeñas obedecieron. Comieron con desconfianza, pero pronto esta se esfumó. El helado estaba delicioso. Cuando las cucharas finalmente se toparon con el fondo de las copas, las niñas se miraron sonrientes y satisfechas.

–Estuvo delicioso. ¿Verdad? –Preguntó Pedro.

Las niñas asintieron con la cabeza. Por primera vez sintieron que Pedro estaba feliz, quizás no ocultaba nada, quizás solo tuvo un buen día y volvió alegre. Al menos esa fue la idea que poco a poco se fue instalando en sus mentes.

Aquella noche, a diferencia de otras, Pedro no bebió. Aquella noche, por primera vez, permanecieron los cuatro sentados en el sillón mirando la televisión. Todo parecía mejorar.

Pero allá lejos, en los oscuros cielos nocturnos, se volvió a escuchar el canto sombrío del ave mensajera de la muerte.

El reloj de pared marcaba la medianoche cuando las niñas finalmente se fueron a dormir. Se acurrucaron una junto a la otra y se sumergieron en un profundo sueño. Desde el marco de su ventana dos grandes ojos amarillos las observaban. Eran los ojos del enorme búho, testigo de la crueldad más terrible que sucedería.

Era la una de la madrugada. La azulada luz de la luna llena iluminaba los campos mientras el viento agitaba furioso las copas de los árboles. El gélido manto del invierno comenzaba a cubrirlo todo con una brillante capa de escarcha.

Las niñas dormían plácidamente, aferradas de las manos, como dos pequeños ángeles, inocentes, indefensas.

Fue en ese momento, en el que el silencio reinaba en la oscuridad del cuarto, cuanto Pedro apareció. Se paró junto a la cama donde las niñas dormían. Las observó fijamente, como un buitre observa la carroña.

María fue la primera en despertar al sentir la penetrante sensación de que la miraban fijamente.

– ¿Creían que no me enteraría? –Susurró Pedro, mientras tomaba a la pequeña Anna del brazo y la jaló bruscamente.

Anna se despertó y comenzó a gritar aterrada mientras su hermana la sujetaba implorando que la soltase.

–Malditas niñas. ¿A caso pensaron que soy un estúpido? ¿A caso pensaron que la policía las salvaría? –Gritó furioso.

–Por favor déjala. No hemos dicho nada. ¡Por favor suéltala!

Anna solo gritaba, confundida y aterrada.

Pedro enfurecido le asesta un puñetazo sobre el pequeño rostro de María quien cae de la cama y queda tendida en el suelo.

Pedro cubre la boca de Anna quien no dejaba de gritar, la levanta y se la lleva de la habitación, mientras María se arrastra hacia él suplicando que soltara a su hermana.

La puerta se cierra con furia y María escucha el aterrador sonido de las llaves trabando la cerradura. La pequeña se levanta tambaleante, su cara comienza a hincharse y el dulce sabor de la sangre comienza a invadir su boca. Como puede, llega hasta la puerta. Intenta abrirla inútilmente mientras grita una y otra vez.

La desesperación va en aumento. Golpea y patea la puerta, pero todo era inútil. No había forma de abrirla. Comienza a golpearla con sus puños hasta que la sangre comienza a correr por ellos hasta caer en el polvoriento piso de madera.

Finalmente María cae rendida, ahogaba en un mar de llanto y desesperación. Desde la ventana el búho continúa observando, como un fiel testigo de las mayores atrocidades. Observó el sufrimiento de aquellas niñas, observó el mal más grande atacando sin piedad la inocencia, observó y luego alzó el vuelo con su espeluznante canto resonando en cada rincón del gélido paisaje invernal.

IX

Las lágrimas fluían sin cesar anegando el azul profundo de los ojos de María. La tristeza, la angustia, la ira, el sentimiento de impotencia, todo se agolpaba en su mente mientras con su pequeño puno continuaba golpeando la puerta sin éxito.

Finalmente, luego de un tiempo interminable que parecieron horas, la puerta se abrió y su pequeña hermana por fin estuvo nuevamente estuvo junto a ella. La puerta volvió a cerrarse.

María abrazó a Anna con todas sus fuerzas, pero había algo extraño en ella. No lloraba, no hablaba. Tenía su rostro increíblemente pálido, sus ojos grandes como platillos miraban hacia la nada.

–Hermana. Dime que te ha hecho. Por favor dímelo. –Le suplicó, pero Anna no respondió. Su pequeña mente seguía perdida en un mar de miedo y desolación. –Por favor, háblame. –Volvió a insistir sin respuesta.

Anna no abrazó a su hermana, solo permaneció inmóvil, era como un cuerpo inerte sin alma. Su mirada contemplaba la luz de la luna entrando por la ventana.

María la acompañó hasta la cama, la acomodó con cuidado y se dispuso a cubrirla. Fue en ese momento que notó algo horrible, algo que le sacudió hasta la última fibra de su cuerpo. Allí, en el vestido floreado que usaba cada noche para dormir, allí había una mancha. Al principio no distinguió lo que era, pero luego, aun en la penumbra del cuarto se dio cuenta que era sangre. Una espeluznante mancha roja se extendía por su vestido y comenzaba a escurrirse hasta el blanco de las sábanas.

– ¡Dios mío! ¿Qué te ha hecho? –Gritó María desesperada, furiosa, devastada. Volvió a abrazar a su hermana con fuerza y a llorar. Lloró como nunca antes había llorado.

