En busca del guarumbo

Capítulo 1

En busca del guarumbo

Después que murió su abuela, trató de sobreponerse, sin embargo, nada sería igual, nada volvería a ser como antes; la vida perdía sentido con la partida de doña Elia Gertrudis Mazagatos Arce, ella había logrado formar una imagen indeleble en el alma de Gabina. Meditabunda y triste, recordaba los momentos que vivió a su lado; las artes y oficios que ella le enseñó, una forma especial que marcaría su destino, aun cuando ella no quisiera pensarlo así, las cosas que sucederían de esa fecha en adelante la mantendrían más cerca de todo cuanto aprendió con su abuela.

Con la cabeza apoyada en la vieja y burda mesa de madera, las uñas muy largas pintadas siempre de rojo intenso y el constante e impertinente aroma del cigarrillo que jamás la abandona, daba sorbos a una copa de vino y dejaba volar su imaginación hasta el sitio más seguro de su alma, el aroma de ruda y tomillo en esa misma cocina pero al lado de su abuela. Se remontaba a la infancia cuando todo se transformaba con un delicado toque de magia e inocencia: ¿Qué cosa es el guarumbo, abuela? “Es la mezcla de todo, el ingenio hecho pasión, el sino de los tiempos remotos”. No entiendo. “No hace falta Gabina, es algo que no se busca y mucho menos se adquiere, de llevarse aflora cuando es preciso, se puede dar o no, más allá de ser una presencia es un sentimiento. Aun cuando lo representa un árbol, como el que aparece en las fotografías mías al lado de tu abuelo. O que puedes encontrar en el campo, en medio de todo lo silvestre que dios nos ha regalado para curarnos, alegrarnos, ser mejores e incluso caer en la desgracia de menospreciar la vida e invadirnos del veneno más fiero”. Gabina con actitud reflexiva bebía su licor y daba amplias bocanadas al cigarrillo, hundiendo en su pelo crespo y muy negro las uñas de sus largas manos, miraba al infinito, para recordar vívidamente el último aliento de su querida abuela, el rostro de Elia entre sus manos, pidiendo un sorbo de agua y balbuceando muy quedo y entrecortado: “Te diré algo muy importante Gabina, cada vez que me necesites, sólo tienes que escribir con carbón mi nombre y decir en voz alta aquello que requieras de mí, yo trataré de ayudarte, no lo dudes ni un instante”.

Elia, su entrañable abuela, exhaló su último aliento y un tenue vaho invadió el rostro de Gabina, quien impactada comprendió que algo en ella no volvería a ser como antes, la vida se tornaría distinta, quizá con un rumbo insospechado. Un sonido agudo, clásico del silbato de cartero, se dejó sentir en el portón de la casona, lo cual puso en alerta a Gabina; muy quieta se acercó para ver sin ser vista cuando el hombre lanzó al buzón la correspondencia. Llegan como viento malo las noticia de siempre ― se decía la mujer―, de todas formas, sin ánimo de pensar que esa escena, de recibir malas noticias, se alborotó el cabello, como tratando de desperezarse y alejar de esta forma sus pensamientos más inquietos y privados. Volver a la realidad resultaba más duro que arrinconarse para pensar en los buenos momentos, que cada vez eran menos; la depresión y el hastío colgaba de cada ventanal, se escuchaban en la pesadez del viento cálido del verano. Abrió el buzón para quedarse con el manojo de cartas, mismas que iba tirando al suelo en su regreso al comedor, no había ningún indicio, la mínima noticia de Anselmo. No había nada que le recordara su esencia, nada que le dijera que cuando menos él estaba pensándola; claro que en sus sueños e inquietudes el hombre estaba más vivo y presente que nunca y eso le causaba desconcierto y una extraña mezcla de rabia, desolación y melancolía. En un arrebato de ira, botó al suelo el cigarrillo, contuvo con las manos un grito de dolor, observando de reojo el hato de misivas que de muchas partes le llegaban. De vuelta en la mesa de su cocina, separó una de ellas que llegaba de cierto lugar de Europa, donde estaba una vieja amiga que la procuraba y le enviaba fotografías de sus viajes, era un loca que en alguna ocasión se sirvió de los conocimientos que ella tenía para encontrar respuestas a una investigación; otra carta era de su madre, doña Gertrudis Galia Perdomo Arce, buena administradora de bienes que ponía en su sitio los dineros de la familia, y por quien Gabina había logrado vivir con decoro durante años sin tener estudios, ni oficio en algo que valiera la pena, como le repetía su madre en ocasiones. Le mandaba el cheque del mes y le pedía que le ayudara con la venta de unos muebles que había conseguido a buen precio, sabía que Gabina era buena en eso de vender algunas cosas, sobre todo porque se le daba natural el ser persuasiva con los demás. Pero desde que la desidia se había apoderado de ella, costaba trabajo tan sólo el hacerla salir de la casa, ese lugar que alegre se tiñó antaño con la presencia de la abuela. Por último, como olvidada y entre cartas de pagos y publicidad, estaba la carta de Yadira Pech Euán, una amiga de la infancia, de esas que se dejan de ver, pero que a pesar de la distancia están presentes en cada detalle de la vida de aquellas que consideran parte de su historia. Ella le volvía a preguntar por Anselmo, igual le repetía hasta el cansancio que en “artes de amores” los elixires de su abuela serían una solución segura. Pero Gabina no quería hacer nada al respecto, aun cuando releyó la carta de su vieja amiga con cierto dejo de reflexión y vacilación, el asunto podría dar resultado.

