No temas renacer

Fogatas y reencuentros. Sonrisas y mareos. Sólo eso hacía falta para no necesitar nada más. Y una noche fueron ellos, cada uno simplemente siendo. Esa noche vieron tres estrellas, y descubrieron el cielo. No lo habían considerado antes, pues lo veían como un decorado más en su limitado panorama. El cielo nunca había sido el foco, más bien les estorbaba. Pero esa noche sí lo fue, al menos por unos instantes, al menos para ella que se había apartado un poco del resto.

Fue entonces cuando surgieron, de sus ojos tiernos, dos rayos de luz dorada. Quizás admiración sea la palabra, no estoy seguro. Últimamente no suelo asegurar mucho, he notado que espanta. No a mí, a mí no me espanta. Pero a otros… bueno, a ella le espantaba.

Después del dorado aparecieron naranjas, como rubí y oro en una mezcla perfecta. Y un poco de rojo, un poco de azul, formó violeta. Y ahí se quedó. Mirando el cielo como si perteneciera a él, de la misma forma que un niño ve a su madre por primera vez.

En su mente resonaron palabras, no exactamente de forma lingüística, sino más bien como un mensaje, que a nuestro lenguaje traducía: no temas renacer. Se lo cuestionó unos instantes, pero luego otro mensaje: “deja de razonar”, y se dejó caer, discreta y leve, sobre la arena que de noche se enfriaba.

Y estando lejos de la fogata, se acurrucó entre un par de mantas. No eran suyas, eran de otro, o de otros. No importaba. Solo el cielo, el cielo y su mirada. Las únicas dos cosas que el universo dio lugar a existir, mientras observaba.

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