Anna solo miraba hacia las maderas que cubrían el cielorraso. No hablaba, seguía pálida como un cadáver, sin alma, sin alegría. Solamente era un despojo de la niña alegre que alguna vez fue, inocente, con ganas de vivir.

–Debemos irnos Anna. Debemos irnos muy lejos. –Le dijo su hermana mientras tosía incontrolablemente ahogada con las lágrimas.

María se aferró a su hermana hasta que finalmente, todavía envuelta en llanto se desvaneció, exhausta. Se había desmayado. Fue demasiado para ella soportar las cosas espantosas que su hermana había sufrido. Fue demasiada la culpa de no poder protegerla. Su mente finalmente se rindió y quedó inconsciente, sumergida en un sueño profundo.

Anna no pudo dormir, su mente estaba sumergida en un mar blanco, vacío, sin ningún tipo de sentimiento. Solo permaneció allí inmóvil.

Eran las tres de la mañana. El viento soplaba cada vez con más fuerzas, como si fuera un alma furiosa agitando su furia sobre el agreste paisaje. Fue entonces que la ventana del cuarto se abrió de par en par. Los rayos de la luna formaban siluetas con las sombras de las cortinas que bailaban agitadas por las ráfagas.

–Ven conmigo mi niña. –Se escuchó como un leve susurro en el viento. –Ven conmigo.

Anna salió de su letargo. Escuchó el llamado y se levantó de la cama. Miró a su hermana como si la estuviera viendo por última vez. Se acercó a su rostro y le dio un beso en la frente.

–Ven conmigo mi niña. –continuaba el llamado, dulce y lejano, casi como el llamado de una madre.

La niña se dirigió a la ventana. El viento gélido acariciaba su rostro entristecido. Miró hacia afuera. La luz de la luna bañaba los campos y le daba un aire mágico y melancólico. Miró hacia los cultivos que se mecían armónicamente. Con cuidado se subió al marco de la ventana. En ese momento no sentía tristeza, ni siquiera miedo, sentí alivio, un alivio que casi la hacía sonreír.

–Ven conmigo mi niña. –Volvió a escuchar la dulce voz, como un mágico canto de sirena.

Volvió a mirar hacia atrás. Su hermana dormí en un sueño profundo, incapaz de detenerla.

Entonces miró hacia abajo, hacia el abismo. Buscó con sus ojos a aquella mujer que la llamaba con su voz dolorida y fantasmal, no la vio. En su lugar, allí parado con los brazos extendidos listo para atraparla había otra cosa. De alguna manera, allí estaba el espantapájaros, parado sobre sus frágiles piernas hechas de paja. Allí estaba aquel ser que ella siempre se imaginó que vendría a salvarla. Allí estaba aquel ser que ella creía que contenía el espíritu de su padre.

El espantapájaros miraba hacia arriba. En su rostro, los pliegues de la bolsa arpillera parecían dibujar una sonrisa. Sus manos se estiraban como raíces listas para atrapar a la pequeña.

–Ven conmigo mi niña. –Volvió a sonar el llamado entre el silbido del viento.

Anna sonrió. –Sabía que vendrías por mí. –Susurró alegremente.

Se dispuso a dar el paso final hacia el vacío. Volvió a mirar hacia atrás, hacia su hermana. –Lo siento mucho María. –Dijo entristecida. Luego dio el paso decisivo hacia la oscuridad con una sonrisa dibujada en su rostro.

María se despertó abruptamente con el sonido de un golpe seco, como si una gran bolsa de papas hubiera caído desde lo alto. Ese fue el sonido que escuchó. Al principio no comprendió que sucedía. Todavía adormilada tanteó con su mano el resto de la cama buscando a su hermana. Se horrorizó al no encontrarla.

–Anna. –La llamó inútilmente. – ¿Dónde estás?

El terror comenzó a calarle en lo profundo de sus huesos. Se estremeció al recordar aquel sonido. Poco a poco dejó de parecerle el sonido de una bolsa con vegetales golpeando el suelo, poco a poco le pareció el sonido de la carne golpearse, de los huesos romperse y de la sangre salpicando.

Corrió hacia la ventana abierta, miró hacia abajo. Allí había algo, pero no podía distinguir que era. Era un bulto pequeño. No podía distinguirle en aquella oscuridad. La luz de la luna proyectaba la sombra del gran árbol sobre aquel pequeño bulto ocultándolo.

– ¡Anna! –Volvió a llamarla. En ese momento el sombrío canto del búho volvió a escucharse.

María salió corriendo de su habitación. Bajo las escaleras lo más rápido que pudo. Por poco se cae al tropezar en un escalón, pero pudo aferrarse. Terminó de bajar y corrió hacia la puerta. Al abrirla, una fría ráfaga de viento la golpeó repentinamente, casi como si intentara que no saliera, como si intentara prevenirla del horror que hallaría allí afuera en aquella oscuridad.

Corrió afuera, hacia la oscuridad. La amarillenta luz del pórtico se balaceaba empujada por el viento. Arriba, en algún lugar del cielo nocturno, el ave maligna volvió a cantar.

María corrió hacia el costado de la casa, hacia aquel bulto. Corrió, pero al llegar se detuvo de improviso. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Por un instante quiso volver a la seguridad de su habitación, quiso acostarse y volver a dormirse. Quizás cuando despertara se daría cuenta que todo había sido solamente una amarga pesadilla, una de esas de las cueles uno se despierta gritando y empapado de sudor. Pero aquello no era una pesadilla. Frente a ella podía distinguir una mancha roja esparciéndose sobre la fina capa de hielo blanca que se formaba sobre el césped.

