Nací a los pies de un pino, engendrada por la luna, en un claro impregnado de resina y suelo suave. Mis hermanas me susurraban secretos, mientras los árboles entonan su cántico interminable, envolviendo nuestro crecimiento. Dormía en su arrullo, y vigilaba extendiendo mis alas en función de los astros. Desde el principio sentí el llamado, aunque no pude nombrarlo hasta mucho más tarde.

Una noche desperté pesada, y me balanceaba más despacio que de costumbre. Sentía un anhelo inefable, un pinchazo visceral que no puedo definir. Mis hermanas me interrogaron, extrañadas:

– Susurro, noche, trino. ¿Qué ocultas en tu pecho clandestino?

– Hermanas, noche, espanto. Me siento vacía, me arrebata el llanto.

– Insúflate, hermana. Recoge la helada. Abraza su mirada.

Me callo y me encojo. Mi deseo crece, y mi ansiedad se cristaliza.

Otra vez sentí en el viento una llamada, tan clara y potente que quise arrancarme de mis raíces. El mensaje traía sal y una pluma de ave blanca, extraña.

– Abrazo, viento, cantante. ¿Qué traes en tu brasa de aire? – le preguntaba.

Pero el viento pasaba, huracanado, sin responder.

No fue hasta que llegaron las golondrinas que una de ellas me socorrió:

– ¡Es el mar, querida sombra! Es el océano quién te llama.

– Pluma, consuelo, encanto. ¿Qué es el mar, que me quebranto?

– El mar, ¡amiga mía! La tela oscura en un vaivén de sueños. La eterna luz que cubre el mundo.

Mi nostalgia aumentaba cada día mientras anhelaba el mar, y paladeaba la palabra mientras me mecía con mis hermanas. Cada ave que pasaba era un potencial mensajero de mi amor, y yo, sendienta, sorbía las noticias. Con el tiempo desarrollé un canto, y enferma de amor recitaba:

– Mi nostalgia es mi tristeza. Mi tristeza es mi vacío. Mi vacío es una caracola, lejos, muy lejos del mar.

Una noche estalló una tormenta. Los pinos de mi bosque se inclinaban azotados por el castigo de los elementos. Pesadas gotas de lluvia nos inundaban, y el bramido del viento nos levantaba e impulsaba como el caudal de una enorme cascada. Mis hermanas gritaban y se reían, disfrutando del alocado baile en esta noche furiosa. Pero yo no hacía concierto, en silencio miraba a mi alrededor sintiendo algo grande crecer en mi interior. La ventolera me tironeaba sin darme tregua. y en un impulso comencé a tirar. Tiré y tiré, dolorosamente.

Un rayo impactó en el tronco que se ladeaba a mi lado. El relámpago de luz blanca lo inundó todo, y por un momento los vínculos ancestrales entre los objetos del bosque y nosotras, las sombras, se debilitó. Se sintió como un momento sin gravedad, como un salto al vacío.

Al enorme «crash» del árbol partido por la mitad le siguió el crepitar de llamas. El bosque entero contuvo el aliento, antes de estallar en una frenética actividad. Yo me quedé enbobada en mi lugar de siempre. Me sentía extrañamente liviana, con un dolor sordo y amortiguado en los bordes.

El viento aulló aún con más fuerza cuando me desgarró de cuajo del suelo. Lo último que vi fueron las copas de los árboles, danzando un baile arrebatado, contra un cielo oscuro cubierto de nubes.

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