Pero al final se quedaba con el pensamiento anterior: “No, lo que no ha de ser a la buena, no será”; con desgano botó sobre la mesa la carta de su amiga yucateca que tantas veces le había sacado de aprietos, pero esta vez no serviría su ayuda, no iba a caer en la inquietud de hacerle caso, no era lo que ella quería.

Pasaron las horas sin que Gabina hiciera más que recordar los momentos que pasó con Anselmo, se repetía en más de una ocasión que si esto o lo otro no hubiera sido de aquella manera, tal vez seguirían juntos, que si tal vez ella hubiera sido más cauta, que si debió ponerle más inteligencia. En fin, era asunto de nunca acabar, el tedio y el jarro de café con canela, se calentaba con fuego bajito en el fogón, mientras las horas transcurrían sin que nada útil resultará de todo eso, nada grato brotaba de sus pensamientos adormecidos en la nostalgia, hasta que las horas pasaban, la cajetilla de cigarrillos se terminaba y el ambiente se enrarece, dejando que los buenos deseos se turbaran. El sol caía en el horizonte cuando Gabina se incorporó y decidió abrir la gaveta de la cocina para extraer el trozo de carbón que había guardado cuidadosamente para alguna ocasión especial, ese momento había llegado, no se detendría un instante más para dar cauce a su deseo más apasionado y recóndito, el encuentro con Anselmo. Con mano temblorosa y cansada garrapatea las letras del nombre de su abuela en la mesa de madera, y exclama por ayuda para saciar su desolación y angustia, todo se tornó oscuro, la joven mujer imaginaba en su turbada situación que la voz de Elia Gertrudis se escuchaba distante en el tiempo y confusa en el espacio que la rodeaba. De repente, un frío tenue recorrió su cuerpo, sintiendo dentro de sí una fuerza distinta, un vigor que le hizo recordar aquella época en que avanzaba entre la multitud del pueblo en compañía de su abuela, y se permitía experimentar la magia de la felicidad, la sensación de orgullo acompañando a una mujer que el pueblo entero respetaba y muchos de ellos, temían.

Su mente trastornada intuía cierta melodía ritual, algo semejante a tambores, el ritmo frenético que se confundía con el retumbar de su corazón agitado mezclado con la lluvia, que comenzó a caer en cuanto el sol se ocultó. Gabina presentía en su cuerpo la presencia de la magia, no pudo soportarlo y salió corriendo al patio en busca de respuestas. Entró de nueva cuenta en la salita y avanzó por el ancho corredor que desembocaba en la habitación de su abuela. Un reflejo se ahogaba en el gran espejo de pared del corredor, Gabina corría por el pasillo de la casona que habitaba solitaria; inhalaba en un suspiro entrecortado el aroma que le recordaba a su abuela Elia; la sensación de cercanía, atrapó su ser, húmedo de aguacero y sudor, con el rostro anegado de lágrimas, confusa y aturdida, no escuchaba respuestas o alguna idea que la sosegara de su angustia, era difícil entender a un ser que ya no pertenece a este mundo, por más que se esforzaba, no lograba captar la idea, la respuesta anhelada. Adolorida del alma, se dejó caer en el marco de la puerta de la habitación de Gertrudis, al lado del espejo que en más de una ocasión su abuela contemplara como recibiendo respuestas a sus pesares, mirando a través de sus ojos el rostro de los tiempos que ella era, lo que fue y cómo el paso de los años la modifica.

Gabina sollozaba semiconsciente mientras pasaban las horas, entre la pesadez del desmayo, a lo lejos escuchaba el ritmo de esos tambores, una suerte de ritual la invadía de gozosa alegría, un recuerdo inolvidable penetraba en su alma, sin prisa, llevándola en alas del arrullo y la calma. Empero no olvidaba su obsesiva búsqueda, pese a lo grato de esa estadía espiritual que la acogía, insistía en implorar en medio del frenesí que la envolvía volver el tiempo atrás, poder entretejer de nuevo lo que se había perdido, sin imaginar lo que sucedería por azar.

Un sensación electrizante recorrió cada parte de su piel, encendiendo el ánimo entre trémulos sudores, la música dictaba un ritmo acompasado que la hacía permanecer en la continuidad de ese sentir mágico, ligado a la nostalgia; se sumaron al ritmo de tambores la voz de los timbales y el gemir del fagot, esa magia que sólo su mente intuía, encendía de brillo el misterio del cosmos.

Quedó suspendida en medio de un milenario hechizo, algo desconocido que, tal vez, su abuela entendía mejor que ella, energía de glorias futuras, recónditos anhelos encantados, nadie lo tiene por cierto. El motivo de todo esto era la invocación del amado, ¿cómo se las ingeniaba la abuela para acercar al presente a dos seres que habían perdido el rumbo, acaso se haría realidad la petición de Gabina? Hay que cuidarse de lo que se pide, pues hacerlo a alguien como Gertrudis Mazagatos Arce implicaba un serio compromiso con lo que ella sabía de la nieta, sin duda alguna la conocía mucho más que ella misma. La joven mujer desorientada entre el capricho y el miedo a la soledad, no contaba con la experiencia de la mujer que mejor la entendía y más había amado en vida y, por qué no aceptarlo, aun después de muerta. Ahora era concebida por Gabina como parte de un embrujo sublime que no se rinde, arde y se alza como el fuego al crepitar en la rama, chisporroteando en cada cosa reclamada. No dejaba de ser una niña que no había aprendido a jugar con fuego y se sentía importante al intentarlo.

