Un ladrón de casas

Imagínese usted un ladrón que entra a una casa, pero no cualquier casa, sino una de esas que son propiedad de dos o tres hermanas feas, viejas y solteronas. Casi siempre una de ellas tuvo un hijo que ya no vive allí; huyó apenas pudo. El caso es que este hombre –usted–, treinta y tantos, cara marcada y barba entrecana coge con sus manos nudosas y gruesas –mancha ocre bajo la uña del pulgar a causa de un martillazo truncado– una barra de hierro y fuerza las rejas de no sé qué ventana y entra.

Aterriza en el interior y ahí está: una mesa pequeña, tallada, finísima, se le ven varias figuras que le hacen juego al eventual florero que soportará su superficie y otras abstracciones que recubren los bordes de las patas y esa parte que une a las tres cuyo nombre solo sabe el ebanista más dilecto; está pegada a la pared izquierda del recibidor; la talla fue hecha con un broquelado de herencia bizantina, el formón fue fundido a partir de un lote de fierros extraídos de la bodega de un viejo marqués echado a menos por jugarse la exigua fortuna que le había llegado desde sus antepasados –toda, gente muy principal– hasta sus días, ya a los dados, ya a las cartas, sobre un paño de terciopelo las más de las veces.

Coja algo y emprenda la huida.

Va a tomar el florero –solo el florero debe valer una fortuna–, pero la mesa está preciosa; si tan solo cupiera por la ventana… hacia el fondo, un radio de transistores con remates metálicos y cubierta que simula la madera, acabados de esmalte, carísimo, de mediana altura; por detrás, está todo en su lugar: la malla que recubre los agujeros que conforman un rosetón y son para dejar respirar el aparatoso mueble; el cable, cubierto en nylon color crema y negro ¡casi que ni le han hincado el diente los ratones! la tela de los parlantes aún tiene cierto esplendor que no logra menguar el polvo, y la agujilla que indica la frecuencia está erguida con orgullo después de tantos años dispuesta a indicar con gentileza la cadena radial armenia donde ponen a un joven Charles Aznavour… Si cediera la puerta saldría con una reliquia a empellones, quizá su esposa le felicitaría, su suegro le palparía el hombro.

No pierda el tiempo.

Queriendo mirar a factura de las bisagras de la puerta, se topa con un tapete persa medio opacado por los años, pero con figuras damasquinadas en relieve que le devuelven vitalidad, casi que le piden que las observe; entre los hilos, una tropa de camellos laudos casi que sacan del dibujo arena del desierto del Magreb; en las esquinas, las borlas y el prensado preciosista –típico del cuarto califato– le otorgan a la alfombra el estilo y la gracia de cualquiera de sus congéneres voladoras. Hilos del color de la sangre se entrecruzan con cianes y púrpuras obispales como describiendo una batalla sanguinaria y antigua que va de un lado a otro del precioso tapete que, finalmente, contiene en sus extremos figuras de citaras y flautines nocturnos que usted, ladrón, oye mientras queda aterrado por las garras de hipogrifo del chifonier que está asiendo aquella maravilla, antiquísima, invaluable…

Acaba de pasar alguien junto a la ventana y usted viendo alfombras.

Si tan solo el calor de la caldera de su casa le diera una oportunidad a los pelambres de esa joya que están tocando sus zapatos, pero está claro que no va a ser así; en cuanto a esas patas, esas patas con esas garras, esa textura imitativa de piel, el veteado del metal –tuvo que ser exquisito; plata, indudablemente, la época sería imprecisa determinarla, habría que probar la salinidad del metal y observar detalladamente el comportamiento de las moléculas–. El chifonier en sí mismo es un monstruo mítico independiente, más colosal que los cimientos de grifo que lo soportan, casi se diría un minotauro de caoba, enchapes probablemente de la misma plata que las patas, las argollas de los gabinetes poco más o menos que una confitura, preciosas parras, uvas y enredaderas habrán tenido que ser fundidas en talleres de Amberes o sus alrededores; por su puesto, al sereno y moldeadas una a una cada fruta, cada hoja, cada hierba durante toda la noche a golpe de martillo y lágrima de platero silente.

