No me gusta desayunar en casa los domingos. Es que soy un poco rara. No me gustan los churros, ni los churros con chocolate, ni el chocolate, ni el café en vaso de papel.

Por eso todos los domingos vengo hasta aquí.

En parte también porque odio tener que tomar decisiones trascendentales tan temprano: pan de centeno, focaccia, multicereal, pan negro, integral, sin gluten… ¡Los odio todos! Sólo quiero una tostada.

Tampoco me gustan los espacios cerrados ni los sitios sin ventanas o con poca ventilación. Así que me acomodo en mi mesa de siempre, con vistas a la calle.

No están mal las vistas, ¿verdad? Pues el entorno no siempre acompaña. No me gusta nada el ruido que puede llegar a haber en un espacio tan pequeño: coches, motocicletas, guiris, taxistas rabiosos… Y, sobre todo, no me gustan los vecinos exhibicionistas. Esos que abren las ventanas de par en par y comparten sus gustos musicales con el resto de la calle.

Menos aún si sus gustos musicales incluyen canciones como esta:

O esta:

¡Qué cruz! No me gustan los contratiempos ni tener que recalcular. Y menos en domingo, mi único día de descanso. Detesto vivir con prisa el final de la semana, volver a casa antes de tiempo sin haber podido ni siquiera saborear mi desayuno.

Pero tampoco me gusta la tortura musical a escala urbana. ¡Qué se le va a hacer! Por mucho que no me guste dejar las cosas a medias, está decidido. Huyo. Abandono mi periódico y mi taza de café.

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