Dirty Thriller (Relato Breve)

Dirty Thriller (Relato Breve)

Cipriano Jiménez

12/09/2017

Un manto de espeso color envuelve tu agonía.
Tus delirios serán escuchados por aquellos que allá lo deseen
y se muestren misericordiosos.
Una herida abierta que fecunda el dolor en ti.
El color del manto es la prueba.
Rojo sangre.

El dolor canta en el alfabeto del miedo, ira resignada, valerosa mentira. En el leve pesar de tus juicios, el demonio aborrece tu bondad.
El dolor existe porque el miedo lo permite. En el suspiro de tus huesos rompiéndose contra tus pecados, encuentras un gemido libre de dolor que retuerce tus entrañas hasta que tus más asquerosos y polvorientos pensamientos son expulsados de ti.
Y, sin otra inclinación, una imagen espantosa te fuerza a narrar lo vivido y a escribir lo que viene.
Palabras, que se agolpan en tus labios, se ahogan y caen precipitadamente al vacío. Un gélido y frío sentimiento te recorre por dentro sin poder huir de él.
Ahogado en tu espesa sangre, sólo te queda una insana escapatoria, el dolor. Y es aquí cuando ese placer te llena de nuevo y, en un último acto de presencia, te darás cuenta de que no puedes sentir, de que estás empujado por el imperativo de tu naturaleza.
Tus músculos se crispan y, entre el murmullo de tu alma y el cálido ambiente del local, te aproximas a la barra.
Un camarero de ojos verdes que se incrustan más en su cara que las manchas de sangre en su ropa, se acerca y, con un paso cansado y repetitivo, se posiciona con rictus compacto enfrente de ti.
– ¿Ginebra? -pregunta el camarero con cierto tono fragoso y seco.
Asientes. Extiendes el dedo índice de la mano izquierda hacia una de las botellas de ginebra que ocupan la segunda de las baldas situadas detrás de la barra.
El camarero se encoge de hombros, se gira y observa con su nudosa mirada la botella escogida, un frasco de tono azulado del que emanan sueños incumplidos y propósitos sin meta. Con idéntico paso aletargado, endereza su rumbo arrastrando los pies sobre las grasientas baldosas. Toma un vaso y, antes de dejarlo en la barra, lo inunda con su manga ensangrentada en un intento de limpiar el polvo que lo devora. A continuación, vierte en él el líquido azul.
– Doble -ordenas con voz displicente.
Sus verdes ojos te contemplan de nuevo. Un helado vacío germina de nuevo en tu interior y sube candente por tu nuca.
A través del elíptico ventanal, haces de luna se proyectan en el suelo provocando un pentagrama sin notas alejado de toda armonía. A la par, el tartamudeante fluorescente inunda con sonido amoscado los enardecidos tímpanos de tus oídos y los de este calvo.
Con ojos asombrados, adivinas sobre su reluciente superficie el brillo anaranjado que algunas bombillas decorativas arrojan desde una pequeña altura sobre su cabeza, como pequeñas goteras de un humedecido y agrietado techo.
En el rápido movimiento de tu lengua, llenas tu boca de saliva. El regusto amargo de tus pensamientos, que sólo se pueden ahogar en la azulada mezcla de ginebra, limón y marca de la casa.
Estiras tu cuello, pero mantienes tu cuerpo en la misma posición; nadie tiene que pensar que te vas a tumbar encima de la bebida… De modo que te muestras interesado, pero no desesperado. Tu minucioso plan para tomar un pequeño pero placentero trago.
Es entonces cuando entablas contacto visual. Es como si la mirada de ese camarero te dijera algo. Pero, en realidad, ni siquiera llegas a ver esos pequeños y saltones ojos verdes.
Con disimulo, discreción y sin apartar la mirada, devuelves tu largo cuello unos intensos centímetros más atrás.
El camarero rota con lentitud su hombro derecho hacia atrás y, despacio, resuena cada tendón de su brazo contra su grueso omóplato. Después del doloroso y tedioso traslado de su rabia a otro punto de su cuerpo de escombro, extiende la mano. Pero no lo hace completamente: el codo se queda ligeramente flexionado.
Diriges tu atención con rapidez hacia su mano: le falta el pulgar derecho. Una turbia y gastada venda envuelve un pasado de dolor y crueldad alrededor de toda su mano.
Su brazo sufre un insignificante movimiento. Su otra mano se mueve con sutil velocidad, con un atrevido contoneo, hasta el final del desnudo antebrazo derecho y, acariciando la sucia y apretada manga, endurece sus dedos, presionándola.
El codo de aquel tipo se encuentra a cierta distancia de tu vaso y, entonces, te percatas de ello.
Unas luminosas y perfectas gotas de sangre atraviesan el aire caliente de ese antro y, de forma elegante, deslizándose por los bordes de tu vaso, se mezclan en tu bebida, esa que es la esencia de alguien, que forma parte de ti desde el primer trago. Una fusión hermosa y relajante que hace de ella humo rojo en tu brebaje.
Prosigue vertiendo, aguanta la mirada y sostiene el silencio.
– Marca de la casa -dice el camarero con serenidad y algo serio y cansado, como si fuera lo habitual.
Un poco a la derecha se encuentran unos pedazos de tu alma, unos pequeños cristales que descansan en el regazo de la barra, tu barra, tu sitio.
En el desconcertante ambiente, en esa fiesta sin sentido, añoras aquellos años de felicidad que tanto te llenaron y que tanto te vacían ahora al recordarlos. En una completa armonía en solitario que destaca en el vicioso gentío. Recuerdo tras recuerdo, pena tras pena.
Das otro trago.

Te recomiendo pasarte por el perfil de Antonio Valero, el colaborador que me ha ayudado a que puedas disfrutar y leer este relato corto, donde podéis informaros sobre cómo él mismo ha realizado la ilustración.

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