Sea profesional y escoja con celeridad.

Dentro de aquel portentoso chifonier se ve, a través del vidrio opalizado, una colección infinitesimal de cucharillas para té o café con heráldicas de cualquier casa noble que pudiera uno imaginar, asimismo ciudades con blasón propio, marcas, condados, burgos y castillos autónomos de piedra gris o roja. Los extremos de las cucharillas están rematados en oro del virreinato del Pirú, perlas de mares nipones o apliques exóticos de las selvas del Congo; prácticamente se escucha la pica de los negros dentro de las minas extrayendo gramo a gramo el áurico mineral, cada perla recuerda el sonido de las burbujas de los buzos orientales con sus respiraderos de bambú al romperse una vez alcanzada la superficie, incluso se aprecia, si se aguza el oído, la caricia constante de las hojas inclasificables de la flora africana sobre los cuerpos sofocados de los exploradores belgas cocinándose en sus propios caldos. Tendría que tomarse más de mil tazas de té de las Indias para si quiera usar, por una vez en la vida, cada una de las cucharillas allí puestas, allí custodiadas por el minotauro de caoba con garras de hipogrifo sobre el tapete de damasquines.

Cucharillas, piénselo… pudieran ser una excelente opción.

La boca rememora el sabor a café y galletas; ya se ve junto a su esposa, quizá su suegro, usando la cucharilla que recrea escenas de la vida pastoril en una mesita blanca con vista a la campiña francesa o bebiendo un buen vino de Borgoña en la misma posición que el enamorado de la cucharilla “Luis XV” y untando con ella misma mermelada de frambuesa ora sobre panecillos, ora sobre pasteles… un reloj de cucú marca la hora y con sus embates se desvanece su sueño en relación con la colección de cubiertos formidables.

¡No hay tiempo que perder y tanto por mirar!

Cubre mesas de croché, cojines en macramé, sobre la cómoda un quinqué y bailarines de porcelana, también hay de un payaso y el clásico pastorcillo al pie de una quebrada. Todas las opciones caben en la bolsa que lleva consigo, pero un solo artículo que falte y se echaría a perder la colección; incluso, si ese no fuera el caso y lograra hacerse con cada una de alguna de las opciones, es muy probable que en el mercado negro no le den el verdadero valor a esas joyas del trabajo manual, mucho menos a la lámpara campestre que en la actualidad es un ancestro de la industria lamparil o luminística. Probablemente las porcelanas dieran réditos jugosos, aun así sería una pena que la bailarina perdiera su meñique al contacto con tela tan basta como lo es el lino del que está hecha la bolsa, el payaso luciría menos melancólico envuelto en paños de seda, hasta el pastorcillo, a la sazón el más acostumbrado a atavíos rústicos por su profesión agreste, prolongaría su felicidad pueril si se llevara en otro tipo de receptáculo, no digamos al lado de una señorita tan arribista como seguramente lo debe ser una bailarina de ballet y debajo o sobre un hombre entrado en la madurez con una profesión demeritada, sino en una caja con un molde solo para él. Si tan solo tuviera algo digno en qué transportar los figurines…

Arriésguese, las buenas porcelanas podrían resistir los embates de su bolsa.

