El niño del orfanato

El niño del orfanato

Serafín Cruz

27/05/2020

SERAFÍN CRUZ MURIEL

El Niño Del Orfanato

LIBRO PRIMERO

JONÁS

CAPÍTULO I

I

Medona, año 1808

I

sabel, una esbelta mujer con la belleza oculta entre el descuido personal, la falta de aseo y la ajada vestimenta que, por falta de poder adquisitivo, lucía, era una joven lozana con un futuro incierto. Sin unos padres que la amparasen —ambos muertos por difteria—, sobrevivir era una meta que a veces consideraba inalcanzable. A las calamidades que tuvo que enfrentarse en su corta vida fueron tantas, que llama al asombro lo que un cuerpo humano, por fuerte que este sea, puede soportar. Isabel tuvo que apañárselas sola desde los trece años —desde entonces odiaba ese número—. La salvó de la muerte unos mendrugos de pan que algún alma caritativa le ofreció, y no fueron pocas las noches que durmió sin haber conseguido llevarse a la boca un plato de comida decente en todo el día. Para aumento de su desgracia, se vio obligada —el hambre, que cuando aprieta hace estragos y con tal de saciarlo el sujeto en cuestión justifica cualquier atrocidad— a entregarse a cualquier desconocido a cambio de unas monedas; su cuerpo, ya estilizado con unos pronunciados pechos y una reducida cintura, era el único medio de supervivencia que encontraba. Las desgracias nunca vienen solas, y el infortunio dejó en Isabel un toque de mala suerte para que se quedara embarazada sin saber con certeza quién, de entre todos los desahogados «amantes» que habían gozado de su intimidad, pudo ser el que depositó el esperma en uno de sus óvulos. Podía aproximarse al acierto por descarte, pero las posibilidades de asegurar el éxito en su atino eran, lógicamente, escasas.

Ella acabó enamorándose de un marinero, poco dado al trabajo, que pasaba la mayor parte del día en la taberna del muelle pesquero. Con él gozó muchas noches, lo que le hizo comprobar la diferencia entre el acto pagado y el verdadero amor, pero ya en su vientre germinaba la semilla de un desconocido cuando apareció este hombre en su vida, cosa que él no supo por el poco tiempo de gestación de Isabel en la breve relación que mantuvieron y porque de la boca de ella, ante el temor de perder a su amante, no salió ni una palabra referente al tema de su embarazo.

El hombre que la enamoró distaba mucho de compartir el mismo sentimiento por ella, aunque Isabel parecía alelada y ciega para percatarse de la realidad. Además, la trataba con despotismo y con rudeza, algo habitual en él, ya que era un hombre arisco y un tanto pendenciero en el trato social, comportamiento que acabó dando con sus huesos en la cárcel acusado de asesinato. Nadie sabe la razón por la que se abalanzó sobre un desconocido y le asestó varias puñaladas de muerte, pues prefirió el suicidio, acabando colgado en la trena esa misma noche, antes que defenderse con cualquier alegato que mantuviera a la Parca alejada de él.

Tal vez por las circunstancias dadas, a todas luces frustrantes, el embarazo de la infeliz Isabel tomó extraños derroteros, y el feto, lejos de saber qué ocurría en el mundo exterior, fue desarrollándose adoptando la postura inversa a la que por natura se adopta, la cefálica, y se encajó de nalgas. El parto, por tanto, se complicaba y, llegado el día que la embarazada más temía, la comadrona, de aspecto sencillo y agradable, acompañada por una amiga de estatura media y aspecto desapercibido que se prestó como ayudante, preparó cuantos utensilios acostumbraba a preparar para hacerle frente a un parto poco habitual.

No faltaba allí un escalpelo, una palangana con agua limpia, varias jofainas llenas de agua para cuando fuera necesario cambiarla, muchas toallas para frenar cualquier hemorragia y asegurar un buen secado, aguja y seda para coser, y unas tijeras para cortar el cordón umbilical. Pese a su experiencia como partera se preparó para lo peor, pues bien sabía que el trabajo que le esperaba podría acarrear tan graves consecuencias como la muerte de la parturienta. Y así fue como ocurrió. Ni las prisas por sacar al bebé del vientre de su madre ni la constante atención a la que estaba dando a luz para que pudiera sobrevivir a tan trabajoso parto fueron suficientes, y el que acababa de nacer traía consigo la inevitable e invisible marca de la desgracia: venir al mundo siendo huérfano y depender de la caridad y de la misericordia de la gente para poder vivir.

Los blancos y limpios paños que cubrieron a la angelical criatura eran lo único que se podía considerar agradable en la habitación donde había tenido lugar el alumbramiento. Isabel yacía cadáver, desnuda hasta que la voluntaria asistenta de la matrona la cubrió con la única sábana que no se había usado en el parto; la matrona con el semblante serio, sentada al borde de la cama lamentándose de la tragedia que acababa de ocurrir, y la ayudante, que triste y llorosa arrullaba y mecía instintivamente al niño que, ajeno a todo, dormía tras haber soltado al mundo su primer llanto; a todo se sumaba la desagradable vista que ofrecía una cama manchada de sangre, así como la palangana y demás utensilios usados.

Qué hacer con un recién nacido era, todas las veces presentadas, una odisea, y peor aún se planteaban las cosas cuando tenía que tomar las decisiones una persona ajena a la familia del bebé, y, sumida en una tesitura de preocupación y responsabilidad, la matrona debía decidirse entre informar a las autoridades para que se hicieran cargo del que acababa de nacer o encargarse en propia persona de llevarlo a un orfanato. Otro asunto, totalmente diferente y mucho menos preocupante, era informar del fallecimiento de Isabel.

El único centro de acogida que había en el pueblo era un viejo hospicio que se mantenía a duras penas gracias a la beneficencia pública y que estaba saturado las veinticuatro horas del día. El niño necesitaba una madre adoptiva, no un hospicio. En algún sitio tenía que haber una mujer que quisiera adoptar a un recién nacido, ponerle nombre y apellidos, alimentarle, darle una educación, y preocuparse y quererlo como una auténtica madre, pero… dónde.

Resignada ante el difícil panorama que tenía ante sus ojos, preguntó a su ayudante y amiga, que aún sollozaba y mecía entre sus brazos al niño, si sabía de alguna mujer que pudiera lactar al crío, pero obtuvo una muda negación por respuesta.

—¿Ni en la capital? —insistió—.

—No… lo siento.

— ¡Anda, dame este regalo de Dios! —pidió—. Verás como todo te va a salir bien, renacuajo, todo te va a salir bien —dijo, hablándole al pequeño mientras este pasaba de los brazos de su ayudante a los de ella, en un intento por animarse a sí misma.

—Clara, ¿puedes acercarte al cuartelillo y avisar del fallecimiento de Isabel? —rogó nuevamente—. Yo me encargo del niño, no te preocupes.

Sin hablar, pero no sin cierto pesar, su amiga asintió.

A las dos mujeres se les presentaba un futuro, al menos, preocupante y, de las dos, la que sin duda alguna tendría que asumir toda la responsabilidad era Esther, la matrona; la otra estaba allí prestando voluntariamente a una amiga la ayuda demandada. Ni la que había dado su vida para que un pequeño vástago viniera al mundo ni el propio vástago eran responsabilidades suyas. Seguiría prestando a su amiga tanta ayuda como esta precisara, pero sin que tal cosa acarreara la más mínima atadura ni carga sobre ella.

Esther era consciente de todo ello —no tenía ni un pelo de tonta— y asumía el arduo trabajo que le esperaba. Lo primero era aceptar las cosas tal y como habían venido, algo a lo que estaba acostumbrada, ya que no era la primera vez que una vida quitaba otra vida, pero tal cosa siempre era algo duro de encajar, pues no nos preparamos —o no nos prepararan— para aceptar la muerte como algo venidero e inevitable. De una cosa estaba Esther segura: el convencimiento de que daría con la persona adecuada a quien poder confiarle el bebé.

Su oficio la hacía estar al día de los orfanatos que ella conocía: El orfanato de Trigado, pueblo costero situado al suroeste de Medona, donde había vivido Esther antes de mudarse a la ciudad donde actualmente, y desde hacía más de veinte años, tenía fijada su residencia, y el de Larife, al sureste de Trigado y hacia el interior, casi en la otra punta del país. Si se veía en la obligación de descartar la posibilidad de adopción por falta de matrimonios o mujeres voluntarias, no tendría más remedio que hablar con el párroco del pueblo para comunicar a este el deseo de entregar el bebé en uno de los dos orfanatos. Tal menester no sería tarea fácil, pero, si no quedaba más remedio, tendría que ponerse manos a la obra cuanto antes, pues ella no estaba en disposición de amamantar a la criatura, y pedir ese tipo de favores siempre se le antojaba cosa delicada y de alta complicación.

II

—Isabel María Asunción Solano —respondió Clara, algo temblorosa, a la pregunta de un agente de policía sobre el nombre de la difunta.

—I… sa… bel… Ma… rí… a… A… sun… —repetía en voz alta y con total parsimonia el policía conforme escribía— ¿Y qué más?

Clara mostró serenidad, reflejo fruto de su educación, pero su estado real no tenía nada que ver con su apariencia. Con suma paciencia, esperó a que el agente terminara de rellenar el parte de defunción y que le dijera que ya podía irse. Antes de hacerlo resaltó que en el lugar donde estaba el cuerpo sin vida de Isabel se iban a encontrar con mucha sangre, e hizo hincapié para que se dieran prisa en retirar el cadáver antes de que acudieran los insectos.

El policía preguntó por el recién nacido y, cuando Clara dijo que estaba siendo atendido por la comadrona, se reclinó sobre el respaldo de su sillón, se llevó una mano a su frondoso bigote y, con un ademán de su mano libre, dio a entender su conformidad y sirvió como saludo de despedida.

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CAPÍTULO II

I

E

ra media tarde pasada cuando la comadrona cruzó, con el bebé arropado entre sus brazos, la puerta de la farmacia, la única del pueblo. Quien estaba atendiendo era Isidoro, un hombre de edad avanzada que llevaba ejerciendo su oficio desde que el licenciado Gaspar Lozano abrió el primer día las puertas de su negocio. Isidoro era de aspecto enclenque y destacaba en él una amplia frente merced a unas exageradas entradas; unas minúsculas gafas descansando en la punta de su doblada nariz era toque personal e invariable en el aspecto que lucía a diario, como también lo era la desabotonada bata —blanca en un principio— que lucía.

El orden en la farmacia dejaba mucho que desear y la antigüedad de los muebles le daba un tinte arcaico. Pero la gente del pueblo sabía de la amabilidad y de la experiencia del boticario, y el conocido desorden que allí reinaba era peccata minuta, aunque no se libraba de ser causa de comparativas exageradas como «¡Niño, arregla tu cuarto que esto parece la farmacia de don Gaspar!».

—Buenas tardes, doña Esther —saludó educadamente Isidoro, como era habitual en él.

—Buenas tardes —respondió escuetamente ella, demandando a renglón seguido—. Leche en polvo, por favor.

Isidoro bajó, no si torpeza, los dos escalones de la escalera en la que estaba subido y, sin pronunciar palabra alguna, comenzó a buscar lo demandado desapareciendo para ello de la vista de Esther. En un par de minutos apareció portando un bote de leche en polvo, que traía entre otras cosas que encontró.

—Siempre agradeceremos a Krichevsky esta magnífica idea: evaporar leche pasteurizada hasta conseguir este maravilloso polvo amarillento —expuso el de la farmacia mostrando el bote que portaba en una de sus manos—. Leche en polvo. Aquí está —dijo escudriñando a su cliente de forma benevolente y sin conseguir ver un solo centímetro del bebé—. ¿Algo más?

—No, ya está.

—Para diluir el polvo de leche…

—Lo sé —cortó secamente Esther la voluntariosa explicación que el boticario pretendía darle y, con más tacto esta vez y disculpándose convenientemente, pidió la cuenta.

Esther sacó el monedero que guardaba en una faltriquera que ocultaba bajo el manto gris con el que se cubría y, además, hacía de edredón para el bebé. No si apuros, debido a la reducida capacidad de movimientos e incomodidad que acarreaba llevar un niño en brazos, pagó la cantidad dicha por el empleado que, sin hacer preguntas que pudieran resultar impertinentes, cobró debidamente. Un postrer saludo de despedida cerró la operación y Esther, sin más, abandonó aquel entrañable lugar.

Humedecía el aire y hacía descender la temperatura, algo habitual en aquel pueblo costero. Esther, habituada a la zona, descendía por la calle que la conducía hasta su casa con el firme propósito de atender al pequeño que, por el momento, era responsabilidad suya. Y tan pronto llegó no tardó, ducha como era en los menesteres de los cuidados y aseos de un frágil niño después de ni sabía cuántos partos asistidos, en ponerse a calentar agua en la olla más grande que tenía, agua con la que luego dio a la criatura un reconfortante baño sin escatimar repartir jabón por doquier. La satisfacción del trabajo bien hecho dibujó una sonrisa en los labios de la partera, sonrisa que la hizo sentirse feliz mientras enjabonaba la blanca piel del bebé, que pataleaba una y otra vez la relajante agua, denotación inequívoca de su bienestar.

Esther daba, en silencio, casi sin proponérselo y debido a ser cristiana practicante, gracias al Todopoderoso de la venida al mundo de la tierna criatura que con tanto esmero y mimo aseaba. Pensó en lo feliz que sería ella si Dios la agraciara con un hijo como aquel, pero abortó enseguida tal pensamiento al comprender que, a su avanzada edad, más que sentirse agraciada, acabaría convencida de estar recibiendo un castigo.

Aquella inocente criatura no tenía la culpa de las circunstancias que tuvieron que reunirse para que él hubiera podido nacer. No, él no tenía la culpa de que su madre compartiera su cama con desconocidos, no tenía la culpa de haberse encajado de nalgas en el vientre de su madre y, por supuesto, era totalmente inocente de la muerte de aquella que le dio la vida. Esther sabía todo eso, pero ella también estaba libre de culpas en todo aquel cotarro, y tener al niño con ella era, como poco, embarazoso. Su conciencia y su educación no le permitían desentenderse del asunto —del niño menos aún—, pero urgía encontrar una familia, o, al menos, un lugar donde cobijar al pequeño. La cuestión se le antojaba sencilla, pero nada más lejos de la realidad que la circundaba.

Para llegar al orfanato Madre de Dios, el ubicado en Larife, eran necesarios tres largos días de viaje. Tal era la distancia que lo separaba de Medona. La decisión más cuerda era la de tomar varios carruajes, el primero en Medona para hacer el medio día de camino que había hasta Peel y, si se reunían las suficientes fuerzas y no se tardaba en enlazar con otro carruaje, soportar otras seis horas hasta llegar a Islum, un pueblo apartado de la costa que ofrecía hospedaje a los innumerables pasajeros que pasaban por allí. Desde Islum se necesitaban dieciséis agotadoras horas para alcanzar el pueblo de Trigado, otras diez horas para llegar hasta Ioan y un angustioso viaje de más de treinta horas para alcanzar Larife. Pedir asilo allí para el bebé era tal vez la opción más acertada de entre todas las que barajó Esther, pero el viaje se le antojó pesado, y más con la carga que llevaría entre sus brazos. Pero se sentía obligada a hacerlo y no iba a dar margen para la duda.

II

San Teodoro era el nombre con el que era conocida la Iglesia de Medona, aunque lejos de las fronteras del pueblo pocos tenían ese dato en su memoria. La Iglesia en sí era de tamaño considerable, nada desdeñable si se la comparaba con las Iglesias ubicadas en los pueblos colindantes, y muy concurrida por sus fieles, sobre todo mujeres, que se congregaban para celebrar los santos oficios, actos que eran llevados a cabo por el párroco encargado de tales menesteres, don Sixto.

Esther se acercó a la puerta de la Sacristía. En unos quince minutos comenzaría la Santa Misa Parroquial y, con toda probabilidad, el párroco estaría dentro preparándose para oficiarla. Golpeó un par de veces con los nudillos la hoja derecha de la estrecha puerta casi a la vez que la empujó levemente.

—¿Permiso? —solicitó con respeto.

—¡Pase! —invitó una sedosa voz desde dentro.

—¡Doña Esther! —exclamó el cura sin ocultar un ápice su alegría—. Pero, ¿qué la trae por aquí?

Don Sixto supo al instante que la que acababa de llegar, una de sus más fieles feligresas, era portadora de malas noticias y, avispado, pidió a su joven acólito que fuera a echar un vistazo al Altar y, de paso, que hiciera callar a la congregación.

—Padre —dijo haciendo una minúscula reverencia y tras esperar convenientemente que el monaguillo desapareciera de su vista—, traigo conmigo a una inocente criatura, fruto de un desdichado desenlace, que ha venido al mundo portando en sus entrañas el fatídico sello de la desgracia, pues esta tierna criatura que acuno en mis brazos es un bastardo, hijo de un hombre cuyo nombre tan solo conocía su madre, fallecida al darle a luz, y que se ha llevado a la tumba.

El cura se enfundó la casulla, mostrando una hábil soltura, tan pronto como Esther había acabado su relato.

—¿De qué difunta mujer está hablando, hija?

—Isabel, Padre, la que… —titubeó—, bueno… la pobre que se ganaba la vida… ya sabe.

—Sí, no siga, no es necesario. La conocía. ¡Pobre mujer! —se lamentó—. Dios la acoja en su Gloria. Y dime, ¿se ha dado aviso del fallecimiento?

—Por supuesto, Padre —contestó—. Se encargó de ello Clara… mi amiga Clara. Don Sixto —dijo a renglón seguido con la esperanza de encontrar una respuesta resolutiva—, no sé qué hacer con el bebé. He pensado que tal vez quieran acogerlo en un orfanato…

—Tranquila, hija, tranquila —alentó el cura tras asir el cíngulo que colgaba en una silla de madera—, todo se andará… todo se andará.

Esther quedó a la espera de las palabras del cura mientras este, con el cíngulo atado a la cintura, se disponía a rodear su cuello con la estola.

—Es un problema delicado —aclaró finalmente—, pero no dude, le echaré una mano allí donde Dios me lo permita. Este niño es, al igual que todos nosotros, hijo de Dios y, por ende, tiene derecho a que alguien se haga cargo de sus cuidados hasta que pueda valerse por sí mismo. Veré si puedo hacer que la reciban en el orfanato. Pero ahora he de oficiar la misa… No sería mala idea que se quedara a escucharla, tal vez unos rezos sirvan de ayuda.

—Sí, claro —consintió, casi sin voluntad, Esther.

Los fieles que se habían congregado en la Iglesia ocupaban casi un tercio de las bancas de madera destinadas para tal fin. No faltó entre ellos algún que otro murmullo cuando los asistentes vieron salir de la Sacristía al cura acompañado por Esther y el bebé.

Esther, sin prestar atención a los imperceptibles cotilleos, ocupó una vacante que había en uno de los asientos, cerca del baptisterio, se persignó, se sentó y se dispuso a oír las palabras del cura. Acabadas estas, esperó inteligentemente a que los que habían asistido desalojaran la Iglesia, momento en que regresó a la Sacristía con el temor del rechazo del cura ante su petición de auxilio.

—Acérquese, doña Esther —solicitó el cura apenas vio entrar a Esther en la Sacristía—. He pensado enviar una misiva al orfanato solicitando la acogida del niño. No veo motivo alguno para que se nieguen a aceptarlo. Tardaré un poco en redactar la carta, pero no se preocupe, me pondré manos a la obra tan pronto me sea posible y.… verá, me gustaría acompañarla en el viaje, créame, pero soy un hombre endémico y me cuesta alejarme de mi parroquia… compréndame.

Las palabras del cura entraron como agua de mayo en los oídos de Esther, por lo que no dudó en asir su mano para gratificar su acto bondadoso con un beso en el dorso a la vez que pronunciaba grata y repetidamente un «gracias, gracias, gracias».

—Una aclaración: creo que es mejor enviar a este niño al orfanato de Trigado. La distancia a cubrir es más corta y este orfanato es más joven que el de Larife —dijo.

—Sí, Padre —afirmó Esther, incrédula y sorprendida por lo que acababa de oír—, muchísimas gracias, muchísimas gracias —volvió a agradecer, sintiéndose plenamente afortunada.

III

Había una diligencia que partía para Trigado a primera hora de la mañana. Esther supo que tenía tiempo de sobra para prepararse antes de emprender el viaje con el bebé, pero no esperó para coger un gran bolso y llenarlo con todo lo que necesitaría para los cuidados de la criatura; no podía olvidar coger gasas, una colcha de cuna, agua y la leche en polvo que le había vendido Isidoro en la farmacia, entre otras cosas.

Le esperaba un largo recorrido, lo daba por asumido, aunque el trayecto hubiera sido eternamente más largo y fatigoso si hubiese tenido que hacerlo hasta Larife, por lo que decidió irse a la cama temprano para no echar en falta el sueño cuando tuviera que levantarse y ponerse en camino apenas despuntaran las primeras luces del alba.

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CAPÍTULO III

I

S

e encaminarían hacia el sur bordeando la costa, aunque esta no siempre era visible debido a los grandes árboles —pinos y eucaliptos— que dejaban partes del recorrido sin vistas.

En la diligencia, Esther ocupó la parte de la ventanilla derecha. Tres hombres ocupaban el asiento de enfrente. Uno era un hombre joven de tez morena que lucía un frondoso mostacho el cual envejecía su apariencia, y portaba un pequeño maletín que descansaba sobre sus piernas; a la izquierda de este viajaría un hombre que ocultaba su clara cabellera con un ridículo peinado —cuando no se tocaba la cabeza con un desfigurado sombrero gris oscuro—; y completaba el trío un caballero que llenaba con sus anchas posaderas la tercera plaza del asiento delantero, un hombre cuya obesidad era, a todas luces, imposible disimular. Junto a Esther se acomodó una elegante mujer, con no más de treinta años, que vestía un vestido de colores claros; una enorme pamela ladeada hacia su lado derecho le daba un toque de distinción.

Tan pronto los seis caballos —corceles negros— obedecieron la voz del cochero poniendo al carruaje en marcha, Esther se dirigió a la joven mujer presentándose a la vez que le ofreció la mejor de sus sonrisas. Con ello evitó que se formara hielo entre los pasajeros, que no tardaron en imitarla, dando comienzo así a que cada cual contara algo sobre sus ajetreadas vidas, llegando a parecer una competición por demostrar cuál de ellos tenía más problemas.

—Violeta —dijo la joven mujer tras haberse presentado Esther.

Los hombres dijeron llamarse Joaquín — el calvo— y Aurelio —el obeso—; el nombre del que viajaba junto a la ventanilla de la izquierda salió de la boca de Violeta:

—Samuel, es mi esposo —especificó—, nos casamos hace diez meses y desde hace cinco estoy gestando un hijo suyo.

Dado que la empatía entre las dos mujeres era mutua, Esther instó a Violeta, tras revelarle su oficio, a que la tuviera informada sobre su embarazo, prestándose voluntaria para ser ella la que la parteara llegado el momento.

—¿Ya has elegido un nombre? —preguntó la comadrona.

—Violeta, como yo, si es niña; en el caso contrario hemos decidido que sea el padre el encargado de elegir. ¿Cómo se llama tu bebé? —preguntó.

Esther, tras sonreír gratamente, aclaró las lógicas y erróneas conclusiones de Violeta y la informó de todo lo concerniente sobre el bebé y el motivo de su viaje.

La primera parada se hacía, por costumbre, tras doce horas de viaje, en el mesón El Águila, en la ciudad de Peel, propiedad de un aguerrido hombre, cabeza de una familia prolífica y conocido por El Tico. En el negocio colaboraban sus dos hijos varones, de catorce y quince años; sus dos hijas, de dieciséis y dieciocho; y su esposa. Todos eran rollizos y un tanto obesos y, además, la esposa del mesonero mostraba en todo momento un aspecto cansino. Tanto uno como otro, eran duchos en sus cargos y llevaban con solvencia el quehacer diario que daba aquel mesón, acostumbrados como estaban de pasar a estar cazando moscas, sumidos en el más tedioso de los aburrimientos, a tener de un solo golpe el local repleto de gentes haciendo sus comandas y reclamando más rapidez.

Esther pidió, acercándose al mostrador, agua caliente para poder calentar una poca de leche con la que apaciguar la intranquilidad que, con incipientes sonidos, comenzaba a manifestar el lactante, y no tardó en ocupar una de las mesas para cambiar, por otras secas y limpias, las gasas que el pequeño había mojado. Después pidió un plato caliente del guiso del día con el que se calentó el estómago, además de insonorizar sus estridentes tripas, y, antes de volver al carruaje, defecó y orinó hasta el desahogo, no sin antes pedirle a Violeta el favor de sujetar al niño.

Sus compañeros de viaje no dudaron en salir a estirar las piernas un rato tras haber cubierto sus necesidades. Les aguardaban otro largo trecho del viaje donde, tras seis continuadas horas, alcanzarían el pequeño pueblo de Islum y se quedarían para pasar la noche; a primeras horas del alba debían estar despiertos para tener que volver a soportar otras dieciséis lentas horas hasta Trigado.

Islum no destacaba precisamente por ser un pueblo grande, pero era el paso de innumerables coches de caballos que hacían a diario la ruta hasta Medona y, en dirección contraria, hasta Trigado, por lo que contaba con varias casas para el hospedaje, harto conocidas, así como varias herrerías y establos donde poder dar atención y descanso a los animales de tiro. La hospedería que ocuparon los viajeros que acompañaban a Esther disponía de cuatro habitaciones, pero dos de ellas estaban ocupadas, así que tuvieron que aceptar la única opción posible y, para no recorrer el pueblo buscando alojamiento, distribuirse en las dos respetando a las dos damas, que pasarían la noche en la misma habitación; el resto haría lo propio en la habitación que quedaba libre.

A la mañana siguiente, cuando Samuel despertó, encontró a Joaquín afanado en cubrir su alopecia de cualquier forma. Fue consciente de que era observado únicamente tras el carraspeo de Samuel; esto hizo que cejara en su empeño y, ágilmente, volvió la vista atrás.

—Buenos días —saludó—, ¿ha dormido usted bien?

—Buenos días. Sí, gracias… bueno, menos cuando los ronquidos no me han despertado —alegó dirigiendo su mirada a Aurelio, que aún dormía—, los ronquidos y las desvergonzadas flatulencias que penetraban por mi nariz como si del mismísimo azufre se tratara.

—Las damas tal vez estén aún dormidas —apaciguó, desvirtuando hábilmente el tema, el de la alopecia—, pero habrá que ir bajando… un largo trecho nos espera aún, y cuanto antes lo acabemos mejor.

Pasaron más de quince minutos antes de que los tres hombres llegaran al salón escaleras abajo. Esther y Violeta estaban sentadas a una mesa en el salón, dándose ambas un buen desayuno a base de huevos revueltos que acompañaban con una redondeada torta de pan. Tras el consabido “buenos días” de saludo, se unieron al desayuno de las damas. Samuel besó en la frente a su esposa antes de sentarse y preguntó a Esther por el pequeño, pregunta que fue respondida con una respuesta agradable y una sonrisa convincente.

Tras el desayuno vino el pago de la cuenta, haciéndose cargo cada uno de la parte proporcional que le correspondía, aunque no faltó el racaneo en Joaquín y en Aurelio, dando una evidente muestra de queja por el precio de los productos que les habían servido. Un rato después los pasajeros volvían a ocupar sus asientos, manteniendo la misma distribución que habían mantenido hasta su llegada a Islum, y comenzaron a alejarse del pueblo.

El trecho que les quedaba era el más largo, nada menos que dieciséis horas de viaje continuado, aunque, lógicamente, pararían a desentumecer los músculos y a estirar un poco las piernas, pues, aunque durante el trayecto avistarían una decena de pueblos, solo Yombra y Llendov se encontraban a pie de camino, aunque ninguno de ellos ofrecía cobijo ni albergue, ni para las personas ni para las bestias; encontrarían alguna que otra cantina donde poder refrigerarse con agua fresca y beber algún caldeado vino, eso sí, pero debían andarse con cuidado y no fiarse en demasía de los habitantes de ambos pueblos, pues estos tenían ganada la fama de ser hábiles en los pillajes, y un grupo de recién llegados era presa apetecible para llenar las faltriqueras propias en detrimento de las ajenas. Por ese único motivo, conocido por todos los que componían la dotación del viaje, optaron por no separarse desde el mismo momento en que pusieran los pies en tierra y hasta el regreso al carruaje, decisión que llevaron a rajatabla tan pronto como aparecieron en Yombra y, tal vez por eso, evitaron sorpresas desagradables, aunque no pudieron evitar la malintencionada mirada de algún que otro. Esther, que creyó ver un destartalado cartel que anunciaba productos comestibles, pudo convencer al resto de grupo para que la acompañaran y se pudo provisionar de leche para el bebé; Violeta no quiso soltarse de su brazo en ningún momento, algo que resultó molesto para ella pero que, debido al estado de la desposada, guardó su queja y permitió que la otra caminara como si cosida a ella estuviera. Acabada la compra se adentraron en la primera cantina que encontraron, umbría y sin decoro alguno, concurrida con cuatro desaseados hombres barbudos que jugaban a algún juego de cartas alrededor de una vieja mesa de madera y el dueño, un hombre de talla media que mostraba un frondoso e interminable bigote y una cara de aburrido que invitaba al sueño. Los jugadores, tan pronto los del grupo irrumpieron en la cantina, pausaron la partida al unísono, como si se hubiesen puesto de acuerdo telepáticamente. Solo cuando el último de los viajeros había entrado, reanudaron la partida, con el mismo rostro serio de funeral que tenían los cuatro y como si los que acababan de llegar les molestara con su presencia. El cantinero tampoco se esforzó por que su sonrisa compensara la fría y hostil seriedad de los jugadores, aunque su cara de aburrido se tornó en cara de sorpresa, algo que era más de esperar. El que encabezaba el grupo era Samuel, que caminó hacia el mostrador con parsimonia y seguridad y, tan pronto llegó, saludó cortés y secamente y preguntó si podían ofrecerles algo para comer. Las damas se sentaron, los caballeros quedaron de pie, a ambos flancos del que demandaba.

—Tenemos el guiso del día. ¿Lo comerán los cuatro? —informó el que estaba al otro lado del mostrador.

—Creo que nos comeremos cualquier cosa que nos ponga —aclaró Samuel—, y también nos beberemos un par de litros de agua… para los caballeros pónganos un buen vino, por favor —exigió tras haber buscado la aprobadora mirada de los otros dos.

Esther, alzando un tanto la voz, pidió desde la mesa si le podían templar un poco de leche para nutrir al bebé, labor de la que se encargó el propio Samuel.

Había pasado casi una hora cuando las panzas de los comensales comenzaron a sentirse satisfechas y el frescor del agua les había saciado la sed hasta hacerla olvidar. Era hora de reemprender el viaje y, dando por lo bajini gracias a Dios de que ninguno de los jugadores de cartas metiera el hocico donde no debía, abandonaron el local y, poco después, dejaron atrás el pueblo de Yombra, poniéndose en camino de nuevo con el firme propósito de no parar hasta el siguiente pueblo que les cogía de paso: Llendov.

Casi una cuarta parte más pequeño que Yombra era el pueblo de Llendov; sus calles estrechas y empinadas hacían lento el caminar de sus habitantes, y, duchos y hábiles en moverse entre ellas, los hurtos a los forasteros se sucedían como si por oficio tuvieran sus habitantes tal menester. Al pueblo, casi sin espacios amplios, lo atravesada el camino que llevaba a Trigado en una dirección y a Yombra en la opuesta.

El cochero paró su diligencia a un lado del camino y avisó a los pasajeros que podían bajar y que la próxima salida se haría en una hora. Con la misma firme idea de no separarse nadie del grupo, tal como hicieran en Yombra, los entumecidos viajeros abandonaron la diligencia y dieron trabajo a sus pies. Samuel tuvo la osadía de dejar dentro de la diligencia el pequeño maletín que llevaba. “Con el dinero a buen recaudo en el bolsillo interior de la chaqueta bastará”, pensó. Tras reponer fuerzas en la cantina que les había indicado en cochero y aprovechar la hora de descanso para permanecer de pie y caminar, volvieron al carruaje. Samuel se arrepintió de haber sido confiado cuando supo que nunca más vería su maletín.

II

—Hasta pronto, querida —se despidió Esther de la joven gestante una vez puso los pies en el suelo de Trigado.

—-Adiós, Esther. Suerte con la entrega del bebé —alentó la joven.

Al igual que Medona, Trigado era una ciudad bañada por el mar, como lo era también Peel. Sus barcas de pesca, varadas sobre una blanquecina arena cuando no había faena, daban a la playa un aire pintoresco y era foco apetecible para bohemios pintores y lugar donde creativos escritores encontraban fácilmente la agradable inspiración.

La historia cuenta que medio siglo atrás la ciudad fue arrasada por un maremoto que se manifestó de madrugada. Por la hora en la que aconteció, la gigantesca ola que se desató en alta mar hizo que el sueño de los trigadeños fuera preludio de muerte. Tan solo el orfanato y la Iglesia quedaron en pie, y del total de la población de nativos de Trigado solo doce fueron los supervivientes, aunque, contra todo pronóstico, se negaron a abandonar la ciudad a pesar de la desolación que reinaba en ella tras lo ocurrido, y, lejos de amedrentarse, consiguieron volver a reconstruir sus casas y volver a establecerse. Gracias a la heroica gesta de esa docena de personas, Trigado se convirtió en un lugar emblemático, muy visitado por la gente y lleno de vida.

III

No podía perder la esperanza, no ahora que estaba a unos pasos del lugar donde iba a entregar al niño. La misiva enviada por don Sixto tenía que ser un referente favorable, una llave que le abriera las puertas a su decisión de apostar por darle al bebé un lugar de acogida como aquél. Las Monjas Carmelitas dispondrían de su caridad —no se le va a pedir otra cosa a una monja— y de su clemencia, y un tierno bebé como el que llevaba en brazos era poco probable que lo rechazaran.

Se acercó a la puerta, hizo uso del llamador de hierro con forma de mano que agarraba una bola y esperó. La espera le resultó interminable. Un crepitante ruido acompañó en su recorrido al pequeño postigo que se abría. Una monja asomó su cara.

—Buenos días, Madre —saludó si tardanza la comadrona.

—Buenos días, hija. ¿Eres Esther? —preguntó la monja al ver que la que había llamado portaba un bebé.

—Sí —dijo notoriamente ilusionada—. ¿Ha recibido usted la carta de don Sixto, Madre?

—Yo no, pero sí el orfanato. Ande, pase —dijo tras cerrar el postigo y abrir una hoja de la puerta—, y no me llame Madre, eso guárdeselo para la Madre Superiora, a mí puede llamarme Sor Ángela… o Hermana.

El pasillo que conducía al salón era estrecho y estaba desprovisto de todo lo que pudiera considerarse objeto de decoración, a excepción de una cruz de madera que colgaba en la pared de la izquierda, según se adentraba.

—Espere aquí —pidió la monja.

Un par de minutos después aparecieron Sor Ángela y una segunda monja que le sacaba una cabeza de altura.

—La Madre Superiora, la Carmelita Catalina de Piedra Alba —anunció Sor Ángela.

—Buenos días, Madre —saludó mirando con complicidad a la ya conocida.

Lejos de encontrar obstáculos e impedimentos que abortaran o frenaran el ingreso del bebé y de, inesperadamente para Esther, hallar una Madre Superiora rígida e infranqueable, la enorme Carmelita se acercó mostrando una grata sonrisa y dando la bienvenida cordialmente a la vez que, con un chivato ademán, instó a Esther a que la dejara coger al bebé.

—Trae usted algún documento de esta bendita criatura? —preguntó tan pronto lo tuvo en sus brazos.

Esther explicó, no sin cierto temblor en su voz y a modo de excusa, la grávida situación por la que había tenido que pasar —primero el difícil parto y luego el fallecimiento de la primeriza— y, aunque nada de ello respondía a la pregunta hecha, la Madre Superiora, sin mermar su sonrisa, volvió a mostrar otro ademán significativo: el dedo índice cruzando sus labios.

—No se preocupe, sea como sea, este regalo de Dios vivirá con nosotras.

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CAPÍTULO IV

I

Trigado, abril, 1814

P

egado al hábito de una de las monjas encargadas de la cocina, un niño llamado Jonás caminaba rumbo al salón principal. Era serio, a pesar de su corta edad, parco en palabras y solitario. Las relaciones que mantenía con los demás niños que con él convivían se limitaban a compartir mesa a la hora de las principales comidas y poco más. No se le veía nunca jugar con los demás y no compartía sus entretenimientos con nadie. Se comportaba de forma huraña y tardaba, cada vez más, en acatar las órdenes o peticiones de las monjas.

Sabía que le caería una reprimenda en cuanto la monja que lo dirigía por el pasillo le hiciera saber a la Superiora lo que había hecho, cosa que no tardó en ocurrir.

—Madre —advirtió la monja apenas llegó a la presencia de esta—, siento ser portadora de malas noticias de este pequeño.

—¿Y bien…? —alentó para que Sor Esperanza siguiera hablando.

—Esta es, si no recuerdo mal, la tercera vez que intenta este mocoso hacerme caer poniéndome la zancadilla a mi paso.

— ¡Vaya! —Sor Catalina expulsó de un golpe todo el aire de sus pulmones y pronunció un lastimero “¡Ay!”—. Déjeme a solas con él, Hermana —pidió.

Dedicó una tierna y seca mirada a la vez al pequeño que se había quedado frente a ella. Recordó el día que lo trajo Esther al orfanato y cómo se sintió cuando tomó la firme decisión de ser la encargada de elegir un nombre para él cuando recibiera el Sacramento del Bautismo. Supo desde aquel día que se iba a sentir su madre adoptiva.

“Jonás, te llamarás Jonás”, pensó el día que dejó la comadrona su responsabilidad en el orfanato para hacer el camino de vuelta a Medona en solitario. Tal responsabilidad le fue trasferida por voluntad propia y, desde el mismo día del bautizo, no dudó en asumirla y dedicar tanta atención al niño como le fuera requerida, obligaciones que cargaba con sumo placer.

Las cosas comenzaron a complicarse cuando Jonás cumplió cinco años, pues, sin que nadie supiera explicarlo, el comportamiento del niño pasó a ser violento. Primero fueron los empujones a las monjas, consiguiendo en más de una ocasión que la víctima diera de bruces contra el suelo; le sucedieron las retiradas de las sillas cuando las desafortunadas elegidas se dejaban caer para descansar sus posaderas en el asiento —Sor Asunción salió mal parada cuando le tocó comprobar en sus propias carnes el efecto de dar con su cuerpo en el duro piso, y su coxis acabó con una fisura que tardó en sanar varios meses—; más tarde le tocó a la Hermana Pilar sufrir el más escatológico de los ataques de Jonás: un desagradable baño de heces humanas tras recibir de un solo golpe toda la mierda que llenaba un balde —el del pozo del patio del orfanato— que el temible niño colocó estratégicamente en lo más alto de una puerta. Sobra explicar el efecto que causó en la desafortunada Hermana la acción de abrir la puerta.

Jonás no era el menor de los niños del orfanato Santos Apóstoles, pues, en los seis años que habían pasado desde su llegada, otros dieciocho niños le habían sucedido. Pero sí era el que mayor atención necesitaba debido al comportamiento hostil que estaba mostrando en el último año. Tal comportamiento comenzaba a ser un serio problema que había que atajar y abortar cuanto antes. Jonás era aún muy pequeño para que recibiera duros castigos, aunque no se iba a librar de recibirlos, pues convencida estaba Sor Catalina de que la educación es el pilar donde todo ser humano se debe sustentar y, con la bendita ayuda de Dios, conseguiría enderezar al diablillo —pensando esto se persignó— que la miraba con parsimonia.

—¿Qué extraña fuerza tergiversa tu candidez y desvía tu infantil inocencia? —Se cuestionó hablando para sí misma, a sabiendas de que al infante no le afectarían sus preguntas—. ¿Cuáles son los motivos que a tu blanca pureza tiñen con actos violentos? —Levantó la barbilla del niño con delicadeza—. ¿Qué razones encuentras para que tus pensamientos obren buscando dañar? —Mesó con la mano libre la cabeza del crío—. ¿Qué te pasa, hijo mío? ¿Qué te pasa?

La que hablaba al pequeño dejó su trato dulce y suave para adoptar una actitud menos benevolente.

—Una vez más, pequeño, estás castigado —apuntilló.

Entre las monjas del orfanato comenzaron a correr rumores sobre la dudosa salud mental de Jonás. Precavidas como eran, los comentarios se hacían con la máxima discreción, con precaución y con voz graduada para evitar que los oídos de la Madre Superiora pudieran captarlos.

—Algún día alguna de nosotras acabará con su existencia si este niño sigue así —decía una.

—Tan sólo el Maligno, Ave María Purísima, puede obrar para que mente tan pequeña albergue tan malos pensamientos —argüía otra…

El temor a ser la próxima víctima no se desechaba. Habían sido muchos los ataques sufridos en un solo año y, aunque Jonás no se libró de algún azote por parte de alguna monja más desapacible, todas tenían el convencimiento de que al niño le causaba algún tipo de placer atacarlas y, aunque la Madre Superiora no se amilanaba a la hora de aplicar castigos al niño, sabían que los métodos empleados para enderezarle eran insuficientes y que, tan pronto le fuera posible, volvería a hacer de las suyas.

El miedo a los ataques del niño era tal que muchas monjas procuraban no acercarse a él, alguna incluso miraba debajo de su cama, deshacía la colcha para inspeccionarla, se cercioraba de tener cerrada la ventana de su cuarto —si este disponía de ella— y abría la puerta de su mesilla de noche y la de su ridículo ropero para comprobar, antes de acostarse, que todo estaba en orden. En el comedor no le quitaban ojo de encima ante el temor de recibir en la cara la leche que le servían o, peor aún, la sopa caliente… o cualquier otro alimento. Cuando las luces se apagaban, toda puerta que albergara a una Carmelita en aquel alterado orfanato quedaba cerrada con cerrojo y tranca y, como alguna que otra decía, aprendieron a dormir con un ojo abierto.

En varias misas se hizo mención de los ataques perpetrados por el temido niño, y en los ruegos se pidió para que su Ángel Custodio guiara sus pasos para que no se apartara del buen camino, aunque, después de la tercera agresión, las monjas dejaron de creer que Jonás pudiera recuperar la normalidad, y peor aún, pensaban que el estado agresivo del niño empeoraba a pasos acelerados.

En cuanto a los demás niños no hubo en ningún momento preocupación, pues el aislado Jonás parecía ignorarlos a todos y no hubo que lamentar ninguna reyerta acaecida entre él y los demás.

La incógnita no se despejaba, pues ninguna de las Hermanas acertaba, usando la lógica o no haciendo uso de ella y, simplemente, anteponiendo el añejo refrán “piensa mal y acertarás”, con los descabellados motivos que pudieran fraguarse en la mente del endemoniado chiquillo para que únicamente las atacara a ellas y nunca a alguno de los niños.

Desde la llegada de Jonás, el orfanato no había sufrido bajas con respecto a las monjas ingresadas en él. Todas ellas eran sabedoras de que su ingreso allí era una entrega sin condiciones a los desamparados que acogían, y el único fin que debían perseguir era darles una educación católica, aparte de, por supuesto, una atención y unos cuidados mínimos que aseguraran la supervivencia de los niños.

La media de edad de los niños del orfanato, cuando Jonás fue el último acogido, superaba escasamente los cinco años. Viéndolos a todos no se pensaría que se alcanzara esa cifra, pero dos niños que habían superado la barrera de los doce años, Roque y Rafael, hacían incrementar la edad media del grupo. Seis años después estos dos niños fueron trasladados al orfanato Madre de Dios, de Larife, pues la intrínseca normativa del orfanato prohibía cobijar a niños mayores de dieciocho años; todos los demás, excepto Jonás, fueron acogidos por matrimonios que optaron por la adopción, mas no por ello quedó mermado el orfanato de niños, pues la llegada de huérfanos o niños abandonados se sucedía de manera continuada. El número de niños que residían actualmente en el orfanato había pasado de doce a diecinueve.

El listado del que disponían la Carmelitas, para tener cierto control sobre los niños, iba por orden proporcional a la edad, siendo un pequeño Leonardo (fue encontrado en la puerta del orfanato aún mojado de líquido amniótico y de sangre), que no contaba con más de diez escasos meses de vida, el que encabezaba la lista; Jonás ocupaba el puesto número siete. El listado se renovaba con cada llegada de un nuevo niño al orfanato, cuando, como era costumbre en aquel sagrado lugar, el último en llegar recibía la imposición de un nombre, aunque este ya tuviera uno tras haber sido bautizado antes de poner los pies allí. El vigente rezaba así:

LISTADO DE EXPÓSITOS

1..- Leonardo Expósito de los Santos

2..- Eduardo Expósito de María

3..- Luis Expósito de la Paz

4..- Alejandro Expósito de los Ángeles

5..- Juan José Expósito de Jesús

6..- Pedro Expósito de la Cruz

7..- Jonás Expósito de la Expiración

8..- Isaías Expósito de los Arcángeles

9..- Jesús Expósito del Cordero

10- Saúl Expósito de Israel

11- David Expósito de José

12- Isidoro Expósito de Cristo

13- Salvador Expósito de la Gracia

14- Basilio Expósito de la Fe

15- Joaquín Expósito de los Dolores

16- Gregorio Expósito de la Pasión

17- Antonio Expósito de los Cármenes

18- Rafael Expósito de la Asunción

19- Roque Expósito de las Mercedes

II

Sor Esther era una excelente cocinera, sobre todo en el dulce hacer de la repostería. Sus buñuelos de viento, sus pastas de almendra (monjitas las llamaba ella), sus rosquillas de vino, sus tortas de boniato, sus torrijas de plátano y sus arroces con leche se encontraban entre su amplio recetario de dulces que, de vez en cuando alguna que otra Hermana le pedía que hiciera.

Esa mañana había decidido ponerse a elaborar sus afamados trenzados de zanahoria, hechos a base de harina de trigo, huevos, leche, canela, zanahoria y azúcar. En la elaboración la Madre se esmeraba, como siempre, en el amasijo de la harina, levantando la masa una y otra vez conforme esta iba tomando forma, labor fundamental para que ganara oxígeno y los trenzados salieran tiernos. Este postre se podía comer tanto caliente como frío, pero ella prefería hacerlo temprano y repartirlo a temperatura ambiente, ganando así que el azúcar con el que lo cubría una vez hecho penetrara en él.

Conseguida la textura ideal de la masa, la dividió en pequeños trozos con un cortador de madera y dio forma a los trenzados, poniendo, como siempre, suma dedicación, y, hecho esto, encendió el fuego y puso a calentar el aceite. Tenía que alcanzar una temperatura superior a los ciento ochenta grados centígrados, cosa que conseguiría en unos minutos. Puso la mano sobre el perol para comprobar cómo la temperatura aumentaba y esperó.

Había acabado maitines y las claras del día comenzaban a despuntar. Las monjas abandonaban en estricto silencio la Capilla y se disponían a ocuparse de sus labores. La Hermana Ángela, una rechoncha mujer con voz chillona, era esa mañana la encargada de la vigilancia del aseo de los niños; de todos a excepción de los más pequeños, que necesitaban cuidados especiales. Era imprescindible que todos y cada uno de ellos estuvieran en perfecto estado antes de acudir al comedor para nutrirse con el correspondiente desayuno. Sus batas debían estar pulcras y abotonadas, sus uñas no podían presentar suciedad ni, mucho menos, un crecido exagerado, y el peine tenía que haber hecho su función antes de que abandonaran el dormitorio. En el comedor tenía asignado cada niño su sitio, y el orden de entrada iba en función del lugar que debía ocupar cada uno para sentarse a la mesa. Portando una tea llegó a la puerta del dormitorio de los niños, dio sobre ella dos ligeros golpes con los nudillos y abrió violentamente la hoja que había golpeado.

—¡Buenos días! —dijo alargando las palabras y medio entonando alguna desafinada nota musical— ¡Vamos, querubines, un suculento desayuno os está aguardando!

Se adentró en el dormitorio observando uno a uno a los niños y haciendo prender los candelabros, que ella misma había apagado la noche antes, tras anunciar la hora del descanso. Los niños se resistían a despertarse, incluso alguno ni se había enterado de la llegada de la monja, por lo que esta retomó la voz de mando:

—Solo tenéis media hora para estar perfectamente uniformados y totalmente espabilados, ya sabéis que la pereza es un pecado, así que no seáis holgazanes —apuntilló, y salió del dormitorio dejando la puerta abierta.

Fiel a su palabra volvió al mismo lugar media hora justa después. No hubo sorpresas. Los niños, sobre todo los mayores, estaban adaptados a los horarios y sabían que media hora era tiempo más que suficiente para estar listos antes de ser conducidos hasta el comedor.

—¿Listos? —preguntó la Hermana al grupo—. Pues… ¡andando! ¡Y no quiero escuchar ni una mosca hasta llegar al comedor!

Como una ordenada fila de incansables hormigas totalmente dispuestas a cumplir con sus funciones, los niños caminaban silenciosos tras la monja que los escoltaba, guardando un riguroso orden, uno tras otro y pegados a la pared. Esperaron, guardando el orden, a que la Hermana abriera la puerta del comedor e hiciera la señal para que fueran ocupando sus correspondientes asientos.

Jonás se sentaba en la segunda mesa, en el filo de la izquierda, y ocupaban esa misma mesa Pedro, Isaías, Jesús, Saúl y David. Pedro iba frente a Jonás. Era el menor de la mesa —4 años—, pelirrojo, con la cara cubierta de pecas. Su sonrisa, a pesar de su corta edad, parecía estar perennemente dibujada en su cara; Isaías se sentaba a la izquierda de Pedro y hacía muy buenas migas con él; a la izquierda de este iba Jesús, un niño demasiado alto para su edad, con aspecto enclenque y pelo ralo, lo que hacía pensar a las monjas que sería un futuro calvo; enfrente de Jesús se sentaba Saúl, destacaba en él la falta de sus dos principales incisivos superiores, motivo por el que se le escapaba el viento al hablar; y entre Saúl y Jonás iba David, de raza negra, aunque su nariz y su boca no guardaban relación con ella.

El desayuno no tardaría en llegar a las mesas: la leche en unas grandes jarras, el pan en unas paneras de mimbre cubierto con un paño blanco, las galletas en unos platos llanos y contadas —cuatro para cada uno— y la mantequilla envuelta en papel. Mientras esto ocurría, los niños se distraían hablando unos con otros y llevando a cabo alguna que otra broma. Al poco, un insoportable sonido de percusión les sacó de sus distracciones.

—Queridos niños —anunció Sor Ángela tras haber golpeado varias veces con un cucharón el fondo de una olla—, hoy os espera una grata sorpresa llamada —esperó sonriente—… ¡Los riquísimos trenzados de zanahoria de la Hermana Esther!

Los gritos de júbilo entre los niños no se hicieron esperar, tanto que hubo que poner un poco de orden, aunque con cierto regocijo.

El desayuno fue servido tan pronto la Hermana acabó de destapar la sorpresa, y los niños comenzaron a tomar su primer alimento del día, ávidos de que llegara el momento en que el suculento dulce apareciera ante sus ojos.

A Jonás le atrajo un inconfundible olor a aceite caliente. No se lo pensó. Dejó sobre la mesa su taza de leche y las cuatro galletas que había cogido, se levantó y, guiado por el olor, se encaminó a la cocina.

“¿Adónde va ese mocoso?”, pensó una de las Hermanas que vio el movimiento del niño.

Sor Esther había acabado de freír la última andana de trenzados y los había puesto encima de los demás. En el momento que Jonás entró en la cocina, la monja estaba de espaldas a la puerta espolvoreando con azúcar los dulces para posteriormente cubrirlos con un paño seco y limpio. No notó la presencia de Jonás. Siguió con su labor, orgullosa, una vez más, de su receta. Jonás vio el perol humeante. Se acercó hasta él. Vio una bayeta húmeda sobre el fregadero, la cogió y se cubrió con ella las manos.

—¡Hermana! –dijo, llamando la atención de la cocinera.

La sonriente monja, sorprendida por la voz, se giró. Jonás, sin pensárselo, vació el líquido del perol sobre la cara de la desdichada mujer.

Sor Catalina rezaba cerca de la pila bautismal de la Capilla, lugar que era visita obligada de aquellos niños que eran abandonados en la puerta del orfanato, pues urgía bautizarlos por si acaso no conseguían mantener la vida por mucho tiempo, que nunca se sabía qué estado de salud traían, y era prioritario librarles cuanto antes del pecado original. En aquella misma pila fue también bautizado Jonás y, como todo bautismo que se celebraba allí, este se llevó a cabo sin mucha pompa, pues las Carmelitas llevaban a rajatabla la veneración al Altísimo exentas de lujos y de despilfarros innecesarios.

Ella era, diariamente, la última en llegar al comedor, cosa que era sabida por las demás Hermanas que, aunque sentadas a la mesa con el desayuno servido, ninguna de ellas osaba comenzar estando la Superiora ausente.

Sumida en su rezo, con las rodillas sobre el reclinatorio de la banca y las manos entrelazadas apoyadas en la frente y cubriéndole la cara, una lejana voz de socorro que se repetía In crescendo la sacó de su letargo. Agudizó los oídos y una nueva voz la alertó. Se persignó con premura, se arremangó el hábito y se apresuró para abandonar la Capilla.

Los gritos la conducían hasta el comedor, y hacia allí se dirigía sin saber qué iba a encontrarse, aunque daba por hecho que algo grave había ocurrido.

Un poco antes de llegar a la puerta tuvo que frenarse para no chocar con una monja que iba como si el diablo le pisara los talones.

—¡El niño otra vez! ¡El niño otra vez! —se lamentaba la que corría.

Sor Catalina cruzó la puerta que la hermana que acababa de salir había dejado abierta de par en par. Los niños habían levantado sus culos de los asientos y estaban todos de pie mirando hacia la cocina. Una monja pedía gasas y agua, otras dos intentaban, sin éxito, sacarle a la Hermana Esther el hábito, el resto rezaba entre lágrimas de dolor y de miedo.

—¡Dios mío! —fue la exclamación de la Madre Superiora al ver a la monja tendida en el suelo y convulsionando.

Jonás se había quedado allí mismo donde roció con el aceite a la Hermana, como si tuviera los pies clavados en el suelo y como si le importara un bledo el daño que había provocado.

III

Sor Catalina organizó un claustro haciendo saber a sus Hermanas la fecha, la hora y el lugar donde este se celebraría. Era urgente saber la opinión de todas y cada una de las monjas del orfanato al igual que urgía hacerles saber que había que buscar una solución para que actos como los acaecidos no volvieran a repetirse. Ya estaba un poco hastiada de escuchar los cuchicheos de sus Hermanas, aunque sabía que todas les guardaban un grandísimo respeto y eran incapaces de desacatar cualquier orden o petición suya, y también era sabedora de que tenían razón cuando se quejaban de los ataques que sufrían y del estado de pánico y temor al que las había llevado Jonás.

En su mente existía un intenso debate que requería valoración externa. No podía restar importancia al último ataque perpetrado por Jonás tan sólo porque este tuviera seis años. Quemar con aceite a Sor Esther había sido un acto criminal… y eso no podía quedar impune. Llenar de excrementos a Sor Pilar era peccata minuta si se comparaba con el daño que había tenido que soportar la monja quemada, por tanto, era extremadamente peligroso dejar que el niño deambulara a sus anchas por el orfanato después de haber cometido tal ataque. Pero no quería hacer de abogada de la acusación ni de juez, y el claustro tal vez la sacara del atolladero en el que se encontraba. Mientras esto ocurriera, mantener a Jonás encerrado en su cuarto, vigilado a cada hora durante el día y a cada cuatro horas desde la puesta del sol hasta las primeras luces del alba, sería castigo suficiente, y las Hermanas respirarían aliviadas sabiendo que el peligro que tanto las acechaba estaba encerrado entre cuatro paredes.

Temerosa de que las fuerzas del mal estuvieran corrompiendo el alma de Jonás, los malos pensamientos no dejaban de acudir a la mente de la Madre, y tratando de combatir tal posibilidad se persignaba y rezaba en silencio. Pero tal pensamiento parecía indeleble en su mente, y el temor crecía por segundos, pues, tal como creía en el Reino de Dios, estaba convencida de la existencia de Satanás. Si esto llegara a alimentar más razones, el problema se le escaparía de sus manos, pues en nada se sentía capaz para hacerle frente al Maligno mediante exorcismos, actos para los que no estaba preparaba y que, además, le causaban un insoportable pánico. Confiaba en Dios hasta en lo indecible y su fe en Él era inmutable, pero se sentía desarmada para enfrentarse a las fuerzas del Averno. Se escudaría en sus rezos y pediría en ellos protección para el pequeño Jonás. Su fe le haría encontrar un camino por el que poder guiarse para que la solución al problema de Jonás no tardase en llegar. En Dios confiaba y a Él se encomendaba.

Presentía que se avecinaban malos tiempos. Jonás solo tenía seis años y ya había mostrado que su violenta actitud era peligrosa, muy peligrosa. Había que buscar una solución —tal vez una resolución—, aunque deshacer lo hecho era misión imposible. La cara quemada de Sor Esther sanaría, pero quedaría tan desfigurada que le daría un aspecto monstruoso y, lo que era aún peor, los daños psicológicos que le causaría serían irreversibles.

Las vendas tan solo le dejaban abiertos unos pequeños orificios para poder respirar y otros para los ojos, por donde alcanzaba a ver, no sin dificultad, a una afectada Hermana Superiora que la escudriñaba con pesar. Pese al sufrimiento, encontró un leve alivio al notar la empatía que Sor Catalina mostraba. Ella, más que nadie, estaba compartiendo el dolor que causaban las quemaduras de la que yacía en la cama, quemaduras que le herían el alma, pues era el niño que ella había sentido como suyo, el que más se había adentrado en su corazón desde el primer momento, el que las había provocado. Y de forma intencionada. Su niño, su pequeño Jonás que con tanto esmero había cuidado, tenía instintos de asesino, y eso era duro de digerir.

—Hermana —avisó regalando una forzada pero sincera sonrisa—, los caminos de Dios son inescrutables —titubeó—… No pretendo excusar ni exculpar a mi pequeño de la agresión, pues semejante acto es merecedor de un duro castigo, pero el agresor tan solo es un niño, ya sabe, y, más que hacerle pagar por lo que le ha hecho, mi preocupación es encontrar primero y entender después las causas que le motivaron a cometer acto tan atroz. Tomaré muy seriamente cartas en el asunto, delo por hecho, Hermana, pero permítame tomarme el suficiente tiempo para poder desenredar la maraña de incógnitas que ocupa en estos momentos mi cabeza. Mantenga la fe en Dios. Rezaré por su pronta recuperación y para que mi niño sea pronto desembarazado de las fuerzas del Maligno. —Se persignó dos veces consecutivas—. Ave María Purísima. Haga usted lo mismo, Hermana, haga usted lo mismo… y que Dios nos asista. —Volvió a hacer la señal de la Santa Cruz sobre su cuerpo y abandonó la alcoba.

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CAPÍTULO V

L

as monjas fueron llegando sin que el retardo de alguna de ellas fuera tenido en cuenta, pues para ello fueron convocadas en primera instancia a las diez y en segunda a las diez y media.

La tensión se palpaba en el ambiente. Habían pasado un par de días desde que Sor Esther había tenido que ser atendida de urgencias y pasar, a posteriori, a tener que soportar las vendas que le cubrían las manos y la cara, y, aunque tenían a Jonás bajo control, la intranquilidad entre las Carmelitas era notoria.

—Ese niño es capaz de abrir con los ojos la puerta de la alcoba en la que está recluido, pues estoy segura de que el mismo Satán le está dotando del maligno poder que posee —aducía una.

—Dios nos dé protección, Hermana, falta nos va a hacer. Algo malo se está cociendo en las entrañas de esa desafortunada criatura —aducía otra.

La entrada de Sor Catalina hizo que todas las congregadas se pusieran de pie.

—Ave María Purísima —dijo La Superiora.

—Sin pecado concebida —sonaron las voces al unísono.

El asiento del centro estaba destinado para la Hermana Carmelita que presidiera la sala, siempre y cuando la Hermana Superiora estuviera ausente, caso que no ocurría esta vez.

—Hermanas, antes de dar comienzo al asunto que nos concierne en esta congregación, os pediría a todas que os unierais a mi rezo para pedir a Dios y a su Bendito hijo Jesús que nos dé el tesón suficiente para hacerle frente a los hechos a los que nos enfrentamos y, por supuesto, por la pronta recuperación de nuestra Hermana Esther —pidió Sor Catalina, sin que esta vez su sonrisa saliera a relucir ni en el más leve conato.

Sumidas en un interminable rezo del Santo Rosario, las Carmelitas hicieron honor a sus hábitos y mostraron una entrega inmejorable. Acabado este, Sor Catalina dio las gracias a todas y, ahora sí, con un esbozo de sonrisa en su rostro, ocupó su asiento e instó a las demás a que la imitaran.

—Llegados a este punto —apremió—, vengo en menester pediros a todas que, antes de que tomen decisiones erróneas, pidan a Dios que guíe sus palabras y que les haga recordar que estamos debatiendo sobre el futuro de un niño. Ruego, por tanto, que no se precipiten y que permitan que sea Él el que juzgue, pues nosotras tan solo somos las sirvientas de sus designios y hemos de tener abiertos nuestros corazones para que podamos escuchar su Palabra. Dicho esto, queridísimas Hermanas, paso el turno de palabra. ¿Alguna quiere decir algo?

Sor Esperanza, la hermana más longeva del orfanato con sus noventa y cuatro lúcidos años, alzó una mano y la Hermana Superiora no dudó en callar y permitir a la primera voluntaria que expusiera sus argumentos.

—Madre, Hermanas —dijo, a modo de saludo, con su hablar pausado, y se puso de pie—, creo que sobra decir que nos enfrentamos a un caso sin precedentes en este orfanato, por tanto, ninguna de las aquí presentes puede presumir de estar más avezada que las demás en el tema que nos atañe y, debido a ello, todas somos iguales en cuanto al valor de las palabras que podamos decir, sean estas para servir de acusación o de defensa en este debate en el que nos encontramos. —Dio unos cuantos pasos recorriendo apenas un metro—. Mi agotado corazón me dicta buscar una solución loable, plausible, una solución que no dañe al niño que hemos criado durante seis años con todo nuestro amor porque, a fin de cuentas, Dios es amor, y amor es lo que tenemos que darle a ese pobre desgraciado que mantenemos en estos momentos encerrado entre las cuatro frías paredes de una alcoba.

Entre las demás congregadas comenzaron a sonar murmullos de protesta.

—Está poseído, la Hermana se está dejando llevar por los sentimientos —dijo una a otra en un cuasi insonoro susurro y tapándose la boca con una mano para evitar que le leyeran los labios.

La que escuchaba, asintiendo con una imperceptible inclinación de cabeza, secundaba la susurrante valoración de la primera.

—Es por ello —siguió Sor Esperanza— que pido a esta sala se contemple la posibilidad de dar a Jonás la oportunidad de ser examinado por un experto psicólogo y que sea este el que, tras un exhaustivo reconocimiento del niño, dé un diagnóstico sobre la salud mental del pequeño. He acabado, Madre —advirtió y retomó su asiento con la lentitud que la caracterizaba.

—Sor Pilar, ¿desea usted tomar la palabra? —incitó la que presidía.

La que acababa de recibir la pregunta carraspeó, miró al suelo y se puso de pie.

—Gracias, Madre —asintió—. Lamento estar en desacuerdo con nuestra Hermana Esperanza, y tal vez yo sea la voz de todas las que hoy no vean necesaria su intervención. En mi opinión no es precisa la valoración de ningún doctor, pues los ataques que hemos sufrido no son fruto de ninguna mente enferma. Os recuerdo, a mi pesar, que fui bañada en excrementos por ese niño, que me costó muchos baños de agua y abundante jabón para que el desagradable olor, que se me había impregnado en el cuerpo y me había calado hasta en el más escondido de mis poros, desapareciera. Desde entonces mi olfato es tan delicado que todo olor desagradable me provoca una incontrolable basca, lo que me conlleva a un inevitable vómito. No cura ningún doctor, por ducho que este sea y por mucho que conozca su oficio, la maldad que se oculta en los negros corazones. Y eso es lo que posee ese niño y lo que le hace cometer actos criminales: un corazón oscuro. No podemos ni debemos ablandarnos, es necesario hacer que ese impío pague por sus pecados antes de que sea demasiado tarde y alguna de nosotras no pueda vivir para contarlo porque ese niño ponga fin a su existencia. Ese niño debe ser…

—¡Basta! —gritó Sor Catalina.

—¿Madre? —se quejó Sor Pilar un tanto extrañada.

—¡Basta, por favor! —pidió la Superiora.

—Madre, le recuerdo que es mi turno de palab…

—He dicho que basta, Hermana. Haga el favor de volver a su asiento y permitir que alguna otra hermana pueda pronunciarse… por favor —repitió.

Sor Pilar tornó a su asiento algo seria y con los colores un tanto subidos.

—Lamento haber interrumpido a la Hermana Pilar —se disculpó algo nerviosa—, ¿alguna más desea expresar su opinión?

La Hermana Ángela hizo ver a la Madre Superiora su intención de intervenir con un ademán de su mano.

—Adelante, Hermana, empiece cuando lo desee —incitó la Madre.

Sor Ángela no compartía que se tuviera que debatir un caso como aquel. En su opinión no estaba en manos de ellas solucionar desastres de tal envergadura, pero, ante la gravedad del último incidente acaecido, quería expresarse libremente, sin que la coacción de las demás le evitara decir lo que fluía en su pensamiento. En ella no había muerto la esperanza de que el niño volviera a comportarse de una forma normal y que en el orfanato volviera a reinar la paz.