Se acercó con la garganta apretada por un intenso nudo que apenas le permitía respirar. Su piel completamente erizada. Sus ojos anegados en tempranas lágrimas. Se acercó despacio. Quizás era solo algún objeto que había caído. Quizás solo una manta. Quizás no era su querida hermana.

Pronto sus ojos azules como el cielo fueron testigos de la atrocidad. Allí estaba el cuerpo de Anna, tirado sobre la escarcha matinal. La sangre afloraba de sus heridas. Sus brazos estaban doblados en una posición imposible, inhumana. Allí estaba, el pequeño cuerpo de una criatura inocente, carente de vida. Pero había algo en el que llamó la atención de María, algo que la reconfortó a pesar de la desgracias. Su rostro tenía un temple pacífico, una ligera sonrisa dibujada en sus labios. Sus ojos puestos en el horizonte lejano reflejaban un halo de alegría, como si hubiese visto algo que la hizo feliz justo en su final.

María gritó. Gritó hasta que su garganta casi se destruyó. Abrazó a su hermana. La sacudió intentando despertarla aunque sabía que era imposible. Jamás despertaría. Se había marchado y la había dejado sola.

Gritó hasta que su madre se despertó. Gritó hasta que Pedro y su madre llegaron y quedaron perplejos. Siguió gritando hasta desmayarse empapada en la sangre de su hermana.

En lo alto del árbol, el búho volvió a cantar.

X

El sol salió por el horizonte y su cálido abrazo comenzó a derretir poco a poco la fina capa de hielo transformándola en rocío matinal. Martha se había descompensado al ver el cuerpo de su pequeña, golpeado, carente de vida, frío como el hielo.

María se había desmayado. No pudo soportar el horror y la perdida.

Pedro permaneció estático, pensativo mientras la ambulancia se llevaba el cuerpo de la pequeña. En su interior un miedo atroz se retorcía. ¿Cuánto tardarían en culparlo? ¿Cuánto tardarían en descubrir lo que había hecho? ¿Cuánto tardaría su hermana en hablar? Todas aquellas dudas se agolpaban en su cabeza.

Cuando el comisario Peterson se presentó dispuesto a hacerlo preguntas, permaneció con el semblante sombrío. Simulaba una tristeza profunda que en el fondo era incapaz de sentir.

Le explicó como las niñas a veces jugaban en aquella ventana. Explicó cómo les había advertido que era peligroso. Le aseguró una y otra vez que él estaba durmiendo cuando los gritos de la hermana lo despertaron y corrió junto a su esposa para descubrir la horrible escena. Su declaración fue acompañada de un llanto profundo que solo un padre dolido sería capaz de hacer. Todo fue muy convincente.

–De acuerdo. Creo que solo resta hablar con su hermana. ¿Fue ella la primera en descubrir el cuerpo no es así? –Preguntó Tom.

–Si fue ella. Pero no creo que sea una buena idea. No se encuentra muy bien. No quisiera que en estos momentos le estuvieran haciendo preguntas sobre su hermana muerta. Si quiere puede hablar con mi esposa cuando ella se encuentre mejor. Pero agradecería que dejara a mi familia transitar este difícil momento. Luego habrá tiempo para las preguntas.

Tom lo miró dubitativo por un instante. Su instinto le decía que algo no estaba bien. Sin embargo no era el momento de acosar a una pequeña con preguntas sobre su pequeña hermana muerta.

–Está bien. Lamento mucho lo que ha sucedido. Por favor dile a Martha y a la pequeña que cuentan conmigo y por favor dele mi sentido pésame.

–Lo haré comisario. Gracias por todo. –Le respondió Pedro con una ligera sonrisa en su rostro lleno de pena.

XI

El día fue transcurriendo en la tristeza absoluta. María no se levantaba de su cama. Lloraba amargamente y de vez en cuando, en un ataque de ira se golpeaba a sí misma. Se culpaba por no poder ayudar a su hermana. Si tan solo no se hubiera quedado dormida. Si tan solo hubieran huido cuando las cosas se habían puesto horribles, quizás todavía estaría allí. Todo era su culpa, no pudo protegerla y ahora estaba muerta.

Cuando los hombres bajaban con sogas el pequeño cajón a las profundidades de la tierra, María solo podía mirar la escena, perpleja, incrédula. Su hermana estaba allí, descendiendo hacia la oscuridad donde su padre había descendido antes que ella. El golpe de la tierra cayendo sobre la madera sacudía su cabeza como martillazos.

Se tapó los oídos para no oírlo. Aquel sonido era insoportable. Con cada golpe venía a su mente el cuerpo de su pequeña hermana arrojado sobre el helado césped con la helada de la madrugada cayendo sobre él, congelando su sangre, volviéndola oscura a medida que fluía desde las horrible heridas.

María se alejó de las miradas afligidas de los vecinos que habían asistido. Se alejó y se ocultó tras el gran árbol junto a la tumba de su padre. Permaneció allí sollozando, culpándose una y otra vez de no haberlo evitado.

Mientras se secaba las lágrimas se sintió observada. Miró hacia las sombras de los árboles del oscuro bosque que se alzaba más allá del cementerio. Observó fijamente, y aunque no vio nada, aquella sensación de ser vigilada la estremecía. Caminó hacia el bosque lentamente. Se acercó esperando verla. Quería verla. Aquella mujer del bosque quizás la ayudaría. Quizás las estaba advirtiendo. Quizás había llevado a su hermana a un lugar mejor, un lugar sin sufrimiento.

