Vas a dolerme siempre

Vas a dolerme siempre

Nieves Merced

01/10/2017

No sé exactamente qué era lo que me producía tanto malestar en casa de mi tío: Si el frío exasperante de San José de la montaña, que ni siquiera presumieran de la abundante comida que siempre tenían, como nunca había en casa o que fueran una familia , que se dieran afecto y sus charlas abiertas y alegres junto al fuego al final de la jornada.

Yo odiaba todo aquello. Odiaba a mis primos que sabían reír de cada cosa. Y sobre todo odiaba no tener nada de que presumir, pobre ratica muerta de hambre y de frío tan lejos de mi madre y de todo lo que me era familiar y conocido.

Sé que estaba enojada. Pero no recuerdo por qué. Tal vez porque la ira era el único sentimiento que conocía, mi único invariable y fallido mecanismo de defensa. Eso y el miedo. Entre uno y otro me debatía, no solo aquella tarde, sino siempre.

Me había peleado con mis primos en el ordeñadero. Había corrido por los pastos húmedos por la neblina de la tarde. Quería ante todo que me rescataran, pero corría aterrorizada de la posibilidad de que lo hicieran, resquebrajarme y tener que llorar delante de ellos. Eso nunca. El dolor había aprendido a negarlo. Cuando me tocaba llorar, porque era inevitable, me sentía más que desgraciada, una verdadera pena contenida.

Entonces esa tarde corrí, alejándome de ellos, pero no tanto como para que pudiera perderme. La noche estaba cerca y con ella llegaban los terrores más específicos como la madre-monte, la mula de tres patas y el canto del currucutú. Y estaba el frío paralizante.

Deambulé por los potreros, hice travesías, alejándome sin que pudieran salvarme, deseando que lo hicieran, temiendo que lo hicieran y que tuviera que reconocer toda la magnitud de mi tristeza.

Recuerdo que nadie vino a salvarme y me encontré sola, muy cerca de la quebrada en una hondonada por la que bajaba el agua bramando con sus aguas heladas, compactas como piezas de metal enardecido, con las sombras y el lamento misterioso de los pájaros que parecían que agonizaran cada noche y que no esperaran despertar al otro día. Todo misterio y melancolía.

Los pies los tenía mojados a falta de botas y el deslizarme entre la neblina me había dejado en la ropa multitud de goticas, que como esquirlas relucientes me herían la piel.

Pero tenía que volver y debía hacerlo sin llamar la atención. Me fui acercando a la casa como un animal acosado por el hambre. Las calles vacías, pasar inadvertida. La puerta del zaguán abierta, entrar a la casa y seguir derecho para el excusado y sentada en la taza helada, permanecer mirando los caminos azul-verdosos que dejaban las babosas en la pared de cemento del sanitario. Pensando que hacer, con que cara entrar a la cocina donde los sabía reunidos a todos.

Entrar por fin haciéndome la que nada había pasado aunque mis primos habían llegado hacía rato, habían comido y se disputaban a quien le tocaba lavar los platos.

  • -¿Y es que esta muchacha no había comido’ – exclama la esposa de mi tío al verme atravesar la puerta. Nadie, y menos ella, ocupada en repartir comida había parecido notar mi ausencia.
  • -Que desperdicio- pienso mientras me acuerdo de todos los ambages que hice para llegar.

Me parece verla, con su figura maciza y sus mejillas coloradas por el frio, deambulando por la cocina, revolviendo entre las ollas para lograr servirme algo. Y luego el preciado bocado: Los frijoles más ricos que pudiera cocinar alguien, la pata de chicharrón más sabrosa y grande que pudiera comerme, la arepa más redonda y calientita.

Tal vez ella estaba enojada o tal vez el tema de conversación había llegado hasta allí, pero la oí declarar con voz de púlpito una verdad que hasta entonces jamás había oído, y de la que seguramente me habían cuidado el silencio de mi madre y la prudencia de mis hermanos y demás parientes.

Habíamos crecido sin papá mis hermanos y yo. En casa no se hablaba nunca de ello. Que era un hombre bueno e inteligente, que sabía tanto cultivar como cuidar animales y trazar una carretera, pero que se mantenía lejos de nosotros porque lo habían enyerbado. Y eso no era ni malo ni bueno, simplemente era, como la madre-monte. Algo terrible, pero a la vez inequívoco.

Pero esas palabras como ráfagas su p-a-p-á- es- un -l-o-c-o!!!! .

Eso sí que va a dolerme siempre.

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