—Querida Madre —agradeció escuetamente—. Si nos dejamos influir por lo primero que pensemos, tal vez nos estemos dejando arrastrar por malos consejeros. Sin embargo, si oímos la voz que nos habla cuando ponemos nuestras rodillas en el suelo y exponemos nuestras almas a Dios, estoy segura de que nuestra mente y nuestro corazón irán asidos de la mano. Decidme, ¿saben por qué Dios puso en nuestras manos al niño que hoy juzgamos? —Calló un momento y prosiguió—. No, ninguna de nosotras lo sabe. Pero aquí está, entre nosotras, desde que era un bebé. Aún recuerdo abrir el postigo y encontrarme a una santa mujer que había hecho una fatigosa travesía por el simple hecho de que un recién nacido, que había venido a este mundo con la marca de la desgracia de ser huérfano de padre y madre, tuviera un cobijo digno. Esa mujer era la matrona que le extrajo de las entrañas de su madre, no había en ella lazo sanguíneo alguno que la atara al bebé que portaba, sin embargo, se responsabilizó y no se deshizo de él hasta asegurarse de que quedaba en buenas manos; confió a nosotras esa criatura que hoy juzgamos. ¿Sabría alguna de vosotras decirme qué decisión tomar en este debate para que nos sintamos todas satisfechas con el resultado? Por supuesto que no, no lo sabríamos. Y es que no está la solución al problema en ninguna de nosotras. Hagamos lo que hagamos siempre se nos cargará la conciencia pensando que no hicimos lo correcto.

— ¿Y qué propone usted, Hermana? —interrumpió una voz de entre las presentes.

—¡Rezar! —contestó con voz seca y estando muy segura de sus palabras—. Somos monjas, y eso es lo mejor que sabemos hacer —añadió un tanto airada—. ¿Por qué no poner en práctica en circunstancias tan delicadas como la presente la mejor de nuestras medicinas: el rezo? ¿Quiénes somos nosotras para juzgar a nadie?

En la sala se armó un revuelo entre Sor Ángela, que no paraba de alzar la voz, y las demás, que pronunciaban en alaridos sus más francas opiniones:

—¡Está endemoniado!

—¡Necesita un psicólogo!

—¡Que vengan a exorcizarlo!

—¡Nos va a matar a todas!

—¡Que se lo lleven de aquí!…

Sor Catalina tuvo que llamar al orden, petición que tardó en ser oída debido al bullicio que allí había y que, escasamente, consiguió.

—Doy por concluida esta congregación —sentenció a viva voz—. Dadas las circunstancias, el tema que hoy hemos tratado de solucionar pasará a manos de mis superiores. Pueden abandonar la sala —dijo marchándose ella y dejando tras de sí a las monjas que seguían, con sus voces elevadas, expresando sus opiniones.

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CAPÍTULO VI

I

ILMO. Sr. Obispo:

La humilde Hermana Sor Catalina, Madre superiora del orfanato Santos Apóstoles, ubicado en la ciudad costera de Trigado, tiene el honor de dirigirse a Su Excelencia, en misiva extraordinaria, para poner en su conocimiento los intolerables hechos acaecidos en los últimos días en la Santa morada que comparto con mis Hermanas, las Monjas Carmelitas.

Como tantas veces ocurre, en el año del Señor de 1808, un niño, Jonás, huérfano de madre y de padre fue acogido en nuestro orfanato. Tal niño fue criado sin que mediaran diferencias entre él y los niños que ya estaban con nosotras cuando él llegó. La normalidad fue la nota predominante en su crianza y en su comportamiento, pero dos años atrás, cuando ya el pequeño contaba con cuatro años, su infantil actitud y su comportamiento alegre, propios de los chicos de su edad, comenzaron a sufrir deterioros y cambios intolerables. Mis Hermanas sufrieron en sus propias carnes los descabellados actos perpetrados por este niño. Jonás es el nombre con el que fue católicamente bautizado. Las acciones violentas fueron a más, hasta tal punto que en la última de ellas la Hermana Esther permanece a día de hoy en cama soportando quemaduras de segundo y de tercer grado, provocadas tales quemaduras con aceite de cocina hirviendo.

Ante mi incapacidad de imponer a un niño de solo seis años un castigo que no me ataña y ante el temor que se vive entre mis Hermanas del orfanato, tengo a bien hacer saber a Su Ilustrísima la gravedad de los hechos, por lo que me complacería poner en sus benditas manos mencionado asunto con el único fin de encontrar una pronta solución.

Quedo a su disposición y ruego sea tenida en cuenta mi súplica.

Dios guarde a Su Excelencia por muchos años.

Sor Catalina de Piedra Alba.

La misiva se había enviado a Ioan, pueblo hartamente conocido por la gente del lugar merced a su antiquísima parroquia, la de San Roque. La Hermana Superiora sabía que el obispo estaba pasando unos días en la parroquia del mencionado pueblo, por lo que, acertadamente, escribió en el remite la dirección de citado lugar.

Al Obispo no le temblaron las manos al leer la carta, pero tuvo que frenar su rápida lectura y volver a repasar leyendo esta vez más despacio. Que un niño con tan solo seis años hubiera sido capaz de cometer acto tan descabellado no se podía tolerar y, aunque él se encontraba lejos del lugar de los hechos, era prioritario dejar cuantas obligaciones tuviera en su agenda y dar prioridad al asunto que explicaba Sor Catalina en la carta que le había enviado.

Preparar un carruaje y llegar a Trigado le llevaría unas diez u once horas, pero no podía perder tiempo, por lo que hizo llamar al sacerdote encargado de la Parroquia de Ioan, el párroco don Emiliano Arenoso, hombre de edad avanzada y panza pronunciada. Cuando este estuvo en su presencia le mostró, sin mediar palabras, la misiva que había recibido. El cura pronunció un “¡Dios mío!” cuando acabó de leer y quedó en silencio esperando que el obispo se pronunciara, pero este, en vez de hablar, dio un seco y áspero manotazo a la carta sacándosela de las manos en un visto y no visto.

—Hable usted con quien sea necesario y téngame un carruaje preparado cuanto antes, he de partir para Trigado —ordenó sin disimular un ápice su seriedad y su superioridad—. Mientras lo haga estaré en mis aposentos, rezaré por que Dios me guíe en esta enmienda. Haga usted lo mismo y avíseme cuando lo tenga todo preparado.

El pobre cura supo que era mejor no mentar palabra alguna y obedecer para que la petición del obispo fuese satisfecha. No le iba a resultar difícil ejecutar la tarea encargada, pero pensó que no hubiese sido necesaria una postura tan altanera. Una inclinación de cabeza fue suficiente para demostrar al obispo que su mandato había sido escuchado y acatado.

II

—¡Sor Esperanza! —avisó la Madre Superiora a la Hermana.

—¿Madre?

—Hermana, mientras nos llega la ayuda del obispo, creo que sería inteligente que un buen doctor visitara al niño. Tal vez pasen unos días hasta que la visita de su Ilustrísima sea una realidad, y si aprovechamos el tiempo puede que el Señor Obispo encuentre el problema saneado, lo que sería un alivio para todos, ¿no cree? —dijo reclamando una respuesta que mostrara cierta empatía.

—Madre, ya manifesté con claridad mi opinión en la congregación que mantuvimos, y no la voy a cambiar. Ciertamente creo que Dios puede poner en las manos de un médico la solución a los males que está sufriendo el pequeño Jonás que, por cierto, hace solo un rato me pasé por la alcoba donde permanece y no presenta malestar alguno, puede usted estar tranquila en ese aspecto —aclaró la monja.

—Gracias, Hermana. Tengo entendido que el doctor Hidalgo está especializado en las enfermedades mentales, que no sé estas cuántas son, pues los enrevesados tejidos convolutos que forman nuestro cerebro tal vez solo los entienda el Creador. ¿Puede usted encargar de mi parte a una de nuestras Hermanas que se acerque al pueblo y le dé aviso al doctor para que venga cuanto antes a tratar a nuestro niño? Me haría un gran favor —adelantó.

—No será nada, Madre, lo haré con sumo placer pues, tanto como usted, deseo que ese pequeñajo conviva con nosotras y con los demás niños con la más absoluta de las normalidades, que a mí tampoco me gusta verle encerrado en esas cuatro frías paredes. No se preocupe, haré en seguida lo que me pide, a ver si Dios nos ayuda y la Hermana que lleve el recado da rápido con el doctor —animó Sor Esperanza.

—Gracias, Hermana, muchas gracias —agradeció consolada la Madre Superiora.

III

Jonás estaba sentado sobre su pequeña cama, con la espalda pegada a la pared por falta de cabecero y las piernas extendidas y cruzadas. Leía un versículo de La Santa Biblia:

«El Señor te protegerá; de todo mal protegerá tu vida.

El Señor te cuidará en el hogar y en el camino,

desde ahora y para siempre.

Salmos 121:7-8».

Dos secos toques en la puerta distrajeron su atención. No era la hora de la comida y, aunque las Hermanas se presentaban de vez en cuando y sin previo aviso, tuvo la intuición de que la visita iba a ser diferente.

Recostó La Biblia sobre sus piernas ofreciendo la lectura hacia arriba, y miró a la puerta esperando que esta se abriera, acto que no tardó en ocurrir.

Tras el perceptible sonido del chirrido de la oxidada bisagra, el niño vio aparecer a la Madre Superiora, presencia que no le causó efecto alguno; tras ella entró en la alcoba un hombre con bigote descuidado, de un metro ochenta de altura y unos noventa kilos de peso, su cabello era rubio, su aspecto aparentaba cansancio; le seguía Sor Ángela, que no llegó a cruzar la línea imaginaria que separaba la alcoba del pasillo.

—Buenas tardes, Jonás —saludó la que encabezaba el grupo—¡Vaya! Veo que te distrae leer la palabra de Dios. Me alegro —dijo y calló unos segundos—… Hoy ha querido honrarnos con su visita el doctor Hidalgo, él querrá hacerte algunas preguntas, ¿tendrás la amabilidad de responderle sin temor, mi niño?

Ante la muda respuesta de Jonás, la Madre Superiora volvió a tomar la palabra, pero esta vez bajando el volumen con el fin de asegurarse que solo el doctor pudiera oírla:

—No se preocupe por su parca locución, doctor, dele tiempo, tenga paciencia con él y vaya sin prisas, es la única forma de sacarle alguna palabra, y, sobre todo, no tema, su actitud agresiva, hasta el momento, solo la ha manifestado con las Hermanas, nada hemos tenido que lamentar sobre su actitud con los demás niños del orfanato, y con usted espero que así sea. Creo que es mejor que le dejemos a solas con él —dijo y, sin pérdida de tiempo, hizo un ademán a la Hermana que la acompañaba y ambas abandonaron la alcoba.

Al verse a solas con el pequeño, que parecía ajeno a todo cuanto ocurría a su alrededor, el doctor carraspeó intencionadamente tratando de conseguir dos cosas: aclararse la voz y alertar al niño. Se acercó hasta la cama, se sentó en los pies de la misma y saludó.

—Como ha dicho la Hermana, mi nombre es Hidalgo, doctor Hidalgo… Creo haber entendido que tu nombre es Jonás, ¿es cierto?

El mutismo del niño hizo recordar al doctor los consejos dados por la Hermana Superiora.

—Bien, me tomaré tu silencio por una respuesta afirmativa… pensándolo mejor —rectificó—, tomaré todos tus silencios por síes, con eso no te haré hablar si no quieres.

—¿Tienes muchos amigos aquí?

El doctor volvió a no encontrar respuesta.

—Estupendo… hemos empezado bien. Es bueno tener amigos, hijo. ¿Te tratan bien las monjas?

De nuevo imperó el silencio en la alcoba.

Me alegro, temía lo contrario —subrayó—. ¿Sabes el nombre de tus padres? —asestó con cierta severidad, y la pregunta le resultó una osadía, pero fue tarde cuando se percató de ello.

Los labios de Jonás siguieron sellados, pero un movimiento de cabeza de lado a lado hizo que el doctor obtuviera la primera respuesta. Debido al éxito, el sentimiento de culpabilidad por la severa pregunta formulada desapareció.

—Gracias, Jonás —agradeció al chico y, animado, prosiguió.

Tras la puerta, esperando pacientemente en el pasillo, la directora del orfanato y su acompañante aguardaban a que el doctor les trajera alguna buena nueva. Tras una intensa espera, el galeno salió del aposento con el niño, guiando a este con una mano descansando sobre uno de los hombros del pequeño. Las dos Carmelitas aguardaron a que el médico se pronunciara y, a pesar del asombro por verle salir con el niño, mantuvieron la prudencia y se guardaron sus comentarios al respecto.

—¿Y bien, doctor? —preguntó Sor Catalina sin poder ocultar su avidez. El doctor mostró una sonrisa, pero esta desapareció bruscamente al pedir:

—¿Pueden ustedes poner a este niño en algún otro lugar que no sea esta umbría alcoba, Hermanas? Y disculpen mi intromisión, pero, créanme, no es necesario que siga aquí recluido.

La petición hizo pensar a las monjas que la decisión de contar con un experto en salud había sido buena, y quedaron, por el momento, satisfechas.

—Hermana —dijo dirigiéndose a Sor Catalina—, me gustaría hablar un rato con usted —miró de soslayo a la otra monja—… a solas, por favor.

La Hermana Ángela supo captar la indirecta, por lo que no se hizo esperar y, educadamente, dio un postrer saludo y dejó en solitario a la pareja.

—Doctor, para su comodidad, y para la mía propia, creo que sería más adecuado que siguiéramos en mi despacho. Pediré que le traigan un café… si le apetece —expuso la Hermana.

Obediente, como no cabía otra manera en el educado hombre, asintió con un monosílabo y acompañó a la monja manteniéndose detrás de ella en todo momento.

En no más de dos minutos llegaron ambos al lugar elegido para reanudar la conversación. El despacho no era muy grande, pero sí reunía el espacio suficiente para que los dos pudieran sentirse cómodos. La directora del orfanato no tardó en pedir que trajeran café y unas galletas, detalle que fue agradecido por el invitado, el cual, a renglón seguido, retomó la plática sin más demora.

—No he observado rareza alguna en el chico, Madre, salvo esa poca comunicación que tiene. Verá… los problemas mentales son harto complejos y merecedores de un estudio en profundidad, pero estamos hablando de un niño con seis años que ha vivido siempre aquí, en este orfanato, sin que quiera yo con ello desmerecer este lugar, Madre, pero comprenda usted que criarse en un sitio como este se aparta de lo habitual. Estoy seguro de que, con un estudio exhaustivo y una medicación adecuada, encontraré mejoría para el crío.

—¿De qué clase de estudio me habla, doctor?

—Si me permite, Madre, me llevaré al niño conmigo; no creo que necesite estar más de un mes observando su comportamiento para acertar con la medicación que más le convenga. Estamos en el mismo pueblo y, ante cualquier contratiempo, no nos resultará difícil mantenernos en contacto —aclaró el doctor.

—Este niño ha manifestado instinto de asesino, doctor, sería peligroso que quedara bajo su custodia, aparte de que le acarrearía una enorme responsabilidad —aclaró de igual modo la monja.

—Lo sé, pero es necesario que lo haga para que pueda descubrir a qué me enfrento —expuso—. Dígame, Madre, ¿la agresión a la Hermana con el aceite hirviendo cree usted que pueda guardar relación con algún tipo de trauma que haya sufrido el niño?

—Desconozco causa alguna que haya podido causarle a mi pequeño ningún trastorno o desequilibrio en su infantil sesera. Yo, al igual que todas mis Hermanas, he asistido a esa criatura de Dios a diario, y jamás me retiré a mis aposentos sin la satisfacción del deber cumplido —alegó.

—Tal vez saberse huérfano…

—Muchos son los huérfanos que recalan en este orfanato, doctor —cortó secamente—, pero nunca vi en ninguno de ellos comportamiento tan hostil ni actos de violencia tan crueles.

—Sí, claro —asintió, un tanto molesto, el doctor—. Ha empleado usted un modo intransitivo, ¿es acaso de familia marinera? —preguntó por salir de la incómoda situación en la que le había metido la monja.

—¡Oh, disculpe usted mi seca respuesta! Este caso me está afectando demasiado y desnivela mi estabilidad sensorial —se disculpó Sor Catalina—. Sí, mi padre y dos de mis cuatro hermanos varones han vivido de la pesca. En mi casa se empleaban muchas palabras del argot, algo que, como ha podido comprobar, he arrastrado.

La conversación volvió a sus cauces de normalidad y no hubo reproche alguno entre los dos tertulianos. El doctor Hidalgo insistió en su propuesta de llevarse a Jonás para observar su conducta, y prometió devolverlo sano y salvo pasado un mes, decisión que le costó a la Madre Superiora alguna que otra lágrima, pues temía sentir como un calvario la larga ausencia que se le antojaba los treinta días que estaría sin su pequeño niño. Y entre sorbo y sorbo de negro café, se decantó por permitirle al doctor cumplir con su voluntad. Sabía que en el orfanato se vivirían días de tranquilidad, de normalidad y de rutina, pues sus Hermanas Carmelitas verían alejado el peligro que las tenía atemorizadas, algo con lo que podría contrarrestar su tristeza.

Y así fue. Tan pronto como el caballo que montaba el doctor comenzó a alejarse del orfanato llevando como pasajero al niño que tanto temían, Sor Catalina pudo apreciar en los rostros de las monjas el respiro de alivio que estas reflejaban.

“Si Dios quita trigo, da higos”, pensaba, tratando de encontrar en el viejo refrán una acción divina el hecho de quedarse sin su querido Jonás.

IV

Sorprendido por la pasividad y la indiferencia que mostraba Jonás al ser trasladado, el doctor Hidalgo se sentía preocupado, pero la actitud serena del niño, al que parecía no afectarle un ápice los cambios, le tranquilizaba. Era lógico que toda observación al respecto concluyese en que el pequeño huésped era diferente, raro, un extraño caso donde los hubiera que, a buen seguro, aumentaría el pervigilio que le hacía tomar un sedante en muchas ocasiones para poder dar descanso a su exhausto cuerpo tras muchas horas sin haber podido conciliar el sueño. El doctor, acostumbrado a su insomnio, no mostraba queja por sus matutinos despertares y, a pesar de que no conseguía jamás prolongar el sueño más allá de tres o cuatro horas, tal tiempo le bastaba para sentirse con fuerzas como para reanudar la actividad. Algunas veces, cuando el sedante resultaba inocuo, pasaba toda la noche en su despacho —-lugar también destinado a sala de consultas—, leyendo libros de medicina —tenía un estimable aprecio a un viejo vademécum que tenía siempre a mano y repasaba con frecuencia—, tomando anotaciones en sus ordenados cuadernos o repasando el caso de algún reciente paciente. La tarde de ese día llegaba con el inevitable cansancio, y el descanso era exigencia obligada en cada célula de Hidalgo, acción que hacía en detrimento de su sueño nocturno, formándose así, esta vez en detrimento de su equilibrio, un círculo vicioso de “no duermo de noche, tomo sedantes, siesta obligada, no duermo de noche…”

La esposa del doctor Hidalgo era una señora de aspecto seco, de estatura notoria —la misma que su esposo, por lo que rara vez calzaba zapatos de tacones altos— y de semblante serio. Pero su trato era correcto y su educación exquisita, virtudes que la hacían ser respetada por doquiera que iba y tener ganada una reputación cuasi honorífica entre los que la conocían. Era madre de dos hijos frutos de su matrimonio con Hidalgo —Aurelio, de doce años, y Andrés, de ocho— y su ocupación rutinaria era, desde que contrajo matrimonio, cuidar de su hogar, de su marido y de sus hijos, tareas que compartía, porque así le apetecía, con su criada, una regordeta mujer de sencilla apariencia y de igual trato, con la que congeniaba gratamente pero que, a pesar de darle en todo momento una confianza inusual entre señora y criada, no le cedía un ardite los márgenes entre deber y poder, por lo que jamás tuvo que advertirla ni llamarla al orden.

Recibir la visita de un nuevo huésped era algo que llegaba sin precedentes, pues jamás su marido había mezclado el trabajo con los quehaceres del hogar, pero la obediencia —en el mayor respeto de todos los casos posibles— que profesaba a su amado esposo, la hizo asumir la voluntad de este en el aislado caso de adoptar temporalmente a un paciente.

Aunque no pudo esquivar ni disimular el asombro ante la sorprendente decisión que había tomado su esposo, no tardó en avisar a Manuela, la asistenta, para que preparara el cuarto de invitados y acompañara al pequeño Jonás hasta él una vez estuviese en óptimas condiciones de ser ocupado. Ella, esta vez, se encargaría de preparar la cena, labor que hacía a menudo, pues dominaba con presteza el arte de la gastronomía, y el tiempo empleado en la elaboración de sus guisos le resultaba placentero.

La antigua casa, donde presumiblemente se hospedaría Jonás, había sido tomada en herencia por el doctor Hidalgo, una hacienda que fue en su día propiedad de su padre, el ilustre y laureado científico don Agustín Hidalgo Nogales, premiado con la Medalla Nacional a la Ciencia. Tal concesión le fue otorgada al descubrir que la leche de una especie de higos —solo conocida en el sur del país— mezclada con unas proporciones adecuadas de yodo, betacaroteno y alcohol, eliminaba las afecciones de la piel, como la psoriasis, los hongos y las verrugas. El descubrimiento le permitió, aparte del citado reconocimiento, figurar entre la lista de los diez hombres más ricos del país.

Sin duda alguna era toda una proeza y una muestra de entrega a su profesión haberse responsabilizado del chico. ¿Cómo no temer una reacción violenta del ser que con seis años de vida acumulaba un historial delictivo altamente peligroso? Cierto era que todo el daño que había causado hasta ahora había recaído en las desdichadas monjas que lo habían cuidado, “dato curioso y primero a tener en cuenta”, pensó. Pero la maldad no se selecciona, simplemente se desahoga, y no podía permitirse el lujo de descartar la posibilidad de ser atacado por el malhechor niño mientras este habitara bajo su mismo techo. Por otra parte, estaban su esposa y su criada, dos mujeres que tenía que defender, así que la vigilancia al chico no podía flaquear. Por el momento, los niños parecían estar libre de peligro.

En la soledad del inmenso salón de su casa, sentado en un cómodo butacón, con los pies arrimados a una crepitante candela, el atrevido doctor, mientras fumaba uno de sus desmesurados puros, intentaba hilvanar los primeros hilos que le pudieran llevar al desenlace de la incógnita que se cernía sobre el comportamiento de Jonás. Por una parte, debía tratarle como al niño que era, pero por otra no podía excluir el dato más significativo y relevante de todos: su tendencia a hacer daño. Una incipiente luz en su cabeza pareció encenderse y le trajo la primera conclusión a su mente. Su “¡ya lo tengo!” no podría catalogarse como serendipia, pero creyó ver una razón que justificara la conducta de Jonás.

—¡¿Querida?! —llamó, alzando notoriamente la voz, y esperó.

—Dime, querido —dijo su esposa tan pronto entró en el salón.

—Cariño, creo que nada debéis temer tú y Manuela. El niño que vivirá treinta días con nosotros siente aversión hacia las monjas, por ello se ha ensañado con ellas —notificó tras dar una gran calada al paliado tabaco y enrarecer parte del salón con el cálido humo—. En mis ausencias guarda bajo llave tus descansos, aunque no creo necesario tal cosa, pues los primeros indicios apuntan que el niño deja de ser peligroso fuera del orfanato, único lugar donde ha vivido hasta ahora. Advierte también a nuestra sirvienta del consejo que acabo de darte, pues no lamentaremos curarnos en salud. Dime, ¿dónde está nuestro invitado?

—Aquí, señor —respondió, dando a ambos una ínfima sorpresa Manuela, que comenzaba a adentrarse en el salón con el huésped de la mano.

—-Ya este joven mozo, señora —dijo dirigiéndose a Carmen, la esposa de Hidalgo—, tiene su cuarto acomodado a sus necesidades. ¿Cuál es su próxima voluntad?

En la boca de la dueña del hogar parecía querer dibujarse una sonrisa, pero los esfuerzos no dieron fruto.

—Prepara el salón para el almuerzo, por favor, y deja aquí a este mozalbete con nosotros.

Avísanos cuando podamos sentarnos a la mesa para comer, y no olvide hacer lo propio con mis hijos, que no sé dónde están —ordenó con la escueta pero justa seriedad que la caracterizaba.

—La mesa se halla ya servida, señora, a la espera de los comensales —aclaró sorpresivamente.

—Bien, Manuela, gracias. Espero que tus primeros alimentos te sirvan de bienvenida en tu nuevo hogar, pequeño —deseó dirigiendo sus serias pero dulces palabras a Jonás que, como siempre, no dijo ni mu.

Seis estilizadas velas blancas hacían de centro de la mesa y daban elegancia a un negro candelabro de hierro; seis platos llanos, de un pulcro blanco, soportaban sendos cuencos de barro; el cubierto, como es habitual allí donde la compostura cumpla un papel esencial, repartido a derecha e izquierda; las servilletas, de tela blanca como los platos, dobladas en dos mitades; junto al candelabro, una vistosa tapadera de cerámica tapaba una clásica sopera a la espera de que el primer plato fuera servido.

Hidalgo esperó, pacientemente, a que su señora tomara asiento, pidió luego a Jonás que imitara a su esposa y, por último, se sentó él. Recatadamente, pidió a Manuela que fuera a por los dos comensales que faltaban, aunque no fue preciso que esta se moviera de su sitio porque los chicos aparecieron inmediatamente después de que el doctor hubiera dado la orden a su sirvienta. Ambos mostraron extrañeza al ver a Jonás sentado a la mesa, pero no pronunciaron palabra.

El perfumado puro del doctor acabó descansando en un enorme cenicero de cristal que arrimó hacia él. El hilo de humo que, ante la ausencia de viento, se elevaba hacia el techo, era señal evidente de la incandescencia del habano. Manuela preguntó si podía servir la sopa y, ante la afirmativa respuesta de los anfitriones, dio vía a su trabajo. Llenó el cuenco de Jonás primero, a petición de Carmen, luego sirvió a los hijos de esta, a posteriori el de la señora, y acabó con el del doctor. Situada ente Hidalgo y Jonás, la mano derecha de Manuela quedó momentáneamente con el dorso hacia arriba mientras que la izquierda asía la pesada tapadera de la sopera para volver a colocarla sobre ella. El puro ardía a su ritmo natural y Jonás fijó su mirada en él. Un rápido movimiento de la pequeña mano del más joven de los comensales fue suficiente para que Manuela supiera el dolor que se siente si te apagan un puro en tu mano.

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CAPÍTULO VII

I

Reverenda Madre:

Siento comunicarle que el primer desenlace desagradable no ha tardado en presentarse, siendo mi apreciada sirvienta la que ha sufrido las consecuencias. No obstante, no debe usted preocuparse, pues el daño que le ha causado mi paciente, Jonás, no reviste gravedad, aunque sí dejará secuelas en la mano de mi criada e, inevitablemente, será otra mujer que pase a ocupar un puesto en el ya engrosado historial delictivo del niño.

Ante tal hecho quiero hacerle saber que no me retracto de mi compromiso, pues este último acto violento, acaecido en mis propias narices y el primer día de su llegada, ha reafirmado la urgencia que precisa mi paciente y huésped.

La mantendrá al tanto de cuanta novedad vaya sucediendo, así como del progreso de mis investigaciones.

Dios la guarde.

Atte. Dr. D. Joaquín Hidalgo Nogales y Sánchez Ocaña.

La misiva que un desaliñado niño, con no más de diez años y que se ganó unas monedas por hacer de cartero, había dejado en manos de Sor Ángela advirtiendo que venía de parte del doctor Hidalgo, sobresaltó a Sor Catalina tan pronto se le fue entregada. Primero porque el doctor había querido expresarse por carta en vez de hablar personalmente con ella, estando ambos en el mismo pueblo, y segundo por la gravedad del reciente hecho que le comunicaba.

Un nuevo ataque. Una nueva víctima. Una nueva mujer agredida sin ton ni son, sin premeditación, así porque sí, y ya está. Y el primer día de los treinta que debía pasar fuera. Era una locura, y pensar en ello la hacía declinarse por que el niño estaba siendo poseído por fuerzas malignas, como pensaba alguna que otra Hermana. “¡Dios mío!”, se lamentaba una y otra vez”.

II

Ataviado con túnica negra, manteo, cíngulo rojo amaranto y solideo de seda, el obispo, D. Zacarías Vélez Sandino, aguardaba en el carruaje a que alguna monja del orfanato Santos Apóstoles saliera para recibirle. No había olvidado su báculo ni el anillo pastoral, que parecía tenerlo fijado al dedo con algún pegamento de contacto.

El cura de Ioan, acompañante del obispo en el viaje, llamó a la puerta y esperó. Sor Ángela hizo de recepcionista, como era habitual, y atendió al recién llegado, que avisó de que en la diligencia estaba esperando a ser recibido el obispo y que era conveniente no hacerle esperar, sabedor como era de la poca delicadeza que empleaba Su Excelencia ante sus subalternos.

Presta, la Hermana se arremangó el hábito para evitar tropezar en su ligera marcha y no hizo esperar al que aguardaba cómodamente sentado en el interior del carruaje. El cochero permanecía impávido, ignorante de cuanto pasaba a su alrededor y con sus cuatro caballos dominados en una clara muestra de oficio aprendido.

El cura, que caminaba delante de la hermana, abrió la puerta del carruaje para facilitar a su único ocupante la salida. No sin su ayuda, el rechoncho obispo salió al exterior con cierta torpeza y arrogancia, dando en todo momento a entender que era él el centro de atención y denotando molestia por la encomienda solicitada.

—Hermana —anunció el cura tan pronto el obispo puso los pies en tierra firma—, Su Eminencia don Zacarías Vélez Sandino, obispo diocesano; la Hermana Carmelita Sor Ángela —dijo dirigiendo sus temblorosas palabras al obispo.

El que acababa de bajar de la diligencia hizo caso omiso de la presentación y asestó con brusquedad mirando con desdén a la monja:

—Lléveme usted ante la Hermana Superiora, Hermana. He de ver a ese niño cuanto antes.

Sor Ángela creyó prudente obedecer, callar y no adelantar acontecimientos. “Pagará el pecador por sus pecados”, pensó.

Dentro del orfanato, el obispo fue invitado a tomar el mejor asiento del salón principal, un cómodo butacón de alto respaldo y de anchos reposabrazos. Asido a su báculo, recibió a la Madre Superiora sin disimular un ápice su molesta seriedad. Sor Catalina hizo su aparición precedida por la Hermana que había conducido a los viajeros hasta el lugar en el que se encontraban.

—Excelencia, le presento a la Madre Superiora, Sor Catalina de Piedra Alba, rectora y directora de este orfanato; Madre, Su Eminencia el obispo don Zacarías Vélez Sandino —anunció la monja de idéntica forma tal cual había hecho antes el cura.

Sor Catalina se inclinó ante el invitado de mayor rango y besó el exagerado anillo que este le mostró.

—Padre —exclamó—, es todo un honor su presencia en esta humilde casa de Dios…

—¿Dónde está ese niño del que me habló en su misiva, Hermana? —cortó ásperamente.

—Eminencia, he de comunicarle que, tanto mis Hermanas Carmelitas como una servidora, tuvimos a bien la valoración de un experto galeno, el cual creyó oportuno tener al niño bajo su custodia con el fin de estudiar su comportamiento. Por tanto, Padre, en estos momentos, y hasta pasada una treintena de días, será la casa del doctor la que cobije al pequeño, aunque, si lo desea, no me importará acompañarle hasta allí —aclaró.

Sorprendido, el obispo irguió su espalda presionando con ella el respaldo del butacón.

—Entonces, no cree usted necesaria una intervención eclesiástica, ¿verdad? —cuestionó.

—Disculpe si le he hecho viajar en balde, Excelencia. Hemos querido, mis Hermanas y yo, darle una oportunidad al niño. Queremos que sea la ciencia la que obre los primeros pasos, pues en manos de Dios están la sabiduría y el conocimiento del doctor que le cuida en estos momentos. Si esta decisión resultase infructuosa, la ayuda requerida no dude que recaería en las bondadosas manos de Su Eminencia, si le parece bien —explicó, a modo de disculpa, la monja.

—Bien, Hermana. Remitiéndome a lo expuesto, creo que no es necesaria mi presencia aquí —expuso—, por tanto, no demoraré mi retirada. Pero, dígame, ¿cree que ha dejado al niño en las mejores manos?

—Eso espero, Ilustrísima, eso espero.

—Bien, Hermana —quedó un rato dubitativo—… Quiero que haga la siguiente gestión: Hágale saber a mencionado doctor… ¿cómo me ha dicho que se llama?

—Perdón, Eminencia, olvidé mentar su nombre. Doctor Hidalgo

—ilustró.

—Pues bien, hágale saber usted cuanto antes al doctor Hidalgo mi deseo de conocer a su paciente… y avíseme tan pronto me sea concertada una cita.

El obispo abandonó su pose para mostrarse cuan largo era y, con un escueto “Hermanas”, dio por zanjada la conversación, con menos aspavientos de los que las Carmelitas y el mudo cura esperaban.

III

La temeridad era una de las flaquezas de Sor Catalina, por ello acatar la petición exigida revestía suma importancia y conllevaba ocupar un lugar prioritario entre cualquiera de las anotaciones de su apretada agenda. Para que el olvido no le jugase una mala pasada —nunca se sabe—, decidió hacerle saber al doctor los deseos del obispo, encargando a Sor Ángela de dar el comunicado, el cual fue recibido y respondido con un claro y alentador deseo de complacencia, haciendo resaltar la libre disposición a la que estaba dispuesto y fijando, además, fecha y hora para una invitación, si esta era aceptada, a su casa. Ante la buena nueva, dio alas a la premura y no retrasó un ardite enviar una nueva misiva al obispo para expresarle los deseos del doctor, siendo estos aceptados de buen grado por la parte receptora que, no haciéndose demorar, anduvo raudo a notificar su aceptación a la cita con el doctor, agradeciendo su noble gesto y su amable hospitalidad.

TRES DÍAS DESPUÉS

No podía evitar estar preso de un notorio estado nervioso, pese a las voces de aliento y de tranquilidad que recibía de su esposa, pues la visita de un alto cargo eclesiástico no se recibía todos los días y, aunque no le preocupaba el concepto que pudiera llevarse de él el obispo en su visita, sí temía no estar a la altura de las circunstancias, por lo que exageró la bienvenida haciendo partícipe de ella a Manuela y, debido al vendaje que cubría la mano quemada de su criada, a su esposa. Ambas estuvieron horas decorando el salón donde sería atendida Su Ilustrísima, elaborando galletas de jengibre —receta muy apreciada por los dueños de la casa y con la que esperaba agradar a su visita—, limpiando con bicarbonato una tetera de plata y una elegante y decorada bandeja del mismo material, y dejando casi invisibles media docena de vasos de cristal tallados. Por otra parte, no fuera que anduviera desacertado y tanto el té como las galletas no agradaran al obispo, las dos mujeres habían recibido la orden —la criada, sobre todo— de elaborar un bizcocho de zanahoria y otro de plátano, además de tener a punto una cafetera colmada de aromático café y una jarra de cristal con leche caliente por si algunos de los dulces eran demandados.

Pasaban varios minutos de las seis de la tarde cuando Manuela, ataviada con sus mejores galas de servidumbre, abrió la puerta de la entrada intuyendo que tras ella estaría la esperada visita. Para su sorpresa, fue don Emiliano el que apareció, el cual saludó humildemente, se presentó y anunció la llegada de don Zacarías. La criada pidió al cura que aguardase un momento y, dejando la puerta a medio cerrar, acudió a dar el aviso a Carmen, que no hizo esperar al obispo.

Invitado a que ocupase el asiento más cómodo del salón y puesta a su disposición una redonda mesa de centro con el resultado de los trabajos de Manuela y de Carmen, el obispo se sintió agasajado, aunque, como acostumbraba hacer, no demostró un ardite su contento. Antes de que el anfitrión pudiera pronunciarse, el invitado pidió ver al chico. El doctor dio el encargo a su esposa y no tardó en regresar con Jonás.

—Tenía ganas de conocerte —advirtió el obispo a modo de saludo—. ¿Qué tal, Jonás? Sé tu nombre, no te sorprendas.

Un encogimiento de hombros fue todo lo que obtuvo por respuesta.

El obispo miró de soslayo al doctor y volvió a preguntar:

—¿Acaso te ha comido la lengua el gato?

—Eminencia –se interpuso Hidalgo—, Jonás no acostumbra a hablar mucho, le ruego no tenga en cuenta su poca comunicación y…

—Así que tú eres el diablillo que tanto temor ha sembrado en el orfanato, ¿verdad? —El obispo ignoró al completo la petición del doctor.

—Padre… por favor…

El obispo, esta vez, se contuvo y obedeció al ruego, no sin antes rezongar abiertamente.

—¡Lléveselo! —ordenó.

Unos instantes después, tras haberse llevado a los labios el primer sorbo de café y mirar con avidez el plato de galletas de jengibre., dijo:

—Doctor, temo que este caso que nos reúne hoy aquí pueda escapársenos de las manos. —Estiró la mano y cogió dos galletas—. Si consideramos la corta edad del niño podríamos restarle importancia al asunto, en cambio, si tan solo tenemos en cuenta la gravedad de los hechos, mi inclinación por pensar que no es de este mundo la fuerza que domina las voluntades de ese niño me resulta más convincente que cualquier otra cosa. —Mojó las galletas en el café y se las llevó a la boca.

—Padre, mi voluntaria elección de cobijar al pequeño en mi casa creo que puede dar sus frutos —expuso Hidalgo, ofreciendo al que comía una servilleta blanca de tela.

—¿Seguro? —asestó—. Le recuerdo que su criada ha sido la última víctima. ¿A eso le llama usted dar frutos?

El doctor hizo caso omiso a la pregunta de su invitado, alegó que la quemadura provocada en la mano de su criada podría considerarlo un fallo suyo y alegó que podía numerar las ventajas que había al tener al niño bajo su custodia:

—Una —comenzó—: Las monjas Carmelitas estarán eternamente agradecidas y libres de peligro. Dos: Aquí Jonás se siente libre y vive como si estuviera en su propia casa. Tres: Estoy seguro de encontrarle una cura en poco tiempo, pues no abrigo la menor duda, Excelencia, de que no se trata de otra cosa que de un curable desequilibrio mental. Cuatro: …

El obispo alzó la mano y el que hablaba calló, extrañado por el ademán. De la mesa desapareció un trozo de un apetitoso bizcocho de zanahorias engarfiado en los porrudos dedos del clérigo.

—No creo necesario que me cuente usted una a una todas las ventajas que ve en que el niño siga aquí y, créame, me aterra pensar que se equivoca, que no está en su mano la solución… que esa tendencia violenta del chico solo puede ser extraída con la ayuda divina, ¿me entiende? —aclaró—. ¿Y siempre es así, tan callado? —preguntó confuso.

—Es su más firme cualidad, Eminencia.

—No deja de ser mosqueante, ¿no cree, doctor?

—Ilustrísima… —alegó el doctor— si… si errara en mis predicciones y.… y a Jonás hiciera falta exorcizarlo, ofrezco mi casa para que la Santa Iglesia practique aquí tan aterradora misión, pero mientras tanto, le pido que deje al chico bajo este techo, como hasta ahora.

La trémula voz del doctor era un claro presagio de derrota, pero se atrevió a proponer astutamente.

El borde de la taza de café volvió a posarse en el grueso labio inferior del obispo y el trago ayudó a transportar hasta su panza el masticado trozo de bizcocho.

—Tanto el Padre Emiliano como yo hemos estado todo el día viajando, como sabe. —Actuó con astucia—. Un buen descanso nos vendría bien, así, tal vez, pudiera tener mis ideas más claras.

—Creo —dijo Hidalgo, que captó al vuelo la intención del obispo—… creo que ha tomado usted una sabia decisión. Mi casa es su casa, Excelencia. Avisaré a la criada para que prepare vuestros aposentos y puedan ustedes descansar como se merecen.

El doctor Hidalgo, que no tuvo más remedio que advertir a su esposa de la incómoda situación, encontró en ella un grato consuelo tras oír de la boca de Carmen un “no le des importancia; ya se irán”.

Sirvieron de bálsamo las palabras que el obispo pronunció al día siguiente:

—Sea lo que usted pide, doctor —dijo, tras haber dormido como una marmota toda la noche y haber desayunado como si el hambre le hubiera estado persiguiendo toda una semana.

TRES DÍAS DESPUÉS

Sumidos en sendos plácidos sueños, Carmen y su esposo descansaban acostados en su reconfortante cama. Un ruido hizo que Carmen se despertara, aunque en un principio no sabía por qué había sido. Agudizó el oído que apuntaba al techo, ya que el otro se aplastaba contra la almohada soportando todo el peso de su cabeza. Volvió a notar otra vez el ruido. Parecía que venía de la habitación de sus hijos. Dudó entre levantarse para ver qué diantres podría estar perturbando la paz de la noche o despertar a su esposo para que se encargase él de hacerlo. Optó por lo primero. Se levantó con sigilo, tras mirar a su marido y comprobar que seguía profundamente dormido y, conociendo el escaso sueño de este, le dejó estar, asió uno de los candelabros de la habitación y se dispuso a descubrir la procedencia del ruido y, tal vez, el causante del mismo. En el pasillo volvió a escuchar por tercera vez el mismo ruido, un seco “toc” descompasado. Lentamente llegó hasta la puerta de la habitación del menor de los hermanos. Abrió la puerta con cierto temor. Un ronco sonido de las bisagras acompañó el movimiento de la hoja. El chico no se inmutó. De nuevo el ruido. No era en esa habitación donde se estaba produciendo. ¿Dónde entonces? Salió de la habitación y cerró la puerta con delicadeza. De nuevo el ronco sonido de las bisagras. Avanzó un poco más por el pasillo y alcanzó la habitación de su hijo mayor. Esta vez la puerta no hizo ruido alguno. La ventana estaba abierta y el viento la abatía una y otra vez dando continuamente contra su propio marco. Respiró aliviada. Dejó el candelabro sobre la mesilla de noche y, decidida, cerró la ventana cerciorándose de que dejaba bien encajados los pestillos. Corrió la cortina y se giró para asir de nuevo el candelabro y tomar el camino de vuelta para volver a taparse con el edredón de su cama. Antes de dar con su cuerpo en el piso de madera solo pudo distinguir a Jonás que dirigía el candelabro a su cara.

El seco ruido producido al chocar el candelabro contra la cabeza de Carmen y el de su cuerpo al desplomarse, despertaron a Aurelio, el hijo mayor de la familia que, sin saber qué ocurría y con el pasmo propio del recién llegado al mundo de los despiertos, supo que algo no iba bien. Se incorporó y la luz del candelabro le permitió distinguir a alguien.

—¿¡Jonás!? —dijo incrédulo.

Jonás dejó caer sobre su víctima el arma que había utilizado para golpearla con intención de que el fino camisón que esta vestía prendiera. Y abandonó rápidamente la habitación. Fue en ese preciso instante cuando Aurelio vio el cuerpo de su madre tendido en el suelo, por lo que se apresuró para abortar el maligno deseo del agresor.

—¡Mamá! —gritó, y salió de la cama en volandas retirando rápidamente el candelabro del cuerpo de la víctima. Repitió el grito varias veces mientras ponía la cabeza de su madre sobre sus piernas. Pudo comprobar, por la procedencia de la sangre, que el golpe lo había recibido en la sien. Los gritos del chico hicieron de despertador para el resto de los ocupantes de la casa. Hidalgo no tardó en reaccionar. “¿Dónde está?”, se preguntó sin hablar al comprobar que su mujer no estaba dormida junto a él. Se quitó de encima el edredón que le cubría y puso los pies en el suelo. Los gritos de “mamá, mamá” salían de la habitación de Aurelio, y hacia allí se dirigió. Su hijo llorando y sentado en el suelo con la sangrante cabeza de la madre sobre sus piernas dio aún más premura al doctor, que atendió rápidamente a su esposa. Las constantes vitales eran lo primero, con ello descartaba la posibilidad de que hubiera fallecido y podía seguir con su trabajo. Carmen respiraba. “¡Menos mal!”, pensó aliviado. Pidió a su hijo que le trajera su maletín y en unos minutos pudo servirse de él. En la espera pudo Hidalgo tomarle el pulso a su mujer y taponarle la herida con la parte superior de su pijama. El que transportaba el maletín y Manuela entraron juntos en la habitación. La criada, que fue la que más demostró su asombro, portaba un candelabro de tres velas, el cual, ante la petición de Hidalgo, depositó en el suelo, junto a la que yacía tendida en él. El buen equipamiento del maletín permitió a Hidalgo vendar aparatosamente la herida de su esposa. Más relajado, hizo uso de su estetoscopio, luego pidió a su hijo que le ayudara a meter a su madre en la cama —la de su hijo— y, hecho esto, le tranquilizó con un “no temas, se pondrá bien”, para posteriormente pedirle a ambos que se quedaran vigilando a la que estaba inconsciente en la cama.

—¿Qué va a hacer, doctor? —preguntó la criada.

—Ese endemoniado niño… he de darle un escarmiento —contestó.

Manuela preguntó si había sido Jonás el responsable de aquel incidente. Fue el chico el que afirmó con su “sí, con un candelabro”.

Jonás se había ido a su cuarto, sin remordimiento alguno por haber golpeado la cabeza de la que le estaba dando cobijo en su casa, más aún, sintiendo por ella desprecio, pensando que no era nadie, que era merecedora del golpe recibido por ser mujer, como había pasado con las monjas carmelitas y con Manuela, la penúltima de sus víctimas.

La puerta de su habitación se abrió repentinamente y Jonás miró hacia ella. La sombra que formaba su silueta le fue suficiente para saber quién había llegado. Pero no se inmutó, se quedó sentado en su cama, tal como estaba. Ya sabía que el que acababa de llegar venía a por él y no traía buenos vientos.

—¿Qué cojones acabas de hacer, malnacido? ¿Es este el agradecimiento que muestras por la hospitalidad que te ofrezco? ¿Acaso quieres que te deje encerrado entre estas cuatro paredes?

Ante la muda respuesta de Jonás, Hidalgo entró en la habitación y fue hasta la cama.

—Dime, so malandrín, ¿por qué motivo has golpeado a mi esposa? —volvió a insistir agarrando al niño por los hombros y zarandeándolo.

Jonás se mostraba impávido, como si no le molestara el zarandeo al que estaba siendo sometido.

—Contesta, mocoso, o te parto la cara aquí mismo —amenazó, y levantó la mano con idea de hacer cumplir su amenaza.

La mano ilesa de Manuela evitó que el doctor estrellara la suya contra la cara del chico. Pidió calma al doctor y este no tardó en dejarse convencer. Luego salieron ambos de la habitación y el doctor cerró con llave la puerta, dejando dentro a un insensible Jonás.

Era preciso volver a la habitación de su hijo y dar unos puntos de sutura para cerrar la herida de su esposa. Y no dudó en hacerlo, labor que llevó a cabo con suma tranquilidad, aptitud imprescindible cada vez que ejercía semejante labor.

Se sintió, aparte de dolido por el estado de su mujer, frustrado y, en cierto modo, fracasado. Sin duda alguna se le había ido de las manos el control que creyó tener sobre Jonás, subestimó su maldad… y esta era mucha. Aún se preguntaba, asombrado, cómo y por qué una mente tan joven albergaba tanta iniquidad, cómo a tan corta edad se puede tener tanta vileza, por qué la depravación se manifestaba en un simple niño. Quizás no encontrara nunca respuesta a sus interrogantes, quizás nunca supiera si el chico estaba padeciendo los enrevesados estragos de la locura o, como vaticinaron las monjas y temió el obispo, oscuras influencias del averno descontrolaban su mente y lo dejaban impío, quedando su voluntad a merced del mismísimo Satán. Si tales temores se confirmaban, Jonás tendría que soportar días muy desagradables, pues los métodos empleados por los curas exorcistas ante semejantes circunstancias no eran nada ortodoxos, aunque era el Santo Padre el que, llegado el caso, tendría la última palabra.

Si el niño se había convertido en un serio problema, algo más que demostrado, la opción más inteligente era, indudablemente, volverlo a entregar al lugar de donde vino. Era asumir la derrota, cosa que no agradaba al doctor, e iba en detrimento de su profesionalidad, pero no estaba por la labor de volver a considerar un fallo suyo la agresión de Jonás ni a volver a poner en peligro a su esposa.

Decidido a afrontar los hechos y a olvidar el asunto cuanto antes, pensó que lo más rápido era retractarse del compromiso que había adquirido y, asumiendo las consecuencias, devolver en el menor tiempo posible a Jonás al orfanato del que provenía, aunque, considerando la hora que era, la mejor opción se le antojaba dejarlo todo para cuando los rayos del sol hicieran desaparecer la oscuridad que ahora reinaba.

Llamó a su criada y le pidió que le acompañase. Durante el trayecto le indicó que necesitaba su ayuda para transportar hasta su habitación a Carmen y le ordenó que cerrase con llave las habitaciones de los chicos y que hiciera lo mismo con la suya y, para postre, le expresó su decisión de devolver al niño al orfanato.

El insomnio que padecía el doctor se manifestó esa noche en su más amplia extensión, por lo que no consiguió cerrar un solo ojo. Por una parte, se encontraba sosegado al ver que su esposa dormía libre de peligro gracias al calmante que le había inyectado, pero por otra la frustración le daba intranquilidad y malestar.

Deseoso de desembarazarse del inquilino que cobijaba en su casa, abandonó su plácida cama cuando los primeros rayos de sol apenas podían combatir la humedad de la noche. “Un sorbo de café me vendrá bien”, pensó. Enfundado en un elegante batín rojo con ribete en contraste, se encaminó hacia la cocina. Esperó a que la cafetera silbara mientras acabó con el ayuno llevándose a la boca un huevo cocido que Manuela, tal vez, había dejado sobre un plato en la encimera. Se acordó que no había comprobado si sus hijos seguían bien, pero esperó a tener el recién apartado café calentándole las tripas para hacerlo.

—Buenos días, doctor —saludó la criada que, como era habitual, ya estaba levantada.

El doctor devolvió el saludo y Manuela le preguntó si le apetecía desayunar algo más, pregunta que fue contestada con un dedo índice en sentido vertical moviéndose de lado a lado.

—¿Ha dormido usted bien, Manuela?

—Sí, doctor… gracias. ¿Ha estado bien la señora esta noche?

—Sí, sí, sí, Manuela, muy bien. Creo que aún duerme.

—¿Y sus hijos? ¿Quiere usted la llave de sus habitaciones?

En ese momento cayó en la orden que le había sido encomendada a su criada hacía solo unas horas, pero no demostró asombro alguno.

—Sí, gracias, démelas, voy ahora mismo a ver si están sin novedad. En lo tocante a Jonás —aclaró— voy a pasarme por su habitación cuando decida ponerme en camino para devolverlo al orfanato. No vaya usted a preparar desayuno ninguno para semejante criminal; ya se ha comido todo lo que se tenía que comer en esta casa.

La criada calló sumida en un inusual asombro, pues no recordaba haber oído hablar a Hidalgo tan fríamente en los años que llevaba siendo la sirvienta de la casa.

Preparar a su caballo era una práctica harto aprendida y lo hacía de forma robótica, por lo que no tardó en cabestrar al animal los aperos de cabeza, la jáquima con la cabezada y el pisador, todo montado previamente, y colocar la embocadura sujetándola a la cabezada detrás de las orejas del cuadrúpedo, de donde salían las riendas; con las misma soltura y habilidad colocó la gualdrapa y la montura, atándola con la misma facilidad con la que se ataba él el cinturón. Un espectador llamado Jonás observaba indiferente.

Preparado su ligero y de gran alzada corcel, puso el pie en el estribo y tranquilizó al animal —el caballo parecía comenzar a impacientarse— con un par de palmadas en el cuello, luego pidió al chico que le diera la mano y, en un pis-pas, pasó a ocupar la segunda de las plazas de la montura. El camino a recorrer era corto y la mañana acababa de empezar, pero no se entretuvo en nada y, aunque era consciente de que el pequeño estaba aún en ayunas, espoleó —sin espuelas— a la cabalgadura y se olvidó de semejante detalle.

Llegados a la puerta del orfanato Santos Apóstoles, Hidalgo hizo detener a su caballo con un musitado “¡sooo!”. Cruzó una pierna por encima de la cabeza del animal y enseguida puso con firmeza los pies en el suelo. Jonás bajó con la ayuda del doctor y este, sin más demora, amarró el caballo a una argolla de hierro que, para tal fin, había fijada a la pared. Hecho esto, asió al niño de la mano, se acercó hasta la puerta y llamó. La Hermana Ángela apareció cuando la puerta acabó de abrirse y, vocinglera, exclamó un sorpresivo “¡Doctor!” al ver la compañía que el galeno traía. El doctor solicitó permiso para pasar, pero la Hermana le rogó que aguardara a que diera el correspondiente aviso. Tras una corta espera en la que escudriñó varias veces al que le acompañaba, la misma monja que le había recibido le pidió que pasara, y el doctor y Jonás cruzaron la entrada, lo que tenía que haber ocurrido treinta días después de haberlo hecho en sentido contrario, y no en ese momento.

Sor Catalina aguardaba a su inesperada visita y no pudo por menos que mostrar su entereza, pues aún desconocía los motivos por los que el doctor se había adelantado tanto en su contienda. Pudiera ser que hubiese encontrado una cura, tal vez una medicación “milagrosa” que ella desconociese, y su pequeño Jonás hubiese vuelto a la normalidad, a ser el niño que era antes de que comenzara a atacar a sus Hermanas; o puede que la visita fuera debida a la buena empatía del doctor y, por cortesía, estaba allí con el único fin de que ella no estuviera sin ver a su niño tantos días seguidos; y, entre las posibilidades, también entraba que debía prepararse para recibir malas nuevas. Por tantas cosas, era mejor reservar las apariencias y estar dispuesta a recibir cualquier agradable o desagradable noticia sin previa conducta errónea.

La Hermana Ángela precedía a los primeros miembros que esa mañana visitaban el orfanato. Ellos iban a unos pasos por detrás, sin alterar el silencio. La guía se colocó al lado del marco de la puerta y, mirando de soslayo al pequeño del dúo, ordenó al doctor que pasara, marchándose a cumplir con sus labores rápidamente.

Era de esperar el revuelo que se produjo entre las monjas al compartir la noticia con ellas la que acababa de dejar a los recién llegados en presencia de la Madre Superiora. Volvía la intranquilidad, estaba allí de nuevo el temible niño que tanto daño les había causado, y ellas tenían motivos más que suficientes para no poder frenar el miedo.

—¿Por qué ha vuelto? —preguntaba una.

—Sí, eso, ¿qué ha venido a hacer en este santo lugar? —quería saber otra.

—¡No debemos permitir que ese diablo ponga sus pezuñas en este orfanato! —aconsejaba una tercera.

—¡Claro que no! ¡Es una osadía intolerable! —se quejaba una cuarta…

El bullicio no se hizo esperar y las monjas parecían querer expresar sus opiniones al unísono. Sor Ángela, temiendo que el alboroto llegase a los oídos de los demás niños, mandó, con un esfuerzo sobreañadido, callar a las demás.

—Es precipitada e injustificada esta farfulla, Hermanas —aclaró-. No debemos adelantar acontecimientos, no sin conocer con certeza los motivos que han traído de vuelta al niño que tanto daño nos ha hecho. Démosle tiempo al tiempo y pidamos a Dios por que la visita que nos preocupa haya venido por alguna buena razón. Seamos benevolentes y guardemos prudencia, por favor.

El ruidoso alboroto pasó a menos y tornó a un cuchicheo mermado en decibelios, lo que hizo pensar a la que había hecho un llamamiento a la calma que había obtenido un buen resultado.

—Gracias, mis queridísimas Hermanas. Creo que todas y cada una de nosotras deberíamos ocuparnos de nuestras obligaciones. Unos adorables pequeños hijos de Dios necesitan de nuestros cuidados. Démoselos —advirtió y ordenó.

Ante la presencia de la Madre Superiora, Hidalgo soltó su mano de la de Jonás y se la puso sobre la espalda, acto seguido, colocó al chico delante de él.

—¡Doctor! —dijo la mujer con intención de instar al habla al médico.

—Queridísima Madre —saludó haciendo una minúscula reverencia—, el motivo de mi insospechada y repentina visita, por la que le pido disculpas, no es otro que el de ponerle al día de las novedades acaecidas en mi casa teniendo como protagonista al niño que me acompaña. Verá… en mis trabajos de observación en el comportamiento del niño en los pocos días que han ocurrido desde que decidí llevármelo a mi casa, no he visto nada anormal, salvo su poca comunicación con todo el mundo, algo que presumo es de su total conocimiento. He sido hasta ahora reacio a adelantar un pronóstico, me lo reservaba hasta estar seguro de acertar plenamente en todo lo que dije al respecto, y quería hacerlo transcurrido el mes que le pedí, pero ya creo tener claro cuál es el motivo por el que mi paciente obra de manera tan despiadada y comete actos tan violentos. En los primeros días, antes de que este chico agrediera a Manuela, mi criada, me incliné, erróneamente, a pensar que todo se debía a una incontrolable aversión que Jonás siente por ustedes, las Hermanas Carmelitas de este orfanato, pero mencionada agresión desbarató mi teoría, por lo que seguí observando al niño poniendo un énfasis inusitado y estando pendiente de todos y cada uno de sus actos. Anoche fue la última vez que este mocoso… perdóneme, Madre —se disculpó, tras acordarse de la pasión que sentía ella por Jonás, y siguió tras ver que ella permitía que continuara su relato cerrando levemente los ojos—, anoche fue la última vez, repito, que volvió a hacer de las suyas este crío. Esta vez ha sido mi esposa la que ha sufrido las consecuencias, pues guarda reposo teniendo seis puntos de sutura que tuve que darle en la cabeza debido al candelabro que este niño le estampó en semejante parte. No obstante, la luz que esperaba apareció en mi mente tras ese ataque, y creo ahora estar plenamente acertado si digo que el nombre que debo darle a la actitud violenta de este niño es misoginia. Si se pregunta qué es la misoginia, Madre, puedo adelantarle que se trata de una, incomprensible en este caso debido a la corta edad del chico, aversión hacia las mujeres, odio repulsivo y de desprecio que acude una y otra vez a su mente y que puede dar lugar a la cosificación sexual, aunque hasta hoy solo se conocen casos en adultos.

Le había dejado hablar y se había explayado, pero no le importó, interpretó que el doctor necesitaba desahogarse y explicar con detalles las razones de su regreso al orfanato. Era obvio pensar que no quisiera correr riesgos ahora que presumía de saber el porqué de los actos agresivos de Jonás, así como reunía la misma obviedad creer que quisiera restarle importancia a la agresión a su criada e, incluso, perdonar al chico de ello, y que para él alcanzaba un grado más elevado la agresión que había tenido que sufrir su esposa. Pero la obviedad no podía servir de excusa para que un profesional de la medicina incumpliera un compromiso adquirido con un paciente. Sor Catalina, prudente y reservada, guardó para sí su razonamiento.

—¿Y qué razones encuentra usted en mi pequeño para tener esa opinión tan descabellada, doctor? —cuestionó avanzando el par de pasos que les separaban, y arrebató a Jonás del control del hombre, algo que a él no le importó.

No se esperaba don Hidalgo que su excusa y aclaración pudieran llevar una connotación peyorativa y, visto su, a todas luces, inaceptable soliloquio, optó por defender lo indefendible: faltar a su palabra.

—Verá, Hermana, el comportamiento humano sigue siendo una cábala para la ciencia. Se ha avanzado mucho en ese campo, pero aún nos sorprende encontrar individuos que disfrutan asesinando vilmente a seres inocentes, personas que aparentan una mundana normalidad y que resultan ser violadores, secuestradores de niños, pederastas, zoófilos, y un largo etcétera de listas negras llenas de incorregible gente que comete intolerables barbaries, haciendo con ello desnivelar el cauce de la normalidad. El pequeño Jonás, quiera Dios que me equivoque, ocupará un lugar en una cualquiera de esas listas si no se le recluye y se le aparta de toda mujer, sean estas de raza caucásica, negra o amarilla, vistan hábitos sagrados o de indecentes rameras, sean jóvenes y lozanas damiselas o desdentadas y centenarias ancianas, le dará igual su clase, su índole, su color o su linaje; Hermana, allí donde la ocasión le brinde una oportunidad aprovechará para herir con saña a su víctima, aunque esta sea un bebé de teta y chupete.

La mano alzada fue suficiente para advertir al doctor que acabara con su retahíla, pues estaba empezando a molestar los tímpanos de la Madre Superiora.

—Es suficiente… gracias. Tendré en cuenta sus comentarios y buscaré hasta encontrar una solución para que no tenga más nadie que lamentar ni sufrir una desgracia por parte de Jonás. Avisaré para que le acompañen hasta la salida —dijo, a modo de despido, ocultando con una esforzada sonrisa la sequedad que sentía en el alma.

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CAPÍTULO VIII

I

U

n amplio patio trasero servía para pasar parte del tiempo de ocio del que disponían las carmelitas. En él, una pequeña fuente viva, custodiada por un ángel desnudo de piedra que servía de centro, mantenía un relajante ruido de percusión. Estaba decorado con grandes y pequeñas macetas de flores, las cuales se beneficiaban del esmerado cuido que les dedicaban varias Hermanas, y repartidas adosadas a las paredes unas y colgadas de las mismas otras. El sosiego que allí se recibía iba en consonancia con la decoración, y tal vez viniera este provocado por las vistosas y elegantes rosas —rosas, rojas y blancas—, por las prolíficas petunias, por los coloridos claveles, por los verdes de los perennifolios ficus enanos —cuatro, uno en cada rincón—, las aplastadas plantas del dinero, —dos, que se mantenían colgadas por sendas alcayatas— o por, entre otras, un par de olorosos jazmines, entre más de una veintena en la variedad silvestre del patio. A los niños se les permitía jugar allí, aunque siempre en presencia de alguna que otra monja, y nunca sufrió incidencia alguna ningún capullo, brote, hoja, esqueje o rama.

Sor Asunción y Sor Pilar habían coincidido involuntariamente en el patio aquella apacible tarde. Las dos mostraron sorpresa al verse, a pesar de que hacía tan solo media hora habían estado juntas acabando de ordenar el comedor después de acabar la merienda de los niños. No tardaron en ponerse de acuerdo para escoger entre uno de los dos bancos de material que figuraban en el patio. Se sentaron quedando ambas una casi frente a la otra y muy cerca, tanto que se rozaban los hábitos. El silencio entre ellas se esfumó en un santiamén, pues aún sus posaderas no habían sentido el descanso cuando Sor Pilar sacó el tema que la otra parecía estar esperando:

—Qué poco nos ha durado la tranquilidad, Hermana —dijo, haciendo acopio del refrán, metiendo espina para sacar corvina.

—Se refiere a lo del niño, ¿no? A lo de Jonás —contestó como si no fuera eso lo que quería escuchar.

—No se ande con quisquillas, no son necesarias. Ya sabe que sí —animó—. No me explico por qué está aquí otra vez. Yo ya pensaba que no le vería más… usted pensaría igual, ¿verdad?

—Sí, Hermana, claro que sí. Casi ni nos hemos acostumbrado a estar sin él… ¿Sabe usted por qué el doctor le ha traído de vuelta? ¿No se hablaba de que estaría fuera un mes? —preguntó sin disimular para nada su verdadero sentimiento y dejando de fingir.

—Eso es lo que dijo la Madre, pero creo que ella tampoco esperaba esto, aunque ya sabe usted que ese niño es su ojito derecho desde que lo puso en sus brazos la parturienta esa de Medona —aclaró.

—Bien cierto es eso, Hermana. Aunque no me explico los porqués de esa debilidad cuando aquí lo que sobran precisamente son niños. ¿No cree usted? —alentó.

—Tanto una como otra hemos sufrido en nuestras propias carnes los atropellos de ese hijo del averno. Recordar la mía es suficiente para encender la mecha que por nada del mundo quiero ver activa: la del odio.

—Tranquilícese, Hermana —dijo Sor Asunción—. Sé que aquello que le pasó no es fácil de olvidar, pero dele gracias a Dios por no haber corrido usted la misma suerte que la Hermana Esther —animó y recordó.

—Lo sé… gracias —alargó una mano y encontró la de su acompañante—… No obstante, sigo pensando que con este niño aquí todas corremos un gran peligro, creo que no es necesario que lo diga.

—Sí, claro, todas lo sabemos. Creo que la solución está en volver a convocar un claustro donde podamos debatir el tema —dijo dando su opinión.

—El último claustro que tuvimos fue un fiasco, Hermana. ¿No lo recuerda? Aunque podemos hacerlo mejor si… si… —quedó pensativa, con la mirada perdida y permitiendo a su mente elucubrar.

—¿Qué está queriéndome decir, Hermana? —quiso saber, algo asustada, la otra.

—Debemos hacer que todas nuestras Hermanas estén con nosotras. Es la única manera de hacer que a ese bastardo lo pongan lejos de aquí —asestó, sin atisbo de remordimiento, una vez asomó una posible solución a su cabeza.

No se le antojaba a Sor Pilar tarea fácil convencer a todas las Carmelitas para que Jonás fuera expulsado del orfanato y, menos aún, conseguir que lo aceptasen en otro. En el anterior claustro varias Hermanas se habían posicionado a favor de la solución médica, rechazando un posible exorcismo o la expulsión de Jonás, pero tal vez ahora no se opusieran a su nueva idea, aunque daba por hecho que no iba a ser tarea fácil convencerlas a todas, aunque, si quería conseguir el objetivo, había que, al menos, intentarlo.

