Reencuentro con los orígenes

Reencuentro con los orígenes

Johana M. R. C

11/08/2017

Llovía, como si las nubes necesitaran drenar su tristeza y a veces su furia, llovía con pasión, con ahínco. Había lodo por todo el camino, la llegada a la masía era complicada sin caballos o carruajes y yo iba caminando, sorteando los charcos, tratando de no caer o lastimarme, tenía por delante un largo viaje, de esos que cambian vidas, que regalan perspectivas, que afianzan afectos, y deseaba hacer ese trayecto en condiciones óptimas.

Estaba ya en el camino principal de Lavern y debía caminar dos kilómetros o más para llegar a la casa, me acompañaba a mi izquierda una formación rocosa que le daba fuerza al apellido, por esa roca nos identificaban, y estaba a punto de dejarla atrás, de no volver a verla más, a mi derecha un campo lleno de viñedos, unas uvas verdes deliciosas que nos daban el mejor de los vinos. Destilaba agua de mis cabellos, de esos pesados ropajes, de ese calzado incómodo, cuando finalmente alcancé la entrada de la casa, bordeé el muro de piedra a mi derecha y accedí por la puerta principal, esa hermosa e imponente puerta de roble y acero que tanto iba a extrañar. Debía terminar de empacar, el carruaje salía hacia Barcelona a media noche y tenía la sensación de estar huyendo de mi realidad, como prófuga de una historia que ya no era mía.

El equipaje estuvo listo y tuve tiempo de recorrer una vez más esas estancias amplias, de nadar en la nostalgia que aún no tenía pero que seguro sentiría, de disfrutar del color de sus paredes, de amar con cada fibra ese espacio, de perderme en su luz hermosa. Las razones de esta migración forzada no las terminaba de entender muy bien, cosas de gente mayor, un manejo indebido de dinero, una mala administración, un mal proceder y ahora debía dejar todo lo que componía mi espacio y embarcarme en esta travesía a un nuevo mundo, un paisaje diferente, un clima distinto, una fauna peculiar, con nuevas personas y acentos diferentes.

La lluvia no paraba y los planes de viaje tampoco. La gente corría, la histeria se apoderaba de todas las personas en casa y yo seguía recorriendo las habitaciones, las estancias, la enorme cocina y el balcón sobre la puerta principal, desde allí guardé la vista más hermosa del pueblo y de las tierras de la masía que pude haber tenido nunca, se fusionaba la lluvia con la vasta tierra mientras que en el horizonte se avistaba un poco de cielo sin nubes, estaba cayendo la tarde, llegaría pronto la hora de partir.

El carruaje llegó en punto a la media noche, el equipaje se desbordaba y la mixtura de sentimientos se manifestaba, la tristeza por la huida, por dejar atrás lo que hasta hoy había sido mi universo y la ansiedad por saber a dónde iba, qué era eso del nuevo mundo y qué contenía ese desconocido lugar. Lloré, sola, en silencio para no despertar angustias en el largo trayecto hasta el puerto, vi cómo se alejaba la masía de mi alcance, como la oscuridad se iba tragando mi roca, mi orgullo y mi vista de los viñedos, como mi nueva realidad se iba haciendo presente. Dormí un pedazo del trayecto hasta que el olor a salitre me despertó, ya estaba en el puerto de Barcelona.

Todavía me parece muy confuso todo, una vez en la nave escuché que pasaríamos dos meses en alta mar antes de finalmente llegar a nuestro destino, que nos dirigíamos a las Américas y encontraríamos puerto en el Mar Caribe, no tenía idea de donde quedaba ese lugar ni por qué debíamos pasar sesenta días navegando para llegar, sólo esperaba de corazón que valiera la pena mover la vida de continente.

En el barco me acostumbré a la vida del mar, de la mar como decían los marineros, me levantaba temprano y salía a ver el amanecer todos los días, ayudaba a la cocinera en las labores, había mucho que ver, que aprender, estrellas que mirar, libros que leer; el olor de la sal me llenaba de nostalgia, me transportaba al puerto de Barcelona, a casa. Los días de lluvia me daban mucho miedo, en el medio del océano, con esas olas enormes, sin avistar tierras en millas a la redonda, me sentía desprotegida a pesar de estar rodeada de mi familia, de los marineros y de otros tantos viajeros que iban en busca de nuevas oportunidades en aquellas tierras desconocidas.

Aprendí con los marineros a leer el mapa del cielo, qué dirección marcaba cada estrella, los nombres que tenían y qué les decía cada una, finalmente vi donde estaba la osa mayor y la flecha del norte. Me gustaba el tacto rugoso de la madera del barco, sus velas izadas, la forma en que el viento las inflaba, los laberintos que tenía por dentro, la cantidad de historias que creaba mi mente a partir de esos pasillos, me daba mucho miedo pasar cerca de los cañones, cualquier cosa que fuera utilizada para hacer daño me causaba repulsión. Los marineros fueron muy amables conmigo aunque al principio eran muy hoscos, llegué a pensar que eran piratas de esos de las historias de tesoros sumergidos en el mar y patas de palo, pero con el pasar de los días se convirtieron en la familia que se escoge, en amigos de verdad.

