Según mamá, vivía entre papeles y lo afirmo. Para que tengan una idea, mi habitación de adolescente podría haber sido una planta de reciclado. Sobre los huecos en el suelo, donde no había escritos, estaban los últimos libros que leí, sobre la cama, bueno… ya se sabe. Y ni hablar del escritorio; pero es que mi madre jamás entendió, que la testa de un escritor no se queda quieta. Y yo aprendí a vivir entre frases sueltas y oraciones, entre abismos escritos y mundos paralelos, entre océanos de letras, y tinta.
El olor del papel me llenaba el alma, y en el caos, me encontraba nuevamente escribiendo sobre pilas enormes de mis hijos frágiles y endebles.
Una vez encontré a Otoñito, nació el veintidós de marzo, así lo bauticé. Él decía que las personas ignoraban el acontecimiento de la caída de la primera hoja de otoño.
Yo vi caer la primera.
Su hermano, quiso llamar la atención, con el vientito que entraba por la ventana, voló debajo de la litera, fui por él. Lo leí sonriendo. Imaginación, decía, es la que me permite escribir sobre estas hojas sin historia.
Suspiré, porque tenía razón. Lo abracé transformándome en libro. Madrelibro.
Miré a todos, los amaba. A pesar de haber cometido errores, ellos le perdonaban, e instruían con suprema paciencia, para ser mejor escritora.

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