Recubierta de vendas, las molestas quemaduras aún le impedían mantener un sueño continuado —las peores, las que le habían alcanzado más cantidad de aceite, eran las de la cara—, y rara era la hora que no se veía obligada la monja que estuviese cuidándola de tener que acercarse hasta su cama para tranquilizarla, pues el daño psicológico provocado era aún mayor que el físico, y en las pesadillas, que tenía desde entonces, revivía una y otra vez aquellos horroríficos instantes. En su afectada mente seguían aferrados los miedos provocados en los segundos escasos transcurridos desde que oyó la voz de Jonás hasta que recibió el baño del preciado líquido de cocina, y darle la noticia del regreso de su agresor podría agravar su débil estado anímico y de salud, por tanto, era imprescindible medir cada palabra, andarse con tacto de seda y saber elegir el momento idóneo para, en pequeñas dosis, ponerla al día. Ella era, sin duda alguna, un buen trampolín para hacer que las demás se decantaran por apoyar el intento de rebeldía que intentaba llevar a cabo Sor Pilar en caso de que la Superiora no hiciese nada al respecto y Jonás volviera a ser uno de los huéspedes del orfanato. Ser la que había llevado la peor parte de todas las agresiones perpetradas por el niño la hacía una mártir, conseguir ponerla en el bando propio era hartamente importante.

En la habitación donde reposaba Sor Esther se respiraba el sufrimiento que estaba padeciendo la monja. Los dolores que le provocaban las quemaduras podían soportarse a base de analgésicos y, en casos críticos, con morfina, el cuasi reciente descubrimiento del alemán Friedrich Sertürner al lograr aislar el alcaloide principal de la sustancia que se consigue cuando se deseca el jugo de las cabezas de adormideras verdes, el opio; pero al alma lesa difícilmente se le encuentra una sustancia, natural o química, que le sirva de alivio. Las heridas físicas cierran y cicatrizan, las del alma permanecen abiertas y solo se olvidan cuando cuerpo y alma se separan por la inevitable muerte del cuerpo.

La hermana Esther permanecía resignada a tales sufrimientos envuelta en vendas, en un estado donde el tiempo, el único capaz de mantenerla esperanzada, parecía haberse quedado estancado.

La Hermana Pilar abrió menos de una cuarta la puerta de la habitación, asomó un ojo y comprobó que la que yacía en la cama estaba sola, por lo que decidió entrar. Lentamente se acercó a la cama y, al ver que Esther estaba despierta, mostró una interesada sonrisa.

—Hola, Hermana —saludó—. No hable, no es necesario. Solo me he acercado para hacerle un poco de compañía. Sé que le vendrá bien y tal vez le haga olvidar un poco su padecimiento. Voy a quedarme un ratito con usted, si no le importa.

Ante el mudo consentimiento de la enferma, la visitante acercó hasta la cabecera de la cama la única silla que había en la habitación.

—Voy a rezar por su pronta recuperación —advirtió—, si lo desea puede hacerlo conmigo, aunque sea en silencio.

La monocorde sinfonía de los Padrenuestros y Avemarías que rezó la Hermana fueron compartidos en silencio por la que reposaba en posición horizontal. La señal de la Santa Cruz sobre el cuerpo de la que rezaba de forma audible anunciaba el fin del rezo.

La delicada situación en la que se encontraba la Hermana Esther requería emplear mucho tacto para que su actuación fuese fructuosa. Tenía que medir cada palabra y escoger las más adecuadas, así como administrar en pequeñas dosis la noticia que iba a darle, y la suspicacia tenía que servirle para saber cuándo podía continuar y cuándo debía parar o retroceder.

—Hermana —dijo—, tal vez… tal vez no la estén poniendo al tanto de… de la… bueno… de la situación actual del orfanato. Dígame, ¿ha podido perdonar al que le hizo esto?

La monja tardó en responder, pero afirmó con un leve movimiento de cabeza.

—Es usted una buena monja, siempre lo ha sido. Pero, verá, a sabiendas de que en nuestras enseñanzas está el saber perdonar, no por ello debemos permitir que el daño siga hurgando a sus anchas, ¿no cree? —preguntó.

Esta vez la que debía responder no movió un solo músculo de su quemado cuerpo.

—Digo esto —arguyó— porque alejar el mal es la mejor opción para evitar ser víctima de su descabellada maldad, ¿no le parece?

Apenas perceptible, una respuesta con signos de interrogación salió de los doloridos labios de la que sufría bajo las vendas:

—¿Qué me… me está… que… queriendo… decir?

Había conseguido hacer captar el interés de la Hermana. Primer objetivo cumplido.

—Nada… nada en particular… no se preocupe —respondió astutamente—. Nuestra misión es seguir los ejemplos de Jesús. El perdón, la ayuda, el amor al prójimo y la hospitalidad son encomiendas que debemos asumir y practicar, mas ello no significa que debamos estar bajo la rama del pájaro, pues a buen seguro que su mierda nos caerá encima. ¿Me explico? —aclaró de tan retórica manera.

—¿Estamos… bajo… mencionada… rama? —quiso saber Sor Esther, pero esta vez tuvo que repetir lo dicho pues sus débiles palabras no fueron entendidas. Para el segundo intento, el oído de la Hermana Pilar quedó a escasos centímetros de las vendas que cubría la cara de la otra.

—¿Estamos… en.… peligro? —acertó a preguntar la espabilada monja, que había captado plenamente la intencionada manera de explicarse de la que había hablado.

Supo que su carnada se había mostrado con éxito y que su anzuelo había sido mordido, solo restaba asegurar, cerciorarse de que no cupiera la posibilidad de retracción para conseguir que la presa apareciera tras el sedal. Y para ello había urdido la segunda parte del plan.

—No tema —animó de forma avispada—, no permitiré que nada le ocurra, haré cuanto sea posible para evitar nuevas lamentaciones. Si ese buitre merodea por aquí tendrá Dios que perdonarme, pero no pienso quedarme quieta hasta asegurarme que bata sus raídas alas y levante el vuelo para no volver nunca más, aunque tenga, para conseguir mi empresa, que hacer uso de sucias y malas artimañas que no aprobaría bajo ningún otro concepto, pues sabré en todo momento que combato con un pájaro del averno que solo busca destrucción. No, hermana, no debe usted temer por el mismo buitre, le prometo que, si tengo que ganarme enviar mi alma al más recóndito rincón del inframundo y dejar que se achicharre entre las llamas del infierno para apartarla de tan vil carroñero, no albergaré la más ínfima duda en hacerlo.

Esther quedó agradecida por las palabras de amparo que habían entrado por sus oídos y quedó callada cuando Pilar dejó de hablar. El sueño no tardó en vencerla, momento que aprovechó la visitante para marcharse. La satisfacción de haber sacado tajada en su intencionada visita la hizo sentirse bien.

II

Era la hora del desayuno y la entrada de Jonás en el comedor, conducido por la Madre Superiora y por Sor Ángela, no dejó indiferente a nadie.

En la mesa que ocupaban Isaías, el único que podía considerarse amigo de Jonás; Saúl, que ceceaba debido a la falta de sus dos principales paletas; David, el único chico de raza negra en el orfanato; Antonio, el más inquieto de todos; y Roque, el niño de más edad del orfanato, quedaba un asiento por ocupar, y fue allí donde indicaron a Jonás que se sentara.

La vuelta de Jonás no fue del todo bien recibida por los demás chicos, pues no gozaba el que se había ido precisamente de simpatía por parte de los demás. Debido a ello, tal vez, todos evitaban dirigirle la palabra, aunque Jonás parecía inmune a tal desprecio.

A la mente de alguna que otra monja volvió el desagradable recuerdo de la última vez que el temido chico estuvo en el comedor. El temor ante la posibilidad de que pudiera volver a repetirse tan lamentable escena no era plato de buen gusto, y el nerviosismo afloraba por sí solo. La Madre Superiora era consciente de lo que ocurría, sabía por el delicado momento que estaban pasando sus Hermanas, y daba por hecho que ella no estaba exenta de peligro, aunque nunca había temido a Jonás, pero no iba a quedarse de brazos cruzados mientras sus Hermanas pasaban por complicados momentos. Colocarse detrás de Jonás hasta que este acabase de comer era una buena idea. Y eso hizo. Había que amarrar la seguridad de las monjas. Pero el miedo se podía palpar, el temor a ser la siguiente víctima resultaba imposible apartarlo de la mente. Que el doctor abdicara de su compromiso no significaba tener que conformarse con soportar los estragos del mal comportamiento del chico. Si había una solución era preciso encontrarla, y cuanto antes mejor. Un nuevo ataque sería imperdonable.

Acabado el almuerzo, cuando Jonás, conducido por la misma escolta, abandonó el salón, el respiro de alivio de las monjas se hizo sonoro. Una de ellas se persignó y las demás la copiaron, pues todas adivinaron a la primera señal que agradecía a Dios haber pasado el mal trago sin incidencias, y a eso querían sumarse.

Sor Pilar, tan pronto los tres desaparecieron de su vista, hizo un ademán avisando a todas las demás para que la acompañaran hasta la cocina.

—Esto no debemos consentirlo. Hemos de hacer saber a nuestra respetadísima Madre la angustia en la que nos embotella ese crío, ¿estáis de acuerdo? —entre las demás se hizo un murmullo de afirmación, a excepción de la Hermana Esperanza, que permanecía callada.

—Hermana —dijo Sor Pilar al ver la cara de desacuerdo de esta—, póngase de nuestro lado, por favor. No estamos pidiendo ni deseando ningún mal para ese crío, solo queremos que su alma se limpie, que se vuelva evanescente el lado oscuro que le daña y le hace ser el temido niño que es, y que se aparten de su lado los malignos influjos que le envuelven. Sea una más de nosotras, no se separe de este fiel rebaño que ha estado unido en todo y para todo, abandone su solitaria opinión y engrose esta dotación de cándidas, siga nuestra causa y defiéndala con nosotras… por favor.

La acosada había escuchado prudentemente y, pensativa, callaba. Para alivio de las demás, tras un incómodo silencio y un hondo suspiro, consintió a la vez que se santiguaba, con una leve inclinación de cabeza.

—Que sea lo que Dios quiera —dijo.

—A primeras horas de la mañana —anunció la que ejercía de líder—, a las ocho en punto, debéis acompañarme todas vosotras. Esperaremos que nuestra Reverenda Madre acabe, como de costumbre, con sus rezos. Quiero que sea a todas nosotras lo primero que vea cuando salga de la Capilla, y, por favor, que nadie ose hablar, dejad que sea una servidora la que exponga nuestra voluntad a nuestra sufrida Madre. Y una cosa más: que ninguna de vosotras le quite ojo de encima a ese niño.

Las puertas de los aposentos fueron cerrados a cal y canto una vez más, no quedando ni una sola de las trancas sin ejercer su correspondiente misión. La mañana no se hizo esperar y la consabida sorpresa de la Madre Superiora se produjo tal y como todas esperaban.

—¿Ocurre algo? —preguntó la sorprendida al ver a tantas monjas reunidas y, al parecer, aguardándola.

—Reverendísima Madre —habló Sor Pilar—, no se tome a mal mis palabras, pues mi boca desea poner en sus oídos los verdaderos sentimientos de todas nuestras Hermanas.

—¿Y cuáles son esos sentimientos? Soy toda oídos —brindó sin trabas.

Un notorio suspiro de la que iba a hablar avisó a Sor Catalina de que algo desagradable se le avecinaba.

—Hemos tomado una decisión, Madre. Y pedimos humildemente, y sin intención de lastimarla en lo más mínimo, ya que usted es otra más de las que no están exentas de peligro, que Jonás sea exorcizado. En caso de que nuestra petición fuese rechazada, la bifurcación que se ha de tomar es la de la expulsión.

—¿Estáis todas de acuerdo con las palabras que acabamos de oír? —preguntó Sor Catalina escudriñando al pelotón.

Las voces, en un claro gesto de afirmación, sonaron entrechocadas.

—Está bien —dijo-, denme unos días para que pueda ponerme en contacto con mis superiores… Que acepten vuestra primera petición no es nada fácil, y la segunda, en caso de que se deniegue la primera, deberemos debatirla más —pausó su charla un segundo—… más amigablemente.

III

Una jofaina con agua templada y una olorosa pastilla de jabón, cumplían con la función de satisfacer el aseo personal del obispo. Mientras tal menester ocurría, un leve toc-toc repetido interrumpió el monótono silencio de la Sacristía. Sin dejar de enjabonar sus manos, alzó la cabeza y fijó la mirada en la puerta que, aun si su consentimiento, no tardó en abrirse para que asomase la cabeza el monaguillo.

—Carta del orfanato, Excelencia —anunció el chiquillo.

Un ademán de cabeza fue suficiente para que se viera con libertad para entrar. Levantó la mano y ofreció la carta. El obispo la tomó, miró al zagal y dijo:

—¿Qué te he dicho sobre la puerta?

El acólito presagió, vivazmente, que no iba a salir de allí sin que le cayera encima una reprimenda. Y calló.

—¡Vamos, mocoso, te he hecho una pregunta!

—Que… tengo… tengo que esperar… a que… a que me abran —contestó satisfaciendo la exigencia del hombre que tenía enfrente.

La mano del obispo voló con rapidez y sus carnosos dedos atrincaron la oreja izquierda del chico.

—¡Pues a ver si para la próxima vez aprendes, so caradura! —dijo mientras llevaba casi en volandas al niño a la puerta por la que había entrado para, a continuación, darle un empujón y lanzarlo al pasillo. Después cerró la puerta y leyó. El contenido de la carta le hizo pronunciar un seco “¡mierda, otra vez lo mismo!”. Arrugó la carta encerrándola entre sus manos y trató de contener el aliento, pero, un desahogado bufido arrancó desde sus pulmones haciéndose sonoro al salir de su boca. Arrimó la encogida carta a la llama de una vela y comenzó a arder rápidamente, yendo luego a morir al suelo, donde acabó de consumirse. Tras unos segundos de indecisión, arrimó el sillón a una rectangular y pequeña mesa, tomó papel y pluma y anduvo raudo a responder el correo recibido.

Apreciadísima Madre:

Tras haber recibido vuestra explícita carta, quedo perfectamente enterado de la angustiosa situación por la que están pasando tanto usted como el resto de las Carmelitas del orfanato Santos Apóstoles. Por ello, sin darle al tiempo un ápice de respiro, me apresuro a comunicaros lo que ha menester hacer. Sirva de paso esta concisa carta para advertirla de mi próxima visita en no más de tres días, esperando así darle el suficiente margen de tiempo para que mi recibimiento no le cause desorden en su agenda.

Con respecto al exorcismo sugerido y a la interrogante de si Su Santidad, el Papa Pío VII, debe o no autorizar tal acto, son cosas que debe dejar de mi maro y no preocuparse por ellas.

Dios la guarde, Hermana.

Ilmo. Obispo D. Zacarías Vélez Santino.

Tras cerrar el sobre con la carta doblada dentro, escribió el membrete y la selló. Acto seguido llamó al monaguillo y le dio el encargo de hacerla llegar a su destino.

No se hizo esperar la visita del obispo al orfanato. A decir verdad, se adelantó en más de medio día, aunque Sor Catalina, previsora y vivaz, la visita no la cogió por sorpresa. El obispo fue atendido como de costumbre y, a petición de este, fue conducido a la alcoba donde estaba Jonás. Sor Ángela abrió la puerta e invitó al obispo a pasar. Le siguieron la Madre y la anciana Hermana Esperanza, que preguntó al obispo si era necesaria su presencia.

—¡Quédese… y cierre con llave! —contestó el obispo, imperativo como siempre, sin tener en cuenta la avanzada edad de la monja.

La ignorancia mostrada por Jonás ante la llegada de la visita, dejó un tanto perplejo a su Ilustrísima que, con lentitud y parsimonia, se acercó hasta los pies de la cama y, cuando tuvo al niño enfrente, dijo:

—¿Sabes quién soy, hijo?

El niño miró al que le había preguntado, pero no pronunció palabra.

—Jonás —apresuró a decir Sor Catalina—, el señor obispo ha venido a verte. Sería conveniente que le mostraras un poco más de respeto.

—Jonás, sí, se me había olvidado. Tienes un bonito nombre —piropeó el obispo—. ¿Cuántos amigos tienes, Jonás?

El chico se encogió de hombros.

La Madre Superiora dirigió una mirada al obispo que fue correspondida.

—¿Por qué has dañado a inocentes mujeres? Dime —siguió el obispo—. ¿No contestas? ¿Sabes que por lo que has hecho podría castigarte duramente con mis propias manos?

—¡Déjeme en paz! –pronunció, por fin, el chiquillo.

—¡Vaya! Pero si sabe hablar —anunció, un tanto airado, el obispo.

—Padre, no se ensañe con él, por favor, se lo supl…

—¡Calle, hermana! —cortó a viva voz y notoriamente enfurecido—. ¿Acaso no ve usted en este niño la fuerza del mal? Su comportamiento huraño, su innecesario mutismo y sus agresivos ataques son claros síntomas de que este malnacido es poseedor de una mente demoníaca. No necesito ver más para comenzar a hacer lo que usted me solicitó, Madre —dijo ya más calmado—. Deje a esta poseída criatura sola en este cuarto, vaya después al salón y deposite agua bendita en el acetre que encontrará en el maletín que he traído, también encontrará un hisopo, tráigamelo todo, yo mientras me pondré a rezar para que Dios me asista en esta difícil y desagradable tarea.

Jonás volvió a quedarse solo en la habitación. “¿Un exorcismo?”, pensó. Ni sabía qué era eso. ¡Qué iba a saber un niño de seis años!

La puerta no tardó en abrirse y el obispo entró acompañado por Sor Catalina y Sor Esperanza.

—¡Vamos! —apresuró el hombre— Manténganse ambas detrás de mí y limítense a cumplir mis órdenes, ¿entendido?

Las dos monjas obedecieron sin pestañear, temerosas por lo que se veían venir; el obispo introdujo el hisopo en el agua bendita del acetre y, rociando a Jonás con ella enérgicamente, comenzó a vociferar palabras en latín una y otra vez. La acción la repitió varias veces, ante la impavidez de Jonás. El efecto esperado de las palabras que con tanto énfasis había pronunciado el obispo brilló por su ausencia. Las monjas, situadas ambas a su espalda, con las manos entrelazadas, con los ojos cerrados, atemorizadas y sin parar ni un solo segundo de rezar, quedaron estáticas y mudas al producirse un molesto silencio tras las palabras del obispo. Abrieron los ojos y, para alivio, no notaron cambio alguno, cuando esperaban encontrarse la cama flotando en el aire y al niño vomitando espuma blanca por la boca, con los ojos desencajados y vociferando palabras obscenas.

—Es más fuerte de lo que yo esperaba —argumentó, incrédulo, el obispo y, acto seguido, volvió a darle uso al hisopo y a repetir en latín palabras imperativas ordenando a Satanás que dejase de atormentar la mente del niño, el cual, calladamente, se mofaba creyendo estar en plena actuación de un espectáculo circense con el mejor de los payasos en escena, pues bien sabía él que no estaba siendo poseído por demonio alguno, y la patética actuación del obispo y el terror expresado en las caras de las carmelitas le incitaban a la risa.

Tras varios fallidos e innecesarios intentos, don Zacarías desistió. Dejó que el hisopo, que tanta agua había rociado, se deslizara hasta el fondo del acetre, y sacó de debajo de la sotana un pañuelo blanco con el que se secó el sudor y, ya de paso, hizo una rápida limpieza a su nariz con un estrepitoso y nada refinado sonido nasal.

—¡Vamos! —ordenó a las Hermanas mientras intentaba ocultar en el pañuelo el verdoso moco— Mi trabajo aquí ha terminado. Si algo puede hacerse por este niño no es precisamente expulsar de su cuerpo a los seres malignos que le posean, pues, gracias a Dios, ninguna fuerza del averno está poseyéndolo. ¡Salgamos!

La Hermana Catalina respiró aliviada tras escuchar tales palabras.

Poco más tarde, en el salón, tras haber ingerido un aromático café y un par de raciones de un apetitoso y exagerado bizcocho de nueces y manzanas, el obispo dijo a la Superiora que a Jonás había que enderezarle a base de castigos más duros que los recibidos hasta el momento, pues, en su opinión, veía en él a un niño afectado por algún trauma, tal vez el de saberse huérfano, motivo por los que se apenaba, pero que, ante todo, su comportamiento violento había que evitarlo a toda costa.

—¿Y qué sugiere usted, Ilustrísima? —preguntó la directora.

—Haré lo posible para que no tengamos que lamentar más víctimas, Madre. Tal vez un poco de lucubración nos venga bien a todos y nos haga encontrar una pronta solución al problema, de lo contrario, la única vía que me parece acertada es apartar al niño de este orfanato. Déjeme pensar. Me pondré en contacto con usted cuando Dios me haya iluminado este farragoso camino que transito; espero que sea en la mayor brevedad.

—Excelencia —dijo la Hermana abortando al obispo el intento de incorporarse —, el doctor Hidalgo me habló de que tal vez Jonás estuviera dejándose llevar por la misoginia. Cree… cree que…

—Olvídelo, no hay que darles demasiadas vueltas a las cosas —se incorporó—. Gracias por el café, Hermana.

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CAPÍTULO IX

I

L

a distancia que separaba a Trigado de Larife superaba las cuarenta horas en carruaje o en caballo, eso siempre y cuando no se contara con las paradas de descanso que, unas veces para aliviar a las bestias y otras para desentumecer los músculos del viajero en cuestión, era obligado hacer. En el trayecto se pasaba, obligatoriamente, por Ioan tras diez horas de viaje; se llegaba al cruce que separaba los pueblos de Cardul y Esoer, donde había que girar a la izquierda y atravesar este último pueblo citado y seguir hacia el sureste hasta encontrar a Izago, para luego seguir hacia el sur hasta Espino; más tarde se conocía el pueblo de Sombra y, en el siguiente cruce, o se seguía hacia el sur y se tomaba la ruta que conducía primero hasta Kemas y luego hasta Lendo o se tomaba la otra opción de la bifurcación del camino y no se paraba hasta Lendo; desde allí hasta Larife aún restaban ocho horas de viajes.

Las Hermanas Sor Pilar y Sor Ángela, habían sido elegidas por la Madre Superiora para que la acompañaran en su viaje hasta Larife. Días antes había enviado una carta al Superior del orfanato de mencionada ciudad y esta fue correspondida en la mayor brevedad y en sentido afirmativo. Pero el viaje hasta Larife no estaba exento de peligros: los asaltantes de caminos, apostados ocultos entre los densos bosques y en las lindes donde el camino se cerraba, estaban a la orden del día. El cochero era un hombre experto, pero raro viaje podía contar que no tuviera que obligar a que sus caballos cabalgaran a galope tendido para librarse de los malhechores bandidos, y ni aun así pudo zafarse en cuantiosas ocasiones del saqueo el pobre hombre. Tanto la Madre Esther como las demás ocupantes de aquel viaje, tuvieron que sufrir en sus propias carnes la avidez de apropiarse de lo ajeno de los rufianes que vivían de los asaltos a los carruajes. Entre el pueblo de Espino y el de Sombra se sufría al año la mayor cantidad de robos a mano armada, usando los desalmados asaltantes toda artimaña de sucias trampas para que el cochero se viera obligado a hacer parar a sus caballos, momento este en el que no dudaban los codiciosos atracadores para desvalijar a los ocupantes de la diligencia de toda pertenencia que ofreciera algún valor en el mercado negro. Un flacucho desdentado, con ropa ajada y sombrero abollado, tuvo afán por sofocar su calor sexual con la Hermana Pilar; solo el no menos despreciable jefe del grupo abortó la intención del granuja por temor a ser descubierto. Las viajeras tuvieron que acabar su camino con lo puesto, pues los ladrones, a lomos de sus desensillados caballos, desaparecieron en el bosque portando los bolsos de las tres carmelitas, donde llevaban el dinero que creyeron necesario para hacer el viaje de ida y vuelta y para pagar las pensiones donde debían alojarse.

La hermosa ciudad larifeña, lejos de ser costera, se encontraba rodeada de sierra, en una zona templada y boscosa. Merced a ello sus habitantes vivían, habitualmente, del ganado bovino, del caprino y del porcino, habiendo entre sus habitantes verdaderos expertos en la elaboración de quesos frescos, hábiles hombres en la cría, la matanza y el despiece de cerdos y de vacas, así como en las faenas agrícolas; los jóvenes no tardaban en adquirir una nada desdeñable soltura en las aventuras de caza mayor, haciendo, con su valiosa ayuda, que algún que otro ciervo o jabato apareciera por la capital colgando de sus patas en unas parihuelas. La densa población de Larife hacía que sus calles tuviesen una alborotada concurrencia muchas horas al día, entre el ir y venir de los viandantes que transitaban por las enfangadas calles, los que, a lomos de sus caballos, evitaban el húmedo lodo y los carruajes que circulaban en todas direcciones aligerados, la mayoría, por una infructuosa prisa que solo servía para hacer peligroso el cruzar de un lado a otro. La alta sonoridad en las calles era la nota predominante de Larife, no en vano, se la conocía como “La ciudad del bullicio”, y tal particularidad era prueba irrefutable de la viveza que se percibía estando allí. Solo las enormes campanas del elevado campanario de la catedral ensordecían el mundanal ruido, pero, lejos de descender los decibelios, iba en detrimento del nivel de audición al que se podría acostumbrar cualquier forastero.

De mayor dimensión y con mayor número de acogidas que el de Trigado, el orfanato de Larife, llamado Madre de Dios, era atendido por la antiquísima Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, siendo su Superior Fray Augusto de Sousa, un hombre enclenque, de pelo ralo, de tez casi albina, simpático y afable. Su buen quehacer en el orfanato le había hecho merecedor de ser motejado como El Santo, voluntad ajena que jamás le importó, pues mencionado hombre parecía sentir felicidad atendiendo a los niños y jóvenes que acogía aquel orfanato, y no mostró jamás síntomas de flaqueza, agotamiento o abandono, pues ni uno solo de los frailes capuchinos le había oído emitir una queja. Lejos de permitir que los sinsabores le entristecieran, Fray Augusto sabía convivir con ellos, y siempre encontraba una frase adecuada para menospreciarlos, siendo esta su escudo protector contra la debilidad. Una particularidad del Superior de los frailes era, cariñosamente, ponerles motes a todos los niños que se acogían, resultando algunos de ellos sanamente envidiados. Era en la lectura donde Fray Augusto encontraba su mejor entretenimiento. Asiduo lector desde que comenzara a desenvolverse en el mundo de las letras, no se definía por un género literato en concreto, pues de igual manera se enfrascaba en novelas de terror como en las de suspense, de intriga, románticas, de ficción, de fantasía o de cualquier otra índole, no faltando entre sus lecturas gruesos tomos de Sagradas Escrituras y, particularmente, su libro preferido, el que llevaba por título Evangelio de Tomás, una versión adaptada del original —según se cree—, escrito en lengua copta. La recopilación de dichos de Tomás, a pesar de ser una escritura apócrifa, entusiasmaba al fraile, que había leído al menos una decena de veces los ciento catorce dichos referidos en el Evangelio. De vez en cuando se acercaba a la biblioteca de la ciudad, a la que pertenecía como socio, donde dejaba el par de libros que se había llevado la última vez y elegía otro par para llevarse. Se conocía la biblioteca mejor que el propio bibliotecario, un hombre serio y seco, aunque, eso sí, amante del orden como pocos, motivo tal vez que le había servido para ganarse el puesto que ocupaba y, aunque el trabajo no fuera mucho, mantener los libros bien ordenados requería un nada desdeñable control, pues muchos socios y, sobre todo, personas que entraban muy esporádicamente, no estaban por la labor de colaborar con la regla de “dejar las cosas como te las has encontrado o mejor”.

II

Se disponía ir al patio, al cuarto trastero donde se guardaba la leña que se había ido cortando y almacenando durante todo el verano y los meses de menos frío, cuando Fray Jacobo le advirtió de la llegada de una Hermana Carmelita que le estaba aguardando en la entrada. Preguntó si la conocía y, ante la negativa respuesta del portador de la noticia, dio orden a este para que avisara a la recién llegada de que tardaría unos minutos en recibirla, además, le animó a que le ofreciera a la visita un cómodo asiento donde pudiera aguardar su llegada y algo para beber.

—No viene sola, Padre —objetó el fraile.

La mirada perpleja de El Santo hizo reflexionar al que daba la noticia y agregó:

—Son tres Hermanas Carmelitas y un niño.

—Bien, pues… acomódalos a todos, Hermano, iré enseguida.

La leña que se disponía llevar a la chimenea para caldear un poco el gélido salón podía esperar. En aquellos momentos la prioridad la ocupaba la petición que le había llegado desde el orfanato Santos Apóstoles, así que cambió el sentido de su marcha y se dirigió a su aposento, se enjabonó y se lavó la cara y las manos, dando así por concluido su aseo personal, y se dirigió a comprobar quiénes eran las anunciadas Hermanas Carmelitas y el niño.

La manifiesta alegría de Sor Catalina al ver entrar en el salón a Fray Augusto hizo que este mostrara una sonrisa nada más verla, aunque sentía cierta curiosidad casi imposible de disimular.

—Padre —dijo la Hermana inclinándose brevemente.

—Hermana.

—Soy Sor Catalina de Piedra Alba, Madre Superiora del orfanato Santos Apóstoles, de Trigado —se presentó—. Me acompañan las Hermanas Pilar y la Hermana Ángela. Le ruego que perdone mi osadía, Padre, pues sé que mi visita ha podido alterar su equilibrio y le ha debido, al menos, causar incordio.

—Cierto, Hermana, pero no se preocupe por ello —tranquilizó—. Trataremos el asunto en cuestión de la mejor manera posible.

—¡Oh, ¡Padre, disculpe! Este es Jonás… el motivo de mi visita.

El fraile escudriñó al chico descaradamente, pero sin regatearle un ápice su sonrisa.

—Jonás, como el que fue tragado por la ballena —ilustró sin dejar de mirar al niño que, para no variar, ni pestañeó.

—Padre, ¿podríamos hablar a solas mis Hermanas, usted y yo? —pidió la monja.

—Por supuesto, Hermana —afirmó advirtiendo el nerviosismo en la carmelita.

Sobre la mesa del comedor había una campanilla llamador. El agudo tintineo podía oírse casi de cualquier sitio del orfanato, y tal sonido era señal de ayuda, por lo que el monje que se sabía más cerca del salón estaba obligado a acudir, algo que no tardó en ocurrir, y el joven Fray Ignacio apareció en el salón.

—¿Necesita algo, Padre? —preguntó.

—Pase, hijo —pidió—. Este joven necesita estar acompañado hasta que las Hermanas que nos acompañan y yo acabemos nuestra conversación. ¿Sería usted tan amable de estar con él mientras tanto?

—Claro, Padre —acató y, ofreciendo su mano a Jonás, en unos segundos fray y niño dejaron a los tertulianos a solas.

Sin saber por dónde empezar, Sor Catalina trató de explicar, detalladamente y por orden cronológico, la situación que la había llevado hasta la presencia de El Santo, con el temor de olvidar algún importante detalle que convirtiese en un fiasco el largo viaje recorrido. El Padre Superior escuchaba atentamente a la vez que su asombro crecía, pues la Hermana ponía énfasis en su explicación y, tratando de encontrar la palabra justa para cada frase, fue hilvanando minuciosamente todo lo acaecido con Jonás hasta que, tras unos largos minutos, dio por concluida su retahíla, en ningún momento abortada por las otras dos.

—¡Sorprendente! —exclamó El Santo—. Y, dígame, ¿conoce usted algún precedente?

—No, Padre. Y créame si le digo que mi última opción es este bendito orfanato. Aquí solo hay chicos y frailes. Mis Hermanas Carmelitas y yo descartamos que pueda revestir peligro si el niño convive entre personas de su género.

Desde que entró en el orfanato y hasta la fecha, había tenido que tratar con niños problemáticos; unos porque tardaban en adaptarse, otros porque les costaba socializar, algún que otro por arrastrar una incorregible deficiencia y muchos de ellos, porque la sombra de su pasado justificaba una personalidad huraña y con claros visos de complejo, pero nunca tuvo que afrontar el hecho de tratar a un chico con instintos de asesino, y menos a tan corta edad. En la treintena de niños que cobijaban los gruesos muros del orfanato no recordaba, desde que le había sido concedida la autoridad de Padre Superior, haberse encontrado con una empresa de semejante calibre. Sí era verdad que hubo —y había— alguno con inclinación al comportamiento hostil, incluso pendenciero, pero sin llegar a cruzar los límites de lo permitido en cuanto a comportamiento normal se refiere y, ya que la media de edad de su orfanato —él se enorgullecía usando la forma del determinante posesivo cada vez que tenía que hacer mención del orfanato— superaba en mucho a los del orfanato de Trigado, que los chicos se vieran envueltos en riñas, peleas o, incluso, en una masificada reyerta —sin armas blancas, eso sí—, no le sorprendía, pero eso era una cosa y que hubiera que temer que alguien pudiera resultar gravemente herido por cualquiera de los chicos que trataba a diario era otra. No conocía ni un solo incidente en el que sus Hermanos los frailes hubiesen tenido que sufrir en sus propias carnes la ira de algún airado chico. La mayoría de ellos eran adolescentes de recién estrenada etapa, jovenzuelos que disfrutaban dejando atrás la inocente pubertad y que comenzaban a sentirse atraídos por cuantos actos les hicieran sentirse hombres y, en tan incongruente recorrido, raro era el día que, ante los demás, no presumiera alguno de hacer la meada más larga, tener la barba más precoz, haber hecho la mayor travesura habiendo recibido por ello la mayor paliza o, como no, tener la mayor verga.

Entremezclar a un niño con seis años y casi mudo con chicos que le doblaban y triplicaban la edad no era, para las entendederas del anonadado fraile, buena idea, pero la petición la acababa de oír de la boca de la monja que, en compañía de dos Hermanas, se había presentado por sorpresa y, aunque no era la primera vez que, en forma de niño, había aparecido una inesperada visita que a los postre se quedaba por muchos años en el orfanato, sí era la primera vez que una Carmelita que llevaba la batuta de otro orfanato le pidiera semejante favor. De antemano sabía que no debía negar la misericordia que Sor Catalina le pedía, pero, a todas luces, era un trago agrio el que tenía que beber y, claro, a nadie le satisface semejante situación.

—Bien, Hermana —apremió—, si Dios la ha puesto en mi camino sus razones tendrá. No tema, no haré que su viaje haya sido infructuoso o en balde, además, deben estar ustedes cansadas y hambrientas, supongo. Avisaré para que les preparen los mejores aposentos y, si me hacen el honor, me gustaría que nos acompañaran a la mesa en el almuerzo, y no se preocupen por el chico, haré que se sienta lo más relajado posible y no tardaremos en acomodarlo.

—Gracias, Padre, muchísimas gracias —agradeció Sor Catalina inclinándose para besar la mano del que, por el momento, la estaba sacando del apuro—. Padre —siguió tras carraspear levemente—, mis Hermanas y yo hemos sido asaltadas durante el trayecto… en estos momentos no disponemos más que de lo puesto y, aunque su acogida y su decisión son motivos hartos suficientes para sentirnos hoy agraciadas, necesitaremos que sufrague los gastos necesarios para poder tomar el camino de vuelta cuando nos dispongamos a ello.

El Santo hizo una mueca de asombro al oír a la Superiora y, con un “descuide, no se preocupe”, dio a entender que no las iba a dejar desamparadas tras tan irremediable petición.

Una crepitante candela, arrinconada en una gran chimenea, caldeaba el comedor. La enorme mesa rectangular de madera, colocaba en el centro, daba para que los Hermanos Capuchinos pudieran sentarse a ella y hacer en compañía el desayuno, el almuerzo y la cena. El Santo ocupaba el sillón principal, en uno de los dos lados cortos que formaba la figura rectangular de la mesa; los demás capuchinos ocupaban sus asientos al azar, escogiendo sus asientos por orden de llegada. Pero la comida esta vez tenía una connotación especial: las invitadas. Por tal motivo, cedieron gustosamente el sitio que quedaba frente al Padre Superior y arrimaron a la mesa dos sillas más, una frente a la otra y dejando que la Madre Superiora tuviera a sus flancos a las Hermanas, quedando todos los frailes unos frente a otros en el largo recorrido de la mesa. Dieciséis comensales quedaban arrimados a la interminable mesa. Aparte de Sor Catalina y El Santo, estaba el resto de los capuchinos que moraban en aquel orfanato: Jacobo, Ignacio, Serafín, Agustín, Carmelo, Isaac, Amadeo, Leopoldo, Jeremías, Baltasar, Francisco y Eulalio; el resto hasta completar los dieciséis correspondía a las monjas que habían hecho el viaje acompañando a Sor Catalina. Un joven, de pelo desarreglado, con ojos vivaces y rápido hacer y que vestía un hábito blanco marfil, ya había puesto sobre la mesa un pan troceado, varias jarras de agua, vasos y cubiertos para los comensales que se habían sentado a la mesa. Antes de que la comida fuera servida, Sor Catalina recibió la petición de bendecir la mesa, haciendo constar Fray Leopoldo, que fue el que solicitó tal encomienda, que para él y para sus Hermanos sería todo un placer que una de las invitadas aceptara. Ella no objetó reparo alguno y, tras entrelazar los dedos y llevar sus manos a la altura de su pecho, dio, mostrando sus tablas, gracias al Altísimo por los alimentos que iban a ingerir, sin olvidar mentar a los más desfavorecidos; después agradeció la acogida que había recibido tanto ella como sus Hermanas y Jonás y, por último, antes del amén, pidió salud para los presentes y para todos los niños del orfanato.

Cuando El Santo dio la orden para que la comida fuera servida, el joven encargado de ello sirvió una humeante sopa en el cuenco de madera destinado para Sor Catalina, luego repitió la maniobra con el Padre Superior y acabó dando la misma ración a cada uno de los capuchinos y las monjas, que esperaban ansiosos. El segundo plato —pollo asado— no tardó en llegar, pues la sopa, entre algún que otro sonido de un par de frailes por engullir demasiado deprisa, acto poco aceptado por el que presidía la mesa, fue vista y no vista. No pudo faltar en aquella comida la conversación que todos sabían que sería dada.

—Hermana —advirtió sin mucho reparo Fray Serafín—, nuestro Reverendo Padre nos ha puesto al día sobre los “atropellos”, por llamarlo de una manera moderada, del niño que ha traído. ¿Encuentra usted alguna explicación, aunque sea carente de lógica, que explique por qué motivo los ha cometido?

—A nuestra invitada no le apetece en estos mo… —salió en defensa de la monja el que presidía la mesa.

Pero la Sor se sentía con fuerzas para responder con aplomo y, con un ademán de mano, dio a entender al que la defendía que no precisaba su ayuda.

—No puedo explicarlo, Hermano, creo que nadie puede. Nadie recuerda en el orfanato haber oído nada parecido… ni en el pueblo. Mi desesperanza se había adueñado de mí y el pánico cundía entre mis Hermanas; apartar a mi niño de todas ellas era la única salida que veía para librarlas del peligro al que estaban expuestas.

—¿La atacó a usted alguna vez? —preguntó, tras limpiarse la boca con su servilleta, el capuchino Amadeo.

—Creo que soy la única que ha permanecido apartada de su punto de mira. No, a mí no me haría daño —dijo confiada.

Junto a la chimenea, el joven acólito encargado de servir la mesa avivaba el fuego haciendo uso de los utensilios de los que disponía, sirviéndose de la pala, el fuelle, el escobillón, el atizador o las tenazas, según la necesidad, y dejándolos todos ordenados en un colgador de hierro que descansaba sobre el suelo.

Jonás, para sorpresa de todos, entró en el comedor acompañado por Fray Ignacio, que había estado haciendo de custodio, y dirigió sus pasos para llegar junto al miembro femenino de la estancia que ocupaba uno de los laterales de la mesa. Los frailes escudriñaron al niño, unos solo un par de segundos, otros de forma descarada.

—¿Algún problema, hijo? —preguntó, sorprendida, Sor Catalina.

Jonás hizo un vaivén de lado a lado con su cabeza.

—¿Y qué te trae por aquí?

Esta vez la respuesta la dio con un encogimiento de hombros.

—Estás helado —dijo—. Ven, vamos a ponernos más cerca del fuego, debes entrar en calor.

El joven que estaba junto a la chimenea había estado observando la escena y esperó a que el chico y la monja se acercaran. El seco calor que ofrecía la leña ardiendo era confortable y gratificante. Las llamas superaban el medio metro de altura, por lo que no era necesario aproximarse al borde de la chimenea para sentir el amenazante fuego. Sor Catalina pidió al chico que se quedara a unos dos metros de la chimenea. La leña ardía endiabladamente quemando lentamente la madera. Uno de los troncos, que había puesto apilados el encargado de la chimenea, perdió la estabilidad tras haber perdido su forma con el fuego y rodó, apartándose de los demás. La Hermana había avivado muchas veces la candela en su orfanato, por lo que, por costumbre, se apresuró a llevar el tronco a su sitio. Asió la pala y el atizador y dobló su cuerpo para facilitar alcanzar su objetivo. El calor, tan cerca de la chimenea, era insoportable. Se dio prisa, toda la que pudo. Su piel le aconsejaba que toda prisa era poca. La epidermis padecería el exceso de calor si no lo hacía. El atizador empujó el incandescente tronco, la pala soportó su peso. Un ágil movimiento y el tronco iría a parar al centro de la chimenea, donde el calor arrasaba todo cuanto encontraba en su ascendente paso. “Date prisa, Catalina”, se decía, pensativamente, la monja. De pronto sintió que alguien la empujaba, quedando su cuerpo en tenguerengue y en dirección a las llamas. Sus pies no lograban mantenerla firme. Y notó, primero en las manos, después en la cara y finalmente en todo el cuerpo, que trataba de evitar lo inevitable, que había llegado al infierno. Desde el primer grito, los Monjes Capuchinos fueron conscientes de que un monstruo de solo seis años había anclado en el orfanato.

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CAPÍTULO X

I

Larife, año 1820

E

l tiempo se había encargado de hacer olvidar a casi todos el pasado o, al menos, de arrinconarlo dejándolo en el paciente y sosegado subconsciente, dormido, vivo pero apartado, reciente pero despreciado, rechazado e ignorado. A Jonás, el mismo tiempo le fue trazando un rumbo que lo abocaba a la corrección, con vientos favorables y con velas inmaculadas, irrompibles y seguras. Contra todo pronóstico, los monjes capuchinos pudieron observar, con el correr de los años, una evolución favorable en aquel temible niño venido de la mano de unas monjas y que había querido Dios traer al orfanato. Ni un solo incidente había ocurrido donde Jonás tuviera algo que ver en los seis años que llevaba allí; aún no había llegado la primera vez que hubiera desobedecido una orden dada; se había vuelto un chico servicial; no faltaba a ninguna de las misas que, a diario, oficiaba uno u otro, o incluso, varios de los frailes; solo contaba con la amistad de unos pocos, pero no estaba enemistado con el resto, y había surgido en él la figura de persona respetada y, lo mejor de todo, su mutismo había dejado de ser preocupante, aunque no por ello se hubiera vuelto un charlatán; además, sorpresiva y progresivamente, desde que comenzó con las clases de lectura fue adentrándose en el mundo literario y en el de la conversación, se volvió más comunicativo y obtuvo, como recompensa, que su dicción fuese cada vez más suelta y más correcta, tanto que el Padre Superior decidió tomarlo como su ayudante para que se encargara de hacer las lecturas en las misas que él oficiaba. El chico, lejos de mostrar torpeza o desgana en el decidido empeño del fraile, aprendió rápido las distintas ordenanzas que se daban en los diferentes oficios, y acertaba con seguridad al hacer sonar las consuetudinarias Campanillas Litúrgicas en el momento de la Consagración del Pan y el Vino, no olvidaba jamás colocar una Palmatoria con la vela encendida en el Altar, estaba atento para acercar al Presbítero Cáliz, Purificador, Patea, Palia y cuanto fuera menester sin que la duda osase asomar, no faltando entre sus muchos quehaceres durante la duración del sagrado oficio hacer las lecturas, práctica habitual por la que, como recompensa por su voluntariosa entrega, se convirtió en un asiduo lector de todo tipo de libros, aunque únicamente se le concedían aquellos que no estaban vetados para su edad, y tal asiduidad le enriqueció enormemente su vocabulario y le convirtió en un elocuente orador, atributos estos de los que el Fray Superior se enorgullecía.

Jonás había alcanzado la docena de años y, aunque el orden cronológico lo colocaba en la medianía de la lista de expósitos del orfanato Madre de Dios y su seriedad le caracterizaba, era requerido en no pocas ocasiones para solventar alguna que otra trifulca o discusión que se formaba, casi siempre, por no dar ninguna de las partes su brazo a torcer. Su opinión, que acostumbraba a darla midiendo las palabras y con total serenidad, era aceptada y respetada por los demás niños y jóvenes, volviendo las desapacibles aguas a su cauce y quedado el conflicto en cuestión zanjado. El desarrollo y progreso que había alcanzado carecía de precedentes, tanto era así que no solo gozaba de la confianza de sus compañeros, a los que llamaba hermanos, sino que todos los capuchinos confiaban en él para hacerle todo tipo de encargos, tales como poner orden en el comedor o en los aposentos, recibir las pocas visitas que acudían al orfanato por uno u otro fin, así como distribuir el correo cuando este llegaba, o, incluso, hacer de acompañante de algún fraile cuando era preciso acercarse a la ciudad. Pero la vida entre los gruesos muros del orfanato resultaba tediosa para un chico de su edad; las hormonas permanecen en un constante estado de alteración y el nerviosismo se ve favorecido, y solo el juego desahoga y aplaca, en cierta medida, la inquietud que el cuerpo expresa. Pero los juegos se veían mermados por las obligaciones, las mismas que comenzaban a primeras horas del alba y no acababan hasta la puesta del sol, entre despertar a tan temprana hora, dejar la litera en perfecto orden, acudir aseado al comedor —los que no tenían como destino la limpieza del comedor y servir la comida—, acudir a las misas y a las clases… y etcétera.

El comportamiento apaciguado es impropio cuando se comienza a dejar atrás la infancia y da comienzo la escalada hacia la madurez y, en el recorrido que supone la adolescencia, el juego pierde importancia y la atracción al sexo gana poco a poco terreno. Somos seres racionales que nacemos, crecemos, procreamos y morimos, y para la etapa de la procreación el cuerpo nos prepara desde que somos muy jóvenes, tanto que una niña que su máxima aspiración no vaya más allá de jugar con sus muñecas puede quedarse encinta. Es una incongruencia, sí, pero también es una realidad. Jonás estaba, sin que él fuera consciente de ello —como nos pasa a todos—, en la postrimería de la recta final de su niñez. La línea imaginaria que acaba con esa tierna e inocente etapa para dar comienzo a la adolescencia la tenía ante sus narices, y no era precisamente un ejemplo a seguir el pasado que dejaba, pero, desde que fue trasladado de orfanato, existía un antes y un después; el antes impropio, cruel e inaceptable; el después evolutivo, impresionante y magnánimo.

Las misas celebradas en horario de maitines y de laudes estaban reservadas exclusivamente para los frailes; en principio para no interrumpir el sueño de los niños, aunque se aceptaba con agrado la presencia de alguno de los chicos de más avanzada edad ya que se les consideraban unos hombrecitos. Cuando mencionada asistencia se daba, rara vez no hacía Jonás las funciones de acólito. Jonás era, con diferencia, el más asiduo asistente de los niños en mencionadas misas, y parecía gustarle hacer de monaguillo, por lo que no le importaba avisar al fraile que oficiaría la misa para que pudiera contar con su ayuda, detalle que era, todas las veces, agradecido.

Fray Leopoldo, un hombre de sobrada panza, rollizos mofletes y boquiabierto debido a un desviado tabique nasal que le dificultaba la respiración, había advertido a Jonás que bajaría a la ciudad y que la compañía del chico le sería, además de grata, de gran ayuda, por eso cuando Fray Augusto le pidió que avisara al chico para que le ayudara en el oficio de la santa misa, este respondió que tal vez había decidido acompañarle a él. El Santo, aunque se sorprendió levemente, no vio mal alguno en la decisión de Jonás, pues era consciente de las necesidades que se deben satisfacer en edades tan explosivas como las de los chicos que convivían en el orfanato, y abandonar unas horas el enclaustramiento que se respiraba en un lugar tan umbrío como aquél y adentrarse en las entrañas de una ciudad llena de vida y de ruido, suponía un gran bienestar. Era poco, muy poco, lo que los chicos visitaban la ciudad, pero cuando lo hacían volvían al orfanato eufóricos, contando a los demás, que escuchaban sin perder detalle, cada pesquisa realizada por sus ojos, cada situación vivida y cada minuto que habían disfrutado siendo uno más de entre los viandantes que, lejos de prestar atención a un fraile y a un chico que vestía casi los mismos hábitos, circulaban ensimismados en sus preocupaciones. La visita a la ciudad siempre resultaba atractiva e interesante y todos estaban deseosos de hacerla, pues aquello suponía ver cosas distintas, hacer cosas distintas, distraer la mente y, algo que no ocurría estando en el orfanato, ver chicas. La adolescencia es la etapa donde se comienza a sentir atracción por el sexo, y el orfanato no ofrecía oportunidad para que tal atracción pudiera verse satisfecha. La pregunta más repetida y la respuesta más escuchada siempre giraba en torno a las chicas, tal era la ansiedad que demostraban todos ellos… excepto Jonás.

La falta de interés que demostraba Jonás por las chicas no era novedad, pues su violento pasado, donde todas las víctimas pertenecían al género femenino, era una evidencia que hacía dudar sobre su inclinación sexual, aunque El Santo estaba convencido de que una cosa no tenía nada que ver con la otra y apostaba por que, llegado el momento, llegaría a su vida una lozana mujer que se adueñaría de su corazón y sacaría de él la espina que le impedía transformarse al completo: la espina de la aversión a las mujeres.

II

Dejar que Jonás acompañara a Fray Leopoldo a la ciudad le pareció una idea acertada. La confianza depositada en él había ido “in crescendo”, éxito ganado a pulso por el chico a base de mantener un comportamiento ejemplar. Recordó a Sor Catalina, pues en el orfanato se seguían recibiendo cartas suyas preguntando por “su niño”, aunque ya no con tanta frecuencia. Una extraña sensación le invadió ante el inevitable pensamiento llegado: “Este chico jamás ha preguntado por la mujer que le trajo aquí, ni ha mostrado el más mínimo interés por ella, y fue capaz de lanzarla a las llamas. ¿Por qué?”, se preguntaba. La incógnita, a todas luces obvia, resultaba extraña. ¿Por qué un niño que había hecho tantos progresos en su comportamiento no avanzaba en cuanto al amor maternal se refiera? Porque, aunque Sor Catalina no era su madre biológica ni su madre adoptiva, ella lo había tratado como si de sus propias carnes fuera, y él, por propia naturaleza humana, debería sentir por ella un inusitado amor, y no mostrar ese vacuo sentimiento de menosprecio tan aberrante como para hacer lo que hizo. Como volátil gas, escapaba de su lógica la carente sensibilidad que mostraba Jonás por la persona que más le quería.

Se veía con la obligación de seguir el paso lento de Fray Leopoldo, aunque si por él fuera caminaría a su paso y avanzaría el doble. El camino era escabroso, pero llano, por lo que caminar los dos escasos kilómetros que les separaban de la ciudad se hacían llevaderos. Un caballo hubiera ahorrado la caminata y un tiempo precioso, pero el grasiento fraile era negado a montar y el carruaje solo era factible tomarlo en la ciudad —lo haría para la vuelta—, por lo que no quedaban opciones posibles.

Llegados al final del trayecto, el fraile advirtió la cara de satisfacción de su acompañante y, en una demostración de confianza, le dijo:

—¡Anda, ve y distráete mientras yo hago los recados!

Jonás no acababa de creerse lo que había oído.

—¿Sí? —respondió.

La sonrisa del fraile fue suficiente prueba de asentimiento y, en pocos segundos, fraile y niño comenzaron a alejarse el uno del otro.

—Dentro de una hora te quiero aquí, recuerda este sitio —exigió Fray Leopoldo sintiéndose generoso con la libertad que acababa de darle al chico.

Pasear por las calles le resultaba gratificante. No se gozaba todos los días de momentos como aquellos donde el fresco aire que chocaba con el rostro producía un grato placer, donde briosos caballos tirando de altos carruajes le causaban impresión y donde cientos de escaparates llamaban su atención y le entretenían. Verse libre del fraile le dio alas para recorrer las calles con paso más ligero, incluso corriendo y, en poco tiempo, perdió el sentido de la orientación. No conocía la ciudad que estaba pisando salvo el barrio que quedaba más al extremo Este —el que quedaba más cerca del orfanato— y un par de calles céntricas, pero sus pies le habían llevado a una zona desconocida, menos ruidosa que el centro, con menos tránsito de coches de caballo y, comparada con las zonas con más vida, casi desierta. Una fulana, apostada en una esquina y en compañía de otras dos, se bajó el escote de su vestido a su paso y le mostró una teta, pero Jonás no aminoró su marcha.

—¡Vamos, hombrecito, anímate! ¿O temes que te castigue tu Dios? —dijo viendo que el chico no le prestaba atención.

Una calle estrecha le pareció atractiva, interminable y más segura. Se adentró en ella y aminoró el paso. Casi podía tocar las fachadas de ambos lados si estiraba bien los brazos. El ruido parecía haberse esfumado de repente. Tras dejarse llevar por sus pasos alcanzó la medianía de la calle. Le hizo detenerse el chirrido de una puerta al abrirse. Se quedó inmóvil, expectante, mientras esperaba poder ver a la persona que estaba al otro lado de la puerta. Ante él apareció una niña con cara angelical, aunque desaseada, que lucía un cabello rubio despeinado, un vestido visiblemente ajado cubierto con un andrajoso abrigo y unos zapatos que bien podrían ser de su madre. Entre sus brazos protegía algo parecido a una muñeca sin cabeza. Una penetrante e inocente mirada cruzada fue todo lo que hubo hasta que ella preguntó:

—¿Eres un monje?

—Sí —mintió—. ¿Cómo te llamas?

—Andrea —dijo.

—Yo soy Jonás. ¿Vas a jugar?

—Con mi muñeca —aclaró tras haber asentido levemente con la cabeza.

—Te enseñaré un juego. ¡Ven! —ordenó.

Abandonaron la estrecha calle asidos de la mano y pronto estuvieron mezclados entre el bullicio. Los jinetes pasaban con sus caballos al trote, las diligencias y carretas eran remolcadas de igual manera, incluso alguna pasaba con un galope tendido, o lo más parecido a ello.

—Espera aquí —indicó colocando a la niña delante de él y descansando sus manos sobre los hombros de la pequeña.

—¿A qué vamos a jugar? —quiso saber.

—¿Ves qué rápido pasan los caballos y los carruajes?

La niña afirmó, de nuevo, con varios movimientos de cabeza hacia arriba y hacia abajo.

—Pues tienes que cerrar los ojos y prestar toda la atención a tus oídos, pues cuando haya pasado un carruaje te preguntaré por el número de caballos que tiran de él, ¿de acuerdo?

Andrea no había entendido bien el juego y Jonás, que se percató de ello, dijo astutamente:

—Primero lo haré yo —alentó—. Tienes que taparte los ojos así, ¿ves? —dijo a la vez que se hacía con sus manos una venda para sus ojos—. Avísame cuando se acerque un carruaje.

—Vale —dijo con algo de entusiasmo la pequeña rubia.

Un hermoso carruaje negro enfiló la calle tras doblar la esquina.

—¡Ya! —avisó Andrea.

El carruaje pasó por delante de los niños como alma que lleva el diablo.

—Tres —dijo Jonás, y dejó al descubierto sus ojos.

—Cuatro, eran cuatro —dijo la niña.

—¡Vaya, he fallado! Te toca.

No fue preciso repetirlo, en un pis-pas la niña ya se había tapado los ojos con sus diminutas manos.

Pasaron un par de minutos en los que se podía cruzar la calle sin peligro. De pronto, una carreta se acercaba en la misma dirección que el carruaje que acababa de pasar.

—¿Tienes los ojos bien cerrados, Andrea?

Otro sí dado con movimientos de cabeza.

Jonás volvió a colocarse detrás de la niña.

El carro se acercaba velozmente.

—¡Atenta! —dijo dando ánimos.

Dos caballos tiraban con brío manteniendo un veloz trote.

Las manos de Jonás estaban firmes sobre los hombros de la pequeña.

El cochero miró a los niños que estaban en la acera, pero no aminoró el paso de los caballos. No había motivos para sospechar nada.

A solo unos metros, el tintineo de las campanillas que colgaban de la crin de los caballos sonaba acompasado y alegre.

El cochero volvió a mirar a los niños, pero no pudo evitar el atropello.

Jonás solo tuvo que dar un leve empujón para hacer desequilibrar a Andrea.

Una muñeca sin cabeza había caído a la acera merced a la gravedad cuando su dueña necesitó, en balde, amortiguar la caía con sus brazos.

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CAPÍTULO XI

I

N

i Fray Augusto, ni ninguno de los frailes que formaban la dotación del orfanato Madre de Dios, ni ningún conocido ciudadano había escuchado antes semejante atrocidad. La desagradable noticia corrió como la pólvora quemada. No era la primera vez que se cometía un asesinato allí pues, en una ciudad tan poblada como aquella, raro era el año en que los ajustes de cuentas no se saldaban con alguna que otra víctima, aunque no por ello Larife fuera considerada una ciudad peligrosa, pero, para los agentes del orden, ocupados en mantener a raya a los vándalos y en hacer que el día a día resultara lo más cotidiano posible, era tarea imposible evitar que las malas intenciones de aquel que ideara “saldar cuentas” obtuviera resultado. La ciudad vivió momentos de consternación no porque se hubiera cometido un asesinato, sino por quién lo había cometido. La prensa se apresuró en hacer eco de la noticia y, para que esta se extendiera con más rapidez, en las redacciones no tardaron en convenir que urgía convidar a unos cuantos chiquillos con unas cuantas monedas para que fueran voceando a grito pelado el titular de los periódicos.

—¡Prensa, prensa! ¡El horrible crimen de la calle Palacios! ¡El orfanato Madre de Dios cobija a un niño asesino! ¡Prensa, Prensa!… —repetían los zagales recorriendo los lugares más concurridos.

Si consternada había quedado la ciudad tras la drástica noticia, en el orfanato se estaban viviendo los peores momentos desde que se colocara la primera piedra de sus cimientos. Aparecer en los titulares de los diarios por una noticia tan inesperada era algo que resultaba inverosímil. Habían pasado seis años y del chico que Sor Catalina había dejado en el orfanato no quedaba nada. Ni por asomo podía imaginar ninguno de los capuchinos que Jonás pudiera volver a ser el niño que fue mientras vivió con las Monjas Carmelitas. La sensación de fracaso les invadía y el asombro se manifestaba en el rostro de todos cuando leían los titulares de los diarios.

La policía no tardó en personarse en el orfanato. Dos agentes escoltaban a un inspector que vestía de paisano. Dijo llamarse Vázquez, Isidoro Vázquez, cuando se presentó ante Fray Carmelo, que fue el que hizo esta vez de recepcionista. El agente exigió educadamente ver al Prior y su exigencia no tardó en ser complacida. Fray Augusto, tan pronto fue avisado de la visita, dijo al mismo que se la había dado que llevara a Jonás ante su presencia, pues bien sabía él a lo que venían los agentes de la autoridad.

Se presentó en compañía del joven que había sido motivo de portada y también presentó a este.

—Tenemos orden, Padre, de llevarnos a este chico —dijo.

—Sí, claro —asumió el entristecido prelado—. ¿Puedo acompañarle? —pidió.

—No veo por qué no –dijo el inspector-, pero no puede venir en nuestro carruaje —aclaró.

Sin oponer la más mínima resistencia y mantener serio su rostro, Jonás obedeció la orden de acompañar a los agentes. Una diligencia, guiada por un veterano policía, condujo a los agentes, al inspector Vázquez y a Jonás hasta el Departamento de Policía de Larife (D.P.L). La entrada al departamento estaba colapsada por periodistas que portaban enormes cámaras de fotos con unos aún más grandes flashes. Ávidos por que Jonás bajara de la diligencia para poder tomar la primera foto del niño asesino, alguno se llevó un buen codazo, un empujón o sintió la dura cámara de uno de sus colegas en su cara. El policía que guiaba el carruaje encontró inconveniente en el momento de dirigirlo a la puerta del D.P.L y temió atropellar a alguien, pues no solo los reporteros se jugaban el tipo acercándose tanto a los caballos, sino que, además, un grupo de curiosos engrosaba la turba. El inspector temió por el chico que, ahora, era su responsabilidad y pidió a los agentes que bajaran primero y le hicieran de escudo. Él protegería con su cuerpo al presunto asesino y, aunque sabía que le iba a costar un sobreesfuerzo avanzar, con la ayuda de los agentes veía factible la acometida.

—¿Por qué empujaste a la niña? —preguntó un reportero.

—¿Conocías de algo a la niña que has asesinado? —preguntó otro.

—¡Que condenen a ese malnacido! —gritaban unos pocos de los de la muchedumbre.

Dentro del departamento los agentes olvidaron momentáneamente sus labores y fijaron toda su atención en el recién llegado; la expectación se percibía en un ambiente tornado tenso en décimas de segundo, pues para nadie había pasado desapercibida la noticia y todos sentían curiosidad por conocer al que había acabado con la vida de una inocente niña. En un lugar de trabajo donde el día a día estaba directamente ligado a la delincuencia, la detención de desvergonzadas prostitutas que parecían burlarse de los ninguneados policías, las denuncias de los vecinos, las reyertas, las huelgas, el contrabando, el narcotráfico, las ventas de armas y un sinfín de “marrones”, que toda la atención estuviese centrada en un mocoso que no levantaba un metro y medio del suelo era una inverosimilitud.

—Lléveselo a la sala de interrogatorios y vigílelo –ordenó el inspector Vázquez al jefe de policía, un hombre llamado Abelardo, de unos cuarenta y cinco años, estatura media, con el pelo bicolor debido a su castaño natural y las numerosas canas que no disimulaba y con semblante serio pero rebelde. El policía soslayó una posible respuesta indeseada y acató sin preguntar a la vez que escudriñó descaradamente al chico. Sin demora, ordenó a uno de sus subordinados que le acompañara.

—¡Vamos! —dijo tomando a Jonás por uno de los hombros.

No creyó necesario hacer uso de las esposas. “Si el inspector lo ha traído sin ellas, así se quedará”, pensó, y se quedó bloqueando la puerta una vez que el otro agente había acomodado a Jonás en uno de los dos asientos que había junto a una mesa.

—Te llamas Jonás, ¿verdad? —preguntó viendo al niño de espaldas.

—Jonás Expósito de la Expiración —respondió sin preámbulos.

El policía dejó libre la entrada y pidió que el otro ocupara su lugar, luego se sentó frente al chico y, con total parsimonia, encendió un cigarrillo. Con el humo de la primera calada en la boca preguntó:

—¿Te tratan bien en el orfanato?

—Sí —respondió secamente.

—Bien, Jonás. Sabes por qué estás aquí, ¿verdad?

—Lo sé —de nuevo la misma seca parquedad.

—¿De qué conocías a la niña que empujaste?

—De nada, ni necesito saber ahora quién era —aclaró.

Abelardo volvió a dar una nueva calada a su cigarrillo con la firme intención de seguir interrogando al chico, pero daba por hecho que se encontraba ante un caso raro y que, debido a la corta edad del sospechoso, estaría poco tiempo en la comisaría. Las preguntas se sucedieron y Jonás no temía responder adecuadamente, facilitando así la labor del que le preguntaba.

—¿Qué motivos tenías para querer acabar con la vida de esa niña? —preguntó convencido de que sacaría alguna respuesta concluyente.

—Ninguno, no necesitaba ningún motivo… Era una tonta, ya está —fue la respuesta obtenida.

El inspector Vázquez interrumpió el interrogatorio apareciendo en la sala tras apartar con cierto desdén al agente que bloqueaba la entrada.

—No más preguntas, Abelardo, ¡salga y déjenos al chico y a mí!

—ordenó con claro aire imperativo.

Hubo una pausa, un tiempo donde tanto el inspector como los otros dos policías y el niño parecían estar inanimados. Finalmente, el que acababa de recibir la orden se llevó su cigarrillo a la boca, se tocó su sombrero y abandonó su asiento.

Bien, inspector, como ordene —dijo y, junto con el otro policía, abandonó la sala.

El inspector, una vez quedó como única compañía de Jonás, ocupó el asiento que había quedado vacante y, sin tardanza, se preparó para hacer las preguntas pertinentes al acusado. Debía andarse con cuidado, pues esta vez no iba a interrogar a un delincuente habitual, ni a un despiadado asesino, ante él se encontraba un niño con tan sólo doce años y que, además, vestía hábito. No pudo empezar con su preparado interrogatorio, pues la puerta de la sala se abrió bruscamente y apareció el mismo policía que hacía un escaso minuto estaba taponando la entrada.

—Disculpe, inspector, un fraile quiere verle… dice que es urg…

No pudo acabar la frase. El Santo apareció nervioso, sudoroso y respirando sonoramente.

—Perdone usted, inspector, pero las diligencias solo pasan por el orfanato para llevar a los pasajeros y el camino andando resulta un trecho largo si se hace con prisas.

—¿Qué desea usted, Padre? —preguntó denotando la molestia por haber sido interrumpido.

—Un abogado… no interrogue al niño sin que un abogado esté presente. Tenga en cuenta que está tratando a un menor.

—¿Un menor? —subrayó visiblemente enojado— Un menor que ha asesinado a una inocente niña, así sin más, porque le ha salido de los santos coj… —se frenó antes de terminar la frase. —Disculpe, Padre, me he dejado llevar. ¿Podría hablar un rato con usted? A solas, por favor.