En el mismo barco viajaban también mercaderes que habían recorrido el mundo, iban contando sus historias de amores de puerto, de riquezas y desgracias de los lugares que habían visitado, de las maravillas de la tierra a la que llegaríamos, de las frutas frescas, la vegetación espesa, el color turquesa del mar, los atardeceres de sueños, el cielo despejado, la deliciosa brisa del mar. Pasábamos las noches sin luna hablando de corsarios y piratas, de galeones hundidos, de monstruos del mar y de cantos de sirena y la locura del mar en noches de luna llena. Del mar hay mucho que aprender, que contemplar, tanto que agradecerle que dos meses no fueron suficientes. En mis años posteriores en la tierra nueva, en la ciudad de Cumaná, iba todas las tardes a la orilla del mar a mojar mis pies y darle las gracias por traer siempre cosas buenas.

Al entrar en la cuenca del Mar Caribe, mis emociones se encontraron entre el miedo y la agitación de estar cerca del nuevo hogar, se veía tierra a los lados, se sentía esa vibra de lugar inexplorado, de verde intenso, de fauna exótica. Una vez en el puerto de Cumaná, el calor no me dejaba respirar, me estaba ahogando entre tanta ropa, me iba a desmayar. Acababa de llegar a mi nuevo hogar, Venezuela, que significa pequeña Venecia, nombrada así por Alonso de Ojeda a razón de mofarse de unas casas indígenas construidas sobre la Laguna de Sinamaica.

Me costó mucho acostumbrarme al calor y a la dinámica desenfadada de los habitantes de ese lugar, pero estaba fascinada con el olor a guayaba y con la casa que teníamos frente al mar. Era una época muy convulsionada por las gestas independentistas para liberarse de España. Con mucha sangre y gran esfuerzo, se logró el cometido.

En efecto, había todo un clima de lucha y guerra por fuera, pero la casa frente al mar era un remanso de paz, era ese espacio único donde la cocina de mamá, la biblioteca de papá, los arboles de papaya y guayaba del patio, el zaguán y las ventanas largas, la fuente en el medio de la casa, los corredores amplios, sus paredes blancas y su aura de tranquilidad la hacían mi refugio, adoraba ese lugar, así como pasear por la orilla del mar y por el castillo de San Antonio de la Eminencia, que construyeran los españoles doscientos años atrás para protegerse de los piratas. Ya era parte de esa nueva energía que adopté como mía, de ese lugar encantador lleno de magia marina, de los atardeceres de los que tanto escuché cuando iba en el barco, me encantaba ir al mercado y comprar verduras frescas, el olor de los mangos y del cilantro, el embrujo del cacao y esa maravilla llamada café.

Me enamoré y me casé con quien quise, fui muy feliz con mi vida, tuve hijos adorables que amaban tanto como yo esa tierra bendita y envejecí a la orilla del mar comiendo cazón, tomando jugo de guayaba y llena del amor de mi familia. Lo que quedaba de Lavern era un recuerdo lejano en un delicado rincón de la memoria donde se mantenía intacto el orgullo por mi origen, la imagen de la roca, la extensión enorme de viñedos, la masía y esa vista que me regaló el cielo antes de irme, desde el balcón sobre la puerta principal, que siempre estaría conmigo.

Morí en paz, rodeada de mi gente, en la tranquilidad del hogar, con el olor del mar acompañando mi último aliento.

Doscientos años después, con otro rostro, otras ropas, otro acento, pero el mismo apellido, volví a Lavern, esta vez no hubo barcos ni meses en alta mar, un avión y un tren fueron suficientes para llegar. Llovía, y desde la estación del tren caminé con cuidadito para que el reencuentro con los orígenes fuera suave, hermoso, tranquilo. Pregunté al bajarme del vagón cómo llegar a la Masía Milà de la Roca, y me explicaron que una vez en la vía principal del pueblo, cruzara a la izquierda en el camino de tierra, la formación rocosa a un lado, los viñedos al otro lado y los charcos de agua creados por los recientes chubascos me indicaron que iba por el sitio correcto. Avisté la casa, la bordeé y la reconocí, en los recuerdos grabados en la memoria del tiempo.

Toqué la puerta para preguntar si podía entrar en la casa, me atendió un señor muy amable que me explicó que esa era una pequeña oficina de la empresa que ahora manejaba los viñedos, hacían vinos orgánicos, me sugirió que pasara por la puerta principal a preguntar si por ese lado podía conocer la casa, así hice. La casa ahora funciona como alojamiento rural y no pude pasar porque estaban llenos de huéspedes, pero me indicaron que podía pasear por los jardines y tomar fotos a los campos llenos de uvas.

Disfruté de los paisajes, me llené de esa energía fabulosa, me imaginé las carretas, los caballos y los ropajes pesados, pasé buena parte del día dando vuelta por esos jardines, viendo el cielo despejarse y dejando colar la luz del sol sobre las extensiones infinitas de viñedos. Me despedí de Lavern con la promesa de volver, llevándome ese retrato hermoso del pueblo, el cielo plomizo, las uvas, la masía y el reencuentro con el lugar donde empezó la historia de mi familia.

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