Logró presentar su obra en una sala de exposiciones, pero el resultado no fue el que el imaginó porque en lugar de escuchar las elogiosas críticas, comprendió que su arte no valía un maldito bledo. Se enfadó y no quiso que sus cuadros siguieran ocasionándole disgustos, por lo que rescindió el contrato y, con todo el dolor de su corazón vio como los ahorros de toda su vida se iban como barquitos de papel directos a una alcantarilla. Ese día también estaba lloviendo y sus cuadros se empaparon, no los quiso secar y se quedaron arrumbados en un rincón de su pequeño estudio. Al mes comenzaron a despedir un olor rancio y húmedo, se doblaron los bastidores y las telas se retorcieron como pieles de cerdo a la intemperie. Tahiel —hombre liebre o canto sagrado en lengua mapuche—, era un hombre delgado, bastante perseverante cuando tenía claro su objetivo, pero un poco caprichoso con las cosas habituales de la vida. Lo habían educado muy bien, pero en una familia muy pobre, por lo que siempre tenía necesidades que lograba superar gracias a su fuerza de voluntad y resistencia. Vivía solo por comodidad, pero tenía una amiga con la que desahogaba sus pasiones cuando le llegaba al límite la necesidad animal de sentirse útil para la reproducción. Lo malo es que llevaba varios meses sin sentir esa exigencia del cuerpo y no le apetecía nada cruzar media ciudad para acostarse con Adelina. Había estado bebiendo mucho alcohol después de su fracaso en la desconocida Sala de Arte Contemporáneo Obrero. Sus pinturas eran buenas, pero su estilo no lograba transmitirle nada a los espectadores, que por lo regular ignoraban las corrientes y técnicas de la pintura. No le gustaban los artistas como Malievich, Pollock, Rothko, Appel y, sobre todo, Götz porque le parecía que eran unos estafadores. Para él, la actividad artística debía dejar frutos como las creaciones de Modigliani o René Magritte a quienes imitaba mucho y por eso en su exposición, la poca gente que sabía de pintura dijo que había copiado a esos dos grandes maestros y que sus reproducciones no valían nada.

Salió de su resaca y la falta de dinero lo obligó a enfrentar una situación donde su alternativa era muy elemental, o pintaba algo lucrativo o desistía para siempre de su oficio para irse a cargar costales de patatas en las grandes bodegas de frutas y hortalizas. Su amor propio le impidió someter su escuálido cuerpo a las burlas de los cargadores fortachones que no le perdonarían tambalearse bajo los pesados sacos de patatas, zanahorias, cebollas y coles. Recordó a Honore de Balzac que siempre tenía problemas económicos y se dijo a sí mismo que él también compartía esa comedía humana y sería el bufón o payaso del arte para hacer reír a la humanidad. Sacó de una caja de madera las pocas pinturas que no se habían secado, buscó algún lienzo trozado o sobrante y puso a remojar las motas de su paleta con aguarrás. Improvisó un armazón de madera, montó el trapo y le hizo la imprimación con un grosso diluido, cerró los ojos y practicó en el aire algunos movimientos con la muñeca y el brazo, luego cogió un pincel grueso y delineó unas curvas rojas, después las remató con unas líneas negras cruzadas y lo firmó con amarillo y le espolvoreó azúcar molida en un pequeño mortero.

Al día siguiente se terminó los pocos granos de arroz que tenía arrumbados en el fondo de la alacena y se quedó sin alimento. No había ni siquiera comida para los ratones, por eso cogió su último cuadro tachonado, lo envolvió en un jersey viejo y se fue a una calle muy popular para ver si alguien se lo compraba. Los transeúntes eran estudiantes, secretarias, empleados de oficina, presumidos funcionarios y turistas que por el aspecto de Tahiel decidieron que era un pordiosero que trataba de sacarles un poco de dinero por una tela que alguien había usado para embarrar la pintura y limpiar pinceles. La gente ni siquiera lo miraba cuando rara vez le echaba una moneda. En realidad, las personas no sentían ninguna necesidad de prolongarle el sufrimiento alargándole la vida con su raquítica ayuda. Un hombre bien vestido, con un copete al estilo de Elvis Presley se acercó y le preguntó cómo había pintado el cuadro. Tahiel se lo contó todo con lujo de detalle y sin esperar ningún acto de generosidad por parte de su interlocutor, bajó la cabeza y extendió el brazo para ver si algún alma compasiva le tiraba un poco de morralla. El falso Elvis lo escuchó con atención y le dijo que tenía relaciones con gente influyente, que sabía bastante de arte y que su trabajo consistía en promover a los artistas poco conocidos. Le dijo que había visto un cuadro similar al suyo que había pintado un alemán sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial. Le advirtió que si no era verdad lo que le había contado tomaría represalias y lo hundiría en un hoyo del cual no saldría ni muerto. El pobre Tahiel no se alegró en absoluto, se sintió muy intimidado y esperó sólo que el hombre le diera algo para poder comer, pero no recibió nada más que instrucciones.

Pasó una semana en la que pudo comer gracias a los pocos alimentos que logró mendigar a sus vecinos. En realidad, eran cosas que ya habían decidido tirar, pero al recibir la visita inesperada del artista habían cambiado de opinión. Siguió tratando de vender su pintura abstracta por una bicoca, pero nadie se interesó por ella. La siguiente vez que se encontró con el hombre del copete, éste se presentó como Wilfredo Uhle y le preguntó si había pintado algo en esos días, entonces Corpolagne descubrió un cartón rectangular en el que había pintado un tablero, con las piezas en matices ocre y marrón, la famosa jugada de Kaspárov en su partida contra Topalov. Debajo de la tabla estaba la frase:

“En ajedrez mi palabra es cercana a la de Dios”.