Sin darse cuenta, atravesó los primeros arboles del bosque. Las sombras la cubrieron y una fría sensación de soledad la invadió.

– ¿Estás aquí? –Preguntó llorando. – ¿Estás aquí? ¡Muéstrate! –Esta vez su voz fue un grito furioso que resonó entre los árboles. Pero nadie respondió. Aquella mujer no apareció. Pero fue en ese momento en que María se percató de algo. No estaba triste, estaba furiosa. Sus manos temblaban de impotencia. En su mente apareció el rostro sonriente de Pedro, como el de un demonio disfrutando del sufrimiento que causaba.

Un brillo metálico llamó su atención. Allí, clavado en la descascarada corteza de un gran pino en donde fluía lentamente la amarillenta resina, había un pequeño puñal. Su hoja reflejaba la luz del sol. Era increíblemente brillante. Quien sabe cuánto tiempo estuvo allí, quizás abandonada por algún borracho o algún cazador. Pero ahora estaba allí, esperando por ella. Era como si aquel puñal la llamara, como un obsequio dejado para ella y para nadie más que para ella.

María se acercó. Con suavidad tomó el puñal. El brillo de la hoja se reflejó en sus ojos anegados nuevamente por amargas lágrimas. Pasó su dedo suavemente por el filo y la sangre fluyó de inmediato. Estaba increíblemente afilado. María sonrió.

–Gracias. –Susurró al viento.

XII

La niña volvió al cementerio. Ya todos comenzaban a marcharse. Junto a la tumba solo permanecía su madre, arrodillada, llorando desconsoladamente. Pedro estaba a la distancia. Observaba a María dudosamente. El miedo de que la pequeña hablara era muy grande. Estaba decidido a hacer algo, pero todavía no sabía qué ni como lo haría. Solamente esperaba el momento adecuado, como hacen los depredadores. Pero esta vez se sorprendió cuando María también lo miró, con su mirada furiosa sostenida. Ya no parecía una niña inocente e indefensa, en aquellos ojos se podía ver un profundo odio.

Pedro se dispuso a acercarse, cuando horrorizado vio como el policía surgió de entre las tumbas y se acercó a hablar con la pequeña. No se había percatado de la presencia del Oficial, vestido con un elegante traje negro, hasta ese momento.

María siguió sosteniendo su mirada furiosa aun cuando el policía comenzó a hablarle.

–Siento mucho lo de tu hermana. –Le dijo el comisario apoyando su mano en el hombro.

–Si hay algo que quieras decirme, puedes hacerlo.

Pedro pensó en huir. Aquella mirada parecía indicar que gritaría a los cuatro vientos lo que él había hecho. Pasaría un buen tiempo tras las rejas, si es que los vecinos no lo golpearan hasta la muerte. Una niña había muerto por su culpa y su hermana estaba a punto de delatarlo. El sudor comenzó a recorrer su frente a pesar del frío de aquella mañana. Miró hacia la calle lateral, donde su vieja camioneta estaba aparcada. Quizás podría llegar hasta ella corriendo antes que el comisario le disparara por la espalda. Quizás tendría que empujar a un par de ancianos, pero estaba seguro que llegaría. Un halo de histeria recorrió su mente, pensando en las horribles cosas que le esperarían en la cárcel cuando llegara allí y todos se enteraran lo que había hecho. Sus piernas comenzaron a temblar. Estaba a punto de ceder al miedo pero se contuvo. Mantuvo su mirada triste, como la que tendría un padre afligido con la muerte de su pequeña.

Pero para su alivio nada ocurrió. Un escueto “gracias”, fue la única respuesta que la niña dio al policía. Quizás el miedo que la pequeña le tenía la mantenía a raya, no estaba seguro. Pero aquella mirada desafiante parecía indicar que tramaba algo.

Pedro despidió al Oficial haciendo un gesto con la cabeza mientras este se alejaba. Se acercó a María quien lo continuaba mirando. Se agachó junto a ella hasta que sus rostros quedaron a la misma altura. Tras ellos Martha continuaba llorando desconsolada, mientras los obreros se acercaban dispuestos a terminar la tétrica labor de cubrir la tumba.

–Sé que me culpas por lo que pasó. –Dijo casi susurrando para que nadie más lo oyera.

–Pero quiero que sepas que no quise que nada de esto pasara.

María no respondió. Solo lo miraba con un intenso odio. Tanto que se tornó insoportable para Pedro.

– ¿Podrías dejar de mirarme de esa manera? –Reclamó. –No tuve la culpa de que tu hermana se cayera de la ventana. Así que mejor lo dejamos así. Será lo mejor para ambos. No te metas conmigo y yo no me meteré contigo. ¿Está bien?

María no respondió. Se alejó en silencio y se acercó hasta la tumba de su hermana donde su madre lloraba. Su madre la miró. Intentó decirle unas palabras pero ella solamente la miró con desprecio. Aquella mujer que alguna vez fue su madre era tan culpable como aquel hombre. Miró al interior de la profunda fosa donde el marrón barnizado del cajón todavía brillaba.

–Muy pronto hermanita. –Susurró. –Muy pronto.

XIII

Aquella noche había algo extraño en el aire, era denso como una niebla, casi irrespirable. El frío afuera era atroz. No se recordaban temperaturas tan bajas hacía muchos años en aquel cálido territorio de campos y granjas. En algún rincón del cercano bosque el ulular del búho se estremeció entre las sombras.

