Abro los ojos perezosamente, reconozco que me supone un gran esfuerzo. Veo mi mano derecha manchada, sucia, al lado de mi viejo cubo azul. Siento la mano izquierda sobre mi vientre desnudo. Apenas puedo moverme sin que toda la habitación amenace con desvanecerse de nuevo.

Me incorporo apoyando únicamente el talón de la mano derecha y toda la palma de la mano izquierda, con la intención de no manchar demasiado el suelo de madera de mi cuarto. Me miro: sigo con mi sujetador de encaje negro, los pantalones de chándal viejos tres tallas más grandes y el pelo recogido en una coleta muy mal hecha de la cual se han salido muchos mechones ahora cubiertos de vómito.

Miro mi cubo azul, mi querido purgatorio. Siempre me ha hecho gracia llamarlo así porque en él expío mis pecados mientras me vacío, mientras vomito evitando hacer ruido, mientras me purgo sin tener que ir al baño. Tengo las medidas exactas de mi estómago marcadas en mi purgatorio azul. Sé cuándo está vacío después de una comida normal y hasta qué marca he de llenar mi cubo si casi hago estallar mi estómago. Lo tengo todo controlado…

O quizá no.

Creo que podría decir que ese “lo tengo todo controlado” es mi frase favorita y también mi gran perdición. Es el inicio de tantas acciones prohibidas y aún más formas de buscar los recovecos a las frases, a la vigilancia y a los síntomas para hacer de esta enfermedad mi identidad y evitar que me descubran. Siempre soy más lista, siempre lo tengo todo controlado.

Hoy, ahora, sin apenas poder moverme y con ganas de volver a cerrar los ojos, me digo que igual esta vez no era cierto, igual esta vez no estaba todo bajo control.

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