No había reparado en todo lo que tenía que ordenar, pero eran innumerables objetos de los más variados.
Vacié mi valija de restauradora sobre la mesa del patio. La mesa era redonda pero igual hubiera sido si fuera rectangular o cuadrada.
Pinceles, trapitos, potes, pomos, y restos de escalas de colores hechos sobre papelitos y trozos de madera. Palillos de bambú, goteros, y como dijo una vez una amiga » ¿qué es lo que no hay ahí? «.
De todo el túmulo inicial que comenzó siendo una pequeña montaña, armé familia de objetos pero se destacaba brillante y soberbia una lupa de pie. Ella me acompañó por más de diez o doce años. Me acuerdo donde la compré.
En la calle Fragata Sarmiento, casi San Martín había una ferretería muy surtida atendida por un matrimonio seguramente descendiente de polacos, ambos regordetes y de muy amable predisposición para la charla. Nunca supe por qué tenían una enorme variedad de lupas, de todo tamaño y procedencia. Ordenadas de menor a mayor sobre un podio negro, refulgían entre las cacerolas y herramientas más variadas.
Yo necesitaba una, y aunque no pude comprarla de una vez, de tanto pasar por la vidriera, una tarde de sol, me decidí y entré. Le propuse pagarla en varias veces.
La señora gruesa y alta como un luchador gritó con vocecita de niña hacia el fondo del local : ¡Viejo, vení! y le expuso mi propuesta.
Eran los primeros tiempos en que trabajaba en el museo y esa herramienta me era indispensable.
Accedió el gordo, y yo salí feliz con la lupa más hermosa que jamás hubiera imaginado tener.
Era de diez aumentos, y soportada por unos cañitos plateados, llaves, y en fin un sistema de ortopedia que permitía trabajar sobre el objeto sin tomarla con las manos.
» un sueño » pensé.
Además llevar al museo ese objeto bello, profesional y por qué no decirlo más presuntuoso que útil, tenía un plus de goce.

Pasaron muchos años. Mi lupa me agrandó universos de colores.
La llevé conmigo por donde fue necesario.
Y si se puede decir que uno le profesa cariño a un cristal con fierritos, sí señor, yo se lo tenía. Y mucho.
Un amor sencillo y límpido.

Cuando casi terminaba de guardar un trueno estremecedor me asustó de tal manera que agité mis brazos y lancé la lupa contra el piso, y se rompió su cristal en mil pedazos.
El esqueleto sin sentido titubeó y luego también se arrimó al suelo.

Mi hija me vio tan desencajada, que me dijo : ¡mamá yo te voy a regalar otra!
¿Otra, que guarde miles de experiencias y momentos? ¿otra, que sea capaz de alcanzar lo que mis ojos claudicantes ya se niegan a reconoces?
¿Otra pagada en dos veces, y cuidada con amor, durante más de diez años?
No, gracias. Hoy me despido para siempre de todas las lupas.

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