28 febrero 2120

Querido Guillermo:

Después de un mes incomunicado, hoy me han dejado por fin escribirte una carta. Intentaré transmitirte con mis palabras lo que siento en estos momentos. No sé si la frialdad de este papel será capaz de hacerlo. No sé tampoco si llegará a tus manos alguna vez. Ellos me han dicho que no habrá censura en mis palabras. ¡No te imaginas cómo es de inhóspita esta celda de acero dónde paso mis días! Dentro de una semana será el juicio, supongo que lo sabes. También te habrán dicho que las visitas no están permitidas. Estoy tranquilo, lo haría de nuevo. Mil veces lo haría.

Me imagino que te sentirías desesperado cuando te enteraste de mi arresto, de la razón porque estoy aquí. Perversión, te habrán dicho. Fue tan rápido que no pude avisarte, supongo que ese día, el 26 de enero, llegaste a casa después del trabajo, pensaste que me había ido a pasear. Siempre lo hago después de un enfado nuestro. Siento mis últimas palabras en aquella pelea. Yo quería dibujar nuestras iniciales en una esquina de la pared. Sólo era una chiquillada. Tú te negaste, no estaba permitido. Me recordaste la norma 119 del Libro de la Buena Conducta: “Están prohibidos los colores, los dibujos, las palabras en todas las fachadas, en las paredes de los hogares, en los muros. Recordar sobriedad y solidez hermanos”. Te llamé cobarde en ese momento, no quise hacerte daño. Después te fuiste a trabajar sin apenas hablarme. Es complicado para mí entender cómo acatas las normas. Las aceptas, eres feliz así, yo no lo soy. Lo sabes. Lucho contra ellas. Me rebelo. Siempre tuviste miedo de que un día viniesen a por mí. Me decías que mi mirada que es dulce no era capaz de esconder mi rabia, mi rebeldía. Me decías que un día ésta saldría a borbotones. Así fue. Un estallido.

Hoy ha venido el abogado a hablar conmigo. Le he dicho que no negaré los hechos; al revés, me reafirmaré en ellos durante el juicio. Se ha ido con disgusto, sin entenderme. Me ha hablado del destierro, la pena que sería para mí sino me declaro perturbado. No me importa, le he dicho. Sé que te dolerá leer esto último, también sé que lo entenderás. Guillermo no importa el destierro, la distancia, si los sentimientos permanecen.

¡Cuántas veces hemos pensando que el destierro no existía , que en realidad hablaban de la no existencia ó muerte cómo se decía antiguamente¡ Guillermo sé que existe el destierro. Es un lugar perdido en la tierra, que no tiene nombre. Allí conviven los asesinos, los transgresores de las normas de conducta , los pequeños delincuentes, todos los que pasamos por aquí . Allí la mano ejecutora somos nosotros mismos que luchamos por sobrevivir. Sin leyes, sin reglas. Te sorprendes seguro pero es la verdad. Me lo ha confirmado el abogado, el Gran Jefe de este sitio y también algunos reclusos aquí. No son imaginaciones. Ellos se ríen al contarlo. Se mofan de los que allí están. La mayoría no sobrevive porque cómo ellos dicen nosotros somos nuestros peores enemigos. ¿No queríamos la libertad? Allí todo es posible, todo se puede hacer. Todo está permitido.

No sé cuánto tiempo duraré allí. Te prometo que ni un solo día dejaré de pensarte. Entiéndeme, no puedo ceder, decir que fue un hecho de un loco, dejar que luego me lleven al Centro de Recuperación. Tú y yo hemos visto cómo vuelve la gente de allí. Son fantasmas que andan por las calles. Fantasmas sin alma. No deseo ser así. Después de salir de allí…sé que te vería como alguien que pasa por mi vida, que convive a mi lado, por gracia de alguna coincidencia, sin ningún lazo más entre los dos. Mi risa no sería la mía, sería un gesto automático cuando me abrazases si es que la tuviese entonces. Mi piel no buscaría la tuya. Sólo serías para mí alguien que me acompaña, nada más. Tú morirías en vida viéndome así. Yo no podría consolarte ni cobijarte ni amarte. No lo deseo.