Por alguna razón sabe que las horribles hermanas están por llegar, ya el cucú lo había vaticinado; además, por lo regular las personas feas tienden a ser puntuales y de hábitos precisos. Todavía queda mucho por mirar, hay una cigarrera platinada mal puesta en el esquinero de cedro –hay cierta predilección por las buenas maderas–, también es excelente opción la caja metálica de chocolates suizos. Debe apresurarse, pero justo ahí ¡Cómo no haberlo visto! Con todo y rollos, los pedales completos y firmes –una verdadera proeza–; la silla original, el vértice de tornillo aceitado con el mayor de los cuidados; las teclas de marfil completas y para nada desvaídas, incluso el soporte de partituras no tambalea. Sus dedos se mueven parsimoniosos en el aire, aunque sabe que las afortunadas dueñas están por doblar la esquina. Tranquilamente podría tocar una mazurca festiva o las graves tonadas de la Sinfonía del Nuevo Mundo –se pronuncia Devoyak–; ahora bien, dada la premura del caso se conformaría con darle vuelta a la manivela y degustar por escasos segundos la, de seguro, magnifica melodía del rollo que está inserto, pero es un ladrón y no un melómano indiscreto quien se ha metido de la peor forma en aquel domicilio y casi que escucha el tintineo de las llaves de cobre que carga la mayor de ellas.

Es ahora o nunca. Debe decidirse por algo en el acto.

Veamos, toma un azucarero victoriano que para su fortuna está prácticamente vacío, la pianola lo observa más allá del sofá rococó. Algunos soldaditos de plomo terminan en su bolsillo y se torna imperativo hacerse a esos anillos para servilleta, la pianola sigue observándolo impertérrita. Introduce en su bolsa los dos cofres para té –negro y verde–; la hermana más conversadora ha saludado a la anciana viuda de en frente. Usted, ladrón, muy profesional, sigue hurtando vajilla, la pianola ha dejado su dignidad de lado para reclamarle, casi suplicante, una nueva mirada para sí. Suena un chirrido, es el pasador oxidado que va cediendo lentamente ante la mano huesuda de la hermana que siempre viste de negro, después de algunos segundos se corre la reja y una de las llaves que otrora tintineó se introduce en la cerradura ¿Es acaso la pianola que está sonando? Se pregunta internamente la hermana que saludó a la anciana viuda. Entre ellas se miran con suspicacia; no cabe duda, algo está sucediendo en la sala.

¡No huyó! Se ha dejado conquistar por una triste pianola.

Está interpretando magníficamente un minué insustancial cuando se siente observado por dos o tres pares de ojos. Un poco nerviosas, pero nada atemorizadas, las hermanas observan una víctima más que cae rendida ante los encantos de la pianola, eso lo hace saber una de ellas. No son tontas, han advertido la bolsa que tiene entreabierta en el piso, también que faltan algunos artículos del mobiliario. Los dedos se detienen y queda la pieza incompleta. Por escasos segundos hay un duelo de miradas mediadas por un gran silencio que no está escrito en la partitura. Intuitivamente alza las manos en señal de rendición y acepta que es un ladrón en frente de tan magnífico instrumento, sin tan solo hubieran guardado las cuatro octavas bajo llave otro gallo cantaría, pero ellas saben que es difícil resistírsele a un Honner auténtico. Minutos después lo han sentado en uno de los muebles y le muestran algunas de las beldades que usted mismo ha tenido oportunidad de ver con antelación, le sirven té –han recuperado los dos cofres–, y le permiten endulzarlo con la cucharilla obtenida en Bon a orillas del Rin que rememora la batalla de Teutoburgo, hay unas viandas con colaciones hechas por cartujas del convento que queda cerca y mire qué coincidencia, mermelada de frambuesas, hasta podría ser importada; ahora, que un ladrón tampoco es tonto, mientras una de las hermanas lo ameniza con la charla y la otra se encarga de surtir la mesita, debería estar una tercera tocando la pianola o devolviendo los objetos torpemente hurtados a su lugar, pero no es así, acaba de verla detrás de un biombo cogiendo el teléfono con premura.

Usted, ladrón, es un inepto. Si tiene suerte puede apurar el té y comerse un par de alfajores mientras llega el carro de policía más cercano. Acaba de perder una oportunidad única, hacerse a una meridiana fortuna, pero no es así, ha fracasado su empresa delictiva. Todo porque se quedó como un idiota, perplejo, ante tanto detalle.

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