El inspector condujo a Fray Augusto hasta su despacho después de avisar para que se hicieran cargo de la vigilancia de Jonás, después le ofreció un cómodo butacón para que pudiera reponerse de la agotadora caminata y le preguntó si le apetecía alguna bebida.

—Agua, gracias —agradeció el fraile.

La charla se debatió, como era de esperar, en torno a la vida del joven detenido. El santo hizo una detallada biografía de Jonás, aquel chico que había atentado tantas veces contra las Hermanas Carmelitas del orfanato Santos Apóstoles, el mismo que había sido puesto en manos de un experto doctor creyendo este encontrar una cura para acabar con las atrocidades del niño, el que había sido exorcizado porque las monjas que lo custodiaban solo encontraban esa vía de escape, el niño que había sido trasladado de orfanato a pesar del dolor que le causaba a la que se consideraba su madre, la misma que tuvo que sufrir en sus propias carnes la cruda dañina aversión que no había desaparecido, y el niño que había experimentado una esperanzada evolución desde el mismo momento que se puso en manos de los monjes capuchinos.

Tras un extendido monólogo, el inspector Vázquez tuvo a bien reflexionar un momento.

—Curioso caso —expresó luego—. No merece la pena indagar, Padre, salvo en la vida de este… ¿cómo llamarlo?, ¿pequeño monstruo? ¡Llévese al chico! —dijo—, pero que no salga de su orfanato. No tardaré más de dos días en acercarme por allí y, por su propio bien, procure que mi confianza en usted no desfallezca.

—De acuerdo, inspector, gracias, y no se preocupe, Jonás estará en mi orfanato y aguardaré pacientemente su llegada.

El Santo pensó que urgía hacer llegar al orfanato Santos Apóstoles la trágica noticia. Sabía que a tan larga distancia se encontraba una pobre mujer que había sufrido en sus propias carnes la mayor desazón, algo que le había afectado más que las propias quemaduras sufridas: que “su niño” hubiese intentado asesinarla. En la carta que escribió trató de ser explícito, detallista y conciso, aunque no pudo ser breve ya que quiso dar todo tipo de detalles para que Sor Catalina se atuviera a las consecuencias y supiera qué se podía encontrar si decidía volver a hacer el fatigoso camino desde Trigado hasta el orfanato donde El Santo escribía la misiva que le mandaría tan pronto acabara de redactarla.

II

El caso aún no había sido llevado a los tribunales, pero, con una ciudad entera consternada y unos padres pidiendo justicia por su hija, el inspector debía darse prisa y esclarecer cuanto antes los hechos, aunque, al tratarse de un menor, sería como ir cuesta arriba y con una carga de cincuenta kilos sobre la espalda. Tenía ante él el informe que había redactado Abelardo, el jefe, y, en silencio, lo leyó. “A la pregunta de ¿qué motivos tenías para querer acabar con la vida de esa niña?, el interrogado contesta: Ninguno, no necesitaba ningún motivo, era una tonta, ya está”.

Que un chico llegara a dar una respuesta como aquella sin mostrar el más ínfimo atisbo de remordimiento por el acto cometido, sobrepasaba los márgenes del raciocinio, se hacía intolerable e impermisible, y carecía de cordura. ¡Pero si era un nacatete! ¡Qué no podría llegar a ser si alcanzaba la vejez! “Era tonta, ya está”, como si fuese esa una razón para acabar con la vida de una persona, como si con ello se tuviera el derecho de hacer de verdugo para permitir deslizar la guillotina, como si la vida de una niña fuera el pago que había que pagar ante tan infame valoración, “era tonta, ya está”. Era primordial buscar una solución a corto plazo o tardaría en quitarse a la prensa de encima, pero, ¿qué solución? No estaba en sus manos aplicar la justicia, pero tenía que hacer su trabajo, y este era detener al sospechoso de un crimen para que fuera interrogado, algo que ya había hecho, pero quedaba la peor parte, la de poner ante la justicia al presunto asesino para que el juez dictara sentencia, y, según le había contado El Santo, el progreso conseguido en el niño en los últimos años era ejemplar, hacerle comparecer ahora ante un juez y que este le condenara sería retroceder, desandar lo andado, y él bien sabía que no se iba a enterrar a una niña que se le había arrebatado salvajemente la vida sin que su asesino pagara por ello.

III

Deslizándolo con un par de cuerdas que sujetaban varios hombres, un ataúd blanco fue depositado en una fosa hecha para tal fin mientras unas lastimeras campanas tocaban repique de difuntos. Las lágrimas corrían por los rostros de todos los presentes, mujeres y hombres, y había que volver mucho al pasado para recordar cuánto tiempo hacía desde la última vez que estuvo el cementerio tan concurrido. El cura encargado de dar el último adiós a la pequeña Andrea fue breve, a sabiendas de que hacía un beneficio a los extenuados padres y demás familiares de la difunta.

Pronunciadas las últimas palabras y enterrado el cadáver, el gentío fue abandonando el cementerio tras dar el cumplido pésame y, finalmente, unos abatidos padres se quedaron solos a los pies de la tumba donde yacería para los restos su querida hija.

En el balcón de la casa consistorial de Larife lucían las banderas a media asta. El equipo de gobierno tomó, por unanimidad, la firme decisión de mantenerlas así durante siete días como muestra de solidaridad con la familia de la infortunada Andrea; por otra parte, en los balcones de muchas casas, aquellos que quisieron sumarse al luto de la familia de la pequeña asesinada colgaron lazos negros y, además, en los bares y cafeterías más concurridos de la ciudad predominaba un tema de conversación que se había hecho merecedor de un titular que nadie había creado: El niño del orfanato. Allí donde hubiera una reunión de unos cuantos hombres o de unas cuantas mujeres, toda conversación acababa desviada y desembocando en el tema candente y de más actualidad en la ciudad, y tantas veces se repitió mencionado titular que sirvió para que Jonás fuera recordado y nombrado en adelante como tal. Entre las muchas opiniones era lógico pensar que existía una variopinta solución —o resolución— para poder zanjar el tema y, aunque no cayese en el olvido fácilmente, la vida en la ciudad retomaría la cotidianidad y se podría volver a la normalidad. Aunque el hecho acaecido cayó como una pesada losa a los larifenses, solo era cuestión de tiempo que las aguas volvieran a su cauce. Larife era una ciudad llena de vida, dinámica y ajetreada, y la violenta muerte de una niña a manos de otro niño no la iba a congelar de por vida.

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CAPÍTULO XII

I

L

as cicatrices de las quemaduras que seis años atrás había sufrido la piel de Sor Catalina, se habían quedado perenne en el rostro de la pobre mujer. El abrasador fuego le había dañado toda la cara, ambas manos y gran parte de los brazos y los pechos, aunque estos llevaron la menor parte gracias al grueso hábito que vestía en aquel momento; la peor parte la había llevado el ojo derecho, del que había quedado ciega. Sobreponerse le costó un largo periodo de tiempo, pues tuvo que ser ingresada urgentemente en el hospital de Larife, donde permaneció ingresada más de un mes y medio en la unidad de quemados y se temió por su vida. Pero no era el daño físico lo que más le había afectado; aceptar que ella también figuraba en la lista de víctimas de Jonás —“su Jonás”—, la había sumido en un estado depresivo que rayaba la locura, y al borde estuvo de no caer en ella con tantas noches de insomnio como padeció y con la pena empecinada en hacerle la vida una empinada cuesta arriba donde cada aliento se convertía en una última esperanza de supervivencia. Los años habían decantado en su favor el sutil olvido, indeleble la mayoría de las veces, pero llevadero y, por empeño y como única medida de autoayuda, ignorado.

La misiva llegada desde el orfanato Madre de Dios hizo estremecer a la ya flemática Madre, abandonada a sí misma y superviviente merced a sus oraciones y a su inquebrantable fe. La muerte de la Hermana Esperanza, fallecida a falta de un año para ser centenaria, aún era un acto reciente para ella que, aunque la recordaba con cariño y amor y solo podía pensar cosas buenas de ella, no podía evitar la tristeza.

Era Jonás, de nuevo su Jonás, el que le hizo, a través del comunicado que le había enviado El Santo, abrir los ojos de par en par en un claro manifiesto de asombro. Le temblaron las piernas, sintió que estas no podían soportar el peso del resto de su cuerpo. Y necesitó apoyarse en la Hermana Ángela, quien le había entregado la carta, para evitar darse de bruces contra el suelo.

—¡Madre! —exclamó lastimera y vocinglera como siempre.

Solo tras haberse repuesto, después de dejar caer sus posaderas en un butacón y beber un trago de agua que le facilitó su acompañante, pudo poner al día a la Hermana del nuevo comunicado.

Era preciso acudir cuanto antes a la ciudad donde habían dejado a Jonás; en su cabeza no entraba consentir que la justicia hiciera su trabajo sin estar ella presente.

II

Varios días después, y sin previo aviso, una demacrada Hermana Superiora, acompañada por las Carmelitas Sor Pilar y Sor Esther, descendían del carruaje que las había conducido hasta la puerta del orfanato Madre de Dios tras varios días de un viaje que había estado marcado, sobre todo, por el silencio; tanto fue así que ninguna de las tres viajeras se había parado a pensar que la suerte se había aliado con ellas al no haber tenido que lamentar ningún asalto ni contratiempo.

El Capuchino Eulalio fue el monje que acudió a la llamada de la puerta. Al principio no acertó a saber quién era la persona que había llamado, salvo que, por el hábito, supo que era una monja; por eso preguntó.

—Sor Catalina de Piedra Alba, Hermano, Hermana Superiora del orfanato Santos Apóstoles, de Trigado. Vengo acompañada —anunció.

El Capuchino, torpemente, acertó a recordar, por lo que no dudó para abrir la puerta e invitar a las recién llegadas a pasar. El protocolo le dictaba que debía advertir a la visita que aguardara y acudir a dar el correspondiente aviso al Superior, cosa que hizo con el consabido preámbulo.

—¡Hermanas! —alentó El Santo que, entre risueño y cariacontecido, llegó con premura para recibir a las Carmelitas—. Es todo un placer verla de nuevo —dijo dirigiendo sus palabras a la Superiora—. Supongo que la visita se debe a lo acontecido con Jonás. ¿Me equivoco?

—Para nada, Padre —dijo la que mostraba su cara con una esperpéntica cicatriz y con un ojo blanquecino y sin enfoque—. ¿Dónde está mi pequeño?

El Santo, al igual que las Carmelitas y el Fraile que había avisado de la llegada de estas, no pudieron disimular su asombro sorprendidos por que Sor Catalina hubiera referido a Jonás de la forma en que lo hizo.

El Santo, tras haber invitado a las recién llegadas a un acomodo y ofrecerles bebida y alimento, relató, no sin pesar, de lo acontecido con Jonás. Anduvo por los cerros de Úbeda casi fantaseando con los progresos logrados por el chico desde que fue traído al orfanato, pero volvía a la dura e inadmisible realidad a la que tenía que hacerle frente cada vez que fijaba su mirada un par de segundos en las quemaduras de la cara de Sor Catalina y de Sor Esther. “No les habrá sido fácil superar esos traumas”, pensaba. E intentaba entender los motivos que impulsaron a Jonás a cometer semejantes actos, pero a su mente solo acudían vacuas respuestas que solo servían para hacerle entender, con un imperceptible atisbo de claridad, cómo un niño de doce años había podido acabar con la vida de una angelical criatura.

—Avisaré para que venga Jonás —dijo tras haber puesto al día a las Hermanas.

Cuando, acompañado por el mismo fraile que había atendido a las Carmelitas en su llegada, entró Jonás en la sala donde estaban la visita y El Santo, la Madre Superiora abandonó su asiento lo más rápido que pudo y fue a abrazar al chico.

—¡¿Jonás?! —musitó entre sorprendida y emocionada—. Pero qué grande estás, hijo. ¿Cómo está mi pequeño?

La voz de Jonás quedó en sus adentros, como ya debería esperar la monja, pero, aun así, esperaba oírle decir algo.

—Jonás, qué grande estás… ¿estás bien?

La misma inexistente respuesta. La ilusa mujer asió cariñosamente la barbilla del chiquillo y se dispuso a darle un beso. Jonás apartó su cara de los labios de la mujer que intentaba besarle y exclamó con desdén:

—¡Aparta tu asquerosa cara de la mía!

—Madre —interrumpió astutamente El Santo al ver la angustiada cara que se le había quedado a la desdichada monja—… creo que sería mejor para todos si reanudamos nuestra charla y dejamos que Jonás siga con su quehacer.

El largo viaje y la angustiosa situación no hacían más que sumir a las Hermanas en un estado cada vez más agotador, por lo que sus fuerzas empezaron a desfallecer y, Pilar, tal vez temiendo que Sor Catalina padeciera en demasía la travesía a la que estaba siendo sometida, solicitó la retirada y aconsejó le buscaran un lugar donde hospedarse. De ello se encargó El Santo, que dio aviso a uno de los frailes para que acompañara a las monjas hasta la ciudad y encontrara algún decente lugar donde pudieran descansar sus extenuados cuerpos.

El sol se encontraba en su más elevado zénit, a pesar de que no pasaban más de una hora desde la llegada del mediodía, cuando Abelardo, el jefe de policía, acompañado por un subordinado media cabeza más pequeño que él, se personó en el Hostal La Estrella, donde sabía que se habían hospedado las Hermanas gracias a los “chivatillos” que, persiguiendo algunas monedas, buscaban empatizar con el conocido representante de la ley.

—Busco a tres Hermanas Carmelitas que se hospedan aquí —exigió, tras saludar y presentarse, al joven que atendía la recepción del hostal.

El recepcionista no dudó en dar el aviso, pues sabía que las monjas se encontraban en el salón comedor, y, aunque no sin sorpresa, Sor Pilar pidió al chico que hiciera pasar a quien solicitaba su presencia, advirtiendo que, tanto ella como las otras dos, deseaban seguir donde estaban.

—Hermanas —dijo, a modo de saludo, el inspector y evitando mostrar asombro tras ver los desfigurados rostros de las dos monjas que tenían la cara quemada—, soy el inspector Abelardo, jefe de policía del D.P.L, me acompaña el agente Muriel; ¿les importa si les hago algunas preguntas?

El inspector jefe fue al grano, como era costumbre en él, y se anduvo con parsimonia, dejando hablar, método que empleaba cada vez que interrogaba y que le había dado muy buenos resultados, pues, por pura psicología, se crea, cuando el hablador en cuestión no es interrumpido y este ha acabado de responder, un vacío que espera ver tapado con cualquier alegato o nueva pregunta de la otra parte, y si esto no ocurre, es él mismo el que trata de rellenar ese espacio continuando con su argumento y confiado en quien escucha, lo que conlleva a lustrar al que, inteligente y astutamente, hace la pregunta y calla.

Tras haber conseguido de las Carmelitas todo lo que creyó necesario, pidió:

—¿Tienen ustedes algún inconveniente si se las llaman para declarar en el juicio?

III

Como si de una bomba de sonido se tratara, la noticia de que “El niño del orfanato” iba a ser juzgado corrió por todas las calles y por todos los rincones de Larife, no quedando ni uno de sus habitantes ignorante de la nueva que ponía a la ciudad en una inquieta incógnita, en caso de que se dictara sentencia, entre si el honorable juez que llevaría el caso sería piadoso y tendría en cuenta la corta edad del acusado o, por el contrario, se declinaría por mantenerse frío y aplicar todo el peso de la ley.

La sala de espera era un hervidero donde se apretujaban periodistas de toda índole; frailes capuchinos que deseaban la absolución de Jonás; las Hermanas Carmelitas Sor Catalina, Sor Pilar y Sor Esther que, con la misma esperanza que los frailes, habían hecho el fatigoso viaje desde Trigado hasta Larife; familiares de la pequeña víctima cuyo deseo era la cara opuesta de lo que deseaban los frailes y las monjas; vecinos y vecinas de la ciudad con distintos deseos y los abogados defensores de cada parte, ambos pretendiendo hacer valer sus argumentos en detrimento del otro. A la espera de que el policía que franqueaba la puerta de entrada al estrado permitiera el paso, los reporteros atosigaban a los presentes con un asedio de preguntas que no encontraban respuesta. Se palpaba la tensión en los que preguntaban y en los que se negaban a responder, hasta que la voz de “¡Pueden pasar!” llegó a los oídos de todos y, a partir de ese momento, dejó de tener sentido lo que ocurría en la sala de espera y tomó prioridad absoluta ocupar un buen lugar dentro de la sala de audiencias, donde su señoría el juez intentaría moderar el caso. En una sala contigua, custodiado por una pareja de policías, se mostraba serio y sereno el que iba a ser juzgado. Una vez establecido el orden, a los presentes se les hizo larga la espera por un juez que parecía ser el único en no tener prisa. Hasta que, por fin, pasados unos larguísimos quince o veinte minutos, la máxima autoridad hizo acto de presencia enfundado en una clásica toga negra adornada en los puños con sus correspondientes vuelillos blancos.

—¡En pie! —ordenó un policía al ver entrar al juez—. Su Señoría el Juez Isidoro Macías de la Rosa.

Un hombre de aspecto apacible, con anchas patillas que morían en la comisura de sus labios y con peluca blanca con bucles que le ocultaba a la perfección la consecuencia de su temprana alopecia, hizo aparición ante la audiencia, se dirigió a su estrado, dejó sobre la mesa la carpeta que llevaba debajo del brazo, escudriñó por encima de sus binoculares la sala, tomó el mallete con la mano diestra y, dando un par de secos golpes sobre el bloque de sonido, anunció el comienzo de la sesión con un “La ciudad de Larife contra Jonás Expósito de la Expiración”, y solicitó la inmediata presencia del acusado. Solo un minuto después, escoltado por el mismo par de policías que le habían estado custodiando, entró Jonás en la sala. El alboroto se hizo de inmediato, pero el experto juez hizo sonar varias veces su mazo y volvió la calma. Antes de que Jonás hubiese ocupado el asiento que le habían destinado, el juez concedió la palabra al abogado de la acusación. Un hombre alto, un tanto enjuto, con una frondosa perilla y bigote en forma de uve doble y que abrigaba su cuello con un sedoso fular blanco, se puso de pie y anunció:

—Señoría, tenemos ante nosotros un caso que reviste una gravedad inusitada en esta sala. Debemos juzgar al acusado de un acto violento, tal vez premeditado, que conllevó la muerte de una niña. La acusación solicita que no se tenga en cuenta la corta edad del presunto asesino…

—¡Protesto, Señoría! —interrumpió por primera vez el abogado encargado de la defensa—. El término “asesino” es peyorativo en estos momentos.

—Concedido. Abogado, prosiga, pero reserve sus calificativos innecesarios —advirtió el juez.

—…la corta edad del acusado —rectificó—, pues, a buen seguro, por la más corta edad aún de la víctima, el acusado actuó con alevosía. Nada más —dijo, y volvió a sentarse.

El juez concedió el uso de la palabra al abogado de la defensa, un hombre corpulento que aparentaba más edad de la que realmente tenía; vestía la misma obligada vestimenta que el abogado que acababa de hablar, a excepción del fular. Para dar uso a su turno de palabra, se puso inmediatamente de pie y alegó:

—Señoría, la defensa pide a este tribunal sí sea tenida en cuenta la edad de mi cliente y, si me permite acercarme, me gustaría hacerle entrega de este informe —dijo mostrando una carpeta que contenía varios folios—, que no es más que una declaración firmada por todos y cada uno de los frailes capuchinos del orfanato Madre de Dios, donde actualmente y desde hace seis años, se hospeda mi cliente. En él encontrará detallada la benefactora evolución que ha ido desarrollando el acusado en todos estos años, por lo que debe considerarse que el atropello que sufrió la víctima no fue más que un aciago accidente.

El juez hizo un ademán para que el abogado le entregara el documento que aportaba. Se entretuvo un rato leyendo y, tras unos minutos, dijo:

—Señores, este caso está exento de testigos. Voy a considerar la posibilidad de que el acusado sea inocente de los cargos de los que se le acusa, pero, antes de que tome una decisión, dejaré que se pronuncie de nuevo la acusación. Tiene usted la palabra, abogado —dijo dirigiendo al abogado de la perilla.

—Señoría, la acusación solicita la presencia del Prior Fray Augusto de Sousa.

El Santo se anduvo con parsimonia, pero abandonó su asiento y se dirigió al estrado. Una vez allí y jurar decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, escuchó la primera pregunta del abogado que había solicitado su presencia.

—Perdone, ¿cómo debo llamarle?

—Padre, será suficiente —dijo.

El abogado advirtió que el fraile no iba a molestarse si le hubiese llamado Prior, Señor o, sencillamente, Don. Su intención era que la audiencia supiera qué había sido de la vida de Jonás antes de haber sido entregado en el orfanato donde residía actualmente, y no se anduvo por las ramas.

—Bien, Padre. Es cierto que el acusado fue recogido en su orfanato hace seis años, ¿verdad?

El Santo fue cauto y escueto, y respondió a la pregunta con un simple “sí”.

El abogado siguió e hizo mención, no sin protestas de la defensa, del motivo por el que la Hermana Catalina había dejado, hacía seis años, a Jonás a su cargo y, como la respuesta del interrogado le fue favorable, prosiguió poniendo en un aprieto al que debía responder a sus preguntas:

—Padre, ¿considera usted que este niño que hoy está siendo juzgado no es peligroso? Conociendo su historial comprenderá que considere todo lo contrario, ¿no cree?

El Santo calló, pero el juez le ordenó que contestara, por lo que admitió que cuanto exponía el abogado llevaba una lógica aplastante, y trató de defender a Jonás aclarando no conocerle antes de haber sido llevado al orfanato.

El juez le exigió que contestara a la pregunta hecha por el abogado y, tras callar unos segundos y fijar su mirada en el acusado, contestó con un “No, Señoría, no lo es”.

El murmullo comenzó a hacerse notorio, pero la maza del juez se antepuso y se pudo continuar con el juicio.

—Nada más, Señoría —acabó el abogado.

El juez preguntó al abogado de la defensa si tenía alguna pregunta para el capuchino y, ante la negativa de este, preguntó a los abogados si deseaban que alguien más de entre los presentes subiera al estrado, ofrecimiento que fue de recibo por parte del abogado de la acusación reclamando la presencia de Sor Pilar. Una vez estuvo la Hermana ocupando la vacante que había dejado el fraile, comenzaron las preguntas.

—Hermana, le hago la misma pregunta que hace un momento le he hecho al Padre: ¿Considera usted peligroso al acusado?

Sor Pilar pensó antes de hablar y trató de medir sus palabras, sobre todo, para no herir la sensibilidad de la Madre Superiora.

—Es un niño, abogado. ¿Cómo va a ser peligroso un niño?

El abogado, que esperaba una respuesta similar, apuntilló:

—Ha jurado usted decir la verdad y, a tenor por el hábito que lleva, doy por hecho que no faltará a su juramento, así que, dígame: ¿cuál fue el verdadero motivo por el que el acusado fue trasladado de su orfanato al orfanato de esta ciudad?

La monja dudó entre dar una respuesta contundente o, por el contrario, dar una respuesta esquiva.

—Bueno… el comportamiento… el comportamiento del chico no era… no era todo lo deseado…

—¿Puede usted especificar?

—Yo… yo sufrí… yo sufrí un desagradable… un desagradable ataque que… que desearía callar, por favor —rogó.

—Fue usted bañada en mierda, ¿verdad? —apuntilló con saña.

La protesta del abogado de la defensa sonó airada, pero el juez no la admitió, por lo que el abogado siguió.

—Y no fue esa la única “hazaña” –dijo con ironía— del acusado, ¿verdad, Hermana? Y tampoco fue usted su única víctima, es más, no fue ni siquiera la peor parada de los actos violentos, ¿es cierto?

La Carmelita bajó la cabeza, y fue suficiente gesto para que el abogado supiera que asentía.

—¡Protesto! —se volvió a oír.

El juez volvió a mandar callar al que protestaba y, acto seguido, el abogado que estaba de pie dijo que había acabado.

Un rato después era Sor Esther la que juraba poniendo la mano sobre una pesada Biblia.

El abogado de la acusación se preparó para hacer su sarta de preguntas, pero le bastó con preguntar cómo se había hecho las quemaduras la monja para exponer, tras la respuesta de esta, que había acabado:

—Fue Jonás, me arrojó aceite hirviendo.

De nuevo volvió el murmullo, esta vez en forma de asombro para los ignorantes de tal acto, y el juez tuvo que volver a hacer uso de su mazo para que volviera a reinar el orden.

—¿Quiere la defensa pronunciarse? —preguntó y, ante la respuesta negativa hizo, por orden de la acusación, llamar a Sor Catalina, que hizo, involuntariamente y a su pesar, una nueva llamada a los murmullos entre los presentes. Cuando estuvo dispuesta para ser interrogada, la Hermana mostró entereza.

—Si no me equivoco, muestra usted en su rostro unas marcas de quemaduras, ¿verdad? ¿Cómo se las hizo?

Volvió a sonar la voz de protesta del abogado de la defensa.

—Conteste —ordenó el juez tras advertir de nuevo al abogado.

—El fuego de una hoguera —dijo escuetamente Sor Catalina.

—Sí, es cierto, pero, ¿le importaría decirles a los asistentes de esta sala cómo se quemó? O tal vez deba modificar la pregunta: ¿Quién fue el causante de que se quemara?

Era la pregunta que se temía la interrogada, y, estoicamente, tras tragar saliva y evitar que las lágrimas la entorpecieran al responder, dijo:

—Jonás, el acusado… él me empujó y me hizo caer encima de una hoguera.

Al juez le costó un sobreesfuerzo hacer volver a la audiencia al silencio y, tras conseguirlo y notar que su estado no era el más apacible que conocía, pidió al acusado que se pusiera de pie.

—Hijo —dijo dirigiéndose a Jonás —no se te acusa por tu pasado, violento y denunciable donde los haya por lo que se ha expuesto en esta sala, pero se te acusa de haber acabado con la vida de una niña. Antes de que me retire a deliberar me gustaría oír de tu propia boca unas palabras que demuestren tu arrepentimiento.

Jonás recibió un leve codazo de su abogado a la vez que este le hizo un ademán con la cabeza como señal para que saciara la petición del juez. Sería un punto muy grande a su favor, pero Jonás dijo:

—No, no me arrepiento, era una niña apestosa.

El honorable juez no era la primera vez que se veía en la tesitura de juzgar con firmeza o con suavidad, pero el caso que tenía entre las manos le hacía dudar entre una u otra opción. Necesitó más tiempo del que jamás había necesitado para tomar una decisión que fuera justa y equitativa, y dudó, tras estudiar el caso, entre enviar a Jonás a un centro de menores o hacer que se quedara en el orfanato donde residía, pero exigiéndole al Prior que le recluyera como si de un convento de clausura se tratase. Finalmente pudo más la primera opción y, en el segundo juicio celebrado, y ante el lamento de las monjas —más aun el de Sor Catalina— y el de los frailes capuchinos, las palabras que salieron por la boca del magistrado fueron firmes y llevaron una evidente tendencia a declinar la balanza de la piedad en favor de la víctima. La sala estalló en un esperado y estridente alboroto en el que hubo gritos a favor y en contra de la condena, caras serias que aceptaban la decisión del juez y caras tristes que mostraban empatía con el recién condenado. Los golpes del mallete y la orden airada de guardar silencio del juez de nada sirvieron; los policías no pudieron controlar a los ávidos periodistas, que llegaron a infringir la ley tras saltarse la valla de seguridad que los separaba del acusado, tal era su ansia por sacar un primer plano del niño. Más en volandas que andando, la policía, no sin tener que hacer uso de la fuerza, pudo sacar a Jonás de la sala y llevárselo de nuevo al cuartel, donde permaneció recluido en una celda, solo, durante un par de días y, pasados estos, fue escoltado por media docena de policías y llevado en carruaje durante las veinte largas horas de trayecto que separaba Larife de Sahón, la capital, situada al sureste de Larife y donde debería permanecer hasta cumplida la mayoría de edad en el Centro Correccional Niño Jesús.

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LIBRO SEGUNDO

MELISA

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CAPÍTULO I

I

Sobania

M

elisa tuvo la suerte de hacer nacido en la familia más acaudalada de Sobania, una conocida ciudad situada al norte de la capital, Sahón, y a siete horas de viaje. Su joven madre, una guapa y esbelta mujer de tez clara que compartió vientre con su hermana gemela (a esta se la llevó la fiebre entérica poco después de haber alcanzado el año de vida), fue desposada por un tal Arturo, el hijo varón del hombre más rico de la ciudad de Bocad, situada al oeste de Sobania, y que llevaba el mismo nombre que su padre, aunque este era, la mayor de las veces, mentado con nombre y apellido: Arturo Cienfuegos.

Arturo hijo fue vástago único solamente sus primeros dieciocho meses de vida, cuando Cecilia, su madre, trajo al mundo a su hermana, siendo esta la que cerraba el recuento de los hermanos. Linda, nombre con el que fue bautizada la benjamina de la familia, nació con la piel rosada y se convirtió en uno de los mayores deseos de los hombres de la ciudad, siendo pretendida por varios apuestos galanes hasta que, finalmente, fue desposada, incluso antes de que su hermano conociera a su esposa, por Mario, un hombre de estatura media, arrogante, narcisista y presumido. Destacaba en Mario tres lunares que tenía en la mejilla izquierda, dos en línea horizontal, a dos dedos del ojo, y uno debajo de ellos y en medio. Mario vivía con cierta comodidad gracias a su empleo en la Casa Consistorial de Sobania, comodidad que vio acrecentada tras su boda con Linda y el postrer cambio de domicilio. Al ser hijo del alcalde de la localidad, su padre estaba empecinado en que fuera él su sucesor alcaldable, proyección de futuro que, a un de por sí arrogante Mario, convirtió en un hombre altivo y soberbio, características que sirvieron para desenamorar a su esposa y encauzarla a la petición de divorcio. Arturo Cienfuegos, que llegó a tener muchos enfrentamientos con su petulante yerno, llegó a manifestarle abiertamente que se alegraba de no tener nietos suyos. El divorcio, aunque hubo varios intentos de reconciliación, se produjo, tal y como deseaba Arturo Cienfuegos, y Mario desapareció de la vida de Linda para siempre, pues, roto y contrito, emprendió un viaje con la excusa de que partía hacia tierras nuevas para rehacer su vida, pero lo cierto es que ni su exesposa ni sus familiares supieron nunca más de él.

Arturo siguió la estela que su avispado padre le dejó antes de abdicar y de que le anunciara la fecha en la que había decidido dejarle las riendas del negocio: una fábrica de cueros que contaba con casi una docena de empleados. El empresario, que desde los veintitrés años había entregado su vida a su negocio, se encontraba, más que cansado, hastiado tras alcanzar sus sesenta y nueve años, pues, no en vano, había dedicado más de cincuenta años de su vida a su empresa y el tiempo se le había ido de las manos cuando ya era demasiado tarde para enmendarlo, por ello puso todo su empeño en soltar las riendas del negocio y abdicar de una vez por todas. Una de las razones de más peso para que Arturo Cienfuegos diera el paso decisivo para dejar en manos de su hijo su negocio, fue merced a la voluntad de su hija, Linda, que en su pedida de matrimonio exigió a su prometido mantener su lugar de residencia. Su padre, al poder contar con la disposición de su hija para su cuido personal cuando la edad le impidiera llevar tal labor en solitario, aprobó la propuesta y no tuvo inconveniente en que Mario fuera, desde entonces, considerado otro miembro más de la familia. El tiempo se encargó de que Arturo Cienfuegos se arrepintiera de su generosidad.

Arturo, que llevaba con orgullo su nombre, había heredado de su progenitor la templanza, el carácter y la seriedad de empresario, aunque desvirtuó un tanto su seria conducta cuando conoció a Marcela, de la que se enamoró locamente y a la que no tardó en pedirle matrimonio al saberse correspondido, celoso y lleno de temor como estaba ante el hecho de que a mujer tan hermosa no le iban a faltar pretendientes que la rondaran. Las aguas volvieron a su cauce en la persona de Arturo cuando anunció a su familia la fecha de su boda a los pocos meses de haber presentado a Marcela como su pretendida novia. Todos los miembros de su familia más directa —su hermana, su madre y su padre— pensaron que Arturo se precipitaba, aunque, en el escaso tiempo que había pasado desde que Marcela fuera presentada en su casa, todas las impresiones recibidas habían sido muy buenas, tal vez debido al carácter sencillo y natural de la prometida. Linda, de edad similar a su cuñada, hizo desde un principio muy buenas migas con ella y llegaron a labrar una amistad que se hizo más íntima con el paso de los años, llegando incluso a revelarse vicisitudes y secretos la una a la otra. Cuando paseaban por la ciudad las dos juntas o cuando, a bordo de una calesa, visitaban la capital, raro era el hombre que no se quedaba prendado al ver la belleza de las dos mujeres. Algún que otro se ganó un seco codazo de su esposa al cruzarse con las dos beldades.

Cecilia, la esposa de Arturo Cienfuegos, era una mujer discreta, seria pero agradable, y poseía como virtud ser atenta con los demás, lo que le daba un aire de personalidad de lo más respetable. Su cabello, cubierto de canas que no intentaba disimular, hacía que su seriedad causara aún más respeto, aunque ella ejemplificaba como una constante su principal lema y solía decir: “Para que te respeten has de darte a respetar”.

Marcela fue casi de inmediato comenzada a tratar como si la segunda hija de Cecilia y su esposo se tratara, pues esta se mostraba en todo momento cariñosa y agradecida con su suegra, a la que apreciaba por la prudencia que mostraba en todo momento y el adecuado trato que daba a su criada, Amelia, una mujer de raza negra que no tardó en ganarse la simpatía y el cariño de Marcela. A su suegro le profesaba el mismo cariño y le estaba igual de agradecida, solo que había una pequeña diferencia entre la relación que mantenía con el uno y con la otra solo debido a la diferencia de sexo.

Aún no se había cumplido un año desde que Arturo y Marcela se habían conocido cuando llegó la boda. Corría por entonces el mes de julio del año 1807. La boda fue celebraba por todo lo alto, acudiendo a ella autoridades y gente adinerada de la ciudad y la capital. Arturo Cienfuegos y Cecilia se empeñaron en que el nuevo matrimonio comenzara su vida marital quedándose a vivir con ellos, deseo que no encontró la más mínima oposición. Marcela, que pertenecía a una familia de clase humilde y más de muchas veces durmió escuchando el ruido de sus tripas, pasó, tras la boda, a ser una reconocida señora en la ciudad, aunque no por ello convirtió su sencillez en arrogancia ni su simpatía en rectitud, pues tenía muy claro cuáles debían ser sus valores personales y cuál era el orden que debía guardar en su lista de prioridades. Dejar atrás su vida de escasez e insolvencia y pasar a vivir en una mansión era algo que Marcela nunca había imaginado. Durante el tiempo que duró el noviazgo necesitó tomarse un tiempo para desplazarse por aquel inmenso caserón sin sentirse perdida, y cuando pasó a ser otro miembro más de su nueva familia se sintió infinitas veces dichosa, pues, de haber dormido en el suelo muchas gélidas noches pasó a vivir en lo que ella llegó a llamar “palacio”, el cual disponía de una magnífica terraza decorada con macetas y flores por doquier, dos plantas con seis habitaciones —dos en la planta principal y cuatro en la de arriba—, dos amplios salones como amplia era la cocina, cuarto de costura, tres cuartos de aseo, un patio que se le antojaba infinito y que lucía una fuente redondeada y, entre otras muchas comodidades del interior del hogar, un espacioso establo que, además del acceso principal, que daba a la calle, se podía llegar a él por la puerta del patio. El establo cobijaba a varios caballos y allí tenían su lugar de inactividad un par de calesas. Del cuido del establo se encargaba Narciso, un jovenzuelo de no más de doce primaveras que llevaba con mucha maestría el oficio de palafrenero. El chico acostumbraba a esperar a Cienfuegos cuando este regresaba de su trabajo y se ofrecía voluntariamente para ayudar al empresario a introducir en su particular garaje. Esta rutina hizo que Arturo comenzara a fiarse del zagal, por lo que le ofreció hacerse cargo del establo y los animales por unas cuantas monedas diarias y compartir con la criada mesa dos veces al día, oferta que el padre de Narciso, que a duras penas lograba sacar adelante a sus cuatro hijos, vio como un regalo del cielo.

El tremendo cambio que supuso para Marcela vivir en una vivienda tan descomunal significó pasar a mejor vida, por lo que la adaptación fue casi instantánea, aunque, por mor del trabajo que le costó asimilar el trato de “señora” que empezó a recibir, sobre todo de la criada, no puede decirse que fuera perfecto, pues ser llamada “señora” era algo a lo que no estaba acostumbrada, y tal trato la mantuvo perpleja mucho tiempo. Su marido disfrutaba viendo cómo su mujer se sorprendía cuando alguien, sobre todo el cartero, se dirigía a ella preguntando si era la señora Marcela Labrados. En más de una ocasión el empresario y esposo se vio obligado a reprender a su mujer cuando esta auxiliaba a su criada, bien prestando su ayuda recogiendo la mesa o disponiéndola, o en cualquier otro quehacer que, en teoría, correspondía a la servidumbre y no a ella. Por tales motivos, el respeto y el cariño que la sirvienta le llegó a profesar rayaba lo inimaginable.

Se tachaban en los almanaques la primera quincena de abril del año 1808 cuando Marcela supo, por sus propios dolores, qué era parir. Amelia, la criada del hogar, contaba con un pasado en el que se había visto en la obligación de ayudar a la partera, cuando no era más que una niña, en dos de los siete partos que tuvo su madre para que ella y sus seis hermanas vinieran al mundo, lo que la dotaba de una experiencia que ninguno de los de aquella casa tenía. Su labor fue decisiva para que el parto de la primeriza, que desde el primer aviso en forma de “punzadita”, como dijo Marcela, hasta que el feto abandonó el vientre de su madre no transcurrieron más de un par de horas. Una rosada criatura, aún mojada de líquido amniótico, fue lo primero que vio tras saberse parida, y pronto la tuvo en su regazo sin parar de llorar, olvidando la desnudez en la que estaba, así como sus partes doloridas, y diciendo “mi niña, mi niña”. Por esa fecha, la madre más reciente de Sobania contaba con unos esplendorosos veintidós años. La recién nacida fue bautizada con el nombre de Beatriz, y su bautizo se celebró con tanta pompa como la opulenta economía de la familia permitía, causando envidias a conocidos, extraños y, sobre todo, a más de un empleado de la fábrica, quejosos ellos del ralo sueldo que recibían, aunque tal cosa jamás llegó a los oídos de Marcela. Desde sus primeros pasos se podía pronosticar, sin temor a desacertar, que Beatriz sería una joven deseada por los hombres pues, a tan corta edad, ya se podía apreciar la cuasi perfección de sus facciones, belleza que era similar a la de su madre, no pudiéndose esta librar de agradecidas comparaciones.

Con la ilusión por sentirse padres afortunados y un matrimonio pleno, Marcela y Arturo buscaron ampliar su familia tan pronto como los doctores les desinhibieron de las restricciones coitales, consejo harto deseado por el joven padre, que aventajaba en dos años escasos a su esposa y deseaba, con todo el vigor de su lozana fortaleza, responder a su más firme virilidad. Pero pasaba el tiempo y la segunda gestación de Marcela no llegaba, por lo que ambos llegaron a perder toda esperanza de ser padres por segunda vez, y la idea de que la primogénita sería hija única era un revés que daban ya por asumido, ya que no escatimaron en gastos médicos intentando descubrir por qué motivo no volvía la fertilidad a la joven madre.

La pequeña de la casa, Beatriz, ya daba sus primeros pasos por los pasillos de la casa cuando su abuelo, tras varios días de malestar, decidió quedarse en la cama. A pesar de los consejos de su esposa, de sus hijos, de su nuera y, a su pesar, de su yerno para que fuera explorado por un doctor, la oposición del patriarca familiar hacía infructíferos todos los intentos de los demás. “Es un catarro de mierda, joder, ya se me pasará”, solía contestar. Pero el ex­-empresario no logró poner más un pie en el suelo. Una madrugada el “catarro de mierda” se convirtió en neumonía, llegando Arturo Cienfuegos a alcanzar una temperatura corporal de cuarenta grados centígrados y, además, estando en tales circunstancias, tuvo un infarto cardíaco. Su esposa dormía plácidamente a su lado, sumida en un profundo sueño, y el resto de los que habitaban aquella enorme casa no debían tener los sentidos en mejor estado de alarma a aquellas nocturnas horas. Solo el paso de los años pudo hacer soportable a Cecilia el recuerdo de despertar y ver a su marido junto a ella, pero sin vida. La muerte de Arturo Cienfuegos fue, en muchos años, la más mentada en la ciudad.

Como los designios de Dios son inescrutables, cuatro años después del nacimiento de Beatriz, en julio de 1812, cuando Arturo Cienfuegos hacía más de tres años que ocupaba algún angosto lugar en el campo santo y cuando Arturo y Marcela hacían sus planes de futuro pensando en su única heredera, Marcela supo, tras un retraso de su menstruación que le dio un hilo de esperanza y la confirmación médica tras varios análisis en los siguientes meses, que estaba encinta. La noticia corrió como la pólvora quemada, y llenó de alegría y satisfacción al joven matrimonio, alegría compartida por todo el clan familiar. El embarazo fue vigilado por asistentas y doctores desde el mismo día en que se confirmó, y los deseosos padres, entre algunas infantiles discusiones, eligieron nombre para el próximo miembro de su familia, aunque realmente el nombre fue elegido por su antojado padre —como antojada estuvo Marcela en la elección del nombre de la primera hija nacida—, considerando de total prioridad su derecho de turno.

En el cuarto mes del año 1813, cuando a Beatriz hacía escasos días que se le había organizado una fiesta para celebrar su quinto año de vida, nació Melisa. El parto duró varios días y se llegó a temer por la vida de la parturienta, que no paraba de gritar y de retorcerse de dolor cada vez que llegaban las contracciones, y del nasciturus, que parecía empeñado en no abandonar el vientre de su madre. Se necesitaron, además de la incuestionable ayuda de Amelia, varias comadronas y varios médicos, los cuales fueron relevándose cuando el cansancio les podía. Tras tantísimo esfuerzo, dolor y agonizante espera, el nuevo ser, para alivio de todos, apareció. La partera encargada de auxiliar a la desesperada parturienta, que sudorosa y desesperada hizo tanta fuerza como le fue posible para acabar de una vez por todas con la dolorosa y angustiada situación por la que estaba atravesando, puso, involuntariamente, su rostro contrito; años de experiencia le advertían que la criatura que acababa de abandonar el vientre materno carecería de gracia, al menos de grácil belleza. Presintió que su compungido semblante sería motivo de incertidumbre para el resto de los hombres y mujeres que había en el dormitorio, sobre todo para la que acababa de parir, por ello, siendo cauta y lista, descongestionó su serio semblante y le dio a sus labios una amplia sonrisa, de tal modo que, cuando los demás la vieron en el momento que mostró a todos el recién nacido y anunció que era una niña, no percibieron lo que ella había percibido, y quedaron calmados y plácidos por haber sido cómplices de que un nuevo ser viniera al mundo. Amelia, ladina y experimentada en tales tareas, fue la única en percibir que la matrona no mostraba una sonrisa sincera, pero, prudentemente, calló. Conforme los demás fueron acercándose a la criatura para verle la cara a escasos centímetros de sus ojos, fueron víctimas de la desilusión en primera persona pues, aunque lejos quedaba de considerar un monstruo a la pequeña que gimoteaba como preludiando un inesperado llanto, las desproporcionadas facciones de su diminuta cara fueron motivo de asombro.

La más valiente de todas las personas que se habían congregado en la habitación donde acababa de venir al mundo aquella desventurada criatura fue, como así lo demostró, la otra comadrona, una mujer enclenque pero vivaracha, con cara huesuda y de ojos vivaces, y con una altura tanto o mayor que el más espigado de los doctores que allí había. Viéndose venir que cualquiera de los allí presentes daría a la recién parida la desagradable nueva sin pararse a contemplar recato ni tacto, se apresuró para evitar que los demás se le adelantaran, y pronto estuvo junto a la cabecera de la cama y mostrando la mejor sonrisa que su descarnado rostro podía mostrar a la agotada mujer que en ella se encontraba. Marcela, exhausta y fatigada, prestó oídos a la esquelética mujer cuando esta empezó a hablar:

—¡Ya lo ha oído, Marcela! Una niña, acaba de darle una hermana a Beatriz. Es un momento de felicidad, no deje que nadie ni nada lo oscurezca. Hemos de estar agradecidos a Dios cada vez que nos agracia con una criatura —animó la flaca mujer.

—¡Quiero verla, tráemela, por favor!

—Debe descansar, no se preocupe por la niña, nosotros la cuidaremos… ahora necesita un baño y eso le daremos, usted debe descansar, es lo mejor.

De nada sirvieron los consejos de la flacucha partera, pues tan efusivamente pidió Marcela ver a su nueva hija que la bienintencionada mujer se asustó y no tuvo más remedio que obedecer. Solamente cuando la comadrona que tenía la niña en brazos obedeció y depositó a la segunda hija de Marcela sobre su pecho, acertó Marcela a entender la intención de la incomprendida partera que la había estado aconsejando, aunque, en aquel momento, turbio y confuso para una mujer que había dado por perdidas las ilusiones de volver a ser madre, la infortunada cara de su pequeña hija no era más que consecuencias de un parto complicado y duradero como el que acababa de tener. Hubo de pasar el primer año de vida de la segundogénita para que Marcela, a pesar de la ceguera con la que una madre mira a su hijo, asumiera que Melisa no había tenido la suerte de su hermana.

En lo sucesivo, la genética pareció seguir en su empeño de no guardar similitud entre Melisa y su madre, o entre Melisa y su hermana, y la llenó, en sus primeros años de vida, de pecas, le agrandó las orejas desmesuradamente, aunque la forma alargada de su cara era la que mayor proporción guardaba con las orejas, ya que sus pequeños ojos, su casi inapreciable nariz y sus labios gruesos le daban un aspecto incómodo para la vista de quien se quedaba mirándola. Su pelo rojo, que le daba un toque de gracia a su poco agraciado rostro, era lo único que mantenía cierta relación con su cara, pues pelo rojo y pecas hacen un perfecto binomio. La belleza parecía haberse vuelto enemiga de Melisa, la cual tuvo que soportar durante toda su vida cuchicheos despectivos, comentarios peyorativos y más insultos de los que la Santa Paciencia pudiera tolerar.

El segundogénito de los hermanos posee, con respecto al primogénito, la protección que el mayor ofrece al segundo, y Melisa se sintió infinitas veces protegida por su predecesora, no en vano cinco años de diferencia entre la edad de dos niños suelen crear un abismo inconmensurable entre parte y parte; el menor, cuando estos niños son hermanos, suele idolatrar a su hermano mayor, se deja llevar por sus consejos, le obedece sin rechistar confiado en que su hermano es su mejor protector, le espera el tiempo que haga falta esperarle… se siente inferior, pero no le importa. La menos agraciada de las hermanas, Melisa, tuvo que dar gracias a su hermana mayor por haber llegado a casa ilesa en más de una ocasión, pues era el centro de diversión para los desvergonzados y traviesos niños del colegio al que acudía, y fueron muchas las veces que se vio rodeada de malintencionados diablillos que pretendían, al menos, embarrarle la cara, ya que les resultaba divertido llamarla “pecosa”, “sinojos”, “orejaburro”, “labiogordo” y un sinfín de motes que, a diario, se inventaban unos y otros, y después, antes de salir todos disparados como flechas y dirigirse cada uno a un lugar distinto, en alguna que otra ocasión cogían un poco de barro del suelo y se lo lanzaban a la desvalida niña. Por tanta vejación recibida —actos que toda vez quedaron impunes pues, para los maestros y maestras, no eran más que “cosas de niños sin importancia que no revestían la menor gravedad”—, Melisa se llenó de odio. Fueron muchas las veces que llegó a sentirse maltratada, humillada y despreciada, lo que llegó en un principio, en la etapa comprendida entre los cinco y los diez años, a acomplejarla de tal forma que se negaba a acudir al colegio. Su sostén más firme, su hermana Beatriz, era la única que conseguía hacerla cambiar de opinión, no sin tener que verla llorar a moco tendido durante un largo rato. Su salvadora y protectora hermana tuvo que olvidar su feminidad en más de una ocasión y enfrentarse al más gallito de los niños que solían amedrentar a su hermana, saliendo este con un bien merecido paraguazos en la cabeza o notando en sus dientes la fuerza del puño de la niña que defendía a su hermana. En algo tenía su ventaja ser mayor que los demás. Sin embargo, aunque no tuvo objeción para seguir siendo la protectora de su hermana, Beatriz llegó a comprender que su hermana era diferente a las demás un soleado día del mes de abril de 1819, cuando la pequeña Melisa contaba con apenas seis años de vida y comenzaba su etapa escolar. Había acabado la hora matinal de clases, la que comprendía las horas desde las ocho de la mañana hasta las once de la misma y los niños, ávidos casi todos por abandonar sus clases y divertirse con sus juegos durante una hora, parecían potrillos desbocados. Tal era diariamente la algarabía en mencionado espacio de tiempo. Solía ocurrir que niños y niñas, además de no mezclarse en horas de clase por estar diferenciadas estas por sexo, no se mezclaban durante el recreo, por lo que ellos ponían en práctica sus juegos y, por otro lado, ellas hacían lo propio con los suyos.

Víctor era, por aquel entonces, un niño regordete, de voraz apetito y lambucero. Cada vez que podía guardaba en uno de los bolsillos de su pantalón un trozo de pan y se lo zampaba en la hora del recreo, y, por temor a hacerlo ante los demás por varios motivos, pellizcaba el mendrugo de pan dentro del bolsillo y, con disimulo, se lo llevaba a la boca. Aquel soleado día de abril el pobre Víctor fue víctima de su propia glotonería pues, a falta de agua o de cualquier otro líquido que sirviera para conducir por el esófago el pellizco de pan al estómago, el chico se atragantó. Primero se puso serio, aunque nadie estaba fijándose en él y, por tanto, todos en el recreo eran ajenos a lo que le estaba ocurriendo. Luego, cuando ya comprendió que no podía respirar, comenzó a hacer movimientos raros. Eso sí llamó la atención de algún que otro profesor y de los niños que más cerca estaban de Víctor, entre los que se encontraba Beatriz y su hermana. No tardó en encorvarse para enderezarse de nuevo y volver a encorvarse. Beatriz vio que el chico estaba en peligro y acertó a comprender que había que hacerle expulsar cualquier cosa que fuera que le estaba asfixiando. Y, sin pensárselo dos veces, abrió la mano y dio al chico un golpe seco y todo lo fuerte que pudo en la espalda. El mendrugo de pan tomó el sentido contrario al de entrada y salió por la boca de Víctor, que pudo volver a respirar. Cuando Beatriz, tras saber que su actuación había tenido éxito, miró a su hermana, esta estaba impávida, como si tal cosa hubiera pasado.

—Ha estado a punto de morir atragantado, ¿te has dado cuenta? —preguntó a su hermana.

Melisa, para asombro de su hermana, se encogió levemente de hombros en señal de indiferencia.

II

Pasados los años, cuando el cuerpo de Melisa comenzaba a sentir el cambio hormonal que da la transformación de niña a mujer, las humillaciones y los desprecios recibidos años atrás le endurecieron el corazón y, sin que ella fuera consciente en ningún momento, la misandria comenzó a tomar posesión en su persona. Amiga de sus amigas, que no eran pocas, se divertía con todas y cada una de ellas y pasaba horas muertas entre risas, pero no quería ni oír hablar de los chicos.

Por el peso de la naturaleza, cuando se va dejando atrás la inocencia de la niñez y se atraviesa la barrera de la adolescencia, el tema candente entre las chicas no es otro que el relacionado con los amoríos; la inocente mirada que en una niña hace ver a un niño varón como a un igual desaparece para nunca más volver y se torna deseosa, comienzan las risas cómplices y los secretos entre las amigas, se obedece al desbocado corazón que late a rienda suelta y, entre otras cosas, chicos y chicas se enamoran con facilidad.

Melisa parecía estar exenta de cambios hormonales, al menos en la atracción que debería sentir por los chicos de su edad, quedándose extrañadas sus amigas por su comportamiento huraño cada vez que el tema en cuestión trataba de chicos, pues no terciaba ni para bien ni para mal, prefiriendo quedar al margen de semejantes pláticas y que fueran sus amigas, que estas sí ponían entusiasmo en lo que referían las demás y énfasis en lo que contaban cuando tenían el turno de palabra, quienes pasaran horas cuchicheando y contando, entre nerviosas risas, lo guapo que era tal chico o lo insinuante que le había dicho algo algún otro.

Laura, Paula y Silvia eran las mejores amigas de Melisa, y todas, por aquel entonces, contaban entre catorce y quince años, por lo que corría el año 1826. Laura era de cara redondeada, con ojos grandes y azules, de amplia frente bien alejada de las cejas y de sonrisa fácil; Paula era la más pequeña de estatura, su cara era la de una muñeca de porcelana, aunque oculta gran parte tras unas enormes lentes progresivas que atenuaban su miopía, lo que le daba a la vez un aspecto serio e intelectual; y Silvia era de belleza rural, sin nada destacable, pero sin defectos en las medidas de sus facciones. Melisa se sabía el patito feo del grupo, pero la amistad que se profesaban excluía la diferencia de belleza que había entre ellas, y jamás se pronunciaba sobre ello. La naturalidad de Silvia era lo que más atractivo le parecía a Melisa de las cualidades que poseían las tres, pues su amiga no se andaba con florituras a la hora de arreglarse, ni se emperifollaba para las contadas ocasiones donde todas las chicas de su edad se mostraban como perras en celo haciendo uso de todo abalorio que les sirviera para hacer resaltar un ápice más su hermosura; a Silvia no se la esperaba disfrutando sintiéndose atractiva, como el resto de las chicas, ella se comportaba y vestía con naturalidad y con la máxima sencillez; allí donde debía estar estaba, pero sin destacar. A Melisa dejó de importarle ser una chica poco agraciada pues, con sus tres mejores amigas, además de con su hermana, había encontrado cierto equilibrio en su vida. Y, aunque el motor de su adolescencia no podía permanecer eternamente en estado de ralentí, la gratificante paz de la que gozaba sintiéndose una integrante del grupo le era suficiente para querer olvidar su pasado. Y aunque con sus amigas reía, disfrutaba, jugaba y se lo pasaba bien, había una invisible fuerza que comenzaba a gestarse en el alma de Melisa y que crecería exponencialmente, aunque no se percataría de ello hasta saberse atrapada por ella de la manera más sutil e involuntaria y que, además, era un camino que, una vez transitado, no ofrecía regreso. La admiración que sentía por Silvia fue horadando el corazón de Melisa sin que ninguna de las dos fuera consciente de que cada día una gota más de su confianza cayera en el vaso del deseo de la otra, llegando a tener ambas el suyo lleno, satisfechas por el cariño que mutuamente se brindaban, hasta que, llegado el momento, un involuntario roce de manos obligó a que sus miradas se detuviesen congelando cada una en sus retinas la imagen de la otra. Sus manos quedaron paradas, sintiendo cada cual la calidez de su acompañante. Se hizo un cómplice silencio y la mirada era la única fuente de comunicación. Melisa llevó su mano libre hasta la de su amiga y su amiga la imitó, quedando así ambas sujetas por las dos manos. Miraron a su alrededor. Tenían miedo de que alguien las viera. Estaban nerviosas. La atracción fue mutua y la culpable de que se acercaran hasta rozarse. Se miraron intensamente, jadeantes. “¿Qué está pasando?”, pensaron al unísono. Como si la telequinesia fuera un poder que controlaran, el freno que hasta el momento las mantenía estáticas se soltó y el libre albedrío no moderó su intención en ninguna de las dos y, efusiva y acaloradamente, se besaron.

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CAPÍTULO II

I

L

a distancia existente entre Sobania y Kaso podía cubrirse con un par de horas. Kaso era un pequeño pueblo, casi fantasma, abandonado por sus gentes que, no hacía mucho tiempo atrás, conseguían sacar de sus buenas tierras de labranza productos valorados en el comercio agrícola, no faltando entre ellos la patata, el tomate, la cebolla, el ajo, la lechuga, el pimiento y el boniato, en un largo etcétera. Pero, sobre todo, la mayor mano de obra era requerida en tiempos de recolecta, cuando los verdes olivos cargaban sus ramas con sus negros frutos; expertos vareadores como eran los Kasences, no tardaban en dejar a los olivos limpios de aceitunas, llevándose de paso alguna que otra hoja y trozo de rama al golpeo con las enormes varas usadas para tal fin.

Tadeo, un joven apuesto, de complexión hercúlea y pelo color miel, era hijo natural de Kaso, como lo eran sus dos hermanos, Marco, el mayor de los hermanos con casi tres años mayor que él, y Pablo, nacido catorce meses antes que Tadeo.

En Tadeo destacaba su pereza para los estudios, flaqueza que a su padre le importó más bien nada, por ello se habituó desde muy temprana edad a acompañar diariamente a su progenitor y a sus dos hermanos mayores al campo, donde faenaban casi sin descanso desde las primeras luces del alba hasta bien entrada la tarde. Cuando llegaban a casa, el por entonces pequeño Tadeo se apresuraba para sentarse a la mesa, donde se zampaba con un apetito atroz cualquier cosa que su madre le pusiera de cena; poco después, y con las mismas prisas, se daba un ligero aseo, si es que se le podía llamar así a enjuagarse la cara, las manos y el cuello, y se metía en la cama, cayendo, casi al instante, en el más profundo de los sueños. Su madre le dejaba hacer, sabedora como era del cansancio que traía el que había ampliado la cuadrilla de trabajadores de casa, y su padre era consentidor, conjuntamente con su esposa, de la poca delicadeza que empleaba el zagal sentado a la mesa, pues viéndolo engullir, bien podría pensarse que hiciera una semana que no probaba bocado, aunque no por ser el menor de los tres se libraba de algún que otro coscorrón acompañado con una reprimenda correctiva de alguno de los hermanos.

Eran años de esplendor y de paz que pasaron como si de un bálsamo de aceite se tratara. El trabajo era productivo y la tranquilidad económica de las familias se reflejaba en las caras de los habitantes de Kaso. Pero llegó la sequía, que duró años, y azotó sin miramientos la zona dejando sus antañas fértiles tierras resquebrajadas, secas y estériles, lo que dio lugar entre los habitantes de Kaso a un flujo migratorio que diezmó al pueblo, dejando en la mitad a su número de habitantes en el primer año de sequía, en solamente un centenar seis meses después y en dos familias que no alcanzaban a la decena de personas en su último tramo migratorio masivo. Estas dos familias eran conocidas con los motes de Los Cañetos, la una, y Los Montearriba, la otra. Los primeros, motejados de tal manera debido a la inclinación de nacer miembros zurdos en la familia —Tadeo lo era—, formaban cinco entre los tres hermanos y los padres de estos; los otros, que debían su mote a que vivían apartados del pueblo en una casa de madera que construyeron ellos mismos en el monte, componían una familia de cuatro miembros: Lázaro, el cabeza de familia; Lina, la esposa de este; Úrsula, la descendiente hembra de la familia, que por aquel entonces contaba con unos esplendorosos dieciocho años; y Zamudio, el hijo varón, un año menor que su hermana. Esta joven, Úrsula, vivió un pequeño idilio con Marco, el mayor de los hermanos de Tadeo, que era de su misma edad. Marco era un joven de estatura media, risueño y mujeriego, aunque su poca formalidad hizo ver a Úrsula que no pretendía con ella buenas intenciones y el romance no duró más de dos lunas.

Ambas familias mantenían una buena relación, pero debido a la distancia existente entre ambas casas, el contacto era más bien poco, llegando a veces a pasar semanas sin que ninguno de ellos se viese. Cuando Marco y Úrsula andaban con sus aventuras amorosas, tenía el pretendiente que encaminarse diariamente hasta la casa de los Montearriba si quería ver a la joven, ya que Lázaro no permitía que su hija bajase sola hasta el pueblo.

A Tadeo le había llegado la edad hormonal más bulliciosa y turbada y, aunque había hecho buenas migas con el pequeño de Los Montearriba, era tan poco lo que podían verse para entretenerse con cualquier juego que, a sus dieciséis años, se aburría en su deshabitado pueblo; y quería divertirse, olvidarse de su cotidiana e inapetente vida y entablar amistades nuevas, conocer gente, charlar, tener una llama viva que le pidiera mantener el calor… olvidar —abandonar— su monotonía labriega que le comenzaba a asquear, y conocer ajetreos nuevos que le dieran un adarme de ilusión y acabara con su mitigado modo de vida. Su padre, que no se le escapaba la intranquilidad de su hijo, buscaba la manera de dirimir su callada ansia, pero sabía que no podía dar rienda suelta a la inquietud del zagal, aunque acertó convenciendo a los dos hijos que precedían al benjamín de la familia para que permitieran que el pequeño de la casa les acompañara las sucesivas veces que se acercaran a Sobania. Tanto Marco como Pablo, vaticinaron a Tadeo que no le iba a resultar fácil adaptarse a la vida de una ciudad grande como Sobania, y no fueron pocas las excusas que dieron a su padre para evitar que la petición que este les hacía fuese acatada. Pero, no sin cierta notoria resignación, repartida a partes iguales, acabaron asimilando que, en lo sucesivo, había que hacer un hueco en la calesa para un tercer ocupante cada vez que tuvieran como punto de llegada la ciudad de Sobania.

II

La rectitud con la que se empleaba el profesor Silvano era su mejor baza para no caer en la tesitura de ser poco respetado por no darse a respetar, de hecho, jamás tuteaba a sus alumnos, ni cruzaba con ninguno de ellos fuera de las aulas algo más que un cortés saludo, ni mostraba jamás una sonrisa mientras explicaba la lección que tocara. El instituto exigía una enseñanza distinta a los colegios y las clases mixtas complicaban aún más la labor de los tutores, por lo que el profesor Silvano se mantenía en sus trece —trabajo le costaba al pobre; ya se sabe de la complicada y difícil etapa de la adolescencia — y no perdonaba ni metedura de pata ni interrupción, tanto era así que, si se veía obligado, no dudaba en expulsar inmediatamente a cualquiera de sus alumnos.

Impecablemente vestido y de igual modo aseado, su regio y frondoso bigote, que le ocultaba gran parte de su labio superior, hacía honor a su seria y adusta conducta. Aun así, la fama que le precedía no estaba precisamente relacionada con su particular forma de ser, pues el claustro de profesores admiraba su peculiar sistema de trabajo y la conducta que mostraba en sus horas lectivas, y los padres de los alumnos, en una mayoría absoluta, le tenían por el mejor profesor jamás conocido.

Sobania había notado, en lo que a educación se refiere, un cambio notorio en el último año, siendo este que los profesores estaban obligados, por orden gubernamental, a no ser tutores de un solo aula, por lo que en el orden de reparto que se decidía en cada colegio cada profesor tenía unas horas asignadas para impartir sus clases, y tenían que ir turnándose unos a otros conforme el cuadrante de las horas designadas para cada aula estableciera.

Melisa, Laura, Paula, Silvia y veintiséis chicas más, formaban la clase de séptimo A; el profesor Silvano impartiría sus dos primeras horas de clase en mencionada aula. En la mañana del sábado, cuando se iban a dar las últimas horas lectivas de la semana, el profesor Silvano entró sujetando con su cuerpo y su brazo izquierdo varios libros, se destocó caballerosamente su sombrero tras cerrar la puerta y pronunciar un “¡Buenos días!” con una voz estentórea y sin atisbo de tiritera —bien sabía él que mostrar una voz trémula era indicio de personalidad laxa, y trataba de evitarlo en lo posible— y se dirigió, tras descansar sobre una invadida mesa los libros que portaba, a la pizarra. En ella escribió, en letras mayúsculas, que luego subrayó, el título del tema que se disponía a explicar: El cuerpo humano. Tras una luenga explicación que a más de una alumna hizo bostezar, el profesor pidió una voluntaria respuesta cuando preguntó a toda la clase si sabía alguien qué órgano se podía dilatar hasta siete veces tu tamaño. Las alumnas rieron mirándose con complicidad unas a otras, algunas incluso se sonrojaron y ocultaron la cara con sus manos. El profesor, tras percatarse de que la pregunta se había interpretado en un sentido distinto al que él había pretendido, trató de enmendar su involuntaria metedura de pata, pero obtuvo un éxito fallido ya que la clase entera se había contagiado de la risa. Él mismo, sabiéndose indefenso de tal entuerto y dando como bueno que la risa llegase a su fin, se dirigió a la palestra y dibujó con una tiza un enorme ojo que ocupaba tres cuartas partes de la negra pizarra.

—Las pupilas, queridas mías —aclaró—, las pupilas.

El recuerdo de la primera pregunta que había querido hacer el profesor para interactuar con sus alumnas fue recordado durante todo el día, llegándose incluso a correr la voz en la hora del recreo y sirviendo de burla entre el profesorado que, a modo de chanza, no se reservó a la hora de gastar alguna que otra broma al infortunado profesor.

Laura, Paula, Silvia y Melisa aprovecharon su hora de descanso para, como de costumbre, jugar y charlar. Lejos aún estaban de sospechar Laura y Paula el derrotero que había trazado la amistad de las otras dos amigas. Laura, haciendo honor a su fácil sonrisa, se dirigió al resto del grupo y propuso pedir permiso a los padres para que se vieran todas en su casa; una vez allí trataría de convencer a sus progenitores, sobre todo a su padre, para que les permitiese dejarse ver por el centro de la ciudad el próximo sábado. Ambas aceptaron la idea de Laura y el plan se llevó a cabo. Sobre las cinco de la tarde, las cuatro amigas se encontraban, emocionadas y eufóricas, en casa de la que había propuesto el plan. Convencer a su padre no le resultó fácil a la que lideraba el grupo en aquel momento, pero, finalmente, pudo la constancia más que la paciencia y, llegado el día, las cuatro amigas se encaminaron a la ciudad agarradas del brazo de dos en dos; Laura con Paula y Silvia con Melisa. No fueron pocos los piropos que oyeron las chicas, que no paraban de sonreír en señal de respuesta.

