Es la hora del crepúsculo. Grandes manchas doradas bailan sobre el pavimento. Cubro mis ojos con la mano, mirando a través de ella el sol opaco entre nubes oxidadas. Por debajo y alrededor mío, trazas de niebla azufre se mueven perezosas, apenas dando paso a mi cuerpo descarnado.

Tras la cerca, Odette corta las rosas. Sus dedos blancos juguetean entre los tallos agresivos, elegantes aún cubiertos de tierra y polvo. Sus falanges de hada, trémulas y ancianas, sostienen con delicadeza los tallos al tiempo que les da la muerte. Las espinas muerden su piel en una batalla silenciosa, y los fibrosos tallos se resisten con la persistencia de años de crecimiento y sequedad.

Las rosas trepan por la fachada de la pequeña casa amarillo pálido, alargada y de un solo piso. Es una construcción discreta, un castillo maldito con el peso de su pequeñez engañosa y sarcástica. Entre la cerca y la casa, los rosales mutilados crecen por doquier.

Traspaso la verja con largos pasos y me volteo para acercarme a la mujer. Odette me mira, feérica en medio del polvo, la luz y la magia. La beso en la boca, sin reparar en sus labios manchados de azul. Odette se doblega al inclinarse como un tallo de junco joven, su beso es cálido y me lastima. El calor oprime fuerte, y una brisa inexistente mueve los pliegues de sus alas de coleóptero seco que se desprenden inútiles y marchitos desde el corsé de su vestido victoriano. Las rosas se estiran hacia mí, quieren cogerme; yo las abrazo porque no pueden herirme.

Al traspasar el umbral de la puerta el silencio me acompaña como una advertencia mientras respiro el aire denso de la habitación. El interior es turbio, caluroso y oscuro, y un olor putrefacto y dulzón inunda el ambiente inmóvil del sin tiempo de forma sólida e ineludible. Aún sin verlo, puedo palpar la presencia de los anticuados sillones y el tapiz desgastado que se desprende a jirones en las esquinas. Las rosas cubren prolijamente cada rincón de la habitación; la mesa, los estantes polvorientos, los cojines con hilo de oro, el brocado y la alfombra gruesa que ella había encontrado demasiado elegante para un lugar como aquel. El único haz de luz que entra en la habitación desde la pequeña ventana empañada se viste de motas de polvo luminoso suspendidas como partículas de oro.

Avanzo con dificultad por el oscuro pasillo, luchando contra las asfixiantes masas de aire caliente estancadas allí desde hacía una eternidad. En la cocina, veo sombras de niños durmiendo con la palidez de la muerte, apoyados sobre la mesa al lado de cuencos de avena. Frente al fogón duerme un gato de delgadez cadavérica.

Avanzo sin detenerme. En la pieza del fondo, detrás de una puerta de madera clara, me aguarda la mujer. Eterna y triste, flota sin esfuerzo en una esquina del cuarto con el pelo plateado rodeándola como un oleaje suave y poderoso, durmiendo el sueño inconsciente de su destino. A su lado, una rueca gira sin emitir sonido.

Con dulzura le indico sin palabras el fin. Ella levanta los párpados pesados, entendiendo que su espera ha terminado. Asiente sin esperanzas a aquello que, sabía, estaba destinado a ser irrevocablemente. Era la estéril caída del último grano dentro del reloj de arena.

Con el silencio y el tiempo retumbando en mis oídos, muerdo lenta y cuidadosamente, sin prisa, casi con ternura. La sangre cálida inunda mi boca, dulce y amarga como regaliz. Mientras las primeras gotas carmesí golpean la alfombra con un sonido hueco, suspiro:

-Alea jacta est-

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