María permanecía en su habitación. En su mano sostenía el puñal. Lo miraba fijamente, casi de manera hipnótica. No podía apartar su vista mientras en su mente se arremolinaban cientos de imágenes a la vez. En el cuarto contiguo, su madre se había quedado dormida profundamente luego de pasar todo el día entre llantos y calmantes.

María esperó pacientemente, sentada en la cama, mirando la luz de la luna que se colaba por entre las cortinas. Abajo aun podía oírlo. Sentado, mirando la televisión. Destapando la quinta cerveza de esa noche. Tenía que ser paciente. Con suerte pronto se quedaría dormido al calor del pequeño brasero junto al sillón. Solo debía esperar.

Afuera el viento rugía como un animal furioso. La pequeña se levantó y se acercó a la ventana. Afuera oscuras sombras se agitaban como espectros, furiosas, clamando por sangre y venganza.

Miró hacia los cultivos. Allí estaba el espantapájaros, mirándola fijamente. Siguió recorriendo los campos con su mirada buscándola, pero no pudo verla. Aquella mujer espectral no había regresado. Volvió a mirar el puñal. Bajo la luz de la luna, su hoja tenía un brillo azulado, casi fantasmal.

Miró el reloj en su mesa de luz. Eran casi las tres de la mañana. Abajo solo podía oírse el tenue sonido de la televisión. Pedro no había vuelto a levantarse. Había llegado el momento.

Muy despacio abrió la puerta. Las bisagras chillaron escandalosamente. María se detuvo. Nada. No hubo ningún sonido. Debía estar profundamente dormido, había bebido condenadamente. Debía estarlo.

Se acercó muy despacio hacia las escaleras y miró hacia abajo. Distinguió el brillo naranja de las brasas en la salamandra iluminando la intensa penumbra de la sala. En la televisión solo se veía una pantalla lluviosa. El canal local dejaba de transmitir a esa hora. María esperó. En el sofá se distinguía la figura de Pedro. Estaba sentado con la cabeza hacia atrás. En el piso se veían varias botellas vacías, una junto a la otra.

Se dispuso a bajar en silencio, pero luego de que diera el primer paso, se detuvo. Volteó y miró hacia la habitación de su madre. Ella era tan culpable como él. Ella también debí pagar. Apretó con fuerza el pequeño puñal, hasta casi hacerse sangrar.

Decidió primero ir por su madre. Abrió lentamente la puerta hacia la oscuridad de la habitación. Fuera de la ventana, las ramas de un viejo árbol se agitaban como las garras de un gigantesco monstruo.

Su madre estaba en su cama. Tapada hasta el cuello, de costado, mirando hacia la ventana. Estaba inmóvil. María se acercó. Afuera, por sobre el silbido del viento, se oyó el canto del búho.

Se acercó hasta la cama. Con la tenue luz azulada que entraba desde la ventana pudo ver el cuello de su madre. Estaba allí, a su alcance. Levantó el puñal. Su pequeño brazo no alcanzaba para llegar hasta el cuello, al menos no para hundir la hoja. Subió sobre la cama y se acercó hasta estar sobre el cuerpo indefenso. Apoyó el cuchillo justo en el cuello. Todo su cuerpo temblaba y su respiración se agitaba. Su corazón latía rítmicamente. Intentó presionar el puñal, hundirlo hasta el fondo de su garganta pero no pudo. Las lágrimas comenzaron a caer sobre las sábanas blancas. Allí estaba, impotente, incapaz de cumplir con lo que se había propuesto.

Afuera el búho volvió a cantar.

Su madre continuaba inmóvil. Ni siquiera podía distinguir el movimiento de su respiración. Entonces vio sobre la meza de luz algo que llamó su atención. Allí estaba el pote de calmantes, sin tapa, volcando sobre un costado, pero dentro no había nada, ni siquiera una pastilla.

Su madre seguía inmóvil. Afuera el búho volvió a cantar como un espectro.

Quitó el puñal del cuello. Bajo la luz de la luna, su madre lucía fantasmalmente pálida. María puso su mano sobre su frente. Estaba helada, sin la más mínima calidez de la vida. La volteó con cuidado. Los ojos abiertos de su madre la miraron, carentes de alma, carentes de vida. Una estela de espuma salía de su boca todavía abierta en un último grito ahogado.

El búho volvió a cantar.

Allí estaba el cuerpo de su madre, tieso, azulado. No pudo soportar la pena ni la culpa, no pudo hacerlo. María quedó perpleja. Un mar de sensaciones invadieron su mente, sintió tristeza, rabia, pero lo que más sintió fue alivio. Entró a esa habitación dispuesta a hacer algo, pero su madre se le adelantó, evitándole el horror.

Una tenue sonrisa se dibujó en su rostro, incontenible. Le dio un último beso a la frente de su madre. –Adiós mamá. –Le susurró al oído.

Afuera el viento golpeaba con cada vez más furia, como si la estuviera alentando a concluir su labor. Ya solo faltaba él y para él no habría piedad.

Afuera el ulular del búho se diluida en el silbido del viento.

XIV

Bajó las escaleras muy despacio. Estaba descalza, para que sus pequeños pies apenas hicieran ruido al pisar los chirriantes escalones. En su mano apretaba con fuerza el puñal. Caminó apretando los dientes con odio absoluto. Cuando estuvo abajo caminó muy lentamente acercándose al sillón. Allí estaba Pedro, profundamente dormido. Todavía tenía puesta la camisa blanca que había llevado al entierro, pero estaba manchada en cerveza. Sus pies cubiertos con medias estaban a centímetros del brasero.

María apagó la televisión y el cuarto quedó sumido en una intensa oscuridad solo interrumpida por el brillo ocasional de las brasas que estaban a punto de extinguirse. Lo miró atentamente, ese hombre que le había acarreado tantas desgracias, tanto sufrimiento, ahora estaba allí, indefenso. Al mirarlo allí, con su propia baba goteando desde su boca abierta, pensó que no era el monstruo que la atemorizaba, se dio cuenta que era solo un hombre, un miserable que no merecía seguir respirando.

Apretó el puñal nuevamente. Sus manos comenzaron a sudar. Un nudo comenzó a formarse en su garganta. Era el momento que estaba esperando. Pensó en lo distinto que sería todo si tan solo lo hubiera hecho antes, cuando su hermana aún vivía. Todo sería distintos. Pero eso ahora no importaba, ahora solo había una cosa por hacer.

Empuño con furia el puñal y lanzó un golpe con su punta apuntando hacia el desprotegido cuello. Sintió como la hoja entró en la carne. Sintió como se hundió poco a poco. Pedro se despertó de repente cuando su sangre comenzó a fluir a borbotones. María sacó el cuchillo dispuesta a asestar otro golpe. Pedro pataleo mientras sujetaba su herida, completamente desconcertado.

Se levantó del sofá aterrado. Sus pies patearon el brasero, esparciendo las candentes brasas en el piso de madera, hacia todas direcciones. Una de ellas fue hacia las cortinas del ventanal principal.

– ¡¿Qué estás haciendo maldita?! –Gritó enfurecido mientras se sujetaba el profundo corte en el cuello. Aunque la sangre salía, no era suficiente. El corte no había sido tan profundo. María se lanzó nuevamente con el cuchillo, esta vez Pedro puso su mano para protegerse. El puñal la atravesó lado a lado.

– ¡Maldita infeliz! –Bramó mirando mientras se quitaba el puñal de la mano. La sangre aun fluía desde su cuello. Sus ojos rojos de furia parecían el de una bestia endemoniada.

María quedó sin su arma. Aterrada vio como Pedro se acercaba amenazante con el puñal en su mano.

La pequeña corrió hasta la cocina desesperada en busca de algún otra arma. Después de todo estaba herido, solo debía terminar su trabajo.

Abrió desesperadamente el cajón de los cubiertos y tomó un enorme cuchillo de carnicero, el mismo cuchillo con el que su padre solía preparar las barbacoas de los domingos. Pedro se acercaba gimoteando, luchando por respirar.

En la sala, un resplandor naranja comenzó a verse. Las cortinas comenzaban a quemarse, iluminando todo el lugar con la luz de fuego. Pedro se acercaba como una fiera mientras María sujetaba el cuchillo frente a ella.

La niña se lanzó hacia él, corriendo. Lanzó un golpe con el cuchillo y este se hundió en la pierna derecha de Pedro. Se pudo oír el sonido del acero chocando contra el hueso.

Pedro gritó y lanzó un puñetazo a la pequeña haciéndola caer. Gritando desesperado, muerto de una ira incontenible, se sacó el cuchillo de su pierna. Un chorro espeluznante y largo de sangre salió de su herida. Parecía el chorro de alguna fuente que fluía desde una estatua. Un charco de sangre comenzó a formarse a su alrededor.

María se levantó como pudo. Todo le daba vueltas. Apenas podía respirar. La casa se había llenado de un humo negro y espeso. Corrió hacia la puerta principal, intentando huir, pero estaba cerrada con llave. Las rejas en las ventanas tampoco la dejarían escapar.

Subió por las escaleras corriendo, mientras escuchaba a Pedro maldecir y gritar enloquecido.

– ¡Ven aquí maldita! –gritaba Pedro mientras subía las escaleras cojeando tras ella. Un rastro de sangre se iba formando tras él. Su camisa blanca se había vuelto completamente roja, teñida por la sangre que emanaba de su cuello.

María intentó correr hacia su habitación, pero recordó que no tenía cerradura. No estaría segura allí. Entonces entró al cuarto donde yacía su madre. Aquel cuarto tenía una robusta puerta de roble y tenía el cerrojo por dentro. Allí estaría a salvo o al menos eso pensaba.

Cerró la puerta tras de sí y puso la cerradura. Pedro comenzó a golpear furioso. –Ábreme ahora mismo. ¡Maldita sea! ¡Abre ahora!

El humo invadía la casa más y más. Un intenso resplandor naranja se colaba al cuarto por debajo de la puerta. La casa estaba en llamas.

Pedro golpeaba furioso. Golpeaba una y otra vez, algunas veces con sus puños y otras veces con el cuchillo de cocina que había sacado de su herida.

La desesperación comenzó a apoderarse de María. Estaba atrapada. Pronto las bisagras cederían ante la furia inhumana de Pedro y entonces estaría a su merced.

Comenzó a llorar, puesto que solo era una niña indefensa. Había sido estúpida al pensar que ella podía hacerlo. No había podido proteger a su hermana y no pudo vengarla. Pronto todo terminaría. Pedro entraría y si era afortunada la mataría rápidamente.

Permaneció sentada, con su cabeza entre sus rodillas llorando amargamente. Afuera el búho volvió a cantar. El ave de la muerte podía sentir que otra vida terminaría aquella noche.

Entonces maría sintió una ráfaga de gélido aire llenando el cuarto. Miró y vio la ventana abierta de par en par. En la oscuridad, junto a la cama había una silueta. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

Al principio pensó que era su madre, quizás estuviera viva. Quizás los golpes enfurecidos de Pedro la habían despertado de su letargo. Pero la silueta se acercó y se dio cuenta que no era su madre. Allí, frente a ella, estaba aquella mujer, vestida de negro, con su rostro gris carente de vida. Allí estaba aquel espectro que tanto la aterraba.

Afuera, Pedro golpeaba cada vez con más fuerza. Las bisagras comenzaron a aflojarse poco a poco. La puerta comenzaba a ceder.

La mujer se acercó a la pequeña. Su largo vestido deteriorado y andrajoso arrastraba el polvo del piso. Se detuvo frente a María y se agachó junto a ella. Su horrible rostro, repleto de arrugas, con un fétido olor emanando de su boca, quedó cerca del rostro de la niña.

María la miró aterrada. Sus ojos de un azul profundo como el cielo miraron dentro de la negrura absoluta de los ojos de aquel espectro.

– ¿Tú te has llevado a mi hermana? –Preguntó entre lágrimas. –Tú te la has llevado porque no pude protegerla. Por favor… llévame con ella… por favor.

Su llanto venía del fondo mismo de su alma desgarrada por la tristeza.

La mujer la miró. Su rostro comenzó a estremecerse. Una lágrima brilló en el fondo del vacío de sus ojos. Era como si el llanto de aquella niña la hubiera conmovido, quizás recordándole algo de alguna vida lejana, antes de terminar así, como un ser de la oscuridad.

–Por favor. Llévame con mi hermana. –le volvió a suplicar entre sollozos. Afuera los golpes continuaban. Las bisagras comenzaban a salirse centímetro a centímetro.

El rostro de aquella mujer comenzó a cambiar. Aquellas cuencas negras y espeluznantes, dieron paso a hermosos ojos, verdes como la hierba de primavera. El gris de su rostro cambió a un rostro pálido como el hielo de una fría mañana invernal. Su cabello se volvió castaño oscuro como la corteza de los árboles. Poco a poco se transformó en la mujer más hermosa que María hubiera visto en su vida. La mujer le sonrió a la pequeña, con una sonrisa cálida y sincera.

Afuera los golpes continuaban. –Abre ahora mismo maldita niña. ¡Abre ahora para que aprendas tu lección de una buena vez! –gritaba y maldecía luego de cada golpe de puño contra la madera.

La mujer caminó hacia la ventana, mientras la niña la observaba. Luego desapareció entre las sombras. María estaba nuevamente sola. Corrió hacia la ventana pero no pudo verla. La había dejado.

Tras ella se oyó un último y estridente golpe y la puerta cayó provocando un estruendo. Pedro estaba dentro de la habitación, con el cuchillo en su mano derecha, cubierto en su propia sangre que no dejaba de fluir. Tras él se veía el resplandor del fuego que ya se había apoderado de toda la planta baja y ardía en las escaleras.

– ¡Ahora pagarás maldita! –Gritó enceguecido por la ira. Sus ojos destilaban odio. Estaba tan concentrado en acabar con ella que ni siquiera notó que Martha yacía en la cama. Avanzó hacia la niña blandiendo el cuchillo que reflejaba el rojo intenso de las llamas.

Entonces un sonido irrumpió por sobre el crepitar de las llamas. El sonido de la puerta delantera cayendo. Pedro se detuvo. Quizás alguien haya venido alertado por las llamas. Permaneció en silencio. De pronto oyó estridentes pasos dentro de la casa, eran lentos, pausados. Los pasos continuaban. Luego se oyó como algo subía las escaleras, lentamente. Los escalones chirriaban ante el paso de algo enorme.

Pedro volteó. Quizás era aquel policía entrometiéndose nuevamente. Si ese era el caso, acabaría con él, luego se encargaría de la niña y huiría muy lejos. Se acercó nuevamente hasta la puerta del cuarto. María permaneció junto a la ventana, aterrada.

Cuando Pedro se asomó lo suficiente para ver lo que subía por las escaleras, quedó horrorizado. Intentó gritar pero su grito se ahogó en su garganta. Frente a él, la cosa más espantosa que hubiera visto en su vida se aproximaba. Allí estaba el asqueroso espantapájaros. Aquel mismo que custodiaba los cultivos. Lucía enorme, con una mueca siniestra grabada en su rostro de bolsas y paja, con su sombrero negro cubriéndole la cabeza, bajo el cual sobresalían largas espigas como cabellos dorados.

Pedro quedó petrificado por el terror. El espantapájaros se acercó. Al verlo allí, parado junto a él, se dio cuenta que era mucho más alto de lo que recordaba. No era un simple muñeco colgado de una cruz de madera, era enorme, imponente. Tenía la apariencia de un jugador de basquetbol, alto y delgado.

– ¿Qué es esto? –Gritó Pedro, perplejo y aterrado.

El espantapájaros avanzó hacia el con una velocidad pasmosa. Lo sujetó del cuello sin que el nada pudiera hacer. Las manos de aquella criatura parecían raíces, duras como la piedra y con una fuerza sobrehumana.

Pedro gritó mientras su rostro se iba tornando azul incapaz de respirar. Alzó el cuchillo y lo hundió en el cuerpo inerte de su captor, pero no le hizo ningún daño. Cuando estuvo a punto de desmayarse, el espantapájaros lo arrojó con fuerza hacia el pasillo.

Pedro tosía incontrolablemente mientras se esforzaba por respirar. La criatura se acercaba nuevamente, paso a paso, disfrutando el terror inmenso que infundía sobre aquel hombre reducido a un despojo de lo que era.

–Por favor no. –Suplicó entre sollozos. –Por favor.

Pero el espantapájaros siguió avanzando hacia él. Pedro se puso de pie como pudo e intentó correr pasando por un lado de su atacante sobrenatural, pero este lo sujeto del brazo.

– ¡Suéltame maldito monstruo! –Gritó desesperado, pero su captor le sujeto su brazo izquierdo con ambas manos. Entonces escuchó el aterrador sonido del hueso de su antebrazo romperse como un palillo.

Gritó agonizante cuando un chorro de sangre se esparció sobre el blanco de la pared y el marrón del piso. Pudo ver la punta blanca de su hueso emerger del rojo de su carne. La criatura lo soltó y Pedro cayó al suelo golpeándose la cara. Comenzó a arrastrarse como podía envuelto en un mar de lágrimas y sangre.

Desde la habitación María observaba perpleja. Vio maravillada como aquel espantapájaros que su hermana siempre admiraba estaba allí protegiéndola. La criatura la miró por un momento, agachó su cabeza como haciendo una reverencia.

–Gracias. –Susurró la niña.

El espantapájaros tomó a Pedro de una pierna y comenzó a arrastrarlo escaleras abajo, hacia el calor insondable de las llamas que se esparcían con furia por toda la casa.

Pedro gritó horriblemente cuando las llamas comenzaron a envolverlo, pero su captor no lo soltó, solamente siguió caminando más y más hacia las profundidades del fuego. El hombre continuó gritando en una agonía insoportable hasta que las llamas devoraron su cuerpo por completo y el crepitar del fuego fue el único sonido que invadía la noche invernal.

María observó desde el umbral de la puerta de la habitación como aquel hombre malvado era consumido por el fuego, y una tenue sonrisa de satisfacción invadió su rostro angelical.

El fuego siguió creciendo, pronto había cubierto todas las escaleras, las paredes y toda la planta baja. El piso bajo sus pies comenzó a crujir. El humo negro había vuelto irrespirable el frío aire de la casa. No había forma de bajar. No había forma de escapar. María solamente se sentó en el piso, resignada pero satisfecha. Pronto todo terminaría.

Se sentó y observó como las llamas poco a poco se acercaban. Podía sentir su calor cada vez con más intensidad. –Pronto estaré contigo hermana.

Entonces sintió una fría brisa soplando tras ella desde la ventana abierta. Se levantó y se acercó hacia ella.

–Ven conmigo mi niña. –Escuchó el llamado hecho por una dulce voz.

Miró hacia abajo. Allí estaba aquella bella mujer de ojos verdes como la hierba, extendiendo sus brazos, con una cálida sonrisa en su delicado rostro.

María miró hacia atrás. Ya no quedaba nada. La casa comenzaba a ceder bajo la furia de las llamas. El cuerpo de su madre yacía inmóvil en su cama, con sus ojos abiertos, mirando hacia la nada.

La pequeña volvió a mirar a la mujer. Aquella encantadora dama la llamaba, la esperaba dispuesta a llevarla a un lugar mágico.

María se paró en el marco de la ventana. No había forma de bajar. Una gran altura la separaba de la dureza del suelo cubierto de escarcha invernal.

–Ven conmigo mi niña. –Volvió a llamarla. En lo alto, en algún lugar del cielo nocturno, el búho volvió a cantar.

María cerró los ojos y caminó hacia el vació. Sintió como su cuerpo caía hacia la nada y luego ya no sintió nada. Cuando abrió sus ojos nuevamente, estaba junto a la mujer quien la tomaba de la mano con dulzura.

Miró hacia atrás, hacia la casa en llamas que comenzaba a desmoronarse, hacia aquella vida miserable que tuvo que soportar desde que su padre había muerto. Miró hacia tras y vio algo en el suelo. Un pequeño bulto yacía sobre el césped, iluminada por el naranja del fuego. Se percató que era algo familiar. Miró con mayor detenimiento y se vio a sí misma. Su pequeño cuerpo yacía en el suelo, reposando sobre un charco de sangre que se extendía sobre la hierba.

Un escalofríos la invadió al ver su cuerpo golpeado y herido, pero ella no sentía ningún dolor. Se sentía bien, como si todo el sufrimiento que había pasado era algo lejano, perdido en algún rincón sepultado en su memoria.

La mujer la miró con ternura. –Ven conmigo mi niña. –Le dijo dulcemente y juntas comenzaron a caminar hacia la oscuridad del bosque.

Caminó maravillada, el bosque lucía encantador bajo la azulada luz de la luna. Las luciérnagas revoloteaban iluminando con su luz intermitente, dando aquel toque mágico digno de un cuento de hadas.

Caminó junto a aquella mujer hacia el sendero que antes había encontrado. Caminó en silencio, sin preguntar, solo observando.

Entonces, al final del sendero, en el claro del bosque, iluminada con los rayos de la luna, una niña jugaba con unas flores. Llevaba un vestido floreado, con sus dorados cabellos ondulando al viento.

María la reconoció al instante. Corrió hacia ellas con lágrimas en los ojos. La niña le sonrió a lo lejos. La esperó con los brazos abiertos. Se fundieron en un abrazo eterno. Nuevamente estaban juntas.

–Te he estado esperando hermana. –Le dijo Anna sonriendo. –Por fin estaremos juntas por siempre.

Así las niñas se convirtieron en espíritus del bosque. Aquel bosque mágico donde sí se presta mucha atención, pueden oírse sobre el silbido del viento, las risas de dos pequeñas niñas jugando por siempre, donde ya nada podrá herirlas.

FIN

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