“Clamor, vísceras, llanto, sangre, carne. Estás a mi merced”, gritaba a la memoria de Anselmo, ausente y ajeno a los deseos que aniquilaron a la pobre Gabina, “estás en la herida que no sangra y no cierra y eres como el golpe de cincel en la oscuridad del odio-amor que llevo en el alma”. “Ahora, sólo ahora entre campanas y repiques irás en busca del abrigo de mis brazos, al igual que alas te harán penetrar en las sombras de un sentimiento innombrable, que no saciarás jamás, te llevaré al abismo donde mi canto se transforma en furia que te ciña a mis deseos, como el trueno en medio del alba”. Sollozando, Gabina gimió después de unos instantes en los que su mente no tenía más fuerzas para gritar y dolerse de su pérdida, levantando la mano exclamó con gran sentimiento: “Quédate en el regazo de mi paz que no cesa de pensar en ti”. Se desplomó no sin antes golpear con lo poco que le quedaba de energía el centro del espejo, haciéndolo añicos. Gabina cayó desmayada al mismo tiempo que el espejo estallara, dispersando una mezcla de sangre, sudor y cabellos enmarañados donde yacía su cuerpo desvalido e impotente, aún esperanzado en lograr su objetivo; se desvanecía el latir de los tambores que aparentemente sólo su mente imaginó, de igual forma dejó de caer la abundante lluvia de verano para dar paso a una noche serena y estrellada.

Capitulo 2

La casona

Jovita, la mujer que ayudaba a mantener en orden los quehaceres de la casa, tenía rato tocando el portón, se levantaba muy de mañana para llegar con los rayos del sol de las primeras horas del día, asunto que chocaba sobremanera a Gabina, quien no gustaba de dejar sus llaves a una desconocida y, para colmo, tener que levantarse temprano para abrirle la puerta.

Por su parte a Jovita Cauich, le parecía patética la vida que Gabina llevaba, no comprendía cómo era posible vivir así, había pasado casi año y medio desde la muerte de su abuela, pero no tenía para cuándo arreglarle la vida a la dueña de una casona, donde lo que menos hacía falta era pereza, entre el jardín, la pequeña parcela, los árboles que daban todo tipo de fruta, las gallinas que ya ni ponían, como antes, huevos, era como que la depresión de Gabina anegaba la atmósfera, ella suspiraba y se dolía cada instante, por la pérdida de la abuela y el desamor del dichoso Anselmo. Con el alma llena de malos recuerdos no se podía hacer nada ―se repetía y lo pensaba en voz alta la pobrecita Jova, como esperando ser escuchada por doña Elia, cuya muerte la tenía fría y como ausente del todo, pese a ser hechicera, parecía que estaba pasándola súper bien en el más allá, como para darle importancia a las cosas de su nieta. Pero en verdad, qué importancia podrían tener las cosas terrenas para quien las ha dejado definitivamente.

En la cabeza de Gabina se escuchaba algo que no lograba identificar, poco a poco el sonido fue aclarándose, cuando los gritos de Jovita tomaron fuerza. Gabina entreabrió los ojos para recibir de golpe el brillo de los rayos del sol que indiscretos e hirientes le cegaban la mirada. “Voy, Jova, deja de gritar, la cabeza me va a estallar”. Murmurando entre dientes se quejaba de la inoportuna madrugadora de todos los días. Al intentar incorporarse los trozos de espejo le lastimaron las manos, no entendía qué sucedía, con la ropa ensangrentada sacudía la cabeza con cierta dificultad para que cayeran de entre su cabello pedacitos de cristal que brillaban como lentejuelas al sol. ¡Qué diablos me pasó, no es posible, no entiendo! Con pesadez abrió la puerta y le rogó a Jovita que no dijera nada. “No te permito ni una palabra, por favor, ni siquiera yo sé qué me pasó”. “Pero doña, usted se va a acabar matando sola, ahora ya ni recuerda lo que hace después de la tremenda borrachera que se ha de haber puesto”.

“Ese vino español es re-traicionero, sobre todo si lo toma de esa forma ―exclamó Jova”. “Ya, ayúdame a tirarle agua al pasillo que está repleto de vidrios rotos, eso es signo de mala suerte y creo que con la que tengo es más que suficiente ―suspiró Gabina aturdida”.

Además, sólo tomé una botella y toda la tarde noche estuve a puro café de olla. “Pero qué barbaridad, usted sí que la amoló, mire cómo está de sangre todo esto, imagínese que hubiera sido una vena, doña, me dirá que no diga ni pío, pero la vida es muy bella para que usted la haga tan desafortunada”. La mujer rezongaba mientras llenaba y cargaba las cubetas para echar agua en el corredor y no dejaba de darle consejos a Gabina, quien ni caso le hacía. “Me voy a dar un baño, Jova, y dime qué será bueno para sanar estas heridas”. “Bueno fuera que se sanarán las del alma, esas sí que están reventándose a cada rato y dejándola en la pura tristeza, todos los días y cada vez más”. “Ya te dije que no sigas con eso, ¡en resumidas cuentas, total, en fin qué más, di lo que quieras, pero ayúdame con este tiradero! ―exclamaba Gabina al momento que cerraba de un portazo el baño.”

En cuanto abrió la regadera, recordó la lluvia de aquella noche mágica en medio del calor caribeño, inútilmente trató de recordar lo que vivió antes de quedar ensangrentada, con los fragmentos del espejo hecho trizas en el corredor, al mismo tiempo sintió una profunda pena, precisamente en ese espejo estaba claro el recuerdo de su abuela, ella arreglaba su trenza plateada y meditaba sobre los misterios de la magia y los asuntos por los cuales la gente la seguía y esperaba, a veces sólo para contar con una poción de alivio de su herbolaria y sabiduría que repartía en consejos. Hay un pensamiento que se ahogaba en el reflejo del corredor, Gabina se recordaba corriendo de forma frenética, entre el miedo y la angustia de su desolación. Pero no hay más recuerdos, sólo presiente que las horas pasaron sin que ella supiera de sí.