Por el olor, Uhle supo de lo que se trataba y sonrió con gusto, en su interior empezaron a brotar ideas relacionadas con la venta de obras famosas. Comentó algunas anécdotas relacionadas con las cacas de bebé de Picasso, las obsesiones de Dalí, la osadía de Nando Rizherón, conocido como el chamo luz. “Ya estamos casi listos—le dijo a Tahiel con una deslumbrante sonrisa de zorro—, guarda este cuadro junto con el de la vez pasada y elabora uno en el que se plasme toda la esencia de tu sufrimiento, luego escribe el proceso de transformación de tu espíritu en un diario y no te saltes ningún detalle. Ah, y antes de que se me olvide, píntalo en óleo, por favor”.

Tahiel se volvió a quedar sin dinero y tardó tres semanas en poder conseguir la suma necesaria para comprar unos tubitos pequeños de pintura. Compró blanco, negro y rojo y llevó al máximo su combinación para contrastar los fondos jugando con la oscuridad y la luz. El resultado fue increíble porque las tonalidades blancas eran como los huesos, el rojo como la sangre y el negro como el carbón, sin embargo, la imagen era tierna y erótica, pero no transparente, así que el observador debía ir siguiendo las pistas en las imágenes sugeridas para formar a la diosa del amor en un rompecabezas mental. “Espero que haya escrito el diario, querido amigo—le dijo con cordialidad Wilfredo cuando se encontraron de nuevo—, déjeme leer su cuadernillo y deme los tres cuadros, por favor”. Uhle se retiró con la promesa de hacerlo saltar a la fama, pero otra vez sin darle un solo centavo a Coporlagne. Le prometió que promovería su obra entre los galeristas y que se preparara para la oleada de admiradores y periodistas que acudirían a él para descubrir sus secretos de pintor. Le pidió que hiciera muchas pinturas, las más que pudiera y que siguiera con el cuadernillo. Era indispensable describir con detalles cada sentimiento, cada visión y dolor durante las explosiones de inspiración, extenderse a lo máximo contando cada epifanía. Uhle se retiró y Tahiel se quedó esperando las limosnas. Cuando empezó a oscurecer se fue a su estudio, acomodó unas tablas viejas, cartones y lienzos olvidados. Al día siguiente se puso a trabajar sin descanso. Puso sus oleos secos a humedecer con aguarrás y dispuso en una mesa una pluma de ganso afilada y un tintero para escribir en un cuaderno grueso de espirales. Cogió una bolsa donde guardaba colillas y cigarrillos a medio fumar y empezó a trabajar.

Uhle sabía que tenía en las manos un tesoro y que debía seguir con su plan para sacar una suma muy jugosa. Tenía reunidos los elementos primordiales y sólo le faltaba tener una obra póstuma y un cadáver, no era ni siquiera necesario que perteneciera al autor. Habló con el director de una galería famosa y le explicó su proyecto. Había un artista—le explicó con entusiasmo—con mucho talento, un inconformista, un revolucionario intelectual de nuestra época, que había decidido suicidarse al estilo japonés, es decir realizar un suicidio en el trabajo o trabajando. Convenció a Mr. Charles Pitten de que le reservara una sala para el mes próximo, dejó en la consigna los tres cuadros que ya tenían un valor de varios miles de dólares y esperó con paciencia a que saliera una noticia en el periódico. No fue necesario que pasara mucho tiempo. A finales de mes apareció en el diario una nota en la que se mostraba la fotografía de un hombre en estado de inanición, rodeado de cuadros en cartón, madera y tela. Llamó de inmediato a la redacción para darle marcha a su plan. Se presentó como el corredor de arte oficial de las pinturas del artista fallecido. Se fue de inmediato al estudio a confiscar todos los cuadros, objetos de trabajo, pertenencias y cualquier cosa que se pudiera relacionar con el pintor. Identificó el cadáver en la morgue y ordenó que se organizara una capilla ardiente en la que se darían cita los artistas más importantes del momento.

En la sala principal del Museo de Arte Moderno de la CdMex se expusieron los trabajos de Tahiel Coporlagne. El editor de sus memorias, es decir Uhle bajo un seudónimo, firmó los libritos con las confesiones de los diarios del talentoso maestro del abstraccionismo. El ejemplar mostraba la paupérrima condición a la que se había rebajado el pintor para encontrar la esencia de su obra. La foto de la contraportada se la había tomado el mismo Wilfredo durante las conversaciones que habían mantenido juntos, era un selfi en el que los dos aparecían sonrientes: Uhle con una sonrisa a flor de piel, con su lustroso copete rocanrolero y los ojos entrecerrados, Tahiel tenía los ojos muy saltones con el contorno manchado, estaban rodeados de ojeras de color morado, los dientes, muy desalineados y de color amarillo parecía que se columpiaban, tenía el pelo enmarañado y sucio enrollado en mechones. Se le lograba ver una parte del escuálido y débil cuello sosteniendo su cráneo forrado una tez de apariencia joven pero muy curtida y morena.

Tahiel Coporlagne pasó a la historia como uno de los mayores representantes del arte moderno y Uhle llevó por todo el mundo la increíble exposición que logró un éxito absoluto en todos los sitios donde se presentó.

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