III

Tadeo y sus dos hermanos, Marco y Pablo, dejaron atada su calesa, cubierta y con asientos para cuatro ocupantes, y se apearon de ella. Tenían poco tiempo, pero, si se apresuraban, podrían dar un par de vueltas por el centro de la ciudad y divertirse un poco.

Un escaparate mostraba a los viandantes unos maniquíes sin rostro que vestían unos elegantes trajes de hombre y sombreros de media copa. Tadeo se quedó rezagado mientras sus hermanos siguieron la marcha sin percibirse del ensimismamiento de Tadeo. El reflejo del espejo le mostró la borrosa figura de varias chicas que caminaban por la acera de enfrente. Se giró y pudo ver a dos elegantes chicas que caminaban sin parar de hablar y asidas del brazo una a la otra, luego puso su atención en las otras dos que iban a un par de pasos por detrás. También iban asidas del brazo y hablando. La que caminaba al borde de la acera ofrecía su cara a su acompañante, por lo que Tadeo solo podía ver de ella la parte trasera de su cabeza. Silvia, al pasar frente a una cafetería, pudo ver, a través del cristal de un enorme ventanal, que alguien desde la otra acera la miraba… y giró su cara. Tadeo y Silvia se vieron por primera vez. Silvia sonrió e, inmediatamente, apartó su mirada y siguió hablando con Melisa; Tadeo no apartó su mirada de la chica hasta que el grupo desapareció al doblar la esquina. Luego aligeró el paso —a punto estuvo de ser atropellado por un carruaje. “¡Mira por donde va!”, le gritó el conductor— y llegó hasta la esquina. Las chicas seguían con su charla y sin ser conscientes de que estaban siendo perseguidas. Siguió su paso hasta ponerse a un par de metros de las últimas del grupo. Melisa se percató, volvió la vista hacia atrás y alertó a Silvia de la presencia del chico. Silvia contestó que ya se había dado cuenta, pero que no temiera. Dicho esto, detuvo su paso, obligando así a que su amiga hiciera lo propio, y dio la cara al chico.

—¿Se te ha perdido algo? —cortó Silvia.

Tadeo se quedó congelado y pávido.

—Perdonen, señoritas, no era mi intención atemorizarlas…

—¿Y cuál era tu intención? —asestó Melisa.

—Yo… verán…, yo so… yo solo quería…, mi intención no era otra que… que invitarla a usted, señorita…

—¡¿Invitarme?! —contestó Silvia notoriamente sorprendida—. Silvia, me llamo Silvia. ¿Puedo saber tu nombre?

—Tadeo… y sí, a usted. Me agradaría invitarla a tomar una taza de café, si es tan amable… bueno, no tengo reparo en invitar también a su amiga, si acepta mi invitación.

—Mi amiga se llama Melisa —aclaró—. Un momento, por favor —pidió.

Silvia buscó el oído de Melisa y la instó a que aceptara la invitación de aquel desconocido, ya que era un chico atractivo, guapo y, al parecer, educado.

Melisa no se pronunció y su amiga aceptó su mutismo por un sí, por lo que dijo a Tadeo que aceptaban su invitación, pero con una condición: permitir que las otras dos amigas, que aún seguían caminando, quedaran incluidas en el grupo. Tadeo aceptó e hizo lo propio incluyendo a sus hermanos en el mismo lote, por lo que Melisa y Silvia, que desconocían ese dato, quedaron a su vez sorprendidas. Aceptada la condición de Tadeo, cada cual se dirigió a la busca de los suyos; Tadeo a la de sus hermanos y Melisa y Silvia a la de sus amigas.

—Una cosa más —exigió Silvia antes de separarse de Tadeo.

—Pues usted dirá, señorita Silvia.

—Deja de… ¿ustedearme? —dijo sin tener claro el significado de sus palabras.

Tadeo no pudo contener la risa, al igual que Melisa, y fue esta la que aclaró:

Ustedearme no existe, so lela, ja, ja.

—La he entendido —arguyó Tadeo entre risas—, no la ustedearé —y siguió sonriente mientras Silvia, percatada de su torpe elocución, asumía su torpeza.

IV

La cafetería Madame Annette, decorada con estilo barroco, poseía una envidiable fama de acogedora, elegante y cálida, por lo que su asidua clientela, sobre todo gente adinerada de la ciudad, la tomaba como punto de encuentro para las innumerables ocasiones terciadas y, a pesar de no ser lugar idóneo para el tacaño, rara vez dejaba de ser un lugar concurrido.

Los jóvenes ocuparon dos mesas pegadas a la pared de la izquierda según se entraba; las chicas ocuparon los asientos del mismo lado y los chicos quedaron frente a ellas. Era la primera vez que los tres hermanos alternaban conjuntamente, por lo que el nerviosismo era inevitable en todos ellos. Las chicas, aunque se mostraban simpáticas y receptivas prestando su máxima atención a cualquier tema de conversación proveniente de los caballeros que las acompañaban, mostraban menos su agitado estado. La excepción del grupo era Melisa que, lejos de mostrarse agasajada, parecía estar molesta a tenor por la poca simpatía mostrada en todo momento, llegando incluso a manifestarse con sequedad cuando su atención era requerida por alguno de los chicos. Bien es verdad que la belleza de Melisa —sería más adecuado decir la falta de ella— era lo menos atractivo para los chicos, pero ninguno de ellos se pronunció al respecto y todos llevaron, bien por pundonor o bien por estoicismo, al trato más aceptable y mundano la tertulia, donde Melisa fue tratada con el mismo respeto que las demás. Si para Marco y para Pablo era un placer excelso tener una compañía como la que tenían, para Tadeo era un regalo propio de Cupido, pues no tardó en darse cuenta de que Silvia no le dejaba indiferente, que había algo en ella que la hacía distinta al resto, y que le hacía sentir algo que nunca antes había sentido. Los hermanos y las chicas pasaron un par de horas entre chácharas, donde la locuacidad se repartía a partes iguales, a excepción de Melisa, lógicamente. Llegado el tiempo de la despedida, Tadeo pidió a Silvia, tratando de que su deseo no fuera perceptible a todo el mundo, volver a poder disfrutar de su presencia, cortejo que no despreció la chica y, sin ocultar su agrado, propuso a Tadeo lugar, día y hora, siendo tanto una cosa como cualquiera de las otras dos aceptadas agradecidamente.

A Melisa no le hacía falta hablar para que Silvia se percatara de la poca gracia que le había hecho su cita con Tadeo, y trató de convencerla de que no pretendía encontrar una relación seria con él y que era normal que un chico y una chica quedaran, se conocieran y, ¿por qué no?, se desearan. Hasta ese momento ni Melisa ni Silvia habían llevado más lejos sus atrevimientos desde el día en que se dejaron llevar por la atracción, pero ambas habían comenzado a dar por hecho que la tendencia al sexo contrario no era doctrina a la que debían seguir, asimismo Silvia, tal vez debido a su conducta mundana y natural, se dejaba derrubiar por las tradiciones y costumbres, por lo que arrostrarlas, empresa que jamás llegó a pensar que acometería, le suponía un sobreesfuerzo. Dentro de su corazón no podía albergar a nadie más que a su amiga, pero quería asegurarse de que era amor, verdadero amor, lo que sentía por Melisa, y el único modo de saberlo era poner a prueba sus deseos. No iba a quemar las naves por Tadeo, pero acertaría a saber cuáles eran sus verdaderos sentimientos y después, y solo después, juzgaría con criterio. Para Melisa, sin embargo, no era harina de otro costal los objetivos ni los propósitos de su amiga, y los celos, que ya empezaban a manifestarse en ella, no le permitían dejarla siendo cautiva de la paciencia y, viéndose afectada por ellos, vaticinó mal presagio para ella en la nueva relación en la que Silvia pretendía, por tanto, en nada dispuesta a que tal cosa ocurriera, lo menos que iba a hacer era quedarse de brazos cruzados mientras un joven galán le arrebataba la novia, aunque tal parentesco era desproporcionado e inadecuado en aquel momento.

Tadeo, lejos de conocer los verdaderos sentimientos de Melisa, no se imaginaba que pudiera estar metiéndose en camisa de once varas, y su condición heterosexual ni había atisbado siquiera que había un —en este caso una— rival en su contienda que se adjudicaba el derecho de haber llegado primero y que en modo alguno le iba a permitir que se inmiscuyera en su relación.

En la tranquilidad de su hogar, después de un agotador día de trabajo, Tadeo, ajeno a los recíprocos sentimientos que se manifestaban Melisa y Silvia, comenzaba a sentir en su corazón los primeros albores del amor, y ardía en deseos esperando acudir a la cita que tenía con Silvia. Por ello hizo saber a su hermano Marco las ganas que tenía de volver a Sobania, a lo que Marco anunció haber pasado un buen rato en compañía de las chicas, así como advertir que a su hermano le había entrado Silvia por los ojos y que, al ser más avispado que él, había notado cierto desdén en la chica menos agraciada del grupo, la pecosa Melisa. Perplejo por el comentario del mayor de los hermanos, Tadeo dijo no entender nada, por lo que Marco, tirando de su tacto y haciendo de hermano mayor, aclaró:

—No es muy frecuente, pero ocurre, y estoy seguro de que muchas más veces de las que nos imaginamos.

—¿Adónde quieres ir a parar? —interrumpió Tadeo.

Marco se tomó un respiro, sonrió a su iluso hermano y prosiguió:

—Hermanito, en Kaso apenas quedamos un puñado de personas, en un sitio como este el tiempo parece no correr y, por lo tanto, mientras la vida sigue con sus avances y con sus constantes cambios, nosotros nos vamos quedando estancados, ignorantes de la evolución que afecta, para bien o para mal, al resto de la sociedad; en Kaso el día de ayer y el de hace un año no tienen diferencia en lo que a nosotros nos respecta, ni lo tendrá mañana, ni dentro de un año; aquí no avanzamos…

—Sigo sin entender qué me quieres decir —volvió a interrumpir Tadeo.

—Melisa, creo recordar que se llama así, ¿no? —preguntó Marco.

—Se llama Silvia —creyó corregir el hermano pequeño.

—Sí, lo sé, pero me refería a la pecosa, la pelirroja, la de los labios gordos…

—¡No sigas! —corrigió Tadeo—. Sí, se llama Melisa, ¿y qué?

Marco acercó un tronco de madera que a veces hacía de silla y tomó asiento.

—Ojalá me equivoque, pequeñajo, pero no me gustó para nada cómo te miraba cada vez que te dirigías a Silvia que, por cierto, fue todo el tiempo.

—¿Y qué hay de malo que me mire una chica?

—Celos.

—¿Qué? ¡Estás loco!, ¿cómo va a tener celos una chica por otra chica?

—Bueno, he dicho que ojalá me equivoque y, créeme, nunca había dicho semejante cosa con tantas ganas.

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CAPÍTULO III

I

S

e había vuelto habitual que las visitas de los hijos de Los Cañetos a Sobania las hiciesen todos juntos; de otro modo no habría consentimiento paterno, por lo que era la única opción posible que les quedaba tanto a uno como a otro.

El domingo se presentaba soleado, por lo que era fácil adivinar qué prioridad rondaba por las cabezas de los tres hermanos; Sobania, paseo, diversión y, sobre todo, chicas, formaban un único subrayado en los deseos de todos ellos, y el tiempo corría en su contra, por lo que las prisas por ponerse en marcha rumbo a la ciudad donde pasarían sus próximas horas hacía descuidar el aseo personal y apartar el cuido en la poca elegancia que poseían. Las bromas se sucedían mientras uno hablaba con la cara embadurnada de blanca crema de afeitar y el torso desnudo, otro esperaba pacientemente sentado a que sus hermanos le dejasen un hueco en el cuarto de aseo y el tercero, el quinceañero Tadeo, tal vez el más nervioso de los tres en aquellos momentos de higiene colectiva, se entretenía, peine en ristre, intentando marcar un peinado más o menos decente, sin mucho éxito, por cierto. Era el día de su cita con Silvia. Tenía razones para justificar su estado nervioso. Mientras todo eso ocurría, Manuela, la madre de los chicos, sonreía para sus adentros viendo la jubilosa algarabía que había formada en su casa y, gustosamente, hacía de sirvienta a los exigentes galanes que, por las constantes preguntas sobre el paradero de todo aquello que iban necesitando, daban la impresión de no ser responsables de sus enseres.

La llegada a Sobania se les hizo eterna —tal era el ansia por llegar—, pero la calesa que portaba a los chicos no fue tirada nunca antes con tanto brío y prisa, haciendo incluso peligroso el viaje por la velocidad con la que los dóciles palafrenes tiraban de ella. Dejar el medio que les transportaba atado en sitio seguro era labor que recaía en el mayor de los hermanos, el que acostumbraba hacer de cochero. El paseo al centro de la ciudad lo hicieron apresuradamente, sobre todo Tadeo, que parecía tener alas en los pies. Allí, seguramente, se encontrarían con alguna que otra chica con la que poder entablar una conversación, o lo que fuera preciso. Pero no todos llevaban el mismo pensamiento, aunque sí era similar tanto el de uno como el de los otros dos; Tadeo solo pensaba en la chica que le había dado un giro a su vida, la que le había hecho que su corazón latiera más inquieto, la que le había enamorado. «Silvia, quiero verte, ¿dónde estás?», se preguntaba mudamente mientras caminaba con su agotador paso. Y, tal como había sido acordada la cita, Tadeo no tuvo que esperar por la chica que deseaba. En compañía de su inseparable amiga Melisa, Silvia no disimuló un ardite su sonrisa al ver llegar a Tadeo. La cara opuesta se reflejaba en Melisa, a la que se le antojaba una engorrosa situación estar en presencia de aquel, para ella, impertinente. Los hermanos, alegrados por el éxito del benjamín de la familia, saludaron a las chicas cortésmente y dejaron, sin aminorar su paso, a Tadeo como único acompañante varón del grupo.

Pasaron la tarde juntos, entre chácharas y chanzas, donde no hubo lugar para la innecesaria befa y, salvo por la seriedad de Melisa, toda una incomodidad para Tadeo, la tertulia fue amena. No se caían del pensamiento del chico los consejos dados por su hermano y, pensativamente, optó por opinar dándole la razón. Para nada acostumbrado a que una chica pudiera inclinar sus deseos sexuales a su propio sexo, se consolaba pensando que la desagradecida cara de Melisa bien podía haberla inhibido de ilusionarse pensando en que algún día se llegara a enamorar de un chico, sería propio y lógico llegar a tal pensamiento si comparaba la belleza de Melisa con la de sus amigas, pero Tadeo no podía dar crédito a esa lógica cuando observaba la bella cara de Silvia. El esquema se quebraba, pues tales conjeturas podían tener cierta sensatez en Melisa por su exenta belleza, pero no en Silvia.

—¿Por qué vienes con tus hermanos a la ciudad? ¿Te da miedo venir solo? —preguntó Melisa tratando de sonrojar al chico. La pregunta iba lanzada con cierta sorna, algo que el chico no captó.

—No tenemos más opciones. Solo disponemos de una calesa y de dos caballos.

—Entonces, ¿siempre vas a venir con ellos?

—Sí, claro.

La contundente respuesta no alegró a Silvia, pero fue taimada y ocultó su descontento tras su sonrisa, acto que favoreció a la exasperada Melisa, pues, al no acertar con la intención de la pregunta de su amiga, restó importancia a la misma.

—¿Podemos escaparnos un rato los tres? A estas horas se está muy bien en la alameda —invitó, la que había preguntado antes, con el convencimiento de que el chico no osaría rechazar su oferta.

La suavidad del sempiterno e indeclinable viento levantino que, cual leve caricia, soplaba en la zona sur de Sobania, hacía que los altos y alzados álamos mecieran elegantemente sus flexibles ramas e hicieran bailar las caedizas hojas, armonizando el paseo con un monocorde y leve sonido. Situados en dos filas paralelas, se erguían como altivos centinelas en todo el recorrido del parque. Era el lugar ideal para caminar mientras se charlaba; el entorno seducía e inducía a aminorar el paso mientras se mantenía una conversación, asida del brazo de un hombre las casadas y las casamenteras, y paseando con ritmo parsimonioso mientras una dama o señorita iba agarrada de su brazo los hombres. Eran frecuentes los saludos de unos y otros al cruzarse. Melisa, Silvia y Tadeo caminaban separados, observando a las parejas que caminaban sin que pudiera correr el aire por el lado en el que se rozaban. Cuando aún no se había consumido ni media hora desde que los tres hubiesen llegado a la alameda, Melisa, la única descontenta por la idea de su amiga, expuso la primera queja:

—¡Esto de caminar es una mierda!

Su amiga la llamó al orden, advirtiéndole de que no era propio de una señorita mentar palabras como la que acababa de decir, pero Melisa, desoyendo el consejo y toque de atención de Silvia, reiteró lo dicho y, con más ahínco que la primera vez, continuó:

—¡Esto es una mierda, una mierda, una mierda!

El rostro de Silvia dejó de ser afable para tornar a ceñudo, la sonrisa desapareció y en sus labios se dibujó un aire circunspecto, muestra inequívoca del rechazo al vocabulario de su amiga.

—¡Pues vete si no te gusta caminar, no nos haces falta! —acentuó Silvia. Tadeo quedó mudo y a la espera de los acontecimientos.

Melisa sabía que acababa de meter la pata y que su amiga le había hablado muy en serio, por lo que optó por frenar su caminata, cruzarse de brazos, girarse sobre sí misma y caminar en sentido contrario. Tras haberse alejado unos quince o veinte pasos, la joven pareja que se había quedado sola reanudó su paseo; ella con la cara compungida, él lleno de asombro. Fueron los primeros minutos que estuvieron solos, y no fue precisamente un buen comienzo pues, por mor del desagradable incidente, permanecieron callados varios minutos, momentos aquellos que se vislumbraron como una eternidad para ambos. Cuando Tadeo quiso romper el hielo que se estaba formando entre ellos, Silvia hizo caso omiso a sus palabras y, al poco, le pidió que la acompañara hasta su casa; como excusa puso que ya no estaba de humor. La petición no encontró óbice en Tadeo, pues consideró que era la opción más acertada tras lo acaecido con Melisa.

A Melisa se le había agriado el día, como había ocurrido con su amiga y con Tadeo, pero ella se había sentido rechazada, despreciada, y eso la había puesto de muy mal humor. Había un intruso en su vida, en la relación que mantenía con Silvia, y esa experiencia, que desconocía hasta el momento, le provocaba ira, odio… y un ingente enojo. Pensó, en primer lugar, dirigirse a su casa y expulsar allí sus demonios, y, en uno de sus aligerados pasos, velocidad producto de su cólera, estuvo a punto de lesionarse un tobillo tras haber pisado una piedra roma que no vio. Tras trastabillar, con la suerte de no darse de bruces contra el suelo, miró airadamente la piedra que le había jugado la mala pasada. Solo una malévola idea le rondó por la mente.

II

Tadeo, de regreso tras acompañar a Silvia hasta su casa, había llegado al lugar donde habían dejado la calesa él y sus hermanos. Los caballos parecían serenos, las riendas seguían firmes al atadero. Esperar a que los demás llegaran fue la idea más inteligente que tuvo y, ni corto ni perezoso, subió y se recostó sobre los asientos. La cabeza le quedaba fuera de la sombra que proyectaba el toldo, pero no le importó, al menos de momento. “Tal vez me quede dormido antes de que vuelvan mis hermanos”, pensó. Con los ojos cerrados y sin prestar mucha atención a los demás sentidos, el fuerte golpe que sintió en la cabeza le noqueó.

Cuando volvió a abrir los ojos todo a su alrededor le pareció extraño. Estaba acostado en una aceptable cama, pero no sabía dónde. Se llevó una mano a la cabeza y tocó unas vendas. El dolor, que le había despertado, le hizo saber que había recibido un impacto en la mollera, pero todo lo demás se le tornada una incomprensible confusión.

Una joven enfermera, aunque al menos diez años mayor que él, se acercó a la cama y le saludó mostrando una agradable sonrisa.

—¡Hola, joven! ¿Cómo te llamas? —preguntó.

— Tadeo —respondió con seriedad.

—¿Sabes cómo te has golpeado la cabeza?

—No… no recuerdo nada… solo… solo recuerdo que estaba recostado en mi calesa.

La enfermera, tras comprobar la temperatura corporal de Tadeo, explicó, de resumida manera, que se encontraba en el Hospital Manos de Ángeles, que había sido llevado hasta allí por un señor que se lo encontró recostado en la calesa y con la cabeza abierta sin parar de sangrar. Le advirtió a Tadeo, con tanta sutileza como se pudo expresar, que la herida le había hecho perder mucha sangre y que su cerebro podría haber sufrido daños importantes. No sospechó en ningún momento la enfermera que los daños sufridos tras el impacto de la piedra serían irreversibles… y letales.

—Un par de chicos que dicen ser tus hermanos están esperando. Les haré pasar, pero no tardaré en volver para pedirles que se marchen; hemos tenido que suturar la herida y necesitas descansar, ¿de acuerdo? —informó la amable enfermera con el propósito de conseguir la distracción del herido.

Tras el asentimiento de Tadeo, la sanitaria preguntó al paciente por sus padres. La explicación del chico, que dijo la verdad sobre la localización de sus progenitores, convenció a la que había preguntado.

Pocos minutos después, la habitación que daba cobijo al lesionado Tadeo reunía a todos los hermanos. La cara de asombro que presentaban era fiel reflejo del estado de los chicos, pues ninguno acertaba a saber por qué y con qué se había golpeado la mollera el pequeño de la familia.

—¿Qué tal, pequeñajo? —preguntó el mayor de los hermanos—. ¿Sabes qué te ha pasado?

Tadeo negó moviendo levemente la cabeza; lejos estaba de hacer aspavientos con ella con tanta venda enrollada.

—Hemos preguntado al entrar —informó el segundo de los hermanos por orden cronológico—, pero solo nos han dicho que habías recibido un golpe en la cabeza. ¿Sabes qué te ha pasado?

Tadeo negó saber algo acerca de lo ocurrido y explicó que algo le había golpeado mientras intentaba dar una cabezada en la calesa. El mayor de los hermanos volvió a pronunciarse y avisó de que tal vez tendrían que regresar dejando a Tadeo en el hospital. La promesa de regresar con sus padres no se hizo esperar cuando, antes de lo que Tadeo había previsto, la guapa enfermera entró en la habitación y pidió a los chicos que permitieran descansar al aturdido paciente.

—Denos solo un par de minutos, señorita —pidió Marco—, le prometo que nos marcharemos enseguida.

La enfermera, no sin avisar de que no pasaría del tiempo pedido, fue generosa, y accedió, pero, para sorpresa de todos, Tadeo, a consecuencia de los sedantes y analgésicos administrados había caído en un repentino y aletargado sueño, defensa corporal ante la conmoción y el dolor.

Sin saber cómo había llegado, se vio de pronto en algún lugar… desconocido para él. «¿Dónde me encuentro?», se preguntó mentalmente. A lo lejos avistó una humareda, tal vez procedente de una fogata. No supo cómo, pero, en un instante, se encontraba junto a ella. Un anciano azteca, que permanecía inmóvil sentado sobre una roma piedra, parecía ser el responsable de la lumbre. Lucía una larga melena blanca que bailaba al son del viento. La piel de su cara parecía estar seca y resquebrajada. Su adusto semblante incitaba a la precaución más que al diálogo. Una vieja y raída manta cubría sus hombros y colgaba hasta el suelo, dejando su pintado torso al descubierto. Fumaba una enorme pipa que mantenía en la boca. Tadeo quiso saber quién era aquel hombre y qué hacía él allí, pues lejos estaba de acertar sus cábalas, y menos sin ayuda. Ni el fuego ni el anciano indio ni el lugar donde se encontraba le sugerían nada. Absolutamente nada.

—¿Dónde estoy? —preguntó con temor.

El anciano tardó en responder, pero dejó de dirigir su cara a las llamas, que parecía tenerlo hipnotizado, para dirigirla al que preguntaba. Tadeo dio unos inesperados pasos hacia atrás, provocados estos por el susto. En el lugar donde debería haber un par de ojos, solo unas cavidades oscuras se mostraban.

—¿Sabes por qué estás aquí, joven inocente?

Tadeo, por toda respuesta, movió velozmente la cabeza de lado a lado. El anciano volvió a dirigir su “mirada” a las llamas. Y ordenó:

—Ven, siéntate a mi lado, calentarte te vendrá bien.

—¡No, no lo haré si no me dices dónde me encuentro! —desacató el chico.

—Te sentarás, Tadeo, claro que lo harás. Has llegado hasta aquí… este es tu sitio ahora, el lugar que se te ha asignado… nada puedes hacer para evitarlo, no hay camino de vuelta en este lugar… de aquí no puedes marcharte.

El miedo se apoderaba de Tadeo. Lejos de comprender qué le estaba pasando, su confusión crecía a cada segundo que pasaba. No acertaría jamás a saber cómo había llegado a aquel extraño lugar, quién era aquel viejo indio que, al parecer, con tanta seguridad hablaba, y no entendía las palabras que salían por la boca de aquel desconocido sin ojos.

—¡Dime! —exigió alzando la voz—, ¿dónde me encuentro?, ¿quién eres?, ¿y qué lugar es este?

El anciano se incorporó… y se hizo gigante, para el asombro de Tadeo, que cada vez estaba más asustado y sentía más miedo. Las palabras que pronunció el indio fueron inentendibles para Tadeo. La llama creció y creció, tanto que, sin saber cómo, el chico se vio envuelto en ellas, pero no sentía su calor. Miró hacia todos lados y notó que alguien le agarraba por una de las muñecas. Era el anciano que, nuevamente sentado en la roma piedra, miraba fijamente a las llamas. Tadeo se vio sentado junto a su lado, sin saber cómo.

—Mira el fuego, Tadeo.

Tadeo obedeció y, entre las llamas, como una proyección cinematográfica, pudo ver a una mujer pariendo. Era su madre en el momento en que Tadeo abandonaba su vientre. La imagen se borró y apareció una nueva. Esa vez se vio a sí mismo rodeado de sus hermanos. No muy lejos, sus padres observaban felices. A Tadeo le hizo sentirse bien aquellas imágenes, aunque no llegó a mostrar una sonrisa.

—Esa es la vida que recordarás en adelante, Tadeo. Y serás feliz aquí, conmigo, junto al fuego. Las imágenes vendrán una y otra vez, a tu antojo, hasta el momento en que te quedaste dormido en la calesa.

El chico miró al anciano y acertó a entender. El viejo le tendió la mano y Tadeo, con lentitud parsimoniosa, le ofreció la suya. En ese momento, la conexión que le mantenía unido al mundo material se esfumó… sin que le importara.

—¡Enfermera, enfermera! —alertó Marco tras comprobar que su hermano sufría continuados espasmos. La enfermera, rauda como un mal viento, no tardó en estar en la habitación. Su presencia solo sirvió para confirmar la muerte del joven que yacía en la cama.

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CAPÍTULO IV

I

E

l vetusto cementerio de Kaso acogía, en una excavada tumba, el ataúd donde prolongaría el descanso eterno el cuerpo sin vida de Tadeo. El cura que, venido desde Sobania, oficiaba las misas los domingos en la pequeña ermita, los hermanos y los padres del joven difunto, los Montearriba y el sepulturero componían toda la congregación del entierro. Una breve oración, otorgada a San Agustín, aligeró el triste proceso antes de que el ataúd ocupara el fondo de la fosa y la arena acabara cubriéndolo. Marco, Pablo, y los padres de estos, unidos por el dolor en un acto sin precedentes en la familia, dieron la última despedida al benjamín de la casa y abandonaron el cementerio. Solo los miembros de Los Montearriba acompañaron a la familia del fallecido en tan doloroso día.

II

Confiada en que nadie la había visto estampar la piedra en la cabeza del confiado Tomás, Melisa no mostraba viso alguno de nerviosismo y su comportamiento no sufría alteraciones, aunque se asombraba a sí misma de su templanza. Y tal templanza le dio, además, la enorme ventaja de estar, a todos los ojos, libre de toda sospecha. ¡Quién iba a pensar que una niña fuera capaz de ser una asesina! Solamente la despabilada Silvia daba por hecho, aunque calladamente, que la muerte de Tadeo era obra de Melisa. Para cerciorar tal conjetura, en uno de los encuentros que tuvo con su asediadora amiga, haciendo uso de una vivaz y estratégica elocuencia, pidió a Melisa que le dijera si había sido ella la causante de la muerte de Tadeo. Por supuesto, Melisa, adoptando el falso papel de la inocente, negó que tal acto lo hubiera cometido ella, además, repudió a su amiga por la acusación que le hacía. Los ojos de Melisa inundados de lágrimas no fueron motivo suficiente para que Silvia cambiara de opinión al respecto.

Celos, miedos y celos fue todo lo que sacó en conclusión Silvia tras el desahogo lloroso de Melisa que, tras no ver signo de compasión en su amiga, optó por recordarle lo enamorada que estaba de ella. Los celos y los miedos de los que sospechaba Silvia no tardaron en mostrarse y, peor aún, se agravaron y tornaron en ira y en furia cuando, inesperadamente para Melisa, Silvia le asestó seca, franca y sin ambages, que no sentía por ella nada más allá de la amistad, y que esta comenzaba a deteriorarse ante la sospecha —convencimiento más bien— de que la causante de la muerte de su amigo Tadeo era ella.

Silvia se giró sobre sí misma a la vez que con sus manos alejaba un tanto su falda del suelo. Melisa, tras un falso llanto que ocultaba su verdadera personalidad, se quedó estática con la cara oculta tras las manos.

Tras las alegres coletas y la pecosa cara, la apariencia de Melisa difería de su propia personalidad. Realmente ni ella misma era consciente del grado de maldad que podía alcanzar llegado el momento, y la fría decisión de Silvia fue un trampolín de impulsos para que los demonios ocultos en el ser hostil de Melisa comenzaran a pronunciarse.

MESES DESPUÉS

Sobania, aún con los recuerdos vivos de la trágica muerte del joven Tadeo, parecía estar resarcida y sanada de los daños colaterales, a tenor por la viveza de sus calles y el cotidiano ajetreo de sus gentes. Fueron unos meses en los que se mantuvo muy presente a la desafortunada víctima; unas flores depositadas en el lugar donde Tadeo había sido golpeado hacía recordar a los viandantes a su paso la violenta tragedia.

Las amigas de Melisa, tras una larga temporada de mantener entre ellas una relación con más tendencia a la frialdad que al apego —sobre todo por los consejos de sus padres ante el temor de que la historia se repitiera teniendo a alguna de ellas como protagonista—, volvieron a entablar, lentamente y con el discurrir inexorable del tiempo, las relaciones usuales entre ellas. La lozanía de las cuatro amigas y sus obligaciones estudiantiles se encargaron de limar las rigideces impuestas por sus progenitores. Verlas juntas bastó para que sus padres bajaran el listón de la precaución y subieran el de la confianza, a fin de cuentas, sería inútil intentar evitar los designios del destino y, además, y tal vez la razón que más peso tenía para dejar que las chicas disfrutaran del libre albedrío para poder hacer una vida normal, frenar sus decisiones en la ebullición en la que se encontraban todas ellas era como tratar de sujetar a un caballo desbocado, labor que resultaría, además de imposible, infructuosa.

III

La cara de aspecto aniñada de Paula vislumbraba candidez, originalidad imposible de ocultar. Ella era otra más del grupo de amigas y, por ende, la muerte de Tadeo había significado un antes y un después también en su vida. Que el albor de su etapa más profusa se viera truncado con tan violento acto no podía dar como resultado la indiferencia, a pesar de que tales infortunios no los viviera en primera persona, como su amiga Silvia, pues esta, al ser la que más amistad había fraguado con Tadeo, tuvo que soportar ser el foco de atención de empleados de prensa y de investigadores de policía; los primeros por la avidez propia del oficio, los segundos por el esclarecimiento de los hechos. Bien es verdad que la protección paterna jugó su papel defensor en su momento y la chiquilla no llegó a traumatizarse, aunque tampoco se libró de pasar tardes enteras compungida y llorosa.

Paula no tuvo que pasar por la misma situación que había pasado Silvia y, en poco tiempo, no se podía acertar por su apariencia contraste alguno en su vida. Y sonriente, como siempre, caminaba portando en su mano derecha una pequeña cesta de mimbre, suficiente para colocar una docena de huevos sin que se corriera el riesgo de llevarlos apretujados o de que fueran demasiado separados y pudieran romperse al chocar unos contra otros. Se dirigía, obedeciendo al recado demandado por su madre, a la tienda de Ovidio, un veterano minorista de aspecto enclenque y encorvado, pero agradable con sus clientes en todo momento. Paula posó su canasto sobre el mostrador y respondió al saludo del abacero, que supo, al ver el canasto sobre el mostrador, el producto en cuestión que demandaría la joven.

—¿Una docena, hija?

—Sí, y un cuarto de queso.

Paula fue atendida sin prisas por parte de Ovidio; la lentitud del tendero no le importó por la confianza que le inspiraba el delgado hombre. La puerta de la pequeña tienda, de pesadas hojas, requería de un notorio esfuerzo para poder abrirla, acción que veía mermada Paula por el temor de romper su delicada mercancía, por lo que dejó sobre el suelo el canastillo y se dispuso a abrir la puerta tirando hacia sí misma con ambas manos; luego solo precisaba poner el pie para evitar el cierre y poder pasar con las manos libres. Pero no tuvo tiempo de ejecutar su intencionada maniobra, pues, cuando más cerca del suelo tenía su cabeza mientras intentaba desprenderse del canasto, la puerta se abrió violentamente y Paula fue a dar con su trasero en el rígido y áspero suelo. Como consecuencia de la violenta acción, las gafas de la pobre desafortunada volaron hasta encontrar el mismo aterrizaje que su trasero. Los huevos corrieron aún peor suerte. El tendero perdió su serenidad al ver quién había sido el causante de tal alboroto.

—¡Ismael, maldita sea! ¿Cuántas veces te he dicho que no entres en la tienda corriendo?

El chico, que se arrepintió in fraganti, pidió perdón a Ovidio y a la joven que vio en el suelo, a la que socorrió sin pestañear siquiera, y supo que el marchante no le regañaba por gusto, pues no era la primera vez que entraba en la tienda como si el tiempo se le fuera a acabar.

Ismael no era mal chico, más bien era todo lo contrario, pero su nerviosismo le hacía pasar por situaciones desagradables. La que acababa de cometer era una de ellas.

Aconsejado por Ovidio que, para tranquilizar a Paula, tuvo a bien sustituir por otros los huevos que habían quedado esparcidos por el suelo, Ismael acompañó a Paula hasta su casa.

—Ahora sé un caballero y discúlpate con esta señorita, y luego la acompañas hasta su casa —había pedido el tendero al chico como pago por su metedura de pata—; ya hablaremos del pago de los huevos.

Entre Ismael y Paula la amistad y relación diluyó como la mezcla de agua y azúcar, germinó sin que ninguna de las partes hiciera un sobreesfuerzo por que ocurriera, con una paciente naturalidad exenta de prisas y de atosigamientos, libre y espontánea… Bien podría decirse que el deleitable color conseguido tras varios meses desde su inesperado encuentro, fue una maceración homogénea obtenida por el encanto de la candidez de ambos y el exento interés por alterar o acelerar el curso de sus vidas, a pesar del nerviosismo propio del chico.

Ismael, tras un tiempo de encuentros, ocasionales en un principio e intencionados después, dejó atrás los pudores y la cobardía y, apuesto y decidido, declaró su amor a Paula a la vez que dejaba ver el ramo de flores que ocultaba en la espalda. Paula, dulce como siempre, no pudo evitar el sonrojo y no ofreció resistencia ante el atrevido beso que, dejado llevar por el impulso, le dio su galán.

La noticia no se hizo esperar y, a tenor por lo rápido que se esparció, parecía estar sujeta a pólvora quemada, tanto que llegó a los oídos de los padres de ambos chicos mucho antes de que ninguno de ellos pudiera preparar a sus progenitores para darles la nueva buena. Mas no hubo alteraciones inaceptables por parte y parte, pues tanto una familia como otra demostraban ser de halagüeños sentimientos y, aunque los chicos eran aún muy jóvenes, dejar fluir la relación y esperar acontecimientos era el propósito más atractivo.

A Paula se la veía ilusionada, aunque su ilusión aumentó de nivel de la manera más sutil, casi sin que ni ella misma percibiera tal sentimiento, y llegó a tal que el sentirse rechazada por su amado sería catastrófico. Lejos de que tal desagradable ocasión tomara vida, el amor de Ismael por Paula tomó peso y se consolidó, causando sana envidia entre los vecinos que conocían a la joven pareja.

Para las amigas de Paula, la llegada de Ismael fue un agradable resurgir del pasado donde el desaparecido Tadeo dejó de estar presente en las conversaciones, que pronto tomaron un aire más jovial y alegre. Que un chico como Ismael reforzara el grupo era altamente aceptado por todas ellas y causa que satisfacía a los progenitores.

IV

Los sentimientos de Melisa por Silvia no habían decaído un ardite, más bien habían tomado un peligroso ascenso. Pasar horas entre chácharas hacía amenas las tertulias de las chicas, pero el objetivo de Melisa se decantaba por la intimidad, por verse a solas con Silvia y susurrarle al oído que la amaba. El nuevo componente del grupo le resultaba indiferente y se le antojaba un intruso, además, era un varón. Pero, con su llegada, el destino jugaba en contra de Melisa, pues el chico se había ganado la confianza de las chicas —la de Silvia también, por supuesto—, y tal logro mermaba el protagonismo y la atención que Melisa deseaba brindarle a su amor, por lo que el odio hacia el nuevo Romeo no se hizo de rogar en Melisa y, como agua expuesto a altas temperaturas, el hervor no tardaría en llegar.

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CAPÍTULO V

I

S

obre la suerte que corriera Beatriz en cuanto a los designios amorosos se refiere, no envidiaba un ápice a la de su amiga Paula.

Francisco, un chico de Sobania, más bien enjuto y de escasa estatura, aunque de noble condición y halagüeños sentimientos, no contaba con un currículum
amoroso en su haber, pues, tal vez por su enclenque porte, o quizás por su embrionaria madurez, la primera ocasión de manifestar su atracción a una u otra chica aún no había tenido lugar. La llegada de Beatriz a su vida supuso en Francisco un antes y un después, pues el temor a que su pretendida le diera calabazas lastraba sus intenciones de declaración, y tuvo que esperar hasta llegar al convencimiento de que lo que saliera por la boca de Beatriz no le hiriera, pues daba por hecho que un vilipendio podría acarrearle consecuencias mentales graves. Por ello, y haciendo honor a su incuestionable candor, prefirió transferir a sus padres lo que para él suponía, además de una incertidumbre, un verdadero problema: la forma de actuar y el proceso a llevar a cabo para que la chica que le atraía, Beatriz, accediera a su petición de hacerse su novia. No era fácil tal menester, pues, como suele suceder, en cuestiones de amoríos es mejor no inmiscuirse en vidas ajenas, pero lo que un padre y, más aun, una madre puede llegar a hacer por un hijo es actitud que no conoce límites, y tanto se entrega la vida como se le arrebata la suya a cualquiera, aunque en este caso no era preciso ni una cosa ni otra.

Fue el padre de Francisco, conocido y tratado como don Fabián, quien más, aunque no mejor, aconsejó a su hijo para que se decidiera a dar el paso que tanto trabajo le estaba costando dar. Recordando una y otra vez su pasado, comentó al joven enamorado sus vivencias de cuando él no era más que un mozo de edad similar a la que su hijo tenía en aquel momento, cuando decidirse a dirigirle las primeras palabras a la que ahora era su esposa le supuso tener que superar una gran barrera: la del pudor. Que su hijo anduviera entre las enredaderas del amor por primera vez satisfacía gratamente al prudente hombre y hasta, ocasionalmente y en la intimidad de algún momento de ensimismamiento, la idea le ilusionaba, por ello puso más empeño de lo que jamás se había imaginado en llenar la cabeza del joven de advertencias y consejos, tanto para lo bueno como para lo malo. Algo más reservada se mostraba su madre, que calló más de lo habitual en ella las veces que su marido mantuvo una apacible charla con su hijo. Amparo, la esposa de Fabián y madre de Francisco, demostrando una de sus muchas virtudes, decidió calificar como “cosas de hombres” los coloquios mantenidos entre padre e hijo, pues su esposo era, asiduamente, un hombre parco en palabras, por lo que las pláticas desarrolladas entre él y su hijo no dejaban de asombrarla, pero le agradaba ver a su obeso y serio esposo, con los pulgares por dentro de los tirantes del pantalón unas veces y mesándose con parsimonia el mostacho otras, dando explicaciones e ilustrando a su hijo.

II

La extraordinaria belleza de Beatriz hizo presagiar a los que la conocían que la rondaría un guapo galán, y si no guapo al menos adinerado, y que con el tiempo la desposaría. Verla en compañía del enclenque Francisco causó alguna que otra sorpresa, asimismo, tal pasmo desaparecía en cuanto se conocía o se intuía la ternura de la pareja.

A Melisa todo lo relacionado con el enamoramiento de su hermana le sugería traba, bobería y cursilada, algo no apto para ella, que consideraba que un hombre era sinónimo de nadería, futilidad, insignificancia, oropel y tantos adjetivos displicentes o despectivos como pudiéramos enumerar. Aunque vueltas las aguas a sus cauces en su relación con Silvia, mantenerse libre de sospecha de la muerte de Tadeo era un arduo trabajo psicológico que no le permitía bajar la guardia en ningún momento. Estaba obligada a guardar las apariencias, a fingir los momentos de excitación que le regalaba el destino cuando había tenido una tarde placentera con su “amiga”, como solía llamarla. Y que un hombre, aunque aún fuera un lozano muchacho, interfiriera esporádicamente en la convivencia de la familia, no era plato de buen gusto para Melisa, además, el joven galán no era santo al que debiera devoción, desprecio que intentaba disimular, pero exento de éxito. Tanto para Arturo como para Marcela, el descrédito e infravaloración hacia Francisco que intentaba disimular la menor de las hermanas, reunía la suficiente evidencia como para no pasarles desapercibido. Tanto era así que fue reprendida en más de una ocasión —en la intimidad de su habitación y cuando el novio de Beatriz no se encontraba entre ellos, que la prudencia era virtud innegable tanto en uno como en otro cónyuge—, aunque a Melisa parecía no hacerle efecto que la sermonearan, ya que no cambiaron un ápice sus acerbos sentimientos hacia Francisco. El chico era sabedor de que su joven cuñada no le profesaba cariño alguno, pero su candidez y su quijotismo le impedían manifestar su protesta y, para no herir los sentimientos de su novia, educado, caballero y prudente callaba.

III

Un gran trastero permitía a Arturo dedicar sus ratos libres a su ocio preferido: el bricolaje. Enemigo de la inacción, era frecuente que sus hijas y su esposa le vieran entretenido cosiendo o pegando alguna suela de un zapato, haciendo lo propio con un tacón de otro, reparando una destartalada silla que había quedado en tenguerengue o, como hacía muchas veces cuando no había nada que reparar, ordenando las herramientas que usaba para tales fines. Colgadas de una de las paredes del trastero, podían apreciarse un punzón, varios destornilladores, un serrucho, llaves de todos los tipos, limas, espátulas, martillos de diferentes tamaños y etcétera, además de una vorágine de trozos de cuerda, de cuero, de plásticos y un sinfín de materiales que, como él decía, “siempre pueden ser de utilidad”.

Arturo acostumbraba tomar su café de las cinco en lo que para él era su ordenado trastero; sus hijas y su esposa tenían un concepto del trastero totalmente opuesto. Marcela era melindrosa y puntual en tal quehacer, y rara era la vez que a las cinco en punto de la tarde no había dispuesta una bandeja con una jarra de leche y otra con café, además de unas pastas para acompañar y un azucarero para atenuar el amargo sabor de la bebida. Era costumbre en ella avisar de su llegada unos metros antes de llegar a la puerta de la entrada del trastero; si no recibía contestación de su esposo daba por hecho que no le había oído, por lo que entraba con precaución con el fin de evitar asustarle —nunca se sabe— y, una vez dentro, volvía a avisar, esta vez con voz más estridente, hasta tener la certeza de haber sido oída. Si su esposo seguía con sus quehaceres, Marcela dejaba la bandeja sobre el mejor lugar que encontraba —si no protestaba por el desorden, lo pensaba— y se marchaba.

Aquella tarde se disponía a hacer, una vez más, lo que llevaba ya haciendo muchos años, pero su hija Melisa, que se encontraba aburrida, pidió a su madre dejarla llevar el café a su padre. Sin objetar excusa alguna, Marcela permitió que su hija sostuviera la bandeja y se encaminara al trastero. Su padre, que se afanaba por enderezar los alambres de una pequeña jaula de pájaro, se sorprendió al ver a su hija con la bandeja en ristre. Le preguntó el motivo que la había conducido a hacer tal tarea y, con cierta confusión, hizo otra pregunta sobre la salud de su madre. La contestación de Melisa le tranquilizó y, acto seguido, invitó a su hija a que le acompañara en su habitual merienda. Melisa dijo no tener apetencia en aquel momento, e hizo mención de lo poco que frecuentaba ella aquel lugar. Dio un vistazo escudriñándolo todo y su vista se detuvo en un gran martillo que había junto a otros de menor tamaño. Mientras su padre se servía su café con leche y le añadía una buena dosis de azúcar, Melisa se dirigió a la mesa donde se encontraban las herramientas. Un “¡No toques nada!” repentino, fue suficiente aviso para que Melisa supiera que no acatar la orden de su padre conllevaría un castigo que no se querría merecer. Siguió avanzando y se detuvo frente a los martillos. El más grande de todos era un mazo que descansaba sobre la mesa, demasiado pesado su manejo para una niña como ella, pero en el que había fijado su atención, uno con cabo de madera de algo más de una cuarta, le costó un sobreesfuerzo obedecer a su padre para no cogerlo. No tardó más de cinco minutos en que el café estuviese calentando las tripas de Arturo y las pastas le estuvieran dando trabajo a su estómago. En ese entretanto Arturo hizo varias preguntas a su hija, la mayoría de ellas relacionadas con su vida estudiantil. Melisa, sin dejar de fisgonear por aquel trastero, lugar que casi ni existía para ella a tenor de lo poco que lo frecuentaba, iba respondiendo a las preguntas de su padre con escuetos monosílabos que restaban importancia al interés de su padre por saber sobre ella.

—¿Ya has terminado? —preguntó a su padre tras observar la taza vacía. Se asombró comprobar que no quedaba ni las migas de las pastas.

—Sí, cielo.

Melisa volvió a apoderarse de la bandeja y, tras despedirse de su padre con un “hasta ahora, papá”, salió del particular taller de su padre. Poco después guardaba debajo de su cama un pequeño martillo que había ocultado bajo la bandeja.

IV

A solas en su habitación, un porcentaje elevado de los pensamientos de Melisa se dirigían, sin que pudiera ni quisiera remediarlo, hacia su adorable y queridísima Silvia. Parada a reflexionar, no lograba entender cómo su hermana, al igual que su madre y todas las mujeres que conocía, se había enamorado de un chico, pues consideraba a estos rudos, sin sentimientos, perversos y obscenos. La delicadeza, la dulzura, el primor, la atención, la fidelidad y etcétera eran adjetivos aplicables a las chicas, a las mujeres, al género femenino en general. Los hombres le sugerían crueldad, desmotivación, desconfianza, deslealtad, engaño… Desde los albores de su vida, entre las niñas y los niños había una diferencia abismal. Las niñas jugaban con sus amigas imitando a sus madres, portando en un carrito de bebé de juguete una muñeca a la que mimaban y prestaban toda su atención; los niños jugaban a empujones, hacían carreras y competían para demostrar la superioridad ante los demás, les gustaban los juegos bélicos… sobre todo eso. Asimismo, Melisa adoraba a su padre, pues, tanto el afán por que su negocio fuese en auge como el demostrar inevitable e inequívoco del amor que sentía por su madre, así como la atención que prestaba tanto a su hermana como a ella, le hacían un hombre diferente, un marido envidiado y un padre ejemplar. Si se tiene por padre a un hombre así, los sentimientos que se tengan hacia él difícilmente distarán de los de Melisa. Era al único hombre que no incluía en lo que para ella era su personal y única lista negra, el gran colectivo de varones que, por el simple hecho de serlos, merecían su desprecio. Y su cuñado era uno más entre ellos, por lo que, a pesar de su demostrada educación y su tímido comportamiento, Melisa, en su fuero interno, no podía digerir el malestar que le provocaba la presencia de Francisco en su casa, y temía que sus padres y su hermana la odiaran por ello, pues temía que su repulsa se vislumbrara con facilidad y, sabedora de que tal sentimiento de desprecio no sería entendido por el resto de su familia, intentaba disimularlo lo mejor que podía, conllevándole a un estado creciente de odio del que, toda vez, culpaba al varón en cuestión.

Con las luces de la tarde debilitadas y las negras nubes amenazando con precipitaciones, el enamorado de Beatriz se despedía de su novia en el recibidor de la casa. Francisco dedicaba a su amada unas dulces palabras deseándole un feliz descanso; Beatriz, mientras tanto, le miraba con nostalgia. Estaban uno frente al otro, a escasos centímetros del roce corporal. Cómplices, miraron a uno y a otro lado de la casa… nadie les veía… Francisco atrajo suavemente a Beatriz hacia sí… Beatriz no ofreció resistencia… el beso fue corto, pero intenso.

El trayecto a su casa no le supondría mucho tiempo, pero las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer. Tras la puerta quedaba Beatriz y él allí ya no pintaba nada. Comenzó a caminar con el hombro izquierdo casi pegado a la fachada; mientras esta durara el techo de la terraza le protegería. En unos segundos llegaría a la esquina y, una vez doblada, aligeraría su paso —tal vez corriera— para evitar la empapada. Vio algo que se aproximaba hacia él con rapidez, no supo acertar a entender qué era, y no tuvo tiempo para la reacción, aunque, instintivamente, sí la hubo, pero inservible. Sintió que caía sobre las tablas de la terraza, pero sin capacidad para ordenar a su cerebro que se protegiera contra la caída porque ya había perdido el conocimiento. Melisa, sin soltar el mango del martillo, abandonó la zona en un pis-pas y no tardó en llegar a su habitación y ocultar el martillo debajo de su cama.

En el interior de la casa, dedicando la mayor atención a los preparativos de la cena, la responsable de tal labor, Amelia, recordó que no podía olvidar encender los faroles de la terraza, por lo que aprovechó un momento en que pudo abandonar la cocina sin riesgo que lamentase luego y se dispuso a ello. Aún no hubo prendido la mecha del primero de los dos faroles que alumbraban la entrada cuando dio un alarmante grito que fue oído por todos los miembros de la casa. Amelia no pudo evitar asustarse al ver el cuerpo del joven tumbado sobre las tablas y un reguero de sangre junto a él. Marcela fue la primera que acudió a la voz y la criada, trémula y nerviosa, avisó de lo que había visto. En un rato estuvieron todos los de la casa en el salón y no tardaron en atender a Francisco que, para alivio de Arturo en primer lugar y del resto al instante, comprobaron que solo estaba herido, aunque aún desconocían la gravedad. Melisa fue la última en llegar al lugar donde yacía el atacado Francisco. Su hermana le dedicó una mirada de incriminación que Melisa no percibió.

—¿Qué ha pasado? —preguntó dejando expresar cierta preocupación y sorpresa.

—¡Apártate, hija! —pidió su padre que, portando al herido entre sus brazos, intentaba introducirlo en casa para atenderle.

—¡Traed unas gasas y agua limpia! ¡Vamos! —pidió con ímpetu.

Amelia asumió como suya la petición del dueño de la casa, por lo que se apresuró a servir cuanto fue solicitado y, en un santiamén, regresó de nuevo a la habitación con una jofaina, una palangana, una jarra llena de agua, una toalla y unas gasas. A la pobre mujer parecía en aquel momento que le habían crecido un par de brazos nuevos. Arturo creyó necesaria la presencia médica, pues la herida parecía profunda y se temía que el cerebro estuviera dañado, y, mientras este llegaba, Marcela, tirando de la añeja costumbre que el sueño es reparador, pidió a Francisco que intentara descansar. Beatriz no pudo contener su ira y arremetió contra su hermana culpándola de ser la agresora. Melisa, muy metida en su papel, forzó y exigió a sus lagrimales el máximo rendimiento, por lo que no tardó en tener los ojos anegados de lágrimas y las mejillas empapadas, todo esto acompañado con un rechazo de admisión de culpa que consiguió aliar a su madre, a su padre y a la criada, pues todos ellos no entendían por qué Beatriz se ensañaba con su hermana.

—Él lo dirá, él lo dirá cuando despierte —repetía dirigiéndose a su hermana defendiendo su inocencia y acompañando sus palabras con un continuo lloriqueo—. Yo no he podido hacer tal cosa, estaba en mi cuarto, ¿por qué me culpas de algo que no hecho?

—A mí no me engañas, Melisa —respondía Beatriz—, te conozco muy bien y sé que mi novio no es de tu agrado, ¡malnacida!

La mediación de Arturo fue la única acción que evitó males mayores, pues Beatriz no controlaba en aquel momento su ira y, si la disputa se hubiera alargado, el desahogo solo le hubiera llegado tras estampar la palma de su mano contra la cara de su hermana.

Una vez en su estancia, a la que acudió acompañada por Amelia y obedeciendo la imperativa orden que le había dado su asombrado y molesto padre, los recuerdos del pasado afluyeron a la mente de Beatriz, pues, desde que arremetía con los chicos del cole cuando estos osaban ofenderla burlándose de su hermana, no recordaba verse tan exaltada ni tan llena de ira. Que su hermana, su pequeña y protegida hermana a la que tanto amparo y protección le había dedicado, atentara contra su novio era, en el mejor de los casos, inaceptable, era un pago que atesoraba toda la injusticia posible, pues solo el agradecimiento y similares entraban en lo razonable como pago a la entrega incondicional por su hermana que Beatriz acarreaba desde su más tierna infancia. Solo una razón podría salvaguardar la integridad física de Melisa —Beatriz temía no poder controlar su odio y hacer daño a su hermana, a fin de cuentas, era la pequeña de la casa y llevaba su misma sangre— además de su honor y reputación: el diagnóstico de un experto psiquiatra tras una exploración exhaustiva de su cerebro. Que ella supiera, el doctor Miguel Anselmo era conocido en la ciudad y su buena fama le precedía.

V

Dos días con sus noches habían transcurrido cuando Fabián y Amparo se presentaron en casa de la novia de su hijo. En sus semblantes podía adivinarse su seriedad, aunque tal notoriedad no era de extrañar. No necesitaron esperar mucho tiempo tras la puerta tras haber dado Fabián un par de golpes con sus nudillos. La sirvienta que les atendió se apresuró en llamar a la señora de la casa, que apareció, tratando de ocultar su nerviosismo tras su sempiterna sonrisa, unos minutos después. Marcela manifestó abiertamente su alegría por la visita que les hacían sus consuegros, mas estos no se esforzaron por cambiar su seriedad.

—Doña Marcela —dijo Fabián—, siento tener que decirle lo que voy a decirle, pero se corren rumores de que el accidente de mi hijo no ha sido tal… que…, bueno…, hay quien cree que su hija… su hija pequeña ha podido… ya sabe.

Marcela desdibujó su sonrisa y, en ese momento, se sintió débil, pero reaccionó rápidamente y trajo de vuelta su sonrisa a su cara. Con ello sintió haberle ganado la partida a no sabía quién o qué, pero le complació no dejarse arrastrar por las incongruencias.

—Verá, don Fabián… y doña Amparo —dijo tratando de defender lo que hasta en aquel momento nadie, excepto su hija Beatriz, había sido capaz de enjuiciar—, siento enormemente lo que le pasó a vuestro hijo, ya saben que él es muy querido y respetado en esta casa y que haremos cuanto esté en nuestras manos para que se reponga pronto del golpe, pero no estimo oportuno incriminar a mi hija en un despropósito de tal calaña. Melisa es solo una niña y no encuentro motivo que la pudiera inducir a hacer daño a Francisco. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

Amparo, que percibía instintivamente el sufrimiento de Marcela, agarro a esta de la mano, para asombro de su esposo, y arguyó:

—Sé de su hospitalidad para con mi hijo, doña Marcela, y de lo generosa y amable que es con él, y por todo ello le estaremos mi esposo y yo eternamente agradecidos, pero no hemos venido a debatir tales atenciones, y quiero que le quede claro que no estamos reclamando venganza; nuestra visita solo se debe a un propósito: que nos ayude a esclarecer los hechos, con ello evitaremos los futuros miedos que nos acecharán cuando, ya recuperado, nuestro hijo quiera volver a poner los pies en esta casa. Lo entiende, ¿verdad?

Marcela, que esperaba tener que seguir defendiendo a su hija, agradeció la grata comprensión de su consuegra por su gesto empático y, además, por pedirle ayuda de forma tan educada.

—Veré qué puedo hacer —dijo dirigiendo su mirada a uno y a otro visitante—, pero no duden en contar con mi ayuda en lo que precisen si así conseguimos todos saber la verdad.

Fabián, haciendo una vez más honor a su fama de ser hombre parco en palabras, sujetó, como de costumbre, sus pulgares con los tirantes de su pantalón y, escuetamente, instó:

—Bien, cariño, creo que debemos irnos.

VI

Marcela, que tras la marcha de los padres de Francisco se había quedado pensativa, se mostraba reacia a aceptar que su pequeña hija estuviera sufriendo algún tipo de trastorno psicológico, o, peor aún, que hubiera sido capaz de agredir a su cuñado. Tales pensamientos se vieron interrumpidos por la presencia de Beatriz. Marcela trató de mantener la compostura.

—Sé que no estás bien, no puedes estarlo después de lo que ha pasado —asestó.

—Pues claro que no estoy bien, ¡qué estupidez pensar tal cosa! ¿Crees que puedo quedarme indiferente con semejante situación? No, no estoy bien, pero tampoco lo está tu padre, ni tú…, ni tu hermana.

—¡¿Mi hermana?¡ A ella no le pasa nada, créeme —dijo alzando cada vez más la voz—, no le pasa nada porque ella es la causante de que mi novio tenga una herida en su cabeza que casi le mata, ¿acaso no te das cuenta? Ya sospeché de ella cuando el pobre Tadeo fue golpeado casi de la misma manera que Francisco; mi novio ha tenido mejor suerte, pero pudo haber acabado como él…

—¡Calla, hija, por Dios! —contestó Marcela defendiendo a su pequeña hija— ¿Por qué dices cosas tan descabelladas? Tu hermana no ha podido hacer daño a nadie, ¡no la culpes, no la culpes, por favor!

Beatriz no quiso alargar el sufrimiento de su madre, por lo que creyó oportuno sentar sus posaderas y respirar profundamente, a fin de cuentas, su madre no tenía culpa de nada y no era necesario hacerla sufrir.

—Mamá —dijo, más calmada, tras un minuto de silencio por parte de ambas—, no encuentro la causa, no consigo captar un motivo que me conduzca a encontrar una explicación, pero conozco a mi hermana, creo que soy la que mejor la conoce, y algo dentro de mí me dice que ella es la única culpable tanto de la agresión a Tadeo como la sufrida por mi novio.

Marcela miró a su hija con extrañeza, como si no conociera a la persona que le hablaba.

—Mamá, es posible que la raíz de todo el mal que nos acecha esté dentro de la cabeza de mi hermana, en su mente.

—¡¿Qué dices?!

—Has oído hablar del doctor Miguel Anselmo, estoy segura. Tal vez lo más cuerdo sea hacerle una visita.

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CAPÍTULO VI

I

M

eticuloso como siempre en su trabajo y un tanto exigente con los trabajadores que componían la plantilla de la fábrica de cueros, Arturo mantenía el don de empresario heredado de su fallecido padre, lo que le asignaba que su plantilla le tratara con respeto y, aunque no completa sí en una amplia mayoría, le considerara un buen hombre, justo y equitativo. Su presencia en la fábrica, si no en horario estricto laboral sí era a diario, hacía que el negocio se mantuviera entre los márgenes positivos para el sustento y mantenimiento de la empresa, librándose en todo momento de obtener un resultado negativo en los balances. El cuero con el que se trabajaba reunía una extraordinaria calidad y Arturo era, tal vez, el mejor hombre de negocio de la zona para saber cuándo y hasta qué punto podía abaratar su artículo, motivo por el cual no encontraba competidor.

En una amplia plantilla como la de aquella fábrica era fundamental mantener el ritmo que, aunque fuera lento, jamás debería pausarse. Los trabajadores lo sabían, sobre todo los más veteranos, y la monotonía en los trabajos y el acompasado ruido de las máquinas hacían tediosas las horas, lo que provocaba alguna que otra desgana.

Una de las máquinas hacía pasar una afilada cuchilla a cada dos segundos, lo que provocaba un limpio corte en un amplio paño de cuero que pasaba por una corredera. El encargado de que el paño no se saliera de la corredera era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de movimientos lentos, como su hablar y su caminar. Rara era la vez que no mantenía un cigarrillo sobre la comisura de sus labios, que consumía hasta casi quemárselos. El flemático e inalterable hombre llevaba años haciendo lo mismo en la fábrica, labor que le asqueaba muchas horas al día, pero pensaba en sus circunstancias y sabía que, sin opciones donde elegir, su actual trabajo era lo mejor que tenía. Aquel día parecía que la pasividad de la máquina había ganado en lentitud, tal vez debido a la monotonía en la que se movía. El paño de cuero comenzó a venir doblado, por lo que tuvo que evitar que siguiera saliendo paño y tirar de él desde el extremo opuesto para evitar que la cuchilla cortara donde no debía. El primer intento resultó fallido. La cuchilla acababa de hacer su camino de regreso, por lo que le quedaban dos segundos para evitar tener que darle al botón rojo de stop. Volvió a tirar lo más rápido que pudo del paño, pero este siguió doblado. Un segundo fallido intento lo dejó a un solo segundo de evitar el daño. Y optó por la peor opción: tirar del lado que quedaba cerca de la cuchilla que, como una guillotina, obediente a los dos segundos para ejecutar la acción de bajada y producir el corte, cercenó la mano del infeliz trabajador.

Las labores se reanudaron casi tres horas después, pues la agitación por el accidente estremeció a todos los trabajadores que, inmediatamente, acudieron al lugar de los hechos; los que estaban cerca del accidentado y los que, pocos minutos después y debido a que sus ocupaciones las desempeñaban en lugares más seguros y apartados de la máquina cortadora, se encontraban más lejos. Tras la reanudación, uno de los empleados ocupó el puesto del accidentado que, a tales horas, ya había sido atendido en el hospital Manos de Ángeles. El ojo avizor de la empresa supo de inmediato cuál era el primer tema a tratar: contratar a un nuevo empleado que sustituyera la baja que se acababa de establecer. Arturo pensó en hablar con su secretaria y comunicarle su propósito, pero era casi la hora de irse a comer, por lo que optó comunicar a su esposa y a sus hijas de lo acaecido en la empresa y después hacerles saber de sus intenciones sobre hacer un nuevo contrato.

II

Sentados a la mesa, Arturo no perdió el tiempo en explicar lo ocurrido en la empresa esa mañana, lo que llenó de asombro a Marcela y a sus hijas. Acto seguido, y como si de una oratoria escrita se tratara, comunicó su idea de contratar a un nuevo empleado. Beatriz fue rauda y perspicaz, y propuso a su padre, para asombro de este, la contratación de su novio. Tanto Melisa como Marcela y el propio Arturo se vieron sorprendidos por las palabras que Beatriz acababa de decir.

—¿Francisco? ¿Él quiere estar trabajando bajo mis órdenes?

—Nunca me ha insinuado tal cosa, padre, pero es posible que acepte el trabajo… si se lo ofreces.

Esa misma tarde, cuando el joven enamorado de la primogénita de la casa se presentó en ella, fue puesto al día de la buena nueva, palabras que salieron de la boca de su novia como si de un majestuoso regalo se tratara. Francisco no supo qué decir, pues ni se había imaginado verse trabajando en la fábrica que toda Sobania conocía ni se había propuesto semejante cosa.

—¡Vamos, di que sí! El trabajo te gustará y seguro que en muy poco tiempo habrás subido un par de peldaños; mi padre suele ser generoso con sus mejores trabajadores.

Francisco no ocupó el puesto del que se había quedado manco tras el lamentable accidente; su suegro quiso que desde un principio ejerciera una labor con cargo, aunque el nuevo contratado necesitó de un tiempo de aprendizaje y la ayuda del capataz que, a lo postre y sin que ninguno de los dos supiera nada, sustituiría. Tal jugarreta no fue bien encajada por muchos de los trabajadores de la fábrica, que cargaron su repulsa contra Francisco que, a pesar de aceptar la decisión de su suegro, sabía que eso no era jugar limpio. Pasados unos meses las aguas volvieron a su cauce y, al parecer, una vez Francisco comenzó a demostrar desenvoltura en la empresa y a implicarse en las preocupaciones del negocio, toda mirada despectiva dirigida al nuevo capataz desapareció, quedando los resquemores, las animadversiones y los desaires en aguas de borrajas. Un nuevo capataz había resurgido en la empresa sin que nadie lo hubiera planificado previamente y, tras un año de intensa entrega y compromiso, Francisco se ganó a pulso la confianza del dueño de la fábrica, lo que llenó de regocijo y gozo a Beatriz.