La respuesta que ella esperaba para aliviar su dolor, las palabras serenas de la abuela entrando en su corazón, no se dejaron escuchar. Gabina miraba sus heridas solamente, acrecentaban el dolor, la locura y el acecho en que vivía, no era posible más espanto y destrucción, tuvo miedo de dejarse morir ante la pasión dolida de su soledad. De pronto, escuchó una voz dentro de sí: “Ahí estaré cuando me llames”. Supo que el hechizo estaba hecho y que en algún lugar del mundo, él pagaría con creces el dolor que ella sentía. La amargura de no mirar la felicidad más allá de él, era una inevitable realidad, dolorosa como un tumor en el alma. Jovita observaba el pelo enmarañado de Gabina, que intentaba hacerlo a un lado de sus ojos para poder encender otro cigarrillo, mientras hablaba con nerviosismo.

Secándose el pelo, decía entre dientes, sosteniendo con apuro el cigarrito: “mira quiero que te vayas al mercado y me consigas chichibet, también guarumbo, pero dale que se hace tarde, por ahí compras algo de comida, de repente hacen un escándalo las tripas, que no tienes idea; compra lo que sea, lo que te venga en gusto guisar, lo único que te pido es que no te tardes”. Sin tardanza se fue con el dinero que la mujer botó sobre la mesa, no lo contó, lo hizo rollo y lo guardó en el regazo, ya sabía que la patrona no le daba importancia a eso de llevar bien las cuentas, más bien Jova se cuidaba de que le cayera alguna maldición de la abuela por malograr los dineros. Gabina, sin preocuparse, se retiró a abandonarse en la hamaca, junto al ventilador para aturdirse con el chirriar monótono del hamaquero y el susurro del aparato eléctrico que giraba de un lado al otro con su viento suave, esto le calmaba de seguir pensando en todo aquello que la agobiaba y que robaba su energía vital.

Capitulo 3

El mercado

A lo lejos se veía llegar al puesto de hierbas y remedios a la jovial indígena maya, entre las mujeres que la observaban se distinguía una de ellas, que no le perdía la vista, hasta que la tuvo cara a cara y ambas sonrieron con franqueza y alegría, se saludaron con esa complicidad sana que dan los años de convivencia, la mujer madura le preguntó: “Mira nada más, ya tenía rato que estos ojos no te miraban, ¿cómo te va? Con la patrona que tienes me imagino que requetebién, ni se molesta si te vas al rancho y la dejas con el quehacer ―comentó la mujer con cierto dejo de ironía, sin dejar de ser grata a su visitante”. “No, doña, la verdad es que esa mujer necesita algo y, bueno, creo que para eso no hace falta más que llegar a Nicte-ha. Pues bueno, aquí me tienes, frente a frente”. Reflexiva Jova dijo: “y nada menos que para solicitarle de parte de Gabina unas yerbas para hechizo, ¿cómo la ve?”. “Ay, a poco, de al tiro eso le hace falta. Creo, Jova, que tú has venido más bien a otra cosa, no a cumplir con el pedido de la nieta de mi amiga. Pero bien sabes que lo que yo haré por ella, esa niña no lo hará por sí misma”.

Nicte-ha entre las hechiceras era de las más conocedoras de brebajes y pócimas antiguas, una recia indígena maya, de pueblos lejanos que sabían lo que hacía falta para el mal de amores y para las melancolías que no se curaban con “menjurjes cualquiera”, como ella decía de las pócimas que preparaban las venteras del barrio. “Ta’ bueno mujer, ¿podemos hablar acá atrás, es más seguro?”. Nicté abrió una cortina de tela e invitó a pasar a Jova. “Hay cosas del alma que una trae que no se pueden resolver por propia mano, creo que lo que intenta Gabina necesita ayuda, pero es terca para aceptarla, una ánima como Elia Gertrudis debe andar re entretenida en el inframundo como para tomarse en serio lo que le pasa a su nieta, entonces, creo que debemos hacer lo necesario para que acabe con todo esto de una vez por todas, vamos a ver cómo se resuelve este azaroso asunto ―decía Nicte-ha, al momento que servía un té de hierbas aromáticas a su compañera de hechizos”. Las dos mujeres dialogaban en un recinto donde había muchas veladoras, a un lado lo mismo había bolsas de ajos que hatos de hierbas secas y cobijas encima de una cama desvencijada. En una anafre se quema incienso y el aroma penetra profundamente en los sentidos, al grado de lastimar los ojos y el olfato.

Nicté había hecho a un lado algunos trebejos y una vez cocida la infusión de hojas de té, la dispuso en una mesita vestida con un bello mantel de encaje azul profundo con sillas de madera y metal forjado. “Tiene razón Nicté, esa muchacha no se resuelve, cada vez está peor, no se le sale del alma el Anselmo y eso la va a llevar con la canilluda, más pronto que desde ya. Si invocamos a la abuela, ella podría, tal vez, poner remedio a todo esto, ella nunca estuvo de acuerdo con los amores de su nieta y tú mejor que nadie lo sabe. Mira Jova, en esos asuntos lo difícil no es ver qué vamos a hacer, el problema es que Elia ya no se ve con facilidad como antes, aún recuerdo cuando se me apareció para que te buscara, prácticamente te jaló al lado de su nieta en los momentos más tristes y depresivos que esta muchacha vivió cuando la Elia se fue”.

