La luciérnaga

Una luciérnaga nació en
un mundo dominado por escarabajos y grillos. Desde su nacimiento
tenía un brillo impropio para aquel sombrío lugar. Su infancia fue
feliz, ya que su brillo no molestaba a los demás, y jugaba con
escarabajos y grillos sin importar su condición. Pero poco a poco
fue creciendo, y su brillo se fue haciendo cada vez más intenso.

Llegó un día en el que
su brillo se hizo tan fuerte que deslumbró a todos los que estaban a
su alrededor, así, lo que hasta ese día había sido una
bendición se convirtió en una maldición. Escuchaba constantemente
cosas como: “¡Mírala se cree una estrella!” o “¡Deja de
brillar, no ves que molestas!”

Entonces comprendió que
tenía que aprender a no brillar, pues ella solo quería ser
aceptada. Le costó mucho ocultar su luz, ya que estaba luchando
contra su naturaleza. Pero después de un tiempo lo consiguió, había
dejado de brillar, ya podía pasar desapercibida. Puesto que nunca
supo chillar como lo hacían los grillos aprendió a agachar la
cabeza como los escarabajos.

Pasaron años de
tormento, ya que aunque se sentía bien siendo un escarabajo más, en
el fondo sabía que solo estaba fingiendo, que ese no era su destino.
Y luchar contra su propia luz hizo que al final acabara cayendo en
una profunda depresión. Se sentía un bicho raro, una inadaptada, si
ese era su destino no lo quería. Algunos escarabajos la compadecían,
pero ninguno llegaba a entenderla de verdad. Y los grillos… bueno
los grillos, como siempre tuvieron esa especie de guerra contra los
escarabajos, le decían: “si no eres un escarabajo, eres uno de los
nuestros, únete a nosotros”. Pero ella amaba a los escarabajos,
aunque se sentía diferente nunca dejó de amarlos, es más, los
envidiaba por poder llevar una vida feliz sin tener que fingir. Y a
los grillos en cierta forma también los amaba, veía la parte buena
de ellos y le gustaba. En el fondo siempre tuvo ese don de ver el
lado bueno de las cosas, de hecho, quizás fuera ese el motivo de su
brillo. 

Nunca entendió el odio
que se profesaban grillos y escarabajos, como ella lo veía desde
fuera, era capaz de reconocer la parte buena de unos y otros. La
razón del odio que se tenían era únicamente por ser diferentes,
pero ella, que siempre fue diferente a todos, odiaba el odio al
diferente. De hecho, odiaba tanto el odio que odiaba tener que
odiarlo.

Mientras, ella sabía que
no podía ser la única, que debía haber más como ella. Pero claro,
en una sociedad donde tienes que ocultar tu brillo ¿cómo distingues
a un escarabajo de una luciérnaga? Pensaba: “acaso no somos
iguales, ¿y si todos los escarabajos pudieran brillar? ¿y si lo que
pasa es que están tan distraídos odiando a los grillos que no son
conscientes de su brillo?” Pero no eran más que delirios, o al
menos así lo consideraba el resto.

Sus padres, que si alguna
vez brillaron estaba tan lejano que olvidaron su brillo, le decían:
“cuidado con esos pensamientos, eso no lo puedes hablar con nadie,
si no te van a encerrar”. Y empezó a desconfiar de todos, empezó
a medir sus palabras, empezó a medir sus acciones. Pero eso, más
que darle tranquilidad lo que le dejaba era una frustración
tremenda. “¿Por qué no puedo ser yo misma?” se preguntaba,
“¿por qué a mi me ha tocado esta condena?” Nunca obtenía
respuestas, pero un día escuchó una voz en su interior que le dijo:
“tranquila, el tiempo pondrá a cada uno en su lugar”. “¿Qué
ha sido eso? ¿acaso estoy loca de verdad?” Pero ella sabía que
aunque había sido una locura, la llenó de fe y de confianza en sí
misma “si esto es la locura, por favor que no se vaya nunca”
gritaba a los cuatro vientos.

Empezó a ver el mundo de
otra manera, todo lo vivía más intensamente, quizás demasiado para
lo pobre que era la visión de los escarabajos. Recuperó su brillo,
y mucho más intenso que nunca, ahora no podía esconderlo. Pero un
día, como era de esperar, escarabajos y grillos se pusieron de
acuerdo por primera vez para decir que ese brillo no se podía
permitir, que alteraba el orden, que deslumbraba demasiado. Ese día,
desgraciadamente, la encerraron.

Probaron todo tipo de
técnicas y medicamentos, todo para que su brillo desapareciera. Y
desapareció, lo hicieron desaparecer. Tras un tiempo sin brillar
estaba lista para volver a la sociedad: “no dejes de tomarte esto,
esto y esto, si no tu brillo volverá y tendremos que volver a
encerrarte” le dijeron antes de abandonar aquel lúgubre lugar. La
luciérnaga, decepcionada pero contenta, volvió a disfrutar de la
libertad. Aunque era una libertad relativa, ya que no podía ser ella
misma, pero después de probar el dolor de las cadenas esa libertad
le sabía a gloria. 

Volvió a agachar la
cabeza como los escarabajos, pero esta vez sin frustración. Además,
en su cabeza seguía resonando: “el tiempo pondrá a cada uno en su
lugar”.

Y un día, sin motivo
aparente, las farolas dejaron de alumbrar, las lámparas dejaron de
iluminar, hasta el sol perdió su brillo, y todo se sumió en la
oscuridad más absoluta. “¿Qué hacemos ahora?” se preguntaban
grillos y escarabajos, “necesitamos la luz para seguir con nuestro
trabajo”. Y pensaron en ella, alguien dijo: -“yo conozco una
luciérnaga que emite una luz más intensa que las farolas” -“vamos
a buscarla” respondió la multitud, y fueron a su casa. La
luciérnaga, enfadada protestó: “cuando yo necesitaba brillar os
molestaba tanto que me encerraron, y ahora que no brillo me venís a
pedir que lo haga…” Les cerró la puerta en sus narices y se
quedó enfadada en su casa.

Sin embargo, poco a poco
su enfado se fue convirtiendo en perdón, y su brillo fue volviendo
de manera natural. “Está bien, os iluminaré” les dijo a
escarabajos y grillos, no sin antes poner una condición: “dejaréis
brillar a todo aquel que tenga brillo”. Aceptaron sin miramientos,
de hecho, cuanta más luciérnagas hubiera, más luz tendrían…

Le hicieron un altar para
que pudiera iluminar a toda la ciudad, y cuando le pidieron que
grabara en él una frase no lo dudó ni un instante: “EL TIEMPO
PONDRÁ A CADA UNO EN SU LUGAR”.

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