El nuevo trabajo de Francisco pareció añadir aún más seriedad en la relación que mantenía con su novia, y Arturo creyó haber encontrado en el chico el hijo varón que nunca había tenido, tanto era así que no se reservaba a la hora de manifestar abiertamente sus sentimientos sobre el nuevo capataz de su empresa. Mas toda la buena intención de Arturo para con su joven yerno, iba en detrimento de su hija pequeña que, lejos de agregarse al cariñoso afecto de su padre, acumulaba cada vez un poco más de repulsa hacia su cuñado.

III

En las afueras de la ciudad, apartadas del bullicio, Silvia, Paula, Laura y Melisa disfrutaban de una pacífica tarde acompañada de una temperatura superior a los veinte grados centígrados. La caminata entre los árboles resultaba agradable e instaba a la plática, labor que las cuatro amigas practicaban.

—¿Cómo le va a tu cuñado en su trabajo, Melisa? —quiso saber Paula.

La que había preguntado no supo que la pregunta no había sido aceptada de buen grado, pero encontró respuesta.

—Bien… creo.

Tanto Silvia como Laura notaron que la inocente Paula acababa de convertirse en la aguafiestas de su amiga Melisa.

—¿Sabéis que en este paraje se fraguaron numerosas batallas en la antigüedad? —desvió, astutamente, Silvia el tema.

—¿Qué batallas? —quiso saber Paula.

—No lo sé, pero me imagino que las que atañían a este territorio.

—Te lo estás inventado —apuntó Laura.

—Para nada —aclaró Silvia—. ¿Conocéis el pozo?

—¿Qué pozo? —exigió Paula.

—Un poco más adelante, bajando por aquella loma de allí —señaló.

Las otras tres amigas se miraron incrédulas y sin mentar palabra alguna.

—¡Venid! —ordenó la que explicaba.

Apresurando el paso y llevando tras de sí a sus amigas, Silvia fue la primera en llegar a la loma, donde se detuvo. Oteó en zigzag y, en unos segundos, volvió a dar la misma orden a sus amigas que, ávidas por conocer el pozo del que había hecho mención Silvia, la seguían sin rechistar loma abajo.

—Aquí, entre esos matorrales. Por este lado hay que apartarlos para poder ver el brocal del pozo, luego, por el otro lado, la zona debe estar más despejada.

—Podemos hacernos daño —se quejó Paula.

—¡Anda ya, miedica! —respondió Laura y, con los pies, comenzó a aplastar los matojos y hierbajos que había.

En unos instantes, Silvia pisó sobre firme y dijo:

—¡Aquí está, aquí está!

Tras unos minutos de batalla contra la vegetación, el pozo que había mencionado Silvia aparecía ante ellas, para sorpresa de todas.

—¿Y por qué hicieron aquí este pozo? —preguntó Melisa.

—Desconozco su origen, pero creo que fue utilizado como depósito de las bajas producidas durante las batallas.

El estado de reprobación se hizo notar en la cara de las chicas que, aun así, agradecían calladamente que su amiga compartiera el hallazgo.

—Tiene sentido —premió Melisa—. En la guerra todo vale, y este pozo bien pudo haber sido usado como fosa común, ¿por qué no? Parece muy profundo.

La sonrisa de Silvia sirvió de agradecimiento a Melisa por haber argumentado en su favor.

Pisando por el borde del pozo, las chicas pasaron, no sin cierto temor a caer, al lado más despejado, luego, entre bromas y comentarios sobre el mismo, las chicas especularon sobre las posibles batallas que se pudieron librar en aquel lugar, algo que, salvo Silvia, todas desconocían. Y entre chácharas, bromas y juegos bélicos llevados a la burla, la tarde les advertía de que el momento de hacer el camino de vuelta no debía demorarse, por lo que, tras varios avisos de la que había revelado su secreto, dieron por acabadas sus hazañas y comenzaron a caminar dejando cada vez más lejos el pozo.

IV

Arturo acostumbraba a quedarse un rato en el salón tras haber desayunado. Marcela se quedaba con él tras la marcha de sus hijas al colegio y solían mantener charlas de todo tipo, aunque las más frecuentes en la pareja giraban en torno a los acontecimientos de la empresa. Al cabeza de familia no le importaba llegar tarde al trabajo porque su mujer le entretuviera, pues tenía plena confianza en sus encargados, y más aún desde la incorporación de Francisco, que había demostrado ser capaz de hacerse cargo de todo en solitario; no en vano era el único que poseía, al igual que Francisco, llaves de todas las puertas de la empresa.

Marcela, desde que su hija le aconsejara llevar a su hermana a la consulta del doctor Miguel Anselmo, vivía intranquila y con incertidumbre, pues, aunque no desdeñaba decidirse por hacerlo, pensar que su pequeña hija fuera tratada psicológicamente no le satisfacía, y menos todavía cuando desfilaba por su mente el angustioso pasado de Melisa. Tampoco alcanzaba a comprender que Beatriz sospechara de su hermana, pues sabía todo lo que había hecho por ella en el pasado; verla ahora contrariada y culpándola de asesinato le resultaba indigerible.

Con un leve e insonoro soplo, Marcela intentó enfriar el humeante café antes de darle el primer sorbo. Cuando lo hizo, alzó la vista y la dirigió a su esposo, pero no pudo verle por mor del periódico que, al tener los codos apoyados sobre la mesa, le tapaba la cara.

—Cariño —avisó y esperó una respuesta.

—¿Sí?

Marcela volvió a dar otro sorbo al café y dijo:

—Nuestra hija… Melisa… ¿crees…?

Arturo apartó su periódico para dirigir plena atención a su esposa, que notó nerviosa pues, más que hablar, balbuceaba.

—Qué pasa con Melisa?

—Bueno… ya sabes lo que piensa Beatriz de ella con respecto a la muerte de Tadeo y…

—¡No sigas! —cortó secamente Arturo—. Nuestra hija no tuvo nada que ver en todo aquello. No le des vueltas innecesarias a algo sin fundamento.

—Sí, cariño, comparto tu opinión, lo sabes, pero —se contuvo Marcela un momento y, tras un apetecible suspiro, siguió— …estoy planteándome tener la opinión de un psiquiatra que la valore, no perderemos nada con ello y, al menos yo, me quedaré más tranquila.

—¿Has hablado con ella? —preguntó Arturo mostrando acritud, poco habitual en él.

—No, pero lo haré si compartes mi decisión, que no es otra que la de su hermana, pues es ella la que piensa que Melisa está sufriendo un cambio de personalidad que la está volviendo agresiva.

Ante la incredulidad de su esposo, Marcela creyó oportuno seguir hablando a la vez que explicaba los motivos de su intención.

—Su hermana la conoce mejor, o, al menos, de diferente manera que la conocemos tú y yo. Ella es la que más tiempo ha pasado con su Melisa, la que ha tenido que sacarle las castañas del fuego en más de una ocasión, se ha comportado como su hermana mayor y ha sabido muy bien defenderla de los demás. Si ahora piensa que necesita un psiquiatra creo que le sobran razones para ello.

Arturo, tras haber escuchado atentamente a su mujer, optó por seguir callado y, recostando la espalda sobre el respaldo de su silla y soltando el periódico sobre la mesa, dijo:

—Está bien. Si crees que nuestra pequeña hija necesita atención médica no se la voy a negar, aunque no creo que sea necesaria tal cosa.

Y tal visita no se hizo esperar, aunque Melisa, en un principio, se negó a ello, pero, parada a reflexionar, dedujo que podría sacar provecho de ella y así su hermana Beatriz no podría incriminarla tan convencida como lo había hecho hasta el momento.

V

Había comenzado a caer un traicionero sirimiri y por las calles los viandantes andaban con paso aligerado. Los paraguas abiertos, que ocultaban los sombreros de copa de los hombres en la mayoría de los casos, adornaban las calles donde, lentamente, el polvo comenzaba a convertirse en lodo, por lo que los transeúntes, que intentaban pisar sobre seco, zigzagueaban al caminar. Marcela caminaba bajo el paraguas que sujetaba su esposo y asida de su brazo intentando, con la mano que le quedaba libre, evitar que la falda de su vestido rozase el suelo. Cuando creyeron estar junto a la puerta de la casa del doctor, ambos leyeron el letrero que figuraba en ella. Dr. Psiquiatra Miguel Anselmo Avellaneda Poveda y Sanjuán Torres. La puerta tenía una hoja abierta, por lo que se tomaron la libertad de entrar en la casa y quedarse en el zaguán, donde había una segunda puerta entreabierta. Llegados allí, Arturo pronunció un seco “¿Hola?” dirigiendo la voz hacia el interior de la vivienda.

—¡Voy! —oyó la pareja.

Una mujer, con cara redonda y de exageradas posaderas y que vestía una bata blanca sin abotonar, se presentó saludando amablemente a la pareja y preguntando si tenían cita.

—Venimos a por ella —expuso Arturo.

—Yo misma os la daré; síganme, por favor.

Varios pacientes que aguardaban en la sala de espera optaron, como si se hubieran puesto de acuerdo, por quedarse mirando a la pareja que acababa de entrar tras la rolliza enfermera.

Al hacer la petición, Marcela aclaró que la cita no era para ninguno de ellos, sino para su hija.

—¿Es menor? —quiso saber la que les atendía y, ante la respuesta afirmativa, pidió a la pareja que esperaran un momento, dirigiéndose acto seguido al interior.

—Buenos días —saludó una voz aflautada que alertó al matrimonio que esperaba.

El doctor Miguel Anselmo, un hombre que aparentaba unos cincuenta años mal llevados, tendió la mano a Arturo, aunque la vista la desvió hacia Marcela.

—Soy el doctor Miguel Anselmo —se presentó—, ¿pueden seguirme, por favor?

El doctor, desandando el camino andado, condujo hasta su consulta al matrimonio pasando por en medio de la sala de espera y, una vez allí, les rogó que tomaran asiento. Serio pero cordial, pidió datos sobre Melisa en una sarta de preguntas que a Arturo le pareció exagerada, pero que no dudó en contestar lo más sinceramente que pudo. Tras un denso minuto de silencio enfrascado en la lectura de lo que él mismo acababa de anotar, alzó la vista y dijo:

—No se alarmen, por favor, pero necesito que traigan a su hija a mi consulta cuanto antes.

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CAPÍTULO VII

I

E

ra su primer curso en el instituto y aprobar era la meta que Silvia se había fijado desde el principio del mismo, aunque tenía claro que si se desposaba pasaría a ser un ama de casa como lo era su madre y todas las mujeres que conocía. Pero ella aspiraba a algo más, no quería quedarse estancada y formar parte de una ideología añeja anclada en costumbres machistas y, para conseguir alcanzar sus objetivos, necesitaba demostrar que podía valerse por sí misma, y una de las oportunidades se le brindaba con el aprendizaje escolar; no iba a conformarse con acudir al colegio hasta acabar con los estudios básicos de secundaria para acabar atendiendo las necesidades de su futuro marido, fregar platos o criando hijos. Silvia se veía de profesora, dando clases en una clase repleta de niños, repasando exámenes, compartiendo claustro con el profesorado… Todo era factible, no le cabía la menor duda, aunque era consciente de que no le iba a resultar un bálsamo de aceite, que tendría que luchar y mucho para lograr sus objetivos, pero acumulaba ánimo y fuerzas suficientes para luchar hasta alcanzar su meta. Y, ensimismada en sus pensamientos, tenía que ser devuelta a la realidad por un codazo de sus amigas o, como en este caso, por la grave voz del profesor Silvano.

—¿Dónde estás, Silvia?

—Perdón, profesor.

En la clase imperaba un silencio algo distorsionado por mor de los lentos pasos que el profesor daba entre las filas de pupitres, algo que para Silvia no existió enfrascada en su fantasía como estaba. Media hora después, una exaltada alarma puso fin al tiempo de silencio y de examen. En aquel momento todas emitieron algún sonido, sobre todo de consuelo, y libraron a las duras sillas de sus posaderas. Todo estaba dicho y Silvia confiaba en haber hecho su examen a la perfección.

—¡Bien, chicas, se acabó! ¡Vamos, dejen sus exámenes sobre mi mesa! ¡Sin prisas, sin prisas! —ordenó el profesor Silvano.

En unos alborotados minutos, el profesor pasó a ser la única persona que ocupaba el aula. Se dirigió a su mesa y ordenó ligeramente los exámenes que las chicas, sin cuido alguno, habían dejado. Tomó asiento y creyó que era una buena idea aprovechar la hora de recreo para repasar algunos de los exámenes. Y eso hizo. Cogió el primero de ellos y acercó la pluma. Desde su perspectiva divisaba a las chicas y a los chicos que se agrupaban en la zona del recreo. Los observó por el simple hecho de hacerlo, porque le apetecía ver cómo cada cual acudía a formar parte de su grupo. No dejaba de resultarle curioso ver cómo se seleccionaban entre ellos, llegando incluso a existir verdaderos vínculos de amistad y llevando a lo más alto su valor. Olvidó su pequeña distracción y se puso manos a la obra con la corrección de exámenes. Intentó mojar la pluma en el tintero para subrayar algo, pero comprobó que estaba vacío, por lo que optó por no perder tiempo y salir a por tinta. El largo pasillo que daba hasta las escaleras estaba desierto. Acabado este giraría a la izquierda y seguiría por otro pasillo hasta dar con administración, donde le facilitarían la tinta. Poco antes de acabar el primer pasillo daría, a su izquierda, con las escaleras que daban a las aulas de arriba. Pasó junto a ellas sin aminorar su paso, pero creyó oír algo e, intuitivamente, agudizó el oído. Ahora sí frenó su andar. Unos jadeos le llegaban hasta sus pabellones auditivos. La curiosidad no cejaba de instarle a descubrir qué ocurría. Como si estuviera pisando seda, dio unos sigilosos pasos en dirección a la procedencia de los jadeos. Cuanto más se aproximaba más claro tenía que había alguien bajo las escaleras. No temió encontrarse con un ladrón por la hora que era y lo concurrido que estaba el colegio a esa hora, aunque toda la concurrencia quedaba en la zona de recreo, pero tampoco esperaba hallar lo que halló.

—¡Silvia, Melisa! ¡Oh, Dios Santo!

Las dos chicas, sorprendidas y asustadas, dieron por acabado el beso y salieron corriendo.

II

Dos días después de que Arturo y su esposa hicieran su primera visita al doctor Anselmo, Melisa, acompañada por su madre, se presentaba por primera vez en la consulta. Iba tranquila, aunque no podía predecir qué opinión tendría el médico sobre ella tras la visita de sus padres,

—Pasen, por favor —pidió el psiquiatra mientras ordenaba unos papeles y se acercaba uno de los libros que tenía sobre la mesa.

—¿Cómo está, señora? —saludó dirigiéndose directamente a Marcela y aprovechando que esta estaba de pie.

—Bien, gracias.

—Debo hacerle unas preguntas a su hija —informó astutamente antes de que Marcela decidiera tomar asiento—… necesito estar a solas con ella, ¿le importaría esperar fuera, por favor?

Una leve inclinación de cabeza sirvió como respuesta y dio a entender al doctor que Marcela acataba agradablemente su petición. Luego dirigió una tierna mirada a su hija, le sujetó suavemente el mentón obligándola a que le dirigiera la mirada y, con un “¡estate tranquila, el doctor te tratará muy bien!”, abandonó la consulta y pasó a formar parte de los que aguardaban su turno en la sala de espera.

Tras haber cerrado Marcela la puerta, Melisa comenzó a sentirse nerviosa, desamparada tal vez. El doctor Anselmo, que por la vivaz mirada de la niña dedujo su estado nervioso, actuó rápidamente y dominó la situación desde el primer momento.

—Bien, pequeña —alentó tras pedirle que ocupara una de las dos sillas que había al otro lado de la mesa—, voy a hacerte unas preguntas y quiero que me contestes con la mayor naturalidad y sinceridad posible, ¿entendido?

Melisa no contestó, pero el psiquiatra tomó el mutismo por un sí.

El doctor preguntó por el pasado de Melisa, si tenía pesadillas, si se sentía sola, si se llevaba bien con su hermana, con sus padres y con los demás niños del colegio; quiso saber si su desdichada cara podría influir en su estado anímico, pero, obviando la corta edad de su paciente, excluyó la pregunta. Tras unos diez minutos que a Melisa le resultaron agotables, el que preguntaba se puso de pie, pidió a su paciente que esperara y, abriendo la puerta, pidió a Marcela que entrara y, una vez sentada esta junto a su hija, dijo:

—Necesito analizar el test-cuestionario que he hecho a su hija para tener un diagnóstico, pero, de antemano, la tranquilizo haciéndole saber que no debe temer por la conducta de su hija, pues todo en ella me parece encajar dentro de los márgenes normales —explicó el psiquiatra—. Mi enfermera le concertará una nueva cita, pero deberá usted acudir sin la compañía de su hija, por favor. No te preocupes, pequeña —alentó a una muda Melisa—, no es necesario que te vea de nuevo, solo necesito explicar a tu madre el resultado del test que te he hecho.

Melisa respiró aliviada tras las palabras del doctor, pero sin mostrar evidencias visibles.

—Bien, doctor, muchas gracias —agradeció Marcela sin hacer preguntas.

Cuando el doctor Anselmo se quedó de nuevo solo en su consulta, abrió el libro que se había arrimado —un vademécum con las letras demasiado pequeñas para su gusto— y buscó por las primeras páginas haciendo caso al orden alfabético del libro. Se detuvo cuando leyó “Conductas agresivas”.

III

Desde que Ismael y Paula habían confirmado su relación, el nervioso chico, que no había perdido un ápice su conducta, seguía sin ser aceptado por Melisa. Puesto que la chica, que él supiera, carecía de motivos para despreciarle, Ismael no cejaba en su empeño de hacerle entender a Melisa que estaba en un error al mostrarse reacia a su amistad. Asimismo, Paula compartía con su novio su disgusto y en varias ocasiones terció el tema con su amiga, aunque Melisa siempre optó por negar que tuviera tales sentimientos hacia Ismael, y cuando él o ella le preguntaban sobre su adusta conducta ella contestaba que esas eran sus percepciones, pero que ambos estaban totalmente equivocados. Ni Paula ni Ismael, como ninguna de sus amigas, se tragaban semejante embeleco, pero, ante la mantenida firme postura de Melisa, abandonaban una y otra vez la discusión, aunque les quedaban por dentro el resquemor de que Ismael no era tratado como se merecía. Por otra parte, Melisa era consciente de que no podía mantener una postura incómoda y rígida con respecto a Ismael, aunque le costara sudor y esfuerzo ocultar sus verdaderos sentimientos y demostrar empatía o, al menos, ambigüedad. Conocía a Ismael tanto como sus amigas, pues no existía diferencia en tiempo desde que el chico apareciera en sus vidas. Las demás le habían aceptado tal y como era, con sus nervios y con sus risas, y, al tratarse de que para Laura era una persona muy especial, el respeto que le mostraban no merecía desaire alguno.

Lejos de limar sus desconsideraciones y asperezas hacia Ismael y de procurar que las malas tentaciones la poseyeran una y otra vez, Melisa sentía más alivio dejándose influenciar por el odio, el desprecio y el desplante, pero ya conocía los resultados y no estaba dispuesta a pagar más el precio que, hasta ahora, había pagado por ello. Que su hermana Beatriz la acusara de la muerte de Tadeo y de la agresión a su novio no declinaba en su favor, por lo que, en conclusión, deducía que era postura más inteligente guardarse sus iras y evitar sospechas. Para ello debía ser más cauta de lo que lo había sido hasta ahora.

Fue Paula la que pidió a sus amigas visitar de nuevo el bosque donde estaba el pozo. Aquel lugar la hacía sentir que estaba a años luz de la bulliciosa y concurrida Sobania, aunque la realidad no armonizaba con la percepción de la joven. El descubrimiento del pozo, aunque este no ofreciera más atractivo que la historia recordada por Beatriz, había despertado el interés de Paula, mas no por el hallazgo en sí, sino por la sensación de bienestar y libertad que respiraba estando en aquella zona. Ni a Paula, ni a Laura, ni a Silvia, ni a Melisa se les ocurrieron objetar nada en contra y, concretada la hora y el día, la visita a aquel lugar no se hizo esperar.

Paula comunicó a Ismael la decisión que habían tomado y, por supuesto, se unió al grupo. Francisco no disponía de tiempo para acompañar a su novia; el trabajo en la fábrica absorbía todo su tiempo de ocio y, aunque le apetecía desconectar de tantas horas de trabajo y rutina y pasar más tiempo con Beatriz, su responsabilidad no le permitía alterar el orden de sus obligaciones, por lo que era innegociable tratar de convencerle. Silvia y Melisa, aún con la incertidumbre de la decisión que tomaría el profesor Silvano tras hallar a ambas besándose, decidieron correr un tupido velo y esperar acontecimientos. Tal vez, si el profesor Silvano guardaba prudencia y optaba por el mutismo, quedara entre los tres la desafortunada situación.

Un viernes por la tarde, cuando, tras un previo acuerdo, todas las chicas habían decidido salir de sus casas y encontrarse en un punto concreto, la reunión no tardó en estar al completo. Las cuatro amigas y un solitario Ismael, que no mostraba inconveniente alguno en ser el único varón del grupo, se dispusieron a caminar los dos escasos kilómetros que les separaban de su lugar de visita. Una cómplice mirada entre Ismael y Paula fue suficiente para que no tardaran en entrelazar sus manos. Melisa sabía que era preciso espantar las sospechas de su concepto sobre Ismael. El tiempo que durara la caminata era una oportunidad única para entablar una conversación haciendo al chico el principal protagonista, y no tardó en ponerse manos a la obra. El vivaz comportamiento de Ismael no implicaba perspicacia y, por tanto, no supo protegerse de clarividencia, convirtiéndose, en pocos segundos y sin ser consciente de ello, en presa de la estrategia elaborada por la ladina Melisa. Ismael creyó estar viviendo uno de sus días de suerte mientras contestaba alegremente a las preguntas de Melisa y, adoptando una postura boba, tal vez dejado llevar por la falsa ilusión de que se estaba rompiendo el hielo entre ambos, agradecía en su fuero interno que tal momento estuviera siendo una realidad. Paula, que no soltaba la mano de su novio, permaneció estupefacta todo el rato, pues dudaba entre apostar por que Melisa no estaba siendo trigo limpio con su novio o por todo lo contrario: que se había arrepentido de tener un mal concepto sobre él y quería limar la aspereza que la mantenía distante. Las demás no tardaron en adelantarse; enfrascadas en sus conversaciones de chácharas y risas como iban, ninguna de ellas se percató de que el resto del grupo se rezagaba y, menos aún, de que tal rezago estaba siendo provocado intencionadamente por Melisa. Fue Silvia la que dio un vistazo atrás para percatarse de que habían adelantado al resto en, al menos, unos doscientos metros. Le resultó extraño comprobar que Ismael hablara alborozadamente con Melisa, por ello instó a las demás a que vieran lo que ella estaba viendo.

—¡¿Ismael y Melisa de plática?! —anunció Laura.

Paula tuvo la misma perplejidad, pero calló.

Reunido el grupo al completo con la llegada de los rezagados, Ismael dejó ver que Melisa y él ya eran, por fin, amigos, aunque ni una sola de las chicas se aventuraría a confirmar tal cosa. Tras un tiempo en el que el suelo sirvió de asiento y la tertulia se postergaba sin que pareciera afectar a nadie, Melisa volvió a la realidad y propuso al grupo iniciar otra actividad diferente a la charla.

—¿Y qué hacemos? —inquirió Paula.

—¿Jugamos al escondite? —invitó.

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CAPÍTULO VIII

I

A

nte el temor de que el profesor Silvano tomara represalias y pudiera poner en peligro el curso de Silvia y de Melisa, era menester saber qué decisión iba a tomar este tras haber pillado a las chicas besándose. Correr la voz despreocupándose de las consecuencias que podría traer hacerlo podría acarrearles ser el centro de las críticas en toda Sobania y, además de la vergüenza que les haría pasar, la mancha que recaería sobre sus nombres sería indeleble, el desprecio entre los miembros de sus familias llegaría sin que se pudiera encontrar remedio que lo evitara y el honor quedaría mancillado para siempre.

La imagen de asombro del profesor tras encontrar a las chicas bajo las escaleras no desaparecía de la mente de Silvia, y sabía que no podía demorar encontrarse a solas con él para, tras disculparse mostrando pudor y arrepentimiento, suplicar que pusiera punto en boca y quedara todo entre ellos. Silvia tenía aprecio al profesor, motivo que le haría más duro acercarse a él y pedirle una conversación a solas, pero no encontraba otra manera de arreglar las cosas y, ante la escasez de opciones, urgía afrontar los hechos en la mayor brevedad.

La ocasión llegó cuando, en un momento de hora lectiva, el profesor, dirigiéndose a sus alumnas, pidió que guardaran la compostura ya que necesitaba ausentarse unos minutos. Silvia, tan pronto dejó el profesor la puerta del aula tras de sí, abandonó su asiento y fue tras él. No había andado más de una veintena de pasos el profesor cuando oyó una voz que requería su atención. Miró hacia atrás y vio a Silvia que, avergonzada, no pudo mantener la cabeza erguida. El mutismo del profesor, una vez tuvo a la chica a un escaso metro de distancia, era una evidente muestra de que vaticinaba las intenciones de Silvia.

—Profesor —consiguió decir la chica—… verá… bueno…, creo… creo que sabe qué le quiero decir… supongo.

La seriedad no desaparecía ni un ápice del rostro de don Silvano, que le dolía ver la expresión contrita que mostraba Silvia, que no pudo contener unas lágrimas ni dejar de dirigir su mirada al suelo. La mano del profesor sobre uno de los hombros de Silvia la puso aún más trémula.

—Silvia —dijo, tras carraspear, el profesor—, voy a serte lo más directo, franco y sincero que pueda. No podré olvidar durante mucho tiempo lo que vi, pero, si temes por la actitud que yo pueda tomar al respecto, estate tranquila, sabré ser una tumba. Solo ten más cuidado la próxima vez.

Melisa encontró un sonido angelical en aquellas palabras.

—Gracias, profesor —fue todo lo que pudo decir antes de que el profesor levantara su mano del hombro de la chica y dijera:

—Anda, vuelve a clase.

II

Marcela repasó su agenda y, aunque no lo había olvidado, se cercioró de que, tras haber pasado seis días desde que visitara al doctor Anselmo con su hija Melisa, había llegado la fecha señalada para hacer la tercera visita, la que había de hacer sola. Tras una prolongada espera, monótona y cargada de tedio, se dispuso a oír al psicólogo. Don Anselmo, prudente y haciendo uso de su experiencia, se dispuso a dar a Marcela el diagnóstico que tenía para su hija y, conocedor como era de la elevada posición económica y social que ocupaba la familia de la mujer que tenía frente a sí, pensó que lo mejor era hablar con naturalidad y sin rodeos, por eso, abriendo el test hecho días antes a Melisa, dijo:

—Señora, he estudiado con detenimiento las pruebas que le he hecho a su hija. No creo que su cerebro sufra daño alguno, pero sí me inclino por pensar que esté algo traumatizada… aunque, en mi opinión, no tiene la menor importancia.

—¿Entonces, doctor? —inquirió Marcela.

—Nada que temer, su hija no necesita de mis cuidados —dijo con una seriedad tan sepulcral que Marcela quedó a la espera medrosa por la siguiente información que recibiría—. Asimismo, señora, no debe bajar la guardia con respecto al cuidado de su hija, ya sabe, no me refiero al cuido personal sino a la vigilancia sobre su comportamiento.

—¡¿Qué me está diciendo, doctor?! —protestó Marcela con denotación de incredulidad.

—Su hija, señora —ilustró con imperturbabilidad, lograda tras años de oficio, y pesar—, arrastra en su personalidad una involuntaria conducta dañina que la domina. Se podría llegar a la conclusión de que tiene mucho que ver en ello sus complejos, que los tiene, pero nada más lejos de la realidad. La conducta involuntaria de la que le hablo no viene originada por sus complejos ni siquiera por su corto pasado, es más, ella, al igual que todo el que la conoce, no sabe de su existencia y, por tanto, vive ignorante de ella, pero sufriendo las consecuencias.

—¿Y qué es esa cosa que, según usted, doctor, daña y domina a mi hija? —exigió la madre de Melisa.

—Es algo poco común y, aunque no es la primera vez que he visto un caso similar, sí es la primera vez que se me da en uno de mis pacientes.

—¿Qué enfermedad padece mi hija? —apremió.

—No es una enfermedad, señora, y por el momento, que yo sepa, no se ha estudiado sobre ello, pero doy fe de que su hija siente una aferrada aversión al género masculino, algo conocido como misandria, y eso es lo que la hace mostrar infravaloración a los chicos de su edad y desprecio a todo el que se inmiscuye, de una manera u otra, en su vida, es un po…

—¡¿Pero qué disparate está diciendo?! —cortó seca y airadamente Marcela en un estado que hasta su propio esposo se hubiera sorprendido—. ¿Aversión al género masculino? ¡Ni que tamaña barbaridad fuera posible, por Dios!

—Señora…

—¡Hemos acabado, doctor! ¡Ahórrese usted las demás explicaciones que quiera darme, ya he oído bastante! Además, para que no se le vuelva a ocurrir hacer un comentario similar al que acaba de hacer le aclaro, y con ello espero disipar sus dudas, que mi hija adora a su padre, un hombre donde los haya. Anótese esa aclaración y quede con Dios —expuso y, girándose atropelladamente en una loseta, abandonó la consulta con el semblante más serio que jamás había tenido.

III

Cuando Marcela llegó a casa pudo relajarse sentándose en un cómodo butacón que decoraba el salón. Pensar en las palabras que le había dicho el doctor la aturdía y la dejaba perpleja. Cómo iba su hija a odiar a los hombres por el simple hecho de serlo. Era una verdadera chifladura creer semejante diagnóstico y, que ella supiera, jamás había oído hablar de tal absurdo.

Un jovial saludo la distrajo y la apartó de su embotamiento, por lo que optó por abandonar su seriedad y mostrar una cara amable a su esposo que, risueño y radiante, entró en el salón deshaciéndose de su sombrero y su abrigo. Conseguir darle un beso a su esposa le costó inclinarse, pero no le importó en absoluto. Seguidamente dijo:

—Hemos recibido un pedido que tardaremos toda una larga semana en preparar, por lo que necesitaré que la plantilla haga horas extras, por eso he tenido que hablar con los jefes de sección y pedirles que advirtieran a los empleados de que les espera una dura semana. No creo que ninguno de ellos objete nada, pero, por si acaso, les sugerí hacerles recordar que las fiestas patronales de San Lorenzo están a la vuelta de la esquina; creo que podré contar con la confianza de todos mis empleados. El cliente ha pagado la mitad por adelantado —anunció frotándose las manos en señal de su contento—, y eso que aumenté un diez por ciento el precio.

—Estupendo, cariño —obsequió Marcela—.

—¿Todo bien por aquí, cielo? —preguntó un tanto irresoluto al notar el escueto agasajo de su esposa.

—Sí, mi amor —mintió compasivamente pensado que era del todo inapropiado ser aguafiestas del momento de júbilo de su marido.

—¿Qué tal te ha ido con el doctor Anselmo? —quiso saber Arturo a la vez que tomaba asiento en el sofá que quedaba frente a su esposa.

Hilvanar una mentira tras otra era una actitud tan poco frecuente en Marcela que ni ella misma podía recordar si alguna vez lo hizo, pero se vio en la obligación de optar por tal despreciada postura para alejar a su marido de lo acontecido en la consulta del psiquiatra. Si le exponía toda la verdad abortaría la felicidad que manifestaba en aquel momento y, peor aún, él podría tomar represalias contra el doctor, acción inaceptable por parte de Marcela, que prefirió seguir con las mentiras piadosas ante la temerosa reacción que su marido pudiera tener.

—¿Está bien nuestra hija?

—Sí, no te preocupes, no ha encontrado enfermedad alguna en ella, ¿qué daño va a sufrir un cerebro tan joven como el suyo?

—Entonces… ¿ya no es preciso que la vuelva a ver el doctor?

—No, hoy he ido yo sola, y he tenido unas palabras muy gratas con él. Nuestra hija no sufre daño alguno.

—Sin embargo, su hermana cree que… bueno, ya sabes, que agredió a su cuñado… y la culpó de la muerte del pobre Tadeo.

—Tonterías, no la oigas —alegó Marcela en favor de Melisa ocultando su amargura en una fingida sonrisa que hipnotizó a su marido—. ¡Vamos, hemos de celebrar el buen cierre de negocio que has hecho hoy!

—Sí, claro, hemos de hacerlo… por cierto —interrumpió—, estuve ayer en mi taller, como de costumbre, y no encontré uno de mis martillos, ¿lo has cogido?

—No —respondió una apenada Marcela a lo que le pareció una pregunta inadecuada.

IV

Isaías, el padre de Ismael, se dedicaba a la herrería. Aprendió el oficio a muy temprana edad en detrimento de su aprendizaje escolar, por lo que fue uno más de los tantos hombres nacidos en su misma época que engrosaba la extensa lista de analfabetos. Toda una vida dedicada al herraje de caballos, mulas y demás, le había convertido en uno de los mejores herreros de la ciudad, por lo que sentía con ello compensado su analfabetismo. Conoció a Zenobia siendo un joven hombre de musculatura hercúlea que gozaba de su primer cuarto de siglo. Zenobia contaba por entonces con veintisiete años, lo que aventajaba en un par de ellos a Isaías, algo que, como se demostró tras el transcurrir de los años, no fue óbice para que la relación entre ambos fluyera como cerradura embadurnada con aceite. Lejos, muy lejos de todo oropel, el amor que se profesaban Isaías y Zenobia iba recubierto de candidez y se mostraba pulido y libre de asperezas. De su relación nacieron Marta, Natividad, Alejandro y, casi cinco años después que, Paula. En la actualidad, tanto Isaías como su esposa eran sexagenarios, y la herrería comenzaba a ser labor demasiado pesada para el cabeza de familia, aunque la ayuda prestada por su hijo varón le reducía a la mitad su trabajo, pero eso no ocurría todos los días ya que Alejandro tenía proyectos de futuro y no quería acabar heredando la herrería de su padre; sus aspiraciones iban encaminada hacia la docencia.

Viendo que su pequeña hija estaba viviendo momentos alborozados en la relación que mantenía con Ismael, le resultaba del todo imposible evitar pensar en su juventud, en sus radiantes tardes cuando iba a visitar a Zenobia. Y comprendió que el tiempo se le había echado encima demasiado deprisa, aunque no cambiaba un ápice su pasado, pues seguía enamorado de su esposa y los cuatro hijos habidos en el matrimonio habían sido el mágico resultado por obedecer al corazón más que a las razones. Y se jactaba viendo cómo la agradecida alacridad del infuso Ismael enamoraba cada vez más a Paula que, correspondida por el impetuoso chico, mantenía vivo en su recuerdo el fortuito encuentro entre ambos en la tienda de Ovidio, y daba gracias a Dios por que éste hubiera ocurrido. Paula, a su vez, se sentía remozada, como si no hubiese existido en su vida un pasado antes de conocer a su amado novio, y todo giraba en torno a él. Con él se veía casada en un futuro que creía poder tocar con la punta de sus gráciles dedos, así como siendo madre de sus hijos. Por otra parte, y como si de un fiel reflejo de su marido se tratara, Zenobia, mujer de belleza sajona y frondoso pelo rubio que ya se mezclaba con alguna cana, compartía el gozo de Isaías, pues la relación que mantenía Paula con su novio le evocaba a la que ella y su esposo habían mantenido en sus comienzos.

Ni que decir tengo que Ismael fue recibido y tratado en casa de su novia con sumo agrado, a pesar de que el nerviosismo del chico alteraba más de lo habitual a Marta, la mayor de los cuatro hermanos. Lo alarmante de tal alteración para nada empañaba la buena relación entre ambos cuñados.

V

Entre la lozanía, sobre todo en el género femenino, se es exigente con uno mismo frente al espejo. La imagen que éste nos proyecta, pocas veces nos satisface plenamente, pues cuando no son las ojeras es el peinado y cuando no es el lunar que lleva en el mismo sitio toda la vida pero que cada vez vemos más grande. Pocas son las veces que acabamos de acicalarnos frente a él sin acabar resignados. Melisa era una de las pocas jóvenes que no necesitaba de un espejo tocador para peinarse, maquillarse —lo hacía pocas veces— o retocarse antes de salir. Sabía que nadie iba a fijarse en ella por su destacable belleza y, aunque sabía que el resultado de una bien aplicada sombra de ojos, un toque de rímel sobre las pestañas, un suave toque de carmín que le enrojeciera tibiamente los labios y un par de toques de polvos de coloretes sobre los pómulos le mejoraba notoriamente el aspecto, con tener el pelo seco, limpio y bien peinado y llevar la cara recién lavada tenía razones más que suficientes para despreciar toda clase de maquillaje. “La mona, aunque se vista de seda…”, pensaba, a su pesar.

Entre la Melisa del poco esmero ante el cuido personal de cara al exterior, desapercibida por el poco atractivo físico, y la Melisa de profundos y secretos pensamientos distaba todo un mundo. Fría y calculadora como nadie sabía que era, la estrategia de simpatizar con Ismael para hacerle creer que se había ganado su amistad iba enfocada a un cometido que solo ella conocía y que estaba deseosa de llevar a cabo. Iría, como siempre, sin maquillaje alguno con el que se sintiera disfrazada; el pelo limpio y la cara lavada era todo cuanto necesitaba para sentirse bien. Ya se había ganado la confianza de Ismael, por lo que a partir de ahora le resultaría más fácil convencerle. Sabría hacer uso de su frialdad y esperar la ocasión, que se le presentaría cuando menos la esperara. Llegado tal momento pondría, casi de forma automática, su plan en marcha. El éxito solo dependería de ella pues, sin más miembros en su equipo, nada había que esperar de los demás. La clave estaba en saber elegir el día adecuado, fecha que ya Melisa había decidido: San Lorenzo, la fiesta del santo Patrón.

Y, como si de un buen presagio se tratara, Sobania recibió el primer día de fiesta, que se alargaba desde el viernes hasta el domingo, con un sol que contribuía a alegrar las calles e incitaba a hombres, mujeres y niños a no estancarse en las casas. La ciudad estaría tres días engalanada con un sinfín de guirnaldas y banderolas que le daban un aire pinturero y jovial; en la catedral, que llevaba el nombre del Santo Patrón, se celebrarían misas y novenas como ofrendas y las distintas autoridades, vistiendo sus mejores galas, desfilarían en cabeza de la procesión. Los feriantes, pendientes del calendario de festejos y hábiles aduladores de las autoridades en las casas consistoriales, ya tenían expuestas sus mercancías y montados sus tenderetes, para ello no habían escatimado en lisonjas y agasajos a quien fuera menester, así como en procurar dar una imagen precaria y de lástima, hasta conseguir una licencia que le beneficiara de unos metros de terreno en un punto estratégico y lo más céntrico a las principales calles donde tendría lugar los días de fiesta. No eran pocas las visitas que, previa a la fiesta local, los empleados de los distintos departamentos tenían que atender, aunque todo era una calca del año anterior y, sobre todo los más veteranos, sabían encauzar con destreza. Algunos de los que se apresuraban en solicitar la licencia incluso llegaban a creer que el funcionario en cuestión había sido amable con él porque existía cierta confianza entre ambos, cuando la realidad era que la gran mayoría de ellos temía la llegada de la fiesta por el ajetreo extra que les suponía conceder las dichosas licencias.

Melisa esperó a que llegara la tarde para coger una bolsa de tela con cierre de cordón, normalmente usada para portar algunos libros, e introdujo en ella el martillo que le había robado a su padre. Luego metió en ella un par de libros y salió de su habitación. En la cocina cogió una cesta de mimbre con el asa arqueado y que hacía de frutero. En ella introdujo unas madalenas que luego cubrió con un paño blanco de cocina. Asiendo la cesta con una mano y portando en la otra la bolsa, se dirigió a su madre y le pidió permiso para ir a casa de su amiga Paula. Marcela, extrañada, no pudo por menos que preguntar por el motivo de la visita, así como por qué llevaba el frutero de la cocina. Melisa, mintiendo estratégicamente, aclaró que iba a dar una sorpresa a su amiga y a agradecerle que la quisiera ayudar en una duda que se le había presentado sobre el último tema explicado en clase; con respecto al frutero, expuso que era donde mejor podría llevar las madalenas sin que corrieran el riesgo de resquebrajarse o romperse por el peso de los libros.

—¿No puede hacerlo tu hermana? —inquirió la madre.

La respuesta de Melisa fue seca y escueta:

—No.

—¿Y acompañarte?

—Prefiero ir sola, mamá —aclaró, manifestando que la pregunta no le había agradado.

Durante el corto trayecto que separaba la casa de Melisa de la casa de Paula, Melisa fue observando una ciudad emperifollada y dispuesta a acoger a un ingente número de forasteros dispuestos a disfrutar de los eventos dispuestos para la ocasión. Tras llegar a su destino y ser recibida, tuvo que disimular un regocijo interno: Ismael estaba allí.

—¡Paula, tu amiga Melisa! —avisó Zenobia, la madre de Paula, tan pronto vio a la chiquilla.

Melisa, una vez dentro de la casa, levantó escasamente el paño y mostró a la madre de su amiga las madalenas.

—Espero que os guste —apuntó y, hábilmente, ofreció la cesta a la vez que asió firmemente la bolsa para asegurarse tenerla bajo su propiedad en todo momento.

Pronto estuvieron las dos amigas y el novio de Paula entretenidos con sus distracciones, que no eran estas precisamente repasar los apuntes del colegio ni estudiar, pero Melisa comunicó a su amiga que, ante cualquier interrogatorio de cualquiera de las dos madres sobre su visita, debía decir que el único fin era precisamente ese. Luego Melisa supo enfocar el tema principal de conversación en la fiesta y en qué hacer los días que se prolongaban. Ismael, pasado un buen rato, hizo saber a las chicas que deseaba irse.

—Yo también —completó Melisa—, aunque nuestros derroteros son distintos, Ismael.

El camino que debía andar Ismael para llegar a su casa le apartaba de las calles céntricas de la ciudad. El chico cortaba camino adentrándose en el poco transitado barrio de El Lavadero, donde las sinuosas y estrechas calles dificultaban sobremanera el paso de las carretas; en muchas de ellas solo a pie o a lomos de un caballo era posible circular. Apenas anduvo Ismael diez minutos y ya la perspectiva de la ciudad escasamente se asemejaba a lo dejado detrás. Era como si estuviera metido en otra ciudad —más bien un pueblo— donde las autoridades competentes se preocupaban más bien poco de mantenerla adecentada.

Ismael caminaba sin prisas; sabía por dónde pisaba, pues conocía aquel barrio como la palma de su mano. Pero no se esperaba la sorpresa:

—¡Melisa! —dijo al ver a su amiga al girar a la izquierda para doblar la esquina—, pero, ¿qué haces tú aquí? ¿No te ibas a casa?

Melisa, con la cesta donde portó las madalenas sobre el brazo, ofreció al sorprendido chico una sonrisa e, intentando contagiarle su alegría, argumentó:

—Sí, iba a casa, pero he querido tomar un nuevo camino aventurándome por este barrio que apenas conozco, pero creo que me he perdido.

—Vas en el sentido opuesto, ¿lo sabes? —ilustró el chico.

—Algo así me temía… —dudó entre seguir hablando o esperar a que Ismael se pronunciara.

—¡Vamos, te acompaño!

—¡Oh, gracias! Eres todo un caballero —agradeció, con más interés propio que adulación.

Melisa se pegó al costado derecho de Ismael y, aunque él la miró un tanto extrañado, ella supo expresar gratas palabras de agradecimiento que hicieron creer al chico que su amiga obraba con confianza merced a la amistad existente entre ambos.

Cruzaron una calle como si de un matrimonio se tratase, a tenor por la unión entre ambos.

Melisa introdujo su mano libre dentro del canasto y tocó el cabo del martillo.

En la siguiente calle que tomaron no había ni un alma.

—¡Oh, creo que se me ha desatado el cordón de mi bota! —advirtió Melisa.

La caballerosidad del chico no ofrecía dudas ante situaciones como aquella. Flexionó las rodillas y se quedó esperando a que su acompañante le ofreciera la bota con el cordón desatado.

El martillo impactó sobre su cráneo.

Melisa dio un rápido vistazo a uno y a otro lado de la calle; nadie más la transitaba.

Y siguió golpeando la cabeza del ya derrotado Ismael.

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CAPÍTULO IX

E

n casa de Ismael era costumbre abandonar las labores y ocupar los aposentos antes de que llegara la media noche, pero Zenobia echaba en falta la presencia de su hijo y comenzaba a preocuparse. No era frecuente que Ismael llegara tarde a casa, aunque la justificación ganaba lógica si se paraba a pensar que había sido un día festivo. Aun así, la madre del chico no conseguía serenarse ni dejar que el tiempo transcurriera sin más, por lo que no tardó en comunicar a su esposo su preocupación, mas solo encontró palabras contrarias a las que ella esperaba oír, palabras que le sirvieron de consuelo en un principio, pero que a la vez distaban mucho de servirles de tabla de salvación.

Isaías había pasado el día en casa, intentado apartar de su mente todo lo relacionado con la herrería, aunque involuntariamente afluían momentos vividos entre herraje y herraje, habituado como estaba a su trabajo. Que Ismael no hubiera vuelto a casa no era motivo que le preocupara; jamás le había dado un problema y la inquieta personalidad de su hijo era de todo menos preocupante, además, desde que conoció a Paula había ganado en responsabilidad y en seriedad, por lo que un poco de retraso en un día festivo no escapaba de los márgenes de la normalidad en el comportamiento de un chico de su edad.

A Isaías le apeteció encender uno de sus cigarrillos y sentir el ardiente humo en sus pulmones.

—¿Te vas a quedar levantada hasta que llegue? —preguntó tras expulsar sonoramente el oxígeno contaminado y restando importancia a la inquietud de su esposa.

Zenobia no contestó, se limitó a colocarse debidamente una toca calada con la que se cubría los hombros y esperar a que su esposo pronunciara alguna que otra palabra que le sirviera de aliento.

—No te preocupes —serenó—, es un buen chico y, ya sabes, pueden más dos tetas que dos carretas. Andará con ella, con su novia; es lógico pensar que se te escape el tiempo si te rodean sus circunstancias, ¿no crees?

Una resignada mirada dirigida directamente a los ojos de Isaías sirvió a este para que sintiera el agradecimiento con el que su esposa le gratificaba, mas supo que no iba a convencer a la nerviosa madre para que olvidara su preocupación.

—Aguardaré un rato más —dijo a modo de ruego—, ve tu a descansar si te place, yo iré en breve.

Isaías disponía de un reloj biológico en el que encontraba la mejor fidelidad posible y que, además de servirle de alarma, era un fidedigno cronómetro: su vejiga. A las seis de cada madrugada, minuto arriba minuto abajo, el plácido sueño del herrero se veía truncado con una involuntaria e indeseada erección de su miembro viril que, aparte de molesta y para nada aprovechada, le obligaba a abandonar su postura horizontal para erguirse y dirigirse, sin voluntad y como si de un sonámbulo se tratara, al cuarto de aseo donde, sin acierto, expulsaba, con gran desahogo y fuera del lugar destinado para tal fin, el amarillento chorro. El regreso a la cama lo hacía algo más consciente, pero no tardaba en volver a conciliar el sueño. Mas esta vez tuvo su variante el despertar zombi de Isaías. Zenobia, lejos de ocupar la cama con el designado propósito del descanso, aguardaba impaciente y con los ojos abiertos como platos llanos el regreso de su hijo, lo que sorprendió a su esposo.

—Son las seis, ¿verdad? —preguntó.

—Eso dice mi vejiga —respondió casi sin voz el herrero y marcando manualmente sus partes bajas—. ¿Aún estás despierta?

—Ismael no ha vuelto.

—¡Ay! —suspiró Isaías con resignación retomando su lugar de la cama—. Intenta dormir, cielo; preocuparse significa “pre-ocuparse”, o sea, ocuparse por algo antes de tiempo.

Zenobia permaneció inmóvil mientras su esposo se giró y le ofreció la espalda para, en unos minutos, comenzar a dar ronquidos.

Los ladridos de unos perros callejeros la despertaron. Supo en ese instante que se había quedado dormida y creyó acertar cuando supuso que podrían pasar de las siete de la mañana. Saltar de la cama y abrigarse con su bata fue un visto y no visto. Fuera de la habitación tuvo la lucidez de servirse de uno de los candelabros de la pared para disminuir la oscuridad del pasillo, donde por mor de tener puertas y ventanas cerradas la incipiente luz matinal no llegaba. Sus pasos, apresurados, la condujeron hasta la habitación de su hijo. “Habrá llegado cuando me he dormido”, pensaba mientras se acercaba a su destino. Lentamente, con sigilo y procurando no alterar el silencio que reinaba en la casa en aquel momento, giró la manilla de la puerta. Introdujo el candelabro en la habitación y, con la luz, apareció la cama. Estaba desierta.

—¡Isaías, Isaías! —gritó horrorizada.

El plácido sueño de Isaías tornó bruscamente a convertirse en un agitado despertar en el que no atinaba a diferenciar entre sueño y realidad. Una nueva voz de su esposa, que consiguió ponerle de mala leche, le hizo reaccionar más rápido de lo usual e intentar no tardar en acudir a su encuentro, aunque el intento fue fallido por las prisas de Zenobia, que encontró a su marido sentado en la cama intentando calzarse las pantuflas.

—¡Isaías, nuestro hijo no está en casa! —anunció como la que está pidiendo auxilio con el agua al cuello.

—¡Tranquilízate, tranquilízate! —pidió Isaías—, no te alarmes que las prisas no son buenas consejeras. Espera un poco a que me vista y vamos a intentar encontrarle.

Zenobia no pudo contener las lágrimas. Había estado esperando toda la noche y temiendo lo que ahora era una realidad, por lo que su desahogo corporal solo podía manifestarse en forma de llanto.

Las prisas ponían en peligro los corazones de la pareja que, sobresaltados, aceleraban exponencialmente el ritmo cardíaco. Si la telepatía mereció alguna vez ser citada para justificar una coincidencia, la decisión personal y por separado de Zenobia e Isaías de acudir a casa de Paula con la firme esperanza de encontrar allí a su hijo es sin duda la más acertada. Los pocos vecinos que transitaban las calles de Sobania a tan temprana hora se vieron obligados a detenerse y, ante la evidente inquietud del matrimonio, a contestar a la angustiosa pregunta si habían visto a Ismael. Zenobia más que andar corría, con la enagua y los bajos del vestido arremangados y llevando su peso en las manos imitando a las bailarinas de un salón; Isaías hacía lo propio, pero sin más trabajo que el acelerar sus pasos para igualar en velocidad a su esposa. Llegados a casa de sus futuros consuegros, la madre de Ismael no dudó en dar varios toques en la puerta. Sabía que era una hora imprudente para molestar a cualquier vecino y que tal vez con ello creara discordia, mas no le importó; su hijo era más importante que cualquier consecuencia que pudiera conllevar aporrear con insistencia y sin recato la puerta de cualquier casa.

—¡Dios Santo! ¿A qué se debe tanto escándalo? —quiso saber Maite que, sobresaltada y envuelta en una bata, acudió con prontitud y con cierta ira para averiguar quién diantres llamaba de forma tan violenta y en horas tan matinales.

—¡Oh, Maite, créame que lo siento —dijo Zenobia entre sollozos—… se trata de mi hijo, de Ismael, dígame que se encuentra aquí, por favor!

Maite aparcó su ira tan pronto comprobó quiénes eran los que habían violado la paz de su hogar, y dedicó un amistoso vistazo al acompañante de Zenobia.

—¿Su hijo? No, ¿cómo va a estar aquí a estas horas?

Zenobia, tras la respuesta obtenida, supo que su raciocinio no había sido el más acertado, y pensó que tal vez hubiera obtenido más éxito preguntar si sabía algo de su hijo o cuándo fue la última vez que le había visto.

—Estamos muy preocupados, Maite —enderezó su desacierto —, solo queremos saber si estuvo aquí ayer o si Paula puede decirnos algo sobre su paradero.

—¿Debo dar por hecho que ha pernoctado sin vuestro consentimiento?

—Así es, Maite —se lamentó Zenobia llorosa y compungida.

—¡Vaya! No esperaba tal cosa de Ismael. Estuvo aquí ayer por la tarde —dijo Maite antes de percatarse de que no era costumbre que practicara mantener a la visita en la puerta por mucho tiempo—… pero, pasen, hablemos dentro.

Una vez en el salón, la dueña de la casa prosiguió:

—Ismael estuvo aquí ayer por la tarde, como os he dicho, con Paula… creo… creo que ella tenía que repasar algunos deberes, no estoy segura. De todos modos, iré a preguntarle a Paula… y no se preocupe, Zenobia, es muy temprano y ayer fue fiesta… pronto aparecerá. Iré a ver si mi hija está en su habitación y, si es así, le preguntaré por su novio. Esperen un momento, por favor, vuelvo enseguida.

Maite, tan pronto dio la espalda a la visita, se detuvo para permitir refrescar su mente, que le trajo un recuerdo reciente. Y dijo:

—Esa chica, la amiga de mi hija, ¿cómo se llama? Ah, sí, Melisa. Ella también estuvo aquí. Nos trajo unas madalenas y me dijo que venía a hacer los deberes con Paula, aunque supe que su intención era ganarse mi confianza para que la dejara estar aquí más tiempo. Bueno, voy a ver si mi hija está disponible.

—La soledad en la que quedó el preocupado matrimonio mientras esperaba pacientemente el regreso de Maite desapareció con la presencia de otro Isaías, el padre de Paula, que intentaba disimular su desnudez bajo un acolchado albornoz, rojo amaranto con vivos blancos en el cuello, y unas abrigadas zapatillas. Su aspecto, a pesar de la falta de cuido por el repentino despertar, revelaba que era un hombre preocupado por su imagen.

—Buenos días, Tocayo y su señora —saludó intentando transmitir tranquilidad a la pareja—. Si os sirve de consuelo, os comunico que queda disculpada vuestra violentada presencia, perturbadora de mi sueño que, para un madrugador marchante como yo, no es poco. No he podido evitar oír vuestros comentarios y, ante tal situación, que espero solo sea producto del nerviosismo y, ojalá, de la falta de experiencia ante situaciones adversas, no puedo por menos que unirme a vuestra causa y brindaros mi más ferviente ayuda.

—Gracias, Isaías —agradeció el tocayo brindando su mano.

—Pero, siéntense, por favor —pidió indicando el más cómodo de los butacones del salón—… Supongo que no han desayunado, ¿me equivoco?

—No se preocupes, Isaías —agradeció Zenobia—, nuestra única prioridad es dar con nuestro hijo cuanto antes… gracias.

Al anfitrión le pudo momentáneamente la indolencia, resultado lógico si se tenía en cuenta la hora que era, pero reaccionó de inmediato e insistió en servir un aromático café recién hecho, por lo que la visita, que andaba mermada de voluntad para enfrascarse en innecesarias discusiones, aceptó la invitación sin mentar palabra.

—Volveré en unos minutos —avisó—, pónganse ustedes cómodos, por favor, están en vuestra casa.

Fue Maite la que apareció en el salón cuando los preocupados padres de Ismael no llevaban más de un minuto a solas, aunque un instante después, antes de que Maite hubiera dispuesto de tiempo para hablar, apareció Paula, seria, con sus ojos escudados detrás de sus gafas.

—Pues —dijo Maite con notoria fragilidad—… mi hija dice que Ismael salió de aquí antes de las nueve de la noche… él y Melisa, los dos se marcharon juntos.

—Buenas días, señor —saludó Paula dedicando una cortés mirada a Isaías—. Señora —saludó a Zenobia haciendo lo propio— … ¿qué ocurre?

Maite no dejó hablar a sus invitados, pues creyó oportuno no martirizar a la pareja con preguntas que ellos mismos se hacían.

—Me has dicho que Ismael estuvo aquí hasta tarde, ¿verdad, hija? Pero, ¿hasta cuándo?

—No lo sé exactamente, mamá…sobre las ocho, tal vez las nueve, no lo sé con exactitud —aclaró Paula con evidentes signos de pesadumbre.

—Tranquila, hija —pidió Isaías, el invitado—, tiene razón tu madre. Ismael es muy joven y tal vez se haya entretenido con algún amigo… ya aparecerá…

—El café no tardará en estar a punto para alegrar la mañana —avisó Isaías, el anfitrión, entrando en el salón con expresión jovial e interrumpiendo la plática de su tocayo. Luego, cuando acertó a entender que la tertulia no estaba de ánimos como para sonreír toda gracia ocurrente, calló y, en lo sucesivo, procuró contener su júbilo y mostrar más empatía.

Fue Zenobia la que dedujo que allí, en aquella casa y dadas las circunstancias, solo hacía perder el tiempo, a la vez que la incertidumbre sobre el paradero de su hijo la transportaba a un desconcierto cada vez mayor. Era de vital importancia moverse y pregonar a los cuatro vientos la noticia; tal vez quisiera así aliarse la suerte —si no toda sí en parte— con ella y con su esposo y pudiera quedar todo en agua de borrajas más bien pronto que tarde. Si pasadas un par de horas no aparecían noticias sobre Ismael, el siguiente paso a dar sería denunciar los hechos ante la policía.

—No demoraremos la visita por más tiempo —perdonadnos anunció Zenobia—… tomaremos el café y recorreremos las calles de la ciudad a ver si Dios nos quiere alegrar el día con la aparición de mi hijo.

—Yo os acompañaré —dijo de manera tajante Paula.

Su madre la miró de soslayo y compendió su interés, por lo que no opuso objeción.

—Aprovecha mientras que nuestros invitados se acaban sus cafés y arréglate un poco, anda —pidió aprobando la súbita decisión de su hija.

Decidir si recorrer las calles juntos o por separado fue cuestión que se resolvió en unos segundos, ganando la segunda opción por el aventajado promedio de resultado positivo que daba matemáticamente. Isaías, el padre de Paula, se dirigiría hacia el Este y acabaría en la misma entrada de la ciudad; Zenobia pondría rumbo hacia el oeste y llegaría hasta la calle Palacios; Paula marcharía hacia el sur y tomaría como frontera el Paseo de los Claveles; el otro Isaías, el padre del desaparecido, recorrería la ciudad yendo hacia el norte, lo que le conduciría al barrio de El Lavadero. Tras un intenso asedio peatonal, molesto alguna que otra vez para algún que otro viandante, y después de un cuarto de hora de caminar aligeradamente y dándole a la vista un trabajo exhaustivo, Isaías bajó de la acera por la que caminaba para recuperarla de nuevo tras unos pasos. A su derecha dejaba una estrecha calle que había despreciado, aunque giró la cabeza instintivamente, como si algo le exigiera dar un vistazo antes de volver a subir a la acera y seguir. De pronto se detuvo. Un hombre de espaldas parecía tener los pies fijados al suelo como si fuera una estatua. Incluso su color, oscuro y monocromo como la sombra que aún se cernía sobre la angosta calle, hacía dudar que fuera real. Aquel irreconocible ser tenía su mirada fija en el suelo, inmóvil como él. Isaías agudizó la mirada y, lentamente, dio los primeros pasos hacia el objetivo. Lo que estaba en el suelo parecía una persona. “¿por qué no se mueve el que está de pie?

—¡Eh, eh! —alertó.

El que parecía una estatua dio un respingo. En ese momento desechó Isaías la confusa idea de que no era un ser humano. El hombre, sin pensarlo dos veces, huyó de la escena como un jabato herido que teme por su muerte y dejó al descubierto un cadáver con la cara destrozada y sin zapatos. Cuando Isaías llegó hasta él supo que la búsqueda de su hijo acababa de concluir.

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CAPÍTULO X

I

I

nterrumpir radicalmente la fiesta y vestir a la ciudad de luto por lo ocurrido era, para los ojos del alcalde y de su equipo de gobierno, inadmisible. No por ello era la mejor opción correr un tupido velo y proseguir como si tal cosa, pues mostrar las condolencias a los familiares de un adolescente e hijo de la ciudad fallecido era, ante todo, prioritario. Y eso fue lo que obtuvo la familia del desafortunado Ismael: el pésame en su más escueta porción por parte del alcalde de la ciudad y un par de concejales que quisieron unirse al acto del sepelio.

La simpatía y el electrizante temperamento del joven Ismael permanecerían en su ataúd, como él. Las ganas de vivir y la ilusión de sus padres también parecían ocupar un espacio en aquella caja de madera. Paula creía estar viviendo un mal sueño, una angustiosa pesadilla que la tenía atrapada y de la que no podía salir. Fue un golpe difícil de encajar para los que conocían al chico, doloroso, muy doloroso para sus amigos e insoportable y temeroso, porque amenazaba con arrastrar a la locura, para los que perdían a su único hijo.

Tras decretarse una semana de luto, prolongada desde el día del entierro hasta celebrada la misa de difuntos, y con las fiestas patronales languideciendo en el recuerdo, se reanudaba la normalidad por las calles de Sobania. Los colegios, los mercados y los negocios en general comenzaban con sus rutinas. No había caído en saco roto la muerte de Ismael, pero la vida seguía y un fatal desenlace como el ocurrido no iba a detener el dinamismo de la ciudad.

Ante la falta de pruebas, Beatriz creyó prudente mantenerse callada al respecto, mas no podía evitar sospechar de su hermana y, ante el acierto de encontrarse sola y teniendo la certeza de que sus padres rebatirían cualquier cosa que dijera, decidió esperar hasta encontrar una prueba que amparara su sospecha. Por otra parte, Melisa había mostrado en toda ocasión su lado más frágil, tanto al “enterarse” de la noticia como cada vez que se terciaba la pérdida de Ismael como tema de conversación, dejando rodar por sus mejillas unas forzadas lágrimas, que convencían como las más involuntarias, y mostrando a los demás su cara más compungida, así como la mayor de sus tristezas. Asimismo, lejos de sentir aprensión por ser descubierta, la astucia y frialdad empleadas para dejar nuevamente en el trastero de su padre el martillo que había cogido la hacían sentirse segura de sí misma y vanagloriarse por su habilidad.

Arturo, fiel a su dedicación al bricolaje, se sorprendió una tarde al ver el martillo que había estado echando de menos colocado en el lugar que tenía reservado para su reposo.

II

En el Distrito 3 de la Jefatura de Policía de Sobania, el inspector Fernández, hombre seco y de un destacado perfil óseo que recordaba las pinturas del antiguo Egipto, trataba de encontrar un hilo conductor que le llevara hasta el único sospechoso que existía que, por el momento, solo era una sombra.

Isaías, intentando superar el estado de shock tras despedirse por última vez de su hijo en el cementerio de la ciudad, fue el primero en ser llamado para prestar declaración. Solo pudo explicar que no logró ver la cara del sospechoso, que este salió corriendo como un poseso y que no tardó en perderlo de vista, y que al ver a su hijo con la cara cubierta de sangre y tirado en el suelo no pensó en nada más que en comprobar, con una mínima esperanza, si estaba aún con vida. Ante la pregunta formulada por el inspector si había visto al sospechoso portando algún arma blanca, el declarante negó moviendo varias veces la cabeza de lado a lado. Por tanto, ante la evidente falta de pruebas y la escasez de detalles para intentar hacer un retrato robot —de nada servía hacer un dibujo de un hombre de espaldas que no muestra la cara y que, además, va corriendo—, los datos reunidos para comenzar a esclarecer los hechos era lo más próximo al cero… o el cero mismo.

Isaías abandonó la Jefatura de Policía tras permanecer allí prestando declaración más tiempo del que había imaginado y solo tras pedir reiteradas veces si podía irse a su casa, donde le esperaba su mujer que, ahora más que nunca, necesitaba tenerle cerca.

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CAPÍTULO XI

I

A

unque tanto la policía como los cargos políticos hicieron todo lo posible para que la tragedia ocurrida a Ismael no aguara la fiesta, la trágica muerte del joven no podía volatilizarse sin más. La gente especulaba sin argumentos que sujetaran sus teorías, hablar por hablar la mayoría de las veces; necios creídos que mantenían la absurda ideología de demostrar que se sabe más cuanto más se habla y que acompañaban sus inventadas hipótesis con mentiras que llegaban como salvación de sus innecesarias e inútiles arengas.

La muerte del alocado Ismael cargó de tristeza muchos hogares de Sobania y dejó un profundo vacío en su grupo de amigos. Ni que decir tengo que Paula fue una de las más afectadas. A esta le sirvió de muy poco el consuelo que tanto su madre como su padre trataban de darle, e incluso temieron por su vida, pues el apetito, entre otras cosas de menor incumbencia, desapareció de entre sus necesidades durante varios días. Gracias a las constantes visitas de sus apenadas amigas pudo encontrar Paula un asidero donde atar su necesidad fisiológica más vital pues, obedeciendo por fin el reiterativo consejo de su amiga Silvia, permitió que un mendrugo de pan le llegara al estómago. La lograda gesta de la hacendosa amiga fue agradecida enormemente por Maite, la madre de la desfallecida. Fue tras pasar la primera quincena sin poder contar con la presencia física de Ismael cuando las aguas intentaron volver a su cauce. Paula, que desde su primer mendrugo de pan había empezado a alimentarse con cierta normalidad, comenzaba a ganar fuerzas, para alivio de sus padres que pudieron respirar aliviados al ver el avance de su hija. De similar modo se vivió la vuelta a lo cotidiano en las demás familias, las consideradas familias amigas por parte de Isaías y Maite. Por otra parte, el matrimonio que había perdido a su hijo se mostró agradecido por los apoyos recibidos, aunque tales apoyos fueron insuficientes para ocupar el inmenso vacío que había adquirido cada rincón de aquella, desde la desaparición de Ismael, triste casa. La inesperada muerte de aquel pizpireta y locuaz joven sumió a la pareja en un estado de imbatible congoja que no pudo superar por el resto de sus días.

