El intruso enredado


Yo era la única de mi familia que tomaba el colectivo muy temprano para ir a la escuela. En mi casa, la mañana era desastrosa, porque cada uno pedía sus cosas; éramos cinco hermanos, y el tiempo que tenía para usar el baño cumplía «la ley del más fuerte: Yo entré primero, decía uno, (volaban toallas) pero mamá me dijo que entre yo, sumaba Cristina, salgan del baño, gritaba Agustín»…

Tenía el cabello largo, y lo peinaba hacia atrás con un elástico y arriba un moño, con el único peine familiar, y, pese a que papá era vidriero,en casa no había espejos mas que en el baño.

Mamá servía el desayuno en etapas, mientras ella misma se aprestaba para ir a trabajar.
Ese día llegaba tarde y salí manoteando una rebanada de pan con manteca, hacia la parada del colectivo.
Siempre mi marcha fue muy altiva, y la energía de la mañana, sumada a la prisa, me hacía llegar en una zancada al cuarenta y dos.
Seguramente por timidez, subía sin registrar los rostros de los compañeros de viaje. Estaba muy lleno, y pensaba distraída en mi llegada a la escuela, agarrándome de los pasamanos como podía. Esos viajes siempre eran un ejercicio de equilibrio y control del cuerpo sin que se notara.

De pronto sentí la calidez de una mirada, un muchacho bien parecido, me observaba de una manera que yo no terminaba de juzgar.
Quería mantenerme serena, pero no pude impedir una sensación confusa de agrado, y de indiferencia a la vez.

El colectivo seguía su marcha, y el joven no dejaba de mirarme como si me quisiera decir algo. Creí notar una corriente especial entre nuestras miradas.
Un suave calor se apoderaba de mis articulaciones. El muchacho persistía en su contacto visual y su casi decisión de hablarme.
¿Sería a mí, no estaría confundido? ¿era un atrevido? ¿de pronto, mi cabello tirante y lustroso, le agradaba más que otros? ¿tenía algo en la cara?

Y, casi en la mitad del viaje, se rompió el clima, y él, que no se animaba a hablarme; como mirando para todos lados, como quien va a decir un secreto, me tocó el hombro y señaló con discreta complicidad mi cabeza.
Al principio no entendí ¡pero Dios mío! cuando llevé la mano hacia mi temporal, ahí clavado como un monstruo, estaba él, desdentado y enterrado en el cuero cabelludo, mi peine familiar.

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