“No estando Gertrudis Mazagatos en la vida de Gabina las cosas se han puesto tan feas. De una cosa estoy segura, Elia confiaba en el guarumbo. Tal vez por eso la propia Gabina te lo solicitó, pero ella desconoce la forma de emplearlo, me confió en alguna ocasión que entre sus papeles dejó algunas instrucciones del supuesto uso de la hierba”. Jova con aire de intriga tomó las manos de su amiga y mirándola fijamente a los ojos exclamó: “Mire vamos a retrasar el asunto, creo que con decirle que en esta época no se consigue el guarumbo, o señalar que sólo los brotes de las copas altas son los que sirven para pócimas y que no encontré, pues nos damos maña para retrasar lo que ella intenta”. “No creo que haga falta Jova, sé de buena fuente que somos pocas las que sabemos el verdadero hechizo con el guarumbo, no es asunto que conozca esta chica, eso te lo puedo asegurar”.

La mujer salió nerviosa de aquel lugar que no frecuentaba desde el día que Nicté le hizo saber que en sueños la abuela de la Gabina le solicitó que ella fuera y se hiciera indispensable en la vida de su nieta, que no la dejara sola, que ella necesitaba mucho de una presencia que le diera aliento. Así fue como consiguió ese trabajo, y vaya que la paga era buena, pero el dolor de ver a la ahora dueña de aquella casona enfermaba el alma. Antes de que le abrieran el portón la mujer se persignó con aire de esperanza de que todo iría mejor de ahí en adelante. “¿Qué pasó Jova, te has tardado, conseguiste lo que te pedí?”. “Sólo el chichibet, Gabina, y un manojito re flaco y, bueno, polvos de guarumbo y unas cuantas hojas secas”. “¿Cómo, pues, y eso?”. “Ah!, niña, si tenemos que ir a buscar guarumbo de la copa del árbol en estas fechas y despues de viento malo que asoló a los poblados donde crece, pues va a ponerse difícil. Es decir, que no hay forma de conseguirlo”. “Pero no te das cuenta que es la hierba que hace el beneficio junto con algunos rezos y algunas especias que sólo mi abuela conocía. Está bien, dime por pócima cuántos centavos serán”. “No se trata de eso, Gabina, de los retoños tiernos, en serio, que no hay la hierba”. Jova con cierta malicia se dio cuenta que al decir Gabina que “sólo su abuela conocía”, las cosas iban por buen camino y doña Elia no habría dejado en manos inexpertas el poder de un hechizo tan especial. Entonces, el chichibet sirve para un demonio sino tengo el guarumbo ―gritó exaltada la patrona. Mi abuela decía que ya seco es fácil encontrarlo, muchas indias mayas lo guardan para remedios del cuerpo, pero el que necesito es del que nace apenas, el que asoma de la copa del árbol. Y ese no lo hay.

Apesadumbrada, Jovita había comprado las porciones mínimas de la hierba que le había encargado su patrona, desde luego, el guarumbo ya seco, aún en rama y una buena porción en polvo, ese que dizque en buenas manos lograba su encanto, pero las yerberas sabían que era sólo un distractivo, muchas en la vendimia le revolvían con hojas de maleza para hacer bulto. Jovita sabía qué iba necesitar el hechizo para la patrona. Al final de cuentas la propia abuela había puesto en manos de Jovita el alma y la paz de su nieta Gabina. ¡Qué caray! Jova, ¡no jodas! Pero, bueno, al caso es inútil discutir contigo, se decía para sí.

Gabina no le puso más atención a lo que dijera Jovita, simplemente se hizo del hato de hierbas, el bulto de polvos y se dirigió a lo que fuera la habitación de su abuela. Al pasar por el corredor se entristeció al notar que hacía falta el gran espejo, ese que le daba un toque de majestad al caminar de doña Elia cuando avanzaba con garbo hacia el lecho y coqueta aún con todos sus años y canas encima se miraba de reojo con cierta picardía, como pensando en todo lo que ese espejo podría contar si pudiera hacerlo; ahora sus trozos estaban en el fondo del basurero, rotos e inservibles como dejando paso a un nuevo comienzo, en el cual la imagen recordada de Gertrudis no se vería jamás, eso no lo entendía Gabina, ella sólo sentía la ausencia.

Avanzó con rapidez para entrar en las habitaciones de su abuela y poder respirar de nueva cuenta su aroma, ver sus detalles en el decorado, los encajes en las almohadas, el espejo del tocador y todo eso que le resarce de la nostalgia. Jova no dejaba de hablar detrás de ella y exclamaba: “Mi señora, es usted requetenecia, ese hombre ni muerto ablandara su corazón, pero usted no lo entiende”. Entre dientes con el tabaco en los labios, apenas audible, señaló antes de dar el portazo: “Ya no me importa que me quiera, Gabina, en realidad él de alguna forma va a pagar lo que me hizo”. Jovita se quedó mirando a la mujer que sufría y se sintió mal, para sí se dijo: “No se apure, ya verá que el sol alumbra para todos, de alguna manera así será, ya lo verá”.

Después de la comida, que fue festejada por Gabina como no lo hacía con frecuencia, Jovita solicitó permiso para salir temprano a una diligencia al día siguiente. Sí, haz lo que necesites, yo tendré muy ocupada la mañana en mis asuntos, me viene de perlas que te vayas unas horas, no hay problema; imagino que quedó suficiente guiso para comer mañana, con eso me basta, lo recalentado es bueno, además estuvo bueno, sin duda.