Visto desde un punto de vista neutral y ajeno a cuanto había ocurrido en Sobania, la ciudad parecía haber recuperado el cien por cien de su ritmo, dinamismo que volvió a ser real en cuanto la gente volvió a dedicar gran parte del día al trabajo. El negocio de la fábrica de cueros no podía verse afectado por adversidad alguna y, una vez transcurridos los días festivos locales, el silbido de entrada sonó puntual como cada mañana, dando lugar a la apertura de la puerta de entrada para disponer del acceso a todos los empleados. El funcionamiento de las máquinas, que para nada habían perdido su monocorde sonido, exigía a los empleados un ritmo de trabajo dinámico, lo que podía verse varias horas más tarde reflejado en números, anticipados estos a lo que cada trabajador podría generar como beneficio en la empresa. Francisco no podía demostrar debilidad ante sus trabajadores y, consciente de que debía mostrarse serio y respetuoso, supo mantener su postura para seguir ganándose el respeto de los empleados.

El asesino jamás fue descubierto, toda pesquisa policial quedó en hipótesis y en inútiles conjeturas que a nada condujeron, y poco a poco, con el transcurrir inexorable de los días y los meses, cada cual asumió su otra vida, la vida que marcaba un antes y un después tras la muerte de Ismael. Sobania ocultaba a un asesino; podría ser cualquiera, aunque toda sospecha apuntaba a que era un hombre de estatura media. A todas luces era de lelos pensar que algún día se le pudiera poner cara a una sombra. Asimismo, había una persona en la ciudad que pensaba diferente al resto: Beatriz. Aunque carecía de una ínfima prueba que pudiera incriminar a la que para ella era la principal sospechosa, los cabos que ataba la transportaban a la misma que, según ella, tenía que haber sido detenida por la muerte de Tadeo: su hermana Melisa. Pero culpar a su hermana sería topar con la muralla defensiva de sus padres, tal como sucedió tras la muerte de Tadeo, por ello debía permanecer pasiva, no mostrar indicio de que sospechaba de su hermana y evitar en lo posible toda pregunta que pudiera poner en aprietos a Melisa, al menos ante sus padres.

II

Se acercaba el mes de agosto y tanto los colegios como los institutos cerraban por vacaciones. El profesor Silvano, al igual que todos sus colegas, había preparado los últimos exámenes del curso y los había dejado sobre los pupitres, así, una vez que cada alumna ocupara su asiento, solo tendría que explicar cómo podían encauzar el examen y cronometrar el tiempo. No encontró óbice alguno mientras paseaba por los dos pasillos que dejaban los pupitres y las bancas dando un vistazo aquí y acullá mientras las alumnas, que habían entrado un tanto alborotadas, dedicaban toda su atención a responder lo mejor posible a las preguntas del examen, y solo el alarmante reloj despertador que marcaba el tiempo para responder a las diez preguntas del examen irrumpió la paz de la clase. Refugiado en su trabajo y tratando de no pensar en nada más, el profesor intentaba olvidar la desagradable sorpresa de haber encontrado a Silvia y a Melisa en el hueco de la escalera. Jamás pudo imaginar que vería algo así, y menos aún en su lugar de trabajo. Aun así, si alguien más que él tenía que saber de la relación que mantenían las dos chicas no sería por su boca. Pero las buenas intenciones del profesor no recalaban en la mente de Melisa, que andaba últimamente adusta y esquiva y su comportamiento era hostil y huraño. La razón de todo ello se encontraba en la sequedad que encontraba en Silvia cada vez que intentaba mantener una conversación con ella. Sabía que la muerte de Ismael había alterado la paz de Silvia, como a todas las demás, pero deseaba volver a acariciar su piel, sentir el sedoso tacto de sus manos, y deseaba volver a besarla. Pero la Silvia de cara angelical había desaparecido, ahora sus bellos ojos solo mostraban tristeza y pena, congoja y angustia, dolor y enojo, y el tiempo transcurrido parecía no haber pasado para ella. Todo intento de aproximación de Melisa encontraba un vacuo espacio que a Silvia parecía no importarle y, a pesar de su constancia, solo aparecía el desapego y la hostilidad. Tales frustraciones solo servían para encolerizar a Melisa, que no veía recompensada su ansia por olvidarlo todo y pasar tardes enteras con la única presencia de la chica que amaba. “Necesito estar sola”, acertó a objetar Silvia una tarde que Melisa intentaba empatizar con ella y hacerle ver que, a pesar de la tristeza que mostraba en aquellos momentos, seguía siendo la persona más importante de su vida. Las palabras de Silvia, cargadas de desánimo, llevaban un tinte agrio y un claro mensaje que Melisa captó in fraganti: Dame tiempo.

“No es solo que esté abatida por la muerte de Ismael, en todo esto tiene mucho que ver el imbécil del profesor Silvano”, pensaba Melisa mientras se alejaba y dejaba detrás de sí a Silvia aquella tarde en la que había decidido que era mejor dejar que las aguas volvieran a su cauce por sí solas. Entonces fue cuando se percató del odio que sentía por el profesor Silvano.

Y el odio de Melisa crecía exponencialmente, oculto tras su pecosa cara y callado como el que nace sordomudo. Quería hacerle daño, debía hacerle daño, le haría daño… iba a hacerle daño.

El profesor se encontraba en la sala de estudios —era además la biblioteca—, el mejor lugar que encontraba para ordenar su portafolios sin ser molestado. Normalmente era la zona más tranquila del instituto; salvo algún que otro alumno en horas puntuales, la soledad era la única compañera que encontraba el profesor cada vez que acudía a aquel apacible lugar. Dejó el asiento que ocupaba para buscar entre los libros algo que necesitó y volvió al rato leyendo mientras regresaba. Retomó su asiento y tomó unos apuntes. Una de las estanterías le quedaba justamente a la espalda. Oyó un ruido, se giró, pero no vio a nadie y siguió con su quehacer. Un nuevo ruido volvió a distraerle. Volvió a girarse y no pudo esquivar la estantería que se le venía encima, aunque sí pudo ver entre los libros a Melisa, que mantenía una cara de ira que, a pesar del escaso tiempo que duró su visión, le hizo sentir pavura.

No fue mucho tiempo el que permaneció bajo la estantería el profesor. Y fue por mor del profesor Ángel que, casi con idénticas intenciones que el profesor Silvano, acudió a la sala de estudios. Lo primero que sintió fue sorpresa al ver los libros regados por doquier, sorpresa que continuó cuando vio la estantería recostada sobre la mesa, y luego se asustó cuando vio un brazo que sobresalía de la estantería. Se apresuró a socorrer a la persona que estuviera aprisionada bajo el mentado mueble que, no sin esfuerzo, logró poner en posición vertical, para alivio de la víctima. Se abstuvo de pedir ayuda, lo que pensó hacer desde el primer momento, cuando comprobó que el profesor Silvano estaba consciente; un hilo de sangre le corría desde la nariz hasta la comisura de la boca.

—¡Profesor, profesor! —repetía mientras sacaba un pañuelo de uno de los bolsillos de su pantalón e intentaba taponar la herida —¿Se encuentra usted bien?

—¡Maldita… maldita! —logró decir el herido bajo su aturdimiento.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el profesor Ángel.

—Me ha roto la nariz…. ¡Maldita… maldita!

—¿Qué dice, profesor? ¿Quién la ha hecho esto?

—Ha sido Melisa… ha sido Melisa… me ha roto la nariz.

III

A pesar de la hinchazón de su cara, el doctor que atendió al profesor Silvano en el hospital no vio gravedad en su paciente. Tras un primer examen vino un aparatoso vendaje facial que hacía parecer al profesor una momia. Tras unas horas, en las que el dolor fue paliado levemente a base de calmantes, el profesor Silvano, acompañado por su colega, el profesor Ángel, abandonó el hospital llevando entre sus cosas la primera cita para levantar la cura. Esto ocurriría una semana después, y para aquel entonces ya había acudido a la Jefatura de Policía a poner la denuncia.

Era su palabra contra la de ella, la palabra de un profesor contra la de una alumna. Salvo la malograda nariz, que tardó en volver a su originaria forma, el profesor Silvano no podía ampararse en ninguna otra prueba para culpar a Melisa de lo ocurrido, y tampoco su desdichado apéndice reunía una prueba fehaciente para incriminar a la chica. Fue por ello por lo que el Jefe de Policía le advirtió, tras la denuncia puesta por el profesor, que se anduviera con cuidado, pues las consecuencias de no ganar en un posible juicio serían nefastas para su carrera.

—¿No son suficientes entonces los partes médicos y la declaración de mi testigo? —quiso saber— Le recuerdo que mi nariz no va a quedar igual que estaba y que vi con mis propios ojos a esa maldita chica detrás de la estantería.

—El abogado defensor, estoy seguro, excusará a su cliente diciendo que la estantería pudo perder su postura vertical por cualquier motivo que la desequilibrara… Usted ha dicho que se había levantado unos segundos antes a coger uno de los libros…

—Sí, pero no de la estantería que estaba a mi espalda, joder —cortó—, acudí a la que queda junto a la pared, que está más lejos de la mesa.

—Así y todo, profesor —trató de serenar el policía—, pudo haber ocurrido de igual manera.

—¡Y un cuerno!… Perdón, inspector —se disculpó—, me estoy dejando llevar por mi alterado estado. Lo que quiero decir es que sé lo que vi, y esa chica estaba allí, con la cara de ira más temible que he visto en mi vida. Fue, ella, agente, fue ella la que empujó la estantería contra mí.

Era obligatorio que Melisa fuera llamada para declarar, por lo que el inspector Fernández, que no había olvidado el caso de Ismael, envió a un par de agentes a por la chica exigiéndoles la voluntariedad de esta. Los agentes no encontraron fácil la tarea encomendada, pues Arturo, el padre de Melisa, se mostró con aridez y desgana ante la petición de los agentes. Fue Marcela la que, intentando apaciguar los ánimos de su marido, tranquilizó a los agentes pidiéndoles que le dieran un corto espacio de tiempo para que se arreglaran antes de acompañarles. Los agentes aguardaron pacientemente dando por fructuoso su trabajo. Mientras esperaban, Marcela pidió a su hija que la acompañara a su habitación. Allí le exigió, con cara de no haber tenido en mucho tiempo un minuto de felicidad, que le explicara el motivo por el que tenía a un par de agentes esperando en el salón. La muda respuesta de Melisa crispó aún más los nervios de Marcela, que a un suspiro estuvo de marcarle los dedos de su mano en el rostro de su hija; la llegada de su marido fue lo que obró el milagro, para alivio de Melisa.

—¿Qué cojones ha pasado? —requirió Arturo— ¿Por qué quieren los agentes que vayas a declarar? ¿Qué me estoy perdiendo? ¡Vamos, contesta!

—No he hecho nada… lo juro —dijo Melisa dejando entrever unas fingidas lágrimas.

Unas horas después, Marcela, acompañada por un par de policías, se presentó en la Jefatura de Policía con su hija pequeña; los agentes encargados de tal encargo dieron por buena su labor tras presentar al Inspector Fernández a la chica.

—Le acompaña su madre, inspector —dijo uno de los agentes—, la señora Marcela…

—Marcela Labrados —socorrió Marcela con inteligencia—, soy la esposa de Arturo Cienfuegos, le conoce usted, ¿verdad?

—¡Oh, sí!, por supuesto; el empresario, el dueño de la fábrica de cueros. ¿Cómo no iba a conocerle? Siéntense, por favor —pidió caballerosamente.

Melisa mostraba una cara entre benefactora del amparo materno e indignación innecesaria, y decidió permanecer detrás de su madre todo el tiempo que le fuera posible, aunque este no fue mucho ya que el inspector Fernández, tras una leve mirada de soslayo a la joven, seguida de un breve e incómodo silencio y una mirada más directa después, comenzó a poner en aprietos a Melisa.

—¿Sabes cuál ha sido el motivo por el que se ha requerido tu presencia, joven? —preguntó mostrándose serio.

—Bueno… me han dicho que tenía… que tenía que declarar…, pero no sé qué —contestó Melisa sin cambiar su gesto de inocente.

—¿Eres alumna del profesor Silvano?

—Sí, lo soy.

El inspector Fernández explicó, de la manera más parsimoniosa que le fue posible, que el profesor Silvano la había denunciado tras haber sufrido una agresión, pero, tanto Melisa como su madre, interrumpieron varias veces la información que el sereno hombre intentaba dar, aunque consiguió acabar de hacerlo.

—¿Dónde estabas el viernes pasado sobre el mediodía, Melisa? Eran horas lectivas, creo —preguntó.

—En clase… estamos últimamente de exámenes y hay poco tiempo para todo lo demás.

—¿Y qué hacías en la sala de estudios en horas de clase?

—¿En la sala de estudios yo? ¡Oh, no… no, señor… se equivoca!

—Él te vio, Melisa —asestó apoyando los puños sobre la mesa que mediaba entre él, Melisa y su madre—, afirma que te vio antes de recibir el impacto del mueble.

—Le repito, señor, que yo… que yo no estaba allí… eso es una mentira —se defendió, mostrando ahora cara de indefensa, Melisa.

—Sí estuviste allí, Melisa, estás mintiendo y estás engañando a tu madre, pero a mí no me engañas. Estás min…

Marcela no permitió la prolongación del inspector y, abandonando de un respingo su asiento, protestó en defensa de su hija increpando al inspector por tomarse demasiado a la ligera el comentario de un hombre que había hablado sin el amparo de un testigo.

—¿Cómo puede usted no dudar de la palabra de un profesor y sí de la de mi hija? ¡Esto es una insolencia! ¡Vámonos, Melisa! —ordenó a su hija y, en un pis-pas, el inspector se quedó nuevamente solo.

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CAPÍTULO XII

I

N

o esperaba visitas, por eso se asombró cuando su madre le dijo que Laura y Silvia habían venido a verla.

—Te están esperando abajo —le dijo.

Beatriz bajó rauda las escaleras y dio con las chicas en unos segundos. Tanto la una como la otra mostraban rostros serios.

—¿Qué tal? —saludó algo asustada Beatriz.

—Hemos venido a hablar contigo —contestó Silvia tras haber respondido ambas al saludo.

—¿Y bien?

—Vamos a tu cuarto, ¿te parece? —exigió Silvia.

En la intimidad de la habitación, las que se habían presentado sin previo aviso advirtieron a Beatriz de que no le iba a gustar lo que oiría; eso concretamente lo dijo Laura.

—Pues…, si no queréis ponerme más nerviosa de lo que ya estoy, ¿por qué no comenzáis de una vez? —alentó valientemente Beatriz y optó, involuntariamente y merced a su incertidumbre, por descansar sus posaderas sobre el colchón de su cama. Las demás la copiaron y se situaron a ambos flancos de ella.

—Bea —llamó cariñosamente Silvia a Beatriz usando tal diminutivo—, sé que mi relación… mi relación…, ya sabes, mi relación con tu hermana, sé que nunca supuso un problema para ti, que la has apoyado en todo momento, y eso me dio fuerzas para no frenar mis verdaderos sentimientos y… bueno, sé que ese tipo de relaciones no está bien visto, pero…

—¿Adónde quieres ir a pasar, Silvia? —cortó Beatriz.

—Creo que lo que Silvia trata de decir —arguyó Laura en defensa de Silvia— es que agradece tu apoyo y tu silencio para con tus padres y…

—¡Déjalo, Laura! —solicitó Silvia—. Puedo hacerlo yo, gracias.

Beatriz dejó de dirigir su mirada a Laura para volverla nuevamente a Silvia. Lo que su amiga le pidió no se lo esperaba. Daba por hecho que la relación que mantenía Silvia con su hermana no iba a ser un camino de rosas, pero, a pesar de que ella más que nadie conocía la inestabilidad de su hermana, sabía que su amiga la amaba, por ello no supo qué decir cuando la que hablaba en aquellos momentos, sin atreverse a levantar la mirada y sin poder evitar que a sus ojos acudieran un par de lágrimas, la dejó helada con un “voy a dejarla, y te agradecería muchísimo que se lo hagas saber, pues a mí se me hace un mundo dar ese paso”.

Había acabado, se había muerto —tal vez para siempre— el deseo carnal que Silvia sentía por la hermana pecosa que tanto había cuidado Beatriz y que últimamente solo le acarreaba disgustos. “Tal vez eso sea lo mejor”, pensó Beatriz cuando volvió a quedarse sola en su aposento. Por el fraternal cariño que le profesaba a su amiga Silvia y por tratarse de que con la otra parte estaba unida con lazos sanguíneos, tener que ser la transmisora de la petición que le había sido demandada no le iba a resultar nada fácil. Mas, a pesar de quedarse entristecida y con la mente un tanto embotada tras la noticia, una vez asimilada la realidad comprendió que existía un problema que le provocaba más pesar, sobre todo por no llegar a entenderlo: el comportamiento contrariado que mostraba su hermana con los chicos. A Beatriz se le antojaba una cábala indescifrable, y culpó mucho de ello al ensañado pasado que arrostraba Melisa. Nunca pudo demostrar, aunque para ella hubiera sido un trauma difícil de superar en aquellos momentos en que hubiera dado la vida por su hermana, que Melisa fuera la responsable de la muerte de Tadeo, como tampoco fue capaz de conseguir una prueba para incriminarla por la salvaje agresión que recibió Francisco, su novio, y de igual manera ocurrió con el malogrado Ismael, y con el profesor Silvano. Todos eran varones que, de una manera u otra, y solo a los ojos de la propia Melisa, le causaban a esta alguna discordia: Tadeo había llegado cuando Melisa y Beatriz comenzaban con su relación, y los celos, ya que entre Tadeo y Beatriz hubo cierto feeling, pudieron influir negativamente en la mene de su hermana; en cuanto a Francisco, Beatriz se declinaba por otro tipo de celos, los que dan la intrusión en la familia de un ser desconocido que, además, congenia a las mil maravillas y se gana la confianza del patriarca de tal manera que llega a ocupar uno de los principales puestos de la empresa; con respecto a Ismael, que ya ocupaba el tercero en la lista y era el segundo fallecido, las sospechas hicieron que Beatriz dejara de ver a su hermana como a un ser humano para verla como a un monstruo; y en lo tocante al profesor Silvano no había duda alguna que pudiera ser óbice en la acusación que mantenía sobre su hermana: el profesor vio a su agresor. Por todo ello, transmitir a la pequeña de la casa que su novia no quería saber nada más de ella y esperar a verla llorar sin ofrecerle su hombro como consuelo, como hubiera hecho en otras circunstancias, podría resultarle incluso satisfactorio. Y no quiso esperar Beatriz que la tristeza y el sufrimiento de su hermana se postergase. Había hecho daño y ya iba siendo hora de que comenzase a pagar por ello. Ante tal decisión, Beatriz sintió miedo de sí misma, pues nunca antes su odio se le había manifestado tan intenso y tan atrevido. Y en la primera ocasión que tuvo zampó a Melisa, de la manera más nociva, el encargo que Silvia le había encomendado. Si hacía daño, no le importaba. Las consecuencias que acarrearon hacer de mensajera no fueron precisamente gratas para Beatriz, pues su hermana, gritando hasta correr el riesgo de hacer peligrar sus cuerdas vocales, la llamó embustera, cruel, mala y algún que otro calificativo, aún peor, que no creo necesario citar. A partir de ese momento Melisa supo que no podría contar más con su tabla de salvación, aunque hacía ya tiempo que tal cosa no existía.

II

Se había relajado más de lo acostumbrado, y fue motivo suficiente para, espontánea y casi involuntariamente, elevar los pies hasta colocarlos encima de la mesa escritorio. No era costumbre que practicara el inspector Fernández, pero, al estar solo, se había dejado llevar por el impudor y por la desvergüenza. No tardó mucho en que su holgazana postura se viera abortada; la brusquedad con la que uno de los policías abrió la puerta fue la culpable.

—¿Inspector?, hay una señorita que desea hablar con usted. Dice que es la hija del señor Arturo, el dueño de…

—Sí, sí —cortó el inspector tras llevar los pies de nuevo al suelo en un acto reflejo—hágala pasar, por favor.

Beatriz, una vez sentada frente al inspector, dijo tener algo que contar que tal vez fuera interesante.

—Explícate —alentó el inspector, siendo desde ese momento todo oídos.

Beatriz pensó que no podía mostrar fragilidad; había ido con el firme propósito de denunciar a su hermana y tal decisión requería rigor. Había presagiado que aparecerían los nervios, que sentiría una opresión en el pecho que le dificultaría la respiración y le pondría la voz trémula, pero contaba con su entereza, con su madurez y con la seguridad de querer hacer lo que estaba haciendo.

—Se trata de mi hermana, señor, de Melisa —prosiguió sin ser capaz de levantar la mirada; el hecho de sentir los ojos del inspector clavados en ella la enrojecería aún más, y quería evitar tal desagrado—, creo… creo que fue ella la que… la que…, bueno… la culpable de la muerte de Ismael.

El asombro llegó al inspector tan repentina e inesperadamente que no pudo articular palabra en los sucesivos segundos.

—¿Por qué dices eso, Beatriz? —logró decir al fin.

—Siempre he tenido… he sospechado de mi hermana, inspector —siguió la denunciante—. Ha sido una sospecha tras otra… yo, yo…

—Vamos, Beatriz —animó el profesor a la vez que brindó a la chica un vaso de agua—, tranquilízate, toma, bebe un sorbo de agua y no tengas prisa en seguir hablando.

—El día que Ismael fue asesinado, mi… mi hermana estaba… había ido a casa de Paula, amiga nuestra y novia de Ismael. De allí salieron juntos y…, bueno, cada uno cogió un derrotero distinto, pero… pero me atrevería jurar que… que mi hermana cambió su ruta, que esperó a Ismael en cualquier esquina y le golpeó hasta darlo por muerto… yo….

—¡Santo Dios! ¿Crees estar segura de lo que dices, hija? —avisó el inspector.

—Yo…, verá usted…, no es… no es la primera sospecha que tengo de mi hermana.

Tras un dilatado soliloquio, apenas interrumpido por un atentísimo inspector Fernández, Beatriz descargó cuanta sospecha tenía de su hermana. Recorrió en él, además de lo ya explicado, la muerte de Tadeo, la agresión que recibió Francisco y el “accidente” que sufrió el profesor Silvano. Del profesor destacó que él mismo había aclarado haber visto a Melisa tras el mueble que se le vino encima; sobre su novio mencionó la causa que pudo llevar a Melisa a quererle hacer daño: los celos, celos por la envidiable acogida que recibió el chico en su familia; en cuanto a Ismael puso hincapié en la inesperada confianza que depositó en él tras haberle despreciado en un principio; en lo referente a Tadeo, Beatriz necesitó beber un segundo trago de agua y tomarse un respiro, y finalmente concluyó, a su pesar, revelando el secreto que jamás creyó revelar: la relación de su hermana con Silvia, revelación que le inundó los ojos de lágrimas y retrasó sobremanera su denunciante monólogo.

—Son muchas coincidencias, por supuesto —expuso el inspector tras inhalar una gran bocanada de aire que luego exhaló sonoramente—, demasiadas, diría yo. Pero no veo el motivo por el que tu hermana quisiera dañar al profesor Silvano.

Ya había desvelado su mayor secreto, por tanto, seguir hablando de él no le iba a suponer más trauma del que ya estaba pasando.

—El… —dijo trémula y queriendo poner fin a su denuncia—, el profesor… el profesor las… las pilló besándose.

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CAPÍTULO XIII

I

M

ostrar la cara sin las vendas conllevaba la desazón de no poder ocultar los evidentes signos del golpe recibido. Para el profesor Silvano no había sido un accidente; estaba seguro de haber visto a la pecosa Melisa un segundo antes de perder la conciencia tras el impacto. La pasión que sentía por su trabajo rozaba la linde de la adicción, y pudo esta con la congoja y la presión que pudiera acarrearle su desfigurada cara, por lo que no tardó en retomar su trabajo, para asombro de todos. Intentó llevarlo todo a parámetros de normalidad y asumió que no se iba a librar de alguna burla, aunque esta fuera a sus espaldas. Pero más que la guasa que pudiera acarrear su maltrecho aspecto y aún más que lo prolongada que pudiera llegar a ser su congoja, la incapacidad por demostrar que era Melisa la causante de su actual estado físico era lo que más trabajo le costaba asimilar, por ello, y a sabiendas de que no podía quedarse de brazos cruzados y hacer como si nada hubiera ocurrido, cuando se enteró de que Beatriz había tenido la valentía de denunciar a su hermana supo que tenía, por fin, un noray donde asirse para intentar demostrar que no estaba equivocado. Y era prioritario hablar con ella, por lo que no tardó el buen hombre, una vez cumplido los horarios de trabajo, en encaminarse hasta la casa del empresario Arturo.

—Buenas tardes —saludó cortésmente destocándose su sombrero borsalino para quedárselo en las manos—, soy el profesor Silvano, ¿está el señor en casa?

La asistenta que había atendido el toc-toc de la puerta no conocía al profesor, por lo que pidió, empleando la cautela como arma de precaución, si el señor le había concertado una cita. Ante la negativa del profesor, la criada decidió hacerle esperar tras la puerta mientras ella avisaba al dueño de la casa. Arturo, bufando y haciendo notoria la molestia que le había causado abortar su almuerzo, no tardó en aparecer. Aparte de sus resoplidos y sus refunfuños, no pronunció sonido alguno, pues precisó oportuno que fuera la visita quien dijera las primeras palabras.

—Es usted el señor Arturo, ¿verdad? —dijo a modo de saludo y con más timidez que arrojo.

—Nos conocemos, profesor, ahórrese esas pantomimas. ¿A qué ha venido?

—Quisiera… me gustaría, si puede ser, hablar con su hija —anunció mirando esta vez a los ojos del anfitrión y sin atisbo de prudencia—, ¿está ella en casa?

—Mis hijas están como yo estaba hace un minuto: disfrutando del almuerzo —apuntilló Arturo con intención de incomodar.

—¡Oh, créame que lo siento! Volveré en otro momento, señor, disculpe la molestia que le haya causado —se excusó el profesor a la vez que hizo el amago de volverse a tocar su sombrero.

—Espere un momento… —refunfuñó Arturo mientras se mesaba la barbilla con ásperos movimientos—. ¿Con cuál de mis dos hijas quiere hablar? ¿Y de qué?

—Con Beatriz —contestó escuetamente— y… son cosas personales.

—Un momento —ordenó Arturo. Y volvió a dejar al profesor solo.

La mesa del salón contaba con la familia al completo —Marcela, Melisa, Beatriz y Arturo, ausente desde que había salido a atender a la visita— y Francisco, el novio de Beatriz. Entre bocado y bocado el trato refractario entre las hermanas era obvio, mas todos parecían ignorarlo. Antes de volver a ocupar su silla, Arturo anunció a la primogénita de su casa de la llegada del profesor.

—Beatriz, un irreconocible profesor Silvano está esperándote en la puerta —avisó antes de volver a colocarse la servilleta alrededor del cuello.

Las palabras de su padre asustaron a Melisa y sorprendieron a Beatriz y a su madre. A Francisco no pareció causarle efecto alguno.

—¿El profesor Silvano? —preguntó Marcela sin esperar respuesta—. ¿Esperabas la visita, Bea?

—No —respondió dejando escapar su voz por la tela de la servilleta mientras se limpiaba rápidamente—, pero voy a ver qué quiere.

La sonrisa del que había aguardado pacientemente en la puerta no se hizo esperar con la presencia de Beatriz.

—¿Qué le trae por aquí, profesor?

Silvano se tomó su tiempo, y avisó a Beatriz del peligro que podría suponer explicar el motivo de su visita allí donde se encontraba, por lo que le solicitó que diera unos pasos y se quedara en el zaguán con él. Beatriz no ofreció impedimento, obedeció al instante y cerró la puerta que daba al interior de la casa. A solas y con cierta seguridad de no ser oídos por los demás, el profesor pidió conocer el motivo de la denuncia puesta a Melisa. Beatriz, que mostró estar sorprendida, explicó que no había valido de nada su denuncia y que no vio afán alguno en el inspector por inmiscuirse en ella, y que era muy probable que no pudiera demostrar nada contra su hermana, pues todo lo que tenía contra ella eran conjeturas.

—Yo la vi, Beatriz —dijo—, yo sé que fue ella la que me hizo esto. —Señaló su cara sin llegar a tocársela.

—Y no lo dudo, profesor —arguyó—, además, mis sospechas son cada vez más fundadas. Estoy segura de que mi hermana no es una buena persona.

—¿Puedo contar contigo en lo sucesivo si necesito ayuda para incriminar a tu hermana? —dijo, con temor de ser osado, el profesor.

—Por supuesto, profesor, por supuesto. —Las palabras de Beatriz sonaron susurradas.

Mientras tanto, los reunidos a la mesa apuraban sus platos en un molesto y comprometido silencio. Melisa estuvo tentada varias veces de acercarse hasta el recibidor y molestar al profesor, pero ver la cara deformada de este no le apetecía y, además, a su hermana no le iba a agradar verla aparecer, por lo que se abstuvo; Marcela fue consciente de la situación y valoró como primordial esperar el regreso de Beatriz; Arturo hizo de avestruz, ya pasaría el peligro; y Francisco no quiso ser el que rompiera el hielo. A fin de cuentas, eran cosas de familia y era mejor no entrometerse. Su novia le pondría al día de los porqués de la visita.

II

Que su hermana hubiese sido la portadora de la noticia le había supuesto a Melisa un amargo resquemor, además de germinar el odio hacia ella. Silvia la había enamorado de verdad y no comprendía por qué motivo no reunió el valor suficiente para ser ella misma la que le dijera que no quería continuar con la relación y, por tal motivo, no estaba dispuesta a aceptar la decisión de su amada sin más, por lo que se le antojó fundamental visitarla y no regresar a casa hasta que hubiese respondido a todas sus preguntas. Pensó que no vendría mal presentarse con algún pequeño obsequio, un detalle que resaltara su buena fe, y pidió a la criada que preparara unos pasteles. Al otro día, pasada la sobremesa, Melisa pidió a su padre permiso para disponer de una de las calesas, concretamente la más pequeña, tirada por un solo caballo y con el espacio justo para dos culos no muy gordos. Sin impedimento alguno por parte de su padre, salvo querer saber su destino, Melisa ordenó al palafrenero de la casa para que tuviera la calesa lista en una hora, momento este en el que pudo disponer de ella y dirigirse a casa de Silvia. Condujo con diligencia, sin que el brío de su caballo ni el inevitable cruce con otras calesas, carretas o caballos montados alteraran su rígida compostura. Y, sin contratiempos que entorpecieran la acelerada cabalgada del negro corcel que obedecía la señal de las riendas y la voz de Melisa, la trayectoria a cubrir se efectuó sin retraso, antojándosele incluso a Melisa, por mor del estado nervioso que le brotó repentinamente una vez llegada a casa de Silvia, un recorrido demasiado corto. Partió teniendo en su mente las ideas muy claras y con un listado imaginario de preguntas que, si eran respondidas, tal vez regresara con algunas dudas resueltas y, en el mejor de los casos, aunque dudaba mucho de ello, con el mayor regocijo que pudiera desear: el perdón de Silvia. Intentó evitar, o al menos disimular, el temblor de sus manos y mantener serena su mirada, pero supo que era tarea imposible, aunque no por ello retractó su idea y, decidida y dispuesta a cumplir con su cometido, se apeó de su calesa, ató las riendas de su caballo a uno de los postes del porche de la casa e, inevitablemente trémula de pies a cabeza, golpeó la puerta un par de veces. Esperó unos segundos sin saber dónde colocar sus manos; estas iban desde el pecho a la espalda y viceversa y pasaban, en un suspiro, a estar escondidas entre los brazos cruzados.

—¡¿Melisa?! —logró decir, entre asombrado y confuso, Norberto, un hombre con un denso pelo rubio maíz, frente despejada, amplia nariz acabada en punta y sonrisa fácil.

—Buenas tardes, Norberto. ¿Se encuentra su hija en casa?

Se produjo un molesto silencio entre ambos que acabó con la presencia de una bella mujer que, por su agraciada cara, hacía recordar a Silvia. El sigilo con el que apareció sorprendió a Norberto y a Melisa.

—¡¿Melisa?! —dijo igual de asombrada y confusa que Norberto, aunque esta no acabó ahí su frase—. ¿Qué te trae por aquí?

—Hola, Gracia —fue lo único que pudo responder la nerviosa Melisa.

Tanto Gracia como Norberto eran sabedores de que la relación entre la chica que tenía frente a ellos y su hija se había roto, por ello, al unísono y buscando ambos la mirada cómplice que necesitaban en aquel momento, procuraron ser prudentes. No querían mentir a Melisa, pero tampoco, y más importante que eso, iban a permitir que Silvia sufriera con la presencia de su expareja. Intentar esconder la realidad tras una falsa sonrisa no conduciría a nada, tal vez por ello mantuvieron sus rostros serios.

—Melisa —encauzó la frase con tanta amabilidad como pudo Gracia—, Silvia está…, bueno, está un poco apenada. ¿Espera ella tu visita?

—No —contestó cabizbaja Melisa—, pero quiero hablar con ella… Es importante.

Norberto decidió quedar un tanto al margen y permitir que su esposa escogiera entre invitar a Melisa a pasar y dar aviso a su hija de la visita, o hacerle entender que nada bueno se sacaba de ella y que la mejor opción es que se marchara por donde mismo había venido. Gracia disponía de más talento que su esposo para circunstancias como aquella, por lo que fue inteligente el hombre al dejar el asunto en manos de su mujer.

—Yo tengo asuntos pendientes —se excusó Norberto con una mentira piadosa que ninguna de las dos mujeres creyó—… será mejor que me encargue de ellos.

—Anda, Melisa, no te quedes ahí más tiempo —ofreció Gracia—, voy a buscar a Silvia.

En cuanto a lo económico se refiere, Norberto había sabido sacar un gran partido a su antiguo trabajo de pocero, labor que tuvo que abandonar tras comenzar a sufrir un par de años atrás una dolorosa lumbalgia que le hacía imposible mantenerse completamente erguido. De sus considerables ingresos, una buena parte lo dedicó a la construcción de la vivienda que luego habitó con su esposa y los tres hijos habido en el matrimonio, Silvia, Moisés, dos años menor que ella, y Zeus, el benjamín de la familia por catorce meses de diferencia. La casa no era la mansión donde vivía Melisa, pero, por su tamaño, destacaba entre el resto de las viviendas de la zona. Una sola sirvienta se encargaba de las labores de aquel hogar, pero Gracia no quiso disponer de ella para avisar a su hija de la presencia de Melisa, y fue ella misma la que se encargó de dar la nueva.

Melisa se había quedado sola tras la ausencia del cabeza de familia y la esposa de este, y prefirió esperar acontecimientos sin separarse mucho de la puerta principal. La sirvienta la vio y se acercó a preguntarle si necesitaba algo, pero, ante la negativa de Melisa siguió con su tarea. Un rato después bajaba Gracia una escalera que conducía a los aposentos. Venía sola, lo que sorprendió a Melisa y la puso aún más nerviosa. Y seria.

—Melisa —balbuceó Gracia casi sin ganas de hablar—, Silvia me… —carraspeó—, me ha dicho que…, verás, hija, creo que es mejor… que es mejor que no os veáis por un tiempo.

—¿Por qué no ha bajado ella?

— No quiere… no quiere verte…, lo siento.

Melisa sintió escarcha en sus venas y notó el corazón bombear con tanta fuerza que temió por su estabilidad física. Sin poder evitarlo, sus mejillas se humedecieron con el correr de las lágrimas que brotaban anegándole los ojos. “¿Es esto el fin de mi relación con Silvia?”, pensaba temerosa de que así era. Y, sin despedirse, apresurada como si huyera del mismísimo diablo, presa de un sentimiento mezclado entre odio, ira y dolor y abandonada al llanto, salió de aquella casa en la que nunca más volvería a poner un solo pie.

III

“No quiere verte, no quiere verte”, recordaba una y otra vez Melisa. Aquellas palabras salidas por la boca de Gracia la habían dañado allí donde las heridas más duelen y jamás cicatrizan: en el alma.

Intentaba encontrar desahogo dando rienda suelta a su corcel y llevándolo al galope tendido, acción totalmente fallida y que moría en las ganas, pues saberse despreciada por la persona que amaba la había dejado tan fuera de sí que no recordaba haberse visto jamás en un estado tan airado como el que la gobernaba en aquel momento. Tuvo suerte de no atropellar a nadie, aunque a punto estuvo, y, casi ciega por las continuas lágrimas, espoleó como nunca al brioso cuadrúpedo que tiraba de la calesa como si se jugara la vida en ello. Cuando la mente de Melisa quiso devolverla a la realidad, fue consciente de que se había alejado demasiado, así como de la excesiva velocidad a la que iba, por lo que asió con firmeza las riendas y tiró de ellas a la vez que alargaba la interjección usada para parar las caballerías: ¡Sooo!

Sabía dónde estaba, aunque tuvo que mirar a su alrededor para estar segura, y decidió, tras unos segundos sin saber qué hacer, apearse de la calesa y poner los pies en tierra firme. Allí, apartada de la ciudad y sin nadie a la vista, procuró despejar de su ser los demonios que la corroían y echar fuera, si tal cosa era posible, su arraigada ira, que la estaba asfixiando. Se adentró en el bosque y recordó que no andaba muy lejos del pozo, donde jugó muchas veces con sus amigas… y con Silvia.

“¡Oh, Silvia!”, pensaba, “pero, ¿por qué ha tenido que ocurrir esto?

Sumida en tal lacerante pensamiento y caminando como un autómata, dio con el brocal del pozo casi sin darse cuenta. Miró hacia el interior y no logró ver el fondo; nunca antes pudo verlo a tenor de la profundidad del mismo. Y sentada en el brocal comprendió que nada resolverían sus lágrimas —que trató inútilmente de evitar—, ni aferrarse a su pasado ni a su ira… Y dio un grito tan desgarrador que asustó a cuanto animal hubiese cerca, pues los pajarillos silvestres que por allí había y que reposaban sobre las ramas de los árboles y los arbustos alzaron el vuelo despavoridos, los conejos que se afanaban por conseguir algo de alimento se refugiaron en sus madrigueras, los jabatos se pusieron en guardia, los ciervos se alejaron del lugar entre balidos… y etcétera. Después, rota y abatida, abrazó sus piernas, escondió su cara en ellas y lloró hasta dejar secos los lagrimales.

IV

La denuncia de Beatriz, a pesar de haber sido infructuosa, no había caído en saco roto para el inspector Fernández. Que una mujer se atreviera a dar el paso de denunciar a su propia hermana era cosa poco usual, y menos todavía cuando la responsabilidad sobre la otra, por ser ella la mayor, había caído sobre sus hombros durante toda su vida. Se debía tener un motivo muy grande, o varios motivos, para desear ver a ese ser querido, de consanguinidad compartida, respondiendo ante la justicia, y Beatriz así lo deseaba. Otra cuestión de peso era el enfrentamiento al que había llegado con sus padres por defender estos a su hija pequeña y, además, si Beatriz estaba en lo cierto, Melisa era responsable de la muerte de Tadeo y de la de Ismael, casos que no podía cerrar el inspector tan fácilmente. Era preciso actuar. Y cuanto antes mejor. “Tal vez empiece por el profesor Silvano; él denunció a la hija pecosa de Arturo de agresión y juraba que la había visto, o quizá deba presentarme en la casa del empresario… no sé”, dudaba el inspector.

El profesor Silvano no pudo ocultar su sorpresa cuando, tras abrir la puerta, encontró al inspector.

—¡¿Inspector!? —el saludo del profesor sonó ambiguo, entre demagogo y cortés.

—Veo que el aspecto de su cara mejora, profesor.

El profesor agradeció el interés mostrado sin mucha convicción, pues pensó que el inspector pudiera estar bromeando.

—¿Qué le trae por aquí, inspector?

Daba por hecho que no sacaría nada más del profesor de lo que ya él había dicho, y era muy posible que aún siguiera enojado por el fiasco que resultó ser su denuncia.

—Solo un asunto puede traerme hasta su casa, profesor, y usted sabe cuál es.

—¿Y qué quiere que le diga ahora? ¿Qué estaba borracho cuando esa diabla quiso asesinarme? ¿Es eso, inspector? Porque si viene a por…

La mano alzada del inspector dio a entender al alterado profesor que estaba siendo imprudente, por lo que calló rápidamente.

—Nunca dudé de su palabra, créame —explicó el inspector—. Usted es un hombre respetado y valorado entre los docentes, yo solo le hice poner los pies sobre la tierra para que no le costara vanos esfuerzos ni pérdidas de tiempo demostrar su acusación —se otorgó una pausa que el profesor no interrumpió—. Realmente me preocupa esa chica… Creo, profesor, que voy a necesitar su ayuda para hacerle pagar todos sus actos, que hasta ahora han quedado impunes.

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CAPÍTULO XIV

I

M

ientras en el interior de una gran olla se cocían los ingredientes de lo que sería en un futuro casi palpable un guiso de conejo con patatas, Amelia quiso aprovecharse de su prescindible presencia en la cocina para subir a los aposentos de Melisa y de Beatriz para dejarlos, como ella solía decir, “como los chorros del oro”. Se cargó, fiel a su cotidiano quehacer, con cuantos utensilios de limpieza creyó necesitar y subió las escaleras. Primero se ocupó de la habitación de la mayor, comenzando por colocar las sábanas, las mantas y la colcha, luego sacudió con fuerza y con sus propias manos la multiforme almohada y la colocó sobre la cabecera del colchón, pasó el plumero por cuantos recónditos lugares encontró y, finalmente, de rodillas, pasó un paño húmedo al suelo. Agarró el pomo de la puerta y la dejó entreabierta, como señal de que la labor de limpieza en aquellas cuatro paredes se había llevado a cabo. En la habitación contigua el trabajo de Amelia sería una calca del anterior, y esa era la pretensión de la limpiadora. Pasado el plumero y estirada y colocada la ropa de cama, el paño húmedo sobre el suelo pondría el punto final de la limpieza. Nuevamente de rodillas y habiendo humedecido el paño para comenzar a fregar el suelo, Amelia vio algo debajo de la cama que abortaba el nivel del piso. Soltó el paño y alargó el brazo para llegar hasta él. Hasta que lo tuvo en su mano no supo qué era. “¿Qué diablos hace aquí este martillo”, se preguntó atónita? Sabía que el único que usaba herramientas como aquella en la casa era Arturo, y conocía el martillo, lo había visto muchas veces colgado en la pared del trastero donde el dueño de la casa acostumbrara a pasar horas y horas entretenido con su ocio, por eso pensó que lo más inteligente sería llevarlo a su lugar, donde debía estar, pero, tal vez fuera con ello imprudente, puede que Melisa lo hubiera cogido para cualquier necesidad y, con la intención de devolverlo, lo había dejado allí. Ante la indecisión optó por lo que creyó más adecuado: llevárselo a su dueño. Bajó las escaleras y dio un vistazo al guiso de conejo, lo probó, le añadió un pellizco de sal y buscó a Arturo. No le pareció propio llamarlo a voces, sabía muy bien dónde poner sus límites después de tantos años sirviendo en aquella casa. Cruzó el salón principal oteando y, ante la falta de éxito, se dirigió al trastero, pero lo encontró vacío. Solo podía estar, si no había salido, en el establo. Ciertamente Amelia encontró a Arturo enfrascado en acicalar a uno de sus caballos en compañía de su palafrenero.

—Señor —anunció para llamar la atención de Arturo— he encontrado esto en la habitación de su hija. Me ha parecido oportuno hacérselo saber. ¿Quiere usted que lo lleve a su taller?

Arturo, que había dejado su quehacer para atender a su criada, se quedó mirando el objeto que Amelia le estaba mostrando.

—¿En la habitación de qué hija, Amelia?

—En la de Melisa, señor, debajo de su cama.

—Tráelo, por favor —ordenó Arturo.

Lo reconocería entre cientos, estaba totalmente seguro de que era el martillo que había dado por desaparecido. Y estaba debajo de la cama de Melisa, ¿por qué? Una sola razón podría dar explicación a la incógnita de Arturo y una persona se perfilaba como única candidata para esclarecer la confusión que Arturo tenía en aquel momento: Melisa. Atónito, debilidad fundada en los temores de estar en lo cierto sobre la utilidad que pudo haberle dado su pequeña hija al martillo, olvidó el acicalamiento de su caballo y, sujetando el cabo de la posible arma homicida con una mano y la cabeza con la otra, entró en la casa. Llegó al salón con la única idea de esperar la llegada de Melisa.

El sirimiri del exterior estaba pasando totalmente desapercibido para Arturo, y solo fue consciente de él cuando su esposa, que había salido a hacer unos recados, entró en la casa algo apresurada. Se destocó un pequeño sombrero negro adornado con una cinta roja que hacia una palomilla y lo sujetó al perchero recibidor, luego hizo lo propio con el sobretodo y llamó en un tono considerable a la sirvienta. Fue en ese preciso instante cuando vio a su marido, y, al poco, supo que algo no iba bien.

—Hola, cielo —saludó y se inclinó para besar la mejilla de Aturo, que permaneció impávido con la muestra de afecto de su esposa—. ¿Qué… qué haces con esa herramienta entre tus manos?

Tras la pregunta Arturo reaccionó, aunque imperceptiblemente.

—La ha encontrado Amelia.

—¿Dónde? ¿Dónde la ha encontrado? Y, ¿a qué viene tanta circunspección?

—En la habitación de Melisa, debajo de su cama.

—¿Es este el martillo que había desaparecido de tu taller?

—Sí —indicó Arturo acompañando su afirmación con lentos movimientos verticales de su cabeza.

—¿Y qué haces aquí?

—Espero a nuestra hija; tendrá que responder a mis preguntas.

—¿A tus preguntas? No… no entiendo nada —exclamó incrédula Marcela.

Arturo, que temía lo peor, expuso a su desorientada esposa sus temores, los que le llevaban a pensar que la primogénita de su casa tuviera razones para culpar a su hermana de haber golpeado la cabeza de su novio, Francisco, entre algunas de las acusaciones que podrían recaer sobre Melisa. Hacer partícipe a su mujer de sus miedos sería embarcarla en una desagradable e innecesaria situación, por lo que decidió quitarle importancia al asunto e instar a su esposa a que le dejara solo.

—No te preocupes —alivió sabiamente y siendo más consciente de la situación—, no tiene la mayor importancia. Solo quiero saber si ha sido ella la que cogió el martillo. Sabes que estuve unos días preguntando por él y no obtuve respuesta. De ser así tendré que reprenderla, pero, tranquila, seré clemente. Anda, creo que deseas cambiarte. Me apetece estar solo un rato.

—Sé que lo serás, cielo —buscó esta vez los labios de su marido para darle un segundo beso, y fue correspondida—. Ya me contarás.

Fueron necesarias dos luengas horas para que Melisa, para alivio de su padre, entrara por la puerta. No se esperaba encontrar a su padre en el salón y, mucho menos, con el martillo en su regazo. Eso la asustó y la puso tensa. El temor vino debido a que asimiló aquella herramienta a que la sospecha de Beatriz había dejado de ser infundada para tornarse consistente, y la tensión era el fruto de que fuera allí mismo donde se descubriera la verdad.

—Hola, padre. —Sintió en ese momento que alguien bajaba las escaleras—. ¿Qué haces aquí?

—Hija —dijo sin saludar—, llevo esperándote unas horas, aquí, sentado. Quiero que me expliques qué hacía este martillo debajo de tu cama.

En ese momento en que el padre exigía explicaciones a su hija pequeña, apareció Marcela.

— ¿Ese… ese martillo? ¿debajo de mi cama?

—Vamos, hija —alentó Marcela al ver la cara de preocupación de Melisa— di lo que sepas. Es importante.

El rostro seco de Arturo y la enlazada exigencia de Marcela pusieron aún más tensa a Melisa, que no encontraba una respuesta medianamente creíble con la que defenderse.

—No sé —mintió—, no… sé qué hacía eso en mi habitación.

Las cómplices miradas del matrimonio anunciaron a Melisa de que su trola había sido una estupidez innecesaria.

—Verás, cielo —acarició Marcela el cabello de su hija—. ¿Existe alguna posibilidad, por remota que esta sea, de que te hayas servido de esa herramienta que tiene tu padre y luego no te hayas acordado de devolverla a su sitio?

—¡Vamos, contesta! —exigió de forma imperiosa Arturo tras agotar su hija el pozo de su paciencia al tomarse un excesivo tiempo para contestar a su madre.

—No —asomaron algunas lágrimas que se deslizaron por entre las pecas de la mejilla de Melisa—, no he visto ese martillo en otro sitio que en el taller de mi padre.

—¿Y qué hacía debajo de tu cama?

Marcela, puesto su marido en pie y con el cabo del martillo sujeto en su mano derecha, hizo de obstrucción entre él y Melisa.

—Cálmate, mi vida —rogó llevando ambas manos al pecho de su esposo—. ¿No ves que está asustada?

—¿Y por qué está asustada? ¿Qué tiene que temer?

Melisa, para ese momento, ya se había refugiado en su madre rodeándola con sus brazos y ocultando su cara bajo la espalda de esta.

—No sé quién ha podido ponerlo allí —alegaba—, no lo sé, no lo sé.

—¡Amelia! —gritó Arturo jadeante.

El lloriqueo de Melisa, acompañado con un sonido bucal repetitivo y monocorde, se agravó tras la estruendosa voz que acababa de proferir Arturo; Marcela, que ya había conseguido poner a su hija frente a ella, calló y quedó a la expectativa; casi al instante, con los ojos de par en par y con clara muestra de asombro, llegó la criada.

—¿Me llamó el señor?

—Antes de hoy, ¿cuándo fue la última vez que limpiaste el cuarto de Melisa?

—Pues… —Tuvo su momento de duda, pues no acostumbraba establecer unos horarios para los trabajos que hacía en aquella casa, sino que iba desarrollando sus labores según la necesidad de sus ocupantes—, no lo sé con exactitud, señor, pero lo hago todas las semanas.

—¿Viste alguna vez este martillo por allí?

—No recuerdo, señor…, creo que no.

—¿Os parece una prueba fehaciente? —interrumpió Beatriz, que se incorporó a la airada tertulia arriesgando encontrar, como siempre, la oposición de sus padres—. Ya os dije que mi hermana no es trigo limpio. Aunque parece una mosquita muerta no lo es. Hace mucho que sospecho de ella, lo sabéis. Ella, solo ella es la causante de que Tadeo esté muerto, y de que Francisco estuviese a punto de correr la misma suerte, y apostaría mi vida a que fue ella la que empujó el mueble que impactó con la cara del profesor Silvano. ¿Aún tenéis dudas? No escondas tu cara tras tu madre —gritó a Melisa, a la que no lograba ver— y di de una vez por todas quién eres realmente… ¡Vamos!

La ira de Beatriz asustó a Marcela, dejó mudo a Arturo e hizo que la pobre sirvienta, trémula y nerviosa, pusiera tierra de por medio y dejara sola a la familia.

Indefectiblemente, los compungidos y serios rostros de sus padres hicieron pensar a Melisa que la descarga emocional de su hermana contaba con el total apoyo de sus progenitores. Secundar a la hija que acusaba a su hermana no era ni fácil ni plato de buen gusto, pero ignorar lo evidente ante casos de tamaña gravedad como el asesinato era inconcebible. Y se supo atrapada en un callejón sin salida que no le ofrecía un resquicio que le sirviera de válvula de escape, aunque optó por llorar a moco tendido y aferrarse a su madre, pero el consuelo buscado se vio truncado cuando Marcela, con más pena que ganas, apartó a su hija de sí como clara muestra de querer escuchar la versión de la acusada, y aún se vio más desamparada cuando la mirada de su padre le sugería una aclaración inmediata. Acorralada por miradas inquisidoras, la joven pecosa no acertaba a frasear tres palabras seguidas con las que fundamentar un ínfimo alegato y, entre balbuceo y balbuceo, presa del pánico y trémula como la gelatina, fijó sin propósito alguno la vista en el suelo para dirigirla a renglón seguido a su hermana mayor, que la miraba sin remordimientos y con desafío, y, maldiciendo su nombre tan alto como su garganta se lo permitió y con los dedos engarfiados, se abalanzó sobre ella apuntando a su rostro. Ni el intento de Marcela por sujetar a su hija pequeña ni la elevada voz imperativa de Arturo, más retirado de su hija que su esposa, pudieron frenarla y Beatriz, indefensa ante el inesperado ataque, sintió en su rostro las afiladas uñas de su hermana que, como lacerante cuchillo, penetraron hasta donde la fuerza se lo permitió. Beatriz se vio en el suelo y con la cara sangrando por ambos lados. Sus padres se apresuraron a socorrerla, ya que no habían podido evitar que fuera agredida, y Melisa aprovechó el desacierto de sus padres y, como si el diablo le pisara los talones, corrió hacia la puerta y abandonó la casa. Marcela requirió a grito pelado la presencia de Amelia tan pronto vio la sangre correr por el rostro de Beatriz, se acuclilló ante su hija, le puso la cabeza sobre sus piernas y trató de serenarla, aunque era ella la que necesitaba tal consuelo. Arturo atendió en primer lugar a su hija herida, y tardó un par de minutos en salir corriendo para tratar de alcanzar a la que acababa de huir, además, se topó en el inicio de su carrera con su criada, que acudía a la voz de Marcela tan rauda como su torpe caminar se lo permitía, lo que frenó bruscamente su velocidad y alargó el tiempo y la distancia de ventaja que sobre su padre tenía Melisa.

II

Ni las luces de las teas ni los gritos tuvieron como resultado la aparición de Melisa. Tras el regreso a casa de Arturo anunciando, exhaustivo y agotado, que no había sido posible dar con su hija, la familia decidió pedir ayuda a la policía. El inspector Fernández, que no había olvidado los delitos en la que la hija de Arturo figuraba como sospechosa, auguró tener ante él otro caso más de la fastidiosa niña, que solo le causaba molestias. Ahora no se trataba de una agresión, ya que tanto Arturo como Marcela no refirieron nada sobre la que había recibido Beatriz, sino de un abandono de hogar voluntario. Pero como inspector de policía no podía quedarse de brazos cruzados mientras unos padres sufrían por la impotencia, y creyó suficiente enviar a media docena de agentes para peinar la periferia de la ciudad, dando por hecho que Melisa no podía encontrarse lejos. Tras el fracaso de la operación, que se prolongó hasta altas horas de la madrugada, los agentes enviados para el rastreo comunicaron el vano esfuerzo realizado, lo que conllevó tomar medidas drásticas. Saber cuál había sido el motivo por el que Melisa había decidido poner tierra de por medio y desaparecer de la vista de todos era fundamental, y eso se lo podía explicar Arturo.

—¿Es la única en su casa que tiene tales sospechas, don Arturo? —quiso saber el inspector tras ponerse al tanto tras la explicación del empresario.

Tuvo Arturo que tragar saliva varias veces antes de responder, pero acabó refiriendo, para sorpresa del inspector, las inevitables desconfianzas que le habían aportado que su criada encontrara el martillo debajo de la cama de su hija. El inspector supo jugar su baza más psicológica: permanecer callado una vez que el interrogado comenzaba a hablar. Ello le había dado en su pasado resultados prolíficos, pues una vez da comienzo el hilo de la conversación, aquel que ha dado el primer paso nota cierta molestia ante el silencio, por lo que prosigue su soliloquio ya que encuentra en él una tabla de salvación. Y Arturo contó al inspector todas las sospechas que su hija Beatriz tenía sobre su hermana.

—Difícil panorama, don Arturo. —Creyó que ya no necesitaba saber más—. Tantos actos violentos debieron ser investigados más a fondo en su día. No en vano, y suponiendo que cuanto me ha contado haya podido ser perpetrado por su hija, podríamos estar hablando de asesinato, entre otros delitos. El asunto no pinta nada bonito. Mañana sin falta reiniciaremos la búsqueda de su hija. Pediré ayuda a los vecinos. Déjelo de mi cuenta.

La batida llegó a contar con más de veinte voluntarios, se inició a primeras horas del día y duró hasta que los que participaban en ella fueron obedeciendo a sus necesidades fisiológicas y abandonando el rastreo. A Melisa parecía habérsela tragado la tierra, pues no quedó un solo metro en los dos kilómetros de la periferia de la ciudad que quedara libre de la pisada de alguno de los voluntarios que participaron en la búsqueda. Al día siguiente se colocaron pasquines aquí y acullá, ofreciendo una cuantiosa recompensa al que diera una pista que condujera hasta el paradero de Melisa, y se pidió colaboración a los vecinos para que la policía pudiera registrar alguna que otra casa, pero todo intento acabó en fiasco. La esperanza de que el agotamiento, el cansancio o el hambre trajera de vuelta a casa a Melisa, se convirtió en el único consuelo de Marcela, a la que ni en su esposo encontraba un modo de aliviar su dolor. Arturo, tal vez marcado por el shock, abandonó casi al completo la plática y, salvo alguna que otra orden a su criada a la hora del café, de su boca no salía apenas palabra. Beatriz, con el amor de su hermana perdido y aunque infeliz por ello, pensaba que Dios estaba haciendo justicia con Melisa, y estaba segura de que el regreso de su hermana sería una mala decisión por su parte. Francisco se dedicó en lo sucesivo a no hurgar en las heridas de nadie y dedicar los temas de sus conversaciones al negocio que dirigía. Las amigas de Melisa se sintieron flageladas casi por igual y Silvia, dolida especialmente, se arrepintió de haberse dejado atrapar por su amante. Para todos, de una manera u otra, supuso un antes y un después la desaparición de Melisa. Y fueron pasando los días, uno tras otro.

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LIBRO TERCERO

EL ENCUENTRO

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CAPÍTULO I

I

M

ejor que cualquiera de los allí recluidos, Jonás conocía cada rincón del Centro Correccional Niño Jesús, donde se había convertido en hombre. Su cuerpo había madurado y su fortaleza nada tenía que ver con la del niño que era cuando llegó, pues un cuerpo hercúleo y una complexión atlética hacían olvidar su inmaduro cuerpo del pasado. Al convivir con niños conflictivos y problemáticos sería obvio pensar que agravó su conducta, más que nada por necesidad de supervivencia, pero su actitud y su talante nada cambiaron y, fiel a ellas, podía contar con los dedos de una mano las escaramuzas en las que estuvo implicado; ninguna de ellas, además, provocadas por él. Obediente y disciplinado, jamás osó protestar un mandato de un guardia ni chistar ante una orden para hacer cumplir las ordenanzas del centro, como mantener la fila a la hora del reparto de las comidas, abandonar los lugares de ocio llegado al ocaso de la actividad lúdica, o estar metido en la cama cuando se daba por concluido el día y las únicas teas que se mantenían encendidas eran la de los pasillos. Recién llegado, Jonás comprendió que nadie allí le iba a tratar con manos de seda, aunque jamás temió por nada. Prestarse voluntario para hacer de acólito del cura que cada domingo acudía para oficiar la misa de los pocos que pedían tenerla, fue un acto bien visto desde el primer momento, pues en aquel lúgubre lugar no se recordaba ningún otro recluso que hubiera solicitado tal menester. Otro de los quehaceres requerido por Jonás fue el reparto de comida, actividad que le fue concedida en cuanto cumplió con los días de reclusión el primero de los reclusos y quedó la vacante. Y entre las ocupaciones exigidas por el centro y las que llegaban por propia voluntad, los años transcurrieron, salvo algunas pequeñas discordancias y algún que otro inapreciable revés, sin que nada tuviera para Jonás más importancia que lo demás. Su adaptación fue inmejorable e incluso envidiable, y los guardias lograron depositar plena confianza en él y no se arrepintieron, pues ni una sola vez fueron defraudados por el chico. Pero ni aun hecho hombre pensaba Jonás en las mujeres, salvo cuando algunos de los que, como él, habían sido trasladados a aquel lugar las refería por algún que otro motivo. No pronunciarse ni una sola vez al respecto dio que pensar a los demás, llegando en una ocasión a tener que defenderse por ser llamado “maricón de mierda». Fue una de las pocas peleas en las que se vio envuelto, y todo quedó en agua de borrajas tras la disculpa del que había increpado, aunque fue a petición de la máxima autoridad del centro, el director Bienvenido Poveda. Pero la monótona vida del centro comenzó a cargar las inquietudes de Jonás, que comenzaron a brotar sin previo aviso. Y no era precisamente porque sus feromonas le estuvieran pidiendo sentir entre sus manos la sedosa piel de una bella joven —jamás en su arisca vida había experimentado semejante sentimiento—, sino porque la monotonía comenzaba a aburrirle y a exasperarle. Pero se encontraba en las postrimerías de cumplir el castigo impuesto en su día por el juez y, con su pasado olvidado casi al completo y conocedor de su paciencia, supo poner distancia a la necesidad de abandonar aquel lugar convirtiéndose irremediablemente en un prófugo y esperar pacientemente a oír las palabras que tanto deseaba: “Hijo, mañana a mediodía habrás cumplido tu castigo y saldrás de aquí siendo un hombre libre”. No fue esa frase la que oyó llegado el día, pero el resultado fue el mismo.

Jonás se encontraba jugando a las damas con uno de los allí recluidos. Su adversario levantó la vista al notar la presencia de un guardia que se acercaba por la espalda de Jonás. El guardia tocó el hombro del joven y dijo:

—Hijo, el director quiere verte, acompáñame.

Jonás abandonó el juego y dejó al otro jugador solo. Fue tras el guardia hasta llegar a la puerta del director, donde esperó cuando los nudillos del guardia golpearon la puerta y, sin esperar respuesta, la abrió.

—Señor, Jonás Expósito de la Expiración —dijo escuetamente el guardia.

El director del correccional, que se encontraba cabizbajo leyendo unos documentos, esbozó una forzada sonrisa, superflua e innecesaria, y, tras pedir a Jonás que se acercara y ordenar al guardia que los dejara solos, dijo:

—Jonás, voy a darte una buena… una muy buena noticia —recalcó—. Estaba leyendo, por segunda vez, este documento que tengo entre mis manos. Es una orden que ha llegado con el cuño del Ministerio de Justicia. Recibo uno de estos papeles de vez en cuando, muy de vez en cuando, por desgracia. Según dice aquí, debo hacer llegar al juzgado más próximo un certificado de buena conducta que obre en tu favor.

—¿Buena conducta? —preguntó Jonás ávido por saber cuál sería el fin al que legaría el director.

—Sí, es un requerimiento que se me exige como director de este centro. Si mi informe es positivo, unos días después viene la carta que todos los que estáis aquí esperáis: La que os concede la libertad.

La parquedad de Jonás se hizo patente una vez más ante lo que acababa de oír y solo su cara de sorpresa convenció al director del centro de que había dado una grata alegría.

Los “unos días después” que había dicho el director se convirtieron en nueve, nueve días en los que para Jonás parecía haberse estancado el tiempo y nueve noches en las que durmió poco y mal, hasta que el director le dio en propia mano el sobre que venía a su nombre.

—Léele, Jonás —pidió—, eres de los pocos que saben hacerlo.

Jonás comenzó a leer.

—En voz alta, por favor —pidió nuevamente mientras que, entre lágrimas, Jonás se anunciaba a sí mismo su puesta en libertad.

Dejar tras de sí el Centro Correccional Niño Jesús le llenaba de incertidumbre; no tenía una casa a donde volver ni tenía una familia a la que acudir, ni siquiera tenía una madre que se alegrara por su vuelta. El poco hatillo que tenía, que colgaba en la punta de una vara que mantenía en el hombro mientras la otra punta permanecía oculta en la mano de Jonás, había ganado un poco de grosor con el pan y la ristra de longanizas que el cocinero le había dado, pero ni por esas escapaba de la lástima. Con la alta puerta de la que había sido su morada los últimos seis años tras la espalda y sin poder definir el rumbo a tomar, comenzó a alejarse sin mirar hacia atrás. Sus pasos, inciertos como su futuro, le encaminaron al sur.

II

Había perdido la cuenta de cuántos días hacía que caminaba. Para protegerse del desamparo de la noche y de la dañina humedad se fue sirviendo del primer hueco que encontraba, ya fuera este una pequeña cueva —en el mejor de los casos—, un bajo puente o, cuando nada a la vista le aseguraba un mínimo cobijo, el tronco de un árbol donde, al menos, poder apoyar la espalda y dormir, aunque poco y mal, al socaire. Por los pueblos y aldeas que pasó solo encontró miseria y pobreza, y ni uno solo de los vecinos se dignó ofrecerle un mendrugo de pan con el que poder paliar su hambre, aunque hubiera sido amasado tres días atrás y corrieran sus dientes el riesgo de romperse al primer mordisco. Consiguió llevarse al bolsillo un par de manzanas y otro par de tomates al pasar por un mercado que, afortunadamente y como gracia divina, encontró en un poblacho, donde el hedor a estiércol le obligó a ocultar su nariz bajo la manga de su ajado abrigo y las moscas lo llegaron a agobiar. Pero la suerte no le acompañó durante todo el recorrido y, cuando quiso repetir la maniobra de adueñarse de lo ajeno para conseguir tener todos los bolsillos llenos con algo nutritivo, el ojo avizor de uno de los fruteros, avispado más que Jonás por las necesarias enseñanzas que aporta el hambre, captó al ladronzuelo in fraganti cuando la hábil mano de este desdibujaba el montón de naranjas que se mostraban en forma de pirámide. La obesidad del frutero hacía poner en duda que sus tripas trabajasen poco, pero su agilidad para moverse también era digna de ver, y en tal circunstancia difícil de creer, por lo que no tardó Jonás en ver la muñeca de su brazo diestro engrilletada por los carnosos y ásperos dedos del frutero, que parecía una mole al lado de Jonás. Sin aliento y sorprendido, intentó zafar su mano de aquella garra que le oprimía el cúbito y el radio hasta pensar que se los astillaría, pero todos los intentos, como cabe esperar, resultaron nulos.

—¿A quién cojones quieres robar, pillastre? —arremetió el tozudo hombre con la seguridad sabida de que su presa no tenía opciones de escapar.

