la flor de la higuera

Tito Ce.

La historia que voy a contar ocurrió cuando yo tenía trece años y mi hermano Pancho, doce. Vivíamos en una parcela cerca del pueblo donde papá tenía una ferretería. El trayecto al colegio lo hacíamos en bicicleta, menos cuando llovía, en esas ocasiones nos íbamos en auto con nuestro padre. A la salida esperábamos en el negocio de papá y regresábamos a casa con él, siempre que esto ocurría, mamá nos esperaba con sopaipillas, la lluvia era para ella una señal de que había que hacerlas.

Nuestra casa era bastante grande, mi hermano y yo teníamos un dormitorio juntos, pero como era de buen tamaño no teníamos problemas de espacio, la cocina era una sala grande que a la vez servía de comedor; el dormitorio de nuestros padres estaba al otro lado de la cocina, alejado del nuestro. Un poco separada de la casa, había una bodega llena de cosas viejas: herramientas de labranza en desuso, unos barriles de madera, una mecedora destartalada, en medio del techo una vieja lámpara de fierro forjado, mamá guardaba ahí algunos sacos de harina con los que hacía pan y otras masas para nuestro consumo, de modo que papá había puesto varias trampas para ratones como medio de protección. Al lado de esta bodega había una vieja higuera; con Pancho nos hartábamos de higos en la temporada de frutos, hasta que mamá nos pasaba canastos qué teníamos que llenar, con esto ella elaboraba toda clase de dulces y mermeladas.

Más o menos a unas cinco cuadras de casa pasaba un brazo de rio; en primavera y verano íbamos a bañarnos y a veces a pescar truchas, rara vez sacábamos alguna, pero era nuestra gran aventura.

Ese año en medio de la primavera hubo una reunión familiar, los dos hermanos de mi madre vinieron a casa. Tenían que solucionar el futuro del abuelo; la abuela, a pesar de ser bastante menor que él, había fallecido hacía una semana, el abuelo a sus ochenta y cuatro años no estaba en condiciones de vivir solo. El problema era que los dos hermanos de mi madre se habían casado hacía poco más de un año, y vivían en departamentos en Santiago, y tanto ellos como sus esposas trabajaban, por lo cual no podían hacerse cargo del abuelo. Así, solo había dos opciones, o se venía a vivir con nosotros o lo llevaban a una casa de reposo. Lo que dificultaba la situación era que el abuelo era fumador, siempre andaba con su pipa en la boca, además de consumir pequeñas cantidades de whisky a diario. Eso dificultaba lo de la casa de reposo.

Mi madre que era una mujer de carácter fuerte, expuso su punto diciendo, yo no tengo ningún problema en que mi padre venga a vivir con nosotros, es más, me gustaría mucho, pero en mi casa no entra ni el tabaco ni el alcohol, así que él tiene que elegir, o deja de fumar y tomar, o se va a una casa de reposo. El abuelo sentado en un sillón, escuchaba en silencio. Después que mi madre terminó de hablar, todos los ojos se volvieron hacia él, éste carraspeó un poco y después de un momento dijo, me va a costar mucho, pero quiero quedarme aquí, no soportaría estar en un lugar donde no conozco a nadie. Con esto todo estaba claro, el abuelo se quedaría con nosotros.

Los primeros días fueron difíciles para el abuelo, pasaba sentado en una banca del jardín, casi sin hablar, a veces caminaba por el huerto, con la mirada perdida en el horizonte, se acostaba temprano y se levantaba tarde. Mi padre, al ver este comportamiento decía a mi madre, déjalo que se fume una pipa una vez al mes, mi madre contestaba, los vicios se cortan de una vez o no se cortan nunca, con esto se terminaba la discusión.

Pasó el tiempo y el comportamiento del abuelo lentamente fue cambiando, lucía tranquilo, hasta reía cuando nos veía hacer alguna travesura; con mi hermano empezamos a conversar con él, comenzó a contarnos historias de su vida, cuando más joven él había sido capitán de un barco pesquero, nos contaba un sinfín de aventuras a veces muy graciosas, otras espeluznantes, aunque creo que muchas no eran verdaderas, eran muy entretenidas. Al parecer el abuelo había dominado su vicio

Ese fue nuestro mejor verano. Él nos acompañaba a pescar, sabía bastante de eso, nos enseñó a poner las moscas adecuadas, siempre que íbamos con él nos traíamos alguna trucha.

Pasó el verano, con los días más fríos ya no íbamos al rio, nos quedábamos en casa, a la hora de onces en la cocina, mientras tomábamos té con pan amasado hecho por mamá, el abuelo seguía entreteniéndonos con sus relatos.

El día previo a la noche de San Juan, él empezó a contar todas las pruebas que se hacían esa noche en algunos campos, la de las tres papas, la del velo en el espejo y la de la flor de la higuera. Esa fue la que más llamó nuestra atención. Contaba que algo antes de medianoche había que prender una vela a los pies de una higuera y a las doce de la noche la higuera florecía, que su flor era la más hermosa jamás vista, pero que duraba solo un segundo; los que la veían lograban una gran fortuna pero no se sabía de alguien que hubiese logrado verla, aun así mucha gente seguía intentándolo.

Llegó la hora de acostarse, con mi hermano ya habíamos elaborado un plan, pasamos por el estante donde mamá guardaba velas, sacamos una y una caja de fósforos y nos fuimos a nuestro dormitorio; nos acostamos vestidos, nos tapamos hasta la cabeza y nos hicimos los dormidos. Cuándo mamá hizo su acostumbrada ronda, simulamos roncar, mamá apagó todas las luces y se retiró a su dormitorio. Esperamos excitados que llegara la hora; cuando nuestro reloj de cabecera marcó las once y media nos levantamos en silencio, salimos sigilosamente y nos dirigimos hacia la vieja higuera, enterramos un poco la vela en la tierra, la encendimos y esperamos que llegara la hora; pasado un momento sentimos un ruido en la bodega, pensamos que podían ser ratones, mi hermano tomó un rastrillo, nos acercamos, abrí la puerta de golpe y ahí, bajo el antiguo farol estaba el abuelo, sentado en la mecedora con su pipa humeante en la boca, en su mano una revista y su botella de whisky sobre un viejo barril. La flor de la higuera nunca la vimos.

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