LA ROPA DE LOS DOMINGOS

Otro domingo, como casi todos, dividido en dos mitades. La primera tocaba a su fin.

Ya fuera del alcance del influjo de mi padre, en mi habitación, me enmarañaba el pelo engominado como su bigote. Después, el esperado protocolo: me desprendía de la camisa almidonada y ya estrecha; el sarpullido de mi piel ya era perenne por su causa; los zapatos negros y bien pulidos salían volando; fuera los calcetines de un blanco inmaculado que me dejaban la marca de su elástico durante horas; adiós le dije a los pantalones negros pulcramente planchados al caer al suelo tras desaferrármelos de mi estrecha cintura, a la que se ajustaba con un ancho cinturón de hebilla dorada.

Por fin me sentía totalmente libre, ya podía sonreír, gritar y, sobre todo, sentirme yo mismo. Ya podía moverme a mis anchas, sin miedos ni restricciones, sin ataduras, sin disfraces.

Comenzaba el domingo, mi domingo. Pero, cuando me disponía a abrir mi gran baúl con ropa, su ropa, lo único que heredé de mi difunta madre y ésta a su vez de la suya, fabricado en madera sin pulir, oscura y envejecida, con aquellos herrajes ennegrecidos por el tiempo, todo se trastocó de forma abrupta, como casi siempre; mi padre irrumpió en mi espacio. Nunca conseguía impedir que se me erizara cada uno de los pelos que empezaban a poblar todo mi cuerpo al percibir como su mirada fría y dura recorría mi blanquecina piel. Estaba claro que aquel domingo no tendría una segunda mitad, la primera se alargaría más de lo que yo quisiera, engulléndose lo que más anhelaba durante cada larga semana.

FIN

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