Gracias Gabina ―dijo Jovita―, al momento que levantaba los trastes y recogía la mesa, para ir a lavarle la ropa en la batea a la mujer taciturna y delgada, que de pronto tuvo un cambio y se le miraba muy optimista. Gabina se encerró en su habitación, esperando las doce del mediodía para extraer de su cajón el libro de reflexiones y encantamientos que la abuela había guardado en un baúl de su recamara, posteriormente, sacó del cajón de los recuerdos el trozo de carbón para marcar las preguntas que le quería hacer a su querida maestra y abuela. Limpió la mesa de madera con un paño seco y con cuidado escribió, casi suplicó a su abuela que la recordará y le diera respuesta a sus angustias. Esperó en silencio, pasaron las horas y el sol terminó por ocultarse en el horizonte, ausente la abuela Elia Gertrudis Mazagatos, nada dijo, nada en absoluto.

Un velo de tristeza invadió el rostro de Gabina, el gusto por la vida que de pronto le había alentado toda la mañana, y parte de la tarde-noche anterior se le perdía, pero no dio paso atrás, al fin de cuentas Elia ya había respondido con antelación y eso le consolaba, en su mente recordaba con claridad la frase de su abuela: “Cuando me necesites, sólo llámame, escribe con carbón mi nombre y dime lo que necesitas”, en verdad eso ya había sucedido, encima de todo se quebró el espejo, pero Elia no se habría disgustado por eso, o tal vez sí. Pensando todo esto Gabina se llenaba de nuevo la copa de vino tinto, pero de golpe a la segunda copa, algo la hizo retroceder y poner bien adentro el corcho a la botella. Recordó detalles de su infancia, cuando la abuela le cerraba las puertas al momento de leer las letanías y poner los anafres con olores y sustancias que penetran el ambiente de un sutil encanto a misterio; más adelante ante sus ruegos se acordaba de los momentos en que Gertrudis le enseñó a usar los hatos de hierbas y cocinar las infusiones para curar el desgano, esas hierbas que ahora a ella de nada le habían servido para curarle el mal de amores y se decía: “Es fuerte el embrujo del Anselmo, abuela, tienes que hacer algo para que tu nieta sane, a veces creo que me has olvidado y eso duele, pero, en fin, tal vez el tiempo para los muertos no es lo mismo que para los que estamos vivos, acá vivimos más ansiedades y se nos antoja todo aquello que no tenemos cerca”.

Entretenida en sus pensamientos dio un sobresalto cuando golpearon a la puerta, era Jova para avisarle de la cena. No, no tengo hambre mujer, pero deja algo en la mesa y luego voy si me apetece, te puedes ir a dormir. “Como quiera Gabina, pero lo que hice se come caliente y a lo mejor cuando lo mire en unas horas ya no se le antoje”. “No importa Jova, lo caliento, no soy tan inútil, te lo aseguro. Descansa, mañana tienes un día pesado, entre tus cosas y esta casa, tu vida se ha vuelto difícil, ve, anda, sueña con lo que te gusta”. “Buenas noches, patrona. Suerte”. Quedaron clavadas a su mente las palabras de Gabina, algo estaba cambiando en ella y, bueno, para Jova después de año y medio en esa casa, cada detalle era importante, había tratado con una amargada sin remedio que se dirigía a ella con monosílabos y en ocasiones ni una frase esperada detrás de la puerta o después de una esmerada comida.

El chirriar de los grillos se escuchaba a lo lejos, alguno que otro auto y de repente hasta una moto, pero nada quitaba la atención a Gabina, quien seguía su búsqueda de pócimas. Entre recuerdos, afiches y fotografías estaban los encajes, a Gertrudis le gustaban, los usaba de diversos colores, recordaba entre suspiros su nieta; en sus años mozos Elia se confeccionaba cuellos y arandelas, con lo cual lucía diversos modelos de encaje en sus vestidos de manta y algodón, eran reliquias que a Gabina no le agradaban, su abuela gustaba de poner cuando niña esos afeites pero nomás creció los hizo a un lado, no le gustaba, pensaba que era una moda añeja. Ahora se los ponía en la cabeza, a un lado de la blusa, dando giros se miraba al espejo y pensaba en su abuela con cada retoque y vuelta de todas aquellas cosas atesoradas por tanto tiempo, de esa forma se vestía de ella y la sentía más cerca de la adorada viejecita. Al fin, entre los recortes de las revistas y los cuadernos donde explicaba los usos de algunos remedios, estaba el papel con una receta del uso del guarumbo, según explicaba su fuerza estaba en mezclarlo con tabaco y trazas de chichibet, envolverlo en hojas de papel de arroz y dárselo al sujeto en cuestión a fumar. Ahora sí, abuela, que ya me jodiste, cómo me voy a encontrar al Anselmo para darle a fumar el embrujo, esto no va, no va. Tensa y preocupada arrugó la hoja de papel con las palabras de Elia Gertrudis. Con rabia azotó la puerta del cofre de leñosa madera y se largó a la sala a fumarse un cigarrillo y servirse una copa de ron oscuro, el primero le ardió en la garganta, lo había tomado de golpe y de un solo trago, el segundo, no se lo pudo servir, pero no le dio importancia, estaba absorta en las paradojas del destino, no entendía cómo iba a resolver su dilema: Esto no es posible, debe de haber otra forma, ese desgraciado ha de pagar su desdén. No voy a ceder hasta encontrar la forma ―se decía Gabina. Se fue a la hamaca, a fuerzas del vaivén poco a poco calmó su ánimo alterado, al menos momentáneamente.

