Ella dormía y dormía. No dejaba de dormir. No estaba cansada y aun así dormía. Dormía porque no tenía más remedio que dormir. Se quedaba acostada, tiesa, durante todo el día. No se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor. No notaba el más mínimo detalle. En su mente un mundo de ilusiones, en sus ojos un sueño, y en su casa, claro, una familia destrozada. Pero ella no se había ido, era lo que nadie comprendía. Ella seguía allí, a cada segundo, y a veces podía vagamente oír los susurros de quienes se acercaban, a veces sentía las lágrimas de su madre porque le caían sobre el rostro, y a veces, solo a veces, se inundaba de tristeza.
Comprendía que no estaba a la deriva, aunque de alguna manera se sentía así. Y no, no es que no le daban importancia, sino que estaba en el limbo. Sí, el limbo, ya saben: esa línea que divide un mundo de otro. Ahí estaba ella. El limbo… un lugar tan obscuro y maravilloso al mismo tiempo, un espacio en medio de la nada que a la vez se conecta con todo, una habitación con dos puertas: una de la que no obtenés certeza de que volverá a abrirse y otra que no te ofrece el coraje para cruzarla. Entonces decidís quedarte ahí, en el medio. Lo preferís, antes de irte del otro lado decidís estancarte.
Y de eso se trata: del poder de decisión. Es lo que ella no tenía, era muy pequeña para entender, entonces no decidía. Se suponía que su madre lo haría por ella, se suponía que la irían a buscar. Pero en el limbo no existen las suposiciones. Simplemente te quedás por un rato, o te vas para siempre; y con suerte volvés al lugar de donde viniste. Y así funcionaban sus días, o lo que ella seguía distinguiendo como días, que en el limbo no son más que remotas ilusiones. Jamás despertaba, realmente quería descansar, porque más que un descanso era una estadía, y no de las que sabés cuándo terminan.
Se quedó por varios años, en la incertidumbre de no saber por qué. Era un conector entre esta vida y la otra, no solo estaba en el limbo, ella era el limbo. Y la duda estaba matándola. Y su madre no decidía por ella. Y nadie la iba a buscar. Es algo triste para una niña quedarse sola, aunque ya se había acostumbrado. Después de todo nada era como antes. Habían pasado tres años de haber entrado en sueño profundo, tres años de que su vida dependiera de una máquina, tres años de que su corazón latiera por puro instinto…
Y bien llegó el día en que tuvo al menos que intentar tomar la decisión más difícil. Verificó por última vez y corroboró que la puerta de donde venía ya no podía abrirse. Entonces respiró profundo y, al exhalar el poco aire que le quedaba, dejó irse con él lo que quedaba de ella. Dejó el limbo, y se fue… por la puerta de la otra vida.

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