El tiempo pasa y nos cuesta reconocernos al ver imágenes de nosotros mismos en un cuerpo más pequeño, es a medida que avanza la vida que toma todo perspectiva como para entenderlo. Quizás si es que vale de algo me atrevería a pensar que el fin de la vida (para mí) es vivirla hasta el fin, transitarla en cada una de sus formas, de sus recipientes, alimentar y fortalecer cada carcasa, cada chasis, cada vehículo que nos permite trasportar este ser, esta energía que no solo piensa, también siente. Nuestros cuerpos en cada etapa de la vida muestran el mensaje de lo que este contenía en ese preciso momento presente. Tomar el control de esta parte más material que nos conecta a la tierra para seguir creciendo, transitando y experimentando esto que llamamos vida.
Para sentir a través de los sentidos la unión que abraza a cada ser vivo en cada una de sus formas y sus fases. Como una energía más en una base material más que se nutre del contacto de lo externo a través de las raíces en lo interno.
Pero no solo el cuerpo cambia, crece, toma otras formas, también nuestra mente tiene la misma resiliencia natural, y nos permite transformarla, expandirla, incluso manejarla. Porque somos más que cuerpo y mente, somos la energía en una metamorfosis telúrica provocando la chispa, el primer fuego de la voluntad. Y es que hay una voz en mi interior que no pertenece ni a mi cuerpo ni a mi mente. ¿Es eso lo que soy? Es ese el misterio de la vida y la belleza que reside en ella, el constante cambio al que estamos sometidos que nos ofrece la oportunidad de caminar hacia donde nos guíe esa voz que algunos llaman instinto.
Muy distinto del otro ser no soy. Y entre el no ser y el no ser me hallo, y es con el paso del tiempo que finalmente me encuentro.
Entonces y solo entonces, me liberó. Y me despojo de lo que se había apropiado mi ego, para conectarme con esta maravillosa red, que traspasa cuerpos y moldea mentes, en un ritmo silencioso, pacífico sin tiempo. Es una danza tribal tan ancestral como el viento.
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