Era de día, justo al despuntar el alba, Jova se levantó para preparar el desayuno y dejar todo listo, enojada miró como una sucia cucaracha disfrutaba de la cena que Gabina no había siquiera tocado. ¡Me lleva, cómo voy a tener limpio aquí si esta mujer me bota la comida así como así! Es una pena, hay gente en el pueblo que no tiene ni para tortillas y ésta, desperdiciando todo. Ya te oí Jova, dale con tu espíritu de humanista, qué más da, era un plato de salbutes, mira, para que veas que no soy desperdiciada, hazme unos para el desayuno y ya te puedes ir, se ve que estaban sabrosos. No me dore la píldora Doña Gabina, pero en fin, hágale como quiera, la verdad es que la que se va a poner más flaca es usted. Está bien, Jova, ya no me presiones, es difícil vivir con este pesar y encima de todo esto, me echas en cara que no me como lo que me das, ¡ya!

La mujer de Dzilam se fue refunfuñando hasta la cocina y preparó con diligencia la comida para Gabina, ésta comió de buen grado, como reflexionando un poco en las palabras de su acompañante y cocinera. Jova se fue toda la mañana, estuvo en casa de Nicté, la mujer tenía muchas cosas que contarle, sobre todo, hablaron del intento de embrujar al Anselmo; la propia Elia sabía que ese hombre no era para Gabina. Y con el paso del tiempo su desolación la orillaba a pensar distinto. “¿Vio a Elia, Nicté-ha? ¿Acaso eso es posible con la fuerza del guarumbo?”. “No, es algo distinto es un asunto sensorial que no todo mundo puede apreciar, es una suerte de varios elementos donde se reúnen los sentimientos que una guarda de una persona y las cosas que aprendió de ella con el paso del tiempo, es algo impreciso para la mente que no es hábil en cierto tipo de percepciones, pero Gertrudis cuenta con habilidades innatas y con algo especial que le da fuerza ante Gabina, los propios genes que comparten por ser familiares y si bien ella no posee habilidades para la hechicería como hubiera sido el gusto de la abuela, es una mente abierta que puede ser captada con facilidad por la intensa energía de Elia”.

“De eso podemos estar seguras, como un crío en manos de su madre, Gabina ha de retornar a la vida. ¿Cómo es posible algo así? No puedo decírtelo con detalle, pero sé que ha de suceder, de hecho ya debe haber cambios en las actitudes de Gabina, eso percibí anoche al tener ese encuentro especial con los sentimientos de Elia”.

Capitulo 4

La pócima de los sueños

Era casi media tarde cuando se escuchó el sonido del portón, regresaba Jova, quien no dejaba de pensar y reflexionar sobre lo que había hablado con Nicte-ha. Se la veía un poco distraída, Gabina abrió la puerta, no tuvo que esperar demasiado, la frágil mujer estaba alerta de todo movimiento en la casa y la calle, vigilaba cada detalle que la llevara a pensar en su abuela, en la posibilidad de un mensaje. La propia Jova se puso más alerta de los cambios que pudieran darse en el proceder de la nieta de Mazagatos Arce. “Ah! patrona, no tuve que esperar mucho para que me abriera la puerta, muchas gracias”. “Dime Jovita, qué pasó, ¿todo bien?”. Vacilante la mujer maya tuvo que inventarse algo para no decir que había estado en lo que podría denominarse el ensayo de un viejo ritual con Nicte-ha, para lograr algo que sólo las mejores hechiceras conseguían. “Claro, todo está de maravilla en la vida de la gente del pueblo, hasta me encontré con amigos de Dzilam y se les ve de lo mejor. No hay como que la tierra dé sus frutos y el mar entregue los propios para que la gente tenga para la venta y la subsistencia”. “¡Ah!, no jodas Jova, ahora sí que no te entendí nada de nada ―gritó Gabina al momento que se desparramaba en la mecedora de la sala”. “Mire patrona, en verdad, no la pasé del todo bien, estuve esperando que llegara una señora a la que tenía un recado que entregarle, pero resulta que anda de viaje en un lugar que no es cerca y, bueno, pues, lo mejor que pude hacer es pasarla bien durante la espera”. “En fin mujer, que en pitos y flautas la tarde se acaba y no sé qué vamos a cenar, ojalá se te ocurra algo y pronto ―bostezo Gabina con aire de indiferencia por todo lo que pudiera comentar Jova”.

Ésta ni lo pensó dos veces, fue a la cocina antes de que notara su nerviosismo. Lo mejor del asunto era que retornaba el apetito de Gabina, eso daba para hacer algo sabroso y a Jovita le encantaba lucirse en la cocina, era de esas personas que disfrutan horneando tamales y realizando guisos regionales, por lo general, al que le gusta guisar le agrada que la gente que come sus viandas lo haga con gusto y ya hacía tiempo que eso no se daba en la casona. Jovita recordaba mientras cortaba lechuga y rabanitos, una frase que dijera su madre: “La verdad es que todo ser humano al menos que quiera la muerte deja de interesarse en la comida”. Esta reflexión le hizo pensar a Jovita. De alguna forma doña Elia debe andar cerca, esta mujer no se dejará vencer por el mal de amores que aqueja a su nieta, en ello debe estar la mano de su abuela, por ella misma no creo que hubiera nada, nadita de voluntad propia.

