Aquel místico veneno se paseaba por las calles de la ciudad sacándose el sombrero y saludando cordialmente. Nadie lo saludaba, así que como intruso invadía las casas. Interiormente nadie le prestaba atención, la reacción fue la impiedad; asesinaba sigilosamente todo lo que respiraba.

La agonía atroz de las víctimas causaba cierta desazón al ayudante. En sus últimos momentos se arrepentían de su falta de respeto a la vez se preguntaban ¿por qué? ¿qué hice mal? ¿no lo merezco? ¿mi familia no lo merece? y unos pocos, solo unos pocos aceptaban con resignación el agotamiento del primer asalto existencial.

Por la mañana, el mundo sabía que esa ciudad había desaparecido, lo saben por el aroma. Un almizcle extraño circula en las narices, una bofetada al cerebro para que reaccione, pero el cerebro presiente y no entiende.

El sueño nos gana, nos levantamos y nos vamos a trabajar, estudiar, amar, resistir, sobrevivir y vivir, pero no despertamos hasta que la muerte nos saluda con beso en la mejilla.

La sangre se derramó sin violencia sin aviso, fue innecesario, pero la ira se estaba cocinando lento, la falta de atención en las palabras acumuladas que decimos sin pensar, las críticas, la egolatría de decirnos en lo correcto. Vaya pues el hecho de pensar que se tiene la razón.

No la tenían los hoy muertos y no la tenemos nosotros, los mañana muertos tampoco la tienen.

Sentados desde la otra orilla veían como estaban cosechando lo que habían sembrado, pero ingenuamente decían no saber por qué, decían que solo habían brindado ayuda.

La venganza había llegado, tantos años viviendo repudiados por raza, religión, ciencia y tontería. Los egos se hieren, dan a luz odios, después el aroma a sangre se expande en la atmósfera ¿Justificado? ¿Injustificado?

Siempre será injustificado, disfrazado de justicia, los seres humanos siempre nos hemos matado bajo excusas ridículas, en nombre de dios, en nombre de la patria, en nombre de la libertad, en nombre de todo lo que se pueda inventar, por esa absurda necesidad que tienen algunos de tentar a la muerte y salir victoriosos de ella.

El aroma de la sangre derramada, aquella a dos segundos de regarse siempre se pasea por nuestra nariz, pero nosotros no sabemos distinguir porque nuestra voluntad está centrada en objetivos de vida y no de muerte.

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