Ese hombre ¡Por el infierno! Era fuego. Ardía dentro de mí, hundía su perverso ser en mis adentros como si yo fuese todo lo que quisiese del mundo. Era adicto a mis nalgas, le gustaba cogerlas en sus manos de oso panda y palmearlas, era un cachón. ¡Qué hombre del demonio! En qué momento se habían vuelto necesarios sus chillidos en mi oído, su lengua en mis senos, sus dedos en mis agujeros, su aliento cerca de mí. ¿Cuándo había dejado de ser mi objeto, mi distracción, mi escape? Ese hombre era escalofriantemente adictivo, erizaba mis pelos, me volvía loca la cabeza y la vagina, no podía dejar de querer estar rodeada de su sudor de macho cabrón, es que ¡No podía! Era demasiado físico para mí. Deseaba con la fuerza de un tornado sentirlo dentro, pero no era una obsesión. No, no lo era.
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