Cortando cebolla los ojos se le enrojecieron a la mujer, preocupada por lo que fuera a pasar en los días siguientes, ella en carne propia había experimentado de cerca la crisis depresiva de Gabina, ella se desplomó con la muerte de la abuela y se resquebraja con la ausencia del amor perdido de ese hombre al que sólo ella quiso o imagino querer, enamorada del amor y de una falsa ilusión, se decía entre lágrimas por el zumo de la cebolla: “A veces cuando las cosas suceden es porque el alma toma un respiro y da tiempo para alimentarse de lo bueno de la vida; al final de cuentas, podría caer de nuevo en el desaliento. Espero equivocarme de todo corazón”. Nicte-ha esperó que sonarán las campanadas anunciando la medianoche en el reloj de pared, aquella reliquia inglesa decían las malas lenguas que se alimentaba con el aliento de los seres del inframundo que no habían logrado alcanzar la paz eterna y repiqueteaba cada hora en espera de ser escuchados en el más allá. La verdad es que se decían tantas cosas de las hechiceras, que aquel que quisiera en serio encontrar la verdad, una gran desilusión se llevaría; la vida de Nicté al igual que la de su entrañable amiga, ahora difunta, doña Elia Gertrudis, les imponía disciplina y conocimiento de herbolaria y mucha de esa sabiduría no estaba en los libros, se intercambiaba entre las seguidoras e, incluso, las aprendices; era duro valorar a las que en serio tomarían el oficio, siempre había un grupo de charlatanes que desprestigiar a las que a conciencia hacían su labor. En el umbral de su recinto Nicté acomodó un hato de guarumbo, como indicando el camino para recibir el alma de Elia. Entró descalza a la habitación que había dispuesto para tal fin, encendió una vela de color verde y con ella otra amarilla que estaba en el centro de la habitación, rezó unas oraciones y señaló a los cuatro vientos en espera de alguna presencia o señal.

Lo insólito del asunto es que el espíritu de Elia estaba entretenido en los sueños de su nieta, en hacerle ver que la vida es hermosa y que no tiene caso seguir atormentanda por alguien que no vale la pena; de pronto un viento fuerte entró por la ventana de la casona que ahora pertenecía a Gabina, sin duda era la impaciencia de Nicté que la llamaba, varios frascos de colonia y afeites de la nieta fueron a dar al suelo, despertando de golpe a su nieta. Con asombro encendió la lámpara de cabecera para ver qué había pasado, en cada detalle la mujer encontraba alguna señal de su abuela, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al mirar una sombra que se alejaba por la ventana, imperceptible entre el viento que mecía las ramas de los árboles se alejó por el jardín.

Una sugestión acaso, el anhelo de encontrarse con su querida abuela, en verdad no daba crédito a lo que veían sus ojos; corrió con desesperación intentando saber si se trataba de un ladrón o el alma en tránsito de su abuela. Válgame de haber sido mi abuela está atormentada, sin descanso, asolada por mis requerimientos, de ser un ladrón el imbécil no logró más que despertarme de ese sueño tan plácido que no alcancé a recordar con nitidez, pero que me dejó un sentimiento amable y tierno en el alma, mira nada más qué cosas hay en el suelo, precisamente los afeites que tanto molestaban a mi abuela, la pintura de uñas que ella consideraba tan llamativa e indiscreta para una persona de mi edad y talla, la lima de uñas, el aerosol del cabello. Sin duda, era mi abuela, ella debe estar dando señales de los asuntos que debo atender a brevedad y ha tirado con violencia ciertos detalles que merecen mi atención.

Con candidez y suma alegría se despabiló Gabina, dándose a la tarea de poner manos a la obra, aquello que aparentemente fue un accidente del destino, sirvió para lograr una transformación inesperada, al menos eso fue lo que dejó entrever Jovita, quien al amanecer antes de salir al mercado se encontró con la nueva imagen de la nieta de Gertrudis. “Pero, ¡qué sorpresa tan especial, patrona, Gabina!”. “Mira, Jova, no te pases, que mi aspecto tiene sin cuidado a mucha gente”. “Pero señorita y cómo iba a no ser así, cuando usted de plano no le daba la importancia que merece. Tal vez, cómo le diré ―Jova pensó dos veces si estaba bien o no decirlo de la forma que lo traía en la cabeza y sin mayor escrúpulo lo soltó así nomás―, se veía un poco al estilo hippie”. Una sonora carcajada se dejó escuchar en toda la casona, aún más desconcertada se quedó la indígena quien expectante supuso que recibiría una reprimenda por su atrevido comentario. “Ale mujer, que es hora de cambios y cuando vayas al mercado busca un frasco de pintura de uñas muy tenue, algo como rosa o blanco, las uñas cortas merecen esos tonos, lo leí en alguna revista de esas de modas”. La mujer salió con rapidez de los quehaceres matutinos para irse al mercado y poder hacerse tiempo para contarle todo a Nicté. Sabrá Dios qué encontró aquella mujer al intentar comunicarse con la abuela de Gabina, se repetía diligente Jovita, sabucan en mano y el dinero en el regazo.

La que fuera amiga de Elia Gertrudis, se dio cuenta que era más difícil entablar conversaciones con el más allá cuando la persona en cuestión es conocida y amada, sin embargo, estaban los indicios de la presencia de Elia. “¡Ah! Nicte-ha, en verdad algo diferente se siente en la casa, en la forma de actuar de Gabina, le ha vuelto el apetito y bueno yo no la conocía de buen humor desde hace casi los dos años que tengo trabajando allá, no le había escuchado reír o festejar un guiso. Lo importante es que la vida sigue para los que la quieren vivir y olvidarse de alguien cuando el recuerdo no deja nada bueno en el alma es lo mejor que puede pasar. Elia fue una mujer astuta y con una inteligencia aguda y si la nieta ya le hablo es porque ella le dijo cómo; eso lo sé de buena fuente, si las cosas siguen de esa forma, todo puede ser mejor para todos”.

Jovita y Nicte-ha quedaron sonrientes, esperanzadas de que la vida es una grata obra de la magia de Dios, de alguna forma sus caminos se entrecruzan cuando hay gente de buena voluntad. El cielo mostraba un hermoso horizonte, en la distancia se dibujaban las nubes formando caprichosas figuras, el trino de los pájaros tejía en el viento melodías serenas y alegres anunciando el calor del mediodía.

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