No sé por qué no dije nada. Lo considero un acto reflejo. Simplemente cogí la maleta y salí del aeropuerto. Decidí no demorarme en la frustración por haber perdido mi propio equipaje. Cogí uno y me marché. Era negra y aburrida, como tantas otras, y me excitaba la incertidumbre de su contenido. Me invadió una excitación infantil, como cuando te levantas a las 6 de la mañana para ver si Papá Noel dejó regalos bajo el árbol, la casa en modo pausa, silenciosa y oscura.

Intento no pensar en ello durante el interminable camino a casa. Espera-tren-espera-metro-otra-vez-espera, y así. Finjo que es mi maleta. ¿Podría hacer otra cosa? ¿Quién podría verme capaz de tal atrevimiento? Es muy pesada. Probablemente volvía de un largo viaje o iba a hacerlo, varios días, más de una semana quizás. Divago imaginando a su dueño o dueña.

Las maletas llenas son contenedores temporales de nuestras almas, como repositorios de vida en formato comprimido, portátiles, dispuestos a instalar nuestra configuración en cualquier habitación de hotel, en cualquier lugar. Por eso me cuesta tanto hacer las maletas. Cómo resumirme, cómo hacer frente a las eventualidades en un formato tan reducido. Me resulta incomprensible (y me fascina) la facilidad de la gente para hacer maletas pequeñas.

Le dije que ya no podía más. Eso fue lo último que le dije. Y me marché. Sin maleta: eso lo hubiera retrasado todo inútilmente y le hubiera dado un cariz egodramático que no me apetecía nada. Parecía sencillo. Son solo dos monosílabos: me voy. La culminación de una pesadilla.

Así que llego a lo que hoy puedo llamar mi cuarto, en un piso que comparto con un amigo legendario. Vio mi señal de humo y me abrió las puertas de su casa. “Suerte que se acaba de quedar libre”, me dijo. Y también: “Voy a cuidarte, pequeña”. Como digo, legendario y peliculero. Dejo mi maleta en el suelo (es curioso lo fácil que es hacer nuestras las cosas, poseerlas, con una sola palabra, sin pensarlo) y miro desinteresada el correo. Arrastro la maleta misteriosa a mi cuarto y la acuesto con trabajo encima de la cama. Expectación. Yo aún no lo sabía, pero aquella maleta guardaba un objeto que cambiaría el curso de mi vida para siempre.

Abrí la maleta como si fuera el acto más anodino de una vida, como si volviera de un viaje alrededor del mundo. Deshacer una maleta es dar por finiquitado lo sucedido fuera del eje espacio-temporal. Ropa, ropa y más ropa. Era ropa de hombre, de hombre mayor a juzgar por las tallas, los colores y los estilismos que me venían a la cabeza. Hubiera podido ser la maleta de mi padre, si mi padre volara en avión. Hurgando un poco más, como impelida por una fuerza mayor, doy con un objeto sólido que no puedo asociar con ninguna prenda ni con nada conocido. Es pequeño y alargado y parece de barro, y cuando lo levanto y lo acerco a la luz me sorprende reconocer una figurita humana que me recuerda a las vitrinas del museo de historia, aquél adonde fuimos juntos el año pasado. Sacudo este pensamiento como cuando intentas meditar y te asaltan todos los problemas posibles precisamente en ese momento. Una figurita de terracota, me digo. Pues vaya… Intento disimular mi decepción colocándola en la estantería junto a la figurita de bellas artes, el cuerpo articulado que convierte cualquier habitación en un taller de artista. Y me olvido de ella.

Sin embargo, ella no de mí.

Días después me llama la atención un detalle: la estatuilla está en otro sitio de la estantería y no recuerdo haberla cambiado de sitio. Pero dada mi mala memoria de los últimos días y los nervios de la separación, no me sorprende en absoluto que la hubiera recolocado sin pensar al mirar un libro o al pasar el trapillo del polvo (algo que tampoco recordaba haber hecho, curiosamente).

