Cuando el cielo cambia

Cuando el cielo cambia

Barbara Parisi

29/08/2017

Es la medida justa, la frecuencia exacta, el único escalón que nadie atiende: ahí está la respuesta, siempre, y yo tan cegada. Mi voz más amarga que esos días de ocio frustrante. Antes de la luna soy mis chances, mi locura. Antes de la luna elijo cada paso. Pero en la transición… allí no sólo hay cambio. Hay tantos estados de ánimo como matices del azul que nos abraza, hay llantos y recapitulaciones de otras noches, hay comparaciones entre ésas y las de colores.

Cuando el cielo cambia, nada cambia; pero no hay un solo amanecer que nos impacte igual, ni una tarde ni una madrugada. Cuando el cielo cambia, todo cambia; pero el sol nunca fue otro, ni la luna comenzó a ser un planeta, tampoco las nubes alguna vez pisaron tierra, sólo el agua: fuerte y frágil a la vez, golpeando cada rama, goteando desde las hojas hasta la tierra mojada, incluso cuando ya no llueve, inyectando la raíz, encontrándose (las gotas) entre sí mientras se ahogan las alas de los terrícolas más pequeños, como me ahogo yo en mis lágrimas.

Cuando el cielo cambia, nada pasa; aunque pareciera que las horas son tangibles y que los números avanzan. Es la esfera más compleja y la lógica más mágica. Es lo simple uniéndose a las trampas, son las tramas más honestas y las historias más rebuscadas (y menos buscadas, pero demasiado cercanas como para ignorarlas). Cuando el cielo cambia, todo pasa; es tu mente eso que sangra cuando herís tus piezas más sensibles. No sos piel, sos alma. No te dejes engañar por ojos tristes y sonrisas forzadas.

Cuando el cielo cambia, todo es un desastre; vos seguís ahí, esperando elevarte, ya sea meditando o armando el equipaje hacia tu próxima meta ordinaria, que no va a llenarte en absoluto más allá de hacerte sonreír un poco y darte algo de esperanzas. Cuando el cielo cambia, todo está ordenado; es la sincronía que venimos buscando mientras llenamos huecos con algunos intercambios de palabras, o de gestos, o de plata.

Entonces, después de la luna ya no soy nada; no mido nada, ni mis palabras. No elijo, no pienso, no ensayo gesto alguno ni persigo al tiempo. Después de la luna me detengo, y cuando veo que el cielo cambia, ¿qué más puedo objetar? Ni siquiera sé si es la noche quien está estrellada, o soy yo que estoy en llamas y las luces me devuelven un reflejo familiar. Después de la luna sólo sé que el cielo cambia. Es la medida justa, la frecuencia exacta. Creo que soy yo, pero ¿por qué habría de quedarme tan confiada?

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