Me advertiste, lo sé. Me lo dijiste muchas veces, deja de decir esa palabra. La van a prohibir. Yo no pude hacerlo. Esa palabra incómoda, molesta, llena de miedos para ti y para ellos. Esa palabra alegre, sinuosa, llena de caminos misteriosos para mí. Recuerdo cómo todos los días, me leías a la hora del desayuno las normas que publicaban nuevas en el Noticiario de Las Normas y de Las Conductas. Cada vez había menos cosas que podíamos hacer, menos palabras que poder decir. Sé que me las leías para que entrase en razón. Yo te escuchaba, te decía que sí, pero en mi fuero interno , iba repitiendo que no deseaba acatar esas normas. Cuando me leíste que esa palabra ya no se podía decir más, mi vida se vino abajo. No me importaban tanto las demás normas, las palabras que ya estaban prohibidas pero esa… esa no. Intenté no decirla, intenté enterrarla en mi cabeza pero siempre sobresalía un trozo. Unos días antes de que publicasen su prohibición, yo ya había empezado a hablar con el chico. No, no te hablé nunca de él. Fue el único secreto que tuve contigo.

Cuando te ibas a trabajar por las mañanas, sabes que yo me asomaba a la ventana, te miraba desde allí alejarte. A finales de diciembre, un día le descubrí a él. Iba con la mirada baja, con ese mono gris que llevábamos todos de jóvenes cuando íbamos al colegio. Tendría unos quince años. Su mirada era triste. Tú y yo hemos pasado por eso. Recordé cómo por las noches a esa edad estábamos obligados a ponernos ese horrible gorro de metal al dormir, el “blanqueador de los sueños”, le llamaban. Nos decían que era para poder descansar mejor. ¿Te acuerdas? Yo tenía mis dudas, al levantarme, mi cabeza me dolía. No recordaba nada. Preguntaba a mi madre si ya no soñaría más, ella me decía que seguro que sí pero que ahora no lo recordaba, que no le hiciese más preguntas. Cuando cumplimos los dieciocho nos lo quitaron. Ya habíamos perdido casi todo. Yo me sentía cada vez más triste. Terminé mis estudios sin ilusión, me faltaba algo. Sólo en mi vida se abrió un rayo de sol cuando te conocí, en esa aula de medicina. Nuestras miradas se cruzaron, supe que ya no estaría solo más tiempo. Sabes que nunca quise ser médico, sólo creí que desde esa posición yo podría saber más. Hacerles frente. Pronto me di cuenta que nosotros sólo seríamos el brazo ejecutor de ellos. No nos darían esa libertad de conocer más, de investigar. Seríamos esos cobayas que utilizan. Sí, tú fuiste esa luz que yo necesitaba. Contigo yo aprendí a olvidar mi tristeza, contigo yo sonreía de nuevo. Contigo aprendí tantas cosas, al mismo tiempo con los años me sentía agobiado cada vez más por las normas, me sentía acorralado. Al ver al chico, todo me vino de golpe.

Sé que mientras te lo estoy contando te estás echando las manos a la cabeza, quizás estés llorando. También sé que luego seguirás con tu vida. Eres un hombre obediente. Yo no voy a dejar de estar contigo.

Sí, estoy aquí por perversión. Sonrío pensando en cómo las palabras negativas nunca las han borrado. ¿No te das cuenta Guillermo de cómo se iba quedando nuestro lenguaje anquilosado, rancio? Sí ya sé que me dirías que debía valorar el que una relación cómo la nuestra fuese aceptada pero dime… ¿de qué vale que nos acepten si nos tienen cómo animales de laboratorio que sólo les dejan esa jaula para correr? La libertad no puede ser así y al mismo tiempo sé que tampoco puede ser la del destierro.