Al poco tiempo me doy cuenta que me ha vuelto la espalda, y eso sí que es curioso. No porque me pareciera un desprecio, que lo era, sino porque eso sí lo recordaba bien. La estatuilla es tan menuda y graciosa que la había puesto de frente para verle la carita y el atuendo. Los rasgos del rostro, aunque desgastados, denotaban una cierta habilidad y sensibilidad para con la esencia femenina. Tenía la silueta de cadera ancha de las divinidades de la fertilidad que recordaba de la clase de Historia del arte del instituto. Pechos y caderas, era todo lo que esas figuras tenían, y una sonrisa de oreja a oreja. Estaban encantadas de conocerse y de parir hijos sin parar. El culto a la fertilidad. Siempre he pensado en el supuesto matriarcado prehistórico. Cuando el ser humano descubrió la propiedad privada, también se hizo con el control de las mujeres, una asociación muy curiosa.

La coloco en la mesa de noche a propósito porque está relativamente lejos de la estantería, no podría volver por su propio pie (la mera suposición me hace mucha gracia). Una pequeña putadilla que le hago a mi pequeña diosa bromista. Estoy convencida de que la va a encontrar muy graciosa.

Pero no. A la mañana siguiente la encuentro tumbada en el suelo. ¿Será que, en serio, ha intentado volver a la estantería, sin éxito? Con solo pensarlo un escalofrío me recorre la espalda. Empiezo a estar un poco intrigada, por decirlo sutilmente. La recojo del suelo y la coloco en la estantería, donde la puse el primer día. Y entonces veo detrás de ella un libro, gordo y viejo con letras góticas. Uno de esos libros que llaman la atención de inmediato por recordar a la magia negra o a una biblioteca medieval. El nombre del autor me suena, pero no sé de qué. Como sabemos cómo funciona el cerebro, no nos va a sorprender que este enigma se resuelva por sí solo mientras la historia transcurre, porque mientras tanto mi cabeza se ocupa de ese nombre y de intentar descifrar por qué me resulta tan familiar. Cojo el libro y lo miro, por delante y por detrás, como haría cualquiera en una librería. Negro, misterioso, cerrado a cal y canto sin llaves. Karl Lorian. No conozco a ningún Lorian, menos a ningún Karl. Entonces abro el libro y encuentro una nota con un número y una llave pegada con celo. Banco Meridional, nº 4879.

Karl Lorian. De pronto caigo en la cuenta: es el nombre escrito en la etiqueta de la maleta. Ahora sí se me ponen los pelos de punta. ¿Qué creéis que toca hacer ahora? Ir al banco, y es lo que me propongo. Para ello me decanto por el taxi y en diez minutos estoy ante la puerta con mi llave y mi misterioso papelito. “Hola, mi padre me ha dejado esto”, y con ceremonia y sin pedir documentación me traen una caja que parece latón pero no lo es, claro. Cierran la puerta de la habitación a la que me han llevado y me dejan sola para abrir la caja. De todo lo que esperaba encontrar, esto era lo último: un bolsito de terciopelo negro con diamantes. Sí, como habéis leído: diamantes y algún pedazo de oro macizo.

¿Cómo te llevas a casa un bolsito con diamantes y pedacitos de oro? Pues como me llevé una maleta a mi casa que no era mía, con cara aburrida y de circunstancia. “No llevo diamantes encima, lo siento” es lo que parecía decir con la mirada, pero nadie se dio cuenta. Cuando llego a casa la estatuilla me mira desenfadada exhibiendo su pechera sin pudor desde la estantería. Ahora me doy cuenta de todo: no fui yo quien escogió la maleta, fue ella quien me escogió a mí.

Lo siguiente ya no viene a este cuento, pues la abundancia es vulgar y anodina. No hay dificultad en nada y todo fluye, aunque no con la misma gracia que antes.

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