Perdidos en el Louvre

Perdidos en el Louvre

Fer León

04/10/2017

Esta anécdota es continuación a mi participación en el concurso Historias de Viaje II. O como quieran llamarle. Realmente no es lo que importa. Simplemente recordé muchas cosas, y me parece que este es un buen lugar para relatarlas. Debo decir que es bajo mi punto de vista, y según recuerdo las cosas de hace cinco años. He olvidado detalles. Así que disfruten

Es imposible ir a París y no visitar el Louvre. También es imposible no tomar fotos. Y si se va en grupo, siempre hay alguien que haga de guía. Tantas veces como las que no, ese alguien no sabe usar un mapa, o no sabe lo que busca, o lo sabe pero no le importa. Lo digo por experiencia. Cuando fui al Louvre, éramos un grupo de al menos 15 personas, algunas estudiantes, otras maestras. Alguno hablaba francés con fluidez, otros, no tanto. Y todos queríamos ver lo más importante, o lo más simbólico: las tumbas egipcias, la Venus de Milo… y la Mona Lisa, entre otros.

Como es bien sabido, el palacio del Louvre es enorme, y para recorrerlo entero hace falta un tiempo que no teníamos ese día. Ya era tarde, dos estaban enfermos, y uno perdió su pasaporte, como en cualquier viaje escolar. Para cuando entramos, ya eran casi las 11, todos teníamos un mapa, y sólo había una guía digital. Lo lógico en estos casos es dársela a quien sabe lo que quiere ver, y sabe cosas sobre lo que hay en ese museo. Eso habría sido una pequeña fracción del grupo. La siguiente opción con más lógica, es dársela a quien tiene más autoridad. Lo que sucedió en mi caso, fue que la tuvo quien se la quitó a la autoridad por el placer de guiar sin saber a dónde.

Tras seguir al guía sin saber la dirección ni el destino, ya estábamos cansados. Como el museo estaba en restauración en ciertas áreas, que (obviamente) no estaban marcadas en el mapa digital, tuvimos que dar muchos rodeos. Finalmente llegamos al piso donde se ubicaba la Mona Lisa. Era un pasillo larguísimo y lleno de gente, con cuadros de importancia histórica, pinturas de todos los tamaños que podían ser tan pequeños como una hoja de papel, o tan grandes que tocaban piso y techo. Había artistas concentrados en replicar alguna obra, y grupos turísticos de todo el mundo, y un murmullo casi imperceptible, pero claro y persistente, formado por decenas de idiomas que no alcanzaba a comprender.

Carlos y yo continuamos admirando cuadros y colándonos a explicaciones de lo que nos interesara. Hacia la mitad del pasillo, un buen rato más tarde, notamos la ausencia del grupo. Asumimos dos posibilidades: o nos habíamos adelantado y el grupo nos iba a alcanzar en unos momentos, o nos habíamos retrasado y estaba más adelante. De cualquier forma, estábamos relajados y no le dimos mucha importancia. Seguimos caminando, y llegamos al final del pasillo. Nos encontramos con una zona vacía de gente, un puesto de recuerdos, y unas escaleras que iban hacia abajo.

Ni la Mona Lisa ni el grupo estaban ahí.

Según nosotros, si no estaban, era porque habían leído mal el mapa y el grupo iba a llegar en cualquier momento para seguir buscándola. Esperamos un rato, pero no llegaron en ningún momento. Nos acercamos al puesto y tomamos un mapa para aclarar la duda de la ubicación, porque ya nos estábamos preocupando (no mucho, sólo un poco). Buscamos hasta hallar la entrada al pasillo de la Mona Lisa, que era aquél del que habíamos salido.

Ya nos estábamos desesperando, porque estaba marcada, pero no la veíamos. Con una carcajada, vimos dónde estaba. Entramos al pasillo y caminamos a toda velocidad hasta que llegamos, con todos viéndonos con una mezcla de extrañeza y diversión, al inicio del pasillo, que era la zona central del palacio y el más largo de todos. Finalmente hallamos la sala del cuadro, a la que se accesaba por un hueco medio escondido y difícil de encontrar con tanta gente. Nos acercamos lo más posible a la pintura, más pequeña de lo que esperaba, y luego fuimos con el grupo.

Fuimos con María, quien nos habló como si en ningún momento hubiéramos desaparecido, y además nos dijo que absolutamente nadie más lo había notado: ni siquiera las tres profesoras (quienes supuestamente habían contado las cabezas dos veces), ni nuestros compañeros, algunos de los cuales eran nuestros amigos.

Nunca nadie supo, salvo María, que no estuvimos durante al menos 20 minutos.

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