—Tengo hambre —alegó en su defensa Jonás en un intento por evitar que su muñeca no se resquebrajara en cien pedazos—. Suélteme, me hace daño.

—No hasta que hayas vaciado tus bolsillos.

—No llevo nada, se lo juro.

El frutero usó su mano libre para registrar cuantos bolsillos encontrara en las prendas que vestía Jonás, y dejó al improvisado ladrón sin sus dos manzanas y sin sus dos tomates.

—Eso no es suyo —advirtió Jonás.

—Ahora sí lo es; es el pago por intentar robarme —expuso el rollizo hombre—. Y que no te vuelva a ver por aquí o te juro por Dios que te arranco la mano —avisó y, tras soltar la muñeca del pelele que era en aquel momento Jonás, le dio tal empujón que no pudo evitar la velocidad sino con el suelo, comprobando así en propia carne la fragilidad y la adherencia del lodo.

Y no fue esta la única desventura que encontró Jonás, pues, por citar algunas, diré que tuvo que pasar varias horas encaramado a un árbol cierta vez que, adentrado en una pequeña huerta, quiso apoderarse de una lechuga que parecía una mujer de figura envidiable, a tenor por la atadura que tenía sobre la medianía. El dueño de la mencionada huerta era un pobre hombre con la visión tan mermada que no veía a tres montados en un burro, y precisamente por ese motivo tenía como guardián de su pequeña parcela a un perro labrador adiestrado para ser enemigo de todo aquel que no fuera su dueño. El perro pasaba la mayor parte del día atado en corto a una estaca que tenía tal finalidad. Los ladridos del can avisaron al labriego de que había algún intruso en su parcela, por ello el hombre, a viva voz, exigió saber quién andaba allí. Jonás, creyendo estar a salvo por la discapacidad física del hombre, arrancó de un fuerte tirón la lechuga y salió despavorido. Pero el perro no tardó en quedar suelto de su atadura y a sus oídos le llegó una orden que conocía muy bien: ¡Ataca, Diablo! Solo cuando el cuasi ciego tuvo la lechuga en sus manos y supo que el ladrón se llamaba Jonás y oyó repetidas veces el perdón de este, se alejó del árbol donde se había refugiado el desafortunado ladronzuelo, aunque dejó al pie del árbol a su “Diablo”, y hasta pasadas un par de horas no le satisfizo silbar para que volviera a su estaca.

—Si te veo de nuevo por aquí —amenazó irónicamente el cegato— no pienso ser tan generoso, ¿me has entendido?

Jonás, frustrado y malhumorado, bajó del árbol y puso tierra de por medio.

Otra de las desventuras por las que tuvo que pasar Jonás estuvo a punto de fracturarle varias costillas: Disponer de ropa de abrigo era indispensable para un vagabundo como él, pues no solo era necesario vestirse para resguardarse del frío, sino que, al tener que dormir a la intemperie, le vendría muy bien un segundo abrigo que le sirviera de manta. Ya había notado en los huesos cómo le calaba la humedad y, en cuanto tuvo la primera ocasión, no dudó en desproveer de un tendedero de alguna buena mujer una de las mantas que había puesto a airear. Él no lo sabía, pero la que había tendido las mantas estaba en un segundo tendedero atizador en mano dale que te pego mandando a los ácaros a hacer puñetas. Jonás, una vez adueñado de la manta, anduvo a pies juntillas para evitar hacer ruido, pero la manta, que la llevaba como si estuviera abrazado a ella, se resbaló de los brazos de Jonás y tocó el suelo con uno de los picos, lo que dificultó el sigiloso caminar de este y no pudo evitar pisarla, con la consabida consecuencia de la postrera caída. La mujer que se afanaba con el atizador, tras advertirla el ruido del accidente de Jonás, solo tuvo que apartar la manta que estaba atizando para percatarse de que un ladrón quería beneficiarse una de sus mantas, por lo que ni corta ni perezosa, montada en la ira, siguió haciendo uso del atizador, aunque esta vez en el cuerpo del caco que, entre que estaba en el suelo y que la manta le impedía moverse con soltura, no pudo librarse de una buena tunda. Y de nuevo Jonás, enfangado y magullado, se vio apaleado y sin botín.

Con un historial lamentable a sus espaldas desde que abandonara el Correccional Niño Jesús, las pocas veces que consiguió comer fue debido a la caridad que encontró en las Iglesias, donde los curas, con tal de que se fuera pronto, le ofrecían las sobras de sus comidas o un olvidado mendrugo de pan duro. Y lejos de recordar los días que llevaba sin que el jabón y el agua hubieran pasado por su cuerpo para después vestir prendas secas y limpias, a Jonás se le antojó un desacierto la concesión de su libertad, pues, a buen seguro, había pasado a peor vida. Las suelas de sus zapatos, ya desgastadas y agujereadas en algún que otro punto, poco era el abrigo que ofrecía a sus pies, por lo que o se procuraba pronto un par que estuvieran en mejor estado o le resultaría tarea imposible caminar con cierta comodidad. Un alma caritativa tuvo a bien recogerlo cuando, sin saber cuándo alcanzaría un destino, caminaba taciturno y lento. Era una destartalada carreta tirada por una mula torda, vieja como la pena, la que sirvió a Jonás para, además de desplazarse sin caminar, dormir plácidamente por primera vez en muchos días. El que llevaba las riendas de la mula supo que había obrado bien, pues se enfrentó al temor cuando optó por prestarse al auxilio demandado por aquel joven que de nada conocía. Incluso sintió lástima por él cuando, en un instante, se había quedado dormido, y el buen hombre, bienhechor y afligido, se libró de una fina manta con la que se cubría los hombros y tapó con ella al muchacho.

El sueño de Jonás tocó su fin por mor de los ladridos de varios perros, y se incorporó para comprobar que al menos el carretero que lo había socorrido había llegado a su destino. Había en aquel lugar una vieja casona de la que salía humo por una herrumbrosa chimenea… y campo, mucho campo.

—¿Dónde estoy, buen hombre? —preguntó sin saber siquiera por qué lo hacía, pues solo tenía claro en aquellos momentos que el mundo para él era demasiado grande.

—Esta es mi casa —contestó escuetamente el otro.

—Sí, pero estoy perdido.

—Si sigues por el camino hacia el norte —ilustró ahora con más generosidad—, verás una gran ciudad tras esa montaña… se llama Sobania… aún está lejos. Pasa una diligencia varias veces al día un par de kilómetros más allá, en la misma dirección… ¿Te apetece un poco de café?

Fueron las palabras más dulces que había oído Jonás en muchos días e, indudablemente, aceptó la invitación. Jonás encontró en aquel hombre al ser más amable que pudo imaginar. Resultó que vivía como un ermitaño, solo tras la muerte de su mujer y tras un matrimonio sin hijos que se prolongó más de treinta años. Sintiéndose anciano y sin ganas de mezclarse con la gente, procuraba acabar sus días allí, en aquella casa y viviendo de la tierra como lo había hecho siempre, allí, que era el lugar donde había hecho su vida y el único sitio donde se sentía cerca de su desaparecida esposa. Las charlas al calor de una hoguera daban para mucho y Jonás, agradecido por la amabilidad de aquel entrañable hombre y por la hospitalidad ofrecida, escuchó atentamente cada palabra que le dijo, que no fueron pocas, y él, extraordinariamente, habló más que en toda su vida, pero inventando una sarta de mentiras tan ingente y descomunal que el desdichado anciano creyó haber dado cobijo a un santo.

Tras un considerable aseo y sentir posteriormente en su limpia piel ropa seca, Jonás tuvo la mejor noche de descanso desde que abandonó el correccional. Despertó casi a mediodía y se calzó unos zapatos que el samaritano le ofreció, que le quedaban grandes al menos dos números, pero no por ello le importó, y no le quedó más remedio que expresar su mejor agradecimiento al buen hombre cuando este le puso en la palma de su mano unas monedas para pagarse el viaje. Tras despedirse del anciano, con la barriga caliente, sensación que casi había olvidado, supo que había hecho mal con mentirle, pero era cosa que solo él sabía. Poco después llegó a un cruce del camino y vio una tablilla indicadora que necesitaba un arreglo. Uceta, indicaba en una dirección; Sobania, indicaba en la opuesta.

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CAPÍTULO II

I

A

un hombre entregado a su negocio y, en cierta medida, apartado de los problemas familiares, cosa que atañía por entero al género femenino, le resultaba inverosímil que la autoridad competente aceptara como imposible dar con su hija. Ya había pedido en varias ocasiones que se reanudara la búsqueda, pero el inspector Fernández, tras numerosos intentos de exhaustivas búsquedas con infructuosos resultados, decidió dar un tiempo de receso por si la desaparecida optaba por presentarse en la ciudad por voluntad propia. Después, y solo después, volvería a organizar una batida que, con éxito o sin él, no se prolongaría en más de tres días. Acabado el fijado plazo la daría por desaparecida. Tal decisión enervó la sangre de Arturo y, molesto y decidido, se presentó en la Jefatura de Policía entrando por la puerta como si de un huracán se tratase, siendo misión imposible para el policía que estaba de puerta pararle. Las voces del policía sirvieron para alertar a todo el que en aquel momento se encontraba de puertas adentro, pero no para impedir que Arturo llegase hasta el despacho del inspector.

—Quiero hablar con usted —exigió, tras abrir la puerta, con el respeto a la autoridad olvidado. Un segundo después llegó el policía que estaba de puerta y otro más, pero el inspector les tranquilizó y les pidió que lo dejaran a solas con Arturo.

—Pase, Arturo.

—¿Por qué tiene que hacer un maldito receso cuando no han pasado ni una semana de la desaparición de mi hija? ¿Acaso es más importante la pausa que la búsqueda?

El inspector despegó sus posaderas de su cómodo sillón, tiró hacia delante de la solapa de su chaqueta y, tratando de no contagiarse del mal humor del que había irrumpido en su despacho, dijo:

—Entiendo su ofuscación, don Arturo, de veras, y lamento muchísimo que su hija haya desaparecido, pero en esta jefatura se está haciendo todo lo posible por encontrarla… Créame si le digo que no podemos hacer más.

—¡Y una mierda! Pues claro que se puede hacer más que estar con el culo aplastado en ese maldito sillón. Se trata de mi hija, joder, no es ninguna perra en celo que se le ha escapado a su dueño buscando satisfacer la llamada de la naturaleza. Deben seguir buscando… ¡No puede estar lejos!

El inspector pidió amablemente a Arturo que serenara sus nervios, pero tal petición no sirvió para nada más que para exacerbar aún más la ira de Arturo, que abandonó la oficina maldiciendo a todo el cuerpo de policía.

—¡Inútiles, inútiles! —gritaba, sin dirigir la mirada a nadie en concreto, pero dedicando a los presentes tal repetido improperio.

Una vez en casa, y aunque no más calmado sí más consciente de que su visita al inspector Fernández había servido de muy poco, decidió sentarse cómodamente con la sana intención de reducir su latido cardíaco hasta llevarlo a ritmos normales. Tenía la cabeza apoyada sobre la mano derecha, el filo del butacón a la altura del coxis y las piernas completamente estiradas soportadas por la parte trasera de los tacones de sus zapatos cuando apareció Beatriz. En casa de Arturo el ambiente se había vuelto denso y apartado de todo histrionismo, de ahí el rostro serio de Beatriz, como ocurría con todos los que vivían bajo aquel techo.

—Hola, papá —saludó.

Arturo dio un respingo involuntario que hizo desaparecer su cómoda pose y devolvió el saludo.

—¿Dónde estará? —preguntó como quien intenta descifrar un jeroglífico.

—Creo…, creo que deberías olvidarla, papá. —Arturo clavó la mirada en su hija, que, acertadamente, había agachado la cabeza para evitarla—. Melisa sabe que es culpable de todo de lo que se le acusa —siguió—, por eso huyó. Dime, ¿crees que lo hubiera hecho si fuera inocente?

Arturo no supo qué contestar, por eso calló y trató de volver a la anterior pose.

—Olvídala, padre, Dios pondrá las cosas en su sitio.

Las palabras de Beatriz no pudieron servir de consuelo al empresario. La desaparecida era su hija. ¿Qué podría Beatriz saber del amor que se siente por un hijo?

II

Jugó su trascendental papel la falta de experiencias adversas y Melisa, muy por debajo en la lista de personas aptas para sobrevivir sin ayudas externas y exentas de comodidades, creyó encontrarse en el peor de los infiernos sabiéndose lejos de su casa, hostigada y sola. Los parajes no le decían nada, salvo que la naturaleza se obstina en proliferar en cualquier rincón del planeta, y los escasos recursos disponibles la amedrentaban en suma medida. Solo el pensamiento de que el regreso era aún peor le daba cierto empuje de valentía, pero insuficiente a todas luces para hacer desaparecer su miedo. Ya había pasado varias noches a la intemperie, sirviendo de amparo y alimento a cuantos insectos aprovecharon la ocasión de cebarse con su sangre, además de comenzar a acumular piojos en su deslucido cabello, y el poco abrigo había permitido que la humedad penetrara en sus huesos y que de sus labios desapareciera el rojo carmín para dar lugar al morado. Su vestimenta, ajada como la del peor pordiosero, distaba mucho de mostrar el más nimio asomo de elegancia y sus zapatos, abiertos ya por las punteras, avisaban de no estar preparados para soportar muchos días el mismo trote. Estaba sola y debía seguir estándolo. Daba por hecho que en la ciudad la culpaban de todos y cada uno de sus violentos actos, por lo que volver a poner los pies allí solo tendría sentido si lo hacía con la intención de entregarse a las autoridades, acto que descartaba tajantemente. Y más doloroso que saberse señalada, acusada de asesinato y despreciada por su propia gente, era para ella arrostrar el desamor de Sylvia, la única persona que había amado de verdad, la única que le había hecho olvidar su leso pasado, su amor, su único y verdadero amor. Pero en aquellos momentos no debían ocupar sus sentimientos lugar alguno entre sus prioridades, pues a buen seguro que serían causas adversas a lo único que realmente importaba: sobrevivir. Allí en medio, rodeada de denso follaje y salvaje vegetación, reunía cierta posibilidad de no ser hallada. Era más lógico pensar que había puesto tierra de por medio a lomos de un nutrido alazán tomando senderos conocidos, por lo que permanecer oculta entre el frondoso verde era —creía— la mejor opción que había tomado, aunque, en detrimento de su confiado éxito, se enfrentaba a un confuso e incierto futuro.

Encontró, y sirvió para sentirse feliz en su desdicha, el mejor regalo que podía esperar en la situación en la que se encontraba. La fresca agua que bajaba de las montañas se bifurcaba por mor del desnivel y circulaba por senderos inesperados. Uno de ellos, oculto entre la maleza, no superaba el palmo de profundidad y Melisa, involuntariamente, introdujo los pies en él y notó la frialdad del agua. Apartó un poco la vegetación y, en unos segundos, rodillas en tierra y como si de otro animal salvaje más se tratara, bebió de aquel apreciado líquido que, más que nunca, supo que era sinónimo de vida. Permanecer cerca del agua le daría esperanzas para seguir esquivando a la justicia.

III

Dio por hecho que, llegase al lugar que llegase, encontraría algún sitio donde comer. En aquel momento disponía, después de haber pagado al cochero el pago exigido por el porte, de algunas monedas que le había dado el viejo. Fue en ese preciso instante cuando recordó que no se había preocupado en lo más mínimo por saber el nombre de tan hospitalario hombre, pero pronto le restó importancia. “¿Volveré a verlo?”, pensó con la esperanza depositada en el no.

Sobania, a priori, le pareció una ciudad bulliciosa y alegre, un buen lugar para intentar buscarse la vida, aunque no podía olvidar que, ante todo, era un forastero y que, a buen seguro, no se iba a librar de miradas indiscretas, aunque eso no le iba a causar ningún trauma. Su preocupación primordial era encontrar un trabajo con el que poder pagar un alojamiento y un plato de comida caliente, dar con él tal vez solo dependiera de la suerte o, sin ella, de la constancia. Todo su capital se reducía a unas pocas monedas que guardaba en la faltriquera, escaso a todas luces para sentirse protegido y ver el hambre apartada más allá de dos o tres días, por lo que la necesidad de que el sustento le llegase con el sudor de su frente era imperiosa. Caminó ojo avizor, como el águila mientras planea con la vista puesta en la tierra. Lo primero que le sugirió trabajo fue un hombre que descargaba unos barriles de una carreta. Pronto se acercó y, tras mostrar educación dando unos pertinentes buenos días, ofreció su ayuda.

—¡Quita, chico, quita! —advirtió el que descargaba, un hombre sexagenario, serio, de aspecto seco, con una pronunciada alopecia y un frondoso mostacho.

—Puedo serle de ayuda, señor —insistió Jonás—, hay muchos barriles en la carreta y a usted le va a costar un sobreesfuerzo descargarlos todos —advirtió—. Lo haré por unas pocas monedas.

— No necesito que nadie me ayude —dijo en claro desprecio.

Jonás, desobediente, optó por coger uno de los barriles.

—¡Quita tus garras de aquí, joder! —ordenó zafando la mano de Jonás—. ¿Quién cojones te ha dado permiso para inmiscuirte en mis cosas?

Supo que su primer intento había sido fallido, pero era solo el primero, tenía que seguir insistiendo. Unos pasos más adelante, tras alejarse del hombre que descargaba los barriles, que no dejaba de maldecir y vociferar, encontró el letrero de una herrería. Él no tenía ni idea de cómo herrar un caballo, pero su agudizado ingenio apareció al instante para asesorarle y pronto se dijo que, si no para herrar, tal vez pudiera el herrero necesitar un mozo que le hiciera de palafrenero, o para sujetar la bestia durante el herraje o para, por ejemplo, mantenerle arranchada la herrería. El herrero, ensordecido por los golpes que daba con un grueso martillo sobre el yunque, creyó oír la voz de alguien, motivo por el que dejó de mantener la mirada fija en la herradura que trataba de enderezar y elevó levemente la cabeza. Vio a un joven. No lo conocía. Se extrañó y dejó de golpear. Jonás volvió a mostrar educación saludando y el herrero respondió de igual manera.

—Me llamo Jonás… y estoy buscando trabajo.

El herrero se pasó el brazo por la frente y apartó el sudor que amenazaba con enturbiarle la visión.

—¿Sabes herrar?

—No… pero puedo hacer muchas cosas.

—Lo siento —dijo e, inmediatamente, enfrió toda conversación futura con Jonás a base de golpes sobre el yunque.

No podía perder la esperanza, Sobania parecía una gran ciudad y en algún lugar habría alguien que necesitara un empleado. Era preciso insistir. Dejada a su espalda la herrería siguió su sinuoso camino, aún quedaban muchas horas de sol y, si no bajaba la guardia, la constancia y el empeño podrían traerle buenos resultados. “Cafetería Madame Annette”, leyó en un rótulo que colgaba en vertical cuando el mediodía había dejado de perder su nombre. Dio un ligero vistazo a través del amplio cristal del ventanal. Le pareció un lugar elegante. Un par de acelerados camareros, joven y rechoncho uno y con la barrera de los cuarenta superada y de porte bajo pero hercúleo el otro, no paraban quieto; un tercero llevaba su labor tras una amplia barra con forma de ele que solo estaba ocupaba por un cliente, un hombre situado en el lateral escondido de la barra.

—¿Qué desea? —preguntó el vivaz camarero al ver a Jonás tomar asiento y apoyar los codos sobre el mostrador.

—Estoy… —Carraspeó—… Estoy buscando trabajo. ¿A quién puedo preguntar por ello?

El camarero, de aspecto enclenque y ojos saltones, restó importancia al que a priori le pareció un nuevo cliente, asió un paño blanco que le colgaba del hombro y comenzó a secar vasos.

—El jefe solo viene por las tardes… y no todas —respondió sin levantar la vista de los vasos que secaba.

Algo afligido, Jonás pidió información sobre algún sitio donde necesitaran un empleado, e informó inmediatamente de su disposición y disponibilidad horaria. La áspera respuesta recibida dijo mucho a Jonás:

—Ni idea.

Sintiendo que los ánimos comenzaban a desfallecer, deambular se le antojaba una decisión arriesgada. Con la “Madame
Annette” a su espalda, dejó que sus pies soportaran todo el peso de su cuerpo sin dar un paso mientras distraía la incertidumbre que comenzaba a preocuparle. Una joven, elegantemente vestida y con caminar garboso, pasó caminando por la acera de enfrente. Jonás la observó unos segundos, los que tardó en anteponerse entre él y la joven un carruaje que pasaba como poseído por el diablo.

—Eres forastero, ¿verdad?

Jonás se giró y vio al hombre que hacía un escaso minuto estaba, como él, con los codos apoyados en el mostrador de la cafetería. No contestó, se limitó a esperar a que el otro siguiera haciéndolo.

—Te he oído, lo siento —siguió—. Me llamo Damián. —Le tendió una mano—. Trabajo en la fábrica de cueros.

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CAPÍTULO III

I

A

unque no lucía su mejor aspecto con la bata que acostumbraba llevar en horas de trabajo, Francisco mostraba un aspecto grato a la vista. La buena elaboración del cuero en la empresa había incrementado su demanda en un diez por ciento, por lo que la plantilla comenzaba a quedarse corta. Francisco había pedido a su suegro un incremento salarial para los empleados, considerando la opción más acertada como incentivo para un mayor rendimiento, pero el aumento de sueldo, que llegó pese al obstáculo que puso Arturo escudándose en que no era el mejor momento, solo sirvió para espantar los malos humores de la plantilla, provocados estos por el ralo sueldo que recibían, y para alejar temporalmente el concepto de rácano que pesaba sobre Arturo. El rendimiento, tras varias semanas del aumentado coste de jornales para la plantilla, seguía siendo el mismo, y la impotencia que encontraba Francisco para hacerle frente a los pedidos y satisfacer a la clientela era cada vez mayor.

La desaparición de Melisa había sido un revés que, indirectamente, afectaba a la empresa. Era algo fresco aún, pues no se habían perdido las esperanzas de encontrarla o de que apareciera por voluntad propia, como se fue, pero mientras Arturo y su esposa se aferraban a la esperanza como único medio para no dar por perdida a su hija, la vida en la fábrica seguía, aunque sufriendo el daño colateral que Melisa había provocado.

Un leve rechinar de la bisagra de la puerta le hizo saber que alguien había llegado. “Algún cliente malhumorado”, pensó mientras se giraba.

—Buenas tardes, señor.

La voz del que había abierto la puerta no le era conocida, y su aspecto menos aún.

—¿Qué desea? —preguntó extrañado.

—Me llamo Jonás Expósito de la Expiración —se presentó—, me han dicho que necesitan braceros.

—¿Expósito?

—Sí, señor. Jonás Expósito de la…

Francisco detuvo la repetida presentación de Jonás diciendo que había escuchado la primera y añadió:

—¿De dónde eres, Jonás?

—Nací en Medona, señor, pero vengo… vengo de Sahón.

—Tu apellido delata tu procedencia, pero no te avergüences, nadie escapa a su destino. —Jonás calló su pensamiento, un despectivo “¿qué sabrás tú de mi vida?” —. Y sí, necesitamos al menos un par de empleados más. —Los ojos de Jonás no pudieron controlar la emoción y lucieron como platos—. ¿Cuándo puedes empezar?

—Si me dice qué debo hacer, señor, puedo empezar ahora mismo.

—Bien. Te adelanto que el trabajo no consiste en estar vigilando sentado esperando como un lelo a que pase el tiempo.

—Lo imagino, señor. Gracias.

Y así fue como Jonás dejó de tener desagradables encuentros con el infortunio. Y se dio con un canto en los dientes, pues era consciente de que al fin el día no le había ido del todo mal.

Francisco, mientras mostraba a Jonás el interior de la fábrica, lo que sirvió de motivo de distracción al resto de los empleados, fue informando al joven de los horarios de apertura y de cierre, en qué consistía su trabajo, la cuantía salarial que recibiría a cambio y de todas y cada una de las funciones de las que creyó oportunas para poner al día al nuevo empleado.

—Tu trabajo comienza aquí —anunció haciendo un ademán con la barbilla señalando el interior del almacén donde se apilaban las pieles de los animales para el posterior tratado—. ¡Damián! —avisó al interior del almacén.

—¿Señor?

Tras presentar a Jonás como nuevo empleado a su cargo y dar a Damián las oportunas directrices a seguir, Francisco dejó solos a los dos hombres y se marchó. Damián, uno de los más veteranos en la plantilla, era un hombre sexagenario, aunque un frondoso bigote de canas, unas pobladas cejas del mismo tono y una pronunciada e incontrolable alopecia envejecían su apariencia al menos un lustro.

—Por fin te decidiste a venir, ya veo —dijo Damián, que supo, nada más verle, que era el mismo joven que había visto en la cafetería Madame Annette—. Estás a mis órdenes, chico. —Jonás calló—. Ven, te mostraré lo que debes hacer. No es difícil.

En un apaciguado rato, tal vez para apartarse un momento de la monotonía, Damián explicó a Jonás las funciones a seguir:

—Si viene una carga de pieles, abandonas lo que estés haciendo y procedes a descargar, ¿de acuerdo? —Jonás afirmó con la cabeza—. Cuando no estés descargando usa esta herramienta. —Le dio una cuchilla—. Tu cometido es quitar tantos pelos como puedas. Con eso tendrás bastante como para cogerle asco a esta fábrica.

Las pieles que llegaban al almacén, proveniente la mayor parte de los mataderos de la ciudad (aparecía por allí de vez en cuando alguien con un par de pieles de conejo o de venado intentando sacar algunas monedas por ellas), necesitaban de un largo proceso antes de ser consideradas aptas para la venta. El primer paso era el pelambre, donde, tras humedecer las pieles, se les retiraban los pelos; luego se procedía al descarne, proceso minucioso que consistía en no dejar ni asomo de carne en la piel; no menos laborioso y pesado era la eliminación de agua, usándose para ello unos gigantescos rodillos que funcionaban merced a los brazos de dos empleados que hacían girar sendas manivelas; tras el curtido, unos grandes bidones servían como tinteros para dar color a los cueros; el secado consistía en colgarlos en unos tendederos que iban de lado a lado del almacén, donde permanecían hasta no quedar en ellos ni rastro de humedad; luego se procedía al estiramiento, donde los cueros quedaban rígidos, y para combatir tal rigidez se procedía al ablandamiento. Todo el proceso se prolongaba en el tiempo hasta alcanzado los tres meses. Solo entonces podía trabajarse con ellos para la elaboración de abrigos, bolsos, cinturones y etcétera, lo que generaba la venta.

Jonás comenzó con ganas su trabajo. Proyectó su mente hacia el futuro y, como si de un robot se tratara, enfocó su empleo como prioridad. Nada ni nadie le haría perder su trabajo. La actitud ya la sabía: puntualidad, seriedad, obediencia, nada de distracciones ni innecesarios amigos, voluntariedad para todas las peticiones exigidas por la empresa, ya fueran tales exigencias hacer horas extras, trabajar en día festivo o aplazar la hora de la comida. Nada debía interponerse entre él y su trabajo. Sería como estar en el orfanato… pero sin estarlo.

II

Había conseguido no desfallecer, pero temía convertirse en una alimaña. Su vestido, cada vez más ajado, se estaba convirtiendo en prenda insuficiente para resguardarse del frío y le daba un aspecto deplorable, de animal salvaje. No entendía cómo nadie había dado con ella, pues siempre temió que, al no tener experiencia en sobrevivir sin ayudas, el grupo de rastreadores que a buen seguro enviarían desde la jefatura de policía y los voluntarios que se sumarían a la búsqueda no tardarían en encontrarla. Pero habían pasados los días y no había ocurrido tal cosa. Mucha culpa la tuvo mantenerse oculta en los lugares donde menos se sospechaba que podría estar.

Sus andanzas por los montes la llevaron hasta una pequeña cueva que quedaba bajo una colina. La arboleda, elevada y frondosa, disimulaba en gran medida la entrada. Cuando la descubrió temió que albergara algún lobo o, peor aún, a una manada de ellos, por lo que aguardó pacientemente apartada de la vista de todo ser viviente hasta comprobar que ningún inquilino se cobijaba allí. La protección de la cueva la resguardó de inevitables aguaceros y le sirvió para mantener alejada a la Parca, que tan cerca, pensaba, le rondaba en aquellos momentos. Sin opciones para escoger, la convirtió en su lugar de residencia; mientras encontrara alguna baya con la que callar sus, cada vez más, ruidosas tripas, sentir que un techo la cobijaba la animaría a no rendirse. Volver al pueblo y enfrentarse a agrias acusaciones era labor que no la satisfacía en lo más mínimo, pues, aunque se sabía culpable de todo el daño que había hecho, no estaba dispuesta a pagar por ello. Bastante había sufrido en su niñez y nadie obtuvo nunca un castigo por ofenderla, menospreciarla o insultarla. ¿Por qué iba a hacer ella la excepción que confirmara la regla?

Pero el tiempo hizo que el desamparo y la soledad se manifestaran como férreos enemigos empeñados en imposibilitar la paz con el entorno, como óbices insuperables que colocaban cada vez más alto el listón que da acceso a seguir en la lucha por la supervivencia, como oposición infranqueable sin la cual es imposible avanzar, como súbita tempestad que solo da opción al socaire… Ante tan evidente situación, llegó a sentirse tan vulnerable como la sal en el agua, y temió que las fuerzas le fallaran, y o bien regresaba y asumía las consecuencias o perecería en breve. Quedar como pasto para los lobos, los mayores depredadores del lugar, era una idea que la estremecía de miedo y le mantenía el vello erizado como nunca antes había imaginado, pero si el frío la sumía en un profundo letargo del que no despertaba, como temía cada vez que se enroscaba sobre sí misma intentado mantener el calor corporal, las fauces de los hambrientos animales disfrutarían de su carne; luego llegarían los carroñeros para acabar de limpiar los huesos. Tal vez algún día encontrara alguien su esqueleto, o parte de él, y para sus padres, por fin, acabaría la incertidumbre. Llorar a unos cuantos huesos a pie de lápida permitía, al menos, poner fin a una insoportable vida asida a una inservible esperanza.

Melisa luchaba contra sí misma para espantar a cuantos fantasmas aparecían, pero se sabía débil ante tamaña situación y sabía que, más bien temprano que tarde, perdería la batalla. Irreconocible por la cantidad de barro que llevaba adherido a su ropa y a su piel logró, alumbrada con la escasa luz que le permitía la entrada de la cueva, conciliar el sueño, al que se entregó con el convencimiento de que no volvería a ver la luz del día, que su vida acababa allí, en aquel momento en que dejaba de ofrecer batalla y sucumbía a la desesperación, sin ganas de postergar su agonía y decidida a pagar por sus pecados.

DOS MESES DESPUÉS

Fiel a sus principios, Jonás no había defraudado a Damián y mucho menos a Francisco. Su voluntariedad para acometer cualquier menester que se presentara como improviso sirvió para vestir de confianza a sus jefes. En los dos escasos meses que llevaba como empleado de la fábrica había conseguido congraciar con la mayoría de sus colegas y se había ganado el respeto de todos ellos. A pesar de las repetidas veces que en su presencia salió a relucir el tema de la desaparición de Melisa, jamás le escuchó nadie pronunciar palabra alguna al respecto, lo que le hizo ganarse fama de reservado y de prudente. “A este no le interesa la vida de nadie”, llegó a pensar alguno. “Vaya circunspecto nos ha llegado a la fábrica”, pensaba otro. Y así, poco más o menos, pensaba la mayoría sobre Jonás. Lo cierto es que su prudencia o su recato, tal vez su parquedad, le jugó en beneficio propio y, grosso modo, los pensamientos negativos que afluyeron a la mente de los que habían aventurado que Jonás sería una persona difícil de tratar y un compañero en el que no se podía confiar, quedaron olvidados y remplazados por conceptos plausibles de elogio y admiración.

—¿Sabes cuántas hijas tiene el jefe, Jonás? —preguntó, queriendo ilustrar, Damián que, sentado al flanco derecho de Jonás, daba uso a la cuchilla en el monótono pelambre.

Ante la muda respuesta de Jonás, siguió:

—Dos. De una ya has oído hablar, de la desaparecida. Es muy fea. —Rezongó—. Nadie te lo había dicho antes, ¿verdad? Claro, todos temen que alguien les oiga y, aunque hayan pasado dos meses, tanto su cuñado, ya sabes, Francisco, como sus padres están aún muy afectados. Solo es una chiquilla, joder. Pero, como te digo, es fea de cojones. —Volvió con la mofa—. También se cuenta de ella que se decanta por la acera de enfrente, ¿entiendes? —La maléfica sonrisa del que hablaba dejó a la vista un par de mellas—. Y hay más aún de esa aparentemente dócil criatura: es una asesina.

Jonás miró de soslayo a su compañero de trabajo y, molesto por la información que involuntariamente estaba recibiendo, contestó:

—¿Y a mí qué me cuentas?

—La otra, la otra hermana, es la esposa de Francisco, del jefe. Se llama Beatriz. Esa sí que es una mujer guapa —continuó, despreciando la indiferencia de Jonás—. De ella se cuenta que fue la causante de que su hermana decidiera escaparse de su casa; algo sospecharía cuando tuvo la valentía de denunciarla.

Fue la noticia más detallada que oyó Jonás de la familia del empresario Arturo, aunque, por la ignorancia que había mostrado al charlatán que había hecho de mensajero, bien podría decirse que cayó en saco roto.

Los jornales recibidos le dieron a Jonás para pagarse el alquiler de una vivienda que no quedaba muy apartada de la fábrica; pequeña, pero suficiente. Para acudir desde allí hasta la fábrica no necesitaba caminar más de diez minutos, motivo principal por el que cejó en el empeño de buscarse otro lugar de residencia. Aquella mañana se dirigía, como de costumbre, a su lugar de trabajo. El frío y racheado viento matutino hacía aligerar el paso a los viandantes, teniendo más de uno que sujetarse el sombreo con una mano para evitar que este saliera volando. Jonás caminaba tocado con una gorra ajustaba, por lo que se permitía ir con las manos ocultas en los bolsillos de su abrigo. Poco antes de alcanzar la fábrica vio una pequeña calesa que acababa de llegar. El que manejaba las riendas era Francisco. A su lado una mujer agradecía la caballerosidad del hombre y tendía la mano para que la ayudara a apearse. Cuando tuvo los pies sobre el suelo, levantó la vista y la dirigió al fondo de la calle. Una floreada pamela, sujetada al pelo con varios alfileres invisibles, ocultaban parte de su peinado. El resto le caía sobre los hombros, aunque el viento pronto lo ondeó. Vio que un hombre se acercaba, pero no le prestó mayor importancia y esperó a que su esposo, que se había retirado para pedir a uno de sus empleados que se hiciese cargo de la calesa, volviera. Antes de que esto sucediera, Jonás se había puesto a la altura de Beatriz. Hizo ademán de destocarse la gorra y saludó. En ese momento Jonás vio la cara de Beatriz. Algo le dijo que era ella, y hubiera apostado cuanto tuviera de tan seguro como estaba de no equivocarse. “Es la misma mujer que vi caminar por la otra acera aquel día que llegué al pueblo”, pensó, “estoy seguro”.

El saludo fue correspondido mientras Jonás, llegado a la puerta del almacén, entró. Beatriz se quedó mirando, pero sin pronunciar palabra. Un joven empleado llegó, saludó a Beatriz y dijo que tenía que llevarse la calesa adentro. Al instante llegó Francisco, que ofreció el brazo a su esposa. Un minuto después se encontraban ambos recibiendo el cálido clima de la oficina de Francisco.

—No sé cuántas veces habré estado aquí —dijo Beatriz mientras rebuscaba los alfileres para desprenderse de su pamela—, pero estoy segura de que no superan la docena. Y como esposa tuya es la primera vez que visito esta fábrica de mi padre.

Francisco, que ya había empezado a ojear los papeles que tenía sobre el escritorio, dedicó una sonrisa afirmativa a su esposa.

—Espero que no te arrepientas de esa idea tuya de pasar hoy el día aquí —alentó Francisco—. Ya te advertí que estaré muy ocupado con mi trabajo.

—Descuida, cielo, sabré no molestarte.

Beatriz había confiado en que un día en la oficina, junto a su marido, le vendría bien para ayudarla a olvidar el denso ambiente que, en torno a su hermana, se vivía en su casa. Pasar un día fuera de aquella casa, que no paraba de agobiarla, tendría, sin duda alguna, un efecto paliativo que agradecería. Pero su apuesta no fue tan fructífera como había pensado y, cuando llevaba un par de horas sentada viendo que su marido, enfrascado en su trabajo, apenas le prestaba atención —llegó a pedirle varias veces que no lo interrumpiera—, optó por dejarlo solo y darse un paseo por la fábrica. Todos la conocían. No habría sorpresas.

Aguarda —dijo, no obstante, Francisco—, avisaré a alguien para que te acompañe.

—Descuida, cariño. Sé cuidarme sola.

—Como quieras.

Los trabajadores se asombraban al ver a Beatriz. Todos, sin excepción, la saludaban a su paso para, a continuación, seguir con su trabajo. Beatriz disfrutaba viendo la organización que reinaba en la fábrica. Los hombres parecían máquinas trabajando y, aunque en alguna que otra zona el ruido hacía imposible la comunicación verbal, ella fue recorriendo con paso parsimonioso cada rincón de la fábrica.

Damián se acercó al almacén y avisó a Jonás, y a un par más que como él andaban liados sacando pelos a las pieles, de que había llegado una carga. Los tres hombres, uno de ellos emitiendo un seco ¡ay! al incorporarse, otro dedicando una cómplice mirada a Jonás y este levantándose sin más, se dispusieron para hacerle frente a la carga llegada y librar al carruaje del peso de las pieles. Los primeros fardos, portados por los compañeros de Jonás, llegaron al almacén sin demora. Jonás tuvo que depositar en el suelo el suyo cuando escuchó la voz de una mujer que le habló.

—Un momento, por favor. —Jonás, con uno de los extremos de su fardo en el suelo y sujeto al otro, giró la cara hacia la voz—. ¿Adónde lleváis esas pieles?

—Al almacén. —Cuando advirtió quién era la que le había preguntado se quedó petrificado—. ¿Por qué me lo pregunta? —acertó, no obstante, a decir.

—¡Oh, por nada! Soy Beatriz, la esposa de Francisco. —Los ojos de Beatriz escudriñaron el cuerpo de Jonás y, finalmente, se posaron en sus ojos—. ¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?

—No, señora… un par de meses.

Beatriz tardó en volver a pronunciar las siguientes palabras:

—No te interrumpo más.

—Jonás —dijo el empleado.

Beatriz se sintió ruborizada ante la fría pasividad de Jonás, por lo que quedó obnubilada.

—¿Qué?

—Jonás, me llamo Jonás.

—¡Oh, perdón!

Jonás inclinó ínfimamente la cabeza, se echó el fardo al hombro y, antes de dar la espalda a Beatriz, dijo, a modo de saludo:

—Señora.

IV

Lejos de olvidar a Melisa, la bellísima Silvia parecía haber perdido todo complot con la simpatía. No se yerguen fácilmente las morales caídas. La de Silvia había rozado el fondo, resultándole tarea complicada apartar de su mente a la pecosa que la había enamorado. Y se lamentaba recordando el atroz pasado por el que Melisa había tenido que pasar. “Es una verdadera lástima que no controlara su ira”, pensaba mientras ayudaba en las labores de cocina a su madre. Alguien golpeó la puerta. Madre e hija se miraron manteniendo un silencio que interrogaba un “¿esperas a alguien?”. La mayor abandonó el plato que estaba fregando y utilizó su delantal para secarse las manos.

—Ya voy yo —dijo.

Laura, la chica de la sonrisa fácil, era consciente de que no eran horas apropiadas para hacer visitas, pero en casa de Silvia solo estaban ella y sus padres, y necesitaba hablar con su amiga, quedarse un rato a solas con ella. La intimidad, tal vez, instara a una conversación agradable o, al menos, interesante.

—Hola, Gracia —saludó tan pronto la puerta dejó ver quién la había abierto.

El asombro de Gracia no fue precisamente cordial, aunque a Laura, que no había avisado de la visita, no le molestó.

—¿Vienes a ver a Silvia? —Se apartó para dejar espacio a Laura, invitándola así a pasar— Anda, no te quedes ahí.

Laura solo necesitó dar un par de pasos para ver a su amiga, que salió a su encuentro. La cómplice mirada de ambas dio a entender a Gracia que era mejor dejarlas a solas.

—Perdonad, voy a seguir con lo que estaba haciendo —dijo.

Las cuatro paredes de la habitación de Silvia daban a las chicas un espacio más que suficiente para sentirse cómodas y libres del temor a ser observadas. Silvia dejó caer sus posaderas sobre los pies de la cama y, poniendo una mano abierta sobre el colchón, invitó a su amiga a que hiciera lo propio.

—¿La echas de menos? —Laura se sentó junto a su amiga—. A Melisa.

—Pues claro —respondió tras dedicar a Laura una incómoda mirada—, ella lo era todo para mí, lo sabes.

—¿Crees…, lo siento, crees que estará muerta?

—No puedo pensar tal cosa. Sería, no sé… sería como… como rendirme antes de presentar batalla. No puedo dejar que me venzan tales pensamientos. He de aferrarme a la idea de que volverá, aunque, cuando eso ocurra, nada será igual. —Se produjo un impertinente silencio que intimidó a ambas—. ¿Tú crees en todo lo que dicen de ella?

Paula no supo qué responder.

—Es nuestra amiga —dijo a modo de alegato—, sea como fuere, no podemos abandonarla. Si es verdad cuanto dicen de ella más le valdría no volver a poner los pies en esta ciudad. Por otra parte, va en su propio detrimento que haya huido. Eso le cierra el margen de la inocencia, ¿no crees?

—Lo sé. —Se produjo otro molestoso silencio—. ¿Alguien ha hablado con el profesor Silvano de lo ocurrido?

—¿De la huida de Melisa?

—No… bueno, sí. Me gustaría saber qué piensa él de todo esto. Según se cree es una de las víctimas de Melisa y, por suerte, está vivo.

—El profesor Silvano no creo que se alegre de que Melisa se haya ido de aquí, pero me imagino que, como muchos, se sentirá aliviado sin su presencia.

—¿Y Francisco?

—¿Francisco? Bueno, ya sabes, es su cuñado y, aunque Beatriz es la más alta apuesta en la culpabilidad de su hermana, él no puede mostrar su lado negativo; el cargo de la fábrica le exige no llevarse mal con sus suegros.

—¿Querrás acompañarme? —asestó, para sorpresa de Laura, una decidida Silvia.

—¿Acompañarte? ¿Adónde?

—Necesito disipar mis dudas y saber si merece la pena esta carcoma que no me abandona. He de tratar de averiguar si la pecosa que nos tiene a todos en vilo es merecedora de que le dedique mi tiempo o, por el contrario, solo se merece que la olvide de una vez para siempre.

—No te entiendo, Silvia. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Lo sabrás, mi querida amiga, lo sabrás. Quiero ir mañana mismo a hacerle una visita al doctor Silvano. ¿Estás dispuesta a acompañarme? Se lo diremos también a Paula.

V

Mientras con la mano izquierda se mesaba el bigote de manera inconsciente, con la diestra sujetaba la hoja que acababa de pasar del libro que leía y que descansaba sobre una mesa. Así pasaba horas enteras, sobre todo aquellas en las que olvidaba sus labores como profesor. Su soltería le permitía tomarse la libertad de pasar horas enteras disfrutando del goce de la lectura. Sin nadie que le marcara los tiempos ni le recordara alguna u otra obligación, alimentarse a deshoras era frecuente en su día a día, así como descuidar su aseo personal y restarle importancia a mantener las cosas ordenadas. No recibía muchas visitas —tal vez su aire adusto tuviera mucho que ver en ello—, por eso se extrañó al oír que alguien había aporreado la puerta. Sin embargo, haciendo uso de su paciencia y, aunque apartando la vista de la lectura, sin inmutarse, aguardó. “Tal vez mis oídos me hayan engañado”, pensó. Un segundo golpeteo le disolvió la duda. Se guardó contestar, prefirió acercarse a la puerta y abrir el pequeño postigo para cerciorarse de no recibir una visita indeseable. Antes de llegar a la puerta se repitió el golpeo. Corrió el pequeño cerrojo y apartó de su vista el postigo. Silvia, ante la violenta maniobra del profesor, se dio un pequeño susto.

—Buenos días, profesor —saludó intentando simular una sonrisa.

El profesor miró a ambos lados de la chica y observó que Silvia no venía sola.

—Me acompañan Paula y Laura —dijo para apartar de la curiosidad al profesor.

—¿Qué queréis, chicas? —La voz del profesor sonó más grave que nunca.

—Hablar con usted, profesor —osó interrumpir Laura a su amiga.

—¿Hablar? ¿De qué?

—Profesor —retomó la conversación Silvia—, necesitamos hablar con usted de un tema que nos tiene de veras preocupada. No nos quedaremos mucho tiempo, se lo prometo.

El profesor se quedó callado y pensativo, luego apartó la mirada y cerró el postigo. Un instante después abrió la puerta.

—Pasad —dijo escuetamente.

Paula, que hasta entonces no había abierto la boca, rompió su hielo pidiendo disculpas al profesor, en nombre de las tres, por la visita hecha sin previo aviso. La respuesta que obtuvo fue un ínfimo movimiento de cabeza en sentido afirmativo del profesor acompañado con un áspero sonido. En aquel momento el profesor Silvano se arrepintió del desorden que reinaba en su casa, pues tuvo que apartar de los butacones del salón varias prendas de su vestimenta habitual para poder ofrecer asiento a las chicas.

—Disculpen —dijo mientras apartaba un par de pantalones, un abrigo y varios calcetines. Por último, escondió tras uno de los butacones un par de zapatos que estaban a la vista—. Ya pueden sentarse.

La prudencia y el respeto se hicieron presente y ninguna de las chicas osó objetar nada respecto al caótico desorden que tenían ante sus ojos. Se limitaron a obedecer y a ocupar los asientos que el profesor les había ofrecido.

—¿Y bien? —animó el profesor.

—Profesor —dijo Silvia—, quiero que sepa que nuestra visita ha sido idea mía.

—Pero el tema que vamos a tratar nos incumbe a todas —arguyó Paula.

—Verá —siguió Silvia—, nos cuesta aceptar que nuestra amiga… ya sabe, nuestra amiga Melisa, fuera… fuera capaz de atentar contra usted. No dudamos de su palabra, y nos sabe mal creer que pueda usted pensar mal al respecto, pero necesitamos que piense nuevamente en lo ocurrido aquel día y nos diga si pudiera tener alguna duda sobre quién le lanzó la estantería.

—Melisa. —El profesor volvió a mesarse el bigote—. No estaba beodo cuando ocurrió tal hecho, ni había tomado medicación alguna que me pudiera hacer dudar de mis sentidos. Vi lo que vi y estoy completamente seguro de ello. ¿Sabes qué motivo pienso que pudiera tener Melisa para hacer lo que hizo? Que me iría de la lengua.

—¡Profesor! —Se alertó Silvia.

—Tranquila, hija, no saldrá de mi boca palabra alguna que pudiera herirte. Sé muy bien que sabes de qué hablo, pero os debo hacer recordar a todas que su propia hermana sospecha de ella. Yo tuve la suerte de no ser una víctima mortal de sus fechorías, pero sabéis que no todos pueden decir lo mismo.

El profesor calló y nadie más tomó la palabra. Las chicas habían escuchado la versión del profesor. Lo que esperaban, mas no lo que deseaban. Sobre todo, Silvia.

—Lo siento, de veras que lo siento —se excusó el profesor.

Silvia dejó su asiento. Las demás la copiaron. El profesor no tardó en volver a estar solo y, más adolorido que antes de la inesperada visita que había tenido, retomó la lectura.

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CAPÍTULO IV

I

C

Aminar a solas se había convertido en una práctica últimamente. Silvia encontraba en ello una necesaria válvula de escape que la ayudaba a desahogar la tensión de sus pensamientos, que no eran pocos. Aprovechando la esplendente y soleada tarde de domingo en Sobania, salió de casa con el firme propósito de perderse por la ciudad y no regresar hasta tener doloridos los pies. No muy lejos de tal pensamiento se encontraba Beatriz, que había pasado buena parte del día leyendo un libro de relatos cortos. No era la primera vez que lo leía, pues la brevedad de cada relato, que no superaba en ninguno de los casos las diez páginas, hacían amena la lectura del libro. Decidida a despejar su mente y abandonar las cuatro paredes, que ya empezaban a agobiarla, decidió dar vida a la idea de seguir leyendo, pero en la soledad del campo, lejos del claustro que comenzaba a parecerle su casa. No tardó en comunicarle al palafrenero su propósito y la necesidad de disponer cuanto antes de su calesa, deseos que no tardaron en verse cumplidos, pues Narciso dijo que solo necesitaba tiempo para enganchar el caballo al tiro. Poco después Silvia ya se encontraba en el centro de la ciudad. Caminaba sin rumbo, iba sin prisas, dejando escapar, como era su propósito, tantos malos pensamientos como acudían a su mente. Trató de cruzar la calle para evitar un grupo de personas que se acercaban en dirección opuesta a ella, pero frenó sus pasos al advertir que una calesa se le acercaba. La voz de la que conducía la calesa la alertó y, tras un “¡sooo!” efectivo como si del mejor arriero se tratara, el caballo interrumpió rápidamente su trote y dejó sus patas que parecían ancladas al suelo. Silvia no pudo disimular su sorpresa y Beatriz no tardó en comunicar a Silvia de sus intenciones. En unos instantes, elevando suficientemente la falda de su vestido y demandando auxilio a Beatriz, Silvia subió a la calesa.

—¿Qué llevas ahí? —quiso saber Silvia cuando vio el libro en los regazos de su amiga.

—Es un libro de relatos cortos —aclaró—. ¿Adónde te apetece ir? —incitó.

Silvia quedó dubitativa, pues, hasta que apareciera Beatriz, se estaba comportando como un barco sin timón. La pregunta de su amiga le abrió una nueva puerta, y se acordó del pozo. “¿Por qué no revelarle el secreto a Beatriz?”, pensó, “si no lo ha hecho ya su hermana”.

II

A pesar del tiempo que llevaba en la ciudad, a Jonás no se le conocía ningún amigo… ni amiga. Solo los empleados de la fábrica, los que le veían a diario, podían presumir de ser los únicos que, de vez en cuando, mantenían alguna que otra charla con él.

La buena temperatura estaba haciendo una tarde inmejorable y el bullicio de la ciudad le pareció de fiesta, aunque lo único que tenía de festividad el día es que era domingo. Cerrar con llave sin tener idea de cuándo regresar no era incumbencia de nadie, y a nadie tenía que le exigiera una explicación, por lo que más temprano que tarde Jonás era uno más de los tantos que se movían de acá para allá por las concurridas calles céntricas de la ciudad. Pero el parco Jonás no era hombre amante de concentraciones, de ahí que sus pasos, casi sin que ni él mismo pudiera encontrar una razón para explicarlo, le condujeran a un camino que, adentrándose en él y siguiendo su derrotero, lo apartaba de Sobania. La caminata, lejos de estar controlada por tiempo o por kilometraje recorrido, era más bien un deambular improvisado, tanto que, cuando quiso darse cuenta, había perdido la orientación y se había apartado tanto del camino que creyó estar perdido. Y así llegó Jonás a un lugar donde parecía no haber puesto nunca una huella el ser humano. Los ruidos de la ciudad hacía tiempo que no los percibía, la vegetación crecía a todas luces salvaje, el paraje en sí parecía condenadamente natural. Algo le llamó la atención, aunque tuvo que aguzar la vista hasta dejarla clavada en lo que fuera aquello que desentonaba con la naturaleza que le rodeaba. Fue cauto y, sin prisas, tomó precauciones, anduvo unos pasos con pies de plomo y trató de dar un leve puntapié. “Tal vez un conejo, o una perdiz, u otro animal agazapado tratando de alejar el peligro no siendo descubierto”, pensó. La puntera del pie avisó a Jonás de que aquello no pertenecía al reino animal… y era sólido, muy sólido. Apartó la vegetación y apareció ante el un enorme agujero que le asustó. Así supo que había dado con un pozo. La parte del borde que se encontraba frente a él aparecía más despejada, lo que le dio a pensar que, si sus pies le hubieran llevado por mencionada parte, el pozo hubiera revelado su identidad sin la necesidad del esfuerzo empleado. Jonás quiso comprobar, a simple vista, la profundidad del pozo, por lo que acercó sus pies al casi imperceptible brocal e inclinó levemente su cuerpo hacia delante. Su intención se vio fallida, pues solo una opaca oscuridad alcanzaba a distinguir. Y se quedó observando ensimismado aquella penumbra, aquella sombra que hacía inútil a los mejores ojos, ya que solo negrura se acertaba a ver. El relincho de un caballo tuvo la culpa de que Jonás abandonara su ensimismamiento… y se asustó. De pronto se había roto la armonía del entorno y la insonoridad del lugar se vio resquebrajada. “Tal vez sea un caballo salvaje”, pensó, sin tener idea si por aquella zona tales animales pudieran disfrutar de tan envidiable vida. ¡Pero no tardó en oír ruidos de rueda de carro y, lo que más le puso sobre aviso, un exagerado “jhiaaa!” que le molestó hasta hacerle pensar que había que poner tierra de por medio y no dejarse ver. Para nada le apetecía tal cosa.

III

La armónica paz del entorno parecía anclada, estática, como si obstruyera todo vestigio de alteración, por ínfimo que este fuera, y permaneciera constante e invariable, incluso hasta en el aire que Melisa respiraba. Tal vez por ello había, sin habérselo propuesto, conciliado el sueño recostada sobre el tronco de un viejo y paciente tejo. Pero tanto la paz del entorno como el monocorde silencio, perfecta simbiosis para alcanzar un estado máximo de relajación corporal y espiritual, se vieron alterados por el chirriante relincho de algún cuadrúpedo que, por la claridad del sonido, no debía encontrarse lejos. Tal ruido alertó a Melisa, que despertó sobresaltada. Con la mente aún obnubilada y sin poder en tales momentos pensar con claridad, se quedó quieta y expectante, a la espera de que el sonido se repitiera y así dejar de dudar entre si estaba despierta o aquello no era más que un sueño. Tras unos segundos de espera y sin que el aclarador relincho volviera, decidió averiguar por su cuenta. Dio por hecho que merecía la pena hacerlo. Sigilosa y más temerosa, como el cervatillo dejado a la suerte por su madre, dejó a su espalda el tejo y decidió indagar. Anduvo con pies de plomo, clavando la mirada allí donde iba a colocar cada pie antes de que el suelo lo notara, separando con delicadeza cada rama que se interponía en su camino, encorvada para disminuir su talla todo lo posible, casi mimetizada con la naturaleza, desapercibida y con los cinco sentidos puestos en lo que estaba haciendo. Sabía exactamente dónde se encontraba después del tiempo que llevaba ocultándose. El entorno le era familiar desde antes, pero ahora se había convertido en su hogar y lo conocía como la palma de su mano. El pozo, el lugar donde había estaba tantas veces con sus amigas, estaba cerca. Recordando tal cosa, alertada por algún casi inapreciable sonido de voz humana, se detuvo y prestó toda su atención a sus oídos.

IV

Dejar que Silvia hiciera de guía no resultó óbice alguno a la que manejaba las riendas. Silvia, tras divisar una loma que conocía muy bien, advirtió a Beatriz para que se dirigiera hacia ella. Poco después se encontraban entre los matorrales que imposibilitaban la vista del pozo. Un “¡hemos llegado!” de Silvia bastó a Beatriz para que tirara de las riendas, frenando así al ya cansado alazán. Le ocurrió a Beatriz, tras desvelar Silvia el secreto que había compartido con sus amigas, lo mismo que le ocurriera a Paula, a Laura y a su hermana, y fue previsora antes de mover un pie para pasar, pisando el estrecho borde, a la parte del pozo que estaba más despejada. Algo más sosegada y dando por seguro el poco riesgo que suponía mantener la calesa y el caballo algo apartados, ambas chicas dieron rienda suelta a la plática, que ocupó la siguiente media hora; luego tornaron los malos recuerdos y salió a relucir el tema que tenía preocupada a tanta gente: la desaparición de Melisa. Adentradas en el tema, a Beatriz no le apetecía mantener la charla por más tiempo y, mentalmente, sentenció abortarla cuanto antes. Recordó el libro de relatos cortos que había dejado en la calesa, y dijo:

—¡Espera, voy a buscar el libro que he traído, seguro que disfrutas oyéndome leer un par de relatos!

Silvia no respondió a la invitación de Beatriz, pero su mutismo tampoco sirvió de obstáculo para que la dueña del libro fuese a por el libro, y, al no conocer otro sendero, tuvo que atravesar de nuevo el pozo.

Silvia se había quedado sola. No lo sabía, pero hacía rato que los ojos del oculto Jonás se habían depositado en ella. Conoció a la otra, a la que había desaparecido entre los matorrales, pero la que se había quedado sola era una desconocida para él. Y estaba cerca, muy cerca del brocal del pozo. Los instintos más primitivos de Jonás afloraron. “Un simple empujón bastará”, pensaba. Y, sigiloso cual felino que cree tener asegurada su presa, salió de su escondite dando pasos insonoros. A la confiada Silvia, que distaba mucho de imaginarse acechada, la sobrecogió, tal vez avisada por el instinto de la supervivencia, el restallido de una rama al romperse. Y se giró velozmente.

—¿Quién anda ahí? —exigió a la nada e, inmediatamente, gritó el nombre de Beatriz.

Jonás se dejó ver. Estaba decidido a cumplir con su cometido. Beatriz oyó la llamada de Silvia, y se alertó. Ya portaba el libro en sus regazos y había acariciado, para alivio de la bestia, varias veces a su caballo, pero, tras oír gritar su nombre, supo cuáles eran sus prioridades. Y acudió rauda en pos de Silvia.

Jonás no sabía que, tal como era observador, estaba siendo observado. Sinuosa como la más escurridiza serpiente, Melisa consiguió ver a un hombre que, oculto entre los matorrales, parecía observar a una joven mujer que estaba sola y junto al pozo. Pestañeó varias veces, incrédula, hasta tener la certeza de saber quién era ella. “¡Silvia, mi Silvia!”, ¿qué haces aquí?, pensó. El “¿quién anda ahí?” de Silvia y, a reglón seguido, oír gritar el nombre de Beatriz, que captó como una demanda urgente de auxilio, fueron motivos más que suficientes para afirmar a Melisa que Silvia, “su Silvia”, necesitaba ayuda.

Jonás, en aquel momento, era un autómata con un solo objetivo que cumplir: la aniquilación de aquella joven mujer que, como todas las demás, solo le imbuían repulsa y aversión. Silvia, aterrada, retrocedió lentamente, hasta dar con los tobillos en el brocal del pozo. A Jonás le estaba facilitando su presa la labor. El simple empujón sería más que suficiente para enviarla a lo más hondo de aquel negro pozo. La presa estaba aterrada y no se le iba a resistir mucho; lo supo por sus ojos, lagrimosos y tan abiertos como su miedo reclamaba. A un escaso metro de Silvia solo quedaba imponer su porte y dar por zanjado el asunto. Pero Jonás sintió una sacudida en la cabeza que le hizo caer al suelo y, sin que tuviera tiempo para pensar en lo ocurrido, quedó boca abajo, con las fauces clavadas en la tierra y sin sentido.

Cuando, no sin antes volver a tener que sortear el borde del pozo, llegó Beatriz, el panorama encontrado se le antojó de lo más absurdo e irrealista. Un hombre, que parecía muerto, tumbado en el suelo; Silvia, que tan pronto como pudo se abrazó a Beatriz llorando a vivas lágrimas como un infante; y, lo más inesperado, su hermana Melisa, la pecosa desparecida y que ya se comenzaba a dar por muerta, asida a un vasto leño, jadeante y con un aspecto deplorable. La pregunta que hizo Beatriz para intentar comprender qué había podido suceder en tan escaso margen de tiempo, sin saber si se la hacía a ella misma, a Silvia o a su hermana, fue respondida por la que no dejaba de gimotear.

—Melisa me ha… me ha protegido de… de este… este hombre. Intentaba hacerme daño. Ella… ella me ha salvado.

Beatriz, que agradeció internamente el acto de su hermana, consiguió zafarse del asidero al que estaba siendo sometida por Silvia y, agachándose para tener más comodidad, pudo girar la cara del desfallecido. Lo reconoció de inmediato, y exclamó:

—¡Jonás!

—¿Le conoces? —quiso saber Melisa a la par que dejaba caer al suelo el leño. Silvia parecía negada a mirar a Melisa, a pesar de la acertada aparición de esta.

—Es un trabajador de la fábrica. Uno de los nuevos.

—¿Por qué te iba a atacar? —peguntó a la que aún gimoteaba, que manifestó no tener ni idea y que no le conocía en absoluto.

Beatriz, haciendo alarde de hermana mayor, pidió a Melisa que, por su bien, era preciso que se entregara a la policía y que confesara sus crímenes, tanto el que acabó con la vida del joven Tadeo como el que a punto estuvo de costarle la vida al profesor Silvano, y el que tuvo que sufrir su novio, Francisco; otra cosa muy distinta era tener que pagar por el desalmado que, ajeno a tal conversación, yacía en el suelo. Pero Melisa no estaba dispuesta a hacer tales cosas y, entre ruegos y protestas, ante una expectante y atónita Silvia que a cada segundo se le agriaba más el panorama y la iba sucumbiendo en un caos cerebral, acabaron ambas hermanas enzarzadas en una agria pelea donde cada una tiraba con ambas manos del cabello de la otra. Y a punto estuvo Beatriz de comprobar en propia persona la profundidad del pozo cuando, con su hermana encima, cayó al suelo dejando medio cuerpo dentro de aquel oscuro lugar. Creyó que se encontraba en su hora final, pues no encontraba manera de hacer llevar su cuerpo a tierra firme, y, de pronto, sintió que ya no estaba siendo sometida a ninguna fuerza y que una mano la agarraba y la ponía a salvo mientras el cuerpo de Melisa caía al vacío. Silvia, que mantenía en una mano el leño que antes sirvió de arma a Melisa, alentaba, jadeante y entrecortadamente: “¡Se acabó, se acabó!”. Mas no acabó aquí la odisea para ellas, pues Silvia, que, aun necesitando ser consolada, consolaba a Beatriz, sintió en su tobillo que algo se le adhería fuertemente y con violencia, tanto que no tuvo tiempo para percatarse de qué era, pues se vio arrastrada por una fuerza que la hizo dar de bruces contra el suelo. Jonás había despertado con el mismo instinto asesino, el que le poseía cuando estuvo a unos segundos de enviar a Silvia a lo más profundo del pozo, el que le convertía en un ser despiadado. Y estaba decidido a llevar a cabo su abortado propósito. Con la chica en el suelo todo se ponía de su parte; luego se haría cargo de la otra. Despreciando a Beatriz, volvió a anular la defensa de Silvia y consiguió acercarla al bordo del pozo. Silvia logró arañar la cara de Jonás, haciéndole retroceder un poco. Tal retroceso permitió a Beatriz disponer del tiempo suficiente para que el leño estuviera en su mano y pudiera sacudir, con tanta fuerza como encontró, la cabeza del agresor, que cayó, esta vez muerto, a sus pies. Presa de la ira, no dudó en arrastrar aquel cuerpo inerte para, no sin un sobreesfuerzo, hacerle llegar hasta el mismo lugar donde se encontraba su hermana.

V

El regreso a Sobania se les presentaba a Beatriz y a Silvia como una odisea, la peor a la que hubieran tenido que enfrentarse jamás. Era un deber, y lo sabían, dar a las autoridades pertinentes pelos y señales de cuanto había sucedido. Por ello se tomaron su tiempo, casi sin mentar palabra, permitiendo que las aceleraciones de sus corazones tornasen a un ritmo más pausado y soportable. Beatriz asumió que su futuro más inmediato no iba a ser nada llevadero, pues la policía querría aclarar los hechos y para ello sería preciso indagar en su pasado, así como también ocurriría con Silvia, pero ante inevitable acontecimiento era preferible mantenerse firme y, asida a la verdad en todo momento, no ofrecer ningún impedimento para que los hechos pudieran esclarecerse en la mayor brevedad. Pero, además, tendría que hacerle frente al entierro de Jonás una vez hubiese sido su cuerpo sacado del pozo, pues, que se supiera, no tenía familia ni parientes en Sobania. Y más doloroso aún sería el entierro de su hermana que, aunque el hecho de ponerle fin a su desaparición supusiera cierto alivio, no en vano, era la hija de uno de los hombres más conocidos de Sobania. Y en algún recóndito rincón de la memoria de Silvia quedarían las horas felices que disfrutó con Melisa, como también permanecerían por tiempo indefinido la desagradable sorpresa de ser descubierta por el profesor Silvano cuando ambas se besaban. Para las amigas de Silvia —Paula y Laura—, que llorarían la muerte de Melisa, tampoco sería plato de buen gusto lo acaecido, y tanto para los monjes capuchinos como para las hermanas carmelitas, sobre todo para la Madre Superiora Catalina Piedra Alba, desconocer tales actos se me antoja obra piadosa de Dios. El pozo y el lugar en el que se encontraban Silvia y Beatriz dejarían de ser un secreto para los habitantes de Sobania y, sin duda alguna, no tardarían mucho en convertirse en lugar de encuentro de muchos jóvenes de la ciudad.

Volver a casa era lo único que podía confortar a ambas mujeres en aquel momento, por lo que, sin más dilación, bordearon el pozo nuevamente y se acomodaron en la calesa.

Los cuerpos sin vida de Melisa y de Jonás fueron sacados del pozo al día siguiente.

Una orden judicial permitió a unos empleados del ayuntamiento cerrar el pozo a cal y canto y colocar un letrero que rezaba “Prohibido acercarse, zona peligrosa”.

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. Serafín Cruz Muriel

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