Un día de enero, me decidí a hablar con él. Bajé a la calle, le esperé en una esquina, le paré. No se sorprendió demasiado, imagino que creería que era uno de esos Guardianes de las Conductas. Le pregunté si era feliz. Se me quedó mirando, me dijo que no, que le faltaba algo. También le pregunté si le hacían ponerse ese casco gris por las noches al dormir. Me dijo que sí. ¿Tú también lo utilizas? Me preguntó. Yo le contesté que ya no, que en unos años se lo quitarían, que ya no lo vería más. Asintió. Se fue más tranquilo. Incluso sonrío un poco.

Casi todos los días hablaba con él. Me contaba sus ideas, de cómo quería cambiar el mundo, de que quizás estudiase medicina, yo Guillermo me vi retratado en él. Algunos días le sentía más triste, le preguntaba. Él me respondía que se había levantado por la mañana con un sentimiento de vacío, dolor. Esos días iba como un autómata. Un día por fin me decidí.

Ese día escribí en un papel las palabras que ya no se podían decir. Le fui hablando de ellas por el camino, de lo que significaban. Él me escuchaba. Se iba a clase con una sonrisa, su papel escondido entre sus ropas. Cuando tú me leíste la última palabra prohibida, la escribí con mayúsculas, le hablé largo y tendido sobre ella. Le dije que no la olvidase nunca: la esperanza.

Le expliqué que esa palabra era la más importante de todas porque ella y sólo ella era capaz de cambiar las cosas. Que era cómo un imán que atrae las demás palabras que ya no existían. Una varita mágica que hace aparecer las demás. Ese día sus ojos se iluminaron al guardarse el papel. Pasaron unos días y no supe nada de él. Le busqué con mi mirada las mañanas siguientes. Ni rastro de él.

Recuerdo mirar por la ventana el día de mi arresto, estaba abatido. Vi llegar a los hombres vestidos con sus uniformes grises. Supe que era mi hora. Abrieron la puerta de golpe, sin dejarme decir nada, revolvieron todo. Me esposaron con esos alambres eléctricos. Me llevaron al Edificio de los Cargos. Lo hemos visto muchas veces al pasear, al verlo siempre has temblado. Está repleto de ventanas, son cómo ojos que todo lo ven, sólo una puerta. Quien entra ya no sale más de allí.

En una sala me leyeron mis cargos. Me preguntaron si acaso yo no sabía cuáles eran las normas. El porqué lo había hecho. Después me contaron que habían descubierto los papeles que yo le había escrito al chico, que él no quería hablar, que al final lo hizo. Me dijeron que al chico no le harían nada, sólo unos días con el “blanqueador de ideas”, no volvería a acordarse de nada. Ellos me dijeron que no entendían mi comportamiento, que incluso son benevolentes con relaciones cómo la nuestra. No necesitamos esas palabras me decían, ellos son sólo sus propietarios ahora. Ellos se encargan de ellas, trabajan y trabajan duro por nosotros, de esta manera no tenemos que buscarlas ni decirlas ni soñarlas.

Sí, yo había pervertido al chico. Había desobedecido las normas. El destierro sería mi castigo. Les escuché pero no les dije nada. Firmé mis cargos, después me trajeron hasta esta celda dónde te escribo.

Guillermo no voy a declararme loco. No lo estoy. Hablo en algún descanso con los otros reclusos. Todos esperan su juicio, la mayoría prefieren declararse locos, ir al Centro de Recuperación. Mi vecino de celda sin embargo , irá al destierro. Mató a su mujer después de que ella volviese del Centro. Me contó que ella al volver de allí, se sentaba en un sillón al lado de la ventana, su mirada perdida, no sentía nada, no hablaba. Otros Guillermo, les da igual. Yo iré al destierro, no iré solo, te llevaré conmigo.

Suenan pasos ahora, serán ellos que vienen a recoger la carta…

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