Creo que he conseguido tener cierto poder sobre su mente, sobre su cuerpo y un aliciente placer al sentir su alma rendida a mis pies. Prendo aquella vela negra y atisbo a su fuego que me da señales de proseguir con el hechizo, de continuar con aquella velada oscura, deslumbrante y peligrosa.

Iniciando el ritual con besos manchados de ansiedad y penumbra, consagrando con blasfemias el encuentro tortuoso entre nuestros ojos y dirigiendo cánticos desgarradores a la oscuridad seguimos adentrándonos a lo infernal, a lo banal y carnal. Se ofrece a mí ese pobre humano sin antelaciones, embelesado por la tentadora tiranía de la muerte, se postra ante mí ofreciéndome su aliento, dándome el inmenso poderío de destruirlo y acabarlo con una caricia, se desliza ante mí esa humanidad tan bellamente imperfecta, tan ensordecedora y atrayente.

La apuesta se eleva cuando tan fácilmente pierde sus estribos y no le queda nada más que la demencia después de un frustrante intento de redimir sus pecados, después de dirigir sus plegarias al cielo sin ser escuchado ni bendecido, ahí es cuando la apuesta realmente dispara su flecha que técnicamente ha de encerrarlo en el lugar más pesaroso y macabro de mi cuerpo.

Allí la vida se esfuma, se consume en alaridos y chillidos, en arañazos y azotes, en profanaciones espirituales y maravillosas contradicciones, en absorciones y laceraciones que solo un endemoniado y malvado corazón puede alcanzar y aquella divinidad escondida entre el pecado más vano del humano estará